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INSTITUTO DE ESTUDIOS ESTRATÉGICOS DE BUENOS AIRES
Evolución del Arte de la Guerra
“El Ejército Imperial Romano”
I. Sumario
Introducción ............................................................................................2
Legio Pro Patria ......................................................................................4
Los Limes ...............................................................................................6
Importancia de la Caballería Imperial ...................................................11
Evolución del Arma de Infantería...........................................................13
Reformas de Dioclesiano y Constantino.................................................16
Hecatombe y Caída de Roma.................................................................20
Epílogo..................................................................................................23
Conclusiones..........................................................................................24
Bibliografía............................................................................................26
Anexos...................................................................................................27
II. Introducción.
El presente trabajo tiene por objeto proporcionar un esbozo genérico sobre la
Organización militar del Ejército Imperial Romano, entendiéndose por tal a su composición y capacidad operacional.
Según las diversas fuentes consultadas, el período imperial de Roma se extendería entre los años 14 D.C. cuando asume Tiberio, sucesor de Octavio, la condición de
Emperador abarcando más de 450 años, con la caída de Occidente bajo el Comando del
Emperador Rómulo Augústulo, en el 476. Otros autores, sin embargo, retrotraen el período -con más exactitud- a la asunción de Octavio, luego llamado Augusto, en el año
27 a.C. Por su parte, los bizantinos de la Roma de Oriente no asumieron la caída de la
Roma Occidental hasta después del año 500.
Sea como fuere, no cabe dudas que fue Cayo Julio César (elegido Cónsul en el
año 59 a.C. hasta su asesinato, en el 44 a.C.) el gran personaje histórico que posibilitó
la grandeza posterior de Roma, por sus dotes de Organizador y Soldado ejemplar.
Octavio “Imperator” Augusto, tuvo la suerte y la prudencia de rodearse de excelentes asesores, como Cayo Marco Agripa, su Ministro de Defensa, que aportó la base
fundacional para un Ejército mundial y eficiente; o Mecenas, su no menos brillante
Ministro de Economía, Cultura y Educación, como se lo llamaría hoy.
Pero, como diría Toynbee, medio milenio es mucho tiempo para perdurar y los
malos gobiernos, la corrupción y la venalidad de sus sucesores, la indolencia de sus
otrora orgullosos ciudadanos y el relajamiento de su política exterior agresiva, ocasionaron la inevitable división administrativa del Imperio.
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Con Diocleciano, la tiranía devino en absoluta y autoritaria, oficializándose el
ejército mercenario. El antaño fundamental Senado Romano pasó a tener categoría de
edilato municipal. Las mejores fuerzas militares se congregaron en torno a los augustos
y césares de la tetrarquía, protegiendo más su integridad que los limes del Imperio, en
cuyos confines se asentaron sedentariamente tropas extranjeras, de baja calidad, sin capacidad alguna para defender la romanización.
El Cristianismo, adoptado tardíamente por Constantino I —luego de encuestar a
sus soldados— como religión oficial del Imperio, tuvo como objetivo, más que instituir
sus preceptos piadosos y dulcificar las costumbres, justificar la perpetuidad del poder de origen divino- para y en beneficio de un soberano terrenal absoluto. La “igualdad
ante Dios” de los fieles justificó el aplastamiento de las diferencias de clase y la chatura
mísera de los habitantes de Roma. Se “igualó” para abajo, asentando las bases para el
feudalismo que habría de instaurarse en el inmediato Medioevo.
El estudio de estas cuestiones antiguas de la historia militar nos deja como remanente no pocas enseñanzas, que a veces son tan actuales que llegan a asustar. Tal
vez somos —impávidos e indolentes— unos simples esclavos de la sociedad de consumo que la Roma de hoy nos impone, como naciones “federatii” de sus limes más
australes. Posiblemente estemos limitándonos a imitar, como sus simples aliados extranjeros, omitiendo desarrollar el potencial autóctonamente puro que estriba en nuestras propias costumbres positivas y austeras.
Por supuesto que la metodología de la investigación empleada para la realización de este trabajo fue la indirecta, abrevando en los textos de los indiscutidos tratadistas que obran en la Bibliografía.
Se ha tratado de sistematizar la monografía en capítulos ilustrativos sin que, necesariamente y en todo momento, se haya respetado -adrede- la cronología de los hechos enunciados. Vamos entonces de inmediato a su desarrollo, con el axioma más
cierto que hemos heredado de los Camaradas que nos precedieron...
III. Legio pro Patria.
Dueño del mundo romano, tras interminables guerras civiles y partidario de una
política defensiva desde las fronteras extendidas por las conquistas, el sucesor de Julio
César, Octaviano Augusto reorganizó totalmente las fuerzas militares.
El Ejército ciudadano había desaparecido, si bien existía aún en derecho y las
tropas de profesionales gozaban de un régimen no bien definido. Augusto empezó por
dar al Ejército una Carta Constitucional concreta y minuciosa, convirtiéndolo en una
organización permanente; el servicio se fijó en veinte años, pudiendo el veterano ser
mantenido en las filas en caso de necesidad. El período de servicio activo comportaba
ventajas importantes: la “Soldada” normal (setecientos cincuenta denarios anuales), a la
que se añadían las liberalidades excepcionales en dinero o en trigo, una “prima de liberación”, que equivalía al retiro —ya sea en efectivo, o en especie— cesión de tierras en
las colonias, etc. A los extranjeros el servicio les reportaba —además— el reconocimiento de la ciudadanía romana.
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La Legión siguió dividida en cohortes, centurias y manípulos. El Ejército de
Augusto se compuso de veinticinco cohortes, después del desastre de Varo en Germania, siendo designadas todas por un número y un sobrenombre: III Augusta, luego Gálica; V Alaudae; IV Seitica; etc.
Los cuerpos auxiliares extranjeros formaban igualmente unidades permanentes,
a las que Augusto agregó nuevas tropas: las nueve cohortes pretorianas, con mil hombres cada una, tres en Roma y las demás en Italia; las cohortes urbanas (de tres mil
hombres también), que cumplían funciones policíacas, encargadas de mantener el orden; las cohortes de vigiles, especializados —precisamente— en la vigilancia nocturna
y la lucha contra el fuego y -finalmente- la Guardia Privada del Imperator o Guardia
Pretoriana, cuerpo de Caballería que seguía al emperador y su familia en todos sus desplazamientos. En principio las Unidades extranjeras se reclutaron en Italia, salvo la
Guardia Pretoriana, que comprendía a españoles y germanos.
En total, el conjunto de esas fuerzas armadas debió elevarse a cerca de trescientos cincuenta mil hombres, de los cuales cuarenta mil formaban las veinticinco legiones, lo que era relativamente poco en relación con la población total del Imperio, que se
acercaba a los cincuenta millones de habitantes.
El problema financiero no resultaba menos delicado por ello, pues al poner término a las conquistas se hicieron muy raras las posibilidades de obtener botín, a la vez
que las provincias ocupadas debieron ser tratadas con miramiento. Augusto creó un
impuesto especial —equivalente a un vigésimo de las herencias— para alimentar la caja de dotaciones para los veteranos liberados.
El reclutamiento militar se aplicó, principalmente, a los ciudadanos recién nacionalizados, a los provinciales sin derecho de ciudadanía, a los vasallos, para alimentar las filas de las Legiones y a los extranjeros númidas, mauritanos, tracios, germanos
y orientales, para ocupar las vacantes de las Fuerzas Auxiliares.
Los legionarios debían ser, obligatoriamente, ciudadanos romanos y eran reclutados en el Norte de Italia y en las provincias más romanizadas, hasta que se acordó
conceder a los enrolados una ciudadanía que, virtual durante el cumplimiento del servicio militar, no se hacía efectiva —con todos los derechos inherentes a ella— hasta que
el interesado volviera a la vida civil.
