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LA ORACIÓN DE ARREPENTIMIENTO
¿Cómo orar cuando nos sentimos arrepentidos de algo que hemos hecho?
Textos claves del evangelio para orar:
1.- La oración del publicano y el fariseo (Lc 18,9-17).
2.- Las lágrimas de la mujer pecadora (Lc 7,36-50).
3.- La confesión de Daniel (Dn 9,4-30)
1) Lo primero es el reconocimiento de nuestros fallos y pecados. La tendencia normal en
muchos es mirar para otra parte, no darle importancia, buscar disculpas. La basura de casa podemos esconderla debajo de los muebles, pero permanece ahí, y allí se pudre, atrae insectos, provoca
mal olor, produce enfermedades. La liberación solo tiene lugar cuando no oculto esa basura sino
que me libero de ella mediante la confesión.
2) La tristeza mayor es la de de no ser como quisiéramos ser. Ese es el dolor de corazón.
Pero más aún que la tristeza al verme tan miserable, es la tristeza de haber ofendido a un Dios que
ha sido siempre tan bueno conmigo, y de haber hecho daño a personas que no se merecían ser tratadas así.
Da mucha pena el no ser como a uno le gustaría. Pero no se trata de la frustración de querer
ser rico y verse pobre, querer ser guapo y verse feo, querer ser inteligente y verse torpe, querer ser
simpático y verse gris, querer tener amigos y estar solo. Se trata de la frustración de verse uno a
sí mismo moral y espiritualmente bien distinto de los que uno admira. Gustar la humildad y verme
vanidoso; admirar la generosidad y verme egoísta; idealizar la castidad y ver los turbios deseos que
surgen dentro del pozo; valorar la sinceridad y sorprenderme cada día en miles de trampas y mentirijillas; alabar la coherencia y descubrir mis inconsecuencias; admirar a Jesús y verme tan radicalmente distinto de él.
Vergüenza y confusión de existir. Verme leproso, rechazar mi rostro, disgustarme de mí
mismo. Creo que este es el simbolismo de la lepra. "Tú oh Dios, mi torpeza conoces, no se te ocultan mis ofensas" (Sal 69,6). "El oprobio me ha roto el corazón y desfallezco" (Sal 69,21).
Algunas veces uno llega a tener asco de sí mismo. "Asco tiene mi alma de mi vida" (Jb
10,1). "Cobrarán ustedes asco de sí mismos por todas las maldades que han cometido" (Ez 20,43).
Pero esta vergüenza no supone una destrucción de nuestra autoestima. "Hay una vergüenza
que conduce al pecado, y otra vergüenza que es gloria y gracia" (Si 4,21). Hay un sentido de culpa
destructivo, morboso, masoquista. Pero hay una vergüenza y unas lágrimas, como las de la pecadora o las de Pedro que nos restablecen en nuestra verdadera dignidad.
3) Haz ahora un breve examen de conciencia. Miro mi idolatría (absolutizo las cosas, las poseo y acaparo para mi interés egoísta. Trato a las personas como cosas y a las cosas como personas. Tomo o dejo a Dios según mi capricho del momento: me avergüenzo de anunciar a Cristo;
tengo poco deseo de los dones de Dios: experimento apatía y aburrimiento ante la Palabra y la vida
de Dios).
Miro mi injusticia: (la cerrazón a los demás; el egoísmo de quien no quiere servir a otros, sino
que continuamente se hace servir por los demás; la obsesión por mí y por lo mío, olvidándome del
pobre que me rodea; el subjetivismo en mis juicios, mi incoherencia entre lo que predico y lo que
vivo; mi poca conciencia social y mi despreocupación por el sufrimiento de los otros).
Miro mi infidelidad: (mi mala respuesta a quienes me aman, la soberbia que me lleva a cerrar
los ojos por temor a la luz; mi tendencia a huir de los problemas familiares para refugiarme en mis
“diversiones”, el celular, la televisión, los bailes, los amigos, el trabajo...)
Miro mis pasiones vergonzosas, inconfesables: (sobre todo la envidia ante los que brillan más
que yo y oscurecen así mi valor personal; el rencor sordo por heridas viejas; la vanidad tonta y ridícula que me empuja a vivir en la vida como actor de cine; la lujuria que invade todo tipo de rela-
ciones, aun las más santas, y desvía la sexualidad de su orientación hacia el amor; el mal carácter,
que me lleva a prontos de cólera, palabras crueles, gestos de desprecio).
