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Proteo: Diálogos de Ética y Bioética
Cuestiones éticas en torno al embrión humano Paulina Rivero Weber Desde el ámbito de la razón práctica, es mucho lo que se ha dicho sobre la relación entre teoría y praxis. Schopenhauer consideraba la teoría propia y digna de los filósofos, mientras que la puesta en práctica de los preceptos éticos era incumbencia de los hombres santos. Esa opinión contrasta con la de Aristóteles, para quien el saber ético siempre tenía como finalidad fundamental, la praxis. Y quizá uno de los ámbitos en que más claramente se percibe el abismo entre teoría y práctica ética, es en el relacionado con los nuevos descubrimientos sobre el embrión humano: la clonación, la inseminación artificial y en general el quehacer de los científicos respecto a las células madre. Esos son algunos de los temas que demandan con mayor urgencia una fundamentación ética clara para establecer las directrices de salubridad y asistencia necesarias en cualquier país. Es mi intención en este escrito reflexionar sobre el estatus ontológico y moral del embrión, con vistas a clarificar algunas de las cuestiones éticas que su manipulación ha generado. Para ello, he de remontarme al momento preciso en que la historia de la medicina y de la bioética dieron un verdadero vuelco; cuando en 1998 dos equipos independientes de la Universidad de Wisconsin y de Johns Hopkins University anunciaron su éxito en el cultivo de células troncales embrionarias humanas. Como sabemos, éstas, por ser pluripotentes, ofrecen amplias posibilidades terapéuticas: la experimentación con ellas podría brindar curas para diversos tipos de cáncer, Parkinson, Alzheimer y ciertos tipos de diabetes. Ese descubrimiento se ha visto obstaculizado por la polémica ética que ha generado a su alrededor, misma que a mi modo de ver reclama un esclarecimiento del estatus ontológico y moral del embrión, esto es: por un lado es necesario saber con claridad a qué nos referimos al hablar de un embrión, y por otro lado, debemos esgrimir razones para decir qué debe o no debe hacerse con él. De las células troncales embrionarias, como lo indica su nombre, pueden obtenerse únicamente embriones, los cuales a su vez se consiguen ya sea de abortos o de 1
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residuos de inseminaciones in vitro. Se han logrado obtener células troncales de tejidos adultos, o incluso de embriones sin destruirlos, pero eso no ha alterado la necesidad de disponer de embriones completos, ya que las otras técnicas no alcanzan ni la efectividad ni la reproductividad propia de las células troncales embrionarias. Por lo mismo, en su intento de desarrollar las posibilidades que ofrece la medicina a partir de la manipulación del embrión, los científicos han considerado imprescindible experimentar con embriones humanos. Ante esa posibilidad de experimentar con embriones humanos, la sociedad ha reaccionado tan polémicamente que es evidente que se ha cometido el error de asimilar el concepto de embrión al de feto o hasta al de un ser humano. De ahí que algunos consideren, casi siempre desde un punto de vista religioso, que un embrión debe tener los mismos derechos que un ser humano. Para ello se argumenta que un embrión es un ser humano “en potencia”, cosa que precisamente cuestionaré en este escrito. Parto de la necesidad de que esta polémica ‐como toda polémica ética con implicaciones políticas‐ sea analizada desde un marco no teísta ni religioso 1 : las creencias religiosas son respetables en lo individual, pero resulta injustificable pretender imponerlas a toda una comunidad. Y lamentablemente la impronta que ha tenido la religión en la discusión sobre el estatus ontológico y moral del embrión se encuentra desbordada. El mismo presidente Bush, en su ahora famoso discurso del 9 de agosto de 2001, declaró públicamente lo siguiente: “Mi posición en estos tópicos está formada por profundas creencias...creo que la vida humana es un don sagrado de nuestro Creador. Me preocupa una cultura que devalúa la vida...” 2 Ruy Pérez Tamayo, Ética médica laica. Fondo de Cultura de México – El Colegio
Nacional, México 2002.
