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MEDITEMOS EL MISTERIO QUE ENVUELVE LA CELEBRACIÓN DEL VIERNES SANTO ¡Cuántas veces nos hemos reunido para celebrar el Viernes Santo! Desde pequeños hemos visto la imagen de Jesús, como entrega y donación para reconciliar al mundo con el Padre, para hacer la unidad entre los hombres enfrentados, divididos, separados. En la tarde del Viernes Santo los católicos nos reunirnos muy sencillamente y en familia para orar. No para llorar, no simplemente para recordar, sino para hacer nuestra la Pasión de Jesús, para celebrar con alegría esta donación de Cristo que hace la unidad de los hermanos. Los sentimientos que deben primar en la celebración del Viernes Santo son el amor, la alegría, la actualidad. ¡El amor! lo que da sentido a la Pasión de Jesús y a su muerte, es precisamente su obediencia de amor al Padre, para el servicio redentor de los hombres. Es el amor al Padre: "Para que sepa el mundo que yo amo al Padre y conforme al mandamiento que me ha dado, así lo hago" (Jn 14,31). Así anunció Jesús su partida para la cruz. La Pasión de Jesús sólo se entiende desde esta profundidad de obediencia amorosa de Jesús al plan del Padre. El Padre lo quiso así. El Padre nos amaba tanto que no perdonó a su propio Hijo y lo llevó a la muerte. Es el amor de Cristo que nos grita a través de Pablo: "Me amó y se entregó a la muerte por mí" (Gál 2,20). Por esto no puede permanecer en nosotros el rencor, el odio, la venganza, la violencia, sino el amor. Hoy sólo ha cubrir nuestra mente y corazón el amor de Cristo que le dice al Padre: "Sí, Padre, porque esta ha sido tu voluntad. Yo tengo que entregarme para salvar a todos los hombres y mujeres para hacerlos libres". Es el amor de Cristo que nos libera. ¡La alegría! El Viernes Santo no es un día de duelo y de tristeza. Sí es un día de profundidad, de recogimiento, de reflexión y oración, de participación muy honda en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, pero no es un día de duelo. Hoy comienza la Pascua. Esta es la hora para la cual Jesús había venido al mundo. Es la hora que Él padece intensamente como hombre, pero que vive como providencial para la reconciliación de los hombres con el Padre y entre sí. Es la hora que Él desea ardientemente: "Tengo que ser bautizado con un bautismo de sangre y cómo padezco hasta que se cumpla" (Lc 12,50). Ciertamente es la hora que teme, pero para esta hora ha venido al mundo. Por eso hoy comienza la Pascua. Es un día de fiesta, un día de gloria, un día de alegría. Pero de una alegría muy honda y muy austera. Como tiene que ser siempre la alegría del cristiano; no la alegría de la superficialidad y del ruido, del bullicio o la dispersión, sino la alegría del perdón, la alegría del amor, la alegría de la reconciliación. ¡La actualidad de la Pasión! No basta celebrar hoy la Pasión de Cristo. Tenemos que hacerla nuestra. Hoy la Pasión de Jesús tiene que hacerse mía. Hoy tengo que descubrir que la cruz del Señor se prolonga en mí, en mis hermanos, en los pueblos, en la historia. Hoy Cristo prolonga su Pasión entre los hombres y mujeres del mundo y yo tengo que gritar también como San Pablo: "Me glorío en este sufrimiento por ustedes, porque así voy completando lo que falta a la pasión de Cristo" (Col 1,24). Por eso, quisiera que en la celebración de la Pasión de Jesús, hoy Viernes Santo, hubiese mucha intensidad de amor, mucha profundidad de alegría, mucho compromiso de actualidad. Los cristianos católicos, los cristianos ortodoxos, los cristianos armenios, los cristianos coptos… nos reunimos el Viernes Santos en todos los lugares del mundo para rezar, para meditar... pero, sobre todo, nos reunimos para hacer nuestra la pasión del Señor. En este día santo, cada uno debe sentir profundamente y desear que su corazón cambie, que pueda descubrir que Jesucristo vive en la historia, que compromete su fe para aliviar el sufrimiento de los hermanos". Por eso, las tres partes de que se compone la Liturgia de la Pasión del Señor: la Palabra que relata la Pasión, la Adoración de la Cruz y la participación en Él por la Comunión eucarística, lo central es ciertamente la Adoración de la Cruz. Es la cruz de la reconciliación, la cruz de la glorificación, la cruz de la fecundidad. El momento central será cuando el Sacerdote descubra la cruz, la muestre al pueblo y el pueblo en silencio la adore. No como quien simplemente recuerda una cosa, sino como quien la desea de corazón y la revive. Es el momento de decir en lo más hondo del ser y con sinceridad: "Señor, esa cruz es mía. Yo me meto adentro. Yo soy responsable de esa cruz. Esa cruz me alivia, me regenera, me hace fuerte, hace fecunda mi vida y la transforma. Señor, esa cruz es la que yo descubro que se prolonga cotidianamente en mí, en mi hermano, en los pueblos, en la historia; adoro tu cruz porque adoro tu presencia, tu donación, tu amor, tu amistad que nos abraza". La escucha ferviente de la Palabra, prepara esta adoración, la Comunión será una participación en esta cruz que se hace nuestra. Nos sentimos así profundamente hermanos y reconciliados con el Padre. Pero, pensemos un poco más. Se escuchará el relato de la Pasión a través de San Juan, el Apóstol a quien Jesús amaba, aquel que pudo entender más qué es el amor, porque reclinó su cabeza en el corazón