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Una experiencia en la enseñanza de filosofía provoca un desacuerdo
que origina algo más que la emancipación intelectual: inicia la buena noticia
de que la fuerza callada del deseo no es menos poderosa
que el silencio del desinterés.
Palabras clave:
filosofía, desacuerdo, enseñanza, libertad.
An experience in teaching philosophy causes disagreement
originates more than intellectual emancipation. It launches the good news
that the quiet force of desire is no less powerful
than the silence of indifference.
Keywords:
philosophy, disagreement, education, freedom.
¿Qué origina el desacuerdo en la
enseñanza de la filosofía a nivel medio?
Franco Torres cmf
Misionero Claretiano, Profesor en Filosofía (CEFyT) y Licenciado en Filosofía
(Universidad Nacional Córdoba). Cursa el Bachillerato Teológico en el CEFyT.
Anatéllei
Agua viva
Agua en el interior de la palabra,
agua o rocas, depende de qué digas;
rareza de lo raro hecha sonido
y grafía también, un poco como
si en nuestra lengua oyeses latín.
¿Te basta el nombre, al agua-pensamiento?
Agua que sacia el fondo de la sed
de mirar, de tocar agua-materia
convertida en imagen. Dudé tanto
de su virtud. Ahora me bautizo
con ella, nazco en ella, en ella viajo
por un cañón de rocas silencio
como un cisne dariano creando el sueño
de los confines: aguas de visiones.
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Ricardo H. Herrera
200 años de poesía argentina
Alfaguara
Buenos Aires – 2010
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Agua que sacia el fondo
de la sed de mirar...
La pregunta que da título a este texto es ambigua y compleja. En primer
lugar, es ambigua porque no se interroga simplemente por el origen del
desacuerdo sino también por aquello a lo que el desacuerdo da origen. Si
el desacuerdo se toma como objeto del verbo originar, entonces la pregunta
se orienta a las razones o causas en virtud de las cuales aquél aparece. Si,
en cambio, el desacuerdo es tomado como sujeto del verbo originar lo que
se busca son las consecuencias, los efectos, las posibilidades abiertas o
provocadas por dicho desacuerdo. Hay, por tanto, dos sentidos posibles en
que puede ser interpretado el interrogante en cuestión.
En segundo lugar, la pregunta es compleja porque no busca
comprender qué origina el desacuerdo en general sino en el ámbito
específico de la enseñanza de la filosofía a nivel medio y, en este sentido,
incluye otros interrogantes: ¿es posible enseñar filosofía? ¿Puede algo que
es esencialmente un deseo (philein-sophia) ser entendido como una de las
disciplinas que se enseñan en un secundario? Parece que la pregunta inicial
no sólo alberga una ambigüedad respecto de lo originario y lo originado
sino que además parte de un presupuesto cuestionable, a saber, que la
filosofía es, de por sí, algo susceptible de ser enseñado y, de un modo
particular, que esa enseñanza puede tener lugar en la educación media.
Será preciso, entonces, comenzar nuestra búsqueda poniendo en
cuestión este presupuesto a fin de comprender el interrogante en su
complejidad. Luego, ya en el marco de la “enseñanza” de la filosofía a
nivel medio, intentaremos elucidar qué origina el desacuerdo, en los dos
sentidos reunidos por la pregunta en su ambigüedad. Con todo, cabe
advertir que lo siguiente no es tanto una propuesta pedagógica como una
reflexión poetizante. Es simplemente el desarrollo de la admiración ante
el hecho de que una estudiante de nivel medio haya tomado la palabra
para expresar su desacuerdo. Ayudados principalmente por los aportes de
Rancière y Lyotard intentaremos abonar la idea de que, hasta ese momento,
en esa clase, no había tenido aún lugar la enseñanza de la filosofía.
Cabe advertir que lo
siguiente no es
tanto una
propuesta peda
gógica
como una refl
exión
poetizante.
