Download ¿puede el conocimiento basarse en la autoridad de otro?

Document related concepts

Crítica wikipedia , lookup

Pensamiento crítico wikipedia , lookup

Certeza y opinión wikipedia , lookup

Criticismo wikipedia , lookup

Metafísica wikipedia , lookup

Transcript
Revista digit@l
Eduinnova
ISSN 1989-1520
Nº 24 – SEPTIEMBRE 2010
SECCIÓN: EDUCACIÓN SECUNDARIA
¿PUEDE EL CONOCIMIENTO BASARSE
EN LA AUTORIDAD DE OTRO?
AUTORA: Amparo Páramo Carmona DNI: 24291695 S
ESPECIALIDAD: FILOSOFÍA
El filósofo francés Émile Chartier, conocido como Alain, afirma en uno de sus
aforismos que pensar es decir que no, indicando de esta manera que el hombre no
puede encontrar satisfacción tomando como suyas ideas que basan su fuerza en el
simple hecho de estar lo suficientemente extendidas y ser comúnmente aceptadas.
Esto se debe a que la evidencia de las opiniones no constituye una verdad y por eso
sólo quien piensa por sí mismo puede esperar lograr alguna certeza. Sin embargo, si
rechazamos aceptar lo que ha sido establecido por otros, es evidente que nos
arriesgamos a limitar nuestro conocimiento a muy pocas cosas. Si es cierto que no
podemos dar nuestra confianza ciegamente, no es menos cierto que necesitamos
apoyarnos en conocimientos aportados por otras personas. Estamos pues hablando de
saber en qué condiciones podemos tener confianza en la autoridad de otro sin caer en
el prejuicio.
Sin embargo, es inevitable que nos preguntemos cuál es el grado de confianza que
debemos tener en la experiencia que han adquