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El desplazamiento de la filosofía, el no-lugar de la democracia y la lengua de
la emancipación*
The shift in Philosophy, ‘non-place’ of democracy and language of
emancipation
Patrice Vermeren
Patrice Vermeren es profesor de Filosofía y Director
del Departamento de Filosofía de la Universidad de
Paris 8, Francia.
E-mail: [email protected]
resumen
summary
El espacio público y el lenguaje parecen unidos por un vínculo indisoluble si se los quiere
considerar desde el punto de vista de la democracia. La filosofía, de Platón a Marx, no piensa
en restaurar la actividad política sino realizando
la filosofía, proyectando en la historia y en la
empiria la idea de una lógica y de una verdad
separada de la acción, que procede de un olvido de la acción y, por tanto, de una degradación
de la política. A partir de esto, en este texto se
cuestionará el campo agonístico de la filosofía
política en Francia, que cristaliza especialmente
sus apuestas –explícita o implícitamente– en esta
referencia a Hannah Arendt y a su rechazo al calificativo de filósofa.
Public space and language, an indissoluble bond,
seems to be united if they want to be considered
to study democracy. Philosophy, from Platon
to Marx, doesn’t think in restoring political
activity only by doing philosophy, projecting in
history and in a praxis and separate logic from
action, which comes of degradation of politics.
From this point of view, this paper is about the
agonistic field of political philosophy in France,
which crystallizes, explicitly or implicitly in this
reference to Hannah Arendt and his rejection of
the label of philosopher.
palabras clave
filosofía / democracia / no-lugar
keywords
philosophy / democracy / ‘non-place’
temas y debates 22 / año 15 / julio-diciembre 2011 / pp. 51-63
*‘Una primera versión de este texto fue publicada en Al
Margen, revista trimestral (Bogotá) Nº 21-22, junio 2007
y en Cuaderno del Seminario, revista de la Pontificia
Universidad Católica de Valparaíso. Agradecemos a sus
directores, Bernardo Correa López y Ricardo Espinoza
Lolas, habernos autorizado a publicar este texto.
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Tratándose de espacio público y lenguaje, un vínculo indisoluble parece unirlos si se los quiere considerar desde el punto de vista de la democracia. Hannah
Arendt nos dice así que las revoluciones modernas son una manera de volver
a los griegos antiguos –después de la desvalorización de la Antigüedad por el
Cristianismo–, para quienes la igualdad política es igualdad en la participación y
capacidad de vivir en común, sin divisiones entre gobernantes y gobernados. Pero
lo que es novedoso es que el dominio público no está más reservado a una minoría
protegida contra las necesidades de la vida, sino a una mayoría, aunque sometida a
la necesidad. “¿Qué es la libertad política?”, comenta a su turno Martine Leibovici
(2000): es el derecho de mirada sobre el mundo público y el derecho de hacerse
ver allí; el derecho de hablar y ser escuchado por todos, y especialmente por “la
multitud de los pobres y los humillados ocultos en la noche de la vergüenza”
(Arendt, 1967). Claude Lefort había comentado antes estos textos, señalando que
el hecho de que Hannah Arendt conciba la política gracias a un cambio total de
la imagen del totalitarismo, le hacía privilegiar los momentos en los que se han
hecho manifiestos sus desafíos mejor escondidos: el momento de la ciudad griega
en la Antigüedad y el de las Revoluciones americana y francesa (tal vez, también,
los consejos obreros en Rusia, en 1917, y en Hungría en 1956). “En el caso de
Grecia –el caso más puro– se observa, según Arendt, el acondicionamiento de
un “espacio”, el surgimiento de un espacio en donde, a distancia de sus asuntos
privados propios del recinto del oikos –la unidad de producción doméstica en la
que reinan las coacciones de la división del trabajo y las relaciones entre dominantes y dominados– los hombres se reconocen como iguales, discuten y deciden
en común. En este espacio pueden rivalizar y buscar –por las “bellas palabras” y
por los “logros”, como dice Arendt–, imprimir su imagen en la memoria pública”
(Lefort, 1986: 66). La relación que regula la vida política democrática es la de un
intercambio de palabras en un mundo común –y por esto humano–, que no es uno
sino abierto a la pluralidad. Se sabe que esta oposición –unidad/pluralidad– entra
en una serie de oposiciones: público/privado, política/vida social, poder/violencia,
vida contemplativa/vida activa, y que esta última oposición está en el origen del
rechazo de Hannah Arendt a llamarse “filósofa”, puesto que de Platón a Marx la
libertad –que estaba en el corazón de la acción política en la ciudad democrática– fue confiscada por la filosofía, y lo visible del espacio político fue invalidado
como prosaico en beneficio de lo invisible del pensamiento separado del mundo.