4) La confesión da palabras a estos sentimientos. Necesito confesar mis pecados. Primero ante
mí mismo, luego ante Dios, y finalmente ante la Iglesia.
Algunos textos para esta confesión: “Mi pecado yo lo reconozco...” (Sal 51,6-7). Salmo penitencial en Is 59. Tras la denuncia profética (2-3), viene la confesión: “Hemos tropezado como ciegos en pleno mediodía” (12).
“Llevas razón en tu juicio” (Sal 51,6). “Has tenido un justo juicio con nosotros por todo lo que
hemos hecho” (Dan 3,28-29). “Cuando me callaba, se pudrían mis huesos... Pero reconocí mi pecado y tú quitaste mi culpa” (Sal 32,5). Confesión de David: “He pecado” (2 Sm 12,13), o cuando
el censo: “He pecado mucho” (2 Sm 24,15).
“Si decimos: ‘No tenemos pecado’, nos engañamos (1 Jn 1,8-9). Los pecados me sobrepasan
la cabeza como un peso excesivo” (Sal 38,5). “Si llevas cuenta de los delitos, quién podrá resistir”
(Sal 130,3). “No entres a juicio con tu siervo, porque ningún viviente es justo ante ti” (Sal 143,3).
“Padre, he pecado contra el cielo y contra ti...” (Lc 15,21). “Ten piedad de mí, porque soy un
hombre pecador” (Lc 18,13). “Apártate de mí, porque soy un hombre pecador” (Lc 5,8).
Confesión de Baruc: "Al Señor la justicia, a nosotros la confusión del rostro..." (Ba 1,15- 18).
“Hemos ido según el deseo perverso de nuestro corazón” 1,22. “No apoyados en nuestras obras
justas, derramamos la súplica de piedad ante tu rostro” (2,19).
No debemos demorar el acudir a Dios con nuestra confesión. No debemos esperar a que se
nos pase el mal sabor de boca o a hacer méritos para sentirnos más dignos de perdón. El hijo pródigo no se lavó ni se afeitó, ni se puso ropa limpia, sino que roto como estaba se presentó ante el
Padre. Fue el Padre quien lo lavó, quien le puso la túnica, las sandalias, el anillo (Lc 15,22). Nunca podemos sentirnos tan pecadores o tan pobres que no tengamos acceso inmediato al corazón del
Padre. Precisamente cuando nos presentamos rotos es cuando no acoge y cuando le agrada nuestra
oración.
Si espero a hacer méritos, me presentaré a Dios erguido (Lc 18,11) para hablar con él de
igual a igual, de poder a poder, Y mi oración será como la del fariseo que no puede ser escuchada
nunca por Dios. Solo en la experiencia del perdón de los pecados llego a saber cuánto me ama
Dios, y podré yo amar mucho al que me ha perdonado mucho.
5) La experiencia de la misericordia
Sólo el que se siente en la necesidad continua de perdón (setenta veces siete), llega a conocer
el corazón misericordioso del Padre. El hijo mayor, el que se quedó en casa. No tuvo la oportunidad de entender cuánto le quería su Padre. Sólo el hijo pródigo llegó a comprenderlo.
La experiencia de ser perdonado me lleva a establecer un nuevo tipo de relaciones que ya no
se basan en la justicia, sino en la misericordia. Me hace perder todos mis derechos con relación a
los demás, y me obliga a establecer con ellos relaciones de misericordia, a ser su abogado defensor
más bien que su fiscal; a amarles con ese amor que lo disculpa todo, lo perdona todo, lo soporta
todo. “Yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también compadecerte de tu compañero del mismo modo que yo me compadecí de ti?” (Mateo 18,32-33).
Y después, vivir del perdón otorgado. Un corazón humillado y contrito Dios nunca lo desprecia (Sal 51,19). Es lo que siempre tendré para ofrecer a Dios. Lo más significativo de mi vida es el
perdón que recibí. Es lo que más merece conocerse y testimoniarse. Esta es "la obra" del Señor en
mí, la única digna de mención. Que nunca busque otras justificaciones y otras "obras" que den
sentido a mi vida. Vivir siempre del perdón otorgado un día. Ser un signo manifiesto de la capacidad de Dios para crear un vaso nuevo. Para ello lo único que necesita de mí es un corazón quebrantado.