2 George W. Bush, “On stem cell research”. Discurso pronunciado en La Casa Blanca
el 9 de agosto de 2001. Al presidente del país más poderoso del mundo le preocupa la
vida de los embriones; no así la de los inmigrantes mexicanos, ni de los niños iraquíes,
por poner tan sólo un par de ejemplos. Tales preocupaciones, en el presidente Bush
resultan tan cuestionables como sospechosas.
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Basado en meras creencias religiosas, el presidente Bush decidió no asignar fondos federales para investigaciones con células troncales embrionarias, sino apoyar únicamente las investigaciones con las líneas celulares ya existentes, ya que en esos casos, dijo, la decisión “entre la vida y la muerte” ya fue tomada. Son tres las cuestiones que pueden resaltarse: 1.
Primeramente, el presidente del país más poderoso del mundo declara su preocupación por una cultura que devalúa la vida al mismo tiempo que continúa con una política que por años ha asesinado civiles en toda región del mundo. La supuesta defensa de Bush por la vida embrionaria resulta más que cuestionable, ridícula, frente a la constante devaluación y anulación de miles de vidas humanas en aras de su política internacional. 2.
En segundo lugar, es con base en argumentos basados en creencias religiosas que se tomó una decisión de política médica que afectaría a millones de individuos que podrían beneficiarse de las investigaciones sobre este nuevo descubrimiento. 3.
Por último, al considerar que la decisión sobre la vida y la muerte ya fue tomada para ciertos embriones de los cuales se han aislado ya las células troncales, se pretende asentar el valor de la vida embrionaria en la misma medida que la vida propiamente humana. Me parecería más correcto iniciar el análisis de este problema aceptando que lo que una entidad es, se expresa por medio de una definición. Esto nos llevaría a ver que la definición de embrión ha cambiado considerablemente a través del tiempo. En ese sentido el viejo Heráclito estaría en lo cierto al afirmar que nada es, que todo deviene, que la forma de ser de las cosas en el mundo en que vivimos es la de permanecer en constante cambio. Así tenemos que para el antiguo griego, era la palabra que designaba tanto a un joven como a un feto. 3 En efecto, el sustantivo un derivado del verbo es que significa “retoñar”: de modo que el embrión era visto en general como un retoño humano. 4 Y este dato resulta más que revelador. Hoy en día resultaría por lo menos de mal gusto llamar a un hijo “pequeño retoño”, pero Cf. Liddell and Scott Greek- English Lexicon. Oxford, Clarendon Press, London, 1997,
p. 253
4 Cf. J. Corominas, Diccionario Crítico Etimológico Castellano e Hispánico, Gredos,
Madrid, 1980, Vol. II, p. 562.
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resultaría absolutamente imposible llamarle “pequeño embrión” ¿por qué? Porque la comprensión de lo que un embrión es ha cambiado de la Grecia antigua a nuestros días. Pero no sólo ha cambiado a través del tiempo: siempre, en un mismo periodo, han coexistido diferentes concepciones sobre el embrión. Así, por la misma época en que los griegos consideraban al embrión como un joven, los antiguos habitantes de India, por ejemplo, le consideraban simplemente el producto de la combinación entre el semen y la sangre. 5 Y podríamos pensar que hoy en día sabemos con toda claridad qué es un embrión, pero creo que esto no es así. Y esto es sumamente grave, porque como lo ha hecho ver Jane (“Maienshain") Maienschein, en su artículo “The Language really matters”, 6 las discusiones políticas dependen del lenguaje, y en lo que respecta a la legislación sobre la experimentación con embriones, del uso específico de nuestros vocablos puede depender el que sea o no aprobada una ley que haría avanzar la ciencia médica considerablemente. A mi modo de ver, el problema es que las definiciones actuales de “embrión” incluyen demasiadas facetas del desarrollo de un ser humano, y no existe una definición clara de lo que un embrión es. Para no ir muy lejos, en el libro de Moore sobre Embriología médica, en el cual aprenden hoy en día esta materia miles de jóvenes, no sólo en nuestra Universidad sino en muchas universidades del mundo, se encuentran definiciones contradictorias de lo que un embrión es. Moore se refiere al cigoto como “(...) el comienzo de un nuevo ser humano (...) es decir, un embrión.” Y más adelante, al explicar las células centrales del blastocisto, dice que éstas constituyen “(...) el primordio o comienzo del embrión”. 7 Entonces el lector de este texto se pregunta: ¿el embrión comienza como cigoto, como blastocisto o como gástrula? Porque la diferencia implica –como enseguida veremos‐ un abismo. Considero que las dos primeras etapas del embrión nos remiten a un ente que no es, en definitiva, un ser humano en potencia, mientras que la gástrula nos remite ya a otro Según Moore, “Se estima que en el año 1416 a.C. se escribió un breve tratado
sánscrito sobre embriología antigua hindú. Esta obra hindú, llamada Garbha
Upanishad, describe ideas antiguas sobre el embrión.” Cf. Moore Persaud, Embriología
clínica, Madrid 2004, p. 9.
