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El corazón
Theodore Sturgeon
No me gusta ser punzado repetidas veces por un índice
duro
y
huesudo hasta que concedo mi atención a su propietario, particularmente si
dicho propietario es un borracho muy persistente, a quien se ha dicho dos veces
que se largue y todavía no ha captado la idea. Pero este ebrio era una mujer y, en
alguna forma, no pude decidirme a golpearla.
—Por favor, señor —zumbó.
Libré mi manga de sus dedos. El movimiento fue reflejo, el retroceso
involuntario al ver una cara muerta.
Ella necesitaba una copa; un hecho que constituyó una leve diferencia para
mí. Yo también lo necesitaba. Pero únicamente tenía dinero para satisfacer mis
necesidades y nadie ha tenido jamás una oportunidad de llamarme sir Galahad.
— ¿Qué demonios quiere?
No le agradó que le gruñera así; casi me insultó, pero el pensamiento de un
trago gratis la hizo cambiar de idea. Estaba temblorosa. Respondió:
—Deseo hablarle, eso es todo.
— ¿Respecto a qué?
—Alguien me dijo que usted escribe. Tengo una historia para usted.
Suspiré. Tal vez algún día estaría libre de la gente que dice: a) "¿Dónde
obtiene sus ideas", y b) "¿Quiere una historia? Mi esposa sería la más..."
—Nena —dije—, no la pondría por escrito aunque usted fuera Mata Hari.
Vaya a espantar a otro con esa cara y déjeme en paz.
Mostró los dientes malignamente y entrecerró los ojos; y luego, con rapidez
asombrosa, su cara se relajó por completo. Aseguró:
—Lo odiaría si no temiera volver a odiar a alguien.
En ese segundo sentí un temor letal a ella y eso por sí solo fue suficiente
para interesarme. La tomé por un hombro al darse vuelta, mostré dos dedos al
cantinero y la conduje a una mesa.
Pareció agradecida.
—Un trago —repitió—, y soy pagada por adelantado. ¿Quiere el relato?
—No —repliqué—. Pero adelante.
Lo narró.
Siempre fui muy retraída. No tenía la belleza que tienen otras mujeres y, a
decir verdad, la pasaba bien sin ella. Tenía un empleo regular, maltratando una
máquina de escribir para el médico forense del condado, una habitación bastante
grande para mí y unos pocos miles de libros. Creo que me descuidé un poco.
¡Ah...!, olvidemos los preámbulos. Hay un millón como yo, sepultas en pequeñas
oficinas polvosas. Hacemos nuestro trabajo, mantenemos la boca cerrada y a
nadie le importamos un pito y eso no nos importa.
Solamente que me sucedió algo. Una tarde salía del ayuntamiento, cuando
tropecé con un hombre. Era flaco y cetrino y, cuando choqué con él, se dobló,
jadeando. Lo ayudé a levantarse. No podía haber pesado más de cuarenta y tres
kilos. Se colgó de mí por un minuto y se recuperó. Sonrió y dijo:
—Lo siento, señorita. Me acostumbré a mi corazón enfermo hace bastante
tiempo, pero desearía no atravesarme en el camino de otra gente.
Me agradó su actitud. Un choque así y no estaba chillando.
—Mantenga el mentón levantado y no se meterá en el camino de nadie —
respondí.
Inclinó su sombrero, continuó su camino y me sentí bien por eso toda la
noche.
Lo encontré un par de días después y hablamos por un minuto. Se llamaba
Bill Llanyn. Un extraño apellido galés. Después de un par de semanas, ya no
sonaba raro. Me gustaría haberlo tenido como mío. Sí, así fue. Teníamos
prácticamente todo en común, excepto que yo tengo una constitución como la de
un rinoceronte. Cuando menos la tenía entonces. Él tenía un empleo infame como
ayudante de director en un museo de a dos por cinco centavos. Alimentaba a las
víboras y las tarántulas en la sección de animales vivos. Únicamente ganaba
dinero para cigarrillos, pero lograba mantenerse porque no podía fumar. Una
noche cenamos en mi apartamento. Enloqueció por mis libros. Era todo lo que
podía hacer para entusiasmarlo. ¡Oh, el pobre hombre! Tardaba diez minutos en
subir un piso hasta mi cuarto. No, no era un Tarzán.
Pero yo. . . amé a ese hombrecillo.
Eso era algo que pensaba que no sabía hacer. Yo. . . bueno, no voy a
hablar de eso. Estoy contándole una historia, ¿sí? Bueno, no es un relato de amor.
¿Puedo tomar también su copa? Yo. . .
