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LA ATENAS DE MENANDRO
Manuel Femández-Galiano
T J A sido curioso observar, a lo largo de la preparación de
^
este breve ciclo de conferencias de h Fundación Pastor, cómo de modo espontáneo, y desde hiego sin acuerdo
ni cambio de impresiones previo, hemos ido coincidiendo,
todos aquellos a quienes se nos encargaron lecciones, en preferir, como tema para ellas, alguno más o menos relacionado
con el período helenístico; y gracias a esto precisamente es
por lo que el cursillo, frente a lo que n o es raro encontrar
en tentativas de esta índole, está teniendo cierta coherencia
interna al menos en sus rasgos generales.
Esta coincidencia de gustos es ya m u y significativa en
cuanto a indicar una atención especial dedicada a lo helenístico en el campo de los estudios clásicos de hoy día. La razón
para ello está muy clara. O mejor dicho, son dos, a mi entender, las causas conjuntas de esa posición de primer plano
en que desde hace ya bastantes años se nos viene situando
este período histórico. Por una parte, como se dijo ya muy
bien en la primera lección del ciclo, la conciencia de una
cierta afinidad entre el hombre de hoy y su antecesor, igualmente subyugado por el progreso técnico, igualmente encauzado en un universalismo político y estético, tan profundamente tocado por la angustia ante el futuro como esta pobre Humanidad de hoy. Pero al lado de esto —^yo al menos
así lo c r e o — hay que atribuir nuestra elección de tema a ese
afán, tan propio de la moderna investigación histórica, por
no fijarse tanto en las épocas de plenitud y apogeo como en
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las de decadencia y transición. N o s aburre y a un poco la
Roma de César y de Augusto, pero en cambio nos fascma
el escenario histórico del siglo V, en q u e vándalos, godos y
romanos, en confusa mescolanza, contribuyen entre todos a
crear algo q u e va a ser en el mismo cuerpo moribundo de
lo q u e todavía es. Preferimos el estudio de los reinos de taifas
al del gran momento califal; y atraen mejor nuestro interés
las historias de los tiempos de Luis X V I q u e las de Luis X I V .
Y es porque la luz cegadora de los períodos de plenitud confunde y desdibuja las personalidades en una sola indiscriminada llama de e ^ e n d o r ; mientras q u e , en las épocas revueltas y convulsas q u e aunan en sí el ocaso melancólico de lo
que se va y el prometedor amanecer de lo q u e viene, el sol
de la visión histórica, proyectado suave y oblicuamente, agiganta las figuras presentándonoslas, con sus grandes virtudes y sus grandes defectos, como objetos de estudio deleitable para el hombre de hoy gustoso de verse reflejado en la
Humanidad de ayer.
A HORA bien, si hay un momento histórico atractivo, aun
*^ dentro del tema general del mundo helenístico, es el de
los cincuenta años que marcan, en evolución casi imperceptible de tan pausada, el fin de Atenas como ciudad independiente. H a y también aquí algo q u e nace en el Mediterráneo oriental : nada menos q u e una nueva concepción del mundo como
escenario de una inmensa comunión de hombres unidos por
el nexo del cosmopolitismo filantrópico; pero la lógica despiadada de la Historia exigía q u e la eclosión de este ideal Ue,
vara consigo la muerte de algo q u e había sido en tiempos tan
soberanamente bello y pujante como el mundo político de las
ciudades helénicas y especialmente de Atenas, la más ilustre
de ellas. Es una muerte lenta, sin aparatosos cataclismos: la
polis ateniense no perece en el estrepitoso apocalipsis de una
sola jomada, como la Bizancio medieval, ni aun siquiera en
una agónica serie de dolorosas mutilaciones, como la Polonia
del siglo x v i n . Es un morir un poco cada día, un recorrer
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paso a paso la imperceptible pendiente del desánimo y b resignación; y he aquí una razón más para que nuestra lupa
se fije atentamente en los personajes poco gesticulantes de
este íntimo y silencioso drama.
En ello nos va a ayudar mucho Menandro. Menandro, cuya
vida relativamente corta se sitúa entre el 342 antes de Jesucristo, cuatro años antes de la batalla de Queronea, q u e todo
el mundo está de acuerdo en considerar como el punto final
de las ilusiones democráticas atenienses, y el 292, tres años
después de la capitulación de Atenas y huida de Lácares, es
decir, de aquel que, despojada Palas de su tesoro e instaurada una guarnición macedonia en la colina del Museo, pudo
decir T o v a r con justeza el otro día q u e da la triste señal
para un definitivo y desesperado finis Atherutrum.
L o que sabemos de la vida de Menandro, como ocurre con
tantos y tantos escritores antiguos, es muy poco, casi n a d a ;
pero los datos, aun siendo muy escasos, están, diríamos, tan
artísticamente dispersos en biografías y colecciones de anécdotas que permiten, si se les examina en conjunto y con
atención, vislumbrar, a través de esta serie de leves pinceladas aparentemente inconexas, una figura bien caracterizada.
Veamos las noticias transmitidas al respecto. Unas cuantas
fechas: las de su nacimiento y muerte, ocurrida esta última
a los cincuenta años o alguno m á s ; la de su servicio militar
como efebo junto a Epicuro, con quien probablemente trabara amistad perdurable; la primera representación de una
comedia suya, que aconteció durante el mismo período de
efebía; la de los estrenos de algunas otras comedias; la de
su primera victoria en las fiestas. Su condición de ateniense,
la pertenencia a un determinado demo, la elevada clase social de que procedía, los nombres de su padre y madre, el
hecho de que aquél era ya hombre maduro cuando Menandro
nació; su apego a la ciudad natal, en q u e empieza y termina
su vida, y de la cual no llega a hacerle salir, según una noticia sospechosa, ni siquiera la tentadora invitación del rey
egipcio Tolomeo. Su probable soltería, deducida e silentio;
su hermoso aspecto físico, quizá no del todo estropeado por
una leve bizquera; el refinamiento tal v e z excesivo de su
atuendo y presentación personal; sus éxitos amorosos, atesr
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tiguados bien aunque se rechacen las leyendas de sus devaneos con las cortesanas Glícera y Tais- Su relación con el
comediógrafo Alexis, que fué su tío o educador o, en todo
caso, su iniciador en el menester dramático; los estudios en
que tuvo por maestro al peripatético Teofrasto. Su extremada agilidad mental, la certera rapidez con q u e trabajaba,
la fertilidad acreditada con el centenar y pico de comedias
compuestas en treinta años. El no demasiado éxito alcanzado por sus obras, tan celebradas por la posteridad, pero que
tan sólo ocho veces obtuvieron el triunfo ante un público
que prefería con mucho a su rival Filemón. Su amistad con
otro peripatético, Demetrio el falereo, y las consecuencias desagradables que le trajo esta filiación al caer a q u é l ; otras con,
trariedades de orden político como, en los últimos tiempos,
la no representación de una comedia ya escrita por causa de
los trastornos de la época de Lácares; y, finalmente, la chocante circunstancia de haber muerto el comediógrafo mientras nadaba en el Pireo.
Estos son absolutamente todos los datos que pueden considerarse como fidedignos en cuanto a la vida de Menandro.
M u y pocos, pero suficientes. Demasiado escasos para crear
sobre ellos una biografía elaborada, pero lo bastante descriptivos para permitir trazar, sin grandes concesiones a la fantasía, la silueta de u n típico burgués ateniense de la última
mitad del siglo i v : un hombre inteligente, cultivado, formado en la más pura doctrina del Perípato; elegante, refinado, sensual, partidario de la buena mesa y el trato de las
heteras de moda y el recreo juguetón de los baños mundan o s ; buen artesano de su oficio literario, pero practicándolo
como quien se divierte, un poco al desgaire y, desde luego,
sin sentir demasiado el acicate de la ramplona gloria otorgada en los certámenes por un público ignorante; tan incapaz de apasionarse por la política como de complicar su vida
afectiva con la carga de una familia; apacible y bonachón,
honrado y escéptico; amante, en fin, más que de nada ni
de nadie, de esa Atenas que nunca quiso cambiar ni aun
por las magnificencias fabulosas de Alejandría y en q u e era
posible, como en ninguna otra ciudad del mundo, sentarse
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indolentemente, en las largas horas preciosas del otium callcjero, para ver desfilar ante sí, tomando notas mentales, el
más colorista y pintoresco de los cortejos populares.