Por temor a las sublevaciones, se desconfiaba del reclutamiento local. El Ejército del Rihne se componía, así, de soldados narboneses de la Galia y de la Bética (España). El Ejército de África, de galos lioneses y aquitanios, etc. No obstante, había excepciones: en Siria y en Egipto, las particularidades del terreno y del clima, permitieron
que se admitiesen unidades autóctonas, claro que encuadradas por mandos occidentales.
A pesar de estas dificultades, el ejército profesional permanente iba a desempeñar un papel admirable, al margen de su intrínseca función militar: el de instrumento de
la romanización. Al entrar en el ejército de los vencedores, los extranjeros no buscaban
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solamente un medio seguro de ganarse la vida; la atracción ejercida por una civilización y el deseo de incorporarse y participar en ella hubieron de pesar también en su decisión.
El avenimiento del régimen imperial introdujo asimismo modificaciones en el
mando: el Emperador asumió la suprema jefatura de las FFAA. Las jerarquías más altas
(procónsules, legados), quedaron siempre reservadas a miembros del cuerpo senatorial,
así como el personal del Estado Mayor. En su mandato, Augusto reservaba la conducción de las grandes formaciones a miembros de su familia: su yerno Agrippa —que
contribuyó esencialmente a la reforma militar del suegro; Tiberio y Druso, sus hijastros... La Orden Equestre proveía a los Oficiales Generales de nivel inmediatamente inferior. Solamente los Centuriones constituirán un mundo aparte, distinto de la sociedad
civil: por las distancias, por su género de vida, por su diferente origen social que el ciudadano medio y cada vez más, por su procedencia étnica.
IV. Los Limes.
El número de las Legiones variaría poco a partir del César Augusto: de veintiocho a treinta con Trajano, a veintiocho al morir Adriano. Marco Aurelio creó dos nuevas legiones y Septimio Severo, tres. Su distribución geográfica no varió fundamentalmente, salvo en el Ejército del Rihne, que pasó de ocho legiones con Augusto, a cuatro
con Adriano. Durante el reinado de este último se encontraban desplegadas diez Legiones en la región del Danubio, ocho en Asia, tres en Bretaña y tres para España, África y
Egipto.
La guardia de las fronteras, reducidas a la defensiva las más de las veces, la integraron esencialmente tropas de cobertura, sin más reservas detrás de ellas que los pretorianos y no se transformarían fácilmente en Ejército de operaciones. Por lo demás,
aparte de la conquista de la Dacia por Trajano, los emperadores no iban a dirigir más
que expediciones limitadas. De ahí que el Ejército del Imperio se quedara inmovilizado
en su quehacer cotidiano y sus rutinas burocráticas, preocupado por sus comodidades y
aislado del resto del país.
Al principio, el limes seguía el trazado natural de los grandes ríos: Éufrates,
Danubio, Rihne; pero, en el Siglo II las líneas fortificadas vinieron a completar la protección: el modelo más perfecto fue el muro de piedras o la empalizada en lo alto de un
talud, con un foso por delante y, en los flancos, sendas torres de vigías y fortines, con
destacamentos de guardia alojados en puestos fortificados, simples blocaos, casas fuertes, obras de piedra para una centuria, espaciadas entre sí entre 7 y 14 kilómetros, de
donde partían las rondas, las patrullas de seguridad y de exploración. Por detrás había
una línea de pequeñas plazas fuertes, los castella, para una cohorte, un ala de Caballería y -en tercera línea- grandes campos fortificados permanentes para una o más Legiones. El limes no constituía un simple baluarte con una ruta de ronda paralela, sino
una zona de defensa organizada en profundidad, equipada con bases-almacenes y servida por una red de comunicaciones fluviales acondicionada para el desplazamiento rápido de las tropas y el avituallamiento.
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En Bretaña, al pie de la ancestral e indómita Escocia, el muro de Adriano se extendió desde el río Tyne hasta el golfo de Solway y, más tarde sería doblado al Norte
con el muro de Antonino, terminado de construir hacia el año 127. De una longitud de
ciento diecisiete kilómetros, comprendía un muro de piedra, plegándose a los movimientos del terreno, de cinco a seis metros de alto, precedido de un foso de tres a cinco
metros. Detrás de él, un vallum, también precedido de un foso de tres a cinco metros de
profundidad, coronado con una empalizada. Trescientas veinte torres vigilaban los alrededores; un camino lo cubría a lo largo, asegurando el enlace entre los castella y los
puntos fuertes, que completaban el sistema defensivo. Su guardia estaba constituida por
dos Legiones, la II Augusta y la II Valeria Victrix.
Entre el Rihne y el Danubio, el limes, con sus quinientos kilómetros, cubría los
campos Decumatos. Contruido por Domiciano y completado por Trajano y Adriano,
era una obra formidable, análoga a la Muralla China.
En Siria y en África las defensas estaban mucho más fragmentadas, ya que tenían el propósito de servir para vigilar las fuentes de agua, los wadi, los oasis y los senderos de las caravanas. Se abrieron pozos y se regaron las tierras para fijar en ellas a los
sedentarios que cooperaban con las guarniciones contra las incursiones nómades. Las
obras de defensa se sucedían desde el Sur de la Tripolitania (Libia) hasta la Tingitania
(Marruecos), a través de altas mesetas. La plaza de armas del sector central fue Lambesis, villa militar, guarnición de la III Legión Augusta, trazada como un campamento de
cuatrocientos cincuenta metros de largo y construida suntuosamente de piedra. Alrededor del pretorio del recinto sagrado de las águilas, en que se conservaban, junto a las
insignias, las economías de los legionarios, se ordenaban los edificios administrativos,
los alojamientos y los locales comunes destinados a los Cuadros de diferentes jerarquías, a los servicios, el arsenal, formando todo un vasto y rico conjunto, digno de la
magnificencia imperial. La Legión de Lambesis era tropa de choque, ya fuera para hacer frente a una incursión grave de los belicosos númidas, ya para una campaña ofensiva más allá de los limes; pero, fuera de esas eventualidades, las marchas de entrenamiento, los ejercicios cotidianos, las maniobras y los trabajos corrientes la ocupaban
activamente. Los legionarios construyeron las carreteras cuyos vestigios descubrirán los
franceses, en el Siglo XIX, en los lugares en que era menos de esperar y también de villas, como Timgad, cuya puerta monumental lleva grabada en el frontis esta inscripción: “El Emperador Trajano Augusto ha hecho construir la Ciudad de Thamugadi
por la III Legión.”
Mientras los pórticos de Lambesis ofrecían espacio para los ejercicios en los raros períodos de mal tiempo o durante el agobiante hamsin, o viento tórrido del desierto;
en los fríos países del Norte, los grandes puestos de guarnición poseían amplias salas
cubiertas para que no fuera interrumpido el entrenamiento durante las crudas nevadas
de invierno. En ciertas zonas, incluso, había campamentos de verano, más sencillos, y
campamentos de invierno, con distintas características, para el confort de la tropa.
Entre las obras muertas, de un puesto a otro, se transmitían rápidamente las órdenes e indicaciones de alerta o de servicio, según una clave, por medio de señales de
fuego, agitadas por vigas de madera móviles. Ni más ni menos que el Arma de Comunicaciones en los orígenes de su concepto de empleo.
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En las ruinas de Lambesis se encontraron -depositadas- seis mil balas de plomo
y tres mil de piedra, sin haber servido, lo que confirma el drama del Imperio, víctima
de sus taras más que del asalto de los beréberes (bárbaros).
