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Comentario publicado en el Boletín Ciberlunfa
Octubre 2011
Veinte siglos no es nada
Filosofía, tango, París
Néstor Cordero
Colección Filosofía
Por Fernando Sánchez Zinny
Lo dice el propio Cordero: no tiene sentido especificar que se trata de “filosofía griega” cuando
englobamos a los pensadores genitivos, escalonados entre los presocráticos y los últimos
resplandores del helenismo, pues en ese entonces solo los griegos filosofaban en medio del mare
mágnum de aspiraciones a la sabiduría y a la comprensión que de siempre la unánime
humanidad expresa, desde todos los puntos del horizonte. Únicamente ellos lo hacían en los
términos en que entendemos la filosofía y, por supuesto, lo hacían en griego. Más tarde, algunos
romanos los glosaron en latín, y este mismo idioma –pero ya difunto en su forma clásica– sirvió
para anotar el prolijo trabajo devoto de los teólogos. Descartes trajo el francés a propósito
de su Discours de la Méthode, y, en pos de él, los maullidos de gato del inglés encuadraron el
pensamiento de empiristas y pragmatistas, y ciertos larguísimos vocablos, llenos de
consonantes, la noble tradición de los profesores alemanes, tan dados a corrernos con
apabullantes infinitivos.
Néstor Luis Cordero, que es profesor de filosofía además de significativo miembro
correspondiente de la Academia Porteña del Lunfardo en París, en “París de Francia”, insinúa el
paso siguiente de esa progresiva ampliación idiomática, pero prudentemente se abstiene de
darlo. Es también literato valioso, y, entre el buen gusto connatural a esta condición y los
recaudos propios de la disciplina académica que ejerce, un obvio entramado de sesudas
reticencias le impide arrojarse al vacío. No, pese a todo y aunque nos duela, y aunque lo
sintamos de veras, es verdad que todavía hoy el lunfardo no es adecuado vehículo verbal para la
exposición sistemática de abstracciones, entre otras cosas porque no es seguro que haya llegado
a serlo plenamente su paraguas, el castellano, en el que siempre el filosofar más cerca ha
estado de lo ensayístico que de lo canónico en materia expositiva. Pero todo nos complica: ese
verbo mismo, filosofar, asimismo presenta sus bemoles y a todas luces resulta por demás
polisémico. Claro que, además de las sequedades arquetípicamente tudescas, hay ciertos modos
“de ver y filosofar” que no remiten a escuelas y a categorías, sino a cierta ambigua visión del
mundo subyacente en todo lo reflexivo y sugerente. En ese sentido, la “filosofía del tango” (o de
las letras de tango, si se prefiere) es –o ha sido– algo consistente, sobre cuya existencia es
innecesario argumentar: está ahí, sin más vueltas, como puro dato intuitivo de la conciencia, de
igual manera que se encuentra en cuanta cosa el hombre hace con amor. Pero Cordero da un
paso más en esa dirección; enfila el dedo y señala a alguien, que naturalmente es Discepolín:
algunas de las más interesantes páginas de este tan interesante libro están dedicadas a
desbrozar malezas en torno del pesimismo nihilista que constituye el núcleo de la desesperación
y la desolación del autor de Yira... yira..., cometido que aquí se cumple con ejemplar equilibrio
entre rigor y sentimiento.
Después está París, París barrio de tango, el Paris mítico que encandilaba los ojos de aquellos
canyengues que mejor nos conocieron porque más miraron hacia afuera, absortos ante una
nevada del destino que iba a verse “desde mi ventana que da al bulevar”. Y también está
–sin que se lo diga– el regreso a un Buenos Aires reminiscente que había soñado ser otra cosa.
¿Y el lunfardo? ¡Ah, no! El lunfardo no es sino una sombra, la intensidad de un habla que para
llegar a su culminación debe olvidarse de sí y asumir la totalidad de las posibilidades del idioma.
Aquí, en este libro, subsiste como sonrisa o como acápite que busca conectarse con ese
imaginario que, habiendo sido presuntamente lunfardo, ya no retiene ni sus modismos, como
sucede en la leve parodia que entraña el título, “Veinte siglos no es nada”, o en las sucesivas
entradas de ciertos capítulos, en las que cabe leer “Contra el destino nadie la talla” o “¿Te
acordás, hermano, qué tiempos aquellos?”.
¿Y la filosofía? La filosofía está aquí en la nitidez, en la claridad, “que es la cortesía del filósofo”,
en el amable y erudito recorrido de recuerdos que es como una apuesta a la memoria que habrá
de salvarnos si es que merecemos la salvación. En verdad, se trata de una filosofía transmutada
en sabiduría de uso, que es otra de sus dimensiones, seguramente la más confortante para
quienes vemos pasar las cosas y nunca podemos vencer el acoso de las dudas.