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Transcript
Argentina: en busca del rumbo perdido.
Un marco macroeconómico para el crecimiento inclusivo
I. Introducción
Hace ya largo tiempo, en la década del sesenta, Paul Samuelson señalaba que había en la economía
mundial cuatro clases diferentes de países: los desarrollados, los que se encontraban en vías de
desarrollo, Japón y…Argentina. Aunque se trataba, por cierto, de una simplificación deliberada –y,
como tal, podía discreparse con ella en más de un sentido- esa cruel ironía no dejaba, sin embargo, de
encerrar una cierta cuota de verdad. Lo que aquella boutade quería significar era que el caso local
resultaba difícilmente encasillable; una percepción que contaba –y parece hacerlo todavía en la
actualidad- con un elevado grado de consenso entre los observadores internos y externos: el
enigmático caso de un país de gran potencial condenado a un proceso sistemático (y, en buena
medida, autoimpuesto) de declinación relativa1.
Mientras varios países en desarrollo (principalmente situados en Asia pero también en nuestra región)
comenzaban a transitar el camino de la convergencia y tendían a achicar la brecha que los separaba de
las nacionales líderes, la economía de nuestro país era un claro contraejemplo de esa tendencia. Al
mismo tiempo, su desempeño comenzaba a exhibir los rasgos que, más tarde, serían su nota distintiva:
al escaso dinamismo de largo plazo, había que sumar una elevada volatilidad en el comportamiento de
las variables macroeconómicas y una evolución “salpicada” por frecuentes episodios de crisis.
¿No era acaso correcto señalar como “caso peculiar” el de una economía que a inicios del siglo XX
exhibía un PIB per cápita comparable al de las naciones más desarrolladas del período y que, en el
momento en que Samuelson formulaba aquella consideración, había declinado fuertemente en términos
relativos? Cabe destacar que nuestra declinación relativa no se había producido únicamente respecto de
las economías líderes sino, de manera más dramática, cuando se comparaba el desempeño de la
economía argentina con la suerte de muchos de sus vecinos regionales o de las economías de países
jóvenes con dotaciones factoriales similares en el origen, como Canadá, Nueva Zelanda y Australia.
En tales circunstancias, ¿no era también atinado preguntarse a qué obedecía esa falta de dinamismo y,
más aún, la recurrente propensión a la generación de episodios de desequilibrio macroeconómico –
episodios que, con una elevada frecuencia, culminaban en serias dificultades en la balanza de pagos o
en aumentos persistentes de la inflación motivados por frecuentes problemas de desfinanciamiento del
Llamativamente, la observación se formulaba en un período –la década del sesenta- en que la economía local
estaba experimentando una renovada etapa de crecimiento relativamente elevado. Tanto es así, que en el análisis
de la historia económica algunos observadores coincidieron en caracterizar a ese período como una “primavera
económica”. De todos modos, cabe señalar que esas interpretaciones fueron retrospectivas y que, al poco tiempo,
ese proceso de recuperación del crecimiento se vio abortado.
1
fisco? Por otro lado, ¿qué otra cosa podía afirmarse, si además los ingresos – que a lo largo de muchas
décadas se habían destacado por una notable equidad- comenzaban a caracterizarse por un patrón
crecientemente desigual de distribución?
Incapacidad para crecer en forma sostenida, elevada volatilidad de las variables macroeconómicas tanto en el plano nominal (inflación) como real (ciclos económicos frecuentes y pronunciados)-,
creciente inequidad social… ¿Qué pensar, entonces, de lo ocurrido en las últimas tres décadas con la
economía del país? Si en el período previo la economía local había experimentado una notable falta de
dinamismo relativo, desde mediados de la década del setenta, su desempeño fue sencillamente
frustrante y desalentador. La economía argentina, que en las tres primeras décadas del siglo veinte
había tenido una expansión del orden de 4,5% anual promedio, y todavía en las cuatro décadas
siguientes se las “ingeniaba” para crecer al 3,3% por año, experimentó en el último tercio del siglo
pasado un brusco descenso en su tasa de crecimiento, que se ubicó en torno de 1,3% anual. Este
“crecimiento” apenas estaba en línea con el aumento poblacional, de manera que en dicha etapa el
ingreso per cápita permaneció prácticamente estancado.
Como se sabe, este estancamiento vino acompañado -y fue en buena medida la consecuencia- de un
marcado aumento de la inestabilidad macroeconómica. Durante dicha etapa los reiterados fracasos en
el intento de estabilizar la economía condujeron a cambios recurrentes en los regímenes de política, lo
que tendió a acentuar en forma dramática la volatilidad del entorno en que estaban obligados a operar
los agentes económicos. De hecho, un rasgo notable de la dinámica de funcionamiento económico local
fue que, si bien el PIB per cápita tendió a permanecer estancado durante toda esa etapa, ello fue, en
realidad, el resultado ex post de una sucesión de ciclos de extrema amplitud, caracterizados por fases de
fuerte alza de la actividad (muchas veces, incluso, de “euforia” acerca de las perspectivas futuras de la
economía) seguidas por períodos caóticos de verdadera “desorganización” económica y marcada
retracción –cuando no de verdadero colapso- de la producción. No sin razón, se ha utilizado para este
prolongado período el calificativo de “era de las catástrofes”2.
Por ello, la afirmación acerca de “falta de dinamismo” en ese período debe ser cuidadosamente
calificada: no es que la economía local no exhibiese una –de hecho notable- capacidad de expansión
cada vez que las señales del contexto y los incentivos provenientes del régimen de políticas se
alineaban convenientemente, sino que, con igual facilidad, esos procesos tendían a verse rápida y
fatalmente abortados. El problema no parecía ser la falta de flexibilidad para responder favorablemente
a los incentivos y crecer; más bien, el drama de la economía local parecía ser la incapacidad para
sostener en el tiempo una trayectoria de crecimiento, tal vez más moderada, pero no interrumpida por
frecuentes episodios de crisis y cambios bruscos de tendencia. Las razones de la aparente condena a
repetir de manera recurrente estos “ciclos de ilusión y desencanto” fueron el motivo de indagación de
2
Véase Gerchunoff y Llach (2004).
una vasta literatura macroeconómica3 y llevaron a algunos autores a equiparar el caso local con el
drama de Sísifo, aquel eterno condenado a empujar en forma incansable, una y otra vez, la piedra a la
cima de las montañas del Averno.
Con una frecuencia llamativamente regular, desde mediados de la década del setenta, se verificó una
gran disrupción macroeconómica cada aproximadamente siete años (1975, 1981/2, 1989, 1995,
2001/2002). Por un lado, en un extremo del espectro, hubo situaciones de alta inflación que tendían a
reflejar problemas estructurales en el financiamiento fiscal y desequilibrios recurrentes en el sector
externo de la economía; por el otro, aún en entornos de reducida “volatilidad nominal” y luego de un
auge de la actividad y el crédito, se verificaron también instancias de fragilidad financiera en las que,
llegado cierto punto, cualquier circunstancia fortuita conducía a crisis abiertas y al incumplimiento
generalizado de los compromisos de deuda públicos y/o privados. En ambos extremos, estos eventos
críticos se caracterizaron por cambios de reglas, rupturas generalizadas de arreglos contractuales y
masivas redistribuciones de ingreso y riqueza con consecuencias distributivas muy regresivas (Basco et
al, 2007).
Más allá de sus notas distintivas, todos esos eventos tuvieron características altamente disruptivas y, en
general, condicionaron fuertemente el desempeño posterior, dando lugar a círculos viciosos en el
funcionamiento de la economía. En efecto, la recurrencia de los episodios de crisis y el cambio frecuente
de los regímenes y decisiones de política condujeron a los agentes económicos a desplegar
reiteradamente conductas “defensivas” de adaptación a un entorno percibido como altamente incierto.
Típicamente, muchos de los rasgos de conducta desplegados por los agentes económicos como
mecanismos de “cobertura” frente a un entorno hostil (vgr. la dolarización de los ahorros, el
acortamiento en los horizontes de toma de decisiones, la desaparición de mercados de crédito en
moneda doméstica a plazos largos, el desaliento a la inversión y a las actividades de innovación, etc.)
devinieron de naturaleza “permanente” –pasando a formar parte de la “estructura micro” del
funcionamiento económico local. Típicamente, esas respuestas adaptativas revertían, a su vez, sobre la
dinámica de funcionamiento macroeconómico, acentuando las tendencias a la inestabilidad agregada.
De este modo, se pusieron en marcha mecanismos de retroalimentación (feedback) negativa entre la
estructura micro y la dinámica macroeconómica agregada. Vale decir que los repetidos desequilibrios
macroeconómicos, al afectar la conducta de los agentes económicos y la estructura de mercados e
instituciones de la economía, tendieron a tener consecuencias duraderas, alterando en forma adversa su
trayectoria de largo plazo.
Estos no fueron, por cierto, los únicos impactos persistentes de los repetidos eventos de crisis. La etapa
de elevada inestabilidad macroeconómica experimentada en el último tercio del siglo pasado vino
acompañada por un creciente deterioro de los indicadores sociales. La evolución de los indicadores de
pobreza y equidad tendió, de hecho, a evidenciar las características de los fenómenos de histéresis: ante
3
Véase, entre otros, los trabajos de Heymann (….) Fanelli (…) y Gerchunoff y Llach (….).
cada evento crítico se verificaba un fuerte empeoramiento de los niveles de bienestar de los sectores
menos favorecidos en la escala de ingresos, que no tendía a revertirse en forma completa cuando la
economia se recuperaba. En particular, un fenómeno novedoso para una economía tradicionalmente de
pleno empleo que se sumó a los crecientes niveles de desigualdad, fue el alza sistemática de los niveles
de desocupación e informalidad laboral, que desde inicios de las década del noventa alcanzaron
registros inéditos para la historia de Argentina.
Las causas inmediatas y la propia índole de los frecuentes episodios de crisis fueron muchas veces
diferentes. A veces, se trataba simplemente de la ocurrencia de cambios adversos en el contexto externo
en el que operaba la economía (vgr. deterioro de los términos de intercambio, incremento de las tasas
de interés internacionales); en otras, además, entraban en operación mecanismos endógenos que
amplificaban los desequilibrios generados por esos impulsos exógenos. Así, no era sólo que la
economía argentina estuvo durante esta etapa expuesta a shocks adversos de gran magnitud, sino que
los rasgos estructurales de su funcionamiento tendían a acentuar esas perturbaciones exógenas.
Muchas veces eran, incluso, las propias decisiones de política económica las que generaban las
condiciones para una amplificación de los desequilibrios, agravando el contexto de inestabilidad
macroeconómica.
Puede afirmarse, de hecho, que una de las debilidades más notorias de la política económica en
Argentina –gravemente acentuada durante el último tercio del siglo pasado- ha sido la incapacidad
de las autoridades para desplegar instrumentos de naturaleza contracíclica, capaces de suavizar las
fluctuaciones agregadas. Antes bien, fue común que los regímenes macroeconómicos vigentes
generaran incentivos para que los agentes económicos se comportaran en forma deliberadamente procíclica. Más aún, esta incapacidad para suavizar el ciclo económico tendió en general a incubarse
durante las fases expansivas, poniendo de manifiesto una palpable falencia para “administrar
bonanzas”.
Cuando las tendencias al desequilibrio derivaban en crisis abiertas, sobrevinieron con frecuencia
movimientos pendulares en la orientación y en los principios (e instrumentos) que guiaron a los
enfoques de la administración macroeconómica. Fue común así pasar, sin solución de continuidad y en
cortos lapsos temporales, de extremos caracterizados por grados de apertura relativamente reducida a
estrategias de shock dirigidas a inducir una acelerada integración real y financiera con los mercados
internacionales; de una economía con altos niveles de intervención pública en los mercados financieros
a situaciones de desregulación virtualmente completa; del apego a reglas excesivamente rígidas en el
manejo macroeconómico con vistas a brindar credibilidad y anclar expectativas a favorecer arreglos
exageradamente discrecionales para “comprar” flexibilidad y acomodar shocks no previstos; de
situaciones caracterizadas por la vigencia de una moneda fuertemente depreciada a esquemas
caracterizados por un marcado atraso cambiario. Esta elevada frecuencia de cambios en los regímenes
de política fue, a su turno, incorporada en la formación de expectativas del público.
En tales condiciones las propias políticas macroeconómicas, por su carácter errático y su naturaleza
altamente procíclica, se transformaron en un factor autónomo generador de incertidumbre. Tal vez
allí -y en las razones de economía política que subyacen detrás de su manifiesta incapacidad para
administrar el ciclo macroeconómico y de sus bruscos virajes ante cada intento fallido – reside una
de las causas de nuestro fracaso secular. Y no sólo, como de manera autocomplaciente hemos
querido creer, en la existencia de condiciones adversas de contexto. No ha sido sólo la suerte o el
infortunio (las condiciones objetivas) sino lo que nosotros mismos, como sociedad, hemos hecho con
ellos (el factor subjetivo) lo que ha determinado nuestro triste derrotero económico. Reformulando a
Ortega y Gasset puede decirse que “son, sin duda, las circunstancias…pero también los hombres”.
Como se intentará argumentar en las páginas que siguen, la actual etapa es una rotunda refutación de
aquella falsa creencia. Nunca como ahora en casi un siglo se ha presentado un contexto internacional
tan favorable para una economía con la dotación de factores de Argentina; nunca como ahora, las
condiciones “iniciales” a la salida de una gran crisis fueron tan propicias como para brindar
sostenibilidad al proceso de recuperación del crecimiento. En efecto, por primera vez desde la belle
epoque que antecedió a la crisis del treinta, son las economías que demandan en gran cuantía aquello
que producimos de manera relativamente más eficiente las que exhiben un mayor dinamismo (vgr.
China y la India); entretanto, los socios comerciales “naturales” como Brasil y otros países de la región
-a los que podemos abastecer en buenas condiciones de costo de una amplia gama de productos
industriales (vgr. los denominados transables regionales)- enfrentan perspectivas de expansión
económica sostenida. Por otra parte, luego de la reestructuración de los pasivos externos, la carga de la
deuda –un condicionante mayor al crecimiento en el último tercio del siglo pasado- se ha reducido en
forma notable, al tiempo que la sucesión ininterrumpida de crisis macroeconómicas ha ido generando más por necesidad que por virtud- un consenso social acerca de la importancia de preservar equilibrios
básicos en los frentes externo y fiscal.
Sin embargo, pese a estas favorables condiciones de contexto, la tendencia macroeconómica del
último cuatrienio evidencia notorias y crecientes debilidades. Nunca como ahora, por lo tanto, ha
sido tan evidente que, junto a la importancia de los denominados fundamentos macroeconómicos, la
calidad y credibilidad (o la falta de ellas) de las políticas públicas representa un factor de primer
orden de importancia para determinar el destino económico de nuestro país.
Ésta es, de hecho, una de las principales tesis del presente ensayo: la notoria volatilidad
macroeconómica en nuestro país está asociada no únicamente a los rasgos estructurales de
funcionamiento de la economía y a las características del contexto en que ella opera sino también al
modo particular en que las políticas han tendido a gestionar el ciclo y a encarar los dilemas y
conflictos que, casi desde sus mismos orígenes, ha enfrentado nuestra sociedad,
Un punto de particular interés es entender algunas de las razones e incentivos que, a lo largo de
nuestra accidentada historia económica, han guiado el accionar de las autoridades y su sesgo a
considerar horizontes estrechos e inmediatos de decisión, aún en contextos de relativa holgura política
y económica. Las deficiencias institucionales del proceso de toma de decisiones pueden, por cierto,
rastrearse desde muy atrás en el tiempo. Un tema tradicional de estudio del caso argentino ha sido,
precisamente, el de las razones por las que el sistema político local ha sido incapaz de alcanzar los
acuerdos intertemporales necesarios para instrumentar políticas sostenibles. Esto ha sido especialmente
claro en el caso de la política fiscal y en las fuertes presiones –muchas veces contradictorias- que se
manifiestan sobre el presupuesto público, condicionando la capacidad de los gobiernos para formular
políticas de ingresos y gastos consistentes. Sin embargo, como resulta fácil comprender, esas presiones
no se limitan exclusivamente a dicho plano y pueden identificarse fenómenos de naturaleza similar con
repercusiones sobre la política monetaria o sobre las dirigidas al sector externo de la economía, entre
otras.
Como se sugirió más arriba, muchas de aquellas dificultades son de larga data. Las más antiguas se
vinculan con la incapacidad política de encauzar constructivamente las demandas de equidad, valor
que por circunstancias específicas de nuestra historia, desde muy temprano adquirió entre nosotros
carácter prioritario, así como las exigencias de reparación perentoria, esgrimidas recurrentemente por
diferentes actores sociales cada vez que se consideraron desfavorecidos por el curso económico que
tomaba el país.
Tradicionalmente, la política económica en nuestro país ha estado sometida a intensas presiones, al
punto que varios de los mejores trabajos de la historiografía local destacan el carácter extremamente
conflictivo del contexto en que normalmente se tomaron las decisiones de política4. En particular,
aunque no la única, una de las presiones más significativas ha sido la tensión existente entre las
condiciones de eficiencia económica y las demandas distributivas5. Naturalmente, el conflicto entre
políticas favorables al crecimiento de largo plazo y aquéllas dirigidas a la redistribución de corto plazo
es relativamente universal pero, por razones propias de su estructura económica, este dilema ha
tendido a adquirir una vigencia particularmente intensa en el caso argentino.
En efecto, dada su dotación inicial de factores productivos (vgr. abundancia relativa de recursos
naturales y escasez de capital y trabajo), era natural que la incorporación de la economía argentina a las
corrientes del comercio internacional trajese aparejada un cierto deterioro de la participación del factor
trabajo en la distribución funcional del ingreso. Tal como predecía la teoría económica, el país tendería
a especializarse en aquellos productos que utilizaran con mayor intensidad los factores relativamente
abundantes, que consecuentemente verían fuertemente mejorada su remuneración respecto de la
situación previa a nuestra integración a la economía mundial. Por otro lado, en tanto gozábamos de
fuertes ventajas relativas en la producción de alimentos, era inevitable que la vigencia de perspectivas
favorables para el sector exportador estuviese en general asociada a un encarecimiento de la canasta
básica de consumo popular.
Así, a diferencia de economías caracterizadas por otras dotaciones factoriales, históricamente en
nuestro país la promoción de la integración económica internacional ha tendido a deteriorar los niveles
de remuneración del factor trabajo. Por dicha razón, la promoción de la “justicia social” ha estado
Recuérdese, por caso, el título del célebre trabajo de Sourrouille y Mallon (1976): “La política económica en una
sociedad conflictiva”.
4
5
Véase Gerchunoff y Llach (2004).
muchas veces asociada a la implementación de políticas proteccionistas tendientes a aislar al país de los
intercambios comerciales externos, aunque esto supusiera un importante costo no sólo en términos de
eficiencia económica sino también de bienestar a largo plazo.
Se entiende así por qué el diseño de las políticas económicas ha resultado siempre vulnerable a un
conflicto distributivo exacerbado: si en toda economía se plantea inevitablemente una cierta tensión
entre el sacrificio de recursos presentes destinados, vía inversión, a lograr el crecimiento futuro y las
políticas de redistribución inmediata, este conflicto se ve particularmente acentuado en el caso
argentino, debido a nuestra particular dotación factorial.
Consecuentemente, cuando las masas obreras se incorporaron en forma plena a la vida política, el fiel
de la balanza se inclinó decisivamente en contra de la integración con la economía mundial. En aras de
la equidad distributiva la política económica se orientó, por la vía de la protección arancelaria y/o a
través de costosos subsidios, a promover a los sectores industriales trabajo-intensivos, aunque ello
fuese en detrimento de la eficiencia productiva.
Las dificultades en incorporar consideraciones de naturaleza intertemporal al procesamiento de los
conflictos distributivos, no sólo provienen de nuestra peculiar dotación factorial. Otros factores también
contribuyeron a acentuar el carácter “inmediatista” de las demandas de equidad distributiva, dando
lugar a un creciente y preocupante cortoplacismo de las políticas económicas. En particular, el mito
fundacional de la Argentina como una tierra inicialmente deshabitada, plena de recursos y
oportunidades, lista para recibir la inmigración europea y “condenada” a prosperar adoptando sus
pautas culturales. Ese relato fue una referencia ineludible para diferentes generaciones y, al afectar las
expectativas de los actores sociales, condicionó naturalmente el accionar de las autoridades.
Al mismo tiempo, la contundencia de una evolución económica y social que, en contraste con aquel
destino mítico, con el paso del tiempo se verificó crecientemente desalentadora, tendió a abonar la
percepción, cada vez más enraizada, de que “todo tiempo pasado fue mejor”. Esto resultó
particularmente cierto a partir del último cuarto del siglo pasado, cuando la declinación secular relativa
de la economía argentina se transformó en estancamiento liso y llano del ingreso per cápita
acompañado de una fuerte regresión distributiva. Así, a medida que se sucedían los fracasos, los
diferentes sectores sociales se mostraron cada vez más reacios a considerar las consecuencias de largo
plazo de sus conductas y, frente a las sucesivas iniciativas de reforma, parecían cada vez menos
dispuestos a tolerar costos inmediatos ciertos a cambio de beneficios futuros presuntos. En una suerte
de dinámica perversa, los confines temporales de la conducta y las expectativas de los actores tendieron
a achicarse progresivamente y los horizontes de decisión y planeamiento de la sociedad como un todo
se volvieron cada vez más estrechos. Esta interacción negativa tendía a reforzar la impaciencia de los
actores sociales, exacerbando la perentoriedad de sus demandas y contribuyendo, en última instancia, a
acentuar el sesgo cortoplacista de las propias políticas.
A partir del colapso económico, institucional y político de 2001/2002, estas preocupantes tendencias se
vieron reforzadas como consecuencia de la crisis de legitimidad y la debacle resultante del sistema de
representación democrática. En este trabajo se postula, de hecho, que esos desarrollos han tenido una
influencia gravitante en el perfil y naturaleza de las decisiones adoptadas en el período reciente y que
esos factores de orden político/institucional ayudan a explicar la creciente pérdida de rumbo de la
evolución macroeconómica, pese a las muy favorables condiciones del contexto.
Aunque se ensaya una explicación en términos de incentivos “políticos”, cabe aclarar que este trabajo
no adopta estrictamente un enfoque de economía política, ni predica alguna variante de
“fundamentalismo institucional”, tan en boga actualmente. No se considera aquí, por caso, que las
deficiencias de las políticas macroeconómicas sean, simplemente, un epifenómeno o un mero síntoma
de debilidades institucionales subyacentes. Sin embargo, sí se afirma que los aspectos de naturaleza
política e institucional son cruciales a la hora de comprender las razones del proceso de larga
declinación relativa que ha venido sufriendo nuestra economía. Al mismo tiempo, se considera que
esos factores son absolutamente relevantes para superar los escollos que impiden que la economía y
el país puedan aprovechar la nueva oportunidad que el actual contexto les brinda.
No hay dudas de que el balance económico de nuestros primeros dos siglos como nación
independiente dista de ser encomiable. Las frecuentes recaídas en el desempeño económico y los
pendulares cambios de rumbo en la orientación de las políticas son dos rasgos distintivos de nuestra
historia que requieren una explicación satisfactoria. Este es un prerrequisito básico para su resolución y
para el diseño de una estrategia macroeconómica coherente con las posibilidades y desafíos que el país
enfrenta en la actualidad, con vistas a garantizar en el futuro próximo una trayectoria de crecimiento
sostenida.
Estos son los temas que se propone abordar en el presente ensayo. En primer lugar, ¿cuáles son las
razones y las consecuencias de la exacerbada volatilidad que ha experimentado tradicionalmente
nuestra macroeconomía? En segundo término, ¿qué puede hacerse para reducir esa dañina volatilidad
y qué oportunidades se presentan en la actualidad para asegurar una expansión sostenida sin
sobresaltos? Por último, ¿cuáles deberían ser las características precisas de una estrategia
macroeconómica orientada a tal fin y cuáles sus condiciones de viabilidad, tanto en términos
estrictamente “técnicos” como desde un punto de vista de economía política?
Para ello, en la siguiente sección, se repasan a “trazo grueso” los antecedentes del desempeño
macroeconómico del país en las principales etapas de su desenvolvimiento. La utilidad de este
recorrido histórico no es describir en forma detallada las alternativas y dilemas de política de aquellas
etapas sino identificar en esos períodos los temas que, con notable recurrencia, aparecen como desafíos
y problemas irresueltos para la política macroeconómica. La tercera sección del trabajo se focaliza en el
período actual para identificar las oportunidades que se le presentan actualmente al país. Se repasan
allí, de modo estilizado, las características de la vigorosa recuperación que experimentó la economía del
país después del colapso del esquema de Convertibilidad, así como sus principales fortalezas y
debilidades. Ese repaso permite, asimismo, apreciar la recurrencia de los dilemas de política y de los
conflictos distributivos que se presentaron tradicionalmente a las autoridades en etapas previas, pero
especialmente cómo su inadecuado tratamiento por las actuales autoridades amenaza extraviar, una
vez más, el rumbo macroeconómico que el país parecía haber encontrado en el período actual. Por
último, en línea con la motivación principal de este ensayo, se discute cómo recuperar el rumbo
perdido y se analizan los rasgos que deberían caracterizar a una estrategia macroeconómica orientada a
brindar sustento a un proceso sostenido de expansión sostenida.