La filosofía, de Platón a Marx, no piensa en restaurar la actividad política sino
realizando la filosofía, proyectando en la historia y en la empiria la idea de una
lógica y de una verdad separada de la acción, que procede de un olvido de la acción y, por tanto, de una degradación de la política.
Quisiera, a partir de aquí, cuestionar el campo agonístico de la filosofía política
en Francia, que cristaliza especialmente sus apuestas –explícita o implícitamente–
en esta referencia a Hannah Arendt y a su rechazo al calificativo de filósofa.
Antes que nada, estarían los viejos artículos y, sobre todo, el libro reciente
de Miguel Abensour: Hannah Arendt contre la philosophie politique? Miguel
Abensour cita en él la entrevista televisada de Hannah Arendt con Günter Gaus,
de 1964, en la que ella responde así a la pregunta de dónde se sitúa para ella la
diferencia entre la filosofía política y su trabajo de profesora de teoría política: “La
diferencia reside en la cosa misma. La expresión ´filosofía política´, que yo evito,
ya está extraordinariamente cargada por la tradición. Cuando abordo estos problemas, bien sea en la universidad o en otra parte, siempre me ocupo de mencionar
la tensión que existe entre la filosofía y la política: dicho de otra manera, entre
el hombre en tanto que filosofa y el hombre en tanto que es un ser actuante; una
tal tensión no existe en la filosofía de la naturaleza (…) Pero él (el filósofo) no se
mantiene de manera neutra frente a la política: desde Platón ya no es más posible
esto (...) Y es así como la mayoría de filósofos sienten una cierta hostilidad con respecto a toda política, con contadas excepciones, entre ellas Kant. Hostilidad que
es extremadamente importante en este contexto, porque no se trata de una cuestión
personal: es en la esencia de la cosa misma, es decir, en la cuestión política como
tal que reside la hostilidad (…) De ninguna manera quiero participar en esta
hostilidad. Quiero tomar en consideración la política con ojos, por decirlo así,
puros de toda filosofía” (Arendt, 1980 citado por Abensour, 2006: 19).1 Esto significa: 1) En primer lugar, que para Hannah Arendt no hay homogeneidad entre la
filosofía y la política, que son, según ella, por esencia, radicalmente distintas. La
expresión “filosofía política” es, pues, engañosa, en tanto que oculta una tensión,
incluso un antagonismo, entre estas dos formas de vida: la vida contemplativa y
la vida activa. 2) Que es responsabilidad de los filósofos –en tanto que se constituyen, desde Platón, en corporación–, distribuir jerárquicamente, hacia arriba, la
vida contemplativa, y hacia abajo la vida activa, y esta hostilidad y esta retirada de
los filósofos de los asuntos de la ciudad no es un accidente ocasional, sino que se
debe a la esencia de la cosa misma. 3) Que, en consecuencia, Hannah Arendt no
puede sino rechazar toda identificación con el personaje del filósofo político, para
preservar la pureza de su mirada dirigida a las cosas políticas mismas, y reivindicar el no ser sino una teórica de la política, sin los anteojos de la filosofía. Y en esta
lectura máxima, casi enfática, para mejor tomarlos en serio, que propone de este
texto y de algunos otros, Miguel Abensour plantea la cuestión de la complejidad
de la posición de Arendt, de su evolución desde la proximidad a una crítica de la
sociología del conocimiento hasta un antiplatonismo militante, y del sentido del
espacio de pensamiento que abre la distancia que ella quiere marcar con la filosofía. ¿Se puede hacer de Hannah Arendt una filósofa, a pesar de ella, y apoyarse
en ella para reivindicar una filosofía política distinta a la de la tradición?
Miguel Abensour estudia en extensión y en comprensión esta posición de hostilidad hacia la filosofía política en Hannah Arendt. Primero, refiere cómo evolucionó su lectura desde hace treinta años. Cuando reinaban el funcionalismo y el
marxismo, Hannah Arendt podía aparecer como un polo de resistencia a la sociologización o cientifización de lo político y encarnar, por tanto, al lado de Leo
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Strauss, la tradición ‒siempre que se haga a un lado la diferencia, reducida a las
opciones políticas, entre la que había consagrado una obra a la revolución y el que
no hablaba de ella, entre la que toma partido por el ciudadano mientras que Leo
Strauss está decididamente del lado del filósofo.
Treinta años después, la coyuntura ha cambiado: se convirtió en la de una restauración voluntarista y obstinada de la filosofía política en tanto disciplina académica, conducida por estrategias de reconocimiento institucional, asociaciones,
revistas, colecciones de libros, diccionarios, coloquios. La tradición ya no está más
en la invención de lo nuevo, sino en la repetición de lo mismo, ahora cuando los
asuntos políticos regresan después del fin de los totalitarismos que pretendieron
terminar con la política. El regreso de lo político no requiere de una restauración
de la filosofía política, idéntica a ella misma desde el gesto platónico, sino que requiere otro gesto que permita volver a descubrir la cosa política: una filosofía que
–según una distinción de Feuerbach que Miguel Abensour se complace en citar
a menudo– no se nutra de ella misma como disciplina académica, sino que sea
la expresión de una necesidad de la humanidad. Los restauradores de la filosofía
política quieren recuperar a Hannah Arendt para hacer de ella una gran figura de la
filosofía política. Contra esta recuperación, Hannah Arendt es leída por Abensour
como una figura de resistencia: resistencia a la sociologización que persiste de la
política, y resistencia a la restauración de la filosofía política, que apunta al ocultamiento de los asuntos políticos. Una problemática que hace de la inversión del
platonismo de Arendt una de las claves de comprensión de su crítica de la idea de
la filosofía política y de su consigna: rechazo del mito de la caverna, a donde el
filósofo vuelve a descender para comunicar la verdad a los que permanecieron en
ella, y donde consigue hacer aplicables las Ideas que había encontrado en el
exterior de la caverna –esto bajo la condición de su transformación y de la substitución de la Idea de lo Bello por la del Bien–, y legitima así su posición de filósofo
rey. De donde resulta finalmente la sustitución del actuar por el hacer, de la acción
por la obra. La política queda reducida a nada, porque ya no se trata de dejar que
se produzca el vínculo político en la inventiva de la praxis de hombres libres, sino
de suprimir el caos, imponiendo un orden venido de la trascendencia del cielo de
las ideas que permitiría la buena administración de la ciudad. La filosofía política
no vale la pena si consiste en someter la libertad y su ejercicio a la autoridad de
un grupo de expertos en Ideas. Pero, según Abensour, la consigna “invertir el platonismo” en Arendt no es sino la mitad de una invitación.
Hacer frente a la tradición platónica-aristotélica no es reemplazarla por una
teoría más o menos positivista de la política. Se trataría más bien, en Arendt, de
superar el psicologismo, el sociologismo y el filosofismo por “una especie de
fenomenología” preocupada por volver a las cosas políticas mismas. Abensour
consagra todo un capítulo a comentar la excepción kantiana, o sea el hecho de
que Kant es uno de los pocos filósofos en no haber sentido hostilidad con relación
a toda política. Según Arendt: 1) Kant hace la elección de la igualdad cuando la
tradición de la filosofía política se alimenta de la división entre sabios/insensatos,
rehabilitando el sentido común, en adelante disociado de lo vulgar. El filósofo no
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puede más, por tanto, seguir adoptando ese tono superior que califica al pensador
como alguien por encima del común, para el cual la filosofía como ornamentación del entendimiento representa la revelación de un misterio informulable en
un lenguaje común, es decir, incomunicable por el lenguaje; 2) Kant insiste en la
pluralidad humana en tanto que pensador del mundo, es decir, en un espacio entre
los hombres en plural y, por lo tanto, en la política. Pero también hay que estar
atento a la separación actores/espectadores del mundo, estos últimos los únicos
en tener acceso al sentido de la historia, y Arendt reconoce a Kant el haber hecho
la distinción entre pensar y juzgar, convirtiendo así la facultad de juzgar en la
facultad política por excelencia, lo que abriría la vía para otra filosofía política
–esto ha sido largamente comentado por Jean François Lyotard (1986), Françoise
Proust (1991), Amparo Vega (2000); Ètienne Tassin (1987), y es, tal vez, el lugar del diferendo radical de Badiou con toda herencia arendtiana de la filosofía
política; 3) El sensus communis es una manera de romper con Platón –“padre de
la filosofía de nuestro tiempo”– y con el mito de la caverna, una caverna en donde
los hombres están encadenados, privados de libertad y lenguaje, y son, por tanto,
apolíticos, mientras que en Kant se trata de un público de espectadores que existen en plural, para quienes la publicidad rige todas sus acciones. La política no
es más, por tanto, como en Platón, la imposición de un orden normativo venido
de otra parte, del cielo de las Ideas, e importado por la casta de los expertos en
Ideas para una multitud descarriada; sino que se convierte en la transferencia de la
hipótesis del sensus communis de lo estético a lo político: no es la manifestación
de un principio a priori lo que la funda y la hace posible; sino el despliegue del ser
en común en el seno de una comunidad histórica determinada (Abensour, 2006:
221-223). Si en el dominio estético es posible ponerse en el lugar del otro para discutir sus gustos, incluso para compartirlos, si en el dominio político una cuestión
es negociable, es posible entonces pensar desde el lugar del otro, lo cual permite
la formulación de un juicio imparcial que puede conducir a un acuerdo entre las
partes, acuerdo que mantiene la violencia a distancia.
