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LA FILOSOFÍA DE LA POSMODERNIDAD
Vivimos en un tiempo de “astronautas” y “náufragos”, de “fanáticos” y de “zombis”. La filosofía ha
abandonado las grandes cuestiones que la han asediado desde antaño para entrar en el sendero del
pensamiento débil. La modernidad ha encontrado su ocaso, su deterioro e incluso, para algunos, su
fallecimiento. Pero junto al pensamiento filosófico, también la ciencia, el arte, la moral, la religión... han
perecido en brazos de la ideología de la posmodernidad. Ella es, sin duda, una gran representante del
pensamiento de finales del siglo XX.
1. LA FILOSOFÍA POSMODERNA
¿Es posible tratar de la filosofía posmoderna? ¿No es acaso la posmodernidad el deterioro definitivo de lo
filosófico? Autores como Lyotard, Vattimo, Lipovetsky, Finkielkraut, entre otros, se han ocupado de mostrar
una nueva forma de entender la filosofía. Los grandes maestros han desaparecido porque todo vale. La
posmodernidad es la victoria ¿definitiva? de los sofistas frente a la Filosofía, con mayúscula, frente a los
grandes Sistemas, frente a la Ontología, la Moral, la Estética o la Religión.
El pensamiento posmoderno surge como reacción a la Ilustración del siglo XVIII, a la filosofía que cree en la
absolutización de la Razón y en el sentido único de la historia. Rousseau, Kant o incluso más tardíamente
Hegel pueden considerarse los filósofos prototípicos de la modernidad. Frente a ellos la obra demoledora de
Nietzsche abre las puertas del abismo posmoderno1. Nietzsche es uno de los exponentes de la que Paul
Ricoeur 2 llamaba “filosofía de la sospecha”, y esta sospecha, en el caso de Nietzsche, radica precisamente
ahí, en el hecho de considerar que la modernidad no es más que la recuperación de la vieja tradición apolínea
occidental que surgió con Sócrates y Platón y que culmina en el proyecto ilustrado.
Nietzsche formula en su obra “La gaya ciencia” la sentencia que proclama el fallecimiento de la modernidad:
Dios ha muerto. No hay desde ahora un punto de referencia común, un fundamento axiológico, un “arriba y
un abajo”. Es la irrupción del nihilismo: “Nietzsche, en efecto, ha demostrado que la imagen de una realidad
ordenada racionalmente sobre la base de un fundamento (la imagen que la metafísica se ha hecho siempre
del mundo) es sólo un mito “tranquilizador” propio de una humanidad todavía bárbara y primitiva...” 3.
Ya no hay verdad filosófica, sino verdades; no existe un sentido de la historia, sino que cada cual debe
inventar el suyo, y la razón, el viejo instrumento filosófico que había creado el pensamiento griego, deja de
tener vigencia...
Un hombre loco aparece en pleno día en una plaza pública con una linterna exclamando: “Busco a Dios,
busco a Dios”. Pero como había muchos que no creían en Dios sus gritos provocaron risas. “¿Es que se ha
escapado? ¿Acaso se ha escondido?”. El hombre loco no se altera. Se encara a ellos y les dice: “Nosotros
hemos matado a Dios. ¡Todos nosotros somos sus asesinos!”. El fragmento pertenece a La gaya ciencia de
Nietzsche. Dios es el horizonte, y nosotros lo hemos borrado, aniquilado. Es evidente que no debe
interpretarse el concepto de Dios en el sentido clásico de “Dios cristiano”. Como Heidegger se ha ocupado
de mostrar en sus trabajos sobre Nietzsche, Dios es todo el mundo suprasensible, el mundo de las ideas de
Platón, el ser trascendente. La muerte de Dios significa ontológicamente que el ser es ente, que el ser es lo
que aparece, que el ser es superficie, es presencia. Heráclito, con su “Todo fluye”, ha barrido a Parménides,
el de “El ser es”.
