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CUANDO LOS CARGOS FABRICAN TIRANOS
Sobre la libertad y el hecho de que el cargo se puede imponer sobre el hombre y,
por ende, el cargo hace al hombre, y no al revés, condicionando insanamente su
comportamiento.
Ricardo Rovira
Revista de Negocios del IEEM, abril de 2016
Ha sido habitual recordar el mito de Antígona para afirmar la libertad del
individuo frente a las exigencias del despotismo. Los griegos se quedaron ahí,
nunca lograron llegar al concepto de persona, de raíz ya cristiana. Desde esta
nueva perspectiva Antígona ha sido reinterpretada siendo mucho más: no será
solo imagen de la libertad, sino el reconocimiento de las raíces inextinguibles de
la persona, de su vinculación a unas creencias, de su inserción en lo más profundo
de una cultura. Antígona no lucha ni muere por su rebeldía, sino por su sumisión
a códigos más altos que los de la autoridad. No defiende una libertad abstracta
frente al poder, sino una lealtad a valores que se consideran supremos porque
son los de siempre, los que le vinculan a los mandatos de los dioses, los que le
dan un sentido moral, los que impulsan un orden anterior a la legitimidad
temporal de la voluntad de un tirano; los Creonte de todos los tiempos que —
debe reconocerse— están obligados a defender el principio de autoridad y orden
en la sociedad. Pero frente a la norma de un gobierno, existen las leyes profundas
de la tradición, en las que se ha fundamentado el concepto mismo de religión
para un griego de los de entonces: vínculo, trama, atadura que da significado a
la propia vida en un sistema de justicia primordial en el que todo ha sido
dispuesto.
Cuando Cicerón elabora su teoría sobre el Derecho Natural recuerda que ya la
esbozó Sófocles en su tragedia “El grito de Antígona”, compuesta 400 años antes:
existe una ley que todos llevamos dentro, en nuestra conciencia, es una ley
dictada por los dioses, y hay que obedecerla antes que a las leyes dictadas por los
reyes, que son leyes de hombres. Saber poner freno y plantarse con fortaleza ante
los abusos de la autoridad, es también un servicio necesario a la sociedad civil,
por más incomodidades que pueda acarrear. A Sócrates, Cicerón y Séneca les
llevó a la muerte.
¿DEJAR CRECER A LOS ENANOS?
Ha sido una expresión poco respetuosa hacia cierto tipo de personas, pero
frecuentemente utilizada en ambientes donde se reflexiona sobre los orígenes del
poder en el ámbito público y privado.
Existen cesiones de derechos que son obligaciones,
Esta sección la auspicia y esas omisiones pueden desencadenar abusos de
derechos de los que todos podemos convertirnos en culpables. En la vida pública
—desde Montesquieu al menos— se ha buscado un equilibrio de poderes que
impida la prevalencia de unos sobre otros. Concretamente, se atribuyó a los
parlamentos el contralor y vigilancia del poder ejecutivo, frecuentemente
llamado a comparecencias
parlamentarias para dar cuenta de sus actos. En algunos países se dice ahora que
“Montesquieu ha muerto” para reflejar la confusión y los excesos entre poderes,
como es la politización de la Justicia, y la judicialización de la política.
Pero esto puede afectar a otros órdenes más privados de la vida, donde sigue
rigiendo aquello de que todos debemos ser a la vez “ovejas y buen pastor”, y por
consiguiente, estar vigilantes, aunque ello suponga vencer la comodidad de la
omisión de deberes. A veces podemos tener tanto respeto a la autoridad que
puede hacernos caer en una suerte de traición a la noción de autoridad, y así tener
la ingenuidad de no poseer un sano espíritu crítico, que nos lleve a decir noble y
valientemente a la cara lo que vemos que los que mandan no hacen bien y
perjudica a todos. Encogerse de hombros y mirar hacia otro lado es negarnos a
prestar una ayuda que necesitan quienes nos dirigen, y un servicio que también
necesitan todos los que son dirigidos. Como en todo, siempre es difícil encontrar
el adecuado equilibrio porque también no está exento de sabiduría el dicho
popular de que “más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena”. Pero estar
atentos y ayudar con la crítica constructiva a quienes nos dirigen es una de las
formas más elevadas de esa preciosa virtud que es la lealtad.