misericordioso y tierno de Jesús en la Cena del verdadero Amor. En este Viernes Santo quiero recordar tres aspectos de la Pasión de Jesús. En primer lugar la oración de Jesús en el Huerto de los Olivos. Cristo que va al lugar de la soledad para orar. Porque cuando uno sufre necesita estar solo, necesita orar, necesita también la presencia o compañía espiritual de los amigos. Cristo va con sus discípulos al Huerto de la Agonía y sufre intensamente. Suda sangre porque el dolor es agudo y Cristo es profundamente humano. Le grita al Padre simplemente (miren qué oración tan simple, tan plena, tan intensa y al mismo tiempo tan filial): "Padre, no aguanto más, no doy más, yo he deseado esta hora, pero ahora que ha llegado no puedo más. Si es posible, que pase este cáliz. Sin embargo, Padre, que no se haga mi voluntad sino la tuya". Esta es la oración de Jesús en "el momento difícil, duro, de su Pasión. Necesita orar, necesita estar solo y necesita la compañía espiritual de los suyos. Por eso le duele cuando vuelve a donde están sus amigos los apóstoles y los encuentra dormidos. Así, pues, para cuando tengamos que sufrir -¿cuándo no sufrimos?- para los momentos más duros de nuestra vida, cuando el dolor penetra profundamente en nuestro corazón: soledad, oración, presencia espiritual de los amigos. Luego el juicio injusto ¡Qué tremendo! Pilatos que tres veces dice: "Yo no encuentro culpa". Sin embargo se lava las manos, diciendo: "hagan ustedes". Y lo condenan. Se levantan falsos testigos y unos lo acusan ante el tribunal civil: "éste estuvo sublevando a la multitud, a éste hay que condenarlo". Ante el tribunal religioso dicen: "éste se ha llamado Hijo de Dios, éste es un blasfemo, a éste hay que matarlo". Sin embargo todo el mundo se lava las manos. Los judíos no pueden entrar en el pretorio para no mancharse; que lo maten los romanos; los romanos, que se arreglen los judíos porque Jesús es judío. ¡Qué fácil es acusar a una persona y después perderse en el anonimato y lavarse las manos! Es la segunda etapa del misterio de Jesús: Cristo injustamente acusado. Esto se prolonga en la historia y lo revivimos cotidianamente, en todos los lugares del mundo. El tercer momento de la Pasión de Jesús: Cristo que se abraza a la cruz, que la lleva sobre sus hombros y que camina hacia el Calvario. Cristo muere habiendo dicho: "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen". Cristo muere habiendo asegurado: "hoy estarás conmigo en el paraíso". Cristo muere teniendo la conciencia serena y tranquila: "toda la obra está terminada, todo se ha cumplido". Cristo muere rezando: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu". Cristo muere regalándonos lo más grande que tiene: "hijo, aquí tienes a tu madre". ¡Qué serena, qué fuerte, que fecunda la muerte de Jesús por mí! Terminada la oración solemne universal por la Iglesia y por todos los hombres necesitados, se inicia la ceremonia de la Adoración de la Cruz. Esta cruz es la glorificación del Padre. Es el momento máximo de la vida de Jesús, en que Él glorificaba al Padre porque el mundo queda redimido y en el corazón de los hombres se enciende la luz. ¡La cruz! Es la cruz de la reconciliación. Otra vez los hombres vuelven a la amistad con el Padre. "Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo por su sangre". Hoy recordamos todo esto. Por eso no podemos meditar en la Pasión de Jesús, no podemos adorar la cruz, sin sentir un deseo muy hondo de volver firmemente al Padre y decirle: "Padre, yo pequé contra el cielo y contra ti, no merezco que me llames y me trates como hijo, pero recíbeme en tus brazos, Señor, porque Jesús ha muerto para reconciliarme contigo". Cristo muere para hacernos hermanos. En el mismo momento en que Jesús muere, se parte la piedra. Es como romper el muro de la división entre el pueblo judío y el pueblo pagano. Es como gritarles a los hombres: ¿por qué se pelean? ¿Por qué discuten? ¿Por qué viven encerrados en el egoísmo y en la enemistad? ¿No saben que todos son hijos de un mismo Padre? ¿No saben que sobre todos cayó la misma sangre que los hizo hermanos? ¿Por qué viven en la violencia y no se funden en el amor y la justicia que los establece en la paz verdadera?". Esa cruz ilumina también nuestra cruz, la que estamos padeciendo hoy. Yo no sé cuál es la cruz de cada uno de ustedes, pero estoy seguro que todos tenemos una cruz. Señor, yo te agradezco esta cruz, porque sin ella no habría redención, no habría fecundidad, no habría Pascua. La tercera parte de la Liturgia de la tarde del Viernes Santo es la participación en la Pascua de Jesús mediante la Comunión. Hoy comulgaremos con la sangre y el cuerpo de Jesús. Y esto nos compromete a hacer una verdadera familia, la familia de los redimidos, de los reconciliados. Señor, que experimentemos la fecundidad de tu Cruz. Que tu Cruz ilumine también nuestro propio sufrimiento. Sobre todo, Señor, cambia el corazón de los hombres, cambia mi propio corazón y dame un corazón fraterno. Hazme sinceramente hermano de todos pero particularmente de los que lloran, de los que sufren, de los que padecen la injusticia, de los que son injustamente acusados. Que Nuestra Señora de la Cruz, la Madre que Tú nos diste al morir, nos alivie en el dolor y nos abra el camino en la esperanza. Que así sea. Francisco Sastoque, o.p.