II. Antecedentes
Tal como se explicó en la introducción, el objetivo del repaso histórico que se efectúa en esta sección no
es analizar en forma detallada cada una de las circunstancias que caracterizaron a las diferentes etapas
del desarrollo económico de nuestro país. Antes bien, lo que se busca es identificar aquellas cuestiones
y conflictos que, por su recurrencia, aparecen como problemas irresueltos para la política económica y
ayudan a explicar la desalentadora evolución macroeconómica de la mayor parte de nuestra historia.
Desde sus inicios como nación independiente, la Argentina fue un país con una muy baja densidad
demográfica, resultante del efecto combinado de un extenso territorio y una población relativamente
escasa. Esta dotación factorial inicial condicionó “naturalmente” el tipo de inserción del país en la
división internacional del trabajo. En efecto, tal como postula la teoría (neoclásica) del comercio
internacional, toda economía tenderá a especializarse en aquellas actividades que usen de manera más
intensiva los factores productivos de los que se dispone en relativa abundancia (esto es, en aquellos
sectores en los que cuente con ventajas comparativas), a menos que opere en situación de autarquía o
que determinadas intervenciones de política se lo impidan6.
Por un lado, la abundancia relativa de tierras fértiles cercanas a los puertos del Atlántico (el locus
geográfico de una veloz expansión comercial desde mediados del siglo XIX) planteó casi desde el inicio
una marcada ventaja del país (absoluta y relativa) para la producción de alimentos. Por otro lado, como
contrapartida, la escasez de población (y de capital previamente acumulado) planteó dificultades para
el desarrollo espontáneo de la producción manufacturera, dado que los condicionantes demográficos
limitaban en muchos casos la escala de mercado necesaria para el surgimiento de determinadas
actividades industriales. Al mismo tiempo, pese a la abundancia de recursos naturales, el desarrollo
manufacturero también tendió a verse dificultado por la carencia de los insumos arquetípicos que
facilitaron el despegue de la industria en otras localizaciones geográficas (mineral de hierro y carbón).
De este modo, desde el momento mismo de su inserción en las corrientes del intercambio mundial de
mercancías, la Argentina -gracias a su favorable dotación de recursos naturales- fue una economía que
tendió a especializarse relativamente en la producción agrícola-ganadera (complementada,
naturalmente, por la provisión de los servicios no transables cuya demanda crecía a medida que se
expandía la actividad económica). Correlativamente, era un espacio económico en el que la producción
Por supuesto, tal como han enfatizado los exponentes de la “nueva” teoría del comercio internacional, estas
ventajas comparadas no son necesariamente inmutables y podrían ir evolucionando en forma “dinámica” a
medida que, a través de la acumulación, cambien las dotaciones factoriales relativas, o se modifique el
conocimiento acerca del modo más eficiente de “hacer las cosas” (vgr. cambien las intensidades factoriales
relativas en diferentes sectores de actividad). Pero, aún así, en un “punto particular del tiempo” parece siempre
cierto que, en ausencia de impedimentos mayores provenientes de las intervenciones de política, una economía
tenderá a especializarse siguiendo los lineamientos señalados por Hecksher y Ohlin.
6
manufacturera –que tendía a utilizar en forma más intensa aquellos factores menos abundantes en el
territorio nacional como el trabajo y el capital- sufría (dada la relación de productividades comparadas)
una importante desventaja relativa. Salvo políticas deliberadas de fomento o la ocurrencia de eventos
externos que obligaran al país a restringir su comercio internacional y a refugiarse en una situación de
relativa “autarquía”, la actividad industrial parecía condenada a experimentar inicialmente un
desarrollo bastante modesto.
Este punto de partida condicionó marcadamente el desenvolvimiento económico posterior, planteando
dilemas que -más allá de posteriores modificaciones fruto de la gradual complejización de la estructura
económica nacional- persisten aún en la actualidad. Antes de efectuar un repaso de las principales
etapas de ese desarrollo, queremos detenernos en algunas de esos dilemas y en sus implicancias
potenciales para la política macroeconómica.
En primer lugar, de lo recién expuesto parece claro que, desde un principio, la economía argentina
dependería críticamente de la evolución de su sector externo. En efecto, para hacerse de los bienes
manufactureros destinados a asegurar el bienestar de su población (y sostener el propio nivel de
actividad) el país necesitaba generar divisas para importar una amplia gama de mercancías.
Inicialmente, cuando la industria manufacturera estaba circunscripta a unas pocas actividades de perfil
casi artesanal, esos bienes eran mayormente de consumo final. Posteriormente, a medida que avanzó el
proceso de sustitución de importaciones (inducido por las circunstancias y/o las acciones de política
económica), las compras externas pasaron a estar representadas en mayor medida por insumos
intermedios y bienes de capital extranjeros. En cualquier caso, lo que aquí se quiere enfatizar es que,
como en cualquier economía pequeña, abierta y relativamente especializada, el proceso de expansión
de la actividad interna estaba indisolublemente ligado a la capacidad de importar (y, por tanto, a la
disponibilidad de divisas provenientes de las ventas al exterior). Para crecer en forma sostenida,
Argentina estaba obligada a importar y, para ello, debía generar las divisas necesarias mediante
exportaciones.
Ya veremos de qué modo la holgura o la escasez de divisas será un determinante crucial para explicar
el desempeño macroeconómico del país en diferentes etapas. Lo que nos interesa destacar ahora es que
esa abundancia o escasez relativas estarán críticamente asociadas a la competitividad que la producción
doméstica exhiba en los mercados internacionales.
Como es sabido, para ser competitiva en determinados sectores de actividad una economía debe estar
en condiciones de producir a un costo más bajo que sus eventuales competidores en los mercados
internacionales. Ello implica que, o bien debe “pagar” menores remuneraciones medidas en moneda
internacional a sus factores productivos (vgr. exhibir una moneda depreciada en términos reales
respecto de las divisas que componen su canasta de comercio), o bien debe ser muy eficiente en el uso
de dichos factores (vgr. alcanzar un alto nivel de productividad en esas ramas de producción para
compensar remuneraciones relativas elevadas).
Dicho de otro modo, habrá formas más o menos “virtuosas” (y sostenibles) de favorecer la evolución
del sector externo de una economía. Así, un rápido crecimiento de la productividad será el único modo
de mantener niveles de vida “elevados” sin dañar el equilibrio externo (y perjudicar, por tanto, el
proceso de crecimiento de una economía pequeña y abierta como la de nuestro país). Por el contrario,
ritmos débiles de incremento de la productividad (resultantes en muchas ocasiones de una
especialización en sectores en los que no se cuenta con la mayor eficiencia relativa), conducirán a uno u
otro de dos casos polares poco atractivos: 1) favorable evolución del sector externo posibilitada por
costos internos reducidos pero, correlativamente, “bajos” niveles de vida de la población (debidos a
una moneda depreciada y/o salarios nominales deprimidos); o bien,2) “aceptables” niveles de vida que
se traducen, sin embargo, en costos internos muy elevados y que, en ausencia de un adecuado
dinamismo de la productividad, conducen a un recurrente desequilibrio en el sector externo,
interrumpiendo el proceso de crecimiento económico.
Esquemáticamente, el planteo anterior puede formularse haciendo uso de la figura 1. Los vértices de
dicho triángulo representan diferentes “configuraciones” o posibilidades de interacción entre
productividad, niveles de vida promedio y evolución del sector externo de la economía en cada
situación histórica particular. Así, el vértice A, muestra una configuración “virtuosa” de una economía
competitiva caracterizada por un elevado ritmo de evolución de la productividad. De este modo, dicho
vértice combina “altos” niveles de vida internos con una evolución favorable del sector externo de la
economía (y, por tanto, con un crecimiento sostenido del nivel de actividad). En términos de la teoría
neoclásica del comercio internacional, un ritmo elevado de aumento de la productividad sólo podría
darse si el país en cuestión tiende a especializarse, dada su dotación factorial, en aquellos sectores en
los que se cuenta con ventajas comparadas “estáticas” (vgr. el sector primario en el caso argentino). Sin
embargo, tal como ya se señaló, en principio nada impide que, con el paso del tiempo, puedan
generarse “nuevas” ventajas comparativas y que la economía se especialice en otros sectores de alto
dinamismo productivo, alterando al menos parcialmente el patrón heredado. Esto puede ser resultado
endógeno del proceso de innovación y cambio tecnológico, pero también puede ser consecuencia de
políticas públicas de estímulo adecuadas.
Figura 1
A
Competitividad por productividad
(Equilibrio Externo y elevado nivel de vida)
C
B
Depreciación real y
equilibrio externo con
nivel de vida reducido
Apreciación real y
desequilibrio externo con
nivel de vida elevado
(competitividad precio)
Otras regiones del triángulo propuesto son, por cierto, mucho menos “atractivas” en la medida en que
están caracterizadas por una desfavorable evolución de la productividad. Por caso, el vértice B se
caracteriza por niveles de vida “elevados” y por una situación distributiva aceptable pero una baja
competitividad y, por tanto, por una evolución del sector externo que puede conspirar contra la
sostenibilidad del crecimiento (y, consecuentemente, de esos patrones distributivos). Por su parte, el
vértice C muestra un sector externo competitivo pero una distribución del ingreso “regresiva” y niveles
de vida “promedio” reducidos.
En nuestro repaso de las diferentes etapas del desarrollo económico local intentaremos, justamente,
precisar de qué manera se verificó en cada período la interacción entre productividad, competitividad y
evolución del sector externo de la economía. Vale decir, el modo en que nuestro país se “movió” entre
los vértices del esquema triangular recién expuesto. A nuestro juicio esa interacción es una de las
principales razones de la acentuada volatilidad macroeconómica que caracterizó tradicionalmente a la
economía argentina.
Por razones que se intenta detallar más adelante pero que pueden adelantarse aquí, a nuestro país le
costó mucho mantenerse durante períodos prolongados “cerca” del “virtuoso” vértice A. Las políticas
llevadas adelante durante la vigencia del denominado modelo agroexportador promovieron
efectivamente una especialización internacional basada en los sectores productivos en los que
Argentina contaba con ventajas comparativas de naturaleza “estática”. Ello favoreció un acelerado
incremento de la productividad que permitió competir exitosamente con nuestros productos
agropecuarios en los mercados internacionales y disponer al mismo tiempo de las divisas necesarias
para garantizar crecientes niveles de bienestar agregado. Esa inserción –montada sobre la elevada
productividad relativa del sector primario- posibilitó un marcado dinamismo económico mientras el
comercio internacional se expandía a un ritmo vigoroso en el mundo de la belle epoque que precedió a la
primera contienda bélica mundial.
Sin embargo, dicho régimen de políticas no estuvo exento de dificultades. A poco de andar, el esquema
agroexportador sufrió el fuego cruzado de factores adversos de diferente naturaleza. Por un lado, los
problemas de naturaleza interna, vinculados al incipiente conflicto distributivo: la especialización
basada en la producción de alimentos, al impactar en forma adversa en la remuneración del factor
trabajo y afectar negativamente los patrones distributivos inicialmente muy equitativos, alentó la
incipiente conflictividad social. Pero, fundamentalmente, ese esquema debió soportar las fragilidades
resultantes de su extrema vulnerabilidad a las fluctuaciones de la economía internacional: dado el perfil
de su especialización productiva, cada vez que se verificaba una interrupción súbita de los flujos del
comercio o de las finanzas internacionales se producía una marcada contracción del conjunto de la
actividad económica interna. Ello ocurrió en ocasión de la Primera Guerra y volvió a verificarse -con
mucha mayor intensidad- durante la Gran Depresión. El resultado de esa etapa fue así un elevado
crecimiento (del orden de 5,1 % anual entre 1880 y 1933) que sin embargo estuvo acompañado por una
acentuada volatilidad7 véase la tabla 1).
Tabla 1
7 Su
Coeficiente de
Desvío estándar de
variación Var. % aVar. % a-a PIB
a PIB
Período
Crecimiento
promedio del PIB
1880-1933
5.08%
0.086
1.698
1900-1933
4.10%
0.065
1.589
1900-1945
3.89%
0.059
1.525
1946-1975
3.83%
0.043
1.135
1976-2002
1.07%
0.054
5.046
2003-2009
6.80%
0.045
0.666
desvío estándar fue de 8,6%, de modo que en promedio la economía podía encontrarse con parecida facilidad
creciendo al 13% o contrayéndose casi al 4% anual.
Agotado el modelo agroexportador e incapaz de generar nuevas ventajas comparativas, la economía
argentina se vio “obligada” durante la mayor parte de su historia posterior a situarse en regiones del
triángulo caracterizadas por configuraciones dilemáticas, mucho menos atractivas que el vértice A.
Acercarse al vértice B, por caso, implicaba favorecer niveles de vida promedio “elevados”, pero a
cambio de la generación de crecientes desbalances externos y, por tanto, de la eventual interrupción del
proceso de crecimiento económico. Por el contrario, moverse hacia C significaba privilegiar el equilibrio
externo para no toparse con una posible escasez de divisas que detuviera el crecimiento, pero a costa de
empeorar los niveles de vida de los trabajadores. Encasilladas en ese dilema por la dinámica del
conflicto distributivo interno y las especificidades de su particular vinculación con la economía
mundial, las políticas económicas se debatieron entre ambos polos sin encontrar una vía adecuada para
alcanzar la región “virtuosa” del triángulo.
Como se sabe, en respuesta a las vulnerabilidades del esquema agroexportador, durante el período de
la denominada sustitución de importaciones la economía argentina adoptó un patrón de desarrollo
mucho menos vinculado a las corrientes del comercio internacional.
Con el objetivo declarado de reducir la fragilidad de una estructura económica que estaba muy
expuesta a los avatares del comercio mundial, el eje articulador de la nueva estrategia fue el intento de
sustituir importaciones a través de la promoción del sector industrial, en desmedro del sector primario.
Dadas las diferentes intensidades factoriales de ambos sectores productivos, esa estrategia atendía
también al objetivo complementario de mejorar la distribución del ingreso a través del estímulo salarial
y la creación de empleo. Pero, dado que el sector industrial contaba con una menor productividad
relativa, el único modo efectivo de sustituir importaciones y, a la vez, mejorar la distribución (vgr.
generar salarios reales más elevados) era recurrir a políticas de marcado corte proteccionista y al apoyo
gubernamental a través de una amplia gama de subsidios (vértice B).
En buena medida porque la productividad relativa de las ramas de actividad en que se basaba el
esquema sustitutivo era sensiblemente menor, el ritmo de crecimiento tendió a resentirse respecto de la
etapa previa (3,9% fue el promedio anual del período 1945-1975, tasa que de todos modos supera
ampliamente la del calamitoso período posterior).
Aún así, ese menor crecimiento, estuvo acompañado de una volatilidad importante en el ciclo
económico (aunque menor de la que caracterizó a la etapa previa). En este caso, la fuente del errático
comportamiento de la actividad económica no radicaba, sin embargo, en factores puramente exógenos
como durante la vigencia del modelo agroexportador sino que provenía de desarrollos esencialmente
internos, asociados a la escasez crónica de divisas que caracterizaba al esquema y los consecuentes
estrangulamientos del sector externo de la economía. En efecto, dado el desestímulo implícito en los
precios relativos internos a las actividades agropecuarias generadoras de divisas (a través de precios
máximos o impuestos a las exportaciones en un contexto de tipo de cambio real “atrasado”) y la
necesidad de importar una amplia gama de insumos y bienes de capital que la economía no estaba en
condiciones de producir, cada vez que la actividad se acercaba a su nivel de “pleno empleo” se
experimentaba un importante desequilibrio externo. Típicamente, el modo de resolverlo era devaluar la
moneda doméstica, lo que además de encarecer las importaciones, contraía el nivel de actividad al
inducir un alza de los precios domésticos y deprimir el salario real, permitiendo recomponer
transitoriamente la situación del balance de pagos (vértice C). El volátil comportamiento cíclico
resultante, conocida como dinámica del stop and go, se caracterizó por una oscilación recurrente entre
los vértices B y C de nuestro triángulo.
A la larga, ese funcionamiento se volvió finalmente insostenible, en tanto las políticas desplegadas
durante la etapa sustitutiva terminaron resultando en un crecimiento cada vez más magro. Esa falta de
dinamismo económico se vio acompañada al mismo tiempo por una gradual adaptación de las
conductas microeconómicas a un entorno crecientemente inflacionario. En esencia esas crisis
inflacionarias estaban asociadas a los desequilibrios externos recurrentes y al creciente
desfinanciamiento del fisco que resultaba de las dificultades crecientes para solventar las políticas de
apoyo gubernamental a sectores productivos que exhibían una baja eficiencia estructural.
Las políticas de reforma estructural y apertura implementadas a partir de mediados de la década del
setenta intentaron dar respuesta a las dificultades alterando drásticamente el modo de funcionamiento
de la economía local. En el diagnóstico de quienes impulsaron esas reformas, las tendencias a la
inestabilidad macroeconómica estaban enraizadas estructuralmente en el régimen de funcionamiento
de la economía local. Se trataba, entonces, de remover los dos pilares básicos que habían estado en la
base del modo de desarrollo sustitutivo: el carácter esencialmente “protegido” del patrón de
crecimiento y el excesivo involucramiento del Estado en el proceso de toma de decisiones económicas.
Sin embargo, la economía local no dejó de oscilar entre los vértices de la región dilemática, sólo que las
razones de esta oscilación pendular fueron en este caso algo diferentes. En efecto, en el contexto de una
economía abierta a los intercambios comerciales y financieros externos, el modo de preservar niveles de
vida “aceptables” fue apelar al endeudamiento, ahora ampliamente disponible en los mercados de
crédito internacionales. Dicho endeudamiento fue el mecanismo que permitió mantener
remuneraciones en dólares mucho más elevadas de las compatibles con la posibilidad de competir
exitosamente con los productos importados y exportar con una rentabilidad razonable. Pero
claramente, el nuevo esquema tampoco resultaba sostenible: en diversas oportunidades las tendencias
al sobreendeudamiento (privado y público) condujeron a severas crisis externas, con su contrapartida
interna de agudos desequilibrios fiscales. El modo de resolución de estas crisis fiscales dependió del
régimen nominal (vgr. monetario y cambiario) vigente en cada momento (hiperinflación en la década
del ochenta y default de la deuda pública en los años noventa). Las etapas de auge (vértice B) y de
ajuste (vértice C) se sucedieron cada vez con mayor intensidad y dramatismo. El resultado agregado de
ese período de fuerte acentuación de la volatilidad macroeconómica fue pavoroso: un enorme deterioro
de los patrones distributivos en el marco de una economía prácticamente estancada (véase la tabla 1).
II.1. La Argentina hasta la Gran Depresión: el granero del mundo
Aunque el país comenzó a constituirse como nación independiente hace exactamente dos siglos, el
punto de partida de su institucionalización puede datarse en 1853, cuando se sanciona la Constitución
Nacional. Sin embargo, el proceso tendiente a consolidarla fue arduo y prolongado. En un marco
caracterizado por la anarquía y las guerras intestinas, las sucesivas presidencias nacionales procuraron,
con distinto éxito, avanzar hacia la conformación de un verdadero estado nacional. Este proceso, que
implicaba el traspaso de distintas atribuciones desde las provincias hacia la nación, dio un paso
significativo con la federalización de la ciudad de Buenos Aires en 18808. Luego de la victoria del
ejército nacional, al mando del próximo presidente Julio Roca, sobre las tropas sublevadas, la provincia
más rica del país (Buenos Aires) aceptó que su ciudad más importante se convirtiera en la capital
federal de la República Argentina.
Paralelamente al importante avance en materia institucional, la década del ochenta se inauguraba con
una inmejorable oportunidad económica. La enajenación del territorio indígena hacia finales de la
década del ´70, en el marco de la denominada conquista del desierto, había permitido la expansión de
la frontera agrícola del país. Sin embargo, para diversificar las exportaciones nacionales (concentradas
por aquel entonces en la lana sucia) no alcanzaba solamente con la ampliación de las tierras cultivables.
Para poner a producir las tierras de que el país disponía en abundancia, hacían falta trabajadores y
capital, de los cuales por aquel entonces carecía, al menos en la magnitud requerida
El proyecto de desarrollo encarado a principios de los años ochenta tomó en cuenta estas carencias, y
para suplirlas recurrió a la asistencia del resto del mundo:, atrayendo inmigrantes europeos para
desarrollar la actividad agropecuaria y apelando a capitales extranjeros para financiar la infraestructura
necesaria9. La construcción de ferrocarriles y puertos iba a facilitar la salida de los productos agrícolas
hacia los destinos de exportación, a la vez que la inversión en el campo (a través de la tecnificación
agrícola y la introducción de animales de razas refinadas) permitiría hacer realidad las potencialidades
que brindaban las tierras pampeanas10.
En un mundo que atravesaba su primera gran ola de globalización económica, las experiencias más
exitosas (en especial Canadá, Australia y Argentina) basaron su desarrollo en el aprovechamiento
pleno de sus ventajas comparativas. Durante ese período, el orden económico mundial se apoyó en tres
pilares fundamentales: el patrón oro (que le otorgaba un marco de previsibilidad a las relaciones
económicas entre países), la libre movilidad de los factores a través de las fronteras (permitiendo
Si bien desde el punto de vista político la historiografía coincide en situar a 1880 como el punto de quiebre para
la unificación y la pacificación del país, desde el punto de vista económico ese hito habría que situarlo,
estrictamente, unos años después, luego de la gran crisis de 1890. En efecto, si la victoria del estado Nacional
sobre los gobiernos provinciales podía traducirse en el monopolio del uso de la violencia política por parte del
primero, en el plano económico podría afirmarse que no fue hasta 1890 en que la administración nacional logró
imponer su monopolio en la emisión de dinero y el control de la colocación de deuda pública en los mercados de
capitales, disciplinando de algún modo a los gobiernos provinciales en las disputas fiscales que mantenía con
ellos. Véase el relato de Desorden y Progreso de Gerchunoff, Rocchi y Rossi (2008).
8
El saldo inmigratorio neto fue creciente a lo largo de la década del ´80, alcanzando un máximo de 220.000
personas en 1888 (lo que representaba poco menos del 7% de la población total de ese año). En el plano financiero,
el incremento de la deuda pública nacional durante la mencionada década equivalió a prácticamente al doble del
monto exportado en 1889.
9
Si bien el gobierno de Domingo Sarmiento contó con la disponibilidad de capitales externos para el
financiamiento de la inversión pública en infraestructura, dicho proceso fue de corta duración y se interrumpió de
forma abrupta con el desencadenamiento de la crisis económica mundial en el año 1873, cuyos efectos sobre la
economía local fueron considerables y se prolongaron hasta finales de esa década.
10
financiar las obras necesarias de infraestructura en los países menos avanzados y contar con la mano de
obra necesaria para poner las tierras a producir) y la sostenida expansión del comercio internacional
(que a través del continuo aumento de saldos exportables aseguraba la capacidad de repago de los
países receptores de capital).
Así, aunque sólo durante unas pocas décadas, la Argentina llegó a ser una de las naciones más ricas de
la tierra aprovechando, a partir de su definida voluntad de integración, las oportunidades que ofrecía
una economía mundial altamente globalizada para configurar una sociedad con rasgos distintivos muy
diferentes a los del resto de América Latina. El otro pilar clave de ese proceso fue, sin duda, la
educación pública, que contribuyó decisivamente a la integración social y productiva de los
inmigrantes.
En más de un sentido, el período comprendido entre 1890 y 1914 podría así denominarse la “edad de
oro” de la inserción de la economía argentina en los mercados mundiales. El impresionante crecimiento
de la producción cerealera, que tuvo lugar desde mediados de la década del ´90, permitió la
diversificación de las exportaciones y convirtió al país en “granero del mundo”. Si bien la elevada
concentración de la propiedad de la tierra provocaba una distribución relativamente desigual de los
excedentes generados, no es menos cierto que el nivel de vida de la población mejoró. Así, en las tres
décadas y media previas al estallido de la Primera Guerra Mundial la Argentina se constituyó en uno
de los países de mejor desempeño económico, a tal punto que en 1913 su producto per capita equivalía
casi al 75% del de los Estados Unidos. Si bien nuestro país se ubicaba por debajo de Canadá y Australia
(cuyos PIB per cápita equivalían al 79% y 92% del norteamericano respectivamente), estaba por encima
de países europeos como Italia y España (con valores de 47% y 42%, respectivamente)11.
Argentina: PIB per Capita relativo respecto al promedio de una muestra de cuatro países (Reino
Unido, USA, Canadá y Australia, 1885-2001)
En el gráfico se puede observar la dispar performance de la economía argentina en los períodos 1880-1929 y
1930-200?. En el primer período, pese a las serias consecuencias que le generó la guerra, la Argentina “acompaña”
la evolución de las economías de los EE.UU., Canadá y Australia; mientras que entre 1930 y 2001 los caminos
divergen definitivamente.
11
80%
75%
70%
65%
60%
55%
50%
45%
40%
2000
1995
1990
1985
1980
1975
1970
1965
1960
1955
1950
1945
1940
1935
1930
1925
1920
1915
1910
1905
1900
1895
1890
1885
35%
So urce: M addiso n, A . (2001), "The Wo rld Economy: a M illenial P erspective", OECD.
Fuente: elaboración propia en base a Maddison, A. (2001), “The World Economy: a Millenial Perspective”, OECD.
Sin embargo, como ya sabemos, las “mieles” del modelo agroexportador no durarían eternamente. Ese
modelo de crecimiento resultaba, de hecho, vulnerable a los avatares del contexto internacional. Por un
lado, la eventualidad de un cambio desfavorable en los precios de nuestros principales bienes de
exportación12 o una disminución significativa de los volúmenes comerciados internacionalmente,
podían afectar seriamente la viabilidad del modelo. Por el otro, interrupciones imprevistas en la
disponibilidad de financiamiento externo podían provocar, en la medida en que las inversiones
realizadas aún no se hubieran traducido en un aumento de la capacidad de repago del país, serios
daños a la economía. Asimismo, eventuales disrupciones de los vínculos comerciales externos (ya sea
como consecuencia de cambios en las políticas arancelarias, de la variación entre las paridades
cambiarias, o por el desencadenamiento de conflictos internacionales) podían llegar a ser
particularmente dañinos para aquellas economías que, como la Argentina, dependían en mayor
medida del comercio exterior para su normal funcionamiento.
Con el desencadenamiento de la Primera Guerra Mundial, y el racionamiento de la oferta disponible de
bienes manufacturados europeos y norteamericanos, este esquema de desarrollo basado en las ventajas
comparativas “estáticas” comenzó a mostrar sus primeras debilidades, a la vez que originó, como
consecuencia de la protección natural que brindaba la guerra, una incipiente industrialización
orientada a producir domésticamente los bienes que anteriormente se importaban. Sin embargo, la
dificultad para acceder a los bienes de capital necesarios, hizo que este proceso “espontáneo” de
industrialización encontrara sus límites naturales una vez finalizado el conflicto bélico. Esto se debió a
la dificultad de muchas de las industrias surgidas bajo el paraguas protector de la guerra para
competir, tanto en términos de precios como de calidad, con los productos manufacturados en los
centros económicos.
Como ejemplo del elevado nivel de concentración de las exportaciones argentinas, podemos mencionar que en
1910 la lana sucia, el trigo, el maíz y el lino representaban más del 60% del total exportado.
12
Por otra parte, la propia expansión de las actividades manufactureras y de servicios, que tenían su
correlato en el rápido crecimiento de la población urbana, puso a la cuestión social cada vez más en el
centro del tapete. Las expectativas de los inmigrantes atraídos por las promesas de prosperidad y, en
general, de las capas bajas y medias de la sociedad, tendían a chocar con cierta miopía de las elites
vernáculas. Así, pese a que los intentos de incluir la cuestión social en la agenda política fueron
promovidos reiteradamente como parte de la agenda del nuevo siglo, esos intentos fueron una y otra
vez derrotados, tal como ocurriera ya durante la segunda presidencia de Roca, cuando fracasó la
aprobación del detallado y “progresista” Código de Trabajo propuesto por Joaquín V. González, o con
las iniciativas del propio Figueroa Alcorta en ocasión del Primer Centenario,.
Durante la década del ´20 Argentina retomó la senda del crecimiento económico. La intención era,
básicamente, volver al status quo prevaleciente antes de la guerra. Pero en un mundo que estaba en
profunda transformación, aunque aún no resultara fácilmente perceptible para los actores
involucrados, esa intención resultaría ser, a la postre, inviable. El crecimiento se combinó esta vez con
una muy incipiente diversificación de su estructura productiva, derivada del mantenimiento de
incentivos a ciertas actividades ligadas al mercado interno. De hecho, el patrón de crecimiento se volvió
algo menos orientado “hacia fuera” que en el período de la preguerra. Por otra parte, dicho patrón se
hace algo menos excluyente que en la etapa previa, como consecuencia en parte de la mejora de los
salarios y la ampliación del gasto estatal durante las administraciones radicales del período.
En el plano internacional, la década del ´20 fue básicamente una etapa de transición signada por los
esfuerzos de los países europeos por volver a la paridad cambiaria de preguerra (cuyos costos, en el
caso de Gran Bretaña, fueron lúcidamente anticipados por J. M. Keynes13). Asimismo, el traspaso del rol
de principal potencia económica mundial de Gran Bretaña a los EE.UU., impactaba sobre los países
productores de bienes primarios, en la medida en que el nuevo hegemón, al contar con una importante
producción doméstica de dichos bienes, presentaba una demanda de los mismos mucho menos
dinámica que su predecesor. A pesar de todo, el crecimiento del comercio internacional (aunque a un
ritmo menor que en la preguerra) generó algunas esperanzas sobre la posibilidad de un retorno al
orden económico prevaleciente antes de la guerra.
Sin embargo, estas esperanzas iban a desvanecerse definitivamente con la depresión económica
mundial que tuvo lugar luego del derrumbe en el precio de los valores de la bolsa de los EE.UU.
durante octubre de 1929. El orden económico mundial que había prevalecido con anterioridad a la
primera guerra mundial quedó a partir de entonces definitivamente atrás y su desaparición asestó el
golpe de gracia al modelo agroexportador argentino.
Entre 1929 y 1932 el volumen del comercio internacional decreció aproximadamente un 30%. El
retroceso del comercio multilateral, manifestado por ejemplo con la sanción de la tarifa Hawley-Smoot
en los EE.UU. en 1930, y con la firma de los Acuerdos de Ottawa (que brindaban aranceles
preferenciales para el ingreso en Gran Bretaña de productos originarios de las colonias) repercutió de
forma particularmente seria en aquellas economías más abiertas y dependientes del comercio
internacional, como lo era por aquel entonces la argentina. En este nuevo contexto, el aprovechamiento
de las ventajas comparativas estáticas dejó de ser una alternativa válida de desarrollo económico.
El contexto deflacionario generado por la depresión económica mundial afectó particularmente al
precio de los productos primarios: el precio promedio de los bienes exportables argentinos descendió
13
Keynes, J. M. (1925), “The Economic Consequences of Mr Churchill”, Macmillan.
más del 50% entre 1929 y 1932. Si bien la deflación mundial de precios fue generalizada, el impacto fue
menor en el caso de los bienes manufacturados: producto de esta evolución diferencial entre los precios
de los bienes de exportación y de importación argentinos, los términos de intercambio nacionales
decrecieron entre los mismos años más del 30% (ver Gerchunoff y Llach, 1998). El descenso en el poder
de compra de las exportaciones argentinas complicó seriamente la situación de las cuentas externas del
país.
La respuesta inicial de las autoridades argentinas fue intentar restablecer el comercio con Gran
Bretaña y disminuir el desequilibrio de las cuentas externas. Al mismo tiempo que el interés del
gobierno argentino era recuperar la cuota de mercado en la plaza británica, el Reino Unido pretendía
evitar que Estados Unidos lo desplazara del rol de principal proveedor de bienes manufacturados de la
Argentina14. Esto derivó en la firma del criticado acuerdo Roca-Runciman, por el cual la Argentina
recuperaba las cuotas de carnes en el mercado inglés y, como contrapartida, se comprometía a un
descenso en los aranceles de importación aplicados a bienes británicos. Paralelamente, a fin de tender al
equilibrio externo, las autoridades nacionales adoptaron el control de cambios (con el fin de evitar el
drenaje de divisas), el desdoblamiento del mercado cambiario, la suba de aranceles y la
implementación de permisos previos de importación. Como siempre en la historia económica del país,
la modificación de la política arancelaria respondía más a necesidades coyunturales que a un intento
deliberado por estimular el desarrollo de determinados sectores. No obstante, el sector industrial local
encontró en la protección que le brindaban las nuevas políticas una nueva oportunidad para
desarrollarse.
Si bien esta primera etapa de industrialización sustitutiva no fue la consecuencia de un plan deliberado
sino el resultado de una respuesta defensiva adoptada para enfrentar el nuevo escenario económico
mundial, no hay que olvidar, sin embargo, que contribuyó a generar un conjunto de nuevos actores
sociales que tendría un rol central durante la segunda mitad del siglo XX.
En el plano político, coincidentemente con el desencadenamiento de la crisis económica mundial, se
produjo la ruptura del orden democrático. El avance logrado con la instauración de la ley de sufragio
universal a principios de la década del ´10 había permitido que gobiernos elegidos en elecciones
transparentes se alternaran en el ejercicio del poder. Sin embargo, a partir del golpe militar encabezado
por Uriburu contra el presidente Yrigoyen en 1930, la alteración del orden institucional mediante el
derrocamiento de presidentes democráticamente elegidos se convertiría, lamentablemente, en una
práctica recurrente durante más de medio siglo.
II.2 La Argentina después de la 2º Guerra Mundial: combinación de industrialización sustitutiva e
intervencionismo estatal
Los constantes desequilibrios externos de la década del ´30 derivaron en un paulatino
endurecimiento del régimen del control de cambios y de las restricciones a la importación, lo que
implicaba en la práctica una protección adicional para la producción interna de manufacturas. Sumado
a ello, el desencadenamiento de la Segunda Guerra mundial hacia finales de la década del ´30, con la
protección natural que generó, brindó un impulso extra a la industrialización local.
Durante la década del ´20 los productos manufacturados estadounidenses habían aumentado su presencia en el
mercado argentino a costa de un descenso en la participación de las manufacturas británicas.
14
En esta oportunidad, sin embargo, la reacción de las autoridades sería muy diferente a la
observada en ocasión del primer conflicto bélico. Si entonces la sustitución de importaciones había
nacido “impuesta desde afuera”, en esta nueva etapa el nuevo impulso industrializador había llegado
para perdurar aún después de finalizada la guerra, como parte de un proyecto deliberado tendiente a
modificar la estructura productiva del país.
El golpe militar del año 1943 encontró un país en proceso incipiente de industrialización.
Asimismo, pese a la debilidad del régimen político-institucional (caracterizada por la utilización
sistemática del fraude y los golpes militares), al menos en comparación con los estándares
latinoamericanos Argentina aparecía como una sociedad integrada y relativamente igualitaria.
La visión de parte importante de la elite dirigente respecto a la industrialización también se
había modificado. A partir de la década del ´30, los sucesivos gobiernos y las propias Fuerzas Armadas
pasan a percibir su consolidación como necesaria para disminuir la dependencia externa y promover la
autonomía económica nacional. Del mismo modo, ponen igual énfasis en la necesidad de darle al
Estado un papel activo en el proceso (especialmente en la producción de material bélico). Sin embargo,
el impulso definitivo a la industrialización vía sustitución de importaciones (ISI) tendrá lugar a partir
de 1946, con el ascenso de Juan Perón a la presidencia.
Como ya comentamos más arriba, en la Argentina existe una permanente tensión entre el
equilibrio del sector externo y la equidad en materia distributiva. En ese contexto, una política
industrial proteccionista combinada con el mantenimiento de precios internos de los alimentos
exportables por debajo de los internacionales puede ser útil para mejorar significativamente la
distribución del ingreso, aunque a costa del desincentivo a las exportaciones. El proceso operará por
dos canales: por un lado, el impulso industrializador (actividad intensiva en mano de obra) tenderá a
incrementar la remuneración del factor escaso (esto es, los salarios de los obreros industriales), por el
otro, los menores precios percibidos por los sectores exportadores de alimentos se traducirán en un
incremento del salario real.
El problema es que si se mantiene indefinidamente semejante estrategia, ésta se vuelve a la larga
insostenible, debido a que las distorsiones en la asignación de recursos que genera acabarán frenando el
aumento de la productividad, que como se vio es la principal fuente subyacente del crecimiento
económico a largo plazo.15
En cualquier caso, para Perón, el avance del proceso de industrialización en todos las
direcciones posibles (esto es, no sólo en aquellas industrias vinculadas a sectores en los cuales se
contaba con algún tipo de ventaja comparativa, como por ejemplo la industria alimenticia), además de
permitir el logro de la “autonomía económica” nacional, resultaría un eslabón fundamental en el
andamiaje de su proyecto político. En otras palabras, el empleo industrial, que había experimentado un
notable crecimiento luego del inicio de la Segunda Guerra Mundial, debía ser mantenido e
incrementado una vez finalizado el conflicto, para darle sustento a su proyecto político.
Una excepción a la visión por entonces predominante fue el plan presentado por el ministro de Hacienda
Federico Pinedo en 1940, tendiente a una industrialización selectiva que no le diera la espalda a las ventajas
competitivas del país; esto es, una estrategia que desarrollara aquellas industrias que tuvieran encadenamientos
hacia atrás con sectores en los cuales el país contara con ventajas competitivas naturales. Sin embargo, el plan
nunca se implementó, dado que fue derrotado por razones políticas en el Parlamento. Ver al respecto Llach, J.
(1984), “El plan Pinedo de 1940, su significado histórico y los orígenes de la economía política del peronismo”,
Desarrollo Económico, Nº 92, Ene-Mar 1984.
15
De esta forma, durante el gobierno peronista se va a promover desde el estado el surgimiento y
la consolidación de un empresariado industrial nacional. A su vez, el mejoramiento de la calidad de
vida de una clase obrera en rápido crecimiento garantizará el apoyo de las organizaciones sindicales al
proyecto.
El significativo crédito externo acumulado durante la Segunda Guerra Mundial (en la forma de
libras bloqueadas), los extraordinarios términos de intercambio que acompañaron los primeros años
del gobierno de Perón16 y el aprovechamiento de la infraestructura construida durante los “años
dorados” del modelo agroexportador le otorgaron una gran capacidad de maniobra para imponer su
proyecto político y financiar el impulso industrializador. El Estado asumió un rol central en la
economía con la nacionalización de los ferrocarriles, los teléfonos, el gas, el servicio de transporte
urbano, la construcción estatal de plantas hidroeléctricas, etc. Pero el Estado no solo iba a incrementar
su participación en la economía a través de las empresas públicas, sino que desempeñaría un papel
fundamental en la mejora de la distribución del ingreso. A diferencia del caso europeo, donde las
mejoras en las condiciones de vida se iban a dar dentro del marco del Estado de Bienestar; en el caso
argentino el proceso se produjo en lo fundamental a través de una política deliberada de incremento de
los salarios reales.
La política redistributiva de la etapa expansiva del peronismo se basó en la apropiación por
parte del Estado de los excedentes generados por el agro, que fueron los que permitieron financiar la
industrialización del país. De esta forma, desde 1946 el IAPI (Instituto Argentino para la Promoción del
Intercambio) monopolizó el comercio de cereales y oleaginosas con el exterior, comprando las cosechas
a los productores locales a precios más bajos que los prevalecientes en el mercado internacional y
obteniendo posteriormente un margen considerable con la venta de la producción local en el exterior a
los precios vigentes. Esta política, además de contribuir al financiamiento del sector público, permitía
abaratar los precios domésticos de los alimentos, mejorando por esa vía los salarios reales de los
obreros industriales.17
Por otro lado, si bien los aumentos en los salarios nominales impulsados al mismo tiempo por el
gobierno afectaban los márgenes de rentabilidad de las empresas, éstas eran más que compensadas con
una política crediticia muy favorable y un marcado proteccionismo18. De esta forma, la Argentina se
convirtió en una economía sumamente cerrada y protegida, con una fuerte presencia estatal y escasos
incentivos a las actividades de exportación. La industrialización a través de la sustitución de
importaciones, destinada al mercado interno, hizo posible una alianza entre el empresariado nacional
de base industrial y los trabajadores manufactureros, relegando así al sector agropecuario, que había
sido el motor del crecimiento económico argentino en el período previo a la Gran Depresión. Esta
alianza, promovida bajo la tutela estatal durante el gobierno peronista, resultó tan sólida que
sobreviviría muchos años a la caída de Perón.
16
Como ejemplo del extraordinario contexto de los precios internacionales, podemos mencionar que en el año
1948 el índice de los términos de intercambio del país alcanzó el valor máximo de todo el siglo XX
17
No está de más señalar, de paso, que los efectos de esa política son básicamente equivalentes a la aplicación de
retenciones a las exportaciones.
Cabe destacar que el mismo no solo se produjo a través de los aranceles de importación, sino básicamente
mediante el control de cambios, en la medida en que fue reforzado con la exigencia de permisos previos a la
importación que eran muy difíciles de conseguir.
18
No es éste el lugar para hacer un balance global del primer peronismo. Retrospectivamente, sí
parece oportuno señalar que la extendida ampliación de la ciudadanía y las significativas conquistas
sociales alcanzadas en ese período fueron fruto de una estrategia que operó como si la coyuntura
económica excepcionalmente favorable que encontró a su llegada al poder fuera una configuración
destinada a mantenerse de modo permanente. Esta percepción moldeó las aspiraciones de amplias
capas de la sociedad y contribuyó a reforzar la crónica y muchas veces virulenta conflictividad
distributiva que, hasta el presente, aflora periódicamente ante la recurrente inconsistencia entre aquello
que la capacidad productiva de la economía argentina puede ofrecer y lo que, en conjunto, las
demandas sectoriales pretenden obtener.
Sólo hacia finales de los años cincuenta e inicio de los sesenta, durante el gobierno de Frondizi,
se planteó una política tendiente a superar las limitaciones del esquema basado en la ISI y buscar la
reinserción de la Argentina en el mundo. En la visión del nuevo gobierno era primordial avanzar en la
producción nacional de petróleo (que por aquel entonces debía importarse y representaba un
porcentaje considerable del total de las compras externas), como así también en el desarrollo de los
sectores de siderurgia e industrias básicas, para superar la etapa “fácil” de la sustitución de
importaciones de bienes de consumo y evitar el estrangulamiento externo. Sin embargo, en una
economía que mostraba un marcado estancamiento de su sector exportador (el valor en dólares de las
exportaciones del año 1960 era prácticamente igual al de 1920), resultaba fundamental apelar al capital
extranjero para financiar el proceso de “profundización” de la ISI, al menos hasta que las nuevas
inversiones comenzaran a rendir sus frutos. En consecuencia, el gobierno fomentó el ingreso de
capitales extranjeros (tanto en la forma de inversión extranjera directa como de préstamos privados y
de los organismos multilaterales), lo que permitió, además de aliviar momentáneamente la restricción
impuesta por el balance de pagos, revertir momentáneamente la política aislacionista iniciada luego de
la finalización de la Segunda Guerra Mundial. No obstante, la audaz estrategia desarrollista
implementada durante el breve gobierno de Frondizi (que sólo pudo completar poco más de la mitad
de su mandato) resultó un ensayo demasiado efímero como para modificar el curso de los
acontecimientos19.
En cualquier caso, la prolongación de la ISI comenzó a resultar crecientemente costosa para el
país. Esos costos se manifestaban en una altísima volatilidad cíclica, industrias que operaban por
debajo de las escalas mínimas óptimas, escaso dinamismo exportador, crisis recurrentes del balance de
pagos, alta inflación y un crecimiento económico de largo plazo apenas mediocre (especialmente en
comparación con los países del sudeste asiático, pero también en relación a economías latinoamericanas
como las de México o Brasil). Este período estuvo caracterizado por una dinámica que se conoció en la
literatura como dinámica del stop and go.
Si bien durante la década del ´60, principalmente gracias a la “revolución verde” y la expansión
de las actividades agropecuarias, las exportaciones comenzaron a recuperarse de su prolongado
estancamiento y el PBI creció sostenidamente (aunque a menores tasas que las otras economías
latinoamericanas) las limitaciones de la ISI se volvieron más evidentes. En efecto, aunque las
Cabe desatacar como un importante logro del gobierno que durante su breve gestión logró alcanzar la
autosuficiencia en materia petrolera. El acuerdo con las empresas extranjeras rindió rápidamente sus frutos, dado
que la triplicación de la producción petrolera doméstica evitaba la necesidad de tener que importarlo desde el
exterior, lo que significó un ahorro de divisas que representaba aproximadamente un 1/3 del total de las
exportaciones anuales.
19
exportaciones industriales también aumentaron, este aumento resultaba fuertemente dependiente de
los subsidios otorgados por el Estado, de las deducciones impositivas y del crédito subsidiado.
En la medida en que se fueron profundizando las debilidades estructurales de la ISI, se volvió
cada vez más difícil sostener la alianza entre los empresarios y los trabajadores industriales sobre la que
se asentaba el modelo económico vigente. Esta situación fue agudizando paulatinamente la
conflictividad social. Al mismo tiempo, fueron agravándose los desequilibrios fiscales (producto de una
intervención estatal que mostraba rendimientos decrecientes) y acentuándose el proceso inflacionario.
De este modo, el desencadenamiento de la primera crisis petrolera internacional encontró a una
economía frágil y una sociedad fracturada.
Asimismo, los primeros años de la década del setenta pusieron de manifiesto el agotamiento de
las principales fuentes de financiamiento de la ISI. Sin los fondos aportados por el sistema previsional
(que había sido una monumental fuente de recursos durante las primeras presidencias de Perón), con
enormes dificultades para continuar apropiándose de la renta agropecuaria (captada a través de las
retenciones a las exportaciones) y la imposibilidad de sostener el financiamiento de los déficit
presupuestarios por la vía del impuesto inflacionario, el pacto fiscal que sostenía el sistema de alianzas
implícitas se desmoronó aceleradamente.
Si bien no puede afirmarse que la estrategia ISI haya nacido predestinada al fracaso, es
indudable que la decisión de postergar indefinidamente la exposición de la economía a la competencia
externa cristalizó una estructura de precios relativos de marcado sesgo antiexportador y un mercado
interno totalmente cautivo. Ello generó una dinámica perversa, en la cual los recursos del Estado se
orientaron crecientemente a financiar maquinarias políticas clientelísticas, otorgar subsidios
indiscriminados a empresarios rentistas vinculados con el poder de turno y sostener una
administración estatal y empresas públicas sobredimensionadas e ineficientes.20 Finalmente, a
mediados de los ‘70, en el marco de una crisis político-institucional inédita, el modelo de la sustitución
de importaciones acabó colapsando.
II.3 Argentina en la montaña rusa. Tres décadas de incertidumbre, volatilidad y declive económico y
social
La crisis económica y financiera de inicios del nuevo siglo tuvo una dimensión inédita pero
estuvo lejos de ser un rayo en cielo despejado. De hecho, representa el punto tal vez más dramático de
una prolongada decadencia iniciada a mediados de los setentas y que todavía no superamos. A lo largo
de este largo período el país exhibió un desempeño económico extremadamente volátil, caracterizado
De hecho, como señala Rodrik (2003) los países del Este Asiático también iniciaron su proceso de
industrialización a través de la sustitución de importaciones. Si bien allí también existieron incentivos vía
subsidios, créditos preferenciales y proteccionismo, los gobiernos pudieron disciplinar de forma exitosa
(mediante límites temporales a las medidas proteccionistas, metas de exportación y una rigurosa supervisión
gubernamental) al sector industrial, lo que no sucedió en América Latina. Véase Rodrik, D. (2003), “Growth
Strategies”, NBER, Working Paper Nº 10050. Es cierto, sin embargo, que en esos casos las dotaciones factoriales
facilitaron la industrialización, al revés de lo que ocurrió en nuestro país.
20
por amplias fluctuaciones reales y monetarias, crisis severas y recurrentes, y una trayectoria
decepcionante desde el punto de vista del crecimiento a largo plazo y la distribución del ingreso.
La muerte de Perón un año después de su regreso al poder en 1973 sumergió al país en un torbellino de
violencia política y alta inflación que allanó el camino al golpe militar de 1976. En los siguientes
veinticinco años el país fue campo de pruebas de dos sucesivas y ambiciosas tentativas de reforma promercado. Ambas, no obstante, fracasaron estrepitosamente en su objetivo de reemplazar el agotado
modelo ISI por una nueva estrategia de desarrollo market- friendly.
El primer intento tuvo lugar durante la dictadura militar “procesista” iniciada en 1976. Su objetivo
declarado era imponer una “revolución capitalista desde arriba” mediante la erradicación del
“estatismo” económico, el “disciplinamiento” de los trabajadores (sic) y la reinserción del país en los
mercados mundiales, aunque ello requiriera, literalmente, el exterminio de cualquier oposición política.
En la práctica, los conflictos internos comenzaron rápidamente a erosionar al régimen militar y
le impidieron implementar una política económica coherente. El resultado fue un descontrol fiscal
persistente, el fracaso en estabilizar la economía y la continuidad de la alta inflación. En el marco de tan
débiles fundamentos macroeconómicos, la decisión de implementar una irrestricta y simultánea
liberalización comercial y financiera, sólo contribuyó a provocar un fenomenal sobreendeudamiento
externo, privado pero especialmente público, y un espectacular aumento en la vulnerabilidad de una
economía ya sumamente frágil.
Es bien sabido que los militares debieron abandonar el poder en 1983, en medio de una
severísima crisis económica y después de una humillante derrota en la guerra de Malvinas. La
transición democrática estuvo liderada por Alfonsín. Jaqueado por la “crisis de la deuda”, el gobierno
radical no logró abatir el régimen de alta inflación que era el primer obstáculo a superar para intentar
normalizar la economía. Luego de que el Plan Austral consiguiera, entre 1985 y 1987, un respiro de dos
años de baja inflación y recuperación de la actividad, la situación empeoró nuevamente y en 1989, hacia
el final del mandato de Alfonsín, en medio de una profunda recesión la economía cayó en la
hiperinflación.
Afortunadamente, a pesar de la crisis económica, las elecciones presidenciales previstas para ese
año pudieron realizarse con normalidad, lo mismo que el primer cambio de gobierno en democracia
después de muchísimas décadas- aunque la asunción del nuevo presidente debió anticiparse algunos
meses. Así pues, durante la década que cubre los dos períodos presidenciales de Menem entre 1989 y
1999, tuvo lugar la segunda ronda de reformas pro-mercado, aún más audaz y abarcativa que la
primera. En esta oportunidad el paquete incluyó, junto con un nuevo impulso a la liberalización
comercial y financiera (que se había revertido con la crisis económica del fin del “Proceso”), la
adopción de un esquema de convertibilidad monetaria para mantener fija por ley la paridad del tipo
de cambio. Pero esto no fue todo. En el frente fiscal, se llevó a cabo un masivo proceso de privatización
de empresas públicas y la transformación del régimen jubilatorio en un sistema mixto, en el cual
pasaron a coexistir un segmento público (de reparto) y uno privado (de capitalización). En materia
financiera, por su parte, se sancionó una nueva Carta Orgánica para el Banco Central, confiriéndole
autonomía del Ejecutivo, y se buscó reforzar el sistema bancario mediante la adopción de las normas
prudenciales Basilea “plus”.
El Plan de Convertibilidad, como pasó a conocerse la nueva estrategia, ganó rápidamente gran
aprobación interna y externa, sustentada en el drástico descenso de la inflación y la rápida expansión
económica resultantes. La exitosa fase inicial de esta segunda tentativa de reformas se extendió hasta
mediados de 1998 y abarcó un primer proceso expansivo entre 1991 y 1994, una breve recesión asociada
al efecto Tequila de la crisis mexicana en 1995 y una rápida recuperación desde 1996 hasta mediados de
1998. Durante esos años la Argentina apareció como uno de los casos más exitosos de reformas marketfriendly llevadas a cabo en democracia.
Sin embargo, incluso en esta fase inicial ya eran perceptibles algunas señales preocupantes. Por
un lado, cualquier observador desinteresado podía detectar la creciente vulnerabilidad financiera a
posibles cambios en la dirección de los flujos de capital. Por el otro, se verificaba un fuerte aumento del
desempleo a pesar del rápido crecimiento del producto. Además, también la distribución del ingreso
mostraba tempranamente signos de desmejora.
En la segunda mitad de 1998 la expansión llega a su fin y comienza una fase inusualmente
prolongada de contracción de la actividad acompañada por una incipiente tendencia deflacionista que,
con el paso del tiempo, se convierte en verdadera depresión y concluye con una severa crisis financiera
y un colapso cambiario en 2001.
A lo largo de los noventas y en virtud de la adopción del régimen de convertibilidad, los
movimientos de capital tuvieron una influencia directa sobre las fluctuaciones de la actividad, a través
de sus efectos sobre las tasas de interés, la liquidez interna y el gasto agregado. Esta influencia resultó
notoriamente desestabilizante dada la elevada volatilidad de los flujos de capital. Durante el período
expansivo de comienzos de la década los ingresos netos de capital superaron ampliamente el déficit en
cuenta corriente y posibilitaron una significativa acumulación de reservas internacionales, al tiempo
que fogoneaban la expansión de crédito interno y estimulaban la recuperación económica. El episodio
del Tequila generó una intensa fuga de capitales y desencadenó una recesión importante pero breve en
1995. La rápida reversión de los flujos de fondos, sin embargo, permitió que la economía retomara
rápidamente el sendero expansivo. Este nuevo impulso resultó ser, sin embargo, considerablemente
más vulnerable que el que precedió al Tequila, porque como consecuencia del apalancamiento
prevaleciente las posiciones financieras, tanto del sector privado como del gobierno, eran ahora mucho
más frágiles.
El resultado fue que la economía argentina se encontró financieramente muy debilitada para
enfrentar el empeoramiento del escenario internacional que siguió a las crisis del Sudeste Asiático en
1997 y de Rusia en 1998. Así, el freno inesperado y persistente de las entradas de capital que se produjo
luego del default ruso puso fin a la segunda fase expansiva de los noventas y abrió paso a la profunda
depresión de los últimos años de esa década. Finalmente, en la segunda mitad de 2001 los mercados
financieros externos se cerraron completamente para la Argentina, determinando el fracaso definitivo
del segundo experimento neoliberal de reforma estructural.
Para entender por qué la reversión de los flujos de capital fue capaz de causar semejante colapso
en Argentina es necesario prestar especial atención a dos debilidades estructurales de su economía que
las reformas estructurales encaradas por el Plan de Convertibilidad no tuvieron en cuenta.
En el plano real, a pesar de la agresiva liberalización comercial, el sector no financiero de la
economía argentina expuesto a la competencia externa, medido por la participación del sector transable
en el PIB, siguió siendo relativamente pequeño. El tipo de cambio apreciado con que se inició la
convertibilidad, tolerado como costo a pagar en pos de la estabilización de precios, y la equivocada
decisión de encarar la liberalización financiera simultáneamente con la liberalización comercial son,
ambos, factores subyacentes de ese fenómeno.21
En el plano monetario, la fragilidad financiera continuó siendo un rasgo saliente de la economía
argentina. Por una parte, los contratos y transacciones financieras siguieron pactándose a plazos muy
cortos, manteniendo muy elevados los riesgos de refinanciación. Por la otra, la dolarización de los
portafolios se expandió considerablemente, extendiendo los descalces de moneda en la denominación
de activos y pasivos financieros. Esta tendencia fue incluso estimulada por las autoridades, que la
contemplaron como mecanismo para reforzar la credibilidad del régimen de convertibilidad. 22
La combinación de un sector transable relativamente pequeño con una economía
financieramente dolarizada hizo que el ajuste a la reversión de los flujos de capital resultase mucho más
difícil en Argentina que en otras economías emergentes. 23 Por una parte, la depreciación requerida del
tipo de cambio de equilibrio es mayor cuanto menor es el sector transable de la economía. Por la otra, el
hecho de que gran parte de los deudores dolarizados (empresas, familias y el propio gobierno), por
desempeñarse en sectores no transables, tuviesen ingresos y activos pesificados, tornó su situación
patrimonial sumamente vulnerable a los efectos de una devaluación real más o menos significativa.
Prestarle a empresas o familias con ingresos no ligados al sector externo se hizo crecientemente
riesgoso a medida que la credibilidad de la convertibilidad decrecía. Al mismo tiempo, el valor de los
activos no transables que podían ofrecerse en garantía tendía a caer por el mismo motivo. El resultado
fue un creciente racionamiento del crédito en el sistema bancario local, lo que agudizó las
consecuencias contractivas del shock externo.
El sector público, por su parte, no estaba en condiciones de encarar una política anticíclica
porque enfrentaba los mismos problemas de financiamiento que el sector privado. De hecho, más del
60% de su deuda estaba denominada en dólares y la proporción subía al 85% cuando se agregaban las
deudas en otras monedas duras. Pero además, aunque en los flujos las cuentas fiscales estaban
razonablemente bajo control, la acumulación de resultados deficitarios no era la única fuente de
aumento de la deuda pública. Ello era así por dos razones. Primero, por la significativa emisión de
títulos públicos (los Bocones) realizada para pagar pasivos contingentes a jubilados y proveedores del
estado con sentencias judiciales favorables. En segundo lugar, por la necesidad de financiar los
elevados costos de transición resultantes de la reforma previsional. Por ambos factores, en síntesis, el
gobierno también experimentaba un rápido aumento de su deuda, mayormente denominada en
dólares, que podría fácilmente volverse insostenible ante una devaluación real de cierta importancia. 24
Significativamente, fueron los mismos errores cometidos por los experimentos de reforma llevados a la práctica
en los países del Cono Sur (Argentina, Chile y Uruguay) a fines de los setentas e inicios de los ochentas.
21
De hecho, ni siquiera se consideró necesario incluir algún tipo de limitación al descalce de monedas en las
regulaciones prudenciales del sistema bancario.
22
Véase al respecto Calvo, G., A. Izquierdo and E. Talvi (2002), “Sudden Stops, the Real Exchange Rate and Fiscal
Sustainability: Argentina’s Lessons”, mimeo.
23
De acuerdo a cifras oficiales, la deuda pública alcanzaba los us$ 144 mil millones a fines de 2001, equivalentes al
54% del PIB. De esa suma, unos us$ 32 mil millones (12% del producto) podían atribuirse al reconocimiento de
24
¿Había disponible un curso menos traumático del que finalmente siguió la economía argentina
después de la drástica reversión experimentada por los flujos de capital a partir de 1998? Si se reconoce
que como consecuencia del sudden stop una importante corrección del tipo de cambio real se había
vuelto inevitable, cualquier respuesta de política consistente hubiera requerido ajustar las cuentas
fiscales todo lo necesario para hacer frente, 1) al consecuente aumento en la carga de la deuda pública
y, 2) a los pasivos contingentes que inexorablemente aflorarían como consecuencia de la previsible
asistencia pública que demandarían el sector privado y el sistema bancario ante el drástico aumento
real de su propio endeudamiento. Estimaciones conservadoras sugieren que, para seguir honrando la
deuda del gobierno, el ajuste necesario habría implicado llevar el superávit primario, que había sido de
alrededor de medio punto del producto en 1999, a uno de alrededor de cuatro puntos del PIB,
sosteniendo ese nuevo superávit por un prolongado período.
¿Una salida “ordenada” de la convertibilidad a un régimen de flotación cambiaria era una
opción disponible para evitar el default y la crisis? Si por un lado esa salida podía facilitar la corrección
del tipo de cambio real y, a la vez, contribuir al ajuste fiscal gracias a los efectos de la inflación
resultante sobre los salarios y las jubilaciones (cosa que luego de la crisis efectivamente ocurrió), por el
otro ningún gobierno hubiera podido absorber fácilmente la severa pérdida de credibilidad resultante
del abandono de la convertibilidad. No podemos hacer historia contrafáctica, pero teniendo en cuenta
que cuando se produjo el shock financiero externo vastos sectores de la sociedad ya comenzaban a
mostrar inequívocos síntomas de descontento ante las penurias impuestas por la severa depresión
económica en que había desembocado casi una década de reformas neoliberales, es sumamente
improbable que esa opción estuviera realmente disponible.
Más aún, generar el aumento del tipo de cambio real necesario para hacer frente al nuevo
contexto enfrentaba un problema adicional prácticamente insoluble, sea que se lo intentara por la vía de
la deflación o por la de la devaluación cambiaria: la generalizada dolarización de las relaciones
financieras internas promovido por el propio régimen de convertibilidad. En ese marco, la devaluación
nominal suponía la ruptura lisa y llana de todo la estructura contractual de la economía, mientras que
la deflación llevaba, de facto, al mismo resultado a través del aumento real de la carga de la deuda
dolarizada.
Dejando de lado la ciencia ficción, sabemos que la realidad tomó un curso muy diferente. A
fines de 1999 una heterogénea coalición política ganó las elecciones presidenciales y desplazó al
menemismo del poder. El nuevo gobierno de De la Rúa asumió comprometido a preservar la
convertibilidad. El mantenimiento de una paridad nominal fija implicaba que el ajuste del tipo de
cambio real sería lento y penoso, pero el gobierno descartó cualquier cambio de régimen temeroso de
los efectos sobre su credibilidad y de las consecuencias patrimoniales de una devaluación repentina.
Entre tanto, las sucesivas medidas intentadas para aumentar el superávit fiscal primario fueron
duramente resistidas por los sectores afectados, que bloquearon sistemáticamente las posibilidades de
ajuste fiscal.
El resultado de esa impoasse fue el progresivo deterioro de la situación económica., lo que a su
vez no hacía otra cosa que empeorar aún más la capacidad de pago de los deudores, privados y del
propio sector público (nacional y provincial). Finalmente, varios bancos locales comenzaron a verse
pasivos contingentes, mientras que otros us$ 21 mil millones (8% del PIB) eran producto de los costos de
transición de la reforma previsional.
perjudicados por los problemas de liquidez y solvencia de sus clientes, lo que contribuyó a afectar la
percepción de los ahorristas sobre la solidez del sistema en su conjunto. A mediados de 2001 se desató
una masiva corrida bancaria, los conflictos distributivos se desbordaron y el gobierno se mostró
incapaz de recuperar la iniciativa. A fines de diciembre de ese año De la Rúa se vio forzado a renunciar.
Poco después la deuda pública entró en default y el régimen de convertibilidad pasó a la historia.
Dos fallas cruciales de las reformas de los ’90 se destacan como determinantes de su estrepitoso
fracaso. Una tiene que ver con la relación que se estableció entre estabilización macroeconómica por un
lado y liberalización externa por el otro. Como ya señalamos, el gobierno de Menem eligió como ancla
nominal de su política antiinflacionario al tipo de cambio y, para reforzar la credibilidad de su
elección, adoptó el régimen de convertibilidad, el más rígido de los regímenes de tipo de cambio fijo. Al
mismo tiempo, el país se embarcó en un drástico proceso de liberalización comercial y financiera. Sus
propósitos declarados eran promover la integración del país a los mercados mundiales y,
simultáneamente, contribuir al esfuerzo de estabilización mediante el disciplinamiento del mercado
interno por medio de la competencia externa. Sin embargo, la rapidez y profundidad de la
liberalización reforzó la tendencia a la apreciación de la moneda nacional implícito en la elección del
ancla cambiaria.25
La combinación de liberalización y atraso cambiario alteró dramáticamente los precios relativos
y gatilló una drástica transformación del sector productivo. La segmentación del mercado crediticio
local hizo muy difícil el ajuste al nuevo contexto incluso para firmas que hubieran continuado viables
bajo precios relativos menos distorsionados. Del mismo modo, el shock de competitividad producido
por el atraso cambiario contribuyó a amplificar los desequilibrios en la cuenta corriente externa. A
pesar de ello, el ajuste externo podía postergarse sine die mientras fuera posible conseguir
financiamiento externo. El resultado fue que la economía argentina no sólo se volvió menos
competitiva sino que también quedó más expuesta a la volatilidad de los mercados financieros
internacionales.
Los riesgos de semejante combo no eran una novedad para Argentina. Es más, la calamitosa
experiencia de los procesos de liberalización del Cono Sur de los años ’70 había sido extensamente
discutida por la literatura aparecida en siguiente década en torno a la cuestión de la secuencia
apropiada de las reformas. La necesidad de considerar cuidadosamente el timing de las diferentes
medidas vinculadas con la estabilización, con la liberalización comercial y la financiera fue una de las
principales lecciones de esa literatura. Es inevitable concluir, por lo tanto, que no sólo fueron errores de
política los que explican las inconsistencias surgidas en la implementación de las reformas. Los
intereses de poderosos actores económicos que se beneficiaron con el nuevo escenario a pesar de sus
significativos costos sociales también desempeñaron, ciertamente, un papel determinante en el proceso.
El segundo elemento que contribuyó al fracaso de las reformas menemistas tiene que ver con el
comportamiento del sector público. A pesar de que el régimen de convertibilidad se adoptó
básicamente para forzar al gobierno a eliminar el persistente sesgo deficitario de la política fiscal, al
dejarlo sin la opción de recurrir al impuesto inflacionario, en la realidad los determinantes más
profundos del funcionamiento del sector público permanecieron prácticamente inalterados.
La moneda doméstica ya estaba significativamente sobrevaluada cuando se estableció la convertibilidad. Más
aún, la inflación inercial de los primeros meses del Nuevo régimen y la tendencia expansiva del gasto público
tendieron a acentuar el problema.
25
La idea de que los determinantes de economía política que subyacen al funcionamiento del
sector público podían ser fácilmente manejados bloqueando el acceso del gobierno al financiamiento
del Banco Central fue, cuando menos, de una extrema ingenuidad. De hecho, las prácticas populistas
profundamente enraizadas en buena parte de la clase política argentina no desaparecieron con las
reformas. En cambio, cuando el gobierno encontró cerrada su antigua fuente de financiamiento, su
reacción no fue ajustar el déficit sino buscar una nueva fuente para financiarlo. En otras palabras,
aunque como resultado de la convertibilidad el Ejecutivo quedó privado del mecanismo convencional
de la emisión monetaria, fue capaz de encontrar en la emisión de deuda un mecanismo sustituto para
mantener una conducta fiscal que no varió sustancialmente del modelo precedente. El fácil acceso al
financiamiento externo que primó en los mercados financieros internacionales hasta fines de la década
del ’90 ciertamente facilitó esa conducta.
Aunque a primera vista pueda resultar paradójico, la retórica del Consenso de Washington, al
limitar la reforma del Estado a la desregulación y la reducción la privatización de empresas, ayudó a
preservar el status quo en el funcionamiento del sector público. Más aún la noción de que las
privatizaciones automáticamente inducirían un aumento sistémico en la eficiencia y la productividad
contribuyeron a minimizar la atención sobre el modo en que el proceso se llevó a cabo. En muchos
casos, la desinversión del gobierno impidió el surgimiento de mercados competitivos en los sectores
privatizados y, al mismo tiempo, facilitó las prácticas corruptas de funcionarios públicos y actores
privados.
Finalmente, además de las inconsistencias internas del paquete de reformas, hay un tercer
elemento que merece consideración. El mismo tiene que ver con algunos factores del contexto de
economía política tradicionalmente presentes en la Argentina, que tendieron a intensificarse en las
últimas décadas, con el retorno a la democracia a inicios de los ochentas. Esos factores reflejan las
preferencias por mecanismos no institucionales de resolución de conflictos por parte de los actores
socio-económicos más relevantes y de la ciudadanía en general. En particular, la estabilidad de las
reglas democráticas no se tradujo en el desarrollo de mecanismos más efectivos para el debate
parlamentario de las políticas económicas, ni en la creación de alternativas a los instrumentos
corporativos y burocráticos de negociación.
En los ‘90s esto permitió al gobierno menemista concentrar notablemente el poder en la figura
presidencial, consolidando el carácter “verticalista” del proceso de reformas y alimentando un círculo
vicioso de desinstitucionalización, respaldado por una confluencia de intereses de actores estatales y
privados. Los primeros, en procura de preservar su poder discrecional, utilizaron con frecuencia el
ofrecimiento de ventajas particulares a ciertas empresas privadas (especialmente a las involucradas en
las privatizaciones) y a los gobiernos provinciales adictos. Este mecanismo contó con el acuerdo tácito
de los grupos ganadores del sector privado, que se desentendieron del fortalecimiento de las instancias
institucionales de participación prefiriendo la negociación directa con los funcionarios públicos,
bordeando en muchas ocasiones la ilegalidad. Los perdedores, por su parte, también contribuyeron a
reforzar el sesgo antiinstitucional de las prácticas políticas al caer en la apatía y el retraimiento.
III. La etapa actual
No existen vientos favorables para el
que no sabe a qué puerto quiere llegar, Séneca.
Tras la profunda crisis sufrida con el colapso del régimen de Convertibilidad, la economía argentina
inició una vigorosa recuperación. En el sexenio transcurrido entre la sima de la depresión económica,
ocurrida en el primer trimestre de 2002 e inicios de 200826 el PIB creció a una tasa anual promedio de
8,2%, acumulando así un incremento de alrededor de 60%. Ello permitió que, luego de un marcado
declive, el producto per capita (medido en pesos constantes) se situase casi 15% por encima del máximo
previo en la década pasada.
El rápido crecimiento de la actividad se tradujo en una gran recuperación del empleo, cuya elevada
elasticidad de respuesta tendió a reflejar también los fuertes cambios ocurridos en los precios relativos
factoriales como consecuencia del overshooting cambiario que siguió al abandono de la paridad fija. El
elevado dinamismo de la ocupación permitió llevar la tasa de desempleo por debajo de los dos dígitos
por primera vez desde octubre de 1993, luego de que ésta afectara a un cuarto de la población activa en
el punto más álgido de la crisis.
Estos cambios tendieron a reflejarse también en una importante mejoría de los indicadores de pobreza
y equidad, que habían experimentado un enorme deterioro durante el decenio previo y, especialmente,
a partir de la debacle que caracterizó a la crisis del esquema de Convertibilidad. Aún así, en el mejor
momento de la recuperación económica hacia mediados de la presente década27, los indicadores
sociales mostraban valores muy preocupantes. Luego de haber afectado a más de la mitad de la
población en el año 2002, en 2005 la tasa de incidencia de la pobreza medida por ingresos se ubicaba
todavía por encima del 24%; por su parte, la tasa de indigencia, que había llegado a tener una
incidencia cercana al 30% de las personas, sólo había descendido apenas por debajo del 10% (frente a
valores que tradicionalmente no excedían el 3%). En lo que respecta a la distribución de los ingresos,
sólo se verificó una muy incipiente mejoría respecto al deterioro sistemático experimentado por esta
variable en las últimas décadas –una evolución que parece haber estado caracterizado por cierta
irreversibilidad conforme se sucedían las crisis.
Se toma dicho período como punto final de comparación por dos razones. En primer lugar, debido a que en el
segundo trimestre de 2008, como consecuencia del conflicto con el sector agropecuario, la economía local ingresa
en una recesión, luego agravada por los impactos de la crisis financiera global. En segundo lugar, las estadísticas
oficiales de cuentas nacionales han dejado de ser confiables aproximadamente a partir de dicho período: por un
lado, la manipulación del índice de precios se tradujo en un sesgo a la sobreestimación de las cantidades
producidas; por otro lado, diversas fuentes de información indican que a partir de algún momento del año 2008
las autoridades decidieron manipular directamente las cifras de nivel de actividad, presumiblemente con el
objetivo de no reconocer cabalmente la magnitud de la caída ocurrida en el PIB.
26
27
Luego, como se verá más adelante, estos indicadores comenzaron a experimentar un sensible deterioro como
consecuencia de la reaparición de renovadas tensiones inflacionarias, que comenzaron agravarse hacia fines de
2005. Asimismo, tal como ocurrió con otras estadísticas oficiales, la subestimación del ritmo de alza de precios a
partir de 2007, dificultó la posibilidad de contar con indicadores sociales confiables.
La propia recuperación y varias decisiones de política económica encaradas por las nuevas autoridades
condujeron a la reaparición de equilibrios básicos en los planos fiscal y externo, contribuyendo a la
eliminación de dos propulsores cruciales de nuestra crónica inestabilidad macroeconómica. La
consolidación fiscal y externa representó una novedad mayúscula, no sólo por su magnitud sino
también debido a sus potenciales perspectivas de persistencia.
Por un lado, el sector externo de la economía local experimentó un monumental ajuste (superior a los
dieciocho puntos del PIB)28. Por el otro, las finanzas públicas -que se encontraban en cesación de pagospasaron a una posición ampliamente superavitaria. El desempeño de los ingresos –favorecidos por la
recuperación cíclica y la aplicación de retenciones a las exportaciones, que volvían a asociar por
primera vez en mucho tiempo al fisco a las condiciones del comercio exterior, fue el factor que explicó
principalmente la aparición de resultados fiscales positivos. Pero también se verificó una importante
contención del gasto público (aunque como se verá, esto ocurrió únicamente en la primera fase de la
recuperación). Así, en poco más de dos años (entre mediados de 2002 y mediados de 2004), el resultado
fiscal primario del sector público nacional pasó de una situación balanceada a un superávit de
alrededor de 4,5% del PIB29. A la significativa mejoría del balance primario se adicionó la reducción del
peso de la carga de intereses posibilitada inicialmente por el impacto de la cesación de pagos y la
posterior reestructuración de los pasivos públicos (una operación que, por su magnitud y complejidad,
se sitúa entre las más significativas de la historia financiera contemporánea).
Expansión récord del nivel de actividad, equilibrio en el sector externo y recuperación del compromiso
con la disciplina fiscal parecían las notas distintivas de la nueva etapa. Todo ello sucedía en un
contexto de inflación reducida -a pesar de la fuerte depreciación nominal experimentada por la moneda
doméstica- de acelerada remonetización y de incipiente recuperación del crédito interno –pese a los
incumplimientos contractuales y a la virtual quiebra del sistema bancario asociados con el derrumbe de
la Convertibilidad. Y con una economía que pese a las peripecias sufridas, había permanecido abierta a
los intercambios externos, con coeficientes de apertura que, a los nuevos precios relativos, duplicaban
largamente los observados durante la década del noventa, justo en un momento en que la economía
mundial iría a iniciar su quinquenio de más vigoroso crecimiento desde inicios de la década del setenta.
Una vez más, este desempeño ponía de manifiesto la notable capacidad de respuesta de la economía
argentina y su potencial de crecimiento en presencia de adecuadas condiciones de contexto. El
dinamismo exhibido por la economía local y varios de los logros alcanzados en esta etapa permitieron
doblegar el escepticismo inicial de varios observadores, que atribuían el fenómeno únicamente al típico
“rebote” característico de la salida de una gran crisis.
28
Tomando como inicio de la comparación el año de comienzo de la recesión y efectuando la cuenta en base caja,
es decir computando sólo los pagos de intereses efectivamente realizados con posterioridad al default de la
deuda.
29
Aunque más moderada, una recuperación similar pudo observarse en la salud de las cuenas públicas
provinciales que pasaron a exhibir un superávit primario superior a 1% del PIB.
Claro está que la influencia de favorables factores cíclicos no estuvo ajena a esta evolución. Es cierto, la
economía exhibía en 2002 un enorme grado de capacidad y de recursos ociosos (tanto de capital como
de trabajo) y, al nuevo tipo de cambio y a precios internacionales de las commodities que iniciaban un
acelerado ciclo de alzas, las firmas comenzaron a disfrutar de niveles corrientes de rentabilidad muy
altos. Pero, más allá de ciertas metáforas útiles, nunca es bueno asimilar una disciplina social como la
economía con la física o con la ingeniería: en caso de tocar “fondo”, las economías no “rebotan”
necesariamente como si se tratase de una pelota impulsada al vacio por políticas equivocadas o por
shocks adversos. De hecho, son concebibles instancias (y en nuestra región ha habido numerosas
experiencias en tal sentido) en las que una economía, con posterioridad a una crisis de cierta magnitud,
continúa estancada por un tiempo prolongado. La recuperación cíclica del nivel de actividad no era
inevitable y en las concretas condiciones de 2002 un “equilibrio de fondo de pozo” era una alternativa
completamente factible.