La enseñanza del deseo versus el embrutecimiento
pedagógico
La acción de enseñar suele identificarse con la explicación, exposición,
evaluación y otras actividades propias de la tarea docente. Sin embargo,
ninguna de ellas queda exenta de la posibilidad de encubrir la lógica del
embrutecimiento. Según Rancière, la enseñanza embrutecedora comienza
cuando «aparece el maestro, que toma la palabra para explicar el libro»:
como si las palabras de un texto no necesitaran de un lector que las lea
sino de un explicador que las traduzca al vulgo de un modo accesible. De
este modo, el maestro crea una distancia entre el alumno y el saber; una
distancia que “despliega y reabsorbe en el seno de su palabra”. Por eso,
“es el explicador quien necesita del incapaz y no a la inversa; es él quien
constituye al incapaz como tal. Explicar algo a alguien es, en primer lugar,
demostrarle que no puede comprenderlo por sí mismo”.1
Jacques Rancière, El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la
emancipación intelectual, Zorzal, Buenos Aires, 2007, 20.
1
Franco Torres, ¿Qué origina el desacuerdo en la enseñanza de la filosofía a nivel medio?, 37-46.
39
oEn el caso de la filosce
ha
ña
fía, quien ense
squeda,
aparecer una bú
un deseo.
Esta “lógica de la explicación” es la que justifica la utilización del
manual pero también la que, al mismo tiempo, “conlleva el principio de la
regresión al infinito”. Por ejemplo, leemos el Mundo de Sofía para saber
qué pensó Aristóteles sobre la realidad, la razón, la prudencia, el bien, la
finalidad, la causa…porque parece que una narración breve, de un experto,
en forma de novela sobre lo que pensó el Estagirita debería resultar más
comprensible que aquello que él mismo nos dejó en sus textos. Pero como
“el explicador es el único juez del punto en que la explicación misma ha
sido explicada”,2 creemos que, a su vez, el profesor debe explicar lo que
Gardner dice en su novela y así sucesivamente hasta que la explicación
resulte satisfactoria.
Ahora bien: ¿satisfactoria para quién? ¿no es acaso más importante
que esta novela sobre supuestas doctrinas, saber qué significa hoy para
nosotros lo real, la felicidad, el vivir bien, el actuar con otros, la verdad y la
justicia, el deseo y las pasiones…? ¿No consistirá la filosofía precisamente
en la búsqueda de ese saber, en este deseo de lo humano? Sin embargo, lo
que el alumno termina reproduciendo al final del mecanismo explicador es
un conjunto de frases cuyo significado ignora sobre lo que el profesor dijo
acerca de un libro que relata doctrinas. Así, un espacio curricular destinado
a pensar se ha convertido en un ámbito de embrutecimiento.
Afortunadamente, éste no es el único modo de entender la enseñanza.
Una connotación diferente del verbo “enseñar” es la de mostrar, dejar que
algo se vea. Enseñar es también exponer algo para que sea apreciado; dejar
que algo aparezca. La enseñanza consistiría entonces en la acción por la
cual algo aparece, se muestra, se expone para ser visto y apreciado. Pero
lo primero que muestra el docente es a sí mismo, su rostro, su cuerpo, el
lugar que ocupa en el espacio áulico. Porque el estar ahí juntos es lo que
en primer lugar percibimos. En este sentido, quien enseña siempre hace
aparecer algo de sí, porque enseñar es ante todo, mostrar.
En el caso de la filosofía, quien enseña hace aparecer una búsqueda,
un deseo. Quien enseñe filosofía intentará mostrar el propio deseo de
sabiduría, poner a la vista cómo se la busca, cuánto se ama lo que se
busca; y con ello, quien busca se pone a sí mismo en cuestión, se expone.
En efecto, el deseo nunca hace referencia sólo a lo deseado sino también
a quien en cada caso desea. Por otro lado, este deseo hace aparecer la
sabiduría que busca, como una ausencia y no como algo que se tiene. De
allí que nadie pueda enseñar filosofía como sí se enseña una doctrina o un
saber que se tiene. Sin embargo, cualquiera puede poner en evidencia que
es posible aprender a filosofar: basta con desear y volver sobre ese deseo a
través de la palabra, es decir, saber de él.3
El deseo en el origen del desacuerdo
Un diálogo suscitado a partir de la pregunta por lo humano, en una
clase correspondiente al desarrollo de la unidad “antropología filosófica”
nos sitúa de lleno en la enseñanza del deseo como propiciación del
desacuerdo:
Profesor: El ser humano se hace humano. Se humaniza o se deshumaniza
en sus prácticas, en sus opciones y, sobre todo, en sus acciones. ¿Qué les
2
3
40
Idem, 19.
Cf. Jean F. Lyotard, ¿Por qué filosofar?, Paidós, Barcelona, 1989.
Anatéllei nº 34, diciembre 2015.
Agua que sacia el fondo
de la sed de mirar...
parece? ¿Qué cosas nos humanizan, nos hacen más humanos y qué cosas
nos deshumanizan, nos hacen menos humanos?
Estudiante: No entiendo ¿qué es “más humano”? O sea, sí entiendo
pero no estoy de acuerdo con lo que decís. Nadie puede ser más humano
que otro.
Profesor: ¿Por qué te parece que no podemos ir haciéndonos cada vez
más humanos? ¿No te parece que podemos ser cada vez más humanos?
¿Y no nos ayuda el estudio y el trabajo a ir haciéndonos cada vez más
humanos? En el fondo, creo que todo depende de qué entendemos por ser
humanos. ¿Qué te parece?, ¿tenés alguna respuesta a esto?
Estudiante: Sí, que está mal usada la frase “más humanos”. Todos
somos humanos, por más que hayamos estudiado o no. Si seguimos en tu
opinión, estás diciendo que vos sos más humano que yo…y no creo así.
Vos serás más capaz, o tendrás más conocimiento en filosofía que yo…pero
no más humano. Estudiar nos hace más capaces y calificados, no más seres
humanos… Ese es el concepto que para mí está errado.
El diálogo anterior es
un
caso típico en
que “los
interlocutores
entienden y
no entienden lo
mismo en
las mismas pala
bras”.
El diálogo anterior es un caso típico en que “los interlocutores entienden
y no entienden lo mismo en las mismas palabras”. Es el tipo de situación
de habla que caracteriza el desacuerdo. En efecto, “el desacuerdo no es el
conflicto entre quien dice blanco y quien dice negro. Es el existente entre
quien dice blanco pero no entiende lo mismo o no entiende que el otro
dice lo mismo con el nombre de la blancura”.4 De modo similar, la situación
planteada no es la de alguien que dice “estudiar nos humaniza, nos hace
más humanos” y otra que refuta “No, estudiar nos deshumaniza, nos hace
menos humanos”. El desacuerdo existente en la situación anterior consiste
en que los/as profesores/as decimos “humano” pero no entendemos que
las/os estudiantes quieren decir algo completamente distinto a lo que
decimos nosotros al nombrar lo humano.
Ahora bien, este desacuerdo: ¿es el malentendido que descansa
en la ambigüedad de las palabras o es la incomprensión que surge del
desconocimiento de aquello sobre lo cual el otro habla? Tal vez no sea ni
una cosa ni la otra. Según Rancière, no llegaríamos a entender la naturaleza
del desacuerdo si nos restringiéramos a cualquiera de las dos alternativas
planteadas en este dilema. El desacuerdo entre la estudiante y el docente
no estaría dado por el hecho de que ella ignore el sentido que yo le estoy
dando a la palabra “humano”. Tampoco en el hecho de que tal palabra sea
lo suficientemente ambigua como para que cuando ella la pronuncie yo
entienda algo diverso a lo que ella quiere decir. Afirmamos, entonces, que
el desacuerdo planteado no es un malentendido ni una incomprensión por
desconocimiento, pero tampoco la suma de ambos.
Es cierto que no hemos explicitado aún lo que cada uno de los
interlocutores entiende por el concepto de humanidad. Sin embargo, “tanto
el argumento del desconocimiento como el del malentendido exigen dos
medicinas del lenguaje que consisten, de manera semejante, en aprender
qué quiere decir hablar”.5 Es preciso ir más allá de la explicitación de
4
Jacques Rancière, El desacuerdo. Política y filosofía, Nueva Visión, Buenos
Aires, 2010, 9.
5
Ibidem.
Franco Torres, ¿Qué origina el desacuerdo en la enseñanza de la filosofía a nivel medio?, 37-46.
41
Por eso el desacuerdol
ra
refiere, en gene
“a la situación de
”.
quienes hablan
se
sentidos y del intercambio mutuo de información para llegar a la raíz del
desacuerdo. Necesitamos, entonces, ubicar el desacuerdo como aquella
situación de habla que nos remite indefectiblemente a la pregunta sobre
qué significa, en cada caso, hablar: ¿qué nos dice el hecho de que tanto a
quien se le asigna el rol de enseñar como a quien se le asigna el de aprender
tomen la palabra?
