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¿QUIÉN DICE LA GENTE QUE SOY YO?
Autor : Raimon Panikkar
Mis admirados amigos de Éxodo me han formulado una cuestión que ha
ocupado una buena parte de mi vida, pero, como dijo Hegel, en Filosofía (es
decir, en las cuestiones vitales) no hay pregunta vana – aunque la respuesta
pueda ser tonta. Asumo pues el riesgo, e intento complacer a los amigos
aunque la pregunta, a pesar de sus visos de neutralidad, refleja ya una
mentalidad no neutral que parece forzar el cauce de la respuesta. “Lo cortés
no quita lo valiente”. Intentaré, pues, responder en pocas palabras,
interrumpiendo otros muchos trabajos que tengo entre manos – porque la
amistad es un grato deber sagrado. Pido perdón de antemano por la concisión
de mis respuestas, que resumen lo que he intentado explicitar en muchos
otros escritos.
¿Quién dice la gente que soy yo? La pregunta es legítima, pero ya he sugerido
que desde el principio revela el talante semítico desde el cual está planteada.
Este talante está extendido prácticamente por todas nuestras latitudes que,
con la prepotencia que nos caracteriza, hemos convenido en llamar Occidente,
aunque en otros lugares el sol no se pone en ‘nuestro’ poniente. Me refiero al
mythos de la historia, llamándole así para distinguirlo de lo que, en virtud del
mismo mythos, hemos llamado “mito”: una relato no real, precisamente
porque no es histórico. Este mythos de la historia podría resumirse en la
creencia (acrítica) de que lo histórico es lo único real. No puede negarse que lo
histórico sea real, pero la frase no puede invertirse: lo real no es solamente lo
histórico. La Kathaupanisad? distingue nada menos que cuatro niveles de
realidad.
Ahora bien, contestar desde las “filosofías” orientales me resulta igualmente
imposible. ¿Podemos reducirlas a un común denominador? ¿No seremos otra
vez víctimas del pensar abstracto? La realidad no se capta por abstracciones,
por útiles que sean a la mente analítica– tan distinta de la fronesis griega: No
me siento capacitado para contestar la pregunta, “representando” a dos
tercios de la humanidad – más heterogénea que el llamado Occidente. “Todos
los japoneses se parecen”, se dice por estas tierras, siendo así que ellos nos
ven a todos nosotros iguales o muy parecidos. Pero por otra parte entiendo la
cuestión y, en esta medida y con las cautelas indicadas, voy a intentar esbozar
una respuesta.
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Para las religiosidades, que en nuestra arrogante ignorancia hemos llamado
“politeístas”, el problema no se presenta porque, superando la individualidad
(este dogma occidental que es el individualismo) no hay la más mínima
dificultad en admitir
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la divinidad de Cristo, ni en aceptar la ortodoxia cristiana – aunque no su
metodología, ni su interpretación posterior.
Me he permitido mencionar la “arrogancia” de muchas “historias de las
religiones” porque las ha cegado el no darse cuenta de que el hablar de
“politeísmo” es un error lógico de primera magnitud que a ningún chaval se le
permitiría en la escuela – pero la arrogancia inconsciente (y ahí está el peligro)
obnubila la mente. Sencillamente se ha escamoteado el predicado, que no es
el mismo. Ningún “politeísta” ha afirmado nunca que “aquello” que el
monoteísta afirma ser uno (monos) sea plural (polys). No hay en rigor “politeístas”, sino que se tiene otra noción del theos. Se tiene otra concepción de la
divinidad – con razón o sin ella.
A la respuesta ortodoxa: “tú eres el Hijo de Dios vivo”, aquellos a los que
hemos colgado el “sambenito” de politeístas no objetarán lo más mínimo.
Todos somos ”hijos”, vástagos de Dios o, parafraseando a san Pedro (II Pe I,
4), estamos llamados a participar, a ser consortes de su misma naturaleza
divina, aunque luego puntualice san Juan que lo que en realidad somos no se
ha manifestado todavía (I Jn III, 2).
Como dijo Tertuliano, el gran defensor de la tradición, en el mismo inicio de su
De Virginibus velandis,“Sed dominus noster Christus veritatem se, non
consuetudinem cognominavit”. “Nuestro Señor (el) Cristo dijo que él era la
Verdad y no la Costumbre”. Somos a veces “más papistas que el Papa”, y
hemos reducido la “ortodoxia” a una microdoxia. Para defender la identidad de
Cristo (lo que es), la hemos confundido con su identificación (lo que lo
diferencia) según los cánones del pensar occidental – siendo así que Jesucristo
rompió con la tradición judía, como reconocían los doctores de la Ley
coetáneos. Una cosa es la continuidad histórica de la tradición judía con la
cristiana (que no puede negarse) y otra reducir lo real a lo histórico.
En otras palabras, la relativa continuidad con el Antiguo Testamento es más
histórica que ‘dogmática’. Si el cristianismo se denomina “religión católica” no
puede desvincularse de las inspiraciones de lo que puede llamarse el
“Testamento Cósmico”, y limitarse a la historia de Israel y la filosofía helénica.
Otras veces parece que, para defender la originalidad del cristianismo, se le
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presenta como un meteorito caído del cielo, sin conexión alguna con el resto
de las tradiciones de la humanidad. Otra vez el mismo síndrome: para que
algo sea auténtico, se ha de poder identificar como diferente; esto es, como
nuevo.
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Me descargo con este exabrupto un tanto polémico y un mucho irónico, para
ejemplificar el malentendido cultural entre las llamadas religiones occidentales
y las acríticamente denominadas orientales. La causa última del malentendido
radica, a mi modo de ver, en lo que he denominado colonialismo cultural, que
consiste en la convicción de que nuestras categorías son universales y por
tanto válidas para acercarnos a problemas interculturales. Aún hablamos de
“tercer mundo” o “países en vías de desarrollo” según los parámetros de una
economía reducida a cantidad de dólares. Las diferencias culturales no se
reducen al folklore sino que obedecen a formas distintas de pensar y de vivir.
Repito: pocas “religiones orientales” objetarán el dogma de la divinidad de
Cristo, aunque luego lo interpreten cada una a su manera.
Por ejemplo, desde el punto de vista del hinduismo (aceptando la
simplificación, porque el hinduismo como religión particular no existe), la
divinidad de Cristo no representa ningún problema; al contrario, a Cristo se le
ve como un modelo de lo que todos estamos llamados a ser. Lo que resulta
menos aceptable es la pretensión tradicional cristiana de ser individualmente
único, porque se confunde el individuo con la persona. Aquí tenemos otro
ejemplo del malentendido mencionado. En efecto, el pensar individualista
occidental hace de Cristo un individuo (confundiéndolo con Jesús, que
ciertamente lo es).
Quien descubre en Jesús al Cristo y así lo cree, es un cristiano, pero Cristo es
anterior a Abraham y está realmente presente en la Eucaristía (que no son las
proteínas de Jesús, como es obvio). En una palabra, Cristo no es un individuo,
sino una persona con quien se pueden tener relaciones personales, siguiendo
el lenguaje de la misma tradición cristiana.
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