Porque eso fue en definitiva Menandro: no un héroe, ni
un sabio, ni un gran político, ni un insigne patriota, ni aun
siquiera un genio de las letras a q u e con tanta pulcritud y
destreza le vemos aplicarse, sino, sencillamente — y ésta es
la única manera en que se explica q u e lo elijamos como representante de una época llena de sucesos de que se mantuvo
al m a r g e n — , un gran espectador capaz de reflejar con fidelidad, como en u n limpio espejo apenas teñido por su peculiar y simpática manera de ver las cosas del mundo, lo que
frente a él pasó en aquellos años tremendamente importantes de la historia de Atenas.
Para lo cual fueron valiosas, ciertamente, sus grandes dotes de observación, pero más aún la relación inestimable
que sin duda, aunque los textos sean m u y poco explícitos
sobre ello, le unió a Teofrasto, treinta años mayor q u e él,
recién designado para la jefatura de la escuela aristotélica
cuando Menandro comenzó a escribir y tan sólo superviviente en cinco o seis años a la temprana muerte del comediógrafo. M u y amigos debieron de ser ambos, pues eran muchas — y sospecho que sobre esio no se ha insistido lo bast a n t e — las afinidades de toda índole entre ellos. T a m b i é n el
genio de Teofrasto fue manso y sereno; tampoco él se sintió con fuerzas para afrontar, con los goces amorosos, las
tribulaciones y sinsabores matrimoniales; tampoco desdeñó
la elegancia en el vestir, ni cambió la chispeante sobremesa
de los banquetes por los mezquinos avatares de una política
que no sentía; también él supo lo que era, terminada una
larga jornada de estudio no estorbado, solazar el espíritu en
la contemplación divertida y atenta de sus semejantes.
N o veo, pues, grave audacia en suponer que uno y otro
pudieron saborear juntos con frecuencia las mañanas del
agora populosa y vocinglera, los suaves atardeceres del camino
del Pireo y las noches recatadas de Kydathenaion, el barrio
de retorcidas callejas donde aún hoy, como hace veinticinco
siglos, se bebe el vino de resina tras la sencilla puerta que
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una rama de olivo indica al noctámbulo. [ Y qué cosas, por
Zeus, vería y oiría la peripatética pareja!
Allí les saldrían al encuentro, como en u n animado libro
de estampas, los treinta inmortales tipos humanos q u e retrató magistralmente la certera mano del Teofrasto de los
Caracteres: el charlatán, q u e entra en las escuelas para distraer al maestro con su chachara mientras se alborota la grey
infantil; el mezquino, agachándose trabajosamente a cada
paso para comprobar si los mojones de su heredad siguen en
el mismo sitio; el fanfarrón, que manda a su esclavo al
banco con grandes aspavientos cuando saben todos q u e no
tiene una dracma en él ; el vanidoso, muy satisfecho porque
le han traído del extranjero los perfumes caros q u e nadie
tiene; el rústico, que huele a ajo y a sudor y se unge después del baño con aceite rancio; el supersticioso, siempre
preocupado por haber visto una serpiente o porque un ratón
le ha roído el saco de la harina...
Otras veces, el abigarrado escenario se animaría aún más
con la aparición de grupos joviales o angustiados: la muchedumbre madrugadora yendo a ocupar los mejores puestos
del teatro; la desigual comitiva vociferante —viejecillas, esclavos y jovenzuelos— de los cortejos báquicos; la amenazadora oleada de los días de motín político; la pompa oficial de las ceremonias; la lamentable resaca de las batallas
perdidas, con el cojo jadeante y el mercenario ensangrentado y los hoplitas trayendo sobre el escudo al compañero moribundo... Y , en las noches primaverales, el confuso ir y
venir de los mozos de buena familia, que tal v e z , al salir
medio beodos del banquete, se apedrean en broma o juegan
con un madero haciendo como que quieren forzar la puerta
silenciosa de alguna esquiva beldad...
Pero lo que más impresionados dejaría a nuestros serenos
y atentos espectadores habría de ser por fuerza el incesante
desfile de las conducciones fúnebres, más frecuentes que n u n ,
ca en aquellos años revueltos de guerra, peste y hambre. Los
sepelios humildes, con el muerto apenas tapado por el pobre
lienzo sobre las angarillas rústicas; los entierros ceremoniosos de los ricos, con la música salmodiante de las flautas y
el nutrido coro de aullantes plañideras; y también aquellas
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inhumaciones furtivas, casi delictuosas, en que se daba apre>
surada sepultura al triste despojo de un ajusticiado.
Porque Teofrasto primeramente, y los dos juntos después,
debieron de darse cuenta de que entre aquella oscura teoría
de bultos anónimos se deslizaba de cuando en cuando, apenas
conspicua en el fragor de la venida de los nuevos tiempos,
una porción importante de la vieja Atenas que poco a poco
iba muriendo también para siempre. La melancólica pentecontecia azarosamente vivida por la ciudad de Menandro
está jalonada por una serie de desapariciones — m u e r t e s violentas, algún fallecimiento natural, dos o tres afortunadas
h u i d a s — q u e representan otros tantos vacíos en el cada vez
menos denso mundo político ateniense. Vacíos infatigablemente llenados por los reyes, generales o funcionarios macedonios que van así sucediéndoles en los primeros papeles del
drama histórico.
"CL primero de estos grandes desaparecidos — d e cuya
•'^ muerte no pudo saber nada Menandro, en su extrema
niñez a la sazón, pero sí, naturalmente, su maestro Teofrast o — fue Isócrates. Eran los días dramáticos de Queronea. A t e nas, todavía estupefacta ante el gran fracaso, se debate trabajosamente entre el terror y la esperanza, la gallardía y la
sumisión obsequiosa. El joven Alejandro, flanqueado por los
mejores generales macedonios, está en Atenas como encargado
de devolver al pueblo vencido los huesos de los muertos en
la batalla. Parece, pues, que Filipo se dispone a adoptar una
cauta actitud de consideración respecto a quienes, de todos
modos, están a su merced. Pero los atenienses saben m u y bien
lo que se oculta detrás de esta aparente mansedumbre. D e
momento, los antiguos partidarios de Macedonia tiene el campo libre ante sí, mientras se esconden o expatrían quienes últimamente habían llevado el peso de la política antifilípica. Y
éste, precisamente éste, es el momento q u e elige Isócrates,
un cadáver andante de noventa y ocho años al q u e sólo
quedan unos días de vida, para hacer la visita de cortesía al
triunfador Antípatro, Dios sabe a costa de cuántas fatigas,
y escribir seguidamente la última carta a Filipo, una especie
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de senil nunc dimittis en q u e le da gracias por haberle permitido contemplar el sueño dorado de toda su v i d a : la unificación de los griegos bajo la égida de un caudillo lo suficientemente ilustrado y poderoso para poder erigirse en campeón de la helenidad frente a los persas.
Realmente, el viejo orador no hacía con ello más que llegar a las últimas consecuencias después de aquella machacona, larguísima campaña de casi medio siglo en que sus discursos, emperifollados con todas las galas de la más estudiada
retórica, habían clamado, casi siempre en el desierto, contra
la desunión suicida de las fuerzas políticas griegas. E n teoría,
nada más consecuente que llegar a Filipo, después de una
serie de tentativas frustradas con tiranos o tiranuelos como
Jasón de Feras, Dionisio el Viejo y Evágoras, como objetivo
indicado para esta búsqueda del más fuerte; es innegable
que los hechos dieron la razón a Isócrates cuando, vencidos
los diques puestos por Persia a la expansión griega, el Oriente
cercano se erigió en fuente de poderío y prosperidad para
una Hélade nueva al lado de la cual resultaba ridicula antigualla el puñado mal avenido de ciudades en que se basó el
antiguo régimen. Pero hay veces en q u e el político está moralmente obligado a equivocarse. Isócrates vio más a l l á — e n
eso no hay d u d a — q u e casi todos sus contemporáneos; su
conducta, irreprochable desde el punto de vista ético, fue
también rectilínea hasta el último día de su vida ; y , sin embargo, hay algo interior q u e nos hace preferir la locura subii,
me de los patriotas políticamente miopes a esta cuerda previ,
sión que exigía para Atenas, la vieja y querida Atenas llena
de defectos, la abdicación en frío de todas sus ilusiones, proyectos y memorias.