Quienes no lo ven ni lo viven así, o se basan solamente en sus pasadas y a veces
penosas experiencias, suelen encontrar ese otro modo de evitar el crecimiento de
la autoridad y poder de los que tienen misión de gobierno: desde los mismos
comienzos de su ejercicio buscan modos de desautorizarlos, o desprestigiarlos, o
recortarles sus competencias…, evitar que crezcan. Personalmente pienso que es
mucho más noble y a la vez eficaz para todos la actitud asertiva: apoyarlos
claramente desde el comienzo, manifestar de modo público nuestra obediencia y
apoyo, ayudarlos en todo lo que podamos, cuidando que reciban también
información fehaciente, hablar siempre bien de ellos cuando se tercie, salvando
su reputación, y cuando veamos o nos parezca ver que hay algo en lo que no
aciertan, únicamente de modo privado a la cara o por escrito, hacerles llegar
nuestra opinión bien documentada.
PLUTARCO SOBRE EPAMINONDAS: “EL HOMBRE Y EL CARGO”
Epaminondas fue un gran general tebano del siglo IV a.C. que junto a su amigo
Pelópidas llevó a Tebas (en Beocia) a ser durante un período de tiempo la ciudad
más poderosa de Grecia. Dirigió la expedición militar que en el año 371 puso fin
al dominio espartano sobre todas las ciudades Estado.
Además de sus éxitos bélicos también se manifestó como un gran estratega
político. Adquirió inmensa fama en toda la Hélade. Se atrevió a enfrentar el
poderío naval de Atenas y en el año 369 se enfrentó a una alianza entre Esparta
y Atenas y les venció en la batalla de Mantinea, aunque él murió, llenando de
consternación a todo el mundo antiguo.
Su compatriota Plutarco de Queronea —por tanto también beocio como él—
escribiendo sobre el general y estadista tebano hace una referencia que, estimo,
es útil para todos los tiempos. Enfrenta el valor del hombre al valor del cargo que
ocupa. Dice que hay hombres que son nombrados para un cargo que les supera
respecto a su capacidad.
En muchos casos esta situación lleva a que el cargo se imponga sobre el hombre
y entonces el cargo hace al hombre: no solamente su posible prestigio se deba al
cargo que ocupa y no a su categoría personal, sino que también condiciona de un
modo insano su comportamiento. Cae en actitudes que estima deben ser así por
la importancia de su cargo, aunque conlleven cometer injusticias, preferencias no
justificadas, favoritismos, caprichos, decisiones no contrastadas colegialmente
con sus compañeros en el gobierno. O irse deslizando hacia el autoritarismo, el
protagonismo personal, el engreimiento interior aunque exteriormente se
muestre humilde. El cargo le hace creerse que él ya lo sabe todo, o sentirse
confirmado en su idoneidad por la confianza otorgada por sus superiores o
manifestada por quienes dependen de él. El mediocre que ocupa un cargo que lo
supera suele refugiarse detrás de un muro opaco para evitar tener que dar
explicaciones de sus decisiones, o cuando las da, suele recurrir a unas supuestas
informaciones de las que los demás carecen, y así pretende situarse en una
posición de superioridad.
En nuestro país —como la humildad y la prudencia han sido consideradas
valores públicos respetados— se ha dado en estos casos también la variante de
una prudencia imprudente que a la postre se demostró falsa prudencia, donde
quienes dirigen retrasaban decisiones o se inhibían de responsabilidades que les
competían, cayendo en la pasividad o en la cobardía. Otros aparentaban la
humildad de la inoperancia, que en el fondo escondía la soberbia de esperar sin
hacer nada a que el otro se equivoque, para demostrar que se tenía razón. A la
hora de nombrar colaboradores, o recurrir a asesores, tienden a rodearse de
personas que sientan no son muy superiores a ellos, o privilegiando la docilidad
y la obediencia —cuando no la obsecuencia de que les digan lo que quieren
escuchar— para poder mantener el control o evitar ser descubiertos en sus
insuficiencias y perder autoridad. Todo esto justificado subjetivamente por “la
importancia o necesidad del cargo que ocupa”. ¿Qué solución positiva podría
encontrarse para equilibrar ese desbalance entre el valor del hombre y la
supuesta importancia de su cargo? Lo responderemos un poco más adelante.