Se sabe que Hannah Arendt no llevará más lejos esta herencia kantiana, pero a
partir de allí Abensour puede darle el crédito de abrir la puerta a la filosofía política
crítica que él anhela, incluso si ella permanece en el umbral: “una filosofía política
no esclavizada al mito de la caverna y a su problemática de la no-comunicación,
sino ligada al principio a priori del sensus communis, a la idea, a través del juicio
de gusto, de una comunicabilidad universal que funda la experiencia de los hombres y hace posible la institución de la libertad en lo histórico político”. Es Arendt
quien hace posible la cuestión de una inteligibilidad de las cosas políticas que no
se convertiría en el gobierno de las multitudes por los filósofos.
Hay en Miguel Abensour un principio de lectura que consiste siempre en tomar
los textos al pie de la letra para hacerlos trabajar sobre ellos mismos en el presente; para acrecentarlos estableciendo entre los autores y nosotros un “medio”
(Merleau-Ponty) en donde lo que les pertenece y nosotros se vuelve indiscernible
(Abensour, 1991: 573), para poder así hacer obra (una interrogación recíproca) en
lugar de hacer una suma. Es lo que Horacio González (2005: 29) llamó el proceso
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de liberación de los textos. Si la política en Arendt es necesariamente un espacio
en donde las personas, liberadas de la coacción y de las necesidades materiales,
actúan en común, y si la democracia es el lugar en donde se intercambian las
palabras, o sea la realización de la política (Hurtado-Beca, 2005: 238); si ella es,
como en Claude Lefort, cuestionamiento, indeterminación, puesta en obra permanente contra toda reducción liberal de la democracia o toda objetivación de lo
político en el Estado, Miguel Abensour va a ver allí una democracia “insurgente”
(Abensour, 2004a y 2004b), el lugar de creación renovada de la comunidad política de los “todos unos” –por consiguiente un no-lugar o un lugar fuera de su lugar.
Si la filosofía política, en Hannah Arendt, es sospechosa de ocultar la fenomenalidad del bios polítkos, Abensour reivindica, como en eco, no tanto La Boétie como
a Pascal: la verdadera filosofía política se burla de la filosofía política.
Para Miguel Abensour, la democracia no puede ser dada de una vez por todas
como constitución o institución. Ella es acción y voluntad. La libertad no está
en la nostalgia de su efímera inscripción en un cuerpo político que es sólo un
producto de la historia, sino en el empleo de una voluntad política en la crítica
de la cosificación de toda institución. En consecuencia, esta primera figura de la
modernidad no nos compromete más, como en Leo Strauss, a un regreso de la
filosofía política de los Antiguos, sino que nos abre a una filosofía política crítica
o crítica utópica, es decir, a una filosofía política susceptible de contribuir hoy a
la emancipación. Lo que presupone que se distinga entre un retorno banal a lo
que es percibido como disciplina académica, expuesta a transformarse en historia
de la filosofía política –por tanto, nos dice Abensour, expuesta a un ocultamiento
de los desafíos políticos del tiempo presente en beneficio de una gestión del orden establecido-, y un retorno de las “cosas políticas”. Entonces, manteniéndose
a la vez a distancia de la teoría crítica y catastrofista de la escuela de Frankfurt
(Adorno, Horkheimer, Marcuse) –que presenta como indisociables la política y
la dominación– y el irenismo de la filosofía política –que borra las huellas de la
dominación para concebir el espacio político como un puro juego de intercambios
entre participantes iguales– lo que anuncia eso que se puede llamar el momento
maquiavélico de Miguel Abensour sería una filosofía política que pueda pensar
en conjunto el principio político y la crítica de la dominación, teniendo en cuenta,
siguiendo a La Boétie, el hecho de que toda manifestación del principio político,
democracia o república, puede degenerar en Estado autoritario. De ahí que la escena política pueda ser el teatro de una lucha inclemente entre el hecho de la
dominación y la institución política, puesto que la degeneración es siempre una
posibilidad de esta institución. De ahí, también, que la asociación de la utopía y
del principio político sea el mejor baluarte para oponerse a la degeneración de las
formas políticas (Abensour, 2005).2
Entonces hay un desplazamiento de la filosofía porque ésta no sabría ser el fundamento de la política, salvo que lo sea como legitimación de un orden político
situado bajo la figura de la dominación; y este desplazamiento de la filosofía política, en tanto que ella reivindica el convertirse en una filosofía política crítico-utópica, va a la par, en Miguel Abensour, con una concepción de la ciudadanía en la que
ésta no estaría más instalada en un cuerpo constitucional o institucional de una vez
por todas, en un lugar asignado, sino que se mantendría en un no-lugar o un fuera
de lugar, en un desplazamiento perpetuo porque, para Abensour, la democracia es
acción o voluntad, es decir, se da bajo la condición de la acción que es esta toma
de palabra que subjetiva el ciudadano y vuelve a abrir el espacio público de la
democracia, es decir, bajo la condición de que sea la lengua de la emancipación.