El propio Nietzsche se asustó de su descubrimiento. La muerte de Dios lleva consigo la muerte del hombre,
del sujeto moderno. Desde ahora ya no será posible, en su opinión, volver a situar a la realidad como punto
de partida de nuestras indagaciones y elucubraciones. El ego cogito cartesiano, el sujeto trascendental
kantiano, o incluso el sujeto absoluto de Hegel, son aniquilados definitivamente. El sujeto epistemológico
quedará superado, en las nuevas filosofías posmodernas, por el sistema (Luhmann) y la estructura (Foucault).
El superhombre de Nietzsche no es un hombre superior, más hombre, más individuo, más sujeto, sino la
categoría que rompe con el antiguo concepto moderno de hombre. El superhombre de Nietzsche supone un
antihumanismo 4.
Heidegger también recuperará esta nueva tradición posmoderna al considerar al ser humano como pastor
del ser, y oponerse así al humanismo existencialista sartriano. Pero la superación del hombre en
superhombre es una mutación definitiva. El concepto de superación queda, en las filosofías posmodernas,
completamente fuera de combate. Lo mismo sucede con las viejas categorías del pensamiento europeo
tradicional. Ya no existe el progreso, ya no tiene sentido pensar en el sentido. El superhombre anunciado en
la muerte de Dios de Nietzsche lleva consigo una nueva concepción del tiempo y de la historia que acaba por
derrumbar la escatología judeocristiana: el eterno retorno.
El presente, el instante, cobra una radical primacía frente al pasado o el futuro. Sólo el presente vale,
porque cada instante es único y no hay esperanza en el mañana, en el después. Ya no hay proyecto, porque
ya no hay sujeto para proyectarse. Tampoco es posible concebir el progreso histórico 5. El presente es la
única dimensión de la temporalidad que sigue vigente. Todos los valores de la antigua persona perecen. No
hay otro Ser que la pura presencia, el ser no trasciende los entes, porque admitir tal trascendencia supondría
aceptar la realidad del Absoluto, y ello no es posible en la filosofía de la posmodernidad. De ahí que el ser no
posea “estructuras estables”6, para que el pensamiento tenga donde agarrarse. El pensamiento no puede
fundarse, porque no hay “fundamento” (Grund, en alemán). Todo es precario, todo es relativo. Si acaso
solamente existe una certeza absoluta, una certeza mínima: la negación del absoluto, o el absoluto de la
relatividad. Jameson ha resumido en cinco los rasgos constitutivos de la ideología de la posmodernidad 7:
1. Una nueva superficialidad que se encuentra prolongada tanto en la “teoría” contemporánea como en toda
una nueva cultura de la imagen o el simulacro.
2. Debilitamiento de la historicidad. La modernidad encuentra su final desde el momento en que no es
posible descubrir una visión unitaria de la historia 8.
3. Un subsuelo emocional totalmente nuevo.
4. Profundas relaciones de todo ello con una nueva tecnología.
5. Misión política del arte en el nuevo espacio mundial del capitalismo multinacional avanzado.
Pero la posmodernidad es, ante todo, la filosofía de la desmitificación 9, de la desacralización, la filosofía
que desvela el derrumbamiento de los viejos ídolos. Las repercuciones en el terreno de la ética son graves: ya
no existen imperativos categóricos, no hay evidencias apodícticas. Ética y sociología, moral y política se
confunden o se identifican. Valores sociales y valores morales se entremezclan sin posiblidad de establecer
fronteras entre ambos. Leamos este texto de Vattimo al respecto: “Tras Nietzsche, tras la desmitificación
radical, la experiencia de la verdad no puede ser ya simplemente tal como era antes: ya no hay evidencia
apodíctica, aquella en la que los pensadores de la época de la metafísica buscaban un fundamentum
absolutum et inconcussum”10.
Incluso las teorías científicas se ven acosadas por la filosofía de la posmodernidad. Kurt Gödel, en el año
1931, ya mostró la incapacidad de las teorías científicas para autosostenerse. En todo sistema aritmético
existe siempre una proposición que no es ni demostrable ni refutable dentro de este mismo sistema 11. La
estructura de las revoluciones científicas de Kuhn acercó las ciencias de la naturaleza a las ciencias
humanas. El viejo anhelo positivista de un saber científico coherente, autónomo, trascendente, se tambalea.
