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LA NOCION DEL ESTADO A LA LUZ DE LA LEY NATURAL. Concepto y Vigencia del Estado. En estos días de neoliberalismo en auge, no tiene buena prensa el Estado. Es más, no son pocos los que adjudican la causa de todos los males de nuestras sociedades actuales a la supuesta ingerencia nefasta del Estado en actividades que no le son propias. El Estado “debil”, cuando no ausente, es postulado así como remedio de los problemas sociales, económicos y políticos de nuestros días. Sin embargo, esto no es nuevo. Thomas Molnar, hacia 1982, en una lucida ponencia presentada ante el Congreso sobre la Doctrina Social de la Iglesia y la Realidad Contemporánea, celebrado en Mendoza en 1982, sostenía “...Desde los contribuyentes hasta los científicos de la política, casi todo el mundo proclama que en esa interferencia gubernamental en la fiscalización, en el mercado, en las leyes de herencia y en una multitud de actividades normalmente privadas o semipúblicas, está la raíz del bloqueo perjudicial de las naciones occidentales...” (Actas del Congreso citado, Ed. Idearium, Mendoza, 1982, pág. 41). Sin embargo, el Estado, malgrado la degradación a que se lo somete y la mutilación de sus instrumentos y fines que supone la vigencia omnímoda de las ideas neoliberales, sigue siendo el único instrumento capaz de restablecer el equilibrio social frente al avance de los egoísmos individuales o de grupo, la prepotencia del dinero, y el abismo cada vez más insondable entre los ricos y los pobres. Por eso hoy, más que nunca, parece necesario volver a reafirmar la concepción del Estado surgido de la naturaleza social del hombre, enraizado en el instinto, la razón y el deseo de asociación, en suma, surgido de la ley natural, y no meramente un producto del contrato, del “pacto social” y su idea egoísta de conveniencia. El concepto del Estado desde el Pensamiento Liberal. La ideas liberales están de moda. A cada paso encuentran publicistas entusiastas que las difunden con calor y bastante improvisación. Un curioso maquillaje de “científicas” las cubre, y les sirve al tiempo para descalificar toda otra concepción como simples opiniones carentes de rigor técnico y alejadas de la realidad de “los mercados” nuevos dioses paganos del pensamiento en boga. El origen de la concepción liberal es la idea del “Pacto o Contrato Social”, idea sostenida desde los sofistas griegos hasta John Locke, y cuyo más brillante expositor fue Jean Jacques Rousseau quien en Du Contrat Social expuso la tesis del Estado concebido como producto de la libre fusión de la voluntad individual y la voluntad general. La tesis es más o menos la siguiente: el origen del Estado es un contrato, concebido como la asociación conjunta de hombres razonables, con el propósito de defenderse contra la rebelión interna y la agresión extranjera (conf. Molnar, Thomas, op. cit. pág. 41). El objeto de este contrato lo expresa Rousseau con estas palabras: “Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a sí mismo y permanezca tan libre como antes...” ( El Contrato Social, Ed. Porrúa, México, 1998, pág. 9). Dentro de esta concepción, la función de organizar la defensa común ha sido delegada a un organismo -el Estado- cuyos poderes concluyen donde comienza la esfera privada de los individuos fundadores del pacto. De esto se sigue que la mejor sociedad es la que tiene menos gobierno. El Estado no es, para esta concepción, una institución natural sino una nacida de una convención, basada en la conveniencia, y cuyos límites están señalados por los motivos que tuvieron los fundadores del “contrato”, por eso Rousseau pudo decir “... el orden social constituye un derecho sagrado que sirve de base a todos los demás. Sin embargo, este derecho no es un derecho natural: está fundado sobre convenciones...” ( Op. cit. pág. 3/4). La Noción del Estado como Institución Natural. La tesis del contrato o pacto social supone que de todas las asociaciones humanas, sólo el Estado está basado en el acuerdo libre de voluntades. En efecto, la familia, el clan, la tribu, las iglesias, son agrupaciones humanas establecidas sobre el fundamento del instinto, la cohesión, la necesidad, en suma, son instituciones naturales. ¿Por qué no habría de serlo también el Estado? Los abogados de la teoría del contrato no parecen haberse formulado esta simple pregunta. Thomas Molnar se encarga de refutar la teoría del contrato social, sosteniendo que aún aceptando la tesis de un contrato, los protagonistas del mismo serían parte de un Estado rudimentario anterior al mismo contrato, por cuanto compartirían un cierto número de cosas, un lenguaje común, y debieron poseer una tradición política y una terminología