El Danubio —el Tisza después— los Cárpatos mismos, fueron vigilados y
guardados. En la frontera extrema: más allá de Crimea y del Mar de Azov, había puestos que reunieron a las antiguas colonias griegas que comerciaban con los escitas y las
caravanas de “la ruta de la seda”. El limes del Éufrates llevaba una existencia agitada,
sobre el río mismo, de Melitene hasta Doura Europos, cuyas excavaciones recientes
han revelado su vida cotidiana y su drama final.
El limes de Siria, cuya situación exacta ha podido ser delimitado gracias a las
fotografías aéreas, defendía a Palmyra, Damasco y Petra contra las incursiones nómades de los desiertos de Arabia. Por último, una línea cubría al Alto Egipto.
Durante los dos primeros siglos el ejército cumplió fácilmente su deber de vigilancia; las sediciones fueron muy raras. Los soldados cobraban regularmente su paga,
estaban bien aprovisionados y, en los intervalos entre las operaciones, los ejercicios y
las maniobras mantuvieron el espíritu de las tropas. Para ocupar a los hombres se les
hacía trabajar constantemente: conservación y mejora del limes, construcción de caminos, puentes, edificios públicos, acueductos. Muchas legiones tenían canteras, hornos
de barro para hacer ladrillos y tejas (donde hasta ocupaban a la caballada para mantener
su docilidad y “mover” a los yeguarizos), hasta minas. Todas disponían de sus propios
talleres especializados. Esta vida sedentaria, estas actividades “civiles” no dejaron de
tener sus consecuencias naturales; ciertos moralistas de la época se inquietaron por las
excesivas comodidades de los alojamientos de la tropa y por la pérdida del espíritu guerrero que pudiera resultar. El campamento permanente atraía a toda una población que
acampaba a sus puertas y eran muchos los soldados que tenían sus concubinas, toleradas a pesar de las prohibiciones oficiales. Tanto es así que Setimio Severo concedería a
los legionarios el derecho a vivir con sus mujeres; los niños ex castris (“del campamento militar”) relevarán a su padre en el ejército.
Muchas ciudades surgieron de los grandes campamentos permanentes, como
Colonia, Maguncia y otras. Cantineros, vivanderos y mercaderes ayudaron, a su vez, en
esta obra de urbanización y las cabanae provisionales del principio, a las que iban a
beber y divertirse los legionarios, se hicieron ciudades prósperas, instrumentos de romanización.
Los Jefes militares no desdeñaban los aspectos agradables de la vida. Se puede
apreciar su generosidad por las cantidades de provisiones que —según Trebelio Pollirion— el imperator Valeriano ordena al procurator de Siria que entregue al ilirio
Claudio, tribuno en la V Legión Martia, si bien es cierto que era tratado como un jefe
de grado superior; por año, tres mil modii (media tonelada) de trigo, seis mil modii (una
tonelada) de cebada; dos mil libras (seiscientos cincuenta kilogramos) de tocino, tres
mil quinientos sextarios (casi dos mil litros) de vino añejo, ciento cincuenta sextarios
(ochenta y dos litros) de aceite fino, trescientos veintiocho litros de aceite de inferior
calidad, cuarenta kilos de sal; heno, paja, fruta y vinagre en cantidad suficiente; seis
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mulos, nueve mulas, diez camellos y tres caballos de remonta; trescientas pieles para
las tiendas de campaña; dos túnicas militares rojas y dos mantos de uniforme. Además por día- debía proveérsele trescientos veintiún kilogramos de leña -si había en la cantidad suficiente- o bien, en caso contrario “toda la que pueda darse en la localidad”, cuatro paladas de carbón de encina; “si la leña necesaria para los baños es insuficiente, se
bañará en los baños públicos”.
La soldada en dinero era de ciento cincuenta filipos al año y más de cuarenta y
siete de aguinaldo. Ciertas prendas del vestuario no se daban, se proveían con cargo, tales como la coraza, la toga, el laticlavus. En cambio, se dieron en propiedad ciertos accesorios: cincuenta libras (dieciséis kilos de plata trabajada, veintidós libras de vajilla,
dos broches de plata dorada, otro de oro con punta de cobre, un cinturón de plata dorada, un anillo con dos piedras de una onza (veintisiete gramos) de oro, una pulsera de
veintisiete onzas, un collar de una libra (trescientos veintisiete gramos y medio), un
casco dorado, dos escudos con incrustaciones de oro, dos lanzas, dos venablos cortos,
dos guadañas y otras cuatro para el heno, una toga blanca de semiseda con púrpura de
Mauritania, dos camisas sin cenefa, dos pares de cojines de Chipre para mesa.
Para el servicio doméstico se prestó a Claudio un cocinero, un mulero, un arquitecto, un secretario, dos mujeres escogidas entre las cautivas, dos cazadores que estarían siempre a sus órdenes, un carretero, un intendente de praetorio, un aguador, un
pescador, un pastelero, un bañero; un total de catorce personas, a las que habría que
añadir, sin duda, a los esclavos, pues sólo se nombraba a un mulero para veintidós animales. El Emperador ordenó: “Tú pagarás a tu gusto los demás objetos. Yo concedo
todo eso a Claudio, no como tribuno, sino como a un general, por ser un hombre que
merece mayores favores todavía”. Claudio era tratado como Jefe de una Legión con
todos sus privilegios.
Otro elemento positivo de apreciación del tren de vida de los Jefes fue la residencia del dux Ripae (Jefe de la Ribera) en Doura Europos. El título de “duque” tiene
este origen: quien tenía a su mando las regiones ribereñas. En este caso particular nos
referimos al de aquella antigua ciudad situada en el curso medio del Éufrates, entre
Armenia y el limes de Siria. El dux en cuestión habitaba un verdadero palacio de
ochenta y siete metros y medio de longitud por sesenta y dos metros y medio de ancho,
disponiendo de unas cincuenta habitaciones que rodeaban a dos grandes patios interiores. En un anexo importante estaban instalados los baños privados, muy vastos. La fachada monumental daba a una explanada que rodeaba los baluartes en lo alto del acantilado, de treinta y nueve metros sobre el Éufrates, desde donde se disfrutaba de un vasto panorama y del frescor del río. Si bien, aparte del palacio había un edificio muy vasto, el praetorius, para el Comandante local, los emperadores tenían interés en contentar
a los Jefes de Guerra.
V. Importancia de la Caballería Imperial.
Desde el fin del Siglo I, van apareciendo las figuras enérgicas de los verdaderos
soberanos dentro de sus dominios.
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Entre los más curiosos, por su origen, cabe recordar a Lucio Quieto. Berebere
puro, jefe de una tribu de Mauritania, entró —como su padre— al servicio de los romanos con sus gums de jinetes de largos cabellos crespos, armados de jabalinas. Domiciano le concedió el grado de “prefecto de los aliados” (allus praefectum), título que
luego le quitó por indisciplinado, tras lo cual el moro volvió a sus desiertos. Trajano,
luego, dejó sin efecto la destitución y le restituyó al caballero su jerarquía. Evidentemente, el nuevo emperador había meditado sobre la causa de las derrotas de Domiciano; cada vez más, los romanos tenían que contender con los bárbaros, jinetes mejores que ellos, con los partos, los marcomanos, o los sármatas bien montados que, en el
año 92 hicieron la matanza de la XXI Legión Rapax.