Dicho de otra manera: la filosofía política será crítica o no será.
Reivindicar una filosofía política que sea otra cosa distinta de lo que Hannah Arendt y Miguel Abensour llaman la tradición es para Alain Badiou una ilusión. Badiou, llama filosofía política a algo distinto a un vínculo entre filosofía y política.
Para él, la filosofía política es lo que considera que la inteligibilidad de lo político,
su carácter pensable y su sumisión a normas éticas tiene que ver con la filosofía:
“es el programa que teniendo la política, o mejor aún lo político por un dato objetivo, incluso una invariante de la experiencia universal, se propone liberar de ella
al pensamiento en el registro de la filosofía” (Badiou, 1998: 19).3
¿Por qué la filosofía política ha tomado un tal lugar en nuestra contemporaneidad? Según Badiou, eso se debe al ocaso de las políticas revolucionarias y a la
convicción dominante de que sólo hay una forma política racional: la democracia
representativa bajo todas sus formas. Ayer, con Sartre, estábamos todavía ante la
idea de que el marxismo es el paradigma insuperable de nuestro tiempo; hoy es
el paradigma de la democracia el que es insuperable. Ayer se estaba todavía en
la herencia de la tesis de Marx sobre Feuerbach, según la cual no se trata más de
interpretar al mundo sino de transformarlo; hoy la política no es más lo real de
la filosofía, es, por el contrario, la filosofía la que define, en las categorías éticas,
lo real de la política. Por consiguiente, para Badiou estamos ante una alternativa
clara entre dos vías. O bien se asume esta transformación y se hace de la democracia representativa el único paradigma posible para nuestro tiempo (la filosofía
política es, entonces, la ideología de la democracia contemporánea a través de la
cual se hace el duelo de cualquier política de emancipación y de toda revolución)
(Badiou, 2004a: 25), o bien con Badiou, se establece que la inteligibilidad de la
política está por ser encontrada en la interioridad de la política misma, en lo que
ella dice y en lo que pronuncia. Dicho de otra manera, la política se piensa ella
misma al mismo tiempo que es un pensamiento. Si hay un vínculo entre filosofía
y política, ese vínculo existe con la condición de que haya política, no hay forma
general del vínculo entre filosofía y política, no hay sino singularidades y la singularidad primera es siempre la singularidad de la política.
El punto nodal de demostración de Badiou es aquí todavía la referencia a Hannah
Arendt, pero a una Hannah Arendt que estaría a distancia de la figura descrita por
Miguel Abensour, pues sería aquella que recupera la filosofía política académica,
de Myriam Revault d’Allonnes a Ferry y Renaut. Cualesquiera que sean los méritos de Hannah Arendt (y Badiou se los reconoce especialmente a su análisis del
imperialismo), ella es tenida por responsable de todos los dispositivos llamados
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“filosofía política”, que pululan y se adornan con una ética de los derechos. Una
lectura de Hannah Arendt que pasa también por su uso de Kant. Badiou señala
en la lectura de Kant por Arendt toda indeterminación de la palabra “política”
en cuanto que no es ni el nombre de un pensamiento (no es un procedimiento de
verdad) ni el de una acción (no es la construcción y la animación de un colectivo
singular y nuevo, que apunta a la gestión o a la transformación de lo que es).