Porque, además, Isócrates probablemente no se daba perfecta cuenta de que se las estaba habiendo nada menos que
con aquel zorro de Filipo, astuto y cazurro, reservón y materialista, un gran hombre de Estado, pero nada decidido
ciertamente a convertirse en ideal promotor de la grandeza
helénica. Filipo, aun educado a la griega, aun atraído, como
no fxsdía menos de suceder, por las luces intelectuales y materiales de una civilización muy superior a la suya, pensó
siempre — y en ello se diferencia de A l e j a n d r o — como mace-
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donio de pura raza; si algunas veces cede, si aparenta rendirse ante Grecia o apetecer su capitanía, es por razones de
política inmediata, porque su fino olfato le muestra el cammo
o rodeo más oportuno para llegar a sus objetivos sin derramar
demasiada sangre ni promover demasiado escándalo; y seguramente más de una vez resonarían, en las crudas bacanales
de Pela, las alegres carcajadas del rey y sus cortesanos ante
el recuerdo de aquel retor ingenuo y pedante que tan eficazmente, y gratis por añadidura, estaba moviéndose, como
peón inconsciente de Filipo, en la sutil partida de ajedrez que
decidía entonces el destino de Grecia.
I_TAN pasado ocho años; la situación ha variado por com•'• pleto. La Atenas de Queronea parece ya lejanísima. Filipo ha muerto asesinado; su hijo Alejandro, después de someter con celeridad increíble cuantas resistencias se le opusieron
en Europa, está empeñado en la legendaria campaña asiática;
nombres orientales de resonancia e x ó t i c a — G a u g a m e l a , Persépolis, Ecbatana—llegan de tarde en tarde a A t e n a s ; se
habla de victorias fabulosas, de tesoros inmensos, de nuevos
usos y costumbres impregnados de refinamiento oriental.
¿ Q u é importa, en la ciudad deslumbrada y atónita ante lo
que ocurre lejos de ella, que sea llevado al Cerámico un tal
Eubulo? Y sin embargo, el niño Menandro, ya de doce años,
ha oído hablar de él como de quien, durante la veintena anterior a su propio nacimiento, había sido, casi sin interrupción, el guía y director de la política ateniense. H o y día,
la noticia de su muerte es apenas un frío comentario de dos
palabras en los corrillos excitados por la caída del rey Darío
o el duelo retórico de los dos oradores en torno a la corona;
pero hubo un tiempo en q u e el pueblo creyó sinceramente
poder salvarse gracias a él.
En lo cual se equivocaba. Eubulo, sensato y honesto, respiraba nobleza, compostura y buenas maneras; era además
un verdadero técnico en finanzas y administración pública.
Sus intenciones eran inmejorables; sus métodos, sanos y moderados. Pero carecía por completo de genio político, y esto
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fue tan fatal para él como para una ciudad implicada en la
crisis gravísima de todo el mundo democrático.
Eubulo pertenecía a la especie del gobernante-financiero
improvisado: esos sesudos y honrados Cincinatos a quienes
se arranca velis nolis de sus labranzas o de sus oficinas para
que salven taumatúrgicamente a un país más o menos en
bancarrota. Unas veces triunfan en su e m p e ñ o ; otras fracasan. Lo primero sucede, generalmente, cuando el saneamiento
económico va acompañado de una política fuerte y clara en
todos los órdenes de la vida nacional; lo segundo, cuando
la labor técnica se v e entorpecida por la incoherencia y deS'
orden generales. Entonces, las medidas enérgicas se vuelven
palos de c i e g o ; los sistemas teóricos se tornan epiléptica z a '
rabanda de medidas y contramedidas; las restricciones ecO'
nómicas vienen a parar, ahogadas entre dispendios y desme'
suras, en el consabido ahorro del chocolate del loro.
Y esto era forzosamente lo que tenía que pasar en la A t e '
ñas de entonces. Y a de siempre era u n mal nacional la
inestabilidad política, el hecho de que nunca pudiera decirse
que gobernaba con todo derecho el ciudadano A o B, sino,
todo lo más, que solían generalmente imponerse, en cada acto
deliberativo aislado, los partidarios de tal o cual tendencia.
Esto, de todos modos, no era muy grave cuando una gran
personalidad, como Pericles en su tiempo, se imponía de h e '
cho con la suficiente autoridad para dejar marcadas con el
sello de su voluntad la mayor parte de las decisiones impor'
tantes que durante una serie de años se tomasen. Pero E u b u '
lo aparece precisamente en un momento en que, muertos o
retirados Cabrias e Ifícrates y verde todavía el joven Demostenes, la escena política está vacía y ensombrecida desde lejos
por los incipientes éxitos de Filipo en el norte.
Es entonces — n o s hallamos próximamente en el año 3 5 5 —
cuando, frente a la política insensata de Aristofonte, cuya
línea de conducta he definido en otro lugar como «audaz y
vagamente imperialista, presta siempre a embarcarse en a v e n '
turas peligrosas o a perderse en un dédalo de acusaciones,
procesos, represalias y depuraciones de responsabilidades», se
alza el partido de oposición dirigido por Eubulo y compuesto
—continúo autocitándome— por «gentes adineradas, hurgue,
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sas, pacifistas, realistas y prudentes, sin demasiadas ilusiones,
y que temen como el fuego a cualquier intento de entregarse
a nuevos quijotismos». Comienza, pues, una política pequeña, moderada, de retoque y zurcido, de «aquí tapo este agujero y allá atiendo a ese desgarrón». Que no se tire el dinero,
que las minas públicas se exploten en forma rentable, que se
aminore esa tremenda sangría del fraude fiscal ; que se construyan barcos, que mejoren las carreteras, q u e se hermoseen
las ciudades. ¿ Q u e estas nuevas gestiones de empresa hacen
más ricos todavía a quienes ya lo eran? N o importa con tal
de que aumenten las rentas del Estado. A los pobres les
basta con su par de arenques, el pedazo de queso o el puñado
de aceitunas, un rayo confortador del maravilloso sol de A t e nas y sobre t o d o — p a n e m et circenses—la
magia subyugante de las representaciones teatrales costeadas por la caja
pública de espectáculos. Sí, es posible q u e tenga razón el
virulento y agrio Demóstenes cada vez más hostil al partido
de Eubulo con el q u e en un primer momento simpatizó;
probablemente sería oportuno —^Filipo ha conquistado ya A n ,
fípolis, y Pidna, y Potidea—sacrificar, como él insinúa sin
demasiado óifasis aún por temor a la reacción de la plebe,
una parte de este fondo en beneficio de las cajas militares;
pero ¡son tan poco lucidos, y tan impopulares, los gastos de
guerra !
Y así Eubulo fue aprovechando las treguas fugaces, dando
tiempo al tiempo, dejándose engañar él mismo por la apariencia de una situación próspera, hasta que los acontecimientos adversos se precipitaron en sucesión vertiginosa: a los
nueve o diez años, después de Tracia, Olinto y Eubea, cuando las arcas están vacías y al pueblo angustiado no le divierten las fiestas y procesiones, el viejo político no es ya más
que un recuerdo de mejores tiempos.
OERO volvamos a Menandro, que, transcurridos seis años
•·- más desde la muerte de Eubulo, es ya un hermoso adolescente dispuesto a cumplir su servicio militar. Alejandro sigue
en Asia, cada vez más lejano e incomprensible para sus nuevos subditos. Ahora hablan de sus victorias en la India, de
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los colosales elefantes de combate, de las innumerables plantas exóticas, de los extraños ritos de Oriente adoptados en la
corte errante. Europa está un poco en segundo plano dentro
de la maravillosa aventura alejandrina; y ello ha traído un
providencial respiro entre las calamidades de la maltrecha
Atenas.
Esta vez es de Licurgo el despojo fúnebre q u e llevan a
enterrar. Menandro le conocía bien. Probablemente no faltó
aquel joven ávido de noticias y observaciones entre los que
tan sólo unos días antes habían asistido en el buleuterio a
una impresionante escena : el anciano Licurgo, que, moribundo casi, había insistido en ser transportado en camilla para
la rendición de cuentas promovida por un despiadado adversario, mostraba a la multitud, con manos exangües y febril
mirada, los justificantes exactos, hasta el último óbolo, de
todas las ingentes cantidades que durante su larga gestión
administrativa hubo de manejar. Esta v e z , el pueblo ateniense, tan sensible como siempre a los patetismos, le ha absuelto
tan a la ligera como condenará más tarde a los hijos del ya
difunto político por el mismo motivo. Y no es q u e haya
fundamentos serios para una condena: se trata, sencillamente, de que se han cansado de él. Les fastidian su seco ascetismo, su austeridad, la inquebrantable rigidez de sus principios ;
aquella turbamulta de estetas aborrece su dicción lacónica,
sus discursos inhábiles, su carencia de sentido del humor. Poco
importa que haya sabido mejorar la hacienda, embellecer la
ciudad, poner en condiciones de combate el ejército y la marina desmoralizados por las derrotas; nada significa que durante su gestión se hayan fomentado las artes y las letras,
que la injusticia y la inmoralidad hayan sido implacablemente
perseguidas por el gran patriota. T o d o eso estaría muy bien
si el pueblo no se hallara fatigado de la paz, sediento otra v e z
de aventuras, nostálgicamente inquieto ante los fabulosos r u ,
mores que vienen de Oriente. Los atenienses no se explican
bien el milagro que les ha salvado después de los días ominosos de Queronea. Creen en la protección de Atenea, en
las virtudes tradicionales, en sus propias posibilidades de renovado heroísmo; en todo menos en Licurgo, q u e es quien,
sacándoles de la nada, ha vuelto a hacer oír su v o z en el
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LA ATENAS DE MENANDRO
mundo. Y así, cuando, en tal disposición de ánimo, empezaron las gentes a sufrir —terriblemente, eso s í — por culpa
de una carestía nacida de la situación internacional y en modo
alguno de la acertada actividad de Licurgo, éste debió de
comprender en seguida que su fin se acercaba.
Licurgo fue, en efecto, la víctima expiatoria q u e ningún
populacho angustiado deja nunca de reclamar; y con ello
se malograba otro financiero mucho mejor que Eubulo, porque las bienandanzas de éste llevaban implícita una hipoteca
sobre el porvenir menos halagüeño de lo que a primera vista pudiera parecer, mientras que la gestión de Licurgo, comenzada en im país totalmente arruinado y vencido, nada
más que bienes prometía a quienes hubiesen sabido continuarla mejor que sus colegas supervivientes.
DERO no ocurrió así: los dos años siguientes, en q u e M e •·- nandro figuró entre las filas de los efebos alistados según
la institución creada precisamente por Licurgo, trajeron grandes novedades y fueron un paso más en el proceso hacia la
ruina total de la democracia ática.
En los últimos meses del primero de ellos, es decir, en los
comienzos de la primavera del 322, Menandro asistió, sin
duda, a la tradicional ceremonia anual en honor de los muer,
tos en combate. Esta v e z no se trata de un simple acto simbólico: hay guerra, y guerra cruenta. Hace apenas un año
que llegó a Grecia la sensacional nueva de la muerte de Alejandro, y hace casi los mismos doce meses q u e de modo inevitable, casi automático, saltó, como la tapadera de una olla
puesta al fuego, la capa superficial de aparentes paz y armonía con que el prestigio inmenso del gran rey tenía recubierta a la ciudad de Atenas. Ésta ha conseguido, una vez
más, unificar a gran parte de los griegos en un último intento
de liberación. Antípatro, el general gobernador dejado a retaguardia por los macedonios, está asediado en la fortaleza de
L a m i a : Leóstenes, excelente estratego muy afín en política
a los extremistas, ha campado por sus respetos a través de la
Grecia sublevada hasta el momento desdichado en q u e un
arma cualquiera arrojada por un peltasta incógnito en una
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escaramuza sin importancia se ha hecho instrumento de un
destino empeñado en perder a Atenas.
La guerra, no obstante, continúa, y v a a continuar durante
unos meses incluso con cariz favorable en ocasiones para
los rebeldes; pero el fogoso Hiperides no logra, con su discurso fúnebre en alabanza de Leóstenes y sus tropas, crear
el ambiente emocional de ardoroso optimismo que quisiera
hallar en los ciudadanos la propaganda gubernamental. Por
debajo de las jactanciosas exultaciones corre una fría veta de
pesimismo desde el político que se sabe perdido hasta el pueblo que ya no cree en nada.
Llegó, en efecto, el otoño, y con el la noticia, apenas susurrada en los corrillos medrosos por entre los que patrullaban
ya pelotones macedonios, de q u e los dos principales representantes de la resistencia democrática habían sido capturados
fuera de Atenas por los secuaces de Antípatro. El uno, el
propio Hiperides, había sido torturado y ejecutado en el Peloponeso; el otro, Dcmóstenes, pudo envenenarse a tiempo
para no sufrir la misma suerte.
D e Hiperides no hay mucho que decir. Fue, durante toda
su vida azarosa, un impulsivo, un vesánico, una fuerza de la
naturaleza lanzada ciegamente hacia un fin predeterminado.
Su ideología exaltada no admitía rodeos ni matices: el único
móvil inflexible de su vida política fue la lucha contra los
macedonios. Demasiado terco para admitir consejos, demasiado poco inteligente para plantearse a sí mismo objeciones,
era el tipo consumado del fanático. S u muerte trágica fue
como la estremecedora explosión final de un vibrante bólido
que supo siempre adonde iba y por qué moría.
En cuanto a Demóstenes, mucho mejor dotado en lo intelectual e infinitamente más flexible que su compañero en
las batallas cívicas, murió sin duda demasiado tarde. N o todos pueden escoger, es cierto, el momento más adecuado
para su desaparición del mundo de los vivos, y no cabe reprocharle que haya pospuesto en exceso su suicidio; pero la
verdad es que su figura política y moral habría quedado mucho más perfilada, más redonda, más ejemplar si no hubiera
sobrevivido nuestro orador al día aciago de Queronea. Por-
66
LA ATENAS DE MENANDRO
que, a partir de entonces, las intuiciones políticas en q u e
siempre había descollado fueron entremezclándose cada v e z
más con graves tropiezos en una fatal f>endiente de error
tras error.
Acertó, por ejemplo, al reaparecer pronto en la Atenas
derrotada del 338 para que el pueblo pudiera demostrarle
que le seguía siendo adicto; pero se equivocó al encargarse
él, un hombre frío en afectos y desmoralizado entonces por
añadidura, del elogio fúnebre de los caídos en la batalla, que
en su boca debió de parecer soso y desmayado. Acertó, como
sus colegas del bando democrático, en colaborar en una es'
pecie de gobierno de coalición para que, en tregua las pasiones partidistas, pudieran los políticos de las distintas tendencias aplicar cada uno sus habilidades—Poción en la milicia, Démades en la diplomacia. Licurgo en la hacienda, el
propio Demóstenes en las fortificaciones— al restablecimiento
rápido de la normalidad; pero erró terriblemente al subestimar, quien de modo tan certero había visto en Filipo una
personalidad genial, el férreo carácter y las maravillosas dotes militares de Alejandro. Pecó de inelegancia al celebrar,
alegremente vestido de fiesta y coronado de flores, el asesinato de a q u é l ; pero más grave resultó ser su falta de visión
poL'tica cuando contempló Grecia asombrada cómo se imponía rápidamente Alejandro en toda la Hélade sin dejar crecer
la rebelión surgida ante la sustitución en Macedonia de un
soberano poderoso por un jovenzuelo aparentemente inexperto.
Fue grande, desde luego, otro acierto de Demóstenes:
el haber sabido, con elocuencia incomparable, atraer al pueblo a su causa en el famoso discurso de la corona, demostrando así a Alejandro que, a pesar de la derrota y de las humillaciones, y aun conociendo los sacrificios que llevaba consigo
la ausencia en el gran momento de la expansión imperialista,
Atenas seguía opinando exactamente igual que en los primeros años de la guerra contra Filipo y , lejos de repudiar al
gobernante derrotado, le reafirmaba de nuevo en su confianza. Pero, en cambio, un traspiés fue, y no menor, la oscura
intervención en el feo asunto de Harpalo y la subsiguiente
condena. Después de estos hechos, Demóstenes es un hombre
67
MANl^
FERNANDEZ'GALIANO
vencido y decadente; desterrado de Atenas, enfermo y viejo ya, se dedica a escribir quejumbrosas cartas de defensa y
súplica, y cuando se produce su triunfal regreso, ya no es el
sol brillante de los días de su madurez el que ilumina su desembarco en el Pireo, sino la luz melancólica de u n astro en
su ocaso.
ON él desaparecía el último político antimacedónico; ya no
^
le quedaban a Atenas, en esa gradual soledad a que la
muerte de los mejores hombres de Estado la iba reduciendo,
más q u e los que, con grosero anacronismo, pudiéramos llamar «colaboracionistas». Parecería lógico, a primera vista, que
los macedonios otorgasen ante todo su confianza a los políticos de esta tendencia considerándoles como gobernantes por
procuración, pero nada de eso ocurrió. El momento de A t e nas ya ha pasado para unos y para otros. Ahora comienzan
las disensiones entre los mismos invasores, el ir y venir de
tropas, el tejemaneje de revueltas y conspiraciones. Los atenienses, demócratas o pfomaccdónicos, apenas pueden hacer
otra cosa que intentar no salir demasiado malparados del
temporal de aquellos años trágicos.
Así Démadcs, el q u e tuvo con frecuencia el destino de
la ciudad en sus hábiles manos, el genial diplomático cuyo
regreso de Macedonia esperó tantas veces ansiosamente el
pueblo, resulta al fin excesivamente confiado en su valimiento
ante Antípatro y acude a la capital de éste para caer en tonta
emboscada. Es que los años no han transcurrido en vano. En
los que siguieron a la batalla de Queronea, Démades, vuelto
a Atenas de la cautividad en q u e se había ganado la voluntad de los nuevos dueños, fue constantemente el hombre indispensable a quien había de acudir todo el que quisiera algo
de Filipo o de Alejandro. Su absoluta falta de escrúpulos, el
impudor con que confesaba estarse enriqueciendo, la chocarrera desvergüenza de sus dichos, le hacían odioso; pero si
alguna vez los macedonios apretaban demasiado, si sus pretensiones se hacían insoportables, si corría peligro la propia
existencia nacional, aHí estaba Démades para volar a la corte
de los reyes, divertirles un poco con su charla procaz, salvar
68
LA ATENAS
DE
MENANDRO
lo que se pudiera de la situación y , de paso, traerse una buena
vajilla de oro o un par de magníficos caballos tesalios. Este
juego se prolongó durante largo tiempo, pero algún día tenía
forzosamente que fallar: cuando aquel hombre, despreciado
por ambos bandos, dejó de serles necesario, a los atenienses
porque comprendían, en el atónito estupor de la derrota f i '
nal, que no había nada que hacer, y a los macedonios porque no les interesaba, como al principio, tratar con miramientos a una Atenas que ya no significaba n a d a ; cuando empezó
a suceder esto, repito, la suerte final de Démades estaba
echada. Y el haberse mezclado él también en cl desagradable
asunto de los talentos de Harpalo había sido el anuncio de
su definitivo eclipse.
A su muerte siguió, con nueve o diez meses de diferencia,
la de Poción, que, siendo m u y distinto de él, fue con harta
frecuencia su compañero en filas políticas. Poción era un
militar de oficio, valeroso y tenaz, aunque n o muy afortunado. Sabía muchísimo de hambres y fatigas, heridas y cautiverios, todos los males de las terribles contiendas de entonces. Aborrecía profundamente la guerra, precisamente por
verse obligado a practicarla sin descanso, y tenía la paz por
el mayor de los bienes. Y como su experiencia le había enseñado que el poderío bélico de los macedonios era prácticamente irresistible, y por otra parte poseía la suficiente agudeza para apreciar perfectamente los defectos innatos de A t e nas, no se hacía la menor ilusión sobre las perspectivas oscurísimas del desenlace. Su actuación es, por tanto, derrotista,
pero siempre dentro de la más absoluta y pura honestidad.
N o merecía, pues, el fin horrible q u e le deparó, en reacción
tardíamente extemporánea, la plebe democrática.
La culpa, en parte, fue suya, por haber andado torpe y
vacilante en los complicados sucesos producidos con motivo
de las querellas entre Casandro, el hijo del recién fallecido
Antípatro, y aquel gran botarate de Poliperconte. Cuando
quiso darse cuenta, ya estaba perdido ante una ciudad a la
que se había concedido con fines propagandísticos una libertad ficticia y que quería vengar en él muchos años de silenciosa humillación. Las escenas de su condena, tortura y muerte responden bien al conocido tipo de los excesos revolucio-
69
MANUEL FERNÁNDEZ-GALIANO
narios de todos los tiempos. Poción pagó caro el privilegio
de haber podido estar muchos años diciendo cara a cara la
verdad a un pueblo de ilusos.
ON la muerte de Poción, o mejor dicho, con la de Esqui^
nes, acaecida cuatro años más tarde en el destierro adonde había marchado con clarividencia después de su derrota en
el proceso de la corona, termina el ciclo de los viejos políticos de uno y otro bando. Per© en esos cuatro años suceden muchas cosas en Atenas. En el 3 1 7 , Poliperconte ha
tenido que retirarse hacia Macedonia ; el edicto en que concedió libertad a los atenienses se ha convertido en letra muert a ; vuelven, como en las condiciones de paz impuestas por
Antípatro después de la guerra lamíaca, la presencia de una
guarnición macedonia en Muniquia y la restricción de los
derechos políticos a los poseedores de un determinado capit a l ; pero esta vez hay una novedad importante, y es que,
por elección de Casandro, la ciudad va a ser gobernada por
un filósofo, el peripatético Demetrio el falereo.
¡ Bonita ironía de los tiempos ! Para Platón no pasó de
ser un bello ideal irrealizable, a lo largo de su dilatada vida,
aquella su firme convicción de q u e no cesarán los males de
la Humanidad mientras no lleguen a gobernar los filósofos o
a filosofar los gobernantes; Aristóteles v e apartarse de sí al
joven Alejandro, atraído por las campañas asiáticas, precisamente cuando le habría sido posible ejercer alguna influencia, con consejos y directrices, sobre el recién proclamado
r e y ; y ahora, el regalo tan ambicionado por los filósofos,
una gran ciudad a su disposición para ser empleada como
campo de experimentación de teorías políticas, se les viene
a la mano en las condiciones más desfavorables que pueden
darse : cuando una personalidad de no gran relieve ha de actuar, en dificilísimas circunstancias sociales y económicas,
frente a un país apático y desmoralizado que considera al
gobernante, traído por un ejército extranjero, como ridicula
y odiosa marioneta.
El pueblo sabía muy bien a qué atenerse con respecto a
los peripatéticos. Nadie ignoraba q u e Aristóteles se había ins-
70
LA ATENAS DE MENANDRO
talado en Atenas precisamente en los años de relativa paz
que siguieron a la batalla de Queronea; que fue amigo íntimo, entrañable, de Antípatro, el regente y comandante en
jefe durante la ausencia de Alejandro; que mantuvo siempre
malísimas relaciones con el partido democrático de Démoste,
nes, aunque ni unos ni otros se atrevieran a enfrentarse abiertamente durante los años de lo que he llamado gobierno de
coalición ; que, a la muerte del joven rey, el estagirita juzgó
prudente poner mar de por medio entre los atenienses y su
persona tan notoria como vulnerable. T o d o el mundo conocía
las simpatías mutuas q u e unían a la escuela con los círculos
políticos macedonios; al propio Demetrio de Palero, condenado a muerte en rebeldía por los atenienses el 3 1 8 , le
había salvado del lamentable fm de Poción la visión clarísima que demostró al no dejarse coger ingenuamente en el
cepo de Poliperconte; y ahora, el nombramiento del filósofo para gobernar la ciudad como representante de Casandro
no era más que el punto final de la evidente línea política del
Perípato.
En definitiva, se trataba también de otra última consecuencia del fenómeno político-social que cada v e z se iba
dando de manera más patente en A t e n a s : la polarización
de clases sociales en torno a la postura frente a los invasores.
Y a han desaparecido casi por completo los tipos del patriota
burgués y del proletario conformista; ahora el sentimiento
antimacedónico se ha refugiado en las guaridas de la más
chabacana demagogia, y en cambio, los ambientes cultos y
pudientes, dando irremisiblemente por perdida la batalla, se
avienen sin dificultad a aceptar la hegemonía de los invasores, no porque tengan la menor intuición de que la única
salvación de Grecia residía en el impulso unificador del helenismo, sino, sencillamente, por cómoda pasividad ante un
orden nuevo bien arraigado.
La lástima era que Demetrio no tenía ni la altura intelectual de Aristóteles, ni la clamorosa popularidad de Demóstenes, ni la impúdica, pero genial, destreza de Démades. Su
gobierno tenía por fuerza que ser incoloro y blando como
su propia personalidad. Y no es que haya gran cosa que objetar a sus buenas intenciones ni al principio fundamental de
71
MANUEL FERNÁNDEZ-GALIANO
SU sistema de gobierno. Este se basaba en la defensa de una
burguesía lo suficientemente templada en política y acomodada en cuanto a recursos para mantenerse en pacífica mediocridad libre de inquietudes y enemiga de aventuras. Es
decir, un pueblo bien cebado con las alas de la ilusión cortadas.
Pero Demetrio no se da cuenta de q u e las gentes agradecen más los ideales, utópicos o no, que la prosperidad ; y así,
surge de nuevo ese arrebato de insensata rebelión q u e de tanto en tanto viene produciéndose en la Atenas sometida. C o n
la diferencia de q u e la bandera del patriotismo v a cayendo
cada vez en manos menos nobles: ahora ya no aparecen en
escena más que truculentos jacobinos, demagogos de oficio y
miserables que nada tienen que perder.
En esta ocasión el jefe es digno de sus secuaces : nada menos que el Poliorcetes, el hijo de Antigono, un «condottiero»
brutal y frenético, iba a poder jactarse de haber sido recibido
en triunfo por Atenas liberada del poder del tirano Demetrio.
[ Pobre tirano filosófico, digno de mejores tiempos 1
Y menos mal que consiguió salvar la vida a costa de destierro perpetuo. Esta v e z Menandro no hubo de contemplar
un cortejo fúnebre, sino la triste marcha de un grupo de fugitivos; y debió de apretársele el corazón, porque era grande, como al principio dije, la amistad que, según parece, le
unía al gobernante recién caído. D e modo que los tiempos
que siguieron a esta nueva mudanza política hubieron de serle
penosos y llenos de preocupaciones. La escuela peripatética,
que gracias a un acto ilegal de Demetrio había logrado poseer
local propio en el Liceo aunque no fuese ciudadano Teofrasto,
debió de padecer daños materiales en el asedio y toma de A t e nas ; el mismo sucesor de Aristóteles y amigo de Menandro, a
quien ya Hagnónides se había permitido procesar en tiempos
del falereo, empezaba a ser molestado por los triunfadores; a
un energuménico sobrino de Demóstenes llamado Demócares
le pareció elegante utilizar la memoria del gran orador como
ariete en sus arremetidas contra el Liceo considerado como
nefasto centro de inspiración macedónica; un tal Sófocles
consiguió finalmente la aprobación de una ley contra las escuelas filosóficas que obligó a Teofrasto a expatriarse du-
72
LA ATENAS DE MENANDRO
rante algún t i e m p o ; y , en fin, también a Menandro, el dulce e inofensivo Menandro, que no podía ser calificado sino
de vago simpatizante del gobernante caído, le alcanzó una
amenaza de proceso, q u e pudo soslayarse merced a la intervención de un sobrino del propio Demetrio, Telesforo, tal
v e z hijo del Himereo demócrata que murió jimto a Hiperides,
La tormenta pasó pronto, pero nuestro comediógrafo debió de sentirse más ensimismado espectador que nunca. A ú n
le quedaban que presenciar unas cuantas cosas en los últimos quince años de su vida : la abyección de aquella Atenas
en que los sobrinos de Demóstenes y los hijos de Licurgo,
unidos a un demagogo repugnante como Estratocles, alternaban la «vendetta» personal con las más innobles adulaciones
al Poliorcetes; los éxitos, entreverados con fracasos, de sus
propias comedias, tal v e z un poco boicoteadas por la nueva situación; la vuelta a Atenas de un antiguo conocido y
conmilitón, Epicuro, que había resuelto de una v e z todos los
problemas político-sociales dejando al mundo q u e se las compusiera solo mientras él y sus amigos paladeaban la deliciosa
ataraxia de su huerto cerrado; la gran boga que empezaron
a adquirir las enseñanzas de Zenón, gran consuelo para quienes en nada creían ni nada esperaban; y finalmente—pero
¿qué más daba ya t o d o ? — l a tiranía de Lácares, que iba a
ser el último movimiento convulsivo de la moribunda ciudad, y el nuevo regreso del Poliorcetes, acogido esta v e z con
mucho menos entusiasmo.
TAMBIÉN Lácares ha huido, como Demetrio el falereo, por la
carretera de Tebas, camino clásico de los desterrados. Su
fuga es el último de la serie fúnebre o grotesca de mutis
por el foro que han dejado completamente vacío el escenario
de la tragicomedia ateniense, aquel escenario que en tiempos
resultaba demasiado pequeño para contener simultáneamente
a Aristides y Temístocles, Cimón y Pericles, Critias y T r a sibulo.
Pero no, no está desierta la escena. Teofrasto, ya vuelto
del destierro, y Menandro, confortablemente agazapado en
su insignificancia después de los azares de la persecución, o b ,
73
MANUEL FERNÁNDEZ-GALIANO
servan con más atención y cariño que nunca el pequeño mundo de la plebe ateniense, tan pequeño, que también sobre
él han pasado sin dejar gran huella todos los temporales de
cincuenta años agónicos.
Teofrasto, el meticuloso naturalista, sigue aplicando a los
humanos el mismo esquema clasificador que a las lagartijas
o a las plantas: ahí va el descontentadizo, que cuando se
encuentra una bolsa en el camino lamenta que el hallazgo
no sea un tesoro; y allí está el autoritario, q u e exige plenos
•poderes incluso para organizar una simple procesión; y allá,
el viejo presumido, exhibiendo en los baños sus marchitas
desnudeces; y aquél es el cobarde, a quien cada islote le
parece un barco de piratas; y éste, el inoportuno, que siempre que va a visitar a su novia la encuentra con fiebre...
En cambio, Menandro, no tan aficionado a la psicología
científica, ha tenido especial empeño, al menos durante su
última época dramática, en que los caracteres de su colección
no resulten seres de una pieza carentes de humana flexibilidad. El repertorio, es cierto, existe de manera tan clara como
siglos más tarde en la comedia del arte italiana. Incluso los
nombres son casi siempre los mismos. El espectador, menos
interesado que el moderno en la sorpresa del desenlace y más
atento a las finuras y habilidades del desarrollo, sabe muy
bien, cuando se sienta en el teatro, que Démeas o Laques
será el padre g r u ñ ó n ; Mosquión o Fidias, el jovenzuelo petulante y atolondrado; Mirrine, la honesta madre de familia; Glícera, la tierna muchacha seducida; D a v o , el siervo
entrometido y gracioso...
Pero siempre hay algo, en estos tipos tradicionales, que
les salva del rutinario encasillamiento. Las comedias de Menandro no son obras de «buenos y malos», sino de personas
honradas que pueden tener debilidades pasajeras y de gentes
brutales o ignorantes que saben enternecerse o rectificar generosamente cuando es necesario. Eso es precisamente lo que
les hace tan humanos, tan afines a nosotros.
Y además, nos resultan particularmente interesantes porque Uevan a la escena los mismos problemas y las mismas
maneras de pensar que un espíritu tan observador como el
de nuestro comediógrafo podría descubrir en cualquier calle
74
LA ATENAS DE MENANDRO
O casa del barrio burgués de la ciudad de su tiempo. N o importa, pues, que falten casi por completo las alusiones a hechos o personajes históricos; que la crítica política esté redu,
cida a un mínimo casi imperceptible; que incluso la datación y localización de muchas de las comedias quede deliberadamente sumida en vaguedades: basta con fijarse detenidamente en el resto conservado de la obra menandrea y en
seguida se percibirá con toda clase de ricos pormenores el
que pudiéramos llamar telón de fondo sobre el q u e hemos
visto moverse a los últimos políticos de la era libre.
V e m o s entonces que el telón está entretejido con conflictos menudos en sí, pero que representan para el individuo
problemas tan graves como el de la evolución política para
el Estado. Conflictos entre la moderna Atenas cosmopolita
e innovadora y la antigua ciudad pueblerina, patriarcal, apegada al viejo terruño familiar. Conflictos entre los padres,
reliquias supervivientes del régimen democrático, y los hijos,
indiferentes en política, faltos de creencias y ansiosos de goce
vital. Conflictos entre los pobres, agotados en la ruda obtención del sustento a partir de una tierra tan mísera como
ellos, y los ricos, los adinerados miembros de esa próspera
burguesía creada, en estratos sucesivos, por las reformas económicas de Eubulo, Licurgo y Demetrio.
Conflictos, en fin, creados por los propios individuos cuand o no saben reprimir la desmesura de sus apetitos o refrenar a tiempo su cólera. Y todo ello, en un mundo menudo,
alicortado, voluntariamente restringido por la indiferencia
con respecto a los grandes problemas que el asendereado
hombre de la Atenas helenística ha empezado a adoptar. Los
atenienses se han propuesto volverse de espaldas al alucinante
mundo exterior, olvidarse de que existe un gran imperio en
gestación, ignorar las colosales proezas que se realizan todos
los días en el Asia lejana; para ellos, la guerra y sus avatares no son apenas más q u e el breve comentario de la última
noticia, la sonrisa ante las exageraciones de los viajeros, la
contemplación admirativa de algún bello objeto traído de
Persia o de la India en el zurrón de un legionario. Pero la
impresión es f u g a z : ¿ q u é significan todas esas triviales lejanías al lado de las verdaderas tragedias de la vida cotidiana?