Las ciencias exactas pasan a tener dependencia de lo social. La posmodernidad deja sin soporte al mismo
discurso científico. La naturaleza no está escrita en lenguaje matemático, sino que, en todo caso, somos
capaces de leerla de tal modo, pero también es posible verla míticamente, artísticamente... Y cualquiera de
estas formas resulta tan válida como las anteriores. Feyerabend ha mostrado que ciencia y mito se
encuentran mucho más cerca de lo que los antiguos ilustrados creían. No se puede rebatir el discurso
científico desde lo mitológico, ni a la inversa. Todo vale. La ciencia es también un modo de narración, una
novela. Como ha advertido Lyotard: “Desde Platón la cuestión de la legitimación de la ciencia se encuentra
indisolublemente relacionada con la de la legitimación del legislador. (...) Hay un hermanamiento entre el tipo
de lenguaje que se llama ciencia y ese otro que se llama ética y política: uno y otro proceden de una misma
perspectiva o si se prefiere de una misma “elección”, y ésta se llama Occidente. (...) ¿Quién decide lo que es
saber, y quién sabe lo que conviene decidir?. La cuestión del saber en la edad de la información es más que
nunca una cuestión de gobierno” 12.
El saber científico es un modo de conocimiento, entre otros, y no posee en sí mismo una entidad mayor que
la de otros modos de conocimiento tales como el arte, la religión o la filosofía.
De ahí la imposiblidad de reducir todo saber confiable al saber científico. Justificar la validez del saber
científico desde él mismo es incurrir en un verdadero círculo vicioso que la filosofía posmoderna no soporta.
El positivismo tuvo la ilusa pretensión de absolutizar la ciencia tomando como modelo la física-matemática.
Pero desde Herder, por ejemplo, sabemos que solamente existen saberes “regionales”13 y relativos. Admitir
la historicidad del saber y de la razón es equivalente a la negación de toda trascendencia y de todo absoluto.
La seguridad de la ciencia, el poder de la razón, la certeza del pensamiento y del individuo... no son más que
falsos ídolos que ahora, la posmodernidad se ha encargado de desenmascarar 14. Todo ello sería,
parafraseando a Sartre, una pasión inútil.
2. LA CULTURA Y EL HOMBRE POSMODERNO
La civilización posmoderna abre un cambio de rumbo en las consideraciones de la historia y las
ciencias humanas contemporáneas de finales del siglo XX. El valor de las mayúsculas ha perecido a
favor de las minúsculas. Los nuevos sofistas han hecho su aparición transformando todo lo que encuentran
a su paso. La apariencia devora al ser. Las grandes revoluciones modernas, los enormes mitos, las
esperanzas en sociedades justas... todo ha concluido. Desconfianza en la ciencia y en la técnica, en los
valores de libertad, igualdad y fraternidad, en lo universal frente a lo particular... El estado de la cultura
moderna ha tocado fondo.
La nueva civilización ha abierto senderos de desesperanza. La utopía colectiva no tiene sentido. Los
mínimos han conquistado los máximos (hablar de “ética mínima” casi se nos ha impuesto como una
obligación). El individuo solitario, que tiene a su alcance grandes posibilidades de transmitir
informaciones, no sabe qué comunicar, porque ya no hay comunicación. No hay comunicación en
el sentido de que no es posible poner nada en común, no hay nada que compartir, porque todos
somos “zombis”, habitantes de una colectividad de islas. La cultura posmoderna es la cultura del
archipiélago. Nada es homogéneo. Es el triunfo de la heterogeneidad. Pero nuestra civilización
actual no vive en la ausencia de valores. Ello no sería posible. La posmodernidad no destruye lo
axiológico, sino solamente su fundamento absoluto, su punto de referencia. La posmodernidad
inventa nuevos valores, pero todos ellos andan huérfanos de fundamento: hedonismo, egoismo,
ecologismo, pacifismo, ausencia de sentido, estética kitsch, retorno a lo regional: “...lo que fascina a
los posmodernismos es precisamente todo este paisaje “degradado”, feísta, kitsch, de series
televisivas y cultura de Reader´s Digest, de la publicidad y los moteles, del “último pase” y de las
películas de Hollywood de serie B, de la llamada “paraliteratura”, con sus categorías de lo gótico lo
romántico en clave de folleto turístico de aeropuerto, de la bibliografía popular, la novela negra,
fantástica o de ficción científica: materiales que ya no se limitan a “citar” simplemente, como
habrían hecho Joyce o Mahler, sino que incorporan a su propia esencia”15.