Por otra parte, es importante mencionar que el mejoramiento de la actividad no estuvo impulsado
únicamente por un aprovechamiento de recursos ociosos. De hecho, la tasa de inversión bruta interna –
que en plena crisis había colapsado a niveles del orden de 10% del PIB (inferiores a los necesarios para
atender la amortización del stock de capital existente) experimentó una rápida y bastante generalizada
recuperación y llegó a situarse, aún a precios constantes30, por encima de los máximos previos de la
década del noventa. En un contexto de virtual ausencia de crédito, el grueso de su financiamiento
provino de los flujos de fondos internos generados por la fuerte mejoría de la rentabilidad empresarial.
A diferencia de lo ocurrido en la década previa, sin embargo, el impulso inversor no provenía ahora de
grandes desembolsos en las actividades de servicios no transables, cuya rentabilidad relativa había
disminuido31, sino de una miríada de decisiones de expansión en firmas pequeñas y medianas del
sector transable, localizadas en todas las regiones del país. La ampliación de capacidad resultante –
aunque limitada por potenciales cuellos de botella en los sectores de infraestructura y servicios
públicos, con marcos regulatorios pendientes de renegociación- era otro elemento que, de consolidarse,
podía brindar perspectivas de sostenibilidad al proceso de recuperación en marcha.
Tal como se intentará argumentar en las páginas que siguen, en la configuración macroeconómica
posterior a la crisis aparecían elementos novedosos -muchos de ellos provenientes del contexto, otros
asociados a decisiones de política - que permitían abrigar la expectativa de su persistencia y
sostenibilidad. Ello no implicaba suponer, por cierto, que el proceso en curso contase automáticamente
con fundamentos sólidos y duraderos. De hecho, como también se intentará argumentar, la
interpretación errónea por parte de las autoridades de las condiciones del contexto, así como los
30
Naturalmente, medida a precios corrientes, el alza de la inversión fue mucho más significativa, pero esta
situación tendía a reflejar el precio relativo más elevado de los bienes de capital, fruto tanto de la depreciación
real de la moneda y de un costo financiero más elevado.
31
Y a lo que debían sumarse las incertidumbres contractuales provocadas por la pesificación (y congelamiento)
de las tarifas de la mayoría de los servicios públicos.
inadecuados incentivos generados por varias de las políticas adoptadas, tendieron a conspirar contra la
viabilidad macroeconómica de la actual etapa. En cualquier caso, el punto es que, más allá de esos
potenciales elementos de sostenibilidad provenientes del entorno, el conjunto de oportunidades y
restricciones que se les planteaba a las autoridades resultó afectado por las propias decisiones de
política que éstas fueron adoptando.
III.1 Los rasgos novedosos de la actual etapa
Recién se mencionó que la actividad económica reaccionó inicialmente en forma muy vigorosa a los
estímulos brindados por el contexto y que esa respuesta no era necesariamente automática. Para que así
haya sido debieron verificarse, necesariamente, algunas condiciones. En particular, los agentes
económicos debían percibir, al menos, una cierta normalización del entorno macroeconómico luego de
los episodios de inestabilidad financiera que caracterizaron a la crisis. ¿Cuáles fueron las condiciones
iniciales que facilitaron la salida?
Por un lado, ciertas consecuencias no deseadas del colapso económico y financiero operaron, tal vez en
forma fortuita, de modo favorable a la estabilización. En particular, a diferencia de lo que muchos
observadores temían, la espectacular suba del tipo de cambio nominal no fue seguida de un incremento
del ritmo inflacionario. Luego del salto discreto operado en los precios de la mayoría de los bienes y
servicios transables –que se tradujo en un aumento transitorio de los registros inflacionarios en los
primeros meses de 2002- el nivel de precios se estabilizó rápidamente. En tales condiciones, se hizo
evidente que el tipo de cambio real había experimentado un overshooting y que la burbuja en el mercado
de cambios se había quedado sin aire.
¿Cómo ocurrió que, por primera vez en mucho tiempo, la devaluación cambiaria no provocó inflación
cuando, en el pasado, ese instrumento de política había, de hecho, llegado a perder toda su efectividad
como consecuencia, precisamente, de sus impactos sobre el nivel de precios y las expectativas
inflacionarias del público a medida que los gobiernos se veían obligados a abusar del mismo? Es cierto
que las nuevas autoridades económicas tomaron decisiones cruciales en los planos fiscal, monetario y
cambiario que ayudaron a estabilizar el escenario financiero. Pero, salvo el reforzamiento inicial del
control de cambios y la decisión del BCRA de emitir sus propios instrumentos de deuda de corto
plazo32, muchas de estas decisiones sólo podían brindar señales favorables a futuro. Sin embargo, ya a
mediados de 2002, era evidente que un tipo de cambio real elevado iba a ser un dato más o menos
permanente de la configuración de precios relativos de la post Convertibilidad. En este sentido, debe
reconocerse que la existencia de elevado desempleo a la salida de la recesión fue un factor crítico que
32
La decisión de defaultear la totalidad de los instrumentos de deuda, incluidos los de corto plazo, había dejado a
la economía sin tasas de interés de referencia en moneda doméstica, lo que impedía el arbitraje entre activos
domésticos y externos y dificultaba la estabilización de los mercados financieros.
contribuyó de manera importante a bloquear uno de los típicos mecanismos de transmisión de los
impulsos inflacionarios provenientes del desequilibrio en el mercado de cambios33.
Por otra parte, pese a la elevada incertidumbre reinante, no se verificó un proceso de “huida del peso”,
que siguió siendo generalmente utilizado para las transacciones cotidianas y como unidad de cuenta en
los mercados de bienes y trabajo. El hecho de que la moneda doméstica continuase siendo una
referencia válida para las decisiones de precios y salarios parecía indicar que la experiencia de casi una
década de estabilidad de precios pesaba en la conducta de los agentes que más el pasado previo de
elevada inestabilidad nominal. Este desarrollo fue decisivo para evitar que la tasa de inflación
reaccionase en forma inmediata a la fuerte depreciación cambiaria, brindando una inestimable
“ventana de oportunidad” a las acciones estabilizadores provenientes de la política económica34. De
este modo, pese al quiebre del rígido y particular sistema monetario que había regido durante una
década35, la economía evitó la recaída en un régimen de alta inflación, tal como temían que ocurriese
muchos observadores.
También es innegable que, más allá de las cuestiones de equidad en el reparto de pérdidas y ganancias
asociadas a la resolución de la crisis financiera, la pesificación de los contratos financieros domésticos
fue otro de los factores que apuntaló la recuperación de la actividad económica interna. Si bien el
crédito bancario era inicialmente inexistente, la reducción de la carga financiera en un contexto de
costos internos deprimidos como consecuencia de la recesión se tradujo en una fuerte recuperación de
la rentabilidad corriente de las firmas. Esta ecuación fue especialmente favorable para las empresas
pertenecientes al sector transable de la economía (exportadoras, pero también las competitivas de
importaciones): a la vigencia de un tipo de cambio real elevado que comenzaba a percibirse como
estable, debe sumarse la recuperación que se estaba verificando en los precios internacionales de los
productos que componen mayoritariamente la canasta de exportaciones argentina.
La presencia de condiciones del contexto crecientemente benignas fue un factor que se tradujo en una
rápida recomposición de la posición externa de la economía. Es cierto que la dramática reversión inicial
del déficit de cuenta corriente fue el reflejo del colapso ocurrido en el gasto interno (y,
consecuentemente, en las importaciones), un tradicional mecanismo de ajuste del sector externo de la
economía argentina. Pero, a poco de andar, la evolución posterior de la cuenta corriente del balance de
Al ancla nominal provista por el exceso de oferta en el mercado de trabajo debe sumarse la decisión inicial de
no incrementar las tarifas de los servicios públicos, lo que (independientemente de las discusiones de naturaleza
contractual y los posteriores cuellos de botella provocados por una reducida oferta de energía que dicha decisión
generaría) operó en el corto plazo como un factor estabilizador sobre el nivel de precios.
33
34
35
Véase Heymann y Ramos (2010).
En el que la paridad nominal fija, además de brindar un ancla a las expectativas del sector privado, cumplía el
rol “heterodoxo” de otorgar estabilidad a toda la estructura contractual de la economía.
pagos permitió apreciar también la presencia de rasgos novedosos: a diferencia de lo que era típico
desde la época en que la dinámica del stop and go tornaba operativa la brecha externa mucho antes de
alcanzar el “pleno empleo” macroeconómico, en las actuales circunstancias el balance comercial (y de
cuenta corriente) continuó siendo ampliamente superavitario, aún en fases avanzadas del ciclo
económico.
Sin dudas, más allá del razonable desempeño que exhibieron los volúmenes exportados -incluso de
rubros no tradicionales- esta situación era el reflejo de la vigencia de condiciones muy favorables de
términos de intercambio externos. Tal como se observa en el gráfico adjunto, éstos se ubican en la
actualidad en niveles récord respecto de lo ocurrido en las últimas décadas: 35,6% por encima de los
vigentes en la base de 1993 y alrededor de 24,2% por encima de los máximos previos de 199636, aunque
en perspectiva histórica distan de ser particularmente extraordinarios37. Aún así, considerando las
últimas dos décadas se observa una recuperación sostenida del orden del 40% desde el piso alcanzado
a mediados de los ochenta (el peor registro histórico, inferior incluso al de inicios de los 30´s).
Gráfico 1
Términos de intercambio
1960=100
36
Aunque, por tratarse un índice de tipo Paasche, la comparación con períodos distintos de la base no es
estrictamente correcta en tanto la variación involucra un componente de cambio en las cantidades del comercio
exterior.
37
Cabe consignar que esta mejoría estuvo principalmente asociada al fuerte abaratamiento relativo de las
importaciones y no tanto a la mejora de los precios reales de exportación. En efecto, pese a la opinión
convencional, la fuerte mejoría reciente experimentada por los términos de intercambio del país está asociada no
tanto a un nivel histórico particularmente extraordinario de los precios reales de exportación sino a la reducción
del precio real de las compras externas. Si bien los precios corrientes de exportación (vgr. nominales) son
alrededor de 40% superiores a la base de 1993 en dólares constantes son alrededor de 6% inferiores a los vigentes
a mediados de la década pasada. En cambio, los precios reales de importación son casi 30% inferiores a los
vigentes en 1993. Todo ello no significa que, respecto de la sima alcanzada en 2002, los precios unitarios de
exportación no hayan experimentado una muy fuerte recuperación cíclica (32% en términos corrientes y casi 20%
en términos de dólares constantes).
160
140
120
100
80
60
2009
2005
2001
1997
1993
1989
1985
1981
1977
1973
1969
1965
1961
1957
1953
1949
1945
1941
1937
1933
1929
1925
1921
1917
1913
40
Tal como había ocurrido en instancias previas en la historia económica del país, podía pensarse que
estos desarrollos representaban un fenómeno transitorio. De hecho, durante el desarrollo de la crisis
financiera global de 2008, la evolución posterior de los mercados de commodities internacionales
permitió constatar que, efectivamente, había componentes no permanentes en el comportamiento de
los precios internacionales de esos productos. Si así fuese, un principio elemental de prudencia de la
política económica indicaba que las decisiones de de las autoridades deberían tomar debida nota de
ello. Ya se verá que, en parte, la incapacidad de los hacedores de política del período para llevar
adelante acciones de naturaleza contracíclica en una etapa de bonanza explica algunos de los
principales problemas que la gestión económica comenzó a enfrentar una vez avanzada la fase de
recuperación cíclica y de normalización macroeconómica.
Sin embargo, también es cierto que existían importantes elementos de juicio como para suponer que
algunos de los desarrollos que habían ocurrido en el escenario internacional serían de naturaleza
duradera y tendían a reflejar cambios en la estructura de funcionamiento de la economía mundial. En
particular, los referidos a posibles cambios permanentes en los precios relativos factoriales a escala
global (vgr. la caída del salario real y el alza en la tasa de beneficio), a mejoras sostenibles en los
términos de intercambio de las naciones productoras de commodities y a la diversificación de las fuentes
globales de generación de liquidez, fenómenos todos asociados a la incorporación a los mercados
mundiales de las economías asiáticas de alto crecimiento.
Quizás, por primera vez desde la crisis del treinta, cuando la declinación de la hegemonía económica
británica dio por tierra con el esquema de complementación que caracterizó al denominado modelo
agroexportador, los liderazgos emergentes de mayor dinamismo económico a nivel mundial volvían a
estar encarnados por economías cuya dotación de factores era de naturaleza potencialmente
complementaria a la de nuestro país.
Desde el punto de vista productivo, esto marcaba una diferencia importante con lo ocurrido en el
período de la segunda posguerra. Como se recordará, luego de la debacle del esquema agroexportador
–basado en una economía extraordinariamente abierta a los intercambios de un comercio mundial que
colapsaba- el país adoptó una estrategia de rápida industrialización basada en la sustitución de
importaciones. Como ha sido largamente estudiado por la historiografía económica, más allá de sus
éxitos iniciales en producir cierta transformación de la estructura productiva, el carácter excesivamente
orientado “hacia adentro” de dicha estrategia de desarrollo derivó en recurrentes “cuellos de botella”
externos e impidió que la economía local tomase ventaja de la vigorosa recuperación del comercio
internacional que caracterizó a la denominada Edad Dorada del capitalismo en la segunda posguerra.
Cabe reconocer, sin embargo, que la dotación de factores de nuestro país tendía a ser relativamente
sustituta de la economía de mayor dinamismo del momento (EEUU) y que ello condicionaba, en cierto
modo, la posibilidad de aprovechar las oportunidades brindadas por el renacimiento del comercio
internacional.
No se trata aquí de analizar en abstracto la relación entre apertura comercial y crecimiento de largo
plazo. Pero es indudable que, en diferentes momentos críticos de su historia, la economía argentina
tendió a ubicarse en la vereda “equivocada”38: era muy abierta y, por tanto, extremadamente
vulnerable en la Gran Depresión cuando se verificó el colapso del intercambio mundial de mercancías
(y estaba, además, estrechamente asociada a una potencia hegemónica en clara declinación); fue
excesivamente cerrada justo cuando el comercio internacional se recuperaba de la mano del auge de la
economía estadounidense (cuya dotación de factores no era, por otra parte, particularmente
complementaria de la de nuestra economía).
¿Pero, qué ocurría en la coyuntura que al país le tocaba enfrentar a la salida de su gran crisis
finisecular? Por un lado, no sin costos en términos económicos y sociales, la reestructuración
productiva asociada al ciclo de reformas estructurales había, al menos, legado como herencia una
economía mucho más abierta desde el punto de vista real, en la que las empresas “sobrevivientes” eran,
precisamente, aquellas que habían mostrado una mayor capacidad de respuesta a las fuertes presiones
competitivas impuestas por una estrategia agresiva de apertura comercial y marcado atraso cambiario.
Por otro lado, la economía mundial se encontraba iniciando su ciclo de mayor crecimiento en casi tres
décadas, en buena medida impulsado por un conjunto de economías que aparecían como
complementarias a la nuestra. Así, por primera vez en mucho tiempo las señales provenientes del
contexto internacional y las condiciones domésticas estaban alineadas como para posibilitar un proceso
de crecimiento sostenido.
Esas favorables condiciones de partida en el “lado real” se veían reforzadas por la situación en el plano
financiero. Desde fines de 2001 el país se encontraba en default y en 2005 se verificaría la
reestructuración de la mayor parte de sus obligaciones. La vigencia de elevados precios de los
productos de exportación combinada con la reducción de la carga de la deuda se tradujo en una
dramática mejoría de los indicadores de liquidez y solvencia del país. Una manera de verlo es
comparar, alternativamente, el valor de las exportaciones (la fuente genuina de generación de visas)
con el monto de la deuda exterior y con los compromisos de intereses. Al hacerlo, se observa que tanto
el peso de la deuda como el de los intereses experimentaron en los primeros años del presente decenio
una formidable declinación respecto de lo característico en las dos décadas previas (véase los gráficos a
continuación).
38
Gerchunoff y Llach (2004).
Gráfico 2
Ratio deuda externa / exportaciones
8.0
7.2
7.0
6.1
6.0
5.2
5.4
5.4
4.9
4.7 4.9 4.8
5.0
4.2 4.3 4.1
4.7
4.4 4.5
4.1 4.0
5.3 5.4
5.0
4.8
4.3
4.2
4.0
3.3
3.0 2.7
2.4
2.0 1.9
2.0
1.6
1.0
2008
2007
2006
2005
2004
2003
2002
2001
2000
1999
1998
1997
1996
1995
1994
1993
1992
1991
1990
1989
1988
1987
1986
1985
1984
1983
1982
1981
1980
0.0
Gráfico 3
Ratio pagos de intereses / exportaciones
0.70
58%58%
0.60
54%
51%51%51%
51%
0.50
42%
40%39%
39%
38%
36%
0.40
35%
33%
28%
26%
25%26%
23%23%
0.30
22%
28%
24%
0.20
16%
12%
9% 9%
0.10
6%
2008
2007
2006
2005
2004
2003
2002
2001
2000
1999
1998
1997
1996
1995
1994
1993
1992
1991
1990
1989
1988
1987
1986
1985
1984
1983
1982
1981
1980
0.00
Una conclusión similar se obtiene al examinar tradicionales indicadores de sostenibilidad. Por ejemplo,
el gráfico adjunto muestra que como consecuencia de la reestructuración de la deuda, el superávit
comercial necesario para mantener constante el ratio de endeudamiento como proporción del PIB
experimentó una fuerte reducción respecto de lo que era requerido en décadas previas –pasando de un
excedente de comercio requerido del orden de 2,5% a uno de 0,7%. Más aún, como consecuencia del
alza ocurrida en los términos de intercambio (y del aumento en las cantidades exportadas), el país
estaba generando un superávit comercial bien por encima del requerido para estabilizar la deuda. Ello
implicaba que la economía estaba desendeudándose a ritmo acelerado, dejando atrás un rasgo que
había acompañado como pesado lastre el desempeño macroeconómico de las décadas previas. Aún en
un contexto de fuerte recuperación del gasto interno, el país como un todo estaba generando niveles de
ahorro interno muy superiores a los de decenios previos, lo que le permitía hacer frente a sus pasivos y,
al mismo tiempo, acumular un importante stock de reservas internacionales.
Gráfico 4
Evolución de la sostenibilidad externa
(% del PIB)
20%
Saldo comercial requerido (Deuda PPP)
Saldo comercial requerido
15%
Saldo comercial observado
Saldo comercial ajustado
10%
5%
0%
2008
2006
2004
2002
2000
1998
1996
1994
1992
1990
1988
1986
1984
1982
1980
-5%
Por cierto, parte de esos desarrollos estaban influidos por factores de naturaleza cíclica (vgr. precios
corrientes de las exportaciones transitoriamente muy elevados y cantidades importadas todavía muy
deprimidas como consecuencia del colapso sufrido por la actividad interna). Sin embargo, cuando se
intenta corregir por aquellos factores presumiblemente momentáneos (calculando, por ejemplo,
promedios históricos de precios para valuar las cantidades del comercio exterior), el cuadro que surge
luce igualmente robusto. Eso es lo que se observa en la línea anaranjada, que muestra un superávit de
comercio “corregido” del orden de 5% del PIB, muy superior a los niveles requeridos para estabilizar
un reducido ratio de deuda externa a PIB (del orden de %) COMPLETAR.
Desde el punto de vista interno, el alivio provocado por esta situación tuvo su contratara fiscal. Es lo
que puede observarse, por caso, al comparar las erogaciones destinadas al pago del servicio de
intereses de la deuda con el valor de los ingresos públicos. Como se aprecia en el gráfico adjunto
aquellos pasaron de representar alrededor de 20% del total de los ingresos del fisco en el año 2001 a
ubicarse en torno del 7% una vez reestructurados los pasivos públicos. Esta mayor holgura se debió no
sólo a la renegociación de los compromisos sino al hecho de que, con la introducción de retenciones a
las ventas externas, el fisco pasó a estar asociado a la bonanza que experimentaba el sector exportador
de la economía. A lo anterior hay que sumar las mejoras acaecidas en la recaudación de otros tributos39
y el control en la evolución del gasto primario en las fases iniciales de la recuperación. Todo ello
posibilitó un quinquenio de superávit en las cuentas públicas, lo que tal vez sea el ciclo de excedentes
fiscales más importantes de la historia macroeconómica contemporánea del país.
Gráfico 5
Ratio Pago de intereses / ingresos totales (SPN)
(En porcentaje)
70%
65.4%
60%
50%
43.0%
40%
35.5%
34.5%
30.5%
30%
25.1%
24.4%
20%
18.9%
20.2%
17.4%
18.5%
18.5%
14.5%
13.9%
14.3%
11.8%
10.6%
9.9%
8.3%
6.4%6.5%
10.4%
10%
12.4%
8.9%
8.1%7.3%7.5%
7.3%
6.2%
5.4%
2009
2008
2007
2006
2005
2004
2003
2002
2001
2000
1999
1998
1997
1996
1995
1994
1993
1992
1991
1990
1989
1988
1987
1986
1985
1984
1983
1982
1981
1980
0%
Lógicamente, no todo lo que brilla es oro: en especial en este plano, los factores de orden cíclico
también influían de manera importante para mejorar la posición del fisco. Ello puede observarse al
examinar los indicadores de sostenibilidad de la deuda pública (gráfico 7). Si bien se aprecia el cambio
“estructural” recién mencionado operado en las condiciones del endeudamiento respecto de períodos
previos, también se observa el fuerte deterioro en las cuentas públicas acaecido recientemente.
Utilizando la misma metodología que la adoptada para el sector externo se puede apreciar que, luego
39
Esto como consecuencia de la recuperación cíclica de la actividad, pero también debido a mejoras en la
administración tributario, en el cumplimiento de los contribuyentes y, debe señalarse, al aumento de la carga
impositiva real causado por la decisión de no actualizar las escalas del impuesto a las ganancias en un contexto de
precios internos más elevados.
de haber sido muy superiores en 2004/2005, los niveles observados de resultado fiscal primario de los
últimos años eran nuevamente similares a los requeridos para estabilizar la relación deuda
pública/PIB. Más aún,, en este caso, la corrección por factores transitorios de precios y cantidades
arrojaba mucho menos holguras que en el plano externo40.
Gráfico 6
Evolución de la sostenibilidad fiscal
(en % del PIB)
5.0%
Superávit requerido (D. PPP)
Superávit requerido (Exc intra SP) (D. PPP)
Superávit primario "ajustado"
4.0%
Superávit primario "observado"
Superávit requerido
3.0%
Superávit requerido (Exc intra SP)
2.0%
1.0%
0.0%
2009 IV
2009 I
2008 II
2007 III
2006 IV
2006 I
2005 II
2004 III
2003 IV
2003 I
2002 II
2001 III
2000 IV
2000 I
1999 II
1998 III
1997 IV
1997 I
1996 II
1994 IV
-2.0%
1995 III
-1.0%
Todo lo cual exigía prudencia en la administración de la bonanza y, en particular, la puesta en práctica
de políticas de naturaleza contracíclica que permitiesen ahorrar el componente estimado transitorio en
De hecho, el superávit primario corregido de 2009 era ya inferior al 0,9% del PIB requerido para estabilizar el
ratio de deuda pública a producto y las proyecciones indicaban que en lo inmediato volvería a producirse un
deterioro en los indicadores de sostenibilidad (véase más adelante).
40
la explicación del auge de los ingresos públicos41. Tal como, en el plano externo, la economía había
encarado una política sistemática de acumulación de reservas internacional a modo de autoseguro, en
el plano fiscal se requerían políticas similares. En tanto reflejaba el ahorro del conjunto de la economía
y no necesariamente el del gobierno, la acumulación de reservas por parte del Banco Central no era un
sustituto perfecto del ahorro fiscal; de hecho, una política precautoria de parte del Tesoro podría haber
aliviado las crecientes tensiones a las que, comos se verá enseguida, se vio sometida la política
monetaria. Aunque hacia fines de 2005 se formuló la intención de acumular un Fondo Fiscal
Anticíclico que -como ocurriría en Chile con los fondos provenientes del alza del precio del cobrepermitiese contar con recursos para suavizar el ciclo macroeconómico y contribuir a sostener los
precios relativos vigentes, ese anuncio no fue nunca llevado a la práctica42.
En síntesis, tal vez como nunca en varias décadas, a la salida de la crisis el panorama de la economía
argentina aparecía particularmente despejado. El contexto eran ampliamente favorable y la economía
partía de una situación inicial muy propicia para crecer sin los típicos sobresaltos del pasado. Si bien el
cierre de los desequilibrios básicos estaba influido por la presencia de factores cíclicos, lo cierto es que,
tanto en el plano externo como en el fiscal, la economía exhibía inéditas perspectivas de sostenibilidad.
Por otra parte, partiendo de niveles inicialmente muy bajos de credibilidad, los hacedores de política
habían ido ganando una creciente reputación y la política económica había recuperado importantes
márgenes de maniobra para consolidar la veloz recuperación económica.
A poco de andar, sin embargo, las cosas comenzaron a cambiar. No fue esta vez, como en tantas
ocasiones pasadas, un cambio adverso en las condiciones del contexto lo que reinstaló la recurrente
percepción de una familiaridad argentina con el infortunio. Muy por el contrario, la economía mundial
continuaba en auge y lo haría –al menos para economías de mercados emergentes como la nuestrahasta bien entrado 2008. Sin embargo, ya desde mediados de 2005, la evolución macroeconómica
comenzó a exhibir importantes desajustes que reflejaban, una vez más, la sempiterna incapacidad del
sistema político e institucional argentino para administrar bonanzas y alcanzar los acuerdos
intertemporales necesarios para instrumentar políticas macroeconómicas sostenibles.
41
Este elemental principio de prudencia en la administración macroeconómica era, en el caso local, un virtual
imperativo, en tanto la típica propensión nacional a interpretar los shocks adversos como transitorios y,
especialmente, los positivos como de naturaleza permanente parecía estar en la base de toda explicación de la
llamativa recurrencia de los episodios de crisis.
42
Un cálculo sencillo, basado en un promedio móvil del precio de las commodities de exportación y del
comportamiento cíclico de la actividad económica, permite apreciar que, de haberse instrumentado en ese
momento, hacia fines de 2008 el mencionado Fondo habría acumulado unos 11.700 millones de U$D, equivalentes
a 4 % del PIB. En el caso chileno, que instrumentó su fondo hacia la misma época, estos recursos permitieron
llevar adelante una política fiscal expansiva muy exitosa para contrarrestar los impulsos recesivos provenientes
de la economía mundial y amortiguar el impacto sobre el ingreso de los sectores más pobres.
Mucho más que el diseño “en el papel” de un programa macroeconómico coherente, esa dificultad
“subjetiva” es, tal vez, el escollo más importante a superar si se quiere revertir el proceso de declinación
secular e ingresar en una etapa de desarrollo sostenido. Claro está que la superación de esa restricción
excede ampliamente el campo de lo puramente “económico”. Por el contrario, esa tarea refiere
directamente al funcionamiento del sistema político, es decir a ese plano de “economia política” en que
se definen, de manera lenta e inevitablemente compleja, el conjunto de incentivos, reglas e instituciones
que gobiernan la interacción de los diferentes sectores y grupos de interés en una sociedad.
Tal como se repasa en seguida, lo que siguió fue una etapa de persistente desarticulación del incipiente
régimen macroeconómico que había surgido tras la crisis de fin de siglo. Conforme avanzaba la
normalización macroeconómica, los dilemas de política comenzaron naturalmente a tornarse más
complejos y, en ese preciso punto, se develó la falta de calidad del proceso de toma de decisiones. En
lugar del intento de utilizar los mayores grados de libertad trabajosamente recuperados en afrontar de
manera creativa los nuevos dilemas de política para tomar ventaja de las enormes oportunidades que
se presentaban, tendió a prevalecer un obstinado desprecio por el saber técnico y un creciente
protagonismo de la arbitrariedad y de la discrecionalidad en la toma de decisiones. El resultado fue el
abandono sistemático de reglas e instituciones y, consecuentemente, un paulatino pero persistente
deterioro de la dinámica de corto plazo de la economía.
III.2 Cambio de etapa y pérdida de rumbo de la gestión macroeconómica
Aunque es difícil precisar un punto particular en el tiempo que señale el pasaje de una a otra etapa,
parece bastante evidente que el cierre del proceso de reestructuración de la deuda pública en default
marcó en más de un sentido uno de esos puntos de transición. La exitosa finalización del proceso de
canje contribuyó a normalizar la relación financiera con el exterior y puso fin, en buena medida, a un
período de “aislamiento” financiero internacional43. De este modo, reintrodujo tendencias al arbitraje
entre activos financieros domésticos y externos y, al reinstalar la vigencia del conocido trilema de
imposibilidad en economía abierta, tendió a restringir las opciones disponibles para los hacedores de
política, al condicionar la posibilidad de contar, en forma simultánea, con autonomía en los planos
monetario y cambiario. Aunque no se trata siempre de “dilemas de hierro” porque son concebibles
circunstancias concretas en que hay margen de maniobra de la política económica para escapar a la
lógica aparentemente inexorable de este teorema de imposibilidad44, la decisión de imponer controles
43
Cabe aquí aclarar que ciertos flujos de financiamiento, principalmente de naturaleza comercial y los vinculados
a la inversión directa, dirigidos al sector privado se recuperaron mucho antes de la finalización del proceso de
reestructuración y, al mismo tiempo, fue más que evidente que Argentina no interrumpió relaciones con la
comunidad financiera oficial internacional (habida cuenta de los elevados pagos netos efectuados durante el
período a los organismos multilaterales de crédito).
Por cierto que la relevancia empírica y las consecuencias potenciales sobre la dinámica macroeconómica de
estos argumentos teóricos dependen de la magnitud y el grado de movilidad de los flujos de capitales que
eventualmente una economía debe confrontar, así como de la profundidad de sus mercados financieros y de
capitales.
44
(directos, primero, e indirectos -vía encaje- después) a los flujos de capitales de corto plazo buscó
atenuar en la práctica la vigencia del trilema. De esta manera, se buscaba preservar cierta autonomía,
con el objetivo de contar con un ancla monetaria para “fijar” la evolución de las variables nominales de
la economía y, al mismo tiempo, preservar una paridad cambiaria estable que brindase señales de
precios relativos claras para guiar el proceso de asignación de recursos.
Sin embargo, más allá de su grado de sofisticación los controles distan de ser perfectos (vgr. la
capacidad de innovación financiera del mercado es siempre superior a la capacidad regulatoria de los
gobiernos). Además, aún con controles relativamente eficaces, la economía local de todos modos
confrontaba un marcado exceso de oferta en el mercado de cambios por razones “reales” (vgr. términos
del intercambio muy favorables), lo que se traducía en una visible tendencia a la apreciación del peso.
Las presiones a la reducción del tipo de cambio real –cuyo valor era extremadamente elevado como
consecuencia del overshooting verificado a la salida de la Convertibilidad y el bajo pass through de la
devaluación a los precios internos- fueron otra de las manifestaciones palpables del fin de una etapa en
la transición y de la aparición de nuevos, y más complejos, dilemas de política económica. Hacia 2005
esas presiones se hicieron visibles a través del incremento de la tasa de inflación, cuyos niveles
tendieron a ubicarse sistemáticamente en torno de 1% mensual.
A esa altura todavía podía discutirse si los mayores registros inflacionarios reflejaban o no un proceso
transitorio (y esperable) de “saltos discretos” en el nivel de precios o, por el contrario, la posibilidad de
que se estuviese en presencia de una tendencia inflacionaria permanentemente más elevada. En favor
de la primera hipótesis podía aducirse que la economía se encontraba experimentando una fase de
transición y que las mayores tasas de inflación reflejaban, en realidad, el efecto rezagado de ajustes
pendientes de precios relativos, lo que tendía a ocurrir, precisamente, en el momento en que la
reactivación se había generalizado a todos los sectores de la economía, incluyendo las actividades
productoras de servicios. En presencia de importantes inflexibilidades a la baja en numerosos precios
nominales, se argumentaba que la recomposición del precio relativo de los no transables y de los
comprimidos márgenes minoristas debía ocurrir, necesariamente, a través de un aumento del nivel
general de precios.
Esto sucedía, además, cuando los precios de los bienes y servicios transables experimentaban
renovadas presiones al alza como consecuencia del aumento de las cotizaciones internacionales de las
commodities, a lo que se sumaba el efecto de la reapertura de mercados externos en franco crecimiento
en casos sensibles como carnes y lácteos. La suba de estos productos con fuerte incidencia en la canasta
básica alimentaria, en un contexto de tipo de cambio elevado, reactualizaba el tradicional dilema entre
equidad, por un lado y crecimiento/competitividad, por el otro, algo que ciertamente el esquema de
retenciones vigente no terminaba de solucionar en forma adecuada.
Sin embargo, las drásticas decisiones de política adoptadas (prohibición de las exportaciones de carne y
las fuertes restricciones introducidas en el de trigo) revelaron un modo muy rústico de encarar el
problema. En efecto, antes que administrar de modo racional el trade off entre eficiencia y distribución,
las intervenciones directas en esos mercados parecían, más bien, eliminar la ganancia neta que suponía
la vigencia de atractivos precios de exportación de esos productos.
Por otro lado, aunque las tarifas del consumo residencial de servicios públicos continuaron sin ser
actualizadas, sí lo fueron las que se aplicaban a industrias y comercios. De este modo, un elemento que
había operado como ancla de la inflación en las primeras fases de la recuperación presionaba ahora
sobre los costos empresarios y sobre los precios finales, especialmente en aquellos sectores no
transables con márgenes de rentabilidad más reducidos y, consecuentemente, menores posibilidades de
absorción.
Podía pensarse, incluso, que la aparición de mayores presiones inflacionarias era en parte consecuencia
de las opciones de política monetaria elegidas por las propias autoridades, toda vez que la decisión de
evitar que la apreciación real se produjese por la vía de una reducción del tipo de cambio nominal
planteaba necesariamente presiones al alza sobre los precios internos. Pero se trataba únicamente de un
efecto de “nivel”: en esta línea de interpretación, las presiones inflacionarias estarían presentes con
mayor intensidad sólo hasta que el tipo de cambio real convergiese a un entorno cercano a su valor de
equilibrio de largo plazo. En todo caso, se sostenía no había peligro de aceleración inflacionaria
permanente en tanto los tradicionales factores de impulso al alza de precios no estaban presentes en la
configuración macroeconómica: había, de hecho, había un holgado exceso de oferta en el mercado de
cambios y una situación fiscal ampliamente superavitaria45.
Por el contrario, la idea de que sólo se estaba frente a un proceso transitorio de recomposición de
precios relativos y de subas puntuales en productos específicos se veía cuestionada por la aparición de
evidentes restricciones de capacidad en algunos sectores. Por un lado, el gasto agregado continuaba
creciendo a tasas muy elevadas, presumiblemente por encima de cualquier estimación razonable de la
tasa de crecimiento potencial de la economía, lo que conducía a un progresivo agotamiento de la brecha
de output a nivel agregado, algo que tendió a ocurrir en los primeros trimestres de 2005. Por otro lado,
la acelerada reducción de la tasa de desempleo dificultaba que el mercado de trabajo continuase
operando como ancla del nivel de precios y planteaba la posibilidad de que la negociación salarial
comenzase a propagar los impulsos inflacionarios presentes en otros mercados.
Sea como fuere, existía además el riesgo de que el incremento de las tasas de inflación pudiese ser
interpretado por los agentes económicos como un fenómeno persistente y que se generasen efectos de
“segunda vuelta” sobre el resto de los precios. Vale decir, que se activasen mecanismos de
amplificación que le imprimieran cierta inercia al proceso inflacionario y tornaran más costosa en
términos de actividad y empleo su erradicación futura. Por ello resultaba crucial evitar que se
reactivasen conductas de adaptación microeconómica a un entorno de mayor inflación, que habían sido
45
Más aún, en el corto plazo y en niveles en los que no se verificaban todavía efectos del tipo Olivera- Tanzi, los
aumentos de precios parecían tender a estabilizar la situación inmediata de las cuentas públicas por su efecto
positivo en los ingresos. A mediano plazo los impactos de la suba de precios sobre la situación fiscal eran menos
claros: además de impactar en la capitalización de una porción significativa de los pasivos (lo que era un
problema si no podía garantizarse que la recaudación real se mantuviese a cualquier nivel de la tasa de inflación),
la política de subsidios dirigida a evitar la suba de determinados precios podría tener crecientes costos fiscales.
típicas en un pasado no tan lejano (vgr. aparición de prácticas de indexación formal o informal) e
impedir que las expectativas inflacionarias de los agentes incorporaran de manera sistemática la noción
de tasas ubicadas en un escalón más elevado.
Todo lo cual exigía respuestas consistentes de parte de la política económica. Resultaba crucial que las
autoridades intentasen aprovechar los mayores márgenes de maniobra disponibles y que la política
económica desplegase un conjunto de acciones orientadas a conciliar los diferentes objetivos de política.
En un contexto de transición la política de ingresos tenía potencialmente un rol que desempeñar
concertando acciones y alcanzando consensos en mercados críticos a fin de bloquear la aparición de
aquellos mecanismos de amplificación. Pero su papel sólo podía ser, en el mejor de los casos,
subsidiario de la adopción de una estrategia de administración macroeconómica coherente.
En un marco de reducida intermediación financiera doméstica, la política monetaria seguramente no
contaba con la potencia y las herramientas suficientes como para hacerse cargo por sí sola del
problema. Por otro lado, en un contexto de marcado exceso de oferta de fondos externos, una política
monetaria más restrictiva podría, incluso, dar lugar a efectos contraproducentes sobre el tipo de cambio
real al inducir mayores influjos de capital externo. Pero con más razón en ese caso, si la preocupación
de las autoridades era evitar una erosión acelerada de la competitividad doméstica, la consistencia
macroeconómica requería entonces la vigencia de una política fiscal mucho menos pro-cíclica que la
que estaba comenzando a vislumbrarse.
La política monetaria es una herramienta nominal y como tal, más allá de contribuir eventualmente a
suavizar los ajustes de corto plazo introduciendo algo de “arena en las ruedas” en los procesos de
convergencia al equilibrio, no puede afectar en forma permanente los precios relativos de una
economía. De otro modo, se corría el riesgo de “sobredeterminar el modelo”. Vale decir, imponer a
algunas de las herramientas de administración macroeconómica, la monetaria en este caso, más tareas
de las que ésta podía razonablemente cumplir (vgr. controlar la evolución de los agregados monetarios
o las expectativas de inflación y, al mismo tiempo, del tipo de cambio nominal). El intento de mantener
a “cualquier costo” el set de precios relativos vigentes, “reprimiendo” su corrección pero sin el
acompañamiento de las políticas apropiadas (por ejemplo, una instancia fiscal contra-cíclica) podría
generar desequilibrios crecientes en diferentes mercados y afectar no sólo la dinámica macroeconómica
de corto plazo (vgr. a través, por ejemplo, de una aceleración persistente de la tasa de inflación) sino, a
través de diferentes canales, la consistencia global del esquema de política (impactando, en particular,
sobre la tasa de crecimiento sostenible de mediano y largo plazo).
Esa, al fin de cuentas, fue la historia del desempeño macroeconómico de los últimos años: la de una
creciente inconsistencia de las políticas adoptadas y, en consecuencia, la de una pérdida de rumbo y
una sistemática desarticulación del régimen macroeconómico que, trabajosamente, había comenzado a
constituirse en la post crisis del esquema de Convertibilidad. Del lado fiscal, la persistente declinación
del superávit primario en años de fuerte auge de la actividad adicionó un marcado impulso expansivo
a la dinámica de corto plazo de la economía. Por su parte, la política monetaria fue extremadamente
pasiva y, en definitiva, incapaz de impedir un alza sistemática de la tasa de inflación y, por tanto, el
atraso del tipo de cambio real.
Descartada la opción de enfrentar el problema con una política macroeconómica coherente, y luego de
fracasado el intento inicial de reprimir las alzas de precios a través de una rústica y perimida política de
controles sectoriales, las autoridades se propusieron hacerlo a través de la manipulación deliberada de
los índices de precios. Como era previsible, en un contexto de muy baja credibilidad de la política
económica, la ausencia de estadísticas confiables se transformó en un factor autónomo del alza de
precios, vía el componente de expectativas y las conductas de cobertura desplegadas por los agentes.
Más allá de lo bizarro de esas prácticas y de sus inevitables derivaciones éticas, legales y políticas, el
engaño fracasó a poco de andar: la inflación se aceleró en forma muy marcada hasta alcanzar registros
del orden del 30% anual a inicios de 2008.
Por otro lado, como una mancha de aceite que se expande inexorable, la manipulación de las cifras
sobre evolución de precios comenzó a derramar hacia el resto del sistema estadístico, afectando al
conjunto de indicadores económicos y sociales –una guía insustituible para determinar la posición
cíclica de la economía y para fundar el proceso de toma de decisiones de política. Al transformar en “no
observables” variables críticas para el manejo macroeconómico, la manipulación de las estadísticas
terminó así complicando enormemente la tarea de una gestión de política que perdía calidad técnica y
credibilidad a pasos acelerados. Al mismo tiempo, esas prácticas marcaron el comienzo de un proceso
sistemático de caída en la cotización de los papeles de la deuda soberana y de incipiente salida de
capitales privados, que se vio fuertemente acentuado con el inicio de las turbulencias en los mercados
financieros internacionales a mediados de 2007 y con el conflicto desatado con el sector agropecuario
por el intento gubernamental de llevar las retenciones al sector a niveles confiscatorios ante el renovado
alza de los precios de las commodities en los mercados mundiales.
III.3 El conflicto con el agro: un botón de muestra de “miopía” e inconsistencia en el proceso de toma
de decisiones
Vale la pena detenerse un momento en el análisis de este conflicto porque, más allá de sus graves
consecuencias inmediatas sobre la dinámica macroeconómica, varias de sus aristas ilustran con
claridad algunos de los puntos que hemos venido resaltando sobre las deficiencias que
tradicionalmente han afectado a la gestión de la política económica en nuestro país. En efecto, el
conflicto desatado con el sector agropecuario a inicios de 2008 es una manifestación más de los típicos
problemas que, a lo largo de la historia contemporánea, ha enfrentado la gestión macroeconómica para
administrar las bonanzas y para manejar la tensión entre los requerimientos del crecimiento y las
exigencias distributivas, dificultades que han vuelto a reflejarse de manera muy nítida en esta última
etapa.
Ya se mencionó que, desde mediados de 2005, pese a la existencia de un holgado superávit inicial, la
política fiscal venía exhibiendo un sesgo muy pro-cíclico, inconsistente con las necesidades de una
administración macroeconómica coherente. Aunque con algunos componentes redistributivos positivos
(vgr. aumento de jubilaciones mínimas, recuperación del gasto de inversión pública desde niveles muy
deprimidos) la expansión del gasto público estaba en buena medida explicada por una maraña de
subsidios cruzados de dudosa progresividad y procedía aun ritmo muy superior al de los ingresos. Si
bien era razonable esperar que el notable incremento de estos últimos –que, a nivel consolidado,
pasaron de 19,3% del PIB a más de 30 puntos en el período 2002-2008- tuviera un componente
transitorio no despreciable, el gasto primario del sector público consolidado parecía mostrar una
riesgosa tendencia del gobierno considerar los niveles récord de presión tributaria alcanzados como de
naturaleza permanente –creciendo, en el mismo período, prácticamente lo mismo que los ingresos. Así,
en lugar de promover el ahorro de parte de esos ingresos eventualmente extraordinarios a través de su
acumulación en un fondo de naturaleza contracíclica –que, de paso, ayudase a contrarrestar las
tendencias visibles a la apreciación de la moneda- la política económica tendía a estimular el
despilfarro, dilapidando recursos escasos mediante el subsidio al consumo de los sectores más
acomodados de la población46.
En tales condiciones se tornaba evidente que la dinámica podía volverse no sostenible y que resultaba
imperioso moderar el ritmo de incremento del gasto –lo que podía efectuarse sin deterioro de la
distribución del ingreso revirtiendo algunas de las políticas de subsidios. Sin embargo, la renovada alza
de los principales productos de exportación ofreció a las autoridades una excepcional ocasión para
seguir “fugando hacia delante”.
Nótese la trama de “economía política” detrás de este episodio de puja distributiva y el sesgo a
considerar horizontes estrechos e inmediatos de decisión por parte de la política económica. Con el
atendible argumento de enfrentar la cuestión distributiva provocada por un nuevo alza del precio de
los alimentos, la decisión de imponer retenciones de alrededor del 50% (con tasas marginales del orden
del 95% para ulteriores aumentos) a la soja y otros alimentos que habían experimentado fuertes alzas
de precios apuntaba precisamente en esa dirección: captar a través de mayores impuestos esa “renta
extraordinaria” para continuar expandiendo el gasto sin que ello provocase un deterioro adicional de
las cuentas públicas. Pero, todo esto, a costa de penalizar excesivamente a un sector generador de los
beneficios netos para la economia, restándole incentivos para continuar ampliando la producción y
tomar ventaja de las favorables señales provenientes del contexto internacional.
Es cierto que gravar y redistribuir las rentas extraordinarias generadas por la explotación de recursos
naturales (esto es, el plus de las utilidades que se deriva de ciertas características excepcionales de estos
El caso emblemático es el de la energía y el transporte, donde la política regulatoria del gobierno buscó aislar,
de manera indiscriminada, a la economía local del encarecimiento mundial de los combustibles fósiles. Como es
sabido, al desincentivar la oferta, esa política tendía a hipotecar la situación futura. Pero, al mismo tiempo, la
ausencia de toda focalización de los subsidios al consumo, era fuertemente inequitativa, provocando que el
Estado operase, en la práctica, al modo de un verdadero Hood Robin. El monto de estos subsidios creció en
forma acelerada hasta alcanzar …% del PIB hacia fines de 2009.
46
recursos, como por ejemplo, la singular fertilidad de las tierras pamperas, independientemente del
esfuerzo empresarial) es un criterio que no suscita mayores controversias desde el punto de vista de la
teoría económica. También era completamente atendible el objetivo de neutralizar el impacto de las
alzas de los alimentos sobre el nivel de vida de los sectores sociales más humildes.
Pero, como lo demuestran los reiterados fracasos del pasado en el tratamiento de esta cuestión, ello no
debía realizarse dañando seriamente los incentivos a la expansión de la producción agrícola-ganadera.
Bien aprovechada, la bonanza de los precios internacionales de los alimentos debería representar una
bienvenida ganancia neta para la sociedad en su conjunto. Según los estudios de la mayoría de los
organismos internacionales, después de una larga etapa caracterizada por un precio relativo declinante
de los alimentos, nuestro país era, de hecho, uno de los contados ganadores netos del proceso global de
aumento en la demanda relativa de proteínas causada por la salida de la pobreza de una vasta masa de
la población mundial.
Existen diversos mecanismos que permitirían compatibilizar los objetivos de competitividad y equidad
sin desaprovechar la nueva oportunidad brindada los mercados mundiales. Pero lo que llama la
atención fue el modo particularmente tosco de encarar la cuestión por parte de las autoridades de
turno, dado que ninguno de esos mecanismos supone – ni sería sensato hacerlo- la anulación de esa
ganancia neta.
Más allá de una situación de emergencia, como lo fue el período de salida de la Convertibilidad, las
retenciones –y mucho menos su aumento hasta niveles confiscatorios, como los que se intentó imponerno eran, por múltiples razones, el modo adecuado de lidiar con el problema. Por el lado de los
productores, este tributo (similar a un impuesto a los ingresos brutos aplicado a las ventas externas)
premia la ociosidad y desalienta la utilización productiva de la tierra, se desentiende del impacto
negativo que pueden tener los aumentos de costos sobre la rentabilidad y afecta regresivamente a los
productores más pequeños, especialmente a los que trabajan las tierras menos fértiles y más distantes.
Por el lado de la demanda, la cuña impuesta por las retenciones entre precios externos e internos
favorece indiscriminadamente a todos los consumidores, pobres o ricos.
Su reemplazo gradual por el impuesto a las ganancias, un fondo estabilizador, subsidios directos a las
familias de menores ingresos y la reducción del IVA a los alimentos para las compras hasta
determinado monto, financiados por impuestos a la tierra, eran indudablemente mecanismos muy
superiores para redistribuir rentas extraordinarias y garantizar la alimentación de la población más
vulnerable. Es verdad que la administración tributaria del cobro de retenciones era muy simple y muy
difícil de evadir. Pero, superada la emergencia económica, no había excusas para avanzar
gradualmente hacia un mecanismo, a un mismo tiempo, más eficiente y equitativo.
¿Por qué un gobierno, cuya orientación se reclamaba “progresista” y que, al mismo tiempo, contaba
con una situación de relativa holgura política y económica, prefería insistir con un esquema de política
fiscal que, además de inequitativo, era inconsistente e incompatible con las necesidades de largo plazo
de la economía y de la propia administración? Desde nuestro punto de vista, las cuestiones de
“economía política” importan (y mucho) para explicar por qué un cambio en el enfoque de política
como el postulado se veía bloqueado.
Es cierto que existe una amplia literatura que intenta explicar las raíces del “cortoplacismo” y la
dificultad de los liderazgos políticos para incorporar “intertemporalidad” en el proceso de toma de
decisiones. Nuestro breve repaso histórico permitió, de hecho, identificar adicionalmente algunas
razones idiosincrásicas, propias del caso local, que explican la perentoriedad de la demandas de
equidad y de políticas “reparadoras” por parte de la sociedad. La referencia a ciertos mitos
fundacionales es particularmente relevante en el caso local frente a la percepción de continuada
declinación (vgr. “todo tiempo pasado fue mejor”). Por otro lado, el fracaso de las sucesivas políticas de
reforma ha complicado la distribución en el tiempo de costos y beneficios, lo que brinda una cuota de
racionalidad individual, aunque no agregada, al rechazo bastante generalizado a las propuestas que
parecen prometer “sacrificios hoy a cambio de beneficios difusos mañana”.
Sin embargo, estos argumentos pueden explicar, en todo caso, instancias tradicionales de política
económica en las que, situadas frente a una situación dilemática, las autoridades intentan dar respuesta
inmediata a demandas redistributivas con efectos positivos temporarios, aunque con costos que
eventualmente limitan o conspiran contra la expansión económica a largo plazo. Pero es difícil que tales
explicaciones puedan dar cuenta de la suerte de “populismo de clase media” que nos ocupa. Es difícil
argumentar que, en el caso local, la tensión entre eficiencia y equidad constriñera de modo nítido las
opciones de política de las autoridades porque ya hemos visto que estaban disponibles alternativas
mucho más “progresistas” y, al mismo tiempo, macroeconómicamente consistentes que las finalmente
adoptadas por las autoridades.
En otros trabajos hemos intentado dar cuenta de este sesgo a considerar horizontes estrechos e
inmediatos de decisión, aún en contextos macroeconómicos y situaciones políticas llamativamente
favorables para los estándares de nuestro país (véase Katz (2006)). Allí argumentamos, por ejemplo,
que la crisis de legitimidad y la debacle del sistema de representación democrática planteado por el
colapso institucional y político de 2001/2002 han tenido una influencia gravitante en el perfil y
naturaleza de las decisiones de política económica adoptadas en esta etapa. En particular, se destaca allí
que junto con la erosión del papel mediador del sistema de partidos políticos y las tendencias asociadas
al debilitamiento de los atributos republicanos de la democracia, una de las consecuencias de aquella
crisis habría sido la aparición de fenómenos de fuerte fragilidad y de legitimidad efímera de los
liderazgos políticos.
Estos desarrollos podrían explicar la acentuación del tradicional sesgo cortoplacista en los horizontes
de toma de decisiones y el incremento de la “aversión al riesgo” en los comportamientos de las
autoridades locales, al punto de condicionar la implementación de políticas aún en contextos de
favorables perspectivas de la economía y relativas holguras en el plano político. Más aún, estos
potenciales problemas de fragilidad y de legitimidad podrían provocar que liderazgos políticos con
rasgos en apariencia hegemónicos sean altamente influenciables por la “opinión pública” y conducidos
a adoptar decisiones que estarían en las antípodas de sus supuestos postulados ideológicos. En la línea
de Heymann y Ramos (2005), ello daría lugar a una “sobrerrepresentación” de los conflictos
distributivos internos a las “elites”, los que ocuparían un lugar prominente en la discusión pública
debido a que los agentes involucrados tendrían una “capacidad comparativamente grande para
intervenir en los debates sobre el estado de la economía y las opciones de política”. Podría postularse
así que, condicionadas por los problemas que plantea la crisis de legitimidad, las autoridades tienden a
hacerse eco de las opiniones de un sector minoritario pero “sobrerepresentado” en el debate público,
aún a costa de contradecir su supuesta función de preferencias y la consecución de objetivos declarados
como prioritarios en su agenda de política económica (vgr. equidad y utilización contracíclica de la
política fiscal para brindar sostenibilidad genuina al régimen macroeconómico vigente). En cualquier
caso, ese “temor al cacerolazo” no impidió que la clase media urbana apoyara masivamente el rechazo
del sector agropecuario a la suba confiscatoria de las retenciones, que fue finalmente rechazada por el
Parlamento.
III. 4. La desarticulación final del régimen macroeconómico de la post Convertibilidad y el ingreso a
una nueva etapa del funcionamiento agregado
La grave crisis política y de legitimidad generada por el fracaso del gobierno en dicho intento acentuó
fuertemente el proceso en curso de salida de capitales y marcó el fin del prolongado ciclo expansivo
que la economía había experimentado desde 2002. Lógicamente, el freno al crecimiento y el castigo a
los activos financieros domésticos se vieron fuertemente agravados por el colapso financiero global y
las presiones deflacionarias mundiales que siguieron a la quiebra de Lehman Brothers. Todo ello
determinó el virtual racionamiento del sector público argentino de los mercados voluntarios de crédito.
Pero, en lugar de atenuarlas, las respuestas encaradas frente a las crecientes dificultades de caja
tendieron a agravar el cuadro interno de contracción productiva y tensión financiera.
En particular, en un contexto de elevada volatilidad, la decisión de estatizar el sistema previsional en
octubre de 2008 se transformó en un factor autónomo generador de nueva incertidumbre e
inestabilidad financiera, complicando en lo inmediato aún más el acceso al financiamiento voluntario.
Esta decisión implicó un cambio cualitativo en la conducta fiscal de la administración porque ponía de
manifiesto un estricto orden de preferencias y una peculiar forma de atender los compromisos: la
política de gasto público no se racionalizaba pero, al mismo tiempo, las obligaciones financieras no se
incumplían, aunque para ello hubiese que desconocer otros derechos de propiedad y alterar las
instituciones existentes. Ciertamente, el enfoque consagrado continuaba con la lógica de la tradicional
“fuga hacia delante”, poco afecta a las consideraciones de naturaleza intertemporal: la decisión de
expropiar los ahorros jubilatorios, proporcionó un stock (las tenencias en cartera de las exAFJP) y un
flujo permanente (los aportes mensuales de los afiliados al sistema) a cambio de dañar seriamente los
incentivos, destruir un ya de por sí famélico mercado de capitales y de comprometer la solvencia
intertemporal del sistema provisional.
El marcado deterioro del régimen de política impidió que, a diferencia de lo ocurrido en la mayor parte
de los países de la región, las autoridades pudiesen responder en forma contracíclica a la sucesión de
shocks adversos provenientes del entorno internacional como consecuencia de la crisis financiera global.
En efecto, uno de los hechos más notables de la experiencia de Latinoamérica del bienio 2008/2009 es
que, a diferencia de lo que era típico, la mayoría de las economías arribaron al episodio disruptivo en
condiciones mucho mejores que en ocasiones pasadas, exhibiendo elevadas tasas de crecimiento
reciente, una mejoría generalizada en la situación de las finanzas públicas, una posición externa
relativamente sólida y niveles moderados de las tasa de inflación internas, pese al alza operada en los
precios internacionales de las materias primas. Pero, fundamentalmente, el hecho distintivo es que,
merced a políticas macroeconómicas más robustas y prudentes que parecieron tomar nota de los
reiterados fracasos del pasado, las autoridades económicas de esos países contaron ahora con márgenes
de maniobra de política bastante más holgados para hacer frente a las perturbaciones exógenas, algo
virtualmente inédito para los estándares de la región. Así, merced a una elevada reputación en materia
de estabilidad de precios, los Bancos Centrales de varias economías latinoamericanas pudieron encarar
políticas expansivas bastante agresivas y sus autoridades económicas contaron en general con
suficiente espacio presupuestario como para llevar adelante respuestas fiscales consistentes.
Como consecuencia de una gestión macroeconómica muy pro-cíclica y cuya credibilidad se había visto
seriamente dañada, nada de ello fue posible en el caso local. Sin haber constituido ahorros precautorios
en la fase expansiva del ciclo, y con un nivel de gasto que continuaba creciendo por encima de toda
pauta razonable, las finanzas públicas exhibían un franco deterioro y los mercados financieros -antes
que ofrecer fondos para compensar las dificultades- exigían austeridad en medio de las presiones
recesivas. Por su parte, en un contexto de expectativas inflacionarias en alza y muy baja demanda de
saldos reales por parte del público, las autoridades monetarias debieron concentrarse en asegurar la
estabilidad financiera interna y no tuvieron espacio para un mayor relajamiento de las condiciones
monetarias y crediticias.
Pero al menos se contaba con un stock de reservas internacionales, acumulado previamente en los años
de bonanza, lo que permitió suavizar las tensiones en el mercado financiero doméstico. En este sentido,
un hecho bastante notable –y que no registra antecedentes en las últimas décadas- es que la economía
local pudo procesar sin repercusiones financieras dramáticas (vgr. sin fugas masivas de depósitos) el
shock externo adverso y una fuga de capitales privados equivalente a alrededor de 7% del PIB que se
verificó durante un año y medio. Es cierto que la economía experimentó una abrupta desaceleración y
una recesión bastante intensa pero, en el pasado, procesos de desnacionalización del ahorro privado de
similar magnitud llevaron a situaciones de fuerte stress y culminaron, incluso, con la quiebra de
numerosas entidades bancarias (por ejemplo, durante el denominado efecto tequila o la crisis del
esquema de Convertibilidad).
En parte, la explicación puede atribuirse a que, a diferencia de experiencias pasadas, en esta etapa la
economía exhibía un muy bajo nivel de intermediación financiera y a que los niveles de
apalancamiento de firmas y familias eran bastante acotados. Pero es indudable que, además de los
reducidos niveles de fragilidad financiera doméstica, la economía exhibía una posición externa robusta,
caracterizada no sólo por el stock de reservas acumulado previamente sino, especialmente, por las
perspectivas de un superávit de cuenta corriente continuado. De hecho, la economía pudo hacer frente
a la desnacionalización de una porción importante del ahorro privado con los excedentes del período y
sin afectar mayormente los stocks de reservas acumulados previamente.
La posesión de ese importante acervo por parte del Banco Central fue, sin embargo, demasiada
tentación para las autoridades fiscales, quienes propusieron constituir un Fondo de Garantía destinado
a asegurar el pago de la deuda externa (luego modificado por el uso liso y llano de las reservas
internacionales para la atención de los compromisos externos). La decisión –que, en esencia, suponía
otro mecanismo no “voluntario” para relajar la restricción presupuestaria de la Tesorería y de ese modo
liberar fondos para continuar una política fiscal no sostenible- suscitó un nuevo y gravísimo conflicto
político-institucional. El episodio parecía, por un lado, terminar de consagrar la creciente ausencia de
rumbo de la política macroeconómica de los últimos años. En el camino, la política económica se había
ido caracterizado por la destrucción de las pocas instituciones y “reglas del juego” sobrevivientes de
numerosas crisis y las que trabajosamente habían comenzado a reconstruirse, bajo formas novedosas,
en la etapa de transición que siguió al colapso del esquema de Convertibilidad. Si se repasa lo ocurrido
en esos pocos años se constatará que en un lapso muy corto de tiempo se abandonó el compromiso con
la disciplina fiscal, se destruyó el sistema estadístico nacional, se eliminó toda unidad cuenta para los
contratos de largo plazo y la política de precios e ingresos se transformó en una maraña de oscuros
subsidios discrecionales.
Pero, al poner en entredicho el estatus institucional de la política monetaria, el conflicto parecía, al
mismo tiempo, señalar en la dirección de un cambio más profundo en la configuración
macroeconómica. La decisión de considerar como “propias” las reservas en poder del Banco Central
amenazaba borrar la distinción entre las hojas de balance de la autoridad monetaria y la tesorería, una
sensata institución que perseguía garantizar la estricta separación entre la política monetaria y fiscal.
En la práctica, el uso de las reservas internacionales para hacer frente a compromisos financieros que
no podían afrontarse a costo razonable en los mercados voluntarios de crédito y sin ninguna
perspectiva realista de una corrección futura de las políticas fiscales era equivalente a rehabilitar a la
emisión de moneda como mecanismo regular de financiamiento de los desequilibrios presupuestarios.
Así, la decisión de apelar en forma sistemática al “impuesto inflacionario” suponía, potencialmente, el
abandono de la política monetaria como el último ancla nominal remanente proveniente del accionar
de la política económica. Si desde inicios de 2007 podía hablarse de un “no régimen macroeconómico”,
ahora cabía formular la conjetura del ingreso a un nuevo régimen de funcionamiento agregado,
caracterizado por las perspectivas de la dominancia fiscal sobre las decisiones de política monetaria.
Sin embargo, la posesión de un importante stock de reservas internacionales y un excedente de cuenta
corriente con visos de permanencia eran las últimas anclas nominales presentes en el sistema y las que,
en definitiva, impedían todavía que los crecientes desbalances agregados diesen lugar a las dinámicas
caóticas características del pasado. En efecto, parecía difícil anticipar que, aún ausente ya todo vestigio
de un régimen de política mínimamente coherente, la economía local pudiese encaminarse a un
episodio crítico con ratios de endeudamiento y de sostenibilidad externa relativamente robustos como
los que exhibía.
A diferencia de tantas ocasiones críticas previas, las dificultades que mostraba la economía local tenían
mucho menos que ver ahora con un problema de viabilidad externa y mucho más, en todo caso, con
uno de naturaleza “distributiva” interna. No era que la economía como un todo no generase, a partir
del comercio, las divisas necesarias para hacer frente al servicio de su endeudamiento sino que el fisco –
en cabeza de quien se concentraba la mayor parte de los pasivos- no contaba con los excedentes
presupuestarios para hacerse de manera genuina de esos recursos externos.
A fines de la primera década del nuevo siglo, la economía argentina enfrentaba, pues, un problema de
naturaleza bien diferente a los que la habían caracterizado durante buena parte de su historia
contemporánea. No había ahora un problema de incapacidad para hacer frente a la transferencia neta
de recursos al exterior: al tiempo que el país, ayudado por muy favorables términos de intercambio,
estaba generando un excedente de comercio sistemático, la carga de la deuda externa se había reducido
enormemente. Ausente los desequilibrios estructurales del sector externo, otros problemas de
financiamiento comenzaban, no obstante, a ser llamativamente similares a los del pasado (vgr. el
financiamiento del fisco por parte de un sector privado esencialmente superavitario). Puesto en otros
términos, no había ahora un problema de transferencia externa sino una clásica dificultad para efectuar,
a través de mecanismos voluntarios, la transferencia interna de recursos entre sectores agregados.
Habría que remontarse a la década del sesenta del siglo pasado para encontrar una situación similar.
En efecto, las grandes disrupciones macroeconómicas de las últimas tres décadas habían estado
precedidas por configuraciones bien diferentes a la actual. En la década del ochenta, el estallido
hiperinflacionario fue la consecuencia de la acumulación masiva de desbalances resultantes en última
instancia del problema de la doble “transferencia”47: la conjunción de desequilibrios estructurales en el
sector externo y en el financiamiento fiscal causados por una carga de la deuda inabordable. En la
década siguiente esos problemas estuvieron lejos de desaparecer; pero tendieron a verse camuflados
con el acceso al financiamiento voluntario en los mercados de crédito internacionales. La economía
seguía exhibiendo una carga de la deuda no sostenible y generaba al mismo tiempo déficits
sistemáticos en las finanzas públicas y en la cuenta corriente de la balanza de pagos. Pero el ingreso
neto de capitales significaba una transferencia positiva de recursos del exterior a la economía doméstica
que ayudaba a postergar el reconocimiento de los problemas de solvencia. Como se sabe, dicho
reconocimiento ocurrió bajo la forma de unas dramáticas crisis “trillizas” (fiscal, bancaria y de balanza
de pagos) que condujeron al colapso del régimen de políticas vigente en ese período.
El cuadro cambió por completo, como se ha visto, con el inicio de la presente década: con el default de la
deuda pública y su posterior reestructuración la carga del endeudamiento tendió a reducirse
sustancialmente; las benignas condiciones internacionales terminaron de eliminar el problema de la
transferencia externa como acuciante asunto macroeconómico. Saneadas las finanzas públicas como
consecuencia de la reestructuración de los pasivos y de la propia crisis que licuó el peso del gasto
gubernamental, y atados los ingresos fiscales a la suerte de un comercio exterior en franca expansión, el
47
OJO!!!! COMPLETAR Citar a los cuatro grandes del buen humor)
tema de la transferencia doméstica como factor generador de desequilibrios también había
desaparecido como cuestión macroeconómica relevante.
Gráfico 7
Transferencia externa (% del PIB)
10.0%
(03-09) = -4.7%
(81-91) = -4.04%
5.0%
0.0%
-5.0%
(92-00) = 2.34%
-10.0%
-15.0%
Activos de reservas
-20.0%
Saldo de bienes y servicios + otros
2008
2006
2004
2002
2000
1998
1996
1994
1992
1990
1988
1986
1984
1982
1980
-25.0%
Las propicias condiciones iniciales y los ampliamente favorables rasgos del entorno externo resultaron,
no obstante, insuficientes para compensar las notorias deficiencias y la creciente ausencia de rumbo que
fueron caracterizando a la gestión macroeconómica. Un quinquenio después, el problema con el que
volvía a toparse la economía local era el del creciente desfinanciamiento del fisco, como consecuencia
del marcado sesgo pro-cíclico de las políticas implementadas en la administración de la bonanza.
Entretanto, el sector privado continuaba generando niveles de ahorro muy elevados, una parte
significativa de los cuales era canalizada de hecho a la acumulación de activos externos. Así, la
restricción externa había dejado de ser “operativa” (no se enfrentaba, como era típico en el pasado, una
insuficiencia de divisas para financiar los proyectos de inversión). De hecho, podía decirse que fruto de
la aguda incertidumbre existente sobre las reglas del juego y las decisiones de política, el país
enfrentaba en realidad una insuficiencia de inversión (dado los elevados niveles de ahorro nacional).
Gráfico 8
Superávits sectoriales
(% del PIB)
15%
10%
5%
0%
-5%
-10%
Result. Fin. SPA
Sup. R.M.
2005
2006
2007
2008
2009
2002
2003
2004
1995
1996
1997
1998
1999
2000
2001
1988
1989
1990
1991
1992
1993
1994
1985
1986
1987
1980
1981
1982
1983
1984
-15%
Sup. S. Privado
Pero, en tanto la economía seguía mostrando una posición externa relativamente robusta, ¿eran estos
problemas de una entidad tal como para anticipar la ocurrencia de nuevos episodios disruptivos en el
comportamiento macroeconómico? De hecho, comparado con los estándares del pasado, el tamaño de
las dificultades lucía, a priori, de factible resolución. La carga de la deuda se había reducido en forma
dramática y el peso de los pasivos fuera del sector público no superaba el 35% del PIB. Por otro lado,
pese a la tendencia, el déficit fiscal primario no era de una magnitud dramáticamente exagerada. Sin
embargo, dado que, como consecuencia de su nula credibilidad, el gobierno estaba racionado de los
mercados de crédito voluntario, la administración parecía incapaz de hacer frente a necesidades de
financiamiento que, en condiciones de normalidad, deberían ser completamente manejables. Puesto de
otro modo, se estaba en presencia de importantes fallas de coordinación, dado que el sector privado
local generaba recursos excedentes que no gastaba internamente pero que tampoco volcaba en forma
voluntaria para financiar al sector público. Ello implicaba que el gobierno tenía que hacer frente con
recursos “propios” a la totalidad de la carga de amortizaciones e intereses de la deuda, lo que podía
generar serias disrupciones macroeconómicas, aún cuando dicho servicio se hubiese reducido
enormemente.
En particular, siendo limitados los acervos financieros alternativos disponibles, el recurso “forzado” al
señoreaje reaparecía entonces como una fuente de financiamiento sistemática del presupuesto público.
Y ello planteaba riesgos no despreciables en el plano de la evolución nominal de la economía, no
pudiendo descartarse que, como resultado de los incentivos planteados por la propia política
económica y la dinámica previa, la economía local se coordinara en un “equilibrio inflacionario”, con
tendencia a la aceleración48. De hecho, en un contexto de gran incertidumbre y de renovada puja
distributiva, la ausencia de indicadores de precios confiables impuso un sesgo al alza de la inflación
como consecuencia de las propias de decisiones de cobertura de los agentes. Además, ese componente
inercial hizo que, en el punto bajo del ciclo, la economía mantuviese niveles de inflación muy elevados,
del orden del 15%. Por otro lado, las perspectivas de recuperación del gasto agregado y,
fundamentalmente, el renovado recurso al financiamiento monetario del desequilibrio fiscal,
auguraban una tendencia sistemática al alza de la tasa de inflación. Más aún, en un entorno
caracterizado por la negativa de las autoridades a reconocer siquiera la existencia del problema, lo que
suponía la ausencia de toda ancla nominal sobre las expectativas del público. En los primeros meses de
2010 se produjo efectivamente una fuerte aceleración de los registros inflacionarios, lo que concentró la
atención en la evolución de las tasas mensuales y su proyección anualizada (nuevamente en el entorno
de 30%), como reflejo de un significativo acortamiento de los horizontes temporales de decisión.
La insólita reaparición de problemas típicos de la alta inflación en un contexto externo tan favorable
para la economía argentina era así la penosa herencia de una deficiente gestión de políticas y, sin
dudas, el principal de los problemas macroeconómicos a encarar si se pretende recuperar el rumbo
Cabe señalar que, estrictamente, la noción de “equilibrio inflacionario” cuando el ritmo de alza de precios
supera los dos dígitos es en cierto sentido un oxímoron. Más allá de la posibilidad teórica de una inflación
planamente anticipada con nulos efectos reales, la evidencia empírica indica que los episodios de “alta inflación”
son en general el reflejo de una severa falla de coordinación en la que tienden a observarse importantes “no
neutralidades”. En tales circunstancias, los precios relativos exhiben una elevada variabilidad y se producen de
continuo transferencias no anticipadas de riqueza con significativas consecuencias agregadas. Si bien las
economías expuestas a un proceso prolongado de tasas altas de inflación tienden a “adaptarse” al fenómeno, los
“regímenes” institucionales resultantes son inherentemente inestables y en tales entornos la inflación exhibe una
ostensible propensión a la aceleración, algo que en nuestro país hemos constatado con creces en el pasado (véase
Frenkel (1989) y Heymann y Leijonhufvud (1995)).
48
perdido. El episodio muestra claramente que la evolución macroeconómica es siempre el resultado de
la interacción entre factores objetivos y decisiones de política (los factores subjetivos) y que ningún set
de fundamentos puede considerarse inmune si las señales emitidas por los hacedores de política no
reúnen un grado mínimo de coherencia como para coordinar las expectativas del público. Al mismo
tiempo, el episodio es también un recordatorio de algunas de las lecciones aprendidas en nuestro
repaso de la evolución económica local: no siempre fueron condiciones adversas del contexto la razón
de nuestras desventuras macroeconómicas; en numerosas instancias también pudo atribuírselas a las
deficiencias de una gestión macroeconómica incapaz de articular políticas intertemporalmente
sostenibles.
IV. Una hoja de ruta para recuperar el rumbo macroeconómico y promover el crecimiento de largo
plazo
Una inflación elevada y acelerándose era la manifestación prominente de las inconsistencias que
caracterizaban al funcionamiento macroeconómico a fines de la primera década del nuevo siglo. Como
se dijo, esas inconsistencias reflejaban principalmente la inadecuada gestión de diversos conflictos
distributivos internos49 y la existencia de demandas contradictorias que, en última instancia,
comenzaban a presionar de manera insistente sobre el presupuesto público.
En un primer momento, más allá de subas puntuales y de ajustes pendientes de precios relativos, las
presiones inflacionarias fueron el reflejo del sesgo marcadamente procíclico de la política
macroeconómica y, en particular, de su brazo fiscal. En efecto, las políticas vigentes buscaban el
sostenimiento de un tipo de cambio real devaluado, pero el relajamiento de la postura fiscal era
incompatible con ese propósito, sobredeterminando en consecuencia la tarea de la política monetaria.
De hecho, la inflación acumulada tendió a revertir el overshooting cambiario inicial y el esquema de tipo
de cambio real competitivo con superávit “gemelos” que había caracterizado a los primeros años
postconvertibilidad era ya sólo un recuerdo.
Pero ahora, en un contexto de mayor deterioro del cuadro económico y político, la naturaleza del
proceso inflacionario en curso comenzaba a adquirir rasgos novedosos y una cierta autonomía. Por un
lado, en ausencia de información oficial confiable y sin un rumbo discernible que pudiese ayudar a
orientar las expectativas del público, el comportamiento de la tasa de inflación empezaba
peligrosamente a exhibir claros componentes inerciales. Por otro lado, comenzaba a reflejar problemas
bastante más profundos en el financiamiento del fisco y la incipiente decisión de las autoridades de
atender esas necesidades mediante el recurso al señoreaje.
49
Entre un sector público deficitario y un privado superavitario, entre la Nación y las provincias, entre los
productores agropecuarios y la voracidad fiscal del gobierno, entre trabajadores formales y empresarios, entre
consumidores urbanos acomodados de servicios públicos injustificadamente subsidiados y los pobres de los
grandes cordones suburbanos, etc.
Pese a la proyección de las tendencias en curso y al hecho de que la presión tributaria récord alcanzara
niveles que parecían difícilmente sostenibles, la dimensión del desequilibrio fiscal todavía lucía
manejable. Sin embargo, lo que más hacía temer por la futura trayectoria fiscal era la extrema
discrecionalidad empleada en la distribución de los recursos disponibles. Una vez más, en parte como
consecuencia del modus operandi de las autoridades, en parte como resultado de la propia suba de la
inflación y la inexistencia de estadísticas económicas confiables, el presupuesto público había ya dejado
de ser la herramienta central en la asignación de prioridades de gasto. De este modo, la evolución fiscal
podía quedar sujeta a las presiones de los diferentes grupos de interés.
La incapacidad de hacer frente a estas demandas contradictorias y la negativa a desplegar acciones de
racionalización del gasto consistentes con las planteadas por los oferentes de crédito, obligaba a las
autoridades a intentar “relajar” la restricción de recursos apelando a formas “no ordinarias” de
financiamiento (vgr. apropiación de recursos del sistema jubilatorio privado, reservas del BCRA).
Virtualmente agotadas las fuentes alternativas, el renovado recurso al señoreaje como modo de
emergencia del financiamiento gubernamental planteaba entonces la perspectiva de un aumento
sistemático de los registros inflacionarios. Luego de cuatro décadas de haber lidiado con el problema
de la alta inflación, los argentinos volvían así a “toparse con la misma piedra”. Algo que, de manera
insólita, ocurría pese a los enormes costos que la sociedad había ya “pagado” para su erradicación en
los noventas.
Ningún ciudadano argentino nacido con anterioridad a las dos últimas décadas necesita que le
recuerden los enormes costos económicos y sociales causados por el fenómeno de la alta inflación. Por
un lado, la alta inflación deteriora rápidamente el poder de compra de los ingresos y afecta, en
consecuencia, el bienestar general; pero castiga especialmente la situación de los sectores perceptores
de ingresos fijos, que cuentan con menos alternativas para defender el poder adquisitivo de sus
salarios. De hecho, luego de la ocurrencia de los dos agudos episodios hiperinflacionarios a fines de la
década del ochenta e inicios de los noventa, la reducción drástica de la tasa de inflación se tradujo en
una demanda social prioritaria, especialmente entre los sectores de menores recursos. Esto fue así dado
que las tasas de pobreza e indigencia se encuentran inversamente relacionadas con los registros
inflacionarios, algo que ha vuelto a ponerse de manifiesto muy claramente en el período reciente.