Hablar es decir palabras; tomar la palabra para decir algo. Pero Platón
decía: las palabras no copian (mimesis) el ente –al modo de la pintura–, sino
el eidos, y en base a ello se hace posible la verdad del logos.6 El término
griego logos significa palabra o discurso, pero también sentido y razón. El
término eidos, por su parte, significa lo que ha sido visto, lo contemplado
y de allí viene nuestro vocablo “idea”, con el cual se traduce generalmente
al castellano el término eidos. De modo que hablar no es reflejar un estado
de cosas sino poner en palabras lo que ha sido visto. Por eso, el sentido
de una frase, una opinión o un discurso remite siempre a quien lo enuncia.
Pero, en la medida en que las palabras pronunciadas hacen que otro pueda
ver lo que ha sido visto por quien las dice, ellas originan la verdad o el desocultamiento (a-letheia) del sentido o la razón (logos) por la cual se habla.
No es ninguna novedad que lo visto depende directamente de la
situación en que se encuentran quienes están mirando, es decir, de la
perspectiva que asuman. Por eso el desacuerdo se refiere, en general “a la
situación de quienes hablan”. Las últimas frases de la estudiante lo explicitan:
ella contrapone su situación a la del docente y precisamente en base a la
disparidad de las situaciones saca las consecuencias que se seguirían de
acuerdo a la opinión del profesor. De modo que el desacuerdo “concierne
menos a la argumentación que a lo argumentable”. No preocupa tanto la
afirmación en sí sobre lo humano cuanto lo que de humano hay implicado en
ese debate. Es decir, si lo humano es equiparable a esas otras condiciones
que nos ponen en una situación de desigualdad o si, por el contrario,
lo humano es algo radicalmente diverso a ello; algo en virtud de lo cual
somos necesariamente iguales. Es el reconocimiento o la negación de esa
humanidad implicada en los interlocutores lo que realmente les importa.
El hecho de que algo sea importante para alguien nos indica el origen
del desacuerdo, porque sólo se da importancia a aquello que al mismo
tiempo se desea. Nada nos importa tanto como aquello que amamos,
aquello que de verdad queremos; y si nos damos cuenta de que algo nos
importa, es porque el deseo dejó su rastro. Al respecto, el siguiente párrafo
de Heidegger nos dará una comprensión más originaria sobre lo que
significa que tanto el profesor como la estudiante tomen la palabra. Por eso
mismo, este pensamiento nos señalará un camino para ir del deseo de decir
lo propio al origen del desacuerdo:
“Adueñarse de una ‘cosa’ o de una ‘persona’ en su esencia quiere decir
amarla, quererla. Semejante querer es la auténtica esencia del ser capaz, que
no sólo logra esto o aquello, sino que logra que algo se presente mostrando
su origen, es decir, hace que algo sea. La capacidad del querer es propiamente
aquello en virtud de lo cual algo puede llegar a ser. Esta capacidad es lo
auténticamente ‘posible’, aquello cuya esencia reside en el querer”.7
Platón, Cratilo 439ab. Cf. Fabián Mié, “Acerca de la palabra en Cratilo”,
Nombres 2 (1992) 146.
7
Martin Heidegger, Carta sobre el humanismo, Alianza, Madrid, 2000,
261.
6
42
Anatéllei nº 34, diciembre 2015.
Agua que sacia el fondo
de la sed de mirar...
Tomar la palabra es apropiarse de ella; pero tomar la palabra para
pensar es adueñarse de ella en su esencia. La esencia de la palabra es
mostrar lo que ha sido visto por alguien y, en esa manifestación, hacer
posible la verdad del logos, o sea, el des-cubrimiento de un sentido.
Quien piensa, abre la posibilidad propia de la palabra al tomarla. Al querer
decir lo que piensa, cada estudiante hace posible lo que es esencial a la
palabra: la apertura de un sentido, el des-ocultamiento de una verdad. Por
eso, semejante querer es la auténtica esencia del ser capaz. La palabra es
capaz de la verdad o la hace posible, porque hay alguien que quiere dar su
opinión, es decir, quiere hacer ver a otros lo que ha sido visto por él. En
este sentido, quien toma la palabra, la desea; y quien la desea, al apropiarse
de ella, regala su esencia.
El deseo de cada estudiante, al querer tomar la palabra para pensar,
no la hace a ésta –a la palabra– capaz de verificar la comprensión de un
contenido, o de corroborar el adiestramiento en determinada habilidad sino
que logra que algo se presente mostrando su origen. La palabra que brota
del pensar hace que algo sea. La frase “No entiendo, ¿qué es más humano?