Por el contrario, lo moderno siempre ha tenido vocación de entidad, de unicidad, tal como
evidencian los “ismos” artísticos, superponiéndose uno a otro, en un intento explicativo y unitario
de la realidad. Sin embargo, en los últimos años, lo “moderno” ha ido decayendo, vaciándose de
contenido, tal como lo evidenciamos en la década de los años setenta, al asistir a la concepción de lo
moderno como revival de la propia modernidad; lo out, lo pre, lo retro, era lo in, lo actual, lo
definidor.
El realismo se convertía en hiperrealismo, lo abstracto en neoabstracto y la propia realidad en pop
art. Incluso se ha perdido, en las culturas juveniles, la búsqueda de lo nuevo; por lo general, la
música actual ha ido renaciendo de ella misma con escasas aportaciones, la moda ya no es un nuevo
lenguaje estético sino una cuestión de marcas y anagramas. La cultura de la modernidad va poco a
poco sucumbiendo, agotándose en sí misma y dando paso a nuevas perspectivas; es, en definitiva,
el nacimiento de la sociedad y de la cultura post.
Incluso la vieja Europa ha perdido su identidad. El multiculturalismo ha irrumpido con toda su
fuerza. El modelo europeo ya no tiene razón de imposición. Lo europeo ya no es modelo para nada
ni para nadie. Hemos abandonado algo esencial a la civilización europea: la colonización 16. No
tiene sentido convertir las otras culturas en europeas, sino simplemente aceptar su idiosincrasia,
porque todo vale, porque no existe ningún pattern que justifique una valoración intercultural. La
crisis posmoderna es una crisis del fundamento axiológico de todo Occidente, un desmoronamiento
de las tradiciones, del sentido de la vida y de los criterios éticos objetivos o incluso intersubjetivos
17
. Vivimos, entonces, en una constelación posteurocéntrica 18.
La “diferencia” es la categoría sociológica fundamental. La cultura posmoderna es una cultura
pluricultural. Ello no significa otra cosa que la drástica oposición a lo homogéneo. Diversidad
frente a la integridad. Pero lo que resulta más interesante de la cuestión respecto a tal diversidad, es
que la heterogeneidad cultural no se da únicamente en el nivel supranacional o supraestatal sino
que es, sobre todo y principalmente, interestatal. La proliferación de subculturas, de tribus urbanas,
con sus propias reglas, rituales, normas, valores, etc. Son una clara muestra del pluralismo
intercultural posmoderno en el que vivimos inmersos. De nuevo recurrimos a un texto de Vattimo:
“Si hablo un dialecto en un mundo de dialectos seré consciente también de que la mía no es la única
“lengua” , sino precisamente un dialecto más entre otros. Si profeso un sistema de valores –
religiosos, éticos, políticos, étnicos- en este mundo de culturas plurales, tendré también una aguda
conciencia de la historicidad, contingencia y limitación de todos estos sistemas, empezando por el
mío” 19.
, es la expresión clara de la derrota del pensamiento, de la
derrota de la cultura europea. Las pulsiones descritas por la antropología freudiana se manifiestan a
sus anchas en la vida cotidiana. El principio de placer, de placer privado e individual, de placer
inmediato y solitario, por un lado, y el principio de agresividad, patente en la velocidad de los
automovilistas 21, en el cine y el teatro, en los espectáculos deportivos de masas, en el arte 22, en la
música, en la publicidad y en la moda. En la literatura de Joyce, Proust, Musil o Faulkner no hay
privilegios para ningún momento de la narración. Todo merece la pena de ser explicado. El interés
privado adquiere el rango de público. Y además no existen criterios para distinguir lo que es arte de
lo que no lo es. Un par de botas equivale a Shakespeare: 23 “El actor social posmoderno aplica en su
vida los principios a los que los arquitectos y los pintores del mismo nombre se refieren en su
“El rey desnudo”, de Finkielkraut
20
trabajo: al igual que ellos, sustituye los antiguos exclusivismos por el eclecticismo; negándose a la
brutalidad de la alternativa entre academicismo e innovación, mezcla soberanamente los estilos; en
lugar de ser esto o aquello, clásico o de vanguardia, burgués o bohemio, junta a su antojo los
entusiasmos más disparatados, las inspiraciones más contradictorias; ligero, móvil, y no envarado
en un credo ni esclerotizado en un ámbito cultural, le gusta poder pasar sin trabas de un restaurante
chino a un club antillano, del cuscús a la fabada, del jogging a la religión, o de la literatura al ala
delta” 24.