Observa el privilegio acordado por Kant al espectador (el mismo Kant como espectador de la Revolución francesa), como consecuencia de lo cual el sujeto político
está en el espectáculo del mundo y la política sólo es el ejercicio público de un
juicio. Por lo tanto, la política no es aquí el principio, la máxima o la prescripción
de una acción colectiva que se orienta a transformar la situación plural (o espacio
público). Y entonces la política es despachada, toda entera, del lado de la opinión
pública, y decir que está en el lugar de la opinión pública es tanto como decir que
no está del lado de la verdad. Hannah Arendt, Kant: no faltaba sino Platón. Badiou
también lo convoca. Pero si el anti-platonismo está en causa es porque Badiou
reivindica el platonismo, porque Platón afirma, contra los sofistas, que la verdad
política no está eternamente condenada a la opinión y separada de la verdad. El
sofista es, según Platón, aquel que “es incapaz de ver hasta qué punto difieren,
según el ser, la naturaleza del bien y la de lo necesario”, lo que legitima la idea de
que la política es gestión de lo necesario y que no hay política de emancipación
(Badiou, 1992: 220).
El kantismo de Arendt, examinado por la filosofía política, viene a legitimar la
pluralidad de las opiniones articuladas al Estado por la forma de la democracia
representativa parlamentaria y la pluralidad de los partidos políticos. Es claro que
Badiou rechaza la tesis de Hannah Arendt en tanto que ésta coloca en el centro de
su dispositivo a la opinión filosófica: “la esencia de la política no es la pluralidad
de opiniones, sino la prescripción de una posibilidad de ruptura con lo que hay”,
escribe Badiou. Arendt puede ser reconocida como una filósofa que legitima una
política de la pluralidad, de la resistencia al mal y del valor del juicio. Pero ella
permanece prisionera de un horizonte que es el de la democracia parlamentaria:
acepta las reglas de juego de la gestión de los asuntos del Estado democrático,
lo que contradice, a los ojos de Badiou, cualquier política de emancipación, y el
reconocimiento de que la política es, en su ser, un pensamiento.
Badiou toma posición contra la filosofía política y contra Hannah Arendt, o por
lo menos contra lo que hacen los filósofos de la restauración de la filosofía política,
porque en lugar de definir la política como procedimiento de verdad y prescripción
de una transformación del espacio público, ella la define como ejercicio público
del juicio, del cual el tema de la verdad está excluido. Para Badiou, la filosofía no
tiene otra relación con la política sino la de ser la representación o captación de los
fines últimos de la política. Ella no tiene que evaluar, que hacer comparecer ante
un tribunal crítico, que legitimar los fines últimos de la política. Se abre entonces
una alternativa: o bien la democracia es, a los ojos de la filosofía, una forma de Estado –como en Aristóteles o Montesquieu, como la tiranía, la aristocracia, etc… La
cuestión, entonces, es la del buen gobierno, la del buen Estado, o del rechazo de la
soberanía democrática, como en Lenin–, o bien la democracia no es una categoría
filosófica y la política es un pensamiento, y, por consiguiente, es imposible que la
democracia esté sub(ordinada) al Estado.
Miguel Abensour apelaba a una filosofía política crítica que viniera a prolongar
el gesto de Hannah Arendt de rechazo a una tradición de filosofía política
separada de la acción, a la que vendría del exterior a darle sentido. Alan Badiou
toma nítidamente posición contra la filosofía política, cualquiera que sea la
presuposición que la sustente, porque toda filosofía política tiene como pretensión
indicar la norma ética para guiar la acción desde el lugar del espectador (el que
mira, observa sin actuar, según el diccionario Littré). Jacques Rancière, por su
parte, hace otra pregunta: ¿existe la filosofía política? Cuestión del árbol de la
filosofía, dice Rancière: no es porque hay (o haya habido) política en la filosofía
que la filosofía política sería una rama del árbol: no lo es en Descartes, y en
Platón Sócrates no es un filósofo que toma por objeto la política de Atenas, sino
un ateniense, el único que “se ocupa de los asuntos políticos” (Georgias, 521 d),
que hace en realidad política trazando una separación radical entre la política de
los políticos y la política de los filósofos. “No existe evidencia”, escribe Rancière,
de que la filosofía política sea una división natural de la filosofía que acompaña
a la política en su reflexión, así fuera ésta crítica” (Rancière, 1995: 10). Rancière
también propone redefinir la política. La política no es el conjunto de los procesos
por los cuales se operan la agregación y el consentimiento de las colectividades, ni
la organización de los poderes, ni la distribución de los lugares, de las funciones
y los sistemas de legitimación de esta distribución. Eso, para Rancière, es la
policía (Renaud, 2004). Al contrario, la política es lo que desplaza a un cuerpo
del lugar que le fue asignado o cambia la destinación de un lugar. Hay política
cuando se encuentran la lógica policiva y la lógica igualitaria, que presupone,
por lo que a ella respecta, la igualdad de los seres parlantes.(Rancière, 1995: 99).