Por falta de tradiciones que hicieran posible la creación de una Caballería nacional, Roma tendría que confiar en sus vasallos y en sus aliados. Quieto se llenó de
gloria en Transilvania, donde sus Escuadrones envolvieron y exterminaron a los dacios
y Trajano, en el año 113, los envió contra los partos. Lucio guerreó en Armenia y la
Mesopotamia y sus victorias le valieron la dignidad de praetor. La sublevación parta le
reclamó en Asia. La Caballería de Quieto -entonces- reconquistó Edessa, aniquilando a
los judíos subversivos que financiaban al enemigo. Finalmente, se nombró a Quieto
Gobernador de Palestina, con el título de Legatus Propraetor, donde vivió como Virrey, a pesar de los odios que suscitaba su ascención.
Cuando Adriano sucedió a Trajano, Quieto fue destituido y licenciadas sus tropas. El emperador temía una revuelta de su aguerrido jinete. Se habló, entre los que rodeaban a Adriano, de complot, de proyectos de asesinato urdidos por Lucio Quieto y
otros Generales de la excelente Caballería de Oriente, que fueron arrestados y ejecutados tras un juicio sumario.
Adriano —quien confundió la potencia que le proporcionaba el Arma, con el
poder político— estaba dando, tal vez, una palada más en el hoyo donde la Roma imperial sería sepultada... al desconocer que una Caballería bien empleada podría lograr la
romanización definitiva de Occidente.
Este drama proyectó una nueva luz sobre el peligro creciente del prestigio militar y las dificultades de integración de los jefes bárbaros en la sociedad romana, en la
que penetrarían, desde luego, cada vez más hasta el extremo de llegar a constituir el
elemento dominante del ejército.
En la cuenca del Rihne, los efectivos fueron invadidos por los galos y los germanos; en Oriente, por los sirios, los gálatas y los egipcios. Los italianos se irían haciendo cada vez más raros, al extremo que Vespasiano los excluyó del reclutamiento
legionario a causa de su insubordinación. Y Trajano prefería a los germanos y a los
bárbaros para su guardia personal.
Si bien en la primitiva Roma su ejército dependía en gran parte de los magníficos soldados de sus legiones, en la Roma postrera se desconfiaba de sus foráneos integrantes, que sí conocían muy bien el concepto de empleo de este medio inmejorable en
todo tiempo y en todo lugar.
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Los generales romanos, aún comprometidos en el entrenamiento y la tradición
de las legiones, sabían que era necesario poder confiar tanto en una caballería como en
una provisión de caballos de enganche ligero para transportar las provisiones militares.
A partir de las guerras púnicas (264-149 a.C.) Iberia se convirtió en el centro
principal de cría de remontas y aumentó la importancia de la caballería. Las legiones
primitivas se componían de 3.000 soldados de infantería apoyados por 300 jinetes,
normalmente irregulares. Hacia el siglo III d.C., las tropas de caballería, todavía en
gran medida irregulares, formaban la tercera parte de la fuerza de la tropa. La importancia de la caballería se puede comprobar por el hecho de que la conquista de Bretaña
en el año 54 a.C. únicamente pudo comenzar con la llegada de la división montada que
apoyaba las legiones de Julio César. Su intento de invadir Bretaña un año antes había
fracasado al no llegar su caballería a tiempo.
De todos modos, hasta las reformas emprendidas por el emperador Galliensis
(206-268 d.C.) la caballería romana no se organizó como una estructura aislada ni se
pudo utilizar con la máxima eficacia.
El papel de la caballería continuó desarrollándose bajo Diocleciano (284-305
d.C.) y Constantino (311-337 d.C.), quien escindió la división montada en clibanarii
(caballería ligera) y catafracti (caballería pesada). Esta última empleaba una táctica de
choque junto a la carga de los lanceros, que sujetaban sus lanzas bajo el brazo o con
ambas manos.
Hacia el 376 d.C., a pesar de su caballería pesada, el Imperio sufría el acoso incesante de los jinetes y arqueros hunos, que montaban con pequeñas y livianas monturas altas y estribaban en la punta, utilizando al estribo como plataforma desde la que
disparaban una lluvia de flechas mortales con sus mortíferas armas, manejadas con ambas manos, por lo que se deduce la brillante técnica de doma de sus équidos, que galopaban a rienda libre y se maniobraban con las rodillas y cambios de equilibrio del cuerpo del jinete.
Otra razón de tal superioridad era fundamental: la Caballería Romana utilizaba cuando lo hacía- la silla de montar “bur”, como era denominada en el bajo medioevo,
en la cual el caballero se sentaba muy derecho y estribando muy largo. El asiento tenía
un fuste trasero bajo, un pequeño pomo de arzón y aletas, que servían para que el jinete
presionara con las rodillas. En una palabra, montaba “a la brida”. El enemigo beréber,
los bárbaros germánicos y los hunos de Atila, a pesar de las diferentes latitudes de su
procedencia, montaban “a la jineta”, estilo que nunca llegaron a dominar los romanos.
Como con las estriberas cortas era preciso erguirse y recostarse contra el arzón al galopar, este estilo de montar -naturalmente- ofrecía muchas ventajas al enemigo de Roma
para arrojar “el jerid”, porque el jinete ganaba en altura.
Por último es preciso destacar el “descubrimiento” de aquellos animales denominados “caballos gigantes”, moradores de los Países Bajos, que cruzados convenientemente por los pueblos de allende el Rihn con las razas beréberes e íberas, los romanos utilizaban, casi exclusivamente para la cría deportiva en los hipódromos. Ellos
constituyeron la base del caballo de guerra por la combinación de docilidad, velocidad
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y fortaleza. Pero eso va a ser materia de otro trabajo, razón por la cual no nos extenderemos al respecto aquí.
VI. Evolución del Arma de Infantería.
En el Siglo II se completaría la involución política romana, y el Imperio se convertiría en la monarquía militar que Cayo Julio César Augusto Octaviano había rechazado en su oportunidad. Septimio Severo se impuso gracias a las legiones del Danubio,
Caracalla —que concediendo la ciudadanía romana a todos los combatientes del ejército, borró la diferencia entre “auxiliarii” y legionarii— cubrió de oro a sus soldados,
Heliogábalo fue proclamado por las tropas de Siria y Alejandro Severo se hizo emperador gracias a las cohortes pretorianas. “Enriquezcamos a los soldados”, tal era la divisa
del poder.
Hasta el armamento reflejaba la anárquica evolución de los ejércitos, que habían
perdido su carácter nacional. El pilum, el scutum rectangular, la coraza de metal se hicieron raros y no hay que imaginarse a los soldados de Mario y de César bajo el aspecto
de los guerreros que nos muestran las columnas de Trajano, de Marco Aurelio, los arcos de Septimio Severo y de Constantino. Aparecieron las corazas de hojas o escamas
articuladas que fueron a su vez abandonadas al fin del Siglo VI, como deploraba Vergacio: “Aunque siguiendo el ejemplo de godos, alanos y hunos, hayamos añadido algo
a las armas defensivas de la Caballería, nuestros infantes no dejan por ello de quedar
al descubierto. Desde la fundación de Roma hasta el Reinado del emperador Graciano
(375-383), la Infantería había tenido la protección de sus cascos y sus corazas; pero
como la negligencia y la pereza han ido destruyendo poco a poco los ejercicios militares, los soldados han empezado a encontrar demasiado pesadas las armas, que no habían de llevar ya sino raramente: pidieron que se les permitiera abandonar la coraza,
y -poco después- el casco. Resultando: en los encuentros con los godos, nuestros ejércitos han sido con frecuencia aplastados bajo una granizada de flechas... Cuando la
gente se siente totalmente al descubierto piensa menos en combatir que en huir; en
efecto, ¿Qué se quiere que hagan, sin armas defensivas, los arqueros a pie, que no podrían servirse al mismo tiempo de su arco y de su escudo... y los portainsignias... para
los que es imposible sostener un escudo y la lanza de insignia con la mano izquierda?”.