Y es que si la cultura, en la modernidad, siempre fue vista y definida como postura “anti”, y por
tanto en contra de lo establecido y en contra de las concepciones axiológicas que propugnaba el
sistema o el poder –recuérdese el Desayuno sobre la hierba de Manet, Las señoritas de Avignon de
Picasso, el Ulises de Joyce o el propio marxismo, etc.-, ahora, con la posmodernidad, la cultura se
conforma como acción del sistema, replicando o reproduciendo, en consecuencia, la lógica del
capitalismo; la cultura es entendida como objeto de consumo 25.
La igualdad implica una superficialidad. Sin fundamento, sin puntos de referencia, todo es
diferente y, por lo mismo, igualmente lícito 26. De ahí que Vattimo pretenda ir todavía más lejos al
descubrir en la crisis de la comunicación la característica más genuina de la posmodernidad: “Con
todo, yo sostengo que el término posmoderno sigue teniendo un sentido, y que este sentido está
ligado al hecho de que la sociedad en que vivimos es una sociedad de la comunicación generalizada,
la sociedad de los medios de comunicación (mass media)” 27. Estos “medios” indudablemente son
los factores determinantes de la transmisión y reproducción de los esquemas y de los no valores o,
mejor dicho, de la nueva condición del valor en la posmodernidad.
Decimos esto porque es posible caracterizar la posmodernidad como una crisis axiológica, si bien
es algo más que determina en sí a esta nueva concepción del valor: es fundamentalmente una crisis
antropológica. El sujeto moderno, el punto cero de todas nuestras representaciones, ha desaparecido.
La persona ha quedado difuminada en el grupo, en la masa, en el sistema. Ello resulta todavía más
grave al hacer referencia a las relaciones de alteridad, a los procesos de comunicación y, por lo
mismo, a la educación.
El hombre posmoderno, como sujeto moral, ya no tiene con qué jugar en la cultura
contemporánea. La persona desaparece y, como mucho, surge el individuo. Pero éste ya no es el
portador de los valores éticos, el que se entrega con devoción al encuentro con los demás, sino aquel
que se observa a sí mismo, que busca la realización individual. La moralidad como elemento
trascendente a lo social ha desaparecido. El otro no es alguien que me ayuda en mi propia
realización, sino mi enemigo, el que me observa y me cosifica. El otro no ha quedado simplemente
excluido de las relaciones interindividuales, sino que además ha sido relegado 28 al ámbito de lo no
necesario, de lo no imprescindible.
El viejo humanismo ilustrado ya no tiene sentido. La autoconciencia no necesita, al modo de
Hegel o de Marx, de otra autoconciencia para constituirse, sino que es capaz de construirse en la
exclusión y en el dominio del otro. Es el juego de las máscaras. Es la sociedad carnavalesca. El
hombre posmoderno es zombi, astronauta o náufrago. Vivimos en un archipiélago antropológico.
Si existe algún valor que rige la antropología posmoderna éste, como advierte Lipovetsky, no es
otro que el narcisismo: “...el narcisismo, consecuencia y manifestación miniaturizada del proceso de
personalización, símbolo del paso del individualismo “limitado” al individualismo “total”, símbolo
de la segunda revolución individualista. (...)
En la actualidad son más esclarecedores los deseos individualistas que los intereses de clase, la
privatización es más reveladora que las relaciones de producción, el hedonismo y psicologismo se
imponen más que los programas y formas de acciones colectivas por nuevas que resulten” 29.