común con el objeto de admitir el carácter limitado del futuro gobierno (Op. cit. pag. 42). Aristóteles sostuvo, en cambio, que el Estado constituía una asociación política natural y necesaria, basada en la naturaleza del hombre, comunidad perfecta o soberana (Política, libro I, cáp. III). Santo Tomás de Aquino, por su parte, incorporó al pensamiento aristotélico los valores cristianos, y sostuvo que el Estado es una institución necesaria y fundamental que deriva de la naturaleza social del hombre, cuya finalidad es establecer el buen orden de la vida. Para el aquinate la persona humana no pueda alcanzar la perfección si no se supedita a los medios y fines de la comunidad estatal. Por ello, el bien común es el fin de la organización estatal. Pero el verdadero fundador del concepto cristiano del Estado es San Agustín de Hipona que enseñaba: “...por las leyes de la naturaleza se ve el hombre impulsado a buscar la comunidad y la paz con los hombres, y, dentro de lo posible, con todos...” (La Ciudad de Dios, 1, 19, c. 12). Agustín ve en el Estado una comunidad natural, emanada de la familia, estableciendo un paralelo entre la autoridad familiar y la autoridad estatal. Es más, siendo la familia un principio del Estado, y constituyendo un elemento del mismo, y estando cada parte o elemento ordenado a la plenitud de su todo, razonaba que lógicamente la paz de la casa está subordinada a la paz del Estado. Y esta consistía en “la concordia ordenada de los ciudadanos ejercida a través del mandar y el obedecer”. El Estado es Comunidad. Llegamos así al concepto del Estado como comunidad natural de los hombres libres ordenada al Bien Común. “El Estado es comunidad. Esto constituye su esencia fundamental. El Estado es el ordenamiento comunitario necesario para el cumplimiento de las funciones vitales y culturales y humanas...” (Messner, Johannes “La Cuestión Social” Ed. Rialp. Madrid. 1960. Pág. 603). Estamos a distancia sideral de la concepción individualista y utilitaria del Estado, que lo considera una institución fundada en el mero acuerdo de voluntades, para regular las relaciones sociales del modo más ventajoso para el individuo. Se trata de una concepción que resalta la dimensión comunitaria de la organización estatal, ordenada a lograr el bien común, y surgida de la naturaleza humana (conf. S.S. Pio XI Divini Redemptoris n. 29.) El Estado, entonces, no surge del mero contrato, no se trata de un instituto contingente y ordenado a la conveniencia del individuo, sino de un mandato del derecho natural, y esta es la postura largamente sostenida por la doctrina social católica, contra las concepciones pactistas o contractualistas del liberalismo. La naturaleza humana exige la dimensión comunitaria, y sólo en ella el hombre pude ser hombre de cultura. La realización del hombre, pues, sólo es posible en plenitud en el marco del bien común cuyo gerente es el Estado (conf. Gaudium et Spes n. 26). En este punto arribamos a la concepción del Estado como valor moral, por exigirlo la naturaleza del hombre. “...La realidad efectiva del Estado en el curso de la historia hasta nuestros días no admite duda acerca del hecho de que el Estado constituye una de las exigencias morales de mayor gravedad para el hombre. Pues a la naturaleza del Estado pertenece el poder, y la acumulación de poder que es posible en el Estado puede convertirse en formidable instrumento del mal, siempre actual y acechante en la naturaleza humana...” (Messner, Johannes Op. Cit. pág. 604). No está demás, entonces, insistir en que el fin del Estado es la realización moral del bien común (conf. S.S. Juan XXIII Pacem in Terris n. 53 a 66, Mater et Magistra n. 20). Siguiendo a Santo Tomás, diremos incluso que el bien común de la comunidad estatal, en virtud de su valor se encuentra tanto más alto que el de las otras comunidades, la familia inclusive, por cuanto los demás dependen en su bienestar del bien común estatal, y por lo tanto éste se halla más próximo en sus efectos a la última causa de todo bien, Dios. (conf. Messner, Johannes Op. Cit. pág. 605). Tanto Estado como fuere necesario. Es necesario insistir entonces, en el carácter natural del Estado, y sin embargo, en la necesidad de limitar su acción a aquellas acciones que sean estrictamente necesarias para el logro de sus elevados fines. Tanto Estado como fuere necesario. Este principio expresa una afirmación categórica a la vez que una limitación definitiva. Tanto Estado como fuere necesario, ni más ni menos. “...Sin el Estado, el hombre no puede tener acceso a la vida de cultura. El Estado es la comunidad comprehensiva que ha de crear los supuestos necesarios para la convivencia pacífica de todos (ordenamiento jurídico) y