El citado autor estima que fue la falta de entrenamiento el factor que hizo pesadas —para el infante— las armas antiguas: “...se prefiere traicionar a la patria, o dejarse matar, antes que acostumbrarse a una pena ligera. ¿Por qué se comparaba antes
a la falange con un muro, llegando a dársele ese sobrenombre, si no a causa de los
cascos, de las corazas y los escudos con que se cubrían los legionarios?”. Y luego recuerda que: “La pieza de hierro con que se protegía la pierna derecha y el brazal de
los arqueros”. Pero no eran sólo las armas defensivas las que hicieron un muro de la
antigua Infantería, sino el espíritu de cuerpo, la disciplina, el sentido de honor de las
armas y la fuerte cohesión legionaria.
El emperador Juliano pagó caro el abandono de su coraza, que se quitó a causa
del calor del desierto sirio: una lanza penetró por su costado y le perforó el hígado
(363). Los tipos de escudos, redondos u ovales, se diversificaron. La espada ibérica (el
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famoso gladius) fue reemplazada por la spartha, más larga, la lanza y el puñal. El pilum cedió paso a los pequeños venablos rodeados de púas y a las flechas revestidas de
plomo, favoritas de los ilirios, que las llevaban en la concavidad de sus escudos. El arco, antaño despreciado por los legionarios, pero empleado ya por Escipión en la lucha
contra los Íberos, llegó a ser, al fin del Imperio Romano, el arma especial, no sólo contra otros arqueros partos, persas, godos y hunos, sino también para preservar a la propia
Infantería. Ésta ya no era la poderosa falange que prefiriera el asalto a espada en alto
después de la salva de venablos, o una buena persecución a caballo.
En cuanto a los cascos, predominaron las formas sobrias, sólidas y macizas. El
mechón de crines desapareció: los penachos de plumas quedaron sólo reservados para
los jefes y ciertos cuerpos de caballería. En tropas auxiliares, como entre los partos, se
llegaron a utilizar cascos con careta metálica imitando el rostro humano.
No se puede hablar –ya en esta época- de uniformes, pues los modelos definidos
dan varias series de tipos que correspondían, sin duda, a unidades diversas no siempre
fáciles de identificar. Los vestidos fueron también muy variados: predominaron las túnicas, generalmente rojas y los calzones, con refuerzos a la moda celta o germánica en
las regiones frías, pues eran muchos los destacamentos de guardia en los limes, que
presentaban un aspecto muy semejante al de los grupos bárbaros que están encargados
de rechazar.
Las armas y los equipos, que antes proveía la industria privada, llegaban ahora
de los arsenales del Estado, llamados armentaria, a los que Justiniano reservó el monopolio de la fabricación del armamento. Unos treinta eran conocidos, repartidos entre
los centros tradicionales de Italia o de las provincias, en la proximidad de las fronteras
amenazadas, como Autun o Cesárea de Capadocia, cerca de las minas de hierro y de los
bosques que dan el carbón. Las leyes reglamentaban minuciosamente la naturaleza y el
control de los productos, la situación legal y la remuneración del personal.
VII. Reformas de Diocleciano y Constantino.
Tras décadas de anarquía y guerra, tanto en el interior como fuera del Imperio,
Diocleciano restauró el orden por algún tiempo, defendió al Estado contra los enemigos
del exterior, puso límites a la ola de pasiones y ambiciones y llevó a buen término un
prudente y extenso plan de reformas en la vida pública y en la privada. Su éxito se debió a las mismas causas que habían favorecido a Augusto, doscientos cincuenta años
antes.
Personalmente, Diocleciano no fue superior -en ningún sentido- a muchos eminentes gobernantes del siglo y todas sus reformas fueron iniciadas por sus antecesores.
Diocleciano debía la solidez del trono al cansancio y repugnancia que predominaban en
el ejército y en la sociedad, fenómeno similar al que existía en Roma en el momento de
ascenso al poder de Augusto. El mundo estaba sediento de paz y deseoso de volver a
una vida más o menos estable. Por ese motivo la gente se fue agrupando en número cada vez mayor en torno al Emperador, para ayudarle en la difícil tarea de recuperar la
paz y el orden. Tanto Augusto —en su momento— como Diocleciano, supieron advertir el estado de ánimo de su tiempo y aprovechar las circunstancias. A semejanza su le-
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jano antecesor, este personaje tampoco creó nuevos principios; lo único que hizo fue
reunir lo que crecía a ciegas en la confusión de su época, sistematizarlo y darle la permanencia de una forma legal. Su objetivo básico no fue el bienestar de sus súbditos,
sino la mejora y fortalecimiento del Estado; Diocleciano sacrificó los intereses de su
pueblo en aras de la cosa pública, con más decisión que cualquiera de sus predecesores.
Así, la actividad de Diocleciano se dirigió hacia tres objetivos: reforzar el poder
del gobernante, reformar los métodos de gobierno y renovar el ejército. No se puede
decir que invistiera al trono de atributos nuevos real-mente asombrosos; de hecho, en el
siglo III d.C. todos los emperadores eran ya monarcas absolutos del tipo que nos es familiar en Oriente. Había desaparecido todo rastro de gobierno constitucional.
En ese orden, el Senado había descendido a la categoría de gobierno municipal
de la capital y, la única razón por la cual el gobernante lo conservaba era más para
mantener un recuerdo del pasado que como una institución viva y activa. Sólo el Ejército, junto al Emperador, ocupaba la escena de la vida pública y éste constantemente
amenazado de abdicación y muerte tenía que seguir, a menudo, los dictados de sus soldados. Incluso en la segunda mitad del siglo III d. C., los emperadores se hallaban en
esta situación; ni Diocleciano ni sus sucesores fueron capaces de recobrar, de un modo
definitivo, su independencia: el Ejército aún conservaba el voto decisivo en la elección
de su gobernante. Aunque, justo es reconocerlo, Diocleciano, en cierta medida, pudo
dominar la insolencia de su Ejército, dictando algunas disposiciones dinásticas, militares y administrativas.
El poder autocrático del Emperador, que debía decidir sobre todas las cuestiones que afectaban al Estado universal había mostrado su ineficacia para gobernar el
Imperio y defenderlo. Por esa razón, varias provincias habían tratado de desprenderse
del Estado y de hacer una vida independiente, gobernadas por “emperadores” locales.
Atento a ello y a fin de conservar la unidad, Diocleciano ideó un sistema por el cual se
dividía el Imperio y el poder imperial, sin sacrificar la integridad del Estado. Y sin renunciar a su condición de único y autocrático jefe del Estado, introdujo como institución permanente, la corregencia, que ya se había ejercido anteriormente en forma ocasional.
Así transfirió su autoridad sobre la parte occidental del Imperio a un gobernante
elegido por él, Valerio Máximo, uno de sus generales más capaces. De ese modo, ya no
había un sólo Augusto, sino dos. Y para asegurar la sucesión, cada uno de ellos adoptó
a un jefe militar, capaz de gobernar y de proteger al Estado. Los hijos adoptivos recibieron el título de Caesar y debían suceder a los gobernantes en caso de muerte o incapacidad debida a la edad. El gobierno se dividió entre los cuatro dirigentes. Cada uno
de ellos tenía su propia capital, su propio poder ejecutivo y un jefe ayudante en la persona de un prefecto del pretorio.
Esta innovación siguió los mismos principios establecidos por Augusto, con la
soberanía del poder como base. El poder imperial todavía se consideraba como la magistratura suprema del Imperio, que pasaba como adopción del mejor al mejor. Pero
había una alteración radical en la naturaleza del poder en sí. El Emperador ya no era
únicamente uno más, era el Primer Ciudadano o Princeps, convirtiéndose así en “do-
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mine et deus”. Este hecho aparece manifiesto en el ceremonial externo que lo rodeaba.