6 Jane Maienschein, “The Language really matters” en Michael Ruse- Christopher A.
Pynes, op.cit. p.p. 35 – 51.
7 Moore Persaud, op.cit., Madrid 2004, p.2.
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tipo de entidad. Aristóteles dejó definido lo que puede entenderse como ser en potencia y ser en acto. Para él la potencia es s, pero los significados de la s varían desde el punto de vista del cual se está hablando, pues las diferentes categorizaciones posibles de un ente cualquiera, hacen que ‐como decía el estagirita‐ el ser se diga de muchos modos. De los significados de ser en potencia que aparecen en la Metafísica aristotélica 8 podemos distinguir dos: 1. Potencia como el poder de una entidad para producir un cambio en otra. 2. Potencia como el poder que tiene una misma entidad para pasar a otro estado. Este último significado es el fundamental para Aristóteles, y por ello para él potencia y acto son conceptos que se complementan al indicar el paso de una entidad menos formada a otra más formada. Potencia o s es así el movimiento mediante el cual una entidad puede por sí misma pasar a otro estado más evolucionado. Con base en ello tendríamos que preguntarnos en qué medida un embrión tiene en sí mismo la potencia para pasar a un estado más evolucionado. Son pues cuatro los diferentes momentos en la vida del embrión que nos interesan: el cigoto, la mórula, el blastocisto y la gástrula. Lo que tenemos que preguntarnos para saber si un embrión es un ser humano en potencia, es si en cada uno de estos cuatro momentos el embrión tiene en sí mismo el poder necesario para pasar a otro estado. Y es por medio de esta pregunta que caemos en cuenta de una diferencia fundamental: la gástrula, en efecto, tiene el poder de desarrollarse en tal, pues al pasar a formar parte del tejido uterino de la madre, se injerta en él y adquiere de él ‐esto es: de la también potencial madre‐ tal potencia. Por contraste, en los tres momentos anteriores ‐el cigoto, la mórula y el blastocisto‐ el embrión no tiene en sí mismo el poder de pasar a otro estado; no puede convertirse en un ser humano: se requiere de la implantación en el útero materno para adquirir dicha posibilidad. Cabe señalar que sin embargo esto no le otorgaría a la gástrula el estatus de ente en potencia, pues la potencia como tal le viene dada de la propia madre, de modo que aún en el caso de la gástrula, su ser en potencia anida, literalmente hablando, en la madre receptora. Sin embargo, la diferencia entre una faceta de desarrollo y otra es tal Aristóteles, Metafísica, libro
1990, p. p. 436 - 479.