O sea, sí entiendo pero no estoy de acuerdo con lo que decís” hace
aparecer el desacuerdo sobre lo humano, hace que haya un desacuerdo, lo
origina. Pero no sólo da origen al desacuerdo, sino que hace aparecer lo
más originariamente humano: el pensarse. El deseo de lo humano vuelve
sobre sí a través de la palabra. Lo humano se busca, se quiere y la prueba
de ese interés o de ese amor es que no permite que se diga que es lo que
no es ni que se deje de decir lo que verdaderamente es.
El deseo de mostrar lo humano en su verdad es la razón por la cual
profesor y estudiante han querido tomar la palabra y han entrado en
desacuerdo. La posibilidad de mostrar una verdad sobre lo humano es propia
de la palabra, pero el querer mostrar lo humano en su verdad hace que esta
posibilidad sea aprovechada. El querer de la estudiante que toma la palabra
transforma la mera posibilidad de lo que podría decir la palabra “humano” en
la capacidad real de esta palabra para desocultar un sentido que aún no había
sido visto. Y sólo cuando lo humano aparece en su verdad llega a ser lo que
es. Por eso, la capacidad del querer es propiamente aquello “en virtud” de lo
cual algo puede llegar a ser. Lo mismo que nos hace ser humanos es lo que
nos lleva al desacuerdo: el deseo de lo humano en su verdad.
El deseo de lo humano
vuelve sobre sí
a través
de la palabra.
El desacuerdo en el origen de la filosofía y su
enseñanza
Sólo el deseo explica por qué alguien toma la palabra y por qué alguien
es incluso capaz de dar la vida por la misma razón que lo lleva a tomar
la palabra para decir lo que ha visto. Nadie reivindica a Sócrates por su
sabiduría sino por el modo en que buscó la verdad, la deseó… y porque en
esa búsqueda compartida con otros cabía su vida entera. Aún el hecho de
que haya asumido las consecuencias del desacuerdo con aquella mitad más
uno de los atenienses que lo condenó a muerte se explica por ese mismo
deseo, por su búsqueda de verdad.
En efecto “Sócrates sabe muy bien que tener razón él solo contra
todos no es tener razón”.8 La razón que él ha descubierto, tiene que
8
Jean F. Lyotard, ¿Por qué filosofar?, 94.
Franco Torres, ¿Qué origina el desacuerdo en la enseñanza de la filosofía a nivel medio?, 37-46.
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ser vista por otros. Pero sólo aceptando las consecuencias injustas de su
acusación pudo hacer ver, tras de sí, la verdad de la justicia que buscaba.
Por eso, “lo que quiere el filósofo no es que los deseos sean convencidos
o vencidos, sino que sean examinados y reflexionados”. A Sócrates no le
importaba en realidad ganar un juicio sino que se comprendiera la razón de
su búsqueda; quería hacer ver a los atenienses de su tiempo, la importancia
que tenía desear la verdad y amar el pensamiento como él lo amó. Su
apología no fue tanto una defensa de sí, como el último intento de hacer
ver lo que él había visto a través del diálogo. Fue también su último gesto
de amor: tomar la palabra para pensar, es decir, para regalar su esencia a
quien quisiera tomarla.
Platón fue uno de los que retomó la palabra de Sócrates y con ella su
deseo, su amor al diálogo y también su crítica, su ironía, su modo de buscar
la verdad a fondo. No es casual que los primeros diálogos platónicos sean
aporéticos, es decir, que no conducen a ninguna respuesta definitiva a los
interrogantes que lo suscitaron. Es en estos diálogos, por cierto, donde el
personaje Sócrates es más fiel al Sócrates histórico. Luego, en los diálogos
posteriores, Platón va a poner cada vez más su pensamiento en labios de
Sócrates. Tal pensamiento, en su desarrollo, va alcanzando un carácter
cada vez más propositivo y adquiere una mayor unidad.