Los emperadores romanos reproducían, casi sin cambios, el culto que se tributaba a los
reyes sasánidas: todos los que eran admitidos ante la presencia sagrada tenían que bajar
profundamente la cabeza y besar el borde de la vestidura real.
Sin embargo, la función más importante del Emperador seguía siendo el mando
del ejército. Su sitio normal era entre los soldados y cerca de las fronteras en peligro.
La defensa militar del Estado se convirtió en el asunto de mayor importancia del gobernante y todo lo demás pasaba a segundo término. Con esta finalidad, el ejército se
reformó y tanto los soldados de Diocleciano como sus sucesores, procedían definitivamente de los pueblos más atrasados del Imperio. Cuanto menor fuera el impacto de la
antigua civilización en el soldado, tanto más subía el aprecio que se le tenía. Los más
estimados de todos eran los germanos de atrás de los limes del Rihne, que ni siquiera
eran súbditos del Imperio.
Las guardias y la fuerza expedicionaria no tardaron en eclipsar al antiguo ejército provincial. Este último se convirtió en una guarnición, compuesta de colonos con la
obligación hereditaria de servicio militar; se les llamaba los ripenses o riparii y, más
tarde limitanei. Su obligación principal era custodiar las fronteras; en la guerra pasaban
a segundo plano. Las flotas en el mar y las flotas en los ríos adquirieron una gran importancia en la defensa del Imperio; también fueron de importancia las tribus bárbaras
(gentes foederatae), ligadas a Roma mediante tratados y dependientes de ella en mayor
o menor grado. Esas tribus, cuyos servicios se pagaban, ayudaban a Roma en la protección de las fronteras, aunque vivían –como ya se explicó— más allá de sus límites; en
caso de necesidad proveían destacamentos de hombres armados al mando de príncipes
nativos y permitían a los oficiales reclutadores alistar hombres de sus territorios para la
fuerza expedicionaria y las guardias antes mencionadas.
En conjunto, esos cambios dieron lugar a un enorme incremento en el número
de sus miembros de las fuerzas armadas y el carácter del cuerpo de oficiales, como tal,
cambió en el siglo III. Cualquier soldado podía ascender a la categoría de guardia y,
luego, a la de oficial con mando sobre cien hombres; más tarde podía estar sucesivamente al mando de una fuerza independiente, como jefe (dux) de todas las tropas de
una provincia o jefe supremo de todas las tropas de un ejército. Las únicas condiciones
exigidas eran conocimiento de la profesión, valor, fidelidad al Emperador e interés en
el servicio.
Los nobles senadores ya no tenían ninguna relación con el ejército. Surgió, entonces, una nueva aristocracia, basada en el servicio militar y civil, reclutada normalmente en el ejército y en los cuerpos de guardias, cuyas figuras más destacadas no eran
romanas ni siquiera provinciales, sino bárbaros, en particular germanos de las franjas
territoriales del otro lado de la frontera. La carrera militar no exigía la educación general necesaria para el servicio civil. La misión principal de la administración civil consistía en recaudar las cargas e impuestos y organizar las finanzas; también debían servir
en los tribunales, en relación con los asuntos antedichos. De ahí que la instrucción de
esos funcionarios fuera, sobre todo, legal: conocimiento del derecho cotidiano y facilidad de expresión.
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El ejército de Diocleciano y sus sucesores, extranjero, predominantemente mercenario se integraba con bárbaros, allamands independientes de Roma o también tributarios. El servicio en los ejércitos era hereditario: los soldados eran, de hecho, siervos
del Estado, obligados a luchar por el Estado a cambio de una recompensa y el derecho
a ocupar tierras. Sin embargo, no se había abrogado nunca la ley que exigía que todos
los ciudadanos sirvieran en el ejército. Por eso, cuando Caracalla extendió los derechos
de ciudadanía a los provinciales (año 212), todos los súbditos del Imperio podían ser
llamados a las armas.
Durante el siglo III y IV, los Emperadores conservaron esas disposiciones no
para obligar a todos los ciudadanos a servir en el ejército, sino para llenar con conscriptos sus filas, en caso de necesidad. Además tenía otro objetivo. La ley les permitía imponer un nuevo impuesto a sus súbditos: los que eludían el servicio militar pagaban un
impuesto especial llamado aurum tironicum “el dinero de los reclutas”, recaudación
utilizada –a su vez— para pagar a los soldados mercenarios, como ya se verá más adelante.
Por conveniencia de la administración, en general, y para facilitar la recaudación de impuestos, en particular, el Imperio se dividió en 101 provincias. Estas formaban grupos más extensos, las dioeceses (diecisiete en total) y en cuatro praefecturae. A
la cabeza de cada una de las prefecturas se encontraba un Augusto o un César; cada
diócesis estaba gobernada por un vicarius y cada provincia por un gobernador. La autoridad militar en cada provincia correspondía a un jefe llamado dux que era independiente del poder civil. El gobierno provincial estaba controlado por tres oficinas centrales que se ocupaban de la justicia, de las finanzas y de la propiedad privada de los emperadores, al mando de un cuestor. Se daba gran importancia a un cuerpo cuidadosamente organizado de policía secreta (agentes in rebus) que tenían como misión especial
la seguridad personal del Emperador. A la cabeza de la policía secreta, del palacio y de
los funcionarios relacionados con éste, había un cuarto ministro, el magister officiorum
o “ministro de la corte”. El consejo del Emperador (consistorium) se componía de los
cuatro ministros y de otros miembros que el propio Emperador elegía.
Estas reformas administrativas y militares, que tenían por objeto sostener y fortalecer el Imperio, aumentaron los gastos del Estado, el presupuesto militar y civil. Las
necesidades pecuniarias fueron en aumento debido a los nuevos gastos para el ejército,
el servicio civil, la corte, los edificios que mandaba construir el Emperador, los caminos militares, los fuertes fronterizos, las fortificaciones de las ciudades, las flotas de
guerra y comerciales, que aseguraban el suministro de alimento para los ejércitos y los
habitantes. La deficiente educación y la baja moralidad de los funcionarios civiles y militares condujeron a las costumbres impropias y corrompidas.
Así, pues, el Estado se hallaba enteramente organizado según los principios del
despotismo oriental: un gobernante autocrático controlaba una burocracia omnipotente,
que suprimía la menor huella de gobierno propio, aún cuando proclamara que la conservaba y una población de siervos que vivía y trabajaba para los objetivos del Estado.
Tal fue el modo de vivir que Diocleciano creó para sus súbditos. Las disposiciones que
se debían directamente a las condiciones sociales y económicas existentes se mantuvieron durante muchos siglos y formaron la base sobre la que descansó el Imperio. Sus reformas en administración, procedimientos judiciales, finanzas y organización militar
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resistieron la prueba del tiempo. Menos fortuna tuvo al encarar el problema de la autoridad central, pues trataba de unir dos cosas incompatibles: una magistratura del pueblo
romano y un despotismo de tipo oriental. Sus disposiciones fracasaron aún antes de que
él muriera. Después de su abdicación y desde su seguro retiro, Diocleciano alcanzó a
ser testigo de una repetición de la guerra civil entre los Augustos y los Césares que él
mismo había nombrado.
Constantino fue el vencedor en esa guerra; dio al Imperio una definición de la
autoridad central que se conservó en vigencia durante siglos. Abandonó de una vez y
para siempre la idea —sostenida por Augusto, los Antoninos y Dioclecianos— de que
el Emperador era el magistrado supremo del pueblo romano.