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Edición trilingüe de García Yebra, Gredos, Madrid,
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que resulta imposible hablar de embrión en general. Porque el estatus ontológico que va del cigoto a la gástrula implica potencias y posibilidades completamente diferentes. Esto nos muestra que el término “embrión” es tan amplio que abarca demasiados momentos diferentes, dice demasiado y por lo mismo termina por no decir nada con claridad. Podríamos decir que conforme ha avanzado el conocimiento científico, este término ha ido limitándose más y más. Una prueba de ello es el viejo uso griego del vocablo: antes se usaba el término “embrión” para hablar de un feto o un ser humano joven por igual. Este término abarcaba la vida humana desde sus inicios en el útero materno hasta la juventud temprana. Con el paso del tiempo, el concepto se limitó únicamente a ciertas facetas de la vida intrauterina. Es así como ahora se usa ese mismo término para hablar de un cigoto o un blastocisto por igual. Y sin embargo el conocimiento es este campo del saber ha avanzado tan considerablemente que resulta no sólo posible, sino necesario, esclarecer más las diferencias y dejar de usar ese término para ganar así especificidad en el lenguaje y en nuestra comprensión de la vida: más que hablar de embrión, resulta imprescindible hablar de cigoto, mórula, blastocisto o gástrula, porque sólo a partir de la gastrulación, el embrión se transforma, conjuntamente con la potencial madre, en un ser humano en potencia. 9 Y con esto en mente, me parece poco afortunada la idea hoy en día muy difundida de llamar pre‐embrión al cigoto, a la mórula o al blastocisto, pues apela nuevamente a esa entidad tan general que es el embrión; como si se quisiera ocultar o matizar al embrión en su ser anteponiendo la partícula “pre” a la palabra embrión. Cigoto, mórula, blastocisto son nombres reales que pueden y deben ser usados como tales. Porque el estatus ontológico de cigotos, mórulas, blastocistos no es el mismo que el de la gástrula. Una mórula o un blastocisto son un conjunto de células sin identidad propia. De una de esas células originarias puede desarrollarse uno o más seres humanos. De hecho esas células reunidas en forma de cigoto o blastocisto, en varias ocasiones suelen ser desechadas por medio de la menstruación sin que siquiera la mujer lo sepa, como sucede en el caso de aquellas que usan un dispositivo intrauterino. Y aun así, un ser en potencia no puede tener los mismos derechos que un ser en
acto. Pero tratar ese tema nos llevaría a hablar del aborto y no del estatus del
embrión, que es lo que nos interesa.
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Y sin embargo no podemos decir que el estatus ontológico de un blastocisto es el de una cosa. Hablamos de una entidad viva, que por no ser ni una cosa ni un animal formado, tiene un nivel y un estatus ontológico intermedio. Por lo mismo, es necesario que reciba un trato respetuoso; que se le trate con el mismo respeto con el que se trata, por ejemplo, el corazón donado a un enfermo para su transplante. Los órganos donados no son cosas ni animales completos, son órganos vivos que pueden generar vida cuando se les maneja con los cuidados necesarios. Lo mismo sucede con los blastocistos: éstos deben estar en manos de científicos que sepan aprovecharlos y puedan tratarles con el respeto necesario. Y en ese sentido me parece lamentable que revistas como Science, anuncien ya, muy al estilo norteamericano, “kits” completos de líneas de células troncales a la venta. Aunque se trata de células que provienen de cordones umbilicales, ese tipo de actitudes mercantiles nos dejan prever un peligro: el de tratar como objeto de compra‐
venta entidades que debieran ser objeto de cuidado y de respeto. Quienes ahora planean las políticas médicas en todo el mundo, podrían comenzar por prohibir la compraventa de órganos para su transplante como se prohibió la compraventa de sangre. Los órganos, al igual que la sangre y los embriones, debieran ser objeto de una donación respetuosa, nunca objetos de compraventa al alcance de los ricos y poderosos. Pues si bien un embrión no es una persona, y por lo mismo no puede tener propiamente derechos, eso no implica que no pueda ser un bien jurídicamente tutelado: de hecho, debiera serlo. Y sin embargo, debido a la falta de consensos en las opiniones en torno al estatus ontológico y ético del embrión humano, en México se ha producido una “parálisis legislativa”, que como lo ha señalado Pedro Isabel Morales, ha afectado de manera paradójica tanto los derechos de las personas como la tutela del embrión. La falta de legislación provocada por esta parálisis legislativa ha permitido que prácticas como la fertilización in vitro se lleven a cabo sin regulación alguna: ni sanitaria, ni económica, ni ética, ni de ningún otro tipo: el conflicto ideológico ha paralizado a los legisladores. ¿Por qué ha causado tal conflicto el experimentar con un conjunto de células sin identidad propia? ¿Por qué en un mundo en donde mueren a diario cientos de niños de hambre, en donde mueren cientos de inocentes en guerras, donde se abusa y se 7