Nietzsche, en su obra Así habló Zarathustra, narra el episodio de las “tres transformaciones”: de
cómo el “camello” se transformó en “león”, y éste, a su vez en “niño”. El “niño” es el hombre
posmoderno, el narciso. El hombre burgués ha muerto, pero también ha hecho lo propio el hombre
proletario. Ya no hay un nosotros, ciertamente, como tampoco existe un yo, con sus fobias y filias,
con sus angustias y sus psicopatologías. El pensamiento de finales del siglo XIX y de principios del
XX había encontrado dos direcciones importantes: la vía de crítica social, ejemplificada en el
marxismo y sus derivados, y la vía existencial, personalista, de la que Sartre podría ser un buen
ejemplo. El hombre correspondiente a cada uno de ellos tenía, a su vez, dos importantes patologías:
la alineación y la angustia. Con la posmodernidad han desaparecido ambas. Tales conceptos y tales
experiencias escapan a las vivencias del hombre posmoderno 30.
Ya no tienen lugar problemas existenciales o sociales, al modo de la lucha de clases, porque
incluso el mismo concepto de clase ya no existe. Las tecnologías que dirigían los procesos
antropológicos y sociales al inicio del siglo han sucumbido. La turbina ha dejado paso al
ordenador. Las fuerzas de producción analizadas cuidadamente por Marx no encuentran referente
social, a la luz de la filosofía de la posmodernidad. Los modos de producción son ahora modos de
reproducción. Pero el ocaso de las tecnologías y de las formas de racionalidad va acompañado del
crepúsculo de los afectos. Si Nietzsche tenía alguna propuesta constructiva era precisamente ésta:
la afirmación del pathos, de la vida: la voluntad de poder. Tampoco el viejo Nietzsche ha podido
sobrevivir a su constatación de la muerte de Dios.
Jameson ha encontrado en el escalofriante cuadro de Munch, El grito 31, la expresión más clara de
las pasiones modernas que acaban de perecer. Además de la alineación y la angustia, ya
comentados, aparece la soledad, la fragmentación social y el aislamiento, como los sentimientos del
sujeto existencial moderno. La posmodernidad está lejos de El grito. Una nueva brecha en el terreno
de los afectos se abre. Las vibraciones personales se concretan en el deporte, en la velocidad, en el
riesgo del peligro, en la agresividad de la vida cotidiana, en las vorágines de las discotecas de los
fines de semana... y todo ello culmina en una nueva concepción de la acción educativa.
3. LA EDUCACIÓN EN LA CULTURA DE LA POSMODERNIDAD
La educación no ha escapado al vértigo de la ideología social posmoderna. La ausencia de fundamento
axiológico supone, a nuestro juicio, el signo más grave, más inequívoco, de la crisis de la educación. Tanto
en el nivel formal como no formal o informal –por utilizar los términos clásicos-, la acción educativa
posmoderna no solamente ha entrado en una importante lucha por su propia constitución y legitimación, sino
que incluso se ha visto amenazada en su propia entidad.
La escuela es moderna, los alumnos son posmodernos 32. Los currículos escolares, los proyectos
educativos de cada centro, las leyes de educación...necesitan para sobrevivir puntos de referencia, y en
cualquiera de ellos hace su aparición la razón moderna.
Los sistemas y las relaciones sociales andan por otros derroteros. A la diferencia y al relativismo se le
opone la rigidez y la unidad de los planes de estudio, a la velocidad de los cambios tecnológicos, la
perennidad de la ciencia clásica, y al absurdo y el desinterés de las humanidades el deseo de encontrar un
sustrato espiritual.
La familia tampoco ha salido mejor parada. Ésta se ha estructurado según parámetros de modernidad.
¿Acaso uno puede pensarla de otro modo? La familia es una estructura jerárquica, dominante, represiva, que
otorga privilegio al futuro, al proyecto que opera –o pretende operar- con parámetros de justicia y de igualdad.