para el desenvolvimiento vital de todos (ordenamiento asistencial). Lo que nuestro principio destaca es que el hombre es más que el Estado y que el Estado cumple más perfectamente su misión cuanto más capacite al hombre para la satisfacción de las exigencias que le impone su naturaleza en su vida individual y de comunidad, y, por tanto, capacite igualmente a las comunidades miembros para el cumplimiento de sus exigencias...” (Messner, Johannes Op. Cit. pág. 605). Por eso, están tan lejos de la concepción adecuada del Estado quienes postulan un Estado ausente, limitado a sus funciones de control, el “Estado Gendarme”, como aquellos que pretenden una omnipresencia del Estado que regule hasta el mínimo detalle la vida de las personas, ahogando su iniciativa y pretendiendo ser respuesta adecuada a cada necesidad humana, sin otorgar el lugar que corresponde a la iniciativa de cada uno, el “Estado Totalitario” de cuño colectivista, casi desaparecido en la realidad presente. Es que la perfección del hombre exige que se le proporcione la posibilidad de satisfacer sus necesidades vitales, tanto materiales como espirituales, mediante el ejercicio libre de su propia responsabilidad moral. El Bien Común estatal, entonces, implica que se capacite a los miembros de la comunidad para el cumplimiento de sus exigencias de perfección, y lo mismo se garantice a las comunidades menores, siendo tarea del Estado crear las condiciones que así lo permitan y faciliten (Conf. Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes n. 26). El Estado no cumple con sus obligaciones y fines cuando está ausente, y limita su función a garantizar el orden jurídico, y el ejercicio de ciertos derechos elementales, pero no participa en la vida social para establecer los adecuados equilibrios, y la efectiva igualdad de oportunidades. Pero tampoco cuando pretende controlar todo, y asegurar cada detalle de las necesidades materiales del hombre. Por eso pudo Messner afirmar: “...no existe la plenitud del ordenamiento del bien común, sino la total ausencia del mismo, cuando el Estado prevé directamente todos los riesgos esenciales de la vida humana en lugar de tender a que todos estén en situación de poder adquirir con su trabajo un ingreso suficiente y de prever por medio del ahorro la satisfacción de las necesidades ligadas a las vicisitudes de la vida...” (Op. cit. pág. 606). El estado es necesariamente un ordenamiento de libertad, por estar ligado a la responsabilidad del hombre. Se trata de un ordenamiento en el que todos tengan acceso igualitario a las oportunidades, y derechos fundamentales iguales y para todos. La libertad, es entonces un rasgo esencial del Estado rectamente ordenado a sus fines verdaderos, pero implica un cierto riesgo, y ciertamente mayor cuanto más quebrantada se encuentre la aptitud de un pueblo en orden a la responsabilidad por efecto de una crisis moral y cultural. El liberalismo ha constituido una crisis moral y cultural de insospechadas consecuencias en nuestra historia moderna. La instalación del individualismo egoísta y del materialismo, el relativismo moral, y el consumismo han sembrado enormes obstáculos al logro del bien común solidario. He allí el riesgo, pero también el desafío de nuestros días, y la misión indelegable del Estado. Tanto Estado como fuere necesario, ni menos, ni más. Para el logro de sus elevados fines, el Estado dispone del poder. Se trata entonces, de un ordenamiento del poder hacia el logro del bien común, y desde luego de la subordinación absoluta del poder al Derecho. En ello radica su naturaleza moral: el poder del Estado es un valor moral porque se encuentra enteramente subordinado al Derecho, y uno y otro ordenado al Bien Común temporal. Tanta Sociedad como fuese posible. La sociedad está compuesta por las personas y por los entes sociales, asociaciones intermedias algunas, comunidad general el Estado, que pertenece entonces a la sociedad, pero no se identifica con ella. De allí que “...la competencia y el derecho del Estado, cuyo fin y cometido son los del bien común general, nacen sólo allí donde las fuerzas de los individuos y de los entes sociales menores no alcanzan a la satisfacción de las tareas que le impone la naturaleza...” (Messner, Johannes Op. Cit. pág. 543). Así se enuncia el principio de subsidiariedad. Se trata de un principio lógico de prelación de competencias, responsabilidades y derechos impuesto por la naturaleza. “Tanta sociedad como sea posible” o lo que es lo mismo “Tanta libertad como sea posible”. De la naturaleza social del hombre se deduce asimismo, que el individuo no se halla en una relación de inmediatividad con el Estado, sino que pertenece a la comunidad estatal general, a