75
MANUEL FERNÁNDEZ-GALIANO
En Atenas hay bandas de adolescentes de buena familia
que corretean por las calles, beben en las tabernas, berrean
en desafinados coros vespertinos. H a y , en las noches cálidas
del verano, fiestas religiosas, y en ellas, muchachas de la buena sociedad a las que el recato habría vedado el trato con
hombres en ninguna otra parte. Se producen encuentros, conversaciones, risas, pecaminosos deslices. Surgen los apuros, los
disgustos, los matrimonios forzados. Los padres de las muchachas pobres claman contra los ricos, q u e abusan de la
vejez menesterosa e incapaz de defenderse. Los padres de
los mozos adinerados vociferan contra la impúdica juventud
femenina de hoy día, especialista en cazar incautos estropeando lastimosamente proyectos de bodas con ricas herederas. Los esclavos van y vienen, riñen, bromean, inventan ingeniosas soluciones. Y al final las cosas terminan a gusto de
todos.
En Atenas hay toscos soldadotes, licenciados tal vez de
las campañas de Alejandro, y huérfanas desamparadas, obligadas a servirles de concubinas. El soldado puede equivocarse y cortar injustamente la cabellera a la pobre muchacha
tenida por infiel; ella puede dejarle plantado para que ría
el público al ver llorar como un niño al tntles gloñosus tan
feroz en apariencia; pero también esta v e z el desenlace nos
deja a todos con buen sabor de boca.
En Atenas hay esclavos que, bajo su exterior rústico, esconden corazones románticos; y doncellas que, engatusadas
por un joven vecino, dejan de serlo con consecuencias lamentables y apremiantes. El esclavo no se i n m u t a : al contrario, el nuevo suceso le dará una oportunidad para, acusan.,
dose a sí mismo, conseguir unirse a la muchacha, cuya condición, por otra parte, es casi tan servil como la suya. Y las
cosas se arreglan nuevamente..., mas no para el siervo enamorado, q u e obtiene la libertad, pero sin amor.
En las montañas del Ática hay vejetes tenaces, rudos, que
malviven miserablemente luchando a brazo partido con unas
áridas piedras en que no brotan más que pobres matojos de
tomillo o salvia; su triste vida les ha hecho malhumorados,
agresivos, dados a insultar al viandante que perturbe su misantrópica soledad y a mantener secuestrada, lejos del mun-
76
LA ATENAS DE MENANDRO
do, a una hija adorablemente ingenua. Pero en vista de q u e
él huye de los hombres, son éstos quienes vienen a buscarle:
el joven q u e aspira al amor de la muchacha, el hijastro q u e
le salva de la muerte demostrándole que la humanidad no
es tan perversa como él creía y, al final, hasta los picaros esclavos que se lo llevan, entre bromas y veras, para q u e participe con los demás del gozoso festín...
En Atenas hay ancianos avarientos capaces de llevarle a
mal al yerno, no que engañe a su mujer, sino que derroche
la dote con cortesanas; cocineros charlatanes y ladrones;
parásitos glotones, aduladores y desvergonzados; gañanes zafios, malolientes y supersticiosos; solterones misóginos; filósofos presumidos e hipócritas; prostitutas codiciosas e ingratas, coquetas e impúdicas, «devoradoras de hombres y de
fortunas»; pobres muchachas que, caídas en la mala vida
por los azares de una existencia difícil, recuerdan nostálgicamente la virginidad perdida; y , detrás de unas y de otras,
la vieja alcahueta y el odioso lenón, mercader de virtudes...
H e aquí los elementos; las combinaciones q u e con ellos
pueden formarse son infinitas siempre que se tenga, como
Menandro, un cierto tino, un arte especial en la confección
de la mixtura.
Porque, además, no son éstos solos los ingredientes q u e una
buena comedia requiere: hay que añadirles gusto refinado,
apacible humor, una considerable dosis de optimismo innato
frente a las calamidades de la época azarosa.
Y sobre ello, ese leve, casi indefinible tinte filosófico que
ha hecho a Menandro tan particularmente estimado por las
generaciones futuras. Porque el comediógrafo no ha querido
limitarse a reflejar objetivamente lo q u e la realidad ponía
ante sus ojos, sino enseñar a los hombres de su mundo ateniense el camino hacia una nueva manera de ser y de sentir.
Que reconozcan, ante todo, no ser más q u e eso, hombres,
débiles criaturas sometidas al imperio universal de la tyche
que, como dijo su amigo Demetrio en el fragmento conservado al respecto, ha mostrado a los griegos su inmensa fuerza en solos cincuenta años reduciendo a polvo la legendaria
monarquía de los persas y elevando en su lugar al oscuro
reino de los macedonios; q u e esta convicción les infunda
77
MANUIEL FERNANDEZ'GALIANO
moderación, la vuelta a la tan ensalzada sophrosyne de la
vieja Atenas después de los tiempos febriles del imperialismo
democrático; q u e sepan reprimir las pasiones corporales, y
también la cólera, a que tan propensos son los jóvenes; q u e
se mantengan en un tenor de vida natural, sin agregar inmoderados apetitos artificiales —ambición, espíritu de lucha,
afán de g l o r i a — a los inevitables defectos de la naturaleza,
como han hecho en política sus mayores; q u e formen su
carácter en la templanza, en el justo medio, sin pecar de complacientes ni de ariscos; q u e busquen el bien, pero como el
hombre es falible, no se desanimen ante los errores cometidos cuando éstos se deban a la ignorancia; que sepan enmendarse si yerran, ceder de su derecho, perdonar cuando
hay que hacerlo. Que ningún hombre ni pueblo se crea o
finja creerse llamado por vocación divina a dominar a los
otros. Que los esclavos sean tenidos por personas en nada distintas de las demás y aun capaces, en ocasiones, de demostrar una mayor templanza que sus dueños. Que nadie abuse
de los niños, de esas infortunadas criaturas, en mala hora
nacidas de uniones ilícitas, que pululan por las escenas de sus
comedias: respéteseles el derecho a vivir, el derecho a encontrar a sus legítimos padres, incluso el derecho a no ser
despojados de las inocentes baratijas con que han sido expuestos. Que se respete a las mujeres: bien está q u e , más
o menos en broma, se toleren las malhumoradas cantilenas
de los viejos misóginos, pero reconózcase, a la hora de la
verdad, que ninguna ley autoriza, por ejemplo, a los padres
para ordenar a su antojo el matrimonio de sus hijas. Que se
cubra de ignominia la mujer pecadora, pero también, sin
mjustas distinciones ni leyes del embudo, el hombre q u e se
crea autorizado, com.o hasta hoy, a considerar como irresponsables devaneos las aventuras de su soltería. Que los ricos se
acuerden de los pobres en esa situación de privilegio a que
las circunstancias les han llevado; y que, en f i n — y ésta es
una innovación verdaderamente notable por parte de nuestro
buen M e n a n d r o — , sepan los atenienses todos ser verdaderos
griegos.