La tolerancia y la solidaridad son valores educativos que reconocen la supervivencia de la modernidad familiar
y que, del mismo modo, la escuela tiene la inatención de seguir manteniendo. Pero los actores sociales
posmodernos se ríen. El abismo generacional resulta ahora, a todas luces, insalvable: “La escuela es la
última excepción al self-service generalizado. Así pues, el malentendido que separa esta institución de sus
usuarios va en aumento: la escuela es moderna, los alumnos son posmodernos; ella tiene por objeto formar
los espíritus, ellos le oponen la atención flotante del joven telespectador…” 33.
Pero ¿qué alternativas nos quedan? ¿Posmodernizar acaso la escuela? ¿No es acaso la posmodernidad el
fiasco definitivo de la educación, y más aún de la educación formal? Ciertamente, se ha intentado acercar la
escuela a la sociedad, pero la dinámica de la posmodernidad atenta contra lo que fenomenológicamente sería
el eidos de la institución escolar: la jerarquización, la planificación, el control, la evaluación… Todos estos
valores se nos antojan imprescindibles en la escuela –educación formal-, y sin embargo, la posmodernidad no
lo soporta.
La posmodernidad no cree en los sarcófagos del saber, simplemente porque el propio saber cambia de
estatuto al cambiar las condiciones sociales que lo sustentan; así, si en la sociedad moderna el saber se
fundamenta en la ciencia, en la posmodernidad, y tal como hemos mencionado, el saber se fundamentará en
la comunicación, o como afirma Lyotard 34, en los lenguajes (cibernética, informática, lenguajes máquina,
álgebras modernas, etc.). A propósito de lo mencionado puede hacerse aquí una comparación con cierto
valor ejemplar. Sin en el desarrollo del capitalismo y por tanto, en el contexto de la sociedad burguesa, la
ciencia servía para el desarrollo económico y social –quién no recuerda la máquina de vapor aplicada al
ferrocarril y a la navegación, así como todas las redes de distribución de mercancías que requirieron
gigantescos esfuerzos: construcción de carreteras, puertos, canales, vías férreas, etc. -, ahora, en la sociedad
posmoderna, al fundamentarse en los lenguajes, se necesitará también de unas nuevas redes de distribución
–las redes telemáticas y de comunicación- que hagan posible el transporte de la nueva mercancía: la
información. Y es que en la sociedad posmoderna el concepto económico de las mercancías se transformará
en el concepto económico de la información, por lo que podemos concluir afirmando que en la posmodernidad
el saber tiende a reemplazar al capital como recurso esencial. (¿Para qué entonces el discurso clásico de la
izquierda clásica?).
Forzosamente, esta transformación del papel del saber, e incluso de lo que se entiende por saber, afecta a
dos áreas que por sí misma son educativas: la investigación, en tanto que búsqueda de nuevos saberes –
lenguajes- y la transmisión, en cuanto se debe delinear un nuevo paradigma educativo para aprenderlos. Sin
embargo una cosa es cierta, el saber, en el futuro, no se asociará ya a la formación, lo que implica un cambio
radical al romperse el binomio herbartiano que aglutinaba la Bildung al proceso instructivo.
En la sociedad posmoderna se verá el saber en un sentido funcional, pero no como valor en sí mismo; de
ahí que fuera posible sustituir a Mozart por un “roquero impetuoso” y a Cervantes por el Capitán Trueno.
Finkielkraut, que es uno de los pocos estudiosos del fenómeno posmoderno que se ha tomado en serio la
cuestión educativa, considera que la escuela posmoderna implicaría un reajuste curricular en todos los
niveles. No solamente en el campo de las actitudes y los hábitos, lo cual resultaría obvio, sino también en el
orden de los contenidos, ya que sólo será contenido lo que realmente posea sentido operativo y utilitario; de
ahí que se vea la sociedad fundamentada en el saber: “Los gobernantes del mañana tendrán que inventar y
sobre todo deberán permitir inventar” 35. Otro autor de grandes éxitos ha profetizado también en el mismo
sentido: “Vamos hacia una economía en la que la principal actividad y la mayoría de empleos estarán ligados
a la información. La información (captar, tratar, emitir) consume poca energía y pocas materias primas, pero
exige un gran número de hombres formados” 36. A caso no podamos hablar de educación como en la
modernidad, al igual que no podemos hablar de lo cultural o de lo social como valor primigenio, pero el mundo
posmoderno exigirá saber y por tanto propiciará un sistema educativo asentado en la eficacia de la
transmisión de las informaciones consideradas valiosas y en el radicalismo utilitarista de la propia información
o conocimiento a transmitir. Asistiremos incluso a la necesidad del saber.