Bueno, quería casarme con él. Tal vez piense que sería una broma ese
matrimonio. Pero Dios, todo lo que deseaba era tenerlo cerca, quizá incluso verlo
dichoso por una ocasión en su vida. Sabía que sobreviviría a él, pero no pensaba
en eso. Quería casarme con él, ser buena con él, hacer cosas por él y, cuando
llegara su llamada, no estaría solo para encararse a ella.
No era pedir mucho... ¡Oh, sí…! Yo tuve que pedírselo. Él no lo hizo… pero
no aceptó. Estaba sentado en mi sillón, frente al fuego, con un ejemplar de Goethe
empastado en color marfil en una mano y levantó los dedos uno a uno, mientras
enumeraba las razones por las cuales no aceptaba. No ganaba dinero suficiente
para sostenernos. Era probable que cayera muerto en cualquier momento. Era
una ruina demasiado débil para que una mujer lo llamara esposo. Admitió que me
amaba, pero me amaba demasiado para colgarse de mi cuello. Opinó que yo
debía hallar a un verdadero hombre viviente para casarme con él. Luego se
levantó, se puso su sombrero y dijo:
—Ahora saldré. Nunca había amado a nadie. Me alegra amarte ahora. No
volverás a verme. No me queda mucho tiempo; prefiero que nunca sepas cuando
me vaya.
Entonces se acercó a mí y dijo algo más, y maldito sea; eso es por mí, por
recordarlo y por usted, por pensarlo. Pero después que partió, jamás volví a verlo.
Intenté regresar a la vieja rutina de escribir en máquina y leer libros, pero
fue duro. Leí mucho, tratando de olvidarlo, intentando olvidar la cara agostada de
Bill Llanyn. Pero todo lo que leía parecía referirse a él. Creo que escogí el material
inapropiado. Schopenhauer, Poe, Dante, Faulkner. Mi mente giraba y giraba.
Sabía que me sentiría mejor si tenía alguna cosa que odiar.
El odio es una cosa rara. Espero que usted nunca sepa cuan… cuan
grande puede ser. Uselo bien y es la cosa más totalmente destructiva en el
universo. Cuando descubrí eso, mi mente dejó de girar en esos pequeños círculos
y principié a ir hacia adelante. Tuve todo claro en mi mente. Escuche… permítame
decirle lo que sucedió cuando empecé.
Hallé algo que odiar. El corazón de Bill Llanyn... el órgano arruinado,
ineficaz, que estaba manteniéndonos separados. Nadie puede saber jamás la loca
concentración que puse en eso. Nunca ha vivido nadie que describa la solidez del
odio, cuando comienza a convertirse en algo real. Yo necesitaba hacer un milagro
sobre el corazón de Bill y en el odio tuve una facultad para efectuarlo. Mi odio
alcanzó una magnitud que nada podía resistir. Lo supe tan seguramente como
sabe un asesino lo que ha hecho, cuando siente que su cuchillo se hunde en la
carne de su víctima. Pero no fui una asesina. La muerte no era mi propósito.
Deseaba que mi odio se hundiera en su corazón, cortara lo que había malo y lo
dejara cuidar del resto. Estaba haciendo lo que nadie ha hecho jamás… odiar en
forma constructiva. Si no hubiera estado tan tercamente ansiosa por poner en
acción mi idea, habría recordado que el odio no puede crear nada que no sea
maligno, causar nada que no sea malo.
Sí, fracasé. Una tarde, la semana pasada, mi patrón llegó a la oficina con
un haz de notas del depósito de cadáveres, para que las copiara por triplicado y
las archivara. Autopsias de tiesos que habían sido encontrados durante las
cuarenta y ocho horas anteriores. William Llanyn se hallaba ahí. Causa de la
muerte, paro cardiaco. Miré las notas por largo tiempo. El médico forense estaba
parado, mirando por la ventana. Creo que notó que mi máquina se detenía sin
volver a empezar. Dijo, sin volverse:
—Si está mirando esas notas de paros cardiacos, no me pregunte si hay
algo más: pericarditis, descompensación mitral, nada. Escriba únicamente paro
cardiaco.
Pregunté por qué. Respondió:
—Se lo diré, pero que me cuelguen si anoto algo así en los expedientes. El
hombre no tenía corazón en absoluto.
La mujer se levantó y miró el reloj.
— ¿Adonde va?
—Voy a tomar el tren que sale —contestó.
Fue hacia la puerta. Me despedí de ella en la acera. Fue hacia la estación.
Yo me encaminé al centro de la ciudad. Cuando la ambulancia de emergencia de
la policía pasó aullando junto a mí, pocos minutos más tarde, no tuve que ir a la
vía para ver lo que había sucedido.