Sin embargo, tampoco en esta instancia, la sabiduría o las verdades
que se creen haber encontrado son más importantes que el deseo que
motivó su búsqueda a través del diálogo:
“…hay más de un filósofo, Platón precisamente, o Kant, o Husserl, que
en el transcurso de su vida, efectúa él mismo esta crítica, vuelve sobre lo
que ha pensado, lo deshace y vuelve a comenzar, ofreciendo la prueba
de que la verdadera unidad de su obra es el deseo que procede de la
pérdida de la unidad y no la complacencia en el sistema constituido, en la
unidad recobrada. Lo que es cierto de un filósofo lo es también de la serie
de todos ellos…y mientras deploramos o ridiculizamos la torre de babel
filosófica, alentamos a la vez la esperanza de una lengua absoluta, estamos
a la expectativa de la unidad”.9
No es casual que los
os
primeros diálog
aporéticos,
platónicos sean
conducen a
es decir, que no
sta definitiva a
ninguna respue
s que
los interrogante
lo suscitaron.
Lo característico de esta palabra filosófica es que siempre desea la
unidad perdida, tal como aparece en todo desacuerdo, en toda crítica. En la
consigna dada por el docente, lo humano tenía un sentido único; un sentido
que se quiebra al intervenir la estudiante. Todo el diálogo posterior es la
búsqueda de recuperar esa unidad, pero ya no será la unidad unilateral de
la que partió la consigna sino la unidad propia de la verdad. Del desacuerdo
procede el deseo de una unidad que ya no es la totalidad del sentido sino
el develamiento que hace ver a otros un sentido nuevo a través de la misma
palabra que antes lo encubría; y en esta torsión de la palabra hacia una
nueva verdad consiste su carácter filosófico.
De modo que así como el deseo de la verdad sobre lo humano origina
el desacuerdo, la pérdida de la unidad propia del desacuerdo da ahora origen
a la palabra filosófica. La filosofía comienza con un quiebre de sentido y por
eso su origen siempre puede estar en el día hoy.10 El desacuerdo sobre el
sentido de lo humano generó en la clase esa ruptura de la que procede el
9
Idem, 116.
Idem, 101,118.
10
44
Anatéllei nº 34, diciembre 2015.
Agua que sacia el fondo
de la sed de mirar...
filosofar. Lo que estoy proponiendo pensar es que hasta el momento en que
irrumpió la intervención de una estudiante para manifestar su desacuerdo,
en esa clase y quizás en varias más, no había habido aún ocasión para la
filosofía.
Ahora bien, el hecho de que la palabra filosófica no haya sido
provocada por el docente sino por los estudiantes nos remite al problema
de la enseñanza: ¿hay alguien que enseña filosofía a otro, o aprendemos
unos con otros a filosofar? Este interrogante nos da la oportunidad no sólo
de repensar la enseñanza de la filosofía a partir del desacuerdo sino también
de entender la relación docente y alumno desde una igualdad que le es
propia a lo humano: la igual posibilidad de tomar la palabra para pensar,
Decíamos que filosof
reflexionar, volver sobre el deseo…, en fin para filosofar.
ar es
el deseo de reco
brar una
Decíamos que filosofar es el deseo de recobrar una unidad perdida
y ese deseo es lo que le da a la filosofía su unidad en la historia. Sin unidad perdida y ese deseo
es lo que le da
embargo, en su devenir histórico el aprendizaje de la filosofía hizo que el
deseo que llevó a Platón a aprender de Sócrates, a Wittgenstein de Russel a la filosofía su unidad
y a Dussel de Marx se independizara de la enseñanza de la filosofía. Al
en la historia.
instituirse ésta como parte de una política educativa la relación entre el
deseo (philein) y la sabiduría (sophia), por un lado y la relación maestrodiscípulo por otro, ya no remiten a dos opuestos unidos por el interés vital
de filosofar sino a dos pares conceptuales cuyos términos constitutivos son
autónomos, independientes unos de otros.11 En la historia de la enseñanza
de la filosofía es la misma unidad del deseo la que se ha roto y sólo él puede
recuperarla.
El genitivo “de” en la expresión “enseñanza de la filosofía” no significa
que alguien pueda transmitir contenidos filosóficos a otro; cuando esto
sucede, la enseñanza deviene embrutecimiento, o sea, sometimiento de
una inteligencia a otra. Por el contrario, que la enseñanza sea de la filosofía
quiere decir que le pertenece y sabemos que esta pertenencia, pensada
de un modo más originario, es donación de la propia esencia: el deseo
constitutivo del filosofar regala a la enseñanza lo que le es más propio, se
da a sí mismo en ella. Por eso la enseñanza de la filosofía es la manifestación
del deseo en busca de un sentido y aprender a filosofar es el acto por el
cual, en virtud de ese mismo deseo, alguien toma la palabra para descubrir
el sentido buscado.