Cabrá, pues, plantearse la cuestión educativa en términos de eficacia y de utilidad, por lo que la enseñanza
individualizada, así como el valor del individuo 37, se verán en alza, en contra de la cultura del lazo social
natural. Se destruye, pues, la concepción funcionalista de la sociedad tan típica del sociologismo americano –
la paranoia de la razón, que diría Horkheimer-, así como el enfoque dinámico de la teoría crítica o marxista.
La sociedad posmoderna intuye el lazo social como consecuencia de la tecnología de la comunicación. Como
afirma Baudrillard 38, la posmodernidad implica el fin de la interioridad y de la intimidad del sujeto; el hombre
será un ser aislado, singular pero al mismo tiempo conectado a las redes telemáticas y audiovisuales de
diverso orden que lo pondrán en contacto con el mundo.
Básicamente, en la sociedad posmoderna se dará, tal como hemos visto, un cambio en el concepto de
cultura porque a su vez se dará una transformación en el concepto de ciencia o de saber. Para una
construcción pedagógica del tema, este saber debe ser nuestro punto de partida; así, podemos decir que en
la posmodernidad la alta cultura, la cultura institucional, no se fundamentará explícitamente en la ciencia ni
por tanto en el conocimiento entendido en la modernidad, sino en la adquisición, dominio y utilización de
lenguajes, en la necesidad de la comunicación tecnológica. Junto a esta transmisión escolar convivirá una
concepción cultural cuya característica más importante será la experienciación y la participación, incluso en el
sentido de estar ahí. Vemos entonces dos tipos diferenciados de saberes; uno formal, fundamentado en los
lenguajes y otro experiencial asentado en la participación y en la experiencia directa (la cosificación de la
cultura y del bien cultural), el cual tendría como características más determinantes las siguientes:
 Se concibe como cultura, fundamentalmente a través de los “medias”, o en todo caso como cultura de la
calle.
 Tiene incidencia indiscriminada sobre la población en general.
 Procura conocimiento real del presente delineado como experiencia vivida.
 Se concibe nuevas formas de cultura nunca codificadas como tales (la moda, la imagen, la publicidad, el
deporte, los espectáculos, o las experiencias de animación sociocultural, etc.).

Se centra en lo que se quiere experimentar o experienciar.

Se busca la participación activa, por lo que se valora la creatividad y la libertad.

La proyección cultural se decanta como acción vital.

Se da la posibilidad del hedonismo y del placer cultural.
La escuela será escuela de la utilidad y de la necesidad, del aprendizaje de las herramientas
necesarias para acceder a la vida del trabajo. La escuela, además, se hará plural, acrecentándose el
sentido de la formación permanente en empresas, industrial y en general en el propio puesto de
trabajo. Por lo demás, el bagaje cultural –lo que antes aportaba el humanismo- será inmediato y
vivido tecnológicamente o en participaciones urbanas multitudinarias. La cultura no será para
reflexionar, sino para vivir.
La dicotomía es evidente: del aprendizaje específico de la alta tecnología a la cultura en tanto que
experiencia de la vida, o sea, que la sociedad posmoderna es una sociedad finalmente convertida en
adolescente o en el contexto del superhombre, o ambas cosas a la vez. El infantilismo cultural por
una parte, o el triunfo del individuo sobre el dios nietzscheano por la otra, se nos aparecen muy
probablemente como las últimas categorías útiles para enmarcar las dimensiones de la
posmodernidad.
El pensamiento, bien por los lenguajes tecnológicos, bien por el nuevo sentido que adquiere lo
cultural, de eso no hay duda, a muerto, y la ¿verdad? Se impone tiránicamente, o simplemente, se
deja a juicio de cada quien la decisión final.