El trono se hizo hereditario en la familia de Constantino, de modo que también
en ese punto el gobierno se identificó con un despotismo oriental. La dinastía se apoyaba en la lealtad del ejército por una parte y en la religión, por la otra.
VIII. Hecatombe y caída de Roma.
En la víspera de las grandes invasiones del siglo IV, el trazado de los limes no
había casi variado; el Imperio estaba ya reducido por la pérdida de la Dacia y de los
campos Decumates, entre el Rihne y el Danubio. Pero los atrincheramientos no eran
necesariamente continuos: los fortines, los castillos, los campamentos llegaron a ser
enormes y de sabia construcción, a imagen de Persia y las defensas estaban escalonadas
en profundidad.
Ya no eran las tropas selectas las que ocupan las primeras líneas, sino los hombres menos vigorosos; en compañía de sus familias, que cultivaban sus lotes de tierra.
Estaban conchabados como “caseros”, principalmente encargados de vigilar y de dar la
alarma; en caso de invasión se refugiaban en las obras de defensa. Estos limitanei –a
los cuales ya hicimos referencia en el capítulo anterior- tenían una soldada inferior y
eran reclutados por un término de veinticinco años de servicio.
A raíz de la derrota de Maguncia -en el puente Milvio- en 312, Constantino suprimió las cohortes pretorianas. En el lugar dejado por los pretorianos aparecieron,
desde el siglo III, los protectores, cuerpo privilegiado afecto al príncipe, de quien acabarán siendo llamados sus miembros domestici (doméstico), bajo el mando del comes
domesticorum. El historiador Amiano Marcelino ha sido verosímilmente protector, lo
que le ha permitido seguir de cerca las operaciones militares.
Las más aptas tropas para el servicio, compuestas –como ya está referido— de
bárbaros mercenarios contratados por Roma, acampaban cerca de las capitales de los
gobernantes: los dos Augustos y los dos Césares. Estas bases o destacamentos, llamados cotitatenses constituían una sólida fuerza expedicionaria dispuesta a marchar hacia
la frontera en cualquier momento.
Con su origen en la guardia pretoriana, era en realidad, una guardia personal, en
el sentido amplio de la palabra. Pero para velar por el Emperador era demasiado numerosa, de modo que divisiones especiales de tropas domésticas llamadas palatini y otra
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fuerza, aún más pequeña, denominada scholae y candidati, esta última con blancos uniformes resplandecientes, estaban constantemente en servicio dentro del palacio. Era un
semillero de cuadros de mando, de oficiales leales, una especie de escuela de “cadetes”
a quienes confiaban misiones delicadas, tareas de Estado Mayor. Con el tiempo serán
jefes de las legiones.
En torno a los gobernantes, los ejércitos de campaña estaban acantonados en el
interior del territorio y estaban obligados, debido a sus voluminosos trenes de campaña,
a hacer largos y penosos desplazamientos con la pesada “impedimenta”. Por esos motivos, la legión tradicional estaba desapareciendo, por ser demasiado numerosa y demasiado pesada y con ella el grado de centurión.
En adelante las unidades serían de mil hombres, bajo el mando de un tribuno.
La caballería se ha hecho mucho más importante y su unidad se llamaba vexillatio. Los
auxilia de infantería y los cunei de caballería se componían de bárbaros que combatían
con sus propios armamentos y tácticas: celtas, bátavos, dálmatas, moros, palmiranos.
Estas unidades entraban todas indistintamente en los llamados numeri, completamente
heterogéneos.
La repartición del ejército en unidades reducidas impuso una nueva organización del mando. En las fronteras, las tropas de un sector se hallan bajo la autoridad de
un dux, o de un general. Los duces se hallan, a su vez, subordinados a un comes (compañero, “conde”); hay así, “condes” de África, de Iliria, de Germania, etc. Para el ejército del interior, Constantino creó dos magistri militum (maestrantes de milicias) como
jefes supremos de la infantería y de la caballería, respectivamente.
Las estadísticas publicadas por la Notitia Dignitatum, a principios del siglo V,
revelan que en principio los efectivos completos se elevaban a quinientos mil hombres.
De lo que se deduce que había una crisis de reclutamiento: el “oficio” de soldado había
perdido prestigio y los enrolamientos voluntarios se habían hecho rarísimos. Los hijos
de soldado han de suceder a su padre, única forma de poder conservar la parcela de tierra familiar; pero este recurso es insuficiente.
El Estado obligó entonces a los propietarios de tierras a proveer reclutas: por sí
mismos, si la finca es bastante grande; agrupándose entre ellos, en caso contrario. Lo
de lo más frecuente que los hombres sujetos a esta leva “comprasen” a otros, que encontraban en los bajos fondos de la sociedad, o bien que liberasen a esclavos para que
vayan en su lugar. Auténticos mercaderes de hombres ofrecían sus servicios a los propietarios.
Los abusos a que dio lugar este sistema fueron tantos que el Estado prefería finalmente que esos dineros les sean entregados a los recaudadores para pagar a los bárbaros, mucho más robustos y belicosos. Constancio enroló en masa a los sármatas, Valente a los godos y se perfeccionó incluso el sistema admitiendo en el Imperio a tribus
enteras, ya voluntarias, ya deportadas a la fuerza; tales son las dediticii, letes o gentiles,
y sus hijos fue-ron incorporados en el ejército. Otras fueron declaradas “federadas” y aportaron a sus contingentes, mandados por sus jefes tribales. Los francos, por ejemplo,
quedaron encargados de la defensa de Batavia. Los limes comprendieron así a verdade-
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ros Estados bárbaros que, por lo demás, cumplían bien su deber: servir de “tope” contra
toda incursión.
Ya no existían los prejuicios étnicos; el alto mando quedó abierto a todos. Generales bárbaros, tales como los godos Alarico y Gainas, el vándalo Stilicon, el caucasiano Bacurio y el franco Arbogasto, se hallan al frente de sendos cuerpos de ejército.
Y así fue como se disgregó progresivamente el ejército romano: el que fue, en
sus principios un gran instrumento de romanización sería –a la postre— una gran empresa de “barbarización”. En las fronteras, las tropas de cobertura cedían fácilmente y
el ejército del interior, debilitado, se dispersará al empuje de fuertes bandas invasoras.
En el año 378 las legiones romanas lucharon contra los godos y los hunos en
Adrianápolis. Resueltos hasta el final, perecieron impertérritos, masacrados por un alud
de jinetes superiores, o —por lo menos— mejor montados y con más experiencia que
ellos. Esta batalla marcó la ascensión de la caballería pesada en Europa y vio el fin de
la invencible Roma.
IX. Epílogo.
En el año 418, los godos de Alarico saquearon la ciudad de Roma y en el año
451 Roma ganó su última batalla contra Atila, el huno, en los campos Cataláunicos
(justo debajo del Milán). Veinte años después sucumbió el Imperio Romano de Occidente, envaneciéndose entre los ducados, condados y marquesados en que él mismo se
había dividido.
“Nos habían dicho, al abandonar la tierra madre, que partíamos
para defender los derechos sagrados de tantos ciudadanos allá lejos asentados, de tantos años de presencia y de tantos beneficios
aportados a pueblos que necesitan nuestra ayuda y nuestra civilización”.
“Hemos podido comprobar que todo era verdad, y porque lo era
no vacilamos en derramar el tributo de nuestra sangre, en sacrificar nuestra juventud y nuestras esperanzas. No nos quejamos, pero, mientras aquí estamos animados por este estado de espíritu,
me dicen que en Roma se suceden conjuras y maquinaciones, que
florece la traición y que muchos, cansados y conturbados, prestan
complacientes oídos a las más bajas tentaciones de abandono, vilipendiando así nuestra acción”.
