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1º Consejo: La limpieza de corazón
Eudaldo Formet padre de familia, catedrático de Metafísica en la Universidad Central de Barcelona
El primero de los veintitrés consejos que da san Agustín a los jóvenes es el
siguiente:
Si te dedicas al estudio, debes mantenerte limpio de cuerpo y de
espíritu, alimentarte de comida sana, vestirte con sencillez y no
consumir superfluamente.
En la juventud, que es la época de la dedicación casi completa al estudio, debe
procurarse especialmente una dieta sana, nutritiva y equilibrada, que será, por
tanto, sencilla. La misma naturalidad debe manifestarse en el vestir. Como
consecuencia no se consumirán, adquirirán ni utilizarán los productos, bienes y
servicios de manera superflua o no necesaria y, por tanto, hay que pensar en lo
que verdaderamente se necesita.
La Castidad
Estas tres indicaciones naturales o de sentido común de este primer consejo
están precedidas de la exhortación a tener «limpio» el cuerpo y el alma que las
incluye.
Esta invitación a la «limpieza» integral se puede corresponder con la sexta
bienaventuranza evangélica: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque
verán a Dios» (Mt 5, 8).
La limpieza del hombre en el cuerpo y en el alma espiritual, cuyo núcleo más
profundo y directivo se expresa con el término «corazón>, puede relacionarse
con la virtud de la castidad.
El consejo sería el equivalente, en positivo e interiorizado, al sexto
mandamiento: «No cometerás actos impuros».
Toda acción contraria a la castidad -como conversaciones o miradas, la
pornografía, cualquier tipo de concupiscencia y la infidelidad matrimonialpertenece a la lujuria, vicio opuesto a la virtud de la castidad.
Con la lujuria, que lleva a la dispersión, el cuerpo no queda sometido al alma y
ésta deja de estar sujeta a Dios.
Se da una dualidad porque, como confiesa san Agustín, «mi cuerpo vive de mi
alma; mi alma vive de ti, Señor» (Conf. X, 20,29). Puede afirmar, por ello, que
«por la continencia somos juntados y reducidos a la unidad de la que nos
habíamos apartado derramándonos en muchas cosas» (Conf. lX, 29,40).
La castidad está conectada con la contemplación de Dios. Los lujuriosos están
casi imposibilitados para el conocimiento científico y no saben tampoco mirar lo
espiritual. La lujuria es uno de aquellos vicios que hace más vivas las imágenes
sensibles y que se fijen más profundamente. Por ello, también dificulta la
abstracción. La pérdida de la capacidad abstractiva, que actualmente detectan
muchos educadores en la juventud, podría relacionarse con la relajación de la
práctica de la castidad.
La lujuria impide penetrar en el sentido profundo de la realidad, desde el de las
cosas hasta el de la historia. Tampoco permite ascender de lo material a lo
espiritual, ni de las criaturas al Creador, a Dios. En cambio, la virtud opuesta
dispone altamente para la contemplación intelectual, que lleva al conocimiento
de Dios.
La hipocresía
Tampoco se puede «ver a Dios» si falta la limpieza de corazón entendida en otro
sentido -que expresa una división más profunda que afecta a la propia
interioridad- que se denomina hipocresía. A la sencillez y franqueza se opone
este vicio, la hipocresía, un tipo de mentira, un fal- tar a la verdad que no se
hace con palabras, sino con hechos. Con esta simulación especial se aparenta
exterior- mente lo que no se es en realidad.
Una postura teatral
En su comentario a la bienaventuranza de los limpios de corazón explica san
Agustín que el término hipocresía tiene su origen en las representaciones
teatrales. «Los hipócritas -escribe- no llevan en el corazón los sentimientos que
afectan a los ojos de los hombres. Los hipócritas son ciertamente simuladores al
representar personas distintas, a la manera que sucede en los teatros» (Sermón
de la montaña, 11, 2,5).
Al igual que los actores teatrales antiguos, el hipócrita se cubre con una
máscara, representa un personaje. Actúa para los demás. Su vida se convierte
en una imagen, en un espectáculo. Sin embargo, hay una importante diferencia:
en-la representación teatral se mantiene la distancia entre el escenario y la
realidad; en la vida del hipócrita queda anulada esta distinción. Los hipócritas
viven ofreciendo una imagen y están pendientes, por ello, de la mirada de los
demás.
En cambio, es propio del corazón limpio «no mirar a las alabanzas humanas al
obrar bien, ni dirigir aquello que rectamente se hace a conseguirlas; es decir,
que el motivo por el cual se cumple alguna obra buena no debe ser agradar a los
hombres, porque así también podrá fingirse el bien».
Es posible caer en la hipocresía porque los demás no ven el corazón del hombre.
«Los que hacen esto, es decir, los que simulan bondad, son de corazón doble. No
tiene corazón sencillo, esto es, puro o limpio, sino aquel que, pasando sobre las
alabanzas humanas al hacer el bien, busca sola- mente agradar a Dios, que es el
único que penetra en la conciencia», en el corazón o en el propio yo.
Dado que, advierte san Agustín, «por ciertos oficios de la sociedad humana nos
es necesario ser amados y temidos de los hombres, insiste el adversario de
nuestra verdadera felicidad (el diablo) en esparcir en todas partes como lazos
estas palabras: "¡Bien, bien!", para que, mientras las recogemos con avidez,
caigamos incautamente, y dejemos de poner, Señor, en tu verdad nuestro gozo
y lo pongamos en la falsedad de los hombres, y nos agrade el ser amados y
temidos no por motivo tuyo, sino en tu lugar» (Conf. X, 36, 59).
El hipócrita no solamente falta a la veracidad y a la caridad hacia los demás, que
quedan reducidos a meros admiradores, sino también a la fe, porque parece
confiar más y dar mayor importancia a los hombres que a Dios. Sin ser veraz y
con poca o ninguna fe, no se puede ver a Dios.
La limpieza interior es imprescindible, porque «La purificación del corazón es
la del ojo con que se ve a Dios» (Sermón de la montaña, II, 1, 1).