Pues también la conciencia nacional helénica sale prestigiada y ennoblecida de sus obras. «Los g r i e g o s — d i c e en un
78
LA ATENAS DE MENANDRO
l u g a r — s o n gentes nada faltas de juicio, q u e todo lo hacen
con deliberación». Es decir, el sedimento cultural de aquella
antigua raza les ha dotado de una sensibilidad especial para
lo bueno y lo malo. Pero el comediógrafo no insiste tanto en
otros aspectos del recto juicio como precisamente, porque a
ello le llevan su temperamento apacible y lo q u e pudiéramos
llamar la tesis de su obra teatral, en la capacidad de reflexionar sobre los hechos para depurar responsabilidades atribuyendo a cada potencia extema o interna su correspondiente
papel. U n bárbaro, no formado en la exquisita paideía ateniense, sería incapaz de discemir finos matices subjetivos en
los comportamientos de los hombres. U n griego, sobre todo
si se ha educado en la buena escuela del Perípato, sabe siempre sobreponerse a su pasión o su cólera para examinar si
en cada acción aparentemente mala hay un adíkema, una
injusticia premeditada; un hamártema, una falta cometida
bajo los impulsos irrefrenables de agentes exteriores como
la ira o la embriaguez, o un simple atychema, una desgraciada circunstancia, totalmente involuntaria, traída por esa
nueva soberana del mundo helenístico en que se ha convertido la Tyche. T a l es la fina clasificación de Aristóteles; y
sin entenderla ni tener en cuenta la filiación peripatética de
Menandro no es posible seguir bien una comedia como, por
ejemplo. La tonsurada. La barbaridad cometida por Pbiemón
es precisamente eso, una barbaridad, un acto propio de u n
ser ayuno de formación moral o, mejor aún, de un bárbaro
no g r i e g o ; pero, al mismo tiempo, hay que reconocer q u e
sobre su acción ha influido de modo evidente la ignorancia
en que se hallaba con respecto al hecho de q u e Glícera y
Mosquión eran hermanos y, por tanto, los besos q u e se habían dado resultaban efusiones del todo inocentes: ignorancia tan importante en la idea de Menandro, q u e motiva la
introducción de un personaje simbólico así l l a m a d o — Á g '
nota, Ignorancia—como narrador de los hechos ocurridos
fuera de escena. Pero tampoco Glícera habría obrado «a la
griega» si se hubiera encerrado en tozudo e inflexible rencor
contra el gigantón enamorado; y ello da razón a Pateco para
comentar el rasgo de «helenismo» que significa el perdón
fmal.
79
MANUEL
FERNÁNDEZ-GAUANO
L o mismo en Los litigantes. Allí vemos a Carisio, una vez
pasado el hervor de los primeros momentos, apostrofarse a
sí mismo como despiadado y b á r b a r o — e s t o es, no griego,
nótese b i e n — p o r haberse obstinado en su repudio de Panfila. Pero, además, lo curioso aquí es q u e los dos esposos, sin
saberlo ellos, son los protagonistas de la escena amorosa anterior a su matrimonio ; y la conducta de Carisio ha sido tan
inhumana, tan contraria al principio de la igualdad entre los
sexos y entre las clases que va haciéndose típico de la nueva
helenidad, como para eximirse a sí mismo de toda. culpa
mientras prescinde de las muchas atenuantes—juventud, inexperiencia, el ambiente mágico de la fiesta nocturna en el
bosquecillo de la d i o s a — que podían fácilmente apreciarse
en el caso de Panfila.
Afortunadamente, Carisio sabe también aplicar con rectitud
la helénica capacidad de discernimiento de q u e ahora mismo
hablaba. Soberbia y estrechez de miras ceden en él a la magnanimidad propia de quien ha visto llorar enternecidas a
las cortesanas ante el abandono de un niño pequeño, desistir
de sus sórdidos empeños a los viejos avaros, sacrificarse por
afectuosa lealtad a los empedernidos esclavos, y así demostrar
todos ellos, con sus impulsos o arrepentimientos, que no hay
hombre que no tenga en sí una chispa divina de virtud, es
decir, que no sea o esté en camino de ser un hombre en el
sentido verdadero de la palabra.
H e aquí, pues, a Menandro erigido en promotor de una
nueva concepción de los griegos como representantes natos
de la humanitas. Pero dejaría de ser quien era, él, el amigo
de los macedonios, el benévolo observador de los siervos tracios y los mercenarios escitas y toda la resaca humana que
medio siglo de guerras exteriores ha dejado en Atenas, si
limitara estrechamente su ideario al simple marco de su ciudad natal. «El que está bien dotado en su naturaleza con
respecto a lo bueno, ése es bien nacido, aunque se trate de un
etíope». Así dice u n hijo o hija a su madre deslumbrada
por el noble linaje de unos futuros parientes políticos; y en
otro fragmento la formulación es todavía más clara : «A nadie tengo por extraño a mí, si es bueno. La naturaleza es
una sola para todos, y el carácter es el q u e establece las afi-
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LA ATENAS DE MENANDRO
nidades». A q u í se ha querido ver ya un rasgo estoico, pero
no hay necesidad de e l l o : basta con recordar el pasaje de
la Etica a Nicómaco en que habla Aristóteles de q u e en los
viajes puede verse cuan afín y cuan amistoso resulta ser todo
humano para su congénere. A esto precede en el estagirita
una alabanza de los hombres philánthropoi, y ello nos da la
clave del modo de pensar de Menandro enlazado con toda
la teoría de la filantropía helenística a que aquí no tengo
tiempo apenas de referirme.
Con esto, las semillas del internacionalismo cosmopolita y
filantrópico, que se apuntaban ya levemente en Isócrates y
Platón, van a germinar, a través de Menandro y de los cínicos y estoicos, procedentes en su mayoría de países no helénicos, nada menos que en la humanitas ciceroniana y en el
Cristianismo. N o parece, pues, u n honor desproporcionado
que Menandro sea uno de los poquísimos autores paganos citados en el N u e v o Testamento.
« ¡ Q u é agradable es el hombre cuando realmente es homb r e ! » Así dice, poco más o menos, un conocido fragmento
de nuestro cómico en el que hallamos un perfecto espejo de
su cordial humanidad. Por una parte, la distinción clara entre el animal racional llamado hombre, la simple máquina de
comer, dormir y respirar, y el ser humano capaz de actuar
como tal y, según dice el pasaje en que parece inspirado el
célebre homo sum tcrenciano, de phroneín tanthrópina, «sentir y pensar humanamente». Pero, junto a esto, un rasgo
típicamente menandreo en el propio enunciado de la máxima : obsérvese que no se nos dice «qué importante», ni «qué
bueno», ni «qué serio» es el hombre, sino, sencillamente,
«qué agradable», qué dulce y hermoso es ver en silencio
cómo desfilan ante uno las entrañables criaturas humanas.
Y soñar, mientras se contempla, con un futuro irrealizable,
pero delicioso en su bella promesa de una humanidad mejor.
Hasta el tosco, el grosero aldeano Cnemón, protagonista del
recién descubierto Misántropo, lo ha visto claro: «Si todos
los hombres tuvieran buena voluntad, no habría tribunales,
ni se enviarían a la cárcel los unos a los otros, ni existiría la
guerra, sino que cada cual se contentaría moderadamente con
lo suyo». Cnemón, que, parapetado en su orguUosa autarquía,
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MANUEL FERNÁNDEZ-GALIANO
se permitía el lujo de odiar a una humanidad de la q u e creía
no necesitar, comprende ahora, maltrecho y humillado, que
su propia salvación y la de los demás humanos está en la
unión y la pacífica concordia; y tal v e z sea ahora ocasión
—pensará M e n a n d r o — d e que la pobre Atenas, igualmente
abatida y zarandeada por las realidades de un mundo al que
se imaginó ser superior, se convierta finalmente a esta nueva fe.
Menandro está sentado en una de las más altas gradas del
teatro de Dioniso. Ahora no le acompaña Teofrasto, cada v e z
menos amigo de sustraerse a sus labores científicas y más
angustiado por la desproporción entre los años de vida que
le restan y la tarea inmensa que le aguarda.
Es una hermosa mañana de abril. Desde estos asientos superiores se entrevé, allá al fondo, el ¡liso, envuelto aún en
vapores matinales. Más a la izquierda, sobre el estadio, las
pe adas laderas del Himeto ; a la derecha, la colina del M u seo. Detrás, la deslumbradora luz del golfo, las ruinas de los
antiguos muros, los edificios apenas silueteados del Palero.
Al fondo, Salamina, y allá en el horizonte, borrosamente,
Egina.
Todo habla de pasadas grandezas. El recuerdo vuela hacia
Temístocles, Pericles, Alcibíades. U n a leve tristeza comienza
a ensombrecer y estropear el bello día.
Pero junto a Menandro, en quien nadie se fija, unas pescaderas se disputan a gritos el acomodo. U n viejo dormita apo,
yado en su bastón. U n flaco pedagogo casca nueces con una
piedra. Dos marineros juegan a los dados. Allá abajo, minúsculos en la inmensidad del panorama, los personajes fingen
reír o llorar detrás de sus máscaras pintarrajeadas: Démeas,
Laques, Fidias, Esmícrines, el padre autoritario y el hijo rebelde, la soltera atribulada y el soldado fanfarrón, todos, todos
están allí, con sus alegrías y sus penas, sus riñas y sus reconciliaciones.
Y Menandro, medio cerrados los ojos frente al sol q u e va
levantándose, sonríe para sí. « [ Q u é agradable es el hombre
cuando realmente es h o m b r e ! »
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