“No puedo creer que todo esto sea verdad y, sin embargo, las
guerras recientes han demostrado hasta qué punto puede ser perniciosa tal situación y hasta dónde puede conducir”.
“Te lo ruego, tranquilízame lo más rápidamente posible y dime
que nuestros conciudadanos nos comprenden, nos sostienen y nos
protegen como nosotros protegemos la grandeza del Imperio”.
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“Si ha de ser de otro modo, si tenemos que dejar vanamente nuestros huesos calcinados por las sendas del desierto, entonces,...
¡cuidado con la ira de las Legiones!”...
Marcus Flavinius
Centurión de la 2ª Cohorte de la Legión Augusta,
a su primo Tertulius, de Roma.
En el año 476, Odoacro, un oficial aliado germánico encabezó la rebelión de las
Legiones contra el Emperador Orestes, quien —a pesar de abdicar a favor de su hijo de
nueve años, Rómulo “Augústulo” (el pequeño Augusto)— no pudo evitar su encuentro
con la muerte frente al cacique hérulo. Éste se permitió la delicadeza de devolver a Zenón, emperador de Bizancio, —con la mayor cortesía— las insignias del Imperio Romano de Occidente...
X. Conclusiones.
1. Roma nació con una misión, la cumplió y con ella acabó. Reunió a las civilizaciones
que la habían precedido: la griega, la oriental, la egipcia, la cartaginesa, la británica
y la germánica, fusionándolas, difundiéndolas en toda Europa y la cuenca del Mediterráneo.
2. El Ejército Romano fue el instrumento idóneo para el cumplimiento de la misión, en
tanto y en cuanto fue romano. Su decadencia, con la del Imperio, estriba en la ociosidad y corrupción de sus mandos.
3. No es ilógico suponer, con Fuller, que si los limes del nordeste hubiesen descansado
en el Elba en lugar del Rihne, todo el curso de la historia hubiese sido distinto. Con
una Germania romanizada en una sola cultura, la mayoría de los conflictos que sucedieron del siglo IV a nuestros días, posiblemente no hubieran acaecido. Evidentemente, Roma menospreció a los aguerridos y viriles pueblos Germánicos, creyendo
que su sometimiento iba a ser tan sencillo como el de los afeminados siríacos.
4. Se puede afirmar que el Ejército Imperial Romano, desde el Año 14 hasta el 476,
desarrolló una organización militar eficiente, hasta cierto punto, con las dos Armas
tácticas claramente definidas y esbozados los principios de las tres Armas de Apoyo
de Combate, sobre todo por parte de sus zapadores incansables.
5. Aún así, el afianzamiento en posiciones fijas de defensa estática, la pérdida de movilidad táctica y concentración de su masa, afectaron decisivamente su propia existencia.
6. Coadyuvado este factor con la falta de nacionalismo de sus Cuadros y la corrupción
política, resulta históricamente sorprendente que, tras las reformas de Diocleciano,
Roma no haya caído con más estrépito y con bastante anterioridad.
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ANEXO I
Cronología
27 a.C-68 d.C.: Dinastía Julia-Claudia.
27 a.C.: El Senado y Octavio se reparten la administración de las provincias. Octavio es nombrado Augusto.
17 a.C.: Proclamación de la Paz Universal (Pax Augusta).
14: Muerte de Augusto.
14-37: El hijo de Livia, Tiberio Julio César, le sucede. Su gobierno pasa de la fórmula liberal del Principado a la tiranía personal.
37-41: Cayo César Germánico (Calígula) aspira a una monarquía de derecho divino.
Es asesinado por Casio Queres.
41-54: Le sucede Clauido.
54: Clauido es asesinado por Agripina Menor y el poder pasa al hijo de ésta, Nerón
Claudio César (54-68).
64: Incendio de Roma y persecución de los cristianos. Tras ser derrotado, Nerón se
suicida (68).
69: El Senado nombra a Galba, pero asesinado por los pretorianos, es proclamado
Vitelio.
69-96: Dinastía Flavia. Las legiones de Egipto y Siria proclaman a Flavio Vespasiano (69-79).
79-96: Le suceden sus hijos Tito (79-81) y Domiciano (81-96).
88: Epoca de terror en Roma. Dinastía de los Antoninos.
96: El Senado proclama a Nerva (96-98) que adopta al hispano Trajano.
98-117: Marco Ulpio Trajano vence a los partos y declara provincias romanas a Armenia, Mesopotamia y Asiria. El Imperio llega a su límite más extenso.
117-138: Su primo Adriano retira la frontera hasta el Eufrates y levanta en Bretaña
un sistema de fortificaciones.
138-161: Antonino Pío, adoptado por Adriano, prosigue la política pacifista.
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161-180: Marco Aurelio, el Emperador filósofo.
180-192: El hijo de Marco Aurelio, Cómodo, acaba la empresa de su padre en el Danubio. Al morir asesinado comienza la anarquía militar.
193: Año de los cuatro Emperadores: Didio Juliano (Roma), P. Niger (Siria), Clodio
Albino (Britannia) y Septimio Severo (Panonia).
193-235: Dinastía de los Severos.
193-211: Tras derrotar a sus rivales, accede al trono Septimio Severo, quien dirige la
guerra de Britania, donde muere (208-211).
211-217: Le sucede su hijo Antonio Basiano (Caracalla).
218: Asesinato de Caracalla y tras un corto reinado del Macrino, sube al trono Heliogábalo.
222-235: Al morir asesinado Alejandro Severo, su primo es nombrado emperador
bajo la regencia de su madre Julia Mamea.
235: Mueren asesinados el Emperador y su madre.
235-238: Maximiano el Tracio.
238-244: Gordiano III vence al persa Sapor I en Resania (242) y lo expulsa de Mesopotamia.
244-251: Decio muere luchando contra los godos.
251-253:Treboniano Galo pacta la paz con los godos.
253-260?: Valeriano se reserva Oriente y cede Occidente a su hijo Galiano. Godos,
cudos, sármatas (254) y partos (256) amenazan la frontera. Invasión a francos y
alamanes.
268-270: Claudio II (Gótico) vence a los alamanes (268) y a los godos en Naisus.
270-275: Aurelio derrota a los alamanes (251); somete Palmira, apresando a su
reina Zenobia (272).
275-284: 275-276: reinado de Tácito; 276-282: reinado de Probo; 283-284: reinado
de Caro.
284-305: Diocleciano disuelve el Senado: gobierna en colaboración mediante la
Tetrarquía o gobierno de cuatro: dos Augustos (él y Maximiano) y dos Césares (Galerio y Constancio Cloro).
305: Abdicación de Diocleciano y Maximiano.
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312: Constancio (hijo de Constancio Cloro) vence a Majencio en el Puente Milvio.
312: Edicto de Milán sobre libertad religiosa.
324: Constantino restablece la unidad del Imperio.
11-5-330: Constantinopla (Bizancio) capital cristiana del Imperio.
337: Muerte de Constantino.
361-363: Juliano el Apóstata prohíbe el uso de textos clásicos por maestros cristianos.
364-375: Valentiniano I vence a los alamanes y restaura las fronteras renana y británica.
375-378: Epoca de Valente y Graciano.
379: Graciano nombra Augusto de Oriente a Teodosio I.
391: El cristianismo religión oficial.
392: Valentiniano II muere asesinado. Le sucede Eugenio.
394: Victoria de Teodosio sobre Eugenio.
395: A la muerte de Teodosio, el Imperio se divide entre sus dos hijos: Arcadio recibe Oriente y Honorio Occidente.
476: El Hérulo Odoacro depone a Rómulo Augústulo. Fin del Imperio Romano de
Occidente.
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