El caso contrario es el de un hombre valioso y digno que acepta ser nombrado
para un cargo que domina por su conocimiento y cualidades, o que los demás
consideran que “no está a su altura” pero él lo acepta por generosidad y espíritu
de servicio. Ahora tenemos al hombre como situado espacialmente más arriba
que su cargo. Entonces si toma el desempeño de su tarea adecuadamente, el
hombre hace al cargo. No solamente lo desempeñará del modo adecuado y justo,
aprovechando su autoridad para servir a los demás desde su cargo —y no
servirse del cargo en provecho propio como en el caso anterior— sino que
además le dota de sus connotaciones personales y lo dignifica. Cuando abandone
su puesto esa función habrá quedado dignificada y prestigiada por el valor del
hombre que la ha desempeñado.
Aunque el polígrafo de Queronea no lo diga, este fue precisamente el caso de
Plutarco al final de sus días, cuando vuelve a ocupar cargos en su patria chica:
era un hombre famoso en todo el imperio romano; había viajado por distintos
países y ciudades dictando cursos y conferencias; sus libros eran leídos con
fruición y se usaban para la educación de príncipes, gobernantes y militares; su
Academia era bien conocida en todas partes y venían de lejos a formarse con él;
era ciudadano ad honorem de Roma y Atenas; había desempeñado altos cargos
políticos y se lo consideraba el hombre más sabio y culto de aquellos tiempos.
Sin embargo, fiel a los principios que asentó en su tardío opúsculo político. Sobre
si el anciano debe intervenir en política, cuando en edad ya provecta le ofrecen
ocupar la telearquía de su ciudad —un cargo menor asimilable a una policía
edilicia municipal— acepta ante el desconcierto de muchos. Pero cuando se
retira, ese cargo ya estaba revestido de autoridad y muchos lo ambicionaban.
ATREVERSE A SABER
Quedó una pregunta sin responder más arriba, pero con este último ejemplo, por
contraste, ahora podemos responderla mejor: cuando el cargo o función está más
alto que el hombre, la salida positiva es hacer subir al hombre. Ayudarlo a que
crezca,que adquiera las virtudes, cualidades y conocimientos para estar a la
altura de lo que se espera de él. Facilitarle acceso a la ciencia y técnica del buen
gobierno.
Procurar que crezca también como persona, esforzándose y dejándose ayudar y
aconsejar. Nunca estará de más que busque tener más mundo, más humanidad
y cultura. Todo esto, como es evidente incluye tener la humildad de saber
escuchar, buscar consejo y dejarse aconsejar, querer aprender, rodearse de
buenos asesores y colaboradores en el gobierno intentando siempre que sean más
valiosos que él, evitar las decisiones inconsultas, y, sobre todo, entender que
gobernar es servir.
Hoy en día es frecuente encontrar personas de 40 o 50 años, y aún mayores, que
realizan cursos en escuelas de negocios como son los PAD, MBA o PDD, o hacen
programas de máster en gobierno, recursos humanos, o temas similares. Muchos
ocupan cargos de responsabilidad, algunos tienen dilatada experiencia o altos
cargos. Son una expresión de esa necesidad de formación permanente y de
actualización creciente. Pero también pueden estar demostrando que tienen la
conciencia y la humildad de que siempre se puede aprender. Un buen profesional
sigue estudiando toda su vida.
Un buen dirigente siente la responsabilidad de ser como un delicado sismógrafo
que procura captar todas las ondas que le ayuden a cumplir mejor con su misión.
Aude sapere!, atrévete a saber, decían los clásicos. Ha sido desde siempre la señal
de las personas superiores.
Ricardo Rovira es PhD en Ciencias Políticas y de la Administración por la
Universidad Complutense; PhD en Filosofía por la Universidad de Navarra;
capellán del CIMA (Centro de Investigación en Medicina Aplicada), Universidad
de Navarra.