través de su pertenencia a la familia, a la comunidad vecinal, agrupaciones comunales y regionales, asociaciones gremiales, profesionales, etc. Cada una de estas asociaciones intermedias generan de inmediato una “esfera vital de responsabilidad y comunidad” que constituyen una auténtica salvaguarda de la libertad del hombre frente al Estado. El ciudadano sólo es miembro del Estado a través de su pertenencia a las asociaciones menores (conf. Messner, Johannes Op. Cit. pág. 544 y ss). El recto orden de las cosas, exige entonces, que la esfera de actividad propia de cada una de estas entidades intermedias que conforman la sociedad sea preservada y se le garanticen las condiciones para que alcance plenamente su perfección. Que una entidad de rango superior no realice lo que corresponda y pueda hacer una asociación menor. En definitiva, un Estado subsidiario de las necesidades de la sociedad y de cada uno de los hombres. El principio de subsidiariedad no es, como podría pensarse una incorporación de la doctrina pontificia del Siglo XX. En realidad, se encuentra expuesto desde los comienzos del pensamiento social católico, v.g. con San Agustín. Sin embargo, la síntesis más admirable la constituye, desde luego, la célebre declaración de S.S. Pío XI en Cuadragésimo Anno N° 79: “...Pues aun siendo verdad, y la historia lo demuestra claramente, que, por el cambio operado en las condiciones sociales, muchas cosas que en otros tiempos podían realizar incluso las asociaciones pequeñas, hoy son posibles sólo a las grandes corporaciones, sigue, no obstante, en pie y firme en la filosofía social aquel gravísimo principio inamovible e inmutable como no se puede quitar a los individuos y dar a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e industria, así tampoco es justo, constituyendo un grave perjuicio y perturbación al recto orden, quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden hacer y proporcionar y dárselo a una sociedad mayor y más elevada, ya que toda acción de la sociedad, que por su propia fuerza y naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, pero no destruirlos y absorberlos...” El principio de subsidiariedad implica no sólo el reconocimiento de la legítima esfera de actuación de las sociedades intermedias, sino una verdadera descentralización del poder, con un ordenamiento positivo que asegure la vigencia de adecuadas instituciones estatales menores, como los que configuran la estructura federal de los estados, y la efectiva vigencia de la autonomía de los gobiernos locales. Es más, la descentralización del poder es tanto o más necesaria e importante que la clásica “división de poderes” de Montesquieu, por cuanto se ha demostrado que la simple división de funciones entre las áreas ejecutiva, legislativa y judicial se ha mostrado insuficiente para asegurar los derechos individuales, en cambio la descentralización se ha demostrado decisiva al respecto (Conf. Messner, Johannes Op. Cit. pág. 608). Las concepciones liberales han incurrido desde Rousseau en el error fatal de concebir como inmediata la relación entre el hombre y el Estado, dejando de lado el tramado de las sociedades intermedias que es el que en realidad establece la inserción humana en la sociedad estatal. Este mismo defecto puede anotarse a los colectivismos estatistas de cuño marxista. En este estado se hace necesario enfatizar en la necesaria vigencia de las sociedades menores, y su legítimo rango de actuación, como reaseguro de las libertades personales y los derechos fundamentales del hombre. Es lo que pretndimos sintetizar en el principio “Tanta sociedad como sea posible”. Conclusiones. La concepción liberal del Estado se basa en la idea del “Contrato Social”, negando el carácter de entidad natural del Estado, como emanada de la esencia social y comunitaria del hombre, que constituye el centro de la idea cristiana del Estado, y cuya vigencia reivindicamos. El Estado es, ante todo, comunidad, y en ello radica su esencia fundamental. El Estado es una entidad moral, porque a su naturaleza corresponde el poder, y el poder es susceptible de ser empleado para provocar el bien o el mal. El fin del Estado es el Bien Común. El Estado es parte de la Sociedad, pero no se identifica con ella. Es necesario reivindicar el principio de que es menester tanto Estado como haga falta. El principio de subsidiariedad cuya existencia se remonta a la más antigua tradición social cristiana, implica asegurar tanta sociedad como sea posible. La descentralización del poder, y el reconocimiento de la legítima actividad de las sociedades menores es más decisiva para asegurar las libertades y los derechos del hombre que la clásica división de poderes. Daniel José Filloy