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ABSOLUTISMO
Un gobierno absoluto es, en el fondo, siempre
débil, como lo es un temperamento pletórico; pero
cuando ese gobierno absoluto no es autocrático sino
representativo, su debilidad lo vuelve casi pueril.
Hasta un elefante se dobla como una caña, si se
coloca sobre su espalda un peso superior a sus
músculos. A un gobierno que debe intervenir en
todo, afluyen todas las exigencias, y el número de
resentidos (es decir, de enemigos), cada día se vuelve mayor. El voto de censura parlamentario está
siempre pendiente sobre su cabeza, y se encuentra,
por tanto, compelido a vivir, como los acróbatas,
haciendo equilibrios.
No somos nosotros partidarios de los gobiernos
iniítiles. Creemos que una de las ventajas de la república es que en ella (cuando es genuina) puede
confiarse mucho, relativamente hablando, en el
mandatario, por lo mismo qne como tal el mandatario funciona, y que funciona a término corto;
pero la utilidad de los gobiernos no está desde luego en razón directa de lo que pueden teóricamente
hacer, sino de lo que efectivamente realizan. El
vigor es siempre sencillo como nna línea recta,
mientras que el cansancio y la fatiga pueden ser
representados por una espiral.
En otros términos: el gobierno general de ima
república debe ser entero, pero no complicado o
redundante.
(El Porvenir,—Cartagena, 15 de abril de 1883.)
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ACTOS DE GOBIERNO
Las promesas pueden fallar, y con frecuencia
fallan; los discursos de un senador, de un representante o de un tribuno, a poco obligan, y poco significan por lo mismo; lo que se dice en la correspondencia epistolar en estas ocasiones, vale a menudo
no mucho más que el papel en que se escribe; las
conferencias son muchas veces equívocas; pero los
actos expresos, tangibles, notorios y repetidos durante cerca de tres años, por un mandatario colocado en posición alta y conspicua, no pueden dejar
en problema los principios que realmente forman
su profesión de fe política, ni las condiciones de su
carácter como gobernante, cualquiera que sea la
órbita a que se extiendan sus funciones y las peripecias que puedan sobrevenirle en el ejercicio del
poder público.
{El Pon/Píiír.-Cartagena, 16 de abril de 1879.)
ADVERSIDAD DE LOS PARTIDOS
El fondo de las cosas humanas no puede por todos verse. Y con frecuencia sucede aún que ese
fondo no lo alcanza a ver nadie.
No siempre es fácil, por ejemplo, persuadir a
los miembros de un partido ele cjue las vicisitudes
a que están sujetos de vez en cuando no son, en
realidad, sino motivos de compactación y reorganización que preparan espléndidas victorias.
No hablamos del caso en que tales vicisitudes
constituyan un verdadero desastre o una descomposición capital, sino sólo de aquellas emergencias
en que el peligro es transitorio y aun más aparente
que efectivo. No hay causa de enervación que haga
tantos estragos como la continuada fortuna, es decir, la ausencia prolongada y absoluta de contrariedad. En la vida interior esto es tan cierto como
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en la vida pública. En la historia de las monarquías
se ve con frecuencia el hecho de que los herederos
de la corona que no han vivido dentro del palacio
real sino más bien desterrados o independientes de
él, resultan, cuando les llega la hora, soberanos de
primer orden. Francia no ha tenido rey de dimensiones morales semejantes a las de Enrique iv, que
vivió como príncipe no sólo lejos de la Corte sino
en estado casi vecino de la pobreza. Cromwell y los
dos Napoleones, aunque no fueron príncipes, pueden citarse como otros tantos ejemplos de la influencia favorable que tiene el sufrimiento en el
desarrollo de las fuertes facultades humanas. "Es
la riqueza ocasión de pobreza", dijo una vez Quevedo, hablando seriamente. La vida es la lucha.
Dejar de luchar, y aun dejar de padecer, es dejar
de vivir; y pueden bien revolverse las palabras de
Quevedo; "Es la pobreza ocasión de riqueza."
{La í,iu.—Bogotá, 2 de junio de 1882.)
ÁFRICA
Hace apenas un siglo que se han dirigido las
miradas de Europa hacia el centro de ese continente rodeado de misterios, y donde acaso encuentren
los antropólogos elementos para resolver los mayores problemas que se presentan a la meditación
de humano espíritu; pudiendo refutar las osadas
teorías de algunos famosos naturalistas para volver
definitivamente los ojos a las tradiciones bíblicas
como fuente única de verdadera ciencia humana.