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esclaviza a niños y mujeres, se ha creado una defensa tan radical sobre la vida de los embriones? La supuesta defensa de la vida embrionaria llevada a cabo por el presidente Bush, se basa en un supuesto respeto a la vida. Pero insisto: ¿por qué defender tanto la vida embrionaria cuando se invierten millones en armamento para matar hombres, mujeres y niños en diferentes partes del mundo? Pero no sorprende que así sea: se trata de un gobierno que nunca se ha caracterizado por ser coherente. Lo que sorprende es que la polémica haya anclado con tal facilidad en la población en general. Y para ello creo que existen al menos dos razones: La primera ya la hemos mencionado anteriormente: es imposible resolver una polémica cuando uno de los dialogantes, en lugar de razonar, impone creencias religiosas como la parte fundamental de sus argumentos. Este no es, ciertamente, un fenómeno nuevo. Reacciones similares ocurrieron en 1796 cuando Jenner introdujo la vacuna contra la viruela en Inglaterra, en 1844, cuando Wells descubrió la anestesia para aliviar el dolor de una operación o del parto, en 1848 cuando Chadwick propuso limpiar el sistema de agua potable en Londres, en 1891, cuando se inició el uso clínico de los Rayos X, o a partir de 1945, cuando Domagk y Flemming encontraron formas de combatir enfermedades infecciosas. Al respecto, comenta Ruy Pérez Tamayo: Cada uno de los episodios que contribuyeron a transformar a la medicina de los siglos XVIII y XIX, de una tarea más bien samaritana y terapéuticamente limitada, en la medicina del siglo XXI, (...) en su tiempo fueron rechazados y satanizados, entre otras razones porque eran “antinaturales” y porque se oponían a “los designios de Dios”. 10 El parágrafo anterior señala dos causas por las cuales dichos descubrimientos fueron rechazados en su momento: por oponerse a “los designios de Dios” –de lo cual ya hemos hablado‐ o por considerarse métodos “antinaturales”. Esta segunda razón parece indicarnos que a todos los seres humanos nos asusta interceder en la vida para su creación o para su manipulación, porque en el fondo tenemos la impresión de que lo “natural” es bueno. Lo cual es absurdo, porque lo natural no es ni bueno ni malo, 10
Ruy Pérez Tamayo, op.cit. p. 10
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simplemente es, y nuestra vida está rodeada de soluciones antinaturales que nos parecen maravillosas. Pero ese temor a lo antinatural propicia la asunción de que la vida y la naturaleza no son perfectibles, y que, como lo considera por ejemplo el Tao te king, hay que dejar que la vida fluya de manera natural sin interceder en ella. Pareciera que el mito de Frankenstein o del Gólem borgiano se hace presente cada vez que se habla de clonación o de experimentación. Como si la creación de vida humana llevada a cabo por un ser humano tuviera que dar por resultado algo monstruoso. Pero la realidad es que la vida humana es bastante perfectible: la enfermedad y el dolor pueden ser menores gracias al avance científico y tecnológico. No toda intervención en la vida crea Frankensteins o Golems. El Gólem de Borges, 11 por ejemplo, como prototipo de la vida humana creada por la intervención de otro ser humano, causaba horror a su propio creador. Pero como lo expresó el mismo Borges, nosotros no somos más que un Gólem en la cadena de la existencia universal. El ser humano es una especie de Gólem que puede ser perfeccionado, y quien no lo considere así, debiera dejar de lado todos los avances de la ciencia, desde la aspirina o la penicilina hasta cualquier otro avance de los miles que ha tenido la ciencia en el siglo pasado: o aceptamos que la vida humana puede mejorarse, o renunciamos a los productos y beneficios de la ciencia y la tecnología. El Gólem y el rabino borgianos como metáfora del ser humano ‐personificado en el Gólem‐ y la naturaleza, que Borges personifica en la figura de Dios, dibuja el miedo que ocasiona la ciencia genómica actual: aquel rabino en Praga creó vida humana y luego, al ver a su Gólem se arrepintió: “(...) Cómo (se dijo) pude engendrar este penoso hijo y la inacción dejé, que es la cordura? ¿Por qué di en agregar a la infinita serie un símbolo más? ¿Por qué a la vana madeja que en lo eterno se devana, di otra causa, otro efecto y otra cuita?” Jorge Luis Borges, Obra poética, “El otro, el mismo. (1964)”; El Gólem. Emecé
Editores, Buenos Aires, 1989, p.p. 206 – 209.