Por otro lado, es sabido que tasas elevadas de inflación pueden complicar en forma creciente el cálculo
económico más elemental, hasta tornarlo virtualmente muy complejo. En tanto se caracteriza por la
presencia de una alta variabilidad - y a ritmos de evolución diferentes- de los distintos precios, la
inflación alta y persistente altera las condiciones más básicas del proceso de toma de decisiones porque
en un entorno incierto la información que transmiten los precios relativos se torna muy confusa.
Esas condiciones de incertidumbre provocan la creciente erosión de cualquier ancla nominal de las
expectativas y, por tanto, de toda referencia útil para la formulación de planes y la adopción de
compromisos a largo plazo. La propia estructura de contratos nominales de la economía tiende a
adaptarse a la inflación alta. La duración de los mismos tiende a acortarse como mecanismo de
cobertura frente a la incertidumbre, aumentando la frecuencia de las decisiones de precios.
Alternativamente, se desarrollan variantes indexadas que buscan reducir los costos de recontratación
(información y negociación) asociados a la revisión frecuente de los contratos nominales. Aún así, en la
medida en que la variabilidad de precios relativos continúa, los propios contratos indexados involucran
un riesgo importante pues sus valores reales futuros están sujetos a fuerte incertidumbre. En el límite,
en situaciones de hiperinflación, una vez rota la última línea de resistencia de la economía monetaria,
no hay unidad “natural” de cuenta para los mismos y se resienten, incluso, las transacciones cotidianas
más elementales.
En tales condiciones, una de las consecuencias lógicas es que en un entorno de elevada incertidumbre
nominal el horizonte relevante para la toma de decisiones colapsa dramáticamente. En un contexto así
pueden cometerse frecuentes errores de pronóstico y ello puede provocar variaciones inesperadas y
pronunciadas en las hojas de balance y en las posiciones de riqueza individuales. Dado el elevado
riesgo de efectuar decisiones erróneas en un entorno de ese tipo, la capacidad de revertir decisiones
pasadas tiene entonces un elevado premio económico en un contexto volátil y de elevada
incertidumbre nominal. En tales condiciones se verifican cambios profundos en los comportamientos
del público y en los hábitos y convenciones de firmas y familias. En particular, los agentes despliegan
conductas microeconómicas adaptativas y de elevada “preferencia por flexibilidad” (Hicks, 1973) que
tienen consecuencias muy negativas en el plano real y en la estructura financiera de la economía y, por
tanto, en su desempeño de largo plazo.
En primer lugar, la reticencia a comprometer recursos por períodos prolongados se traduce en un
escaso dinamismo de la inversión y de las actividades de innovación. En segundo término, debido al
elevado riesgo involucrado, los agentes son reacios a tomar parte en contratos financieros “largos”, lo
que conduce a una reducción de los niveles de intermediación financiera y, en casos extremos, a la
completa desaparición de segmentos importantes de los mercados de crédito. Hay una enorme
cantidad de evidencia empírica que confirma de manera contundente estas tendencias. En síntesis, en
contextos de alta variabilidad e incertidumbre nominal, la inversión se resiente, la estructura de
contratos financieros de la economía se empobrece y el sistema financiero deja de otorgar crédito a
plazos largos, concentrándose esencialmente en la administración de la liquidez y del sistema de pagos.
No sorprende que, en consecuencia, conforme el proceso de alta inflación se enraizaba como elemento
estructural del funcionamiento macroeconómico, la economía argentina haya experimentado en el
pasado una tendencia persistente al estancamiento; tampoco observar el fuerte empeño puesto en
numerosas instancias por la sociedad en su conjunto –y los enormes recursos invertidos- en erradicar el
problema. Estas razones, y el importante aprendizaje acumulado en torno a ellas, sin embargo, no
bastaron para que, luego de más de cuatro décadas de bregar contra el fenómeno, la inflación crónica
amenazara reaparecer en nuestro país.
Evitar que la economía local se adapte una vez más a funcionar en alta inflación es, por lo tanto, la tarea
más urgente de cualquier programa coherente de políticas públicas. Ello es necesario tanto para lograr
un crecimiento sostenido como para mejorar los indicadores sociales.
Si se actúa antes que el régimen de alta inflación se consolide, es perfectamente factible reducir
gradualmente el ritmo inflacionario a niveles de un dígito (consistentes con la inflación internacional)
sin los efectos traumáticos de una política de shock. Esto es así por varias razones. En primer lugar,
como ya destacamos, la economía opera bajo condiciones externas sumamente favorables -es decir, sin
escasez de divisas- que, además, lucen perdurables50. En segundo lugar, si bien la trayectoria de las
cuentas públicas no es sostenible a mediano plazo, el desequilibrio fiscal presente todavía puede
revertirse sin recurrir a recortes excesivamente drásticos, en especial si el gobierno recobra el acceso
regular a los mercados de crédito y no necesita seguir, como hasta ahora, cancelando los vencimientos
de capital de la deuda pública. Por último, la inercia inflacionaria todavía es incipiente y, pese a que la
utilización de mecanismos de indexación despunta en varios mercados, en particular el laboral, esos
mecanismos aún no aparecen explícitamente en los contratos formales.
Reconocida la urgencia de combatir la inflación y descartadas las políticas de shock, ¿qué lineamientos
debe seguir la estrategia antiinflacionaria? El primer paso no puede ser otro que normalizar el INDEC y
restablecer la credibilidad en las estadísticas oficiales. Sin un indicador confiable, que por su naturaleza
de bien público sólo puede proveer el Estado, los agentes económicos se ven inducidos a sobreestimar
la inflación en un proceso que corre el riesgo de convertirse en “profecía autocumplida”. En ese
contexto, sólo será posible coordinar a la baja las expectativas de inflación sobreajustando los
instrumentos de política monetarios y fiscales y provocando gratuitamente una recesión innecesaria.
En simultáneo al restablecimiento de un mínimo de credibilidad en las estadísticas oficiales, el gobierno
debe hacer pública su meta de inflación anual para un horizonte plurianual, que cubra idealmente los
cuatro años del próximo gobierno y señalice de manera clara para los agentes económicos a qué nivel y
a qué ritmo aspira converger la política antiinflacionaria.
Teniendo en cuenta la influencia que ha tenido la desmedida expansión del gasto público en la
aceleración inflacionaria de los últimos años, está claro que la política fiscal será crucial para la
estabilización. No es necesario, como ya señalamos, promover un mega-ajuste fiscal. Pero sí lo es que el
gobierno deje de financiarse mediante mecanismos “no ordinarios”, o lisa y llanamente por medio de la
emisión monetaria del Banco Central. Dado que la carga tributaria se encuentra en su máximo histórico
y no resulta prudente seguir aumentándola, para ello será preciso desacelerar el aumento nominal del
gasto público a un ritmo que asegure un superávit primario consistente con la sostenibilidad de la
deuda pública. Esto es complemente factible y no implica ningún ajuste drástico de las erogaciones;
pero sí implica que las mismas dejen de crecer por encima del 30% anual, como lo han hecho en los
últimos años. En el marco de una política macroeconómica coherente, en cambio, no será necesario
seguir cancelando los vencimientos de capital de la deuda pública, dado que podrán refinanciarse
voluntariamente a tasas de interés razonables en los mercados de crédito.
50
Ello debido a que no son consecuencia del sobreendeudamiento externo sino de lo que parece ser un aumento
permanente en la demanda por nuestros productos exportables, especialmente alimentos, por parte de China y
otras potencias emergentes.
Complementariamente, la política monetaria deberá asegurar que el ritmo de expansión monetaria sea
consistente con la meta de desaceleración gradual de la inflación y que las tasas de interés sean
neutrales o ligeramente positivas en términos reales para recomponer la demanda de dinero y otros
activos financieros domésticos.
Liberada de la dominancia fiscal, la atención de la política monetaria deberá enfocarse en cómo
neutralizar el impacto monetario expansivo del previsible exceso de oferta que, al menos en el futuro
inmediato, exhibirá el mercado cambiario. La abundancia de divisas será fruto no sólo de la
persistencia del superávit comercial y en cuenta corriente, sino del rápido descenso del riesgo país y el
consecuente ingreso de capitales que la propia estabilización podría inducir. La tarea no será sencilla y
requerirá “sintonía fina” y el empleo de todas las herramientas disponibles para tal fin. Si se tiene en
cuenta que el proceso inflacionario en curso socavó significativamente la competitividad del tipo de
cambio real, dejar caer el tipo de cambio nominal (o incluso que suba por debajo de la inflación) no
parece una opción factible. Por lo tanto, la intervención esterilizada en el mercado cambiario resulta
inevitable, pero dados los límites que enfrenta seguramente no será suficiente y, al menos mientras las
inversiones especulativas sigan apuntándole a nuestro país, deberá complementarse con algún
esquema de control a los movimientos de capitales.
Por último, para reforzar la efectividad del mix de política antiinflacionaria y minimizar posibles
efectos adversos sobre el nivel de actividad y empleo, será preciso apuntalarlo con un amplio acuerdo
tripartito (empresarios, trabajadores y gobierno) de precios y salarios que facilite la coordinación de las
expectativas a un horizonte de menor inflación. Un objetivo básico de ese acuerdo es eliminar el
componente inercial del proceso inflacionario, que crecientemente han venido incorporado las
renegociaciones salariales y las remarcaciones de numerosos precios administrados al tomar la
inflación pasada como referencia para sus reajustes. El otro objetivo del acuerdo es contener los efectos
inflacionarios de “segunda vuelta” de los aumentos, que son inevitables, en las tarifas de algunos
servicios públicos y otros precios regulados que se encuentran en niveles insosteniblemente bajos en
términos reales.
El paquete de medidas que acabamos de esbozar es suficiente para bajar la inflación, pero no basta para
garantizar una estabilización macroeconómica perdurable. Ello requiere encarar simultáneamente una
serie de reformas tendientes a desactivar las fuentes subyacentes de inestabilidad. Las prioritarias son,
a nuestro juicio, las vinculadas al funcionamiento del fisco. Su principal objetivo debe ser asegurar un
resultado fiscal estructural51 compatible con el ejercicio de una política fiscal anticíclica y la
sostenibilidad de la deuda pública.
Aunque escapa a los propósitos de este trabajo extenderse sobre el contenido específico de esas
reformas, las mismas deben necesariamente abarcar tanto la estructura tributaria -aumentando la base
51
Esto es, es, depurado de los efectos temporarios ocasionados por el ciclo de actividad (y de precios
internacionales) sobre gastos e ingresos públicos.
de la tributación directa (para alcanzar todas las fuentes de renta) y profundizando la progresividad de
sus tasas-, como la composición del gasto -desmontando progresivamente la maraña de subsidios
regresivos que benefician a los sectores sociales medios y altos y privilegiando, en cambio, el gasto
social y la inversión en infraestructura. Las reformas también deberían abarcar el régimen fiscal federal.
De una vez por todas, después de dos siglos de vida independiente, nuestro país no puede seguir
postergando la resolución de la cuestión federal. Ésta resolución deberá abarcar todas las dimensiones
del problema, incluidas ciertamente las profundas asimetrías regionales que provienen de nuestros
mismos orígenes. Pero la corrección de estas asimetrías deberá fundarse en un esquema de
coparticipación de tributos que no imponga a los pobres de las provincias ricas financiar a los ricos de
las provincias pobres.
En el plano externo, si los pronósticos favorables para nuestro comercio exterior son correctos, la
situación luce más despejada. No obstante, nuestro balance de pagos sigue siendo muy vulnerable a
perturbaciones comerciales o financieras en los mercados mundiales, dada la elevada concentración por
productos y destinos de las exportaciones. En un contexto de continuidad de favorables términos de
intercambio, sin embargo, la amenaza que en lo inmediato nos acecha es la “enfermedad holandesa”.
Para combatirla, también es crucial promover la diversificación de la estructura productiva y de
nuestra base exportadora. Desde el punto de vista de la política macroeconómica ello supone evitar la
repetición de episodios de atraso cambiario y sobreendeudamiento externo.
Aunque es condición necesaria, la estabilidad macroeconómica no es suficiente para el crecimiento
sostenido y el desarrollo inclusivo. Es preciso, además, poner en marcha una estrategia de largo plazo
capaz de movilizar todos nuestros recursos a fin de aprovechar la inmejorable oportunidad que nos
ofrece la economía globalizada, a partir de la complementariedad que parece exhibir nuestra economía
con la de los nuevos liderazgos emergentes.
Esa estrategia debe fijarse como objetivo central sacar la economía de su recurrente oscilación entre
períodos de equilibrio externo conseguido a costa de “bajos” niveles de vida y períodos de “aceptables”
niveles de vida que, al ocasionar desequilibrios externos, acaban provocando la interrupción del
crecimiento.
Como ya hemos enfatizado, no hay otra forma de combinar crecimiento sostenido, equilibrio externo y
una evolución favorable de los niveles de vida del conjunto de la sociedad, que hacer del aumento
sostenido de la productividad sistémica la clave de la competitividad de la economía. Puesto en
términos de nuestro diagrama triangular de la figura 1, el objetivo último de una política
macroeconómica favorable al merecimiento debería ser, entonces, generar las condiciones para facilitar
un tránsito gradual que posibilite el retorno al “vértice virtuoso”.
Por el contrario, como la experiencia reciente lo comprobó una vez más, una política cuyo target sea el
tipo de cambio real puede justificarse para ganar competitividad e impulsar la actividad económica en
el corto plazo, pero no puede perdurar indefinidamente. Ya se enfatizó que, aún si las políticas
macroeconómicas se llevaran adelante en forma coherente, sería muy difícil afectar en el largo plazo
los precios relativos internos entre transables y no transables (vgr. el tipo de cambio real) si los
términos de intercambio continuasen siendo excepcionalmente favorables. En todo caso, las políticas
agregadas podrían retrasar en el tiempo la convergencia al equilibrio de los precios relativos pero no
evitarla en forma indefinida. En la mejor de las hipótesis, un régimen de flotación administrada,
adecuadamente complementado con regulaciones inteligentes a la movilidad internacional de los
capitales, puede evitar tendencias divergentes de los precios de activos financieros (vgr. burbujas en la
evolución del tipo de cambio) pero nunca que el Banco Central, por sí sólo, esté en condiciones de
determinar el tipo de cambio real de la economía.
La política monetaria es una política nominal y, como tal, no puede afectar precios relativos. Aunque
debe tomar en cuenta críticamente sus interacciones con el resto de las políticas y, en determinadas
circunstancias, contribuir al logro de objetivos complementarios, su tarea prioritaria es brindar un ancla
para la evolución nominal de la economía52. Llegado cierto punto, si la política monetaria impide que
la corrección se produzca por medio de la apreciación del tipo de cambio nominal, serán las presiones
salariales y los excesos de demanda -especialmente en el mercado laboral- los que impulsarán la
corrección por la vía inflacionaria, tal como tendió a ocurrir en nuestro caso. Esta evolución podría
alterarse sólo en presencia de una instancia fiscal mucho más austera que la que estuvo vigente en los
últimos años (vgr. una que hubiese distinguido el componente “transitorio” del shock favorable de
términos de intercambio y hubiese constituido un Fondo Anticíclico con los recursos provenientes de
ese componente). De todas maneras, dejando a un lado consideraciones distributivas y prudenciales
que justificarían ese Fondo, lo cierto es que aún en presencia de superávit fiscales muy pronunciados
sería difícil evitar que el sector privado, anticipando una eventual caída de la presión tributaria futura,
se endeudase para aumentar su gasto, presionando así sobre el precio de los no transables53.
Según la teoría neoclásica, un ritmo elevado de aumento de la productividad sólo podrá verificarse si el
país tiende a especializarse, dada su dotación factorial, en aquellos sectores en los que cuenta con
ventajas comparadas “estáticas”. Ciertamente, saber aprovechar esas ventajas debe ser el punto de
partida. En la Argentina eso significa potenciar en vez de desincentivar la producción agrícola
pampeana, pero también otras actividades basadas en la explotación de recursos naturales propias de
las economías regionales (no sólo para la producción de bienes sino también de servicios, como por
La “división del trabajo” entre diversas agencias del gobierno en los objetivos e instrumentos de política no es
equivalente, por cierto, a ausencia de coordinación entre los diferentes componentes de la estrategia
macroeconómica. Sobre las tareas de la política monetaria en las condiciones de una economía “en transición”
véase Basco et. al. (2007) y, para una revisión de los cambios operados en el paradigma prevaleciente antes de la
crisis financiera global, Blanchard et. al. (2010).
52
Esta fue un poco la evolución macroeconómica en el caso chileno, en presencia de excedentes fiscales muy
pronunciados durante el ciclo de bonanza en los precios del cobre. Vale decir, que, al menos como aproximación,
se verificó cierta equivalencia ricardiana (vgr. la idea de que el ahorro público y del sector privado están
inversamente correlacionados). Cabe mencionar que, al constituirse el fondo de ahorro fiscal, la cuestión
distributiva y de actitudes frente al riesgo también estuvo críticamente presente en el caso transandino y fue
motivo de debate público.
53
ejemplo el turismo). Las condiciones para la expansión de muchas de estas actividades son
especialmente propicias si, como es previsible, continúa el rápido crecimiento de China, India y otras
grandes economías emergentes, ya que ese crecimiento implica un importantísimo aumento estructural
en la demanda mundial de alimentos y otros bienes y servicios que estamos en condiciones de producir
en condiciones internacionalmente muy competitivas.
Las experiencias exitosas de desarrollo ponen de manifiesto, sin embargo, que el proceso de
innovación y cambio tecnológico resulta tan o más importante que las ventajas estáticas para
sostener el aumento de la productividad y el crecimiento económico. Naturalmente, ese proceso
tenderá a cambiar gradualmente el patrón heredado, generando “nuevas” ventajas comparativas54.
Pero es un error suponer que la innovación y el cambio tecnológico no son posibles en las economías
donde la explotación de recursos naturales ocupa un lugar central de su estructura productiva. La
trayectoria de países como Australia, Nueva Zelanda, Finlandia o Canadá, por nombrar sólo algunos
pocos casos notorios, refuta incuestionablemente esa creencia. Más aún, la actual revolución
tecnológica, impulsada por la convergencia de las TICs, la bio y la nanotecnología, está provocando un
espectacular proceso de transformación productiva en numerosas actividades del llamado sector
primario y, a la vez, encadenamientos mucho más intensos y complejos con múltiples actividades
manufactureras y de servicios “aguas arriba”, que les proveen insumos y bienes de capital, y “aguas
abajo”, que les demandan sus productos.55 Desde esta óptica, además, las relaciones entre “campo”,
industria y servicios revelan no sólo sus conflictos de intereses, que ciertamente existen, sino también
su potencial de cooperación en el marco del desarrollo económico.
Cuando se cuenta con una masa crítica de empresarios con espíritu emprendedor y disposición a
asumir riesgos el proceso de creación dinámica de nuevas ventajas comparadas en buena medida tiene
lugar endógenamente. Pero en sus etapas iniciales, cuando esa masa crítica es aún incipiente, una
estrategia de política apropiada puede y debe contribuir a impulsarlo.
Además de una política macroeconómica que asegure la sostenibilidad fiscal y externa, y una tasa baja
de inflación, que evite el atraso cambiario y que brinde un marco de previsibilidad para extender el
horizonte de las decisiones de inversión, hace falta una política “industrial” (entendida en sentido
amplio) moderna y proactiva que apunte al aumento de la productividad. Esto es, que implemente un
programa integral (incluyendo incentivos impositivos, medidas de asistencia técnica y crediticia,
capacitación, de acceso a mercados, entre otras) en apoyo al desarrollo empresarial y la creación de
nuevas empresas en las diferentes regiones del país, y que promueva agresivamente la innovación en
todas sus formas, las inversiones en I+D y la cooperación de las empresas con las universidades. Al
54
55
Puesto en términos de nuestra figura 1, el retorno no será nunca al “mismo” vértice virtuoso del pasado.
De hecho, nuestro país no ha sido ajeno a este proceso, e incluso ha contribuido en una pequeña medida a esas
transformaciones gracias al esfuerzo innovador de algunos empresarios y centros de investigación en ciertas
áreas.
mismo tiempo, esta política debe ofrecer asistencia e incentivos para la reconversión gradual de las
actividades no competitivas internacionalmente, o bien para facilitar la migración de sus recursos
humanos y de capital hacia otras actividades. Lo que debe evitarse a toda costa es asfixiar a los sectores
más productivos para preservar con subsidios permanentes a empresas y actividades inviables.
Naturalmente, esa política deberá complementarse con un plan coherente de ampliación y
modernización de la infraestructura energética, vial, de transporte y comunicaciones, con participación
pública y privada.
El esfuerzo de inversión que demandará esta estrategia necesita, naturalmente, financiamiento. Sin
embargo, es interesante recordar un hecho novedoso de la actual configuración macroeconómica, que
ya hemos mencionado. Tradicionalmente, Argentina enfrentó una situación caracterizada por la
restricción de ahorro interno. Vale decir, la insuficiencia de recursos de ahorro de origen interno
(privado y público) para hacer frente a las oportunidades de inversión existentes. En la actualidad, ésa
no parece ser la principal de las restricciones: el ahorro del sector privado se encuentra en niveles
récord (alrededor de diez puntos porcentuales por encima de los niveles vigentes en la década del
noventa), lo que se refleja en un importante superávit de cuenta corriente (vale decir, un financiamiento
neto al resto del mundo). Bien mirado, el problema es que la incertidumbre sobre las reglas del juego y
las decisiones de política provocan que el sector privado prefiera derivar al exterior esa masa de
recursos antes que aprovechar oportunidades de inversión privadas y públicas –que, corregidas por el
enorme riesgo existente, dejan de lucir atractivas. Garantizado un entorno estable y predecible de
reglas de juego, la situación puede cambiar drásticamente. Ello permitirá que el sistema bancario y
financiero doméstico intermedie los flujos de ahorro interno ociosos, lo que provocará un aumento del
gasto en inversión. Naturalmente, también podrá recurrirse al ahorro externo, tanto a través de la
inversión directa como del financiamiento de largo plazo que se capte en los mercados internacionales.
Para desarrollarse el país no puede prescindir de esos recursos a fin de adquirir la tecnología y los
bienes de capital que no se producen internamente. Ese financiamiento deberá destinarse a proyectos
de inversión en sectores transables (directa o indirectamente) y usarse con prudencia sin poner en
riesgo la sostenibilidad de la deuda externa (que, de todos modos, se ubica en niveles extremadamente
reducidos).
En un mundo donde la información y el conocimiento se han vuelto elementos centrales de la
economía, el otro factor clave de una estrategia enfocada al aumento sostenido de la productividad es
la inversión en capital humano o, en otras palabras, la formación de recursos humanos crecientemente
calificados. Esto requiere nada menos que una nueva revolución educativa (como en su momento lo fue
la iniciada por Sarmiento a fines del siglo XIX). Si bien excede largamente los propósitos de este ensayo
discutir su contenido, esa revolución debe tener por objetivo mejorar drásticamente la calidad de la
educación y adecuar el perfil de los egresados del sistema a los requerimientos del proceso de
desarrollo, tanto en el nivel secundario como en el universitario.
Por último, las políticas de asistencia social deben ser reformuladas íntegramente con vistas a eliminar
el componente clientelístico que tradicionalmente caracterizó el vínculo del Estado con los sectores
sociales más vulnerables. En este sentido debe asegurarse la continuidad y perfeccionamiento de
iniciativas bien orientadas tales como la reciente asignación por hijo en los sectores más pobres. Es
altamente probable que, dados los elevados niveles de pobreza, marginalidad y exclusión, el gasto
público en las próximas décadas deba incorporar en forma permanente un importante componente de
subsidio. Pero ello exige el diseño de programas bien direccionados, que eviten la actual situación de
subsidios regresivos de carácter indiscriminado que benefician a sectores que claramente no lo
necesitan.
Un conjunto de políticas como las expuestas demanda capacidades institucionales y profesionales que
claramente el Estado argentino hoy no tiene, al menos en la medida necesaria. Una reforma de la
administración pública que reconstruya progresivamente esas capacidades es, por lo tanto, un
componente indispensable de la estrategia de desarrollo.
Para llevar adelante esta estrategia, sin embargo, no basta con reunir técnicos competentes, tener un
buen diagnóstico y formular las políticas adecuadas. Es imprescindible, además, construir una visión
de país compartida, que sin ignorar la conflictividad resultante de la multiplicidad de preferencias e
intereses sociales, permita encauzarla constructivamente, estirando progresivamente el horizonte de
decisión de los actores sociales. Esa visión debe reflejar un mínimo de coincidencias sobre los objetivos
básicos de la estrategia:
•
Consolidar las instituciones representativas y fortalecer su credibilidad.
•
Promover una articulación virtuosa entre las esferas pública y privada, asegurando el máximo
espacio a la iniciativa privada, pero fortaleciendo paralelamente las capacidades estatales para
regular los mercados y para hacer eficientemente aquello que éstos no pueden hacer por sí solos.
•
Asegurar el crecimiento sostenido sobre la base de la ocupación productiva de todo el territorio, el
pleno aprovechamiento de nuestros recursos -incluido naturalmente el pleno empleo- y el estímulo
a la innovación y el desarrollo empresarial.
•
Erradicar la indigencia, minimizar la pobreza y mejorar progresivamente la distribución del ingreso
y la riqueza.
Lograrlo en una sociedad conflictiva, ciclotímica y declinante como la argentina es muy difícil pero no
imposible. Ésa y no otra es, ni más ni menos, la tarea que la política tiene por delante.
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