Las tribus de enanos encontradas por Stanley
en su último viaje, tribus que visitó Herodoto
445 años antes de Cristo, dan ya poderoso argumento para poner en duda la teoría darwinista de
la evolución, puesto que, al cabo de veintitrés siglos, esas tribus se hallan en el mismo estado ru-
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dimental que tenían en la remotísima época en
que las descubrió el Padre de la Historia.
Es de admirar que Egipto, Cartago, Etiopía, etc.,
no hubiesen hecho mayores exploraciones del vasto
territorio, cuyas comarcas septentrionales ocuparon y aún ocupan en parte, Cartago excluido.
Quedó talvez envuelta en la noche de los tiempos alguna, o algunas épocas de la vida de ese continente, como sin duda quedó también alguna, o
algunas del continente americano, pues así lo acreditan las ruinas que se exhuman, atestiguando
civilización distinta de la que encontraron los descubridores y conquistadores, coetáneos y continuadores de Colón.
La etimología de la palabra no nos da indicio
de ese pasado remoto, y, por así decir, mitológico.
Ni siquiera hay acuerdo en los etimologistas. ¿Viene África de Aprica, expuesta al sol; de tierra de
Ophir, de donde tantos tesoros sacaron las naves
de Salomón; o de pherich, espiga de trigo, por
alusión a la parte del territorio en que es abundante aquella semilla. . . ? Estas y otras hipótesis
vemos en un erudito diccionario moderno. África
significa sin frío, probablemente, y viene del latín
Aphrica, que a su vez viene de palabra griega de
sentido adecuado. Tal es la opinión de Barcia, a
la cual nos adherimos a falta de mejor suposición.
Quedamos siempre a tientas, pues, respecto de la
prehistoria de África. No puede negarse a M.
Stanley el honor de haber iniciado las recientes
exploraciones que a tanto han conducido ya, con
motivo de lo que alcanzó a ver, y a sospechar, cuando fue en busca del sabio geógrafo Livingstone,
extraviado en aquellas selvas, en cumplimiento de
ardua comisión que le confiaron los dueños del
diario The New York Herald hace unos cuantos
años. Débese a él la creación del Estado indepen-
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diente del Congo, que es base de futuras operaciones en la zona ecuatorial, y acaso embrionario modelo de futuras nacionalidades. Débese al mismo
intrépido viajero el conocimiento, de que se carecía en Europa, de los horrores de que es alimentado
el tráfico de esclavos, horrores a que se mezcla aún
el canibalismo y de todo lo cual son principales
culpables los mismos jefes o caciques africanos.
(El Porvenir.—Cartagena, 15 de febrero de 1891.)
APARIENCIAS
No basta obrar honestamente —como sin duda
se obra— porque es preciso que esa sea la creencia,
no diremos de todos, porque eso es imposible, pero
sí de la generalidad. Vox populi vox Dei.
(El Porvenir.—Cartagena, domingo 8 de junio de 1890.)
ARMAMENTISMO
Hay causas fundamentales vigentes del sufrimiento de los pueblos que no provienen de la naturaleza de las cosas, sino del artificio, de las malas
pasiones, y que sí caen, por lo mismo, bajo el dominio del legislador político. Una de esas causas
es para bellum, la guerra en perspectiva, los preparativos que se hacen para que el enemigo eventual
no saque ventaja del exceso de confianza en la paz.
Una nueva enfermedad, decía hace más de un
siglo Montesquieu, se ha propagado por Europa,
y apoderándose de nuestros príncipes les hace sostener un desordenado número de tropas. Esta enfermedad tiene sus recrudescencias y se vuelve contagiosa, porque tan pronto como un Estado aumenta lo que él llama sus tropas, los otros sin demora
aumentan las suyas; de manera que no resulta otra
cosa de positivo que la común ruina. Cada monarca
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tiene en pie cuantos ejércitos podría reunir para
el caso en que sus pueblos corriesen peligro de ser
exterminados. Europa se encuentra de tal manera
arruinada, que los particulares que estuviesen en
la situación en que están las tres más opulentas
potencias de esta parte del mundo, no tendrían
cómo vivir. Somos pobres aunque dueños de las
riquezas y del comercio del universo; y dentro de
poco, a fuerza de tener soldados, no tendremos
otra cosa que soldados, llegando a ponernos al nivel de los tártaros.
(£/ PoíTyewír.—Cartagena, domingo 4 de mayo de 1890.)
ARTE DE GOBERNAR
El lector conoce seguramente la leyenda de
Faetón. Tomó en sus manos las riendas del luminoso carro, y con él descendió muy pronto precipitado, a causa de su inexperiencia.
En el mundo real más de una vez ha sucedido
otro tanto. Usando del lenguaje evangélico, diremos que al gobierno de los hombres, muchos son
los llamados y pocos los escogidos.
Ciertamente no hay tarea más complicada que
la de los conductores de pueblos. El piloto de un
buque tiene cartas geográficas donde se encuentran
perfectamente marcados todos los puntos que debe recorrer. Por ellas sabe de antemano la exacta
longitud del proyectado viaje, los escollos con que
podrá tropezar y los puertos donde habrá de encontrar, en caso de accidente, seguro abrigo. Tiene
también la brújula, que constantemente le señala
el rumbo, e instrumentos varios que le permiten
verificar periódicamente la labor cumplida. No
hay para él otra dificultad verdaderamente peligrosa que la de los caprichos del viento; y después de
la invención y propagación de las máquinas de
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vapor, esa dificultad ha disminuido considerablemente.
Para el conductor político todo es indeterminado y contradictorio. A cada momento se le presenta u n nuevo problema q u e pide solución, con más
o menos urgencia. Baste decir que sus factores son
hombres, y recordar q u e cada hombre tiene su
órbita especial y sus especiales intereses y sentimientos. ¿Qué se hace cuando esos intereses se encuentran en colisión? Hay reglas y principios de
gobierno que pueden servir de ayuda. La estricta
observancia de la ley es uno de ellos; y en caso de
deficiencia de ésta, la apelación a los consejos de
la justicia. Pero aparte lo dicho, mucho queda sometido, por necesidad, a la simple discreción del
gobernante, porque todas las eventualidades n o
pueden preverse. Talvez son en mayor n ú m e r o las
q u e se encuentran en este predicamento. Los consejos de la justicia no son tampoco suficientemente
claros para poderlos aplicar siempre con seguridad
completa de acierto.
Afortunadamente hay, por otra parte, en el orbe
político, algo de colectivo influjo, superior en muchas emergencias, si no en toda circimstancia, a
las aspiraciones puramente individuales. Ese algo
son las ideas. De ellas se forman más o menos numerosas corrientes, que determinan fenómenos
morales de la mayor importancia. Momentos hay,
y a u n épocas, en que esos misteriosos raudales se
dividen y subdividen en hilos infinitos; otros, en
que se concentran en pocos y profundos cauces.
Su curso es apacible y sereno a veces; y otras, impetuoso y terrible como u n desencadenado torrente.
El estudio asiduo y perspicaz de esos fenómenos
es el primero de los deberes, porque es también
la primera de las necesidades del gobernante. Así
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como los intereses y las pasiones son agentes activos de discordia, de la misma manera son las ideas
lazos de unión que permiten aglomerar masas de
hombres, y encaminarlos por ima determinada
senda.
En el fondo de todo está el interés; pero el hábil
conductor puede aplazar o modificar las exigencias
aisladas, y aun engrandecer las pecjueñas pasiones,
ofreciendo a los esfuerzos individuales recompensas capaces de dominar o absorber las aspiraciones
incompatibles o antagonistas.
M. Emilio de Girardin ha anunciado con frecuencia esta verdad: "Las dificultades políticas
se resuelven, en la mayor parte de los casos, elevándolas a grandes cuestiones. Puede, pues, decirse,
que gobernar es generalizar, porque es de ese modo como se realiza la convergencia de propósitos
y sentimientos que hace de tantas voluntades dispersas una sola voluntad, y de tantos elementos de
desconcierto un vehículo de unión suficientemente
sólido y durable.
No de otra manera llegó a formación completa
la gran nacionalidad española. La idea religiosa
fue el instrumento principal de esa difícil obra.
El interés mismo toma a veces también proporciones generales; y él en esta forma y con la ayuda
de la idea religiosa decidió el descubrimiento y la
colonización del vasto continente americano.
Ya antes la promesa de redención por la caridad,
salida, entre dolores crueles, de los labios de Jesús,
había salvado el mundo de la desorganización a
que era conducido por la decadencia natural del
paganismo.
El poderoso imperio otomano, mucho menos
perfecto, sin duda, que el creado por el cristianismo, debió también su nacimiento y sus glorias a
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místicas promesas ofrecidas a bárbaras tribus por
Mahoma.
La idea de la unidad de raza ha hecho la Italia
y la Alemania modernas, sobreponiéndose a dificultades de intereses y preocupaciones, que eran, al
parecer, insuperables.
En todos los tiempos debe haber elementos de
unión y progreso, de esta o semejante índole, porque es por medio de ellos cuando únicamente pueden los gobiernos cumplir la tarea preliminar de
generalización, que es requisito indispensable para
el conveniente ejercicio de sus poderes ordinarios.