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Y sin embargo el Gólem no es más que una metáfora humana, demasiado humana. Y así lo asume Borges al pintarnos al meditativo rabino al final de su poema de la siguiente manera: En la hora de angustia y de luz vaga, en su Gólem los ojos detenía. ¿Quién nos dirá las cosas que sentía Dios, al mirar a su rabino en Praga? La vida humana puede mejorarse. Pero permítaseme una reflexión final: Si la vida humana puede mejorarse, ¿Por qué entonces los intentos de una vida mejor nos han llevado a la devastación del planeta, a la extinción de especies animales, o a la depauperación de ríos y mares? Los avances científicos y tecnológicos que tanto valoramos han ido de la mano de una especie de intervencionismo del ser humano para con el planeta, que ha resultado fatal para el medio ambiente y para la vida de cientos de especies animales. Pero ¿tienen la ciencia y la técnica la culpa de ello? Considero que creerlo así sería un error. La devastación de nuestro hábitat se debe más bien a que hasta ahora la intención de quienes detentan el poder no ha sido mejorar la vida, sino lucrar con ella. Pensar y cuestionar el mundo tecnificado en que vivimos, el por qué y el para que de la ciencia y de la técnica, puede abrir la posibilidad de incidir sobre el sentido de la ciencia y la técnica actuales. La violencia ejercida contra la naturaleza acaba siempre por volverse contra la naturaleza interior del ser humano: quien escupe la tierra, se escupe a sí mismo. Pero más que huir de la ciencia y la técnica, urge meditar sobre el lugar del ser humano en el mundo tecnificado y su forma de ejercer el saber científico y su aplicación tecnológica. Y esa es la labor de la filosofía: hablar del sentido de la técnica o de la ciencia no compete a la ciencia ni a la técnica, sino a la filosofía. En ese sentido sólo una revalorización de las así llamadas humanidades puede llevarnos a una nueva relación con la técnica y con el mundo actual. 10
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Lo diré con claridad: todo avance científico es ciego sin la guía de la reflexión humanística y filosófica, y corre el riesgo de perderse en un ejercicio sin sentido. Sobran ejemplos al respecto en el mundo actual: no sólo la devastación del planeta, sino lo que se invierte en técnicas para nuevos tipos de armamento, lo que se invierte en lograr medios de transporte más veloces, o en fingir una ridícula conquista del espacio exterior, no tiene sentido alguno ante el dolor, la desigualdad, el hambre y la pobreza en todas partes del mundo. Son las humanidades –y particularmente la filosofía como pensamiento reflexivo‐ quienes han de esclarecer los diferentes sentidos posibles en el camino de la ciencia. Lo que nos hace humanos es esa capacidad de darle un sentido a las cosas, en particular a nuestras vidas. Mientras la ciencia tecnificada continúe su camino ciegamente, sin guía filosófica alguna, seguirá avanzando con pasos de gigante de manera inversamente proporcional al avance del sinsentido, del empobrecimiento espiritual y de la depauperación del planeta. Sólo el pensamiento reflexivo puede darle un sentido coherente al avance científico y tecnológico. Las ciencias pueden y deben seguir ensimismándose en el estudio especializado de un árbol o de la rama de un árbol, o de la hoja de la rama del árbol: pero la filosofía puede y debe tener la visión general, la theorein, la theoría, esto es: no el conocimiento del árbol, la rama o la hoja, sino el mapa del bosque. 11