La idea reguladora de Jacques Rancière pasa por la toma en cuenta de aquellos
que no son contados en el inventario de aquellos que son parte interesada del
pueblo, del demos de la democracia, y reclaman ser contados con y en igualdad
con los otros; hay política cuando hay interrupción del orden dado como natural
del reparto de lo sensible entre los dominantes y los dominados, y cuando hay
reivindicación de la igualdad. No hay fundamento propio de la política, y es eso
por lo que la filosofía política no existe, puesto que la política no existe sino por
la prueba de igualdad de no importa quién con no importa quién. De ahí que la
filosofía se encuentre desplazada si quiere pensar la relación de la política con la
filosofía, y que se dé como un no-lugar que llegaría a ocurrir bajo la condición de
que se dé la lengua de la emancipación. Y es aquí donde interviene una tercera
referencia a Platón quién, en su odio por la democracia, ve con más precisión los
fundamentos de la política que los aduladores modernos y prolíficos que nos dicen
que hay que aprobar moderadamente a la democracia. Platón, según Rancière, es
el que ha visto que el hecho de que algunos sean no-contados en el demos está
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en el fundamento de la democracia. Comentando detenidamente un pasaje de la
República de Platón (II, 369c-370c), Rancière señala el origen de la oposición de
la república y de la democracia (Rancière, 1983). Yves Duroux da cuenta así del
uso que hace Rancière de Platón: “Todos los filósofos franceses contemporáneos
se han fabricado un Platón. Deleuze ha privilegiado la selección de los rivales y lo
indiscernible de los simulacros. Derrida ha perseguido la letra errante; Foucault
ha descubierto allí una primera aparición del “cuidado de si” y del coraje de decir
la verdad; incluso Lyotard, discretamente ha reactivado a los Sofistas, de los que
otros irán a magnificar el efecto. En fin, Badiou lo ha reinstalado en su trono
mediante la defección de lo Uno. El Platón de Rancière es singular. Seré breve,
muy breve. Diría solamente que el primer texto sobre Platón, el de 1983, es casi
un ejemplo puro de lo que yo llamo una querella. No es el Platón de los helenistas
(la distinción de los espíritus dulces y de los espíritus rudos, que es el honor de la
corporación, es rápidamente despedida). Tampoco es el Platón de los intérpretes
de Platón. Es, es como él lo dice y yo le creo, la institución misma de la filosofía
y, por tanto, el “elemento” de la querella. Es por lo que en Rancière Paltón es
propiamente interminable. Sólo haré una observación: al lado del texto de Rancière
sobre Platón, como al lado del texto de Platón, hay un tercer texto pero que no dice
nada: es el del Demos ateniense. Ahora bien, Rancière lo hace hablar y para hacerlo
le presta la voz de los obreros parisinos. Así la asombrosa puesta en escena del
Fedro sobre el canto de las cigarras: mientras que los artesanos duermen ahítos,
los filósofos dialogan sin tregua. “Es vergonzoso para un amo ser despertado
por su servidor. Ahora bien, el gran libro de Rancière se llama La noche de los
proletarios. La querella es despertar al maestro que duerme”(Douroux, 2006).
Se hace referencia también a Hannah Arendt, y una de las cuestiones podría ser la
de saber qué proximidad habría entre la singularización en Arendt (la acción política revelando la singularidad de la acción política: en lugar de expresar la identidad del miembro de la comunidad, ella une a los actores según la relación inédita
que desafía las pertenencias preconstituidas; despliega un espacio de aparición
según un criterio de visibilidad que se abre a la posibilidad de un mundo común
sometido no a una cultura compartida sino a un aire concertado, diría Étienne
Tassin) y, por otra parte, la subjetivación en Jacques Rancière (Tassin, 2003: 26566). Pero para este último, lejos del “inter-ser” de Arendt y de todo pensamiento
de la política en términos de comunidad (de la política entendida a partir de una
disposición original para lo común o de una propiedad), la política viene en segundo lugar, inventa una forma de comunidad que establece relaciones inéditas entre
las significaciones, entre las significaciones y los cuerpos, entre los cuerpos y sus
modos de identificación, lugares y destinos, y no en primer lugar entre sujetos
(Rancière, 2003: 88). La relación de Rancière con Arendt pasa en primer lugar
por el uso que hacen de ella los partidarios del regreso a una política pura y el fin
de la ilusión de lo social, mediante la fusión de las lecturas de Aristóteles por Leo
Strauss y Hannah Arendt, uso en el que se opone el orden político adecuado para
el “eu zen” (vivir con miras a un bien) al “zen” (orden de la simple vida), y donde
es necesario reconocer el círculo vicioso fundamental que caracteriza a la filosofía
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política –esto presumiendo que hay un modo de vida propio para la existencia
política (Rancière, 1998: 225). Interpretación que Rancière repite dos años más
tarde, diciendo que volvió sobre la definición aristotélica del animal político para
mejor enfrentarse a la fundación antropológica de la política en un modo de vida,
y a la idea de bios políticos, que vuelve a florecer a la sombra de los lectores más
contemporáneos de Leo Strauss y Hannah Arendt (Rancière, 2000).