Pero épocas hay en que la lenta evolución diaria
debe asumir actividad intensa, como la labor del
estatuario en la obra suprema de vaciar en el molde la materia derretida, destinada a glorificar una
virtud egregia.
En 1811, a la voz de independencia, los espíritus,
poco a poco preparados por las meditaciones de
los filósofos y el látigo y la rapacidad de los opresores, entraron en ebullición formidable, que no
tuvo término sino cuando Bolívar anunció a los
otros pueblos asombrados, que Colombia ocupaba
ya culminante asiento en el banquete de las naciones.
Ver en oportunidad, y en toda su magnitud y
tendencias, esas corrientes populares de ideas y
sentimientos; anticiparse a su primera seria aparición, si es posible, como si se tratara de un alumbramiento difícil, para darles salida, y vigilar con
perseverante atención su curso para evitar destructores desbordes o desvíos; tal es el resumen del
encargo principal que toca cumplir a los directores
de gobiernos políticos.
El buen desempeño de ese encargo exige condiciones poco comunes.
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La primera de todas es abnegación personal
absoluta. Cuando media un interés pequeño, la
visión de las cosas está sujeta a estrabismos.
Debe haber, además, por motivo semejante, completa ausencia de pasión individual. Ni odio, ni
amor, ni cólera, ni miedo. Aun el entusiasmo, generador de tantos prodigios, puede ser causa de
lamentables extravíos.
La firmeza de propósito es otra condición esencial. Pero la firmeza de que hablamos es todo lo
contrario de la terquedad; así como lo es la insolencia y el atropello de la verdadera energía, que
hace siempre poco ruido. El modus operandi puede y debe variar con frecuencia, con tal de que
conduzca al deseado fin.
Insistimos, sobre todo, en la necesidad de penetrarse bien a fondo de la realidad de lo que pasa,
por desagradable que esto sea.
La catástrofe de Luis xvi y de Carlos i de Inglaterra fue el resultado de la ausencia de muchas,
o todas, de esas cualidades.
Luis Felipe perdió la corona en 1848, solamente por haberse obstinado en no cambiar su ministerio. Cuando quiso hacerlo, ya era tarde. Tal es
la influencia de la atmósfera política, que la asamblea que proclamó la república, en aquel año, era
personalmente, en su gran mayoría, adicta al rey
destronado.
La catástrofe del radicalismo colombiano es la
obra directa, en gran parte, de la incompetencia,
de los gobernantes de 1875. Ni el talento general,
ni la ilustración científica o literaria, suplen las
condiciones principales; así como la posesión de;
una cortante o punzante hoja de acero no significa energía en el sentido político de la palabra.
(£/ Port/fMi'r.—Cartagena, 26 de julio de 1879.)
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ASAMBLEAS INTERNACIONALES
Pero la verdad es que, en primer lugar, los tiempos han cambiado mucho, y con ellos las ideas en
materias de relaciones de unos pueblos con otros.
Así, nada es más común hoy que las Asambleas
internacionales para discutir tesis científicas, políticas y otras; del mismo modo que las exposiciones
de productos de todo género, a las cuales cada
país civilizado envía su respectivo contingente de
cosas y personas.
{La Lu:.—Bogotá, 5 de agosto de 1881.)
ATENAS SURAMERICANA
La neurosis radical incurable que se traduce en
incesante anhelo de cambios, y que en estos momentos se convierte en agudo acliaque patológico
después de haber fallado el estupendo plan catilinario; esa neurosis, decimos, nos hace recordar los
tiempos aquellos cuando con aparente candor llamábamos a Bogotá la moderna Atenas o la Atenas
de América. Esta poco moderna calificación del
imberbe patriotismo atravesó seguramente los mares, pues que cierto literato francés con quien hablamos en esta ciudad hace unos dos años, refiriéndose a un viaje que trataba de hacer a la altiplanicie, nos dijo que esperaba le sería muy grata su
proyectada visita a la Atenas de América (o moderna Atenas).
Aquella pretendida similitud nos había parecido
exagerada y aun ridicula a nosotros que somos tan
poco amigos de cultivar la hipérbole. ¿Qué tenemos en arquitectura que pueda compararse con el
más breve fragmento de la Acrópolis? ¿Dónde alguna estatua semejante —ni aun la de Bolívar—, a
las que dejó fulgurando a través de los siglos el
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cincel de Fidias? Ni sabemos que tengamos oradores como Demóstenes, filósofos como Sócrates, Platón y Aristóteles, poetas como Homero o Píndaro,
legisladores como Solón...
Y sin embargo, puede haber una partícula de
verdad en la hiperbólica comparación, que tanto
se aproxima a burla.
(Tomado de La Reforma Política en Colombia. Tomo vi.
Los Sofistas.)