Aprender a filosofar a partir de la manifestación del deseo tiene mucho
en común con la enseñanza emancipadora pero, a diferencia de esta, no
justifica que una voluntad esté sometida a otra con tal de que la inteligencia
no obedezca más que a sí misma.12 De modo que, aprender a filosofar
no sólo presupone la igualdad de las inteligencias sino también la libertad
anárquica del pensamiento y del deseo. Que la libertad sea anárquica
(an-arkhé) quiere decir que no reconoce un principio determinante más
originario que ella misma. Al igual que a la poesía, a la palabra filosófica y al
deseo o al querer que le es inherente, no le es propio ningún sometimiento;
11
Hay una sabiduría, ya sea entendida como doctrina o como habilidad
que debe ser aprendida y un docente que debe enseñarla; pero tanto la
sabiduría como la enseñanza son independientes del deseo constitutivo
del filosofar.
12
Cf. Jacques Rancière, El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la
emancipación intelectual, 29.
Franco Torres, ¿Qué origina el desacuerdo en la enseñanza de la filosofía a nivel medio?, 37-46.
45
ni en una dirección ni en otra. En tal sentido, la libertad que presupone
aprender a filosofar es tan anárquica como impolítica.13
Sin embargo, desde su mismo origen impolítico, la palabra filosófica
abre en la enseñanza un ámbito político. Mientras el docente pregunta
qué nos humaniza y los estudiantes responden “vivir en sociedad” o “el
lenguaje aprendido con otros” o “las prácticas sociales como el estudio y
el trabajo…” permanecemos en una asignación social de los roles según
la cual el docente enseña y los alumnos aprenden: el docente dicta una
consigna y en esos mismos términos los estudiantes responden. Por el
contrario, el desacuerdo respecto de los términos mismos en que se plantea
una consigna abre un ámbito político en la clase porque “la política existe
cuando el orden natural de dominación es interrumpido por una parte de
ió un
El desacuerdo estableccuanto los que no tienen parte”.14
ad en
ámbito de iguald
Efectivamente, hasta el momento en que se planteó el desacuerdo sobre
ófico y
fil
al carácter os
lo
humano,
los estudiantes no habían tenido parte en un doble aspecto: el
.
a
de la palabr
docente del uso
filosófico, porque no habían determinado el sentido de los términos del
problema; y tampoco habían tenido parte en la tarea de enseñar, porque es
en la intervención donde se hizo patente el deseo que provocó la palabra
filosófica y la necesidad de responder nuevamente qué es lo humano. El
desacuerdo liberó al docente y a los estudiantes de un rol que los mantenía
en la desigualdad y, al poner de manifiesto a través de la palabra la igualdad
de lo humano, los hizo a unos y a otros tomar parte como educadores en
la enseñanza de la filosofía y a todos como educandos en el aprendizaje
del filosofar.
El desacuerdo estableció un ámbito de igualdad en cuanto al carácter
filosófico y docente del uso de la palabra. Por eso, la intervención de la
estudiante para argumentar sobre la igualdad de lo humano fue, al mismo
tiempo, una metáfora de esa igualdad a favor de la cual se argumentó.15
Así, la palabra filosófica originada a partir del desacuerdo de una estudiante
posibilitó al deseo recuperar la unidad que la filosofía muchas veces perdió
a lo largo de una historia de enseñanzas embrutecedoras. Desde la libertad
del pensar, el desacuerdo origina algo más que la emancipación intelectual:
inicia la buena noticia de que la fuerza callada del deseo no es menos
poderosa que el silencio del desinterés.
07-08-14 / 20-08-14
46
13
Empleamos aquí el término “impolítico” en el sentido en que lo desarrollo
Espósito.
14
Jacques Rancière, El desacuerdo. Política y filosofía, 25. En una “situación
extrema de desacuerdo”, el docente no ve el objeto común que le presenta
el estudiante “porque no entiende que los sonidos emitidos por éste
componen palabras y ordenamientos de palabras similares a los suyos”.
Idem, 10. El término “similares” aquí quiere decir “igualmente válidos” o
“igualmente susceptibles de verdad”. El reconocimiento de esta igualdad es
imposible cuando el docente cree que su razonamiento es el correcto y que
a lo máximo que puede llegar el alumno es a entenderlo y reproducirlo.
15
Idem, 77.
Anatéllei nº 34, diciembre 2015.