En cuanto a Kant, Rancière responde a Yves Duroux (Rancière, 2006)4 que el que
no haya hecho una filosofía crítica, no ha impedido que mida las implicaciones de
la crítica en sus dos significados: la crítica como intervención y la filosofía crítica
como lo que reemplaza la cuestión de las condiciones de posibilidad por la de los
fundamentos. Rancière sitúa a Kant como primer momento de las tres figuras de la
idea crítica que él identificaba al comienzo en la evolución del joven Marx: 1) un
momento kantiano: en el artículo de Marx “Debates sobre la ley relativa al robo
de la leña seca” (Rheinische Zeitung octubre-noviembre 1842), Marx resalta que
la Dieta prusiana olvida que la ley se interesa en un objeto universal y se dirige
a un hombre universal para no relacionarse sino con los intereses privados de los
ricos propietarios, y la crítica denuncia aquí la confusión entre lo universal y lo
particular; 2) un momento feuerbachiano: el hombre universal se da cuenta que
no es sino una particularidad, una esencia del hombre puesta por él mismo fuera
de su realidad concreta en el cielo de las ideas y que necesita recuperarla; 3) un
momento marxista: la identificación entre crítica y ciencia, la distinción del movimiento real de la producción y de la historia con el movimiento aparente en donde
los hombres creen ser sujetos de un intercambio de mercancías y libres. Estos
tres momentos serían como las claves de comprensión posibles de los retos de las
interrogaciones del propio Rancière: 1) el momento kantiano sería en él el desplazamiento de la simple denuncia de la confusión entre lo universal y lo particular
hacia un pensamiento de la intervención política donde se anudan lo universal y
lo particular, la humanidad y lo inhumano, la igualdad y la desigualdad, lo que él
llama el silogismo igualitario; 2) el momento feurbachiano tomaría por blanco el
paradigma de la encarnación y de la presencia, tanto en literatura como en política; 3) el momento marxista sería el de la puesta en causa radical de la idea de la
ciencia como lo que faltaría a los obreros para emanciparse de su dominación. De
modo que el desplazamiento de la filosofía engendraría aquí una definición de la
democracia, sino como no-lugar, al menos como otra cosa que un régimen político
entre otros, más bien como la institución misma de la política, de su sujeto y de su
forma de relación. Contra Lefort y la idea de que una desincorporización del doble
cuerpo, humano y divino, del rey presidiría el comienzo de la democracia –el pueblo viniendo a ocupar el lugar dejado vacío por la muerte del rey– (Molina, 2005),
Rancière sostiene que es en primer lugar el pueblo el que tiene un doble cuerpo,
y que esta dualidad está toda entera en el suplemento vacío por el cual la política
existe, “como suplemento para toda cuenta social y como excepción a todas las
lógicas de dominación”, en una lógica del ser-juntos humano que “suspende
la armonía del consensus por el simple hecho de actualizar la contingencia de la
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igualdad –ni aritmética ni geométrica– de los seres hablantes cualesquiera que
sean (Rancière, 1997).
En el punto nodal del campo agonístico de donde proceden los cuestionamientos
actuales de la filosofía política –ya sea para substituirla por una filosofía críticoutopista (Abensour), o para acabar con toda la filosofía política (Badiou), o para
negar su existencia porque es la idea misma de la filosofía política o de política
de los filósofos la que tendría que ser rechazada sin concesión, y no solamente tal
o cual manifestación histórica de la filosofía política (Rancière, según Abensour)
–opera la figura conceptual paradójica de Hannah Arendt, que cada uno dibuja a la
luz de su relación singular con Platón y Kant.
(Este artículo es la versión escrita de una conferencia
dictada en el II Coloquio Franco-hispano-chileno de
Etnopsicología y III Seminario Internacional de Filosofía sobre el “El espacio y el lenguaje” en la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, en enero 8 de
2007, por invitación de Alejandro Bilbao y de Ricardo
Espinoza).
(Tradujo del francés Andrés Correa Motta)
Referencias
1. Una primera versión de este texto apareció en E. Tassin (2001: 15).
2. Hay versión en español en Abensour et al. (2005).
3. Así como Badiou (2002). Ver también Badiou (2001).
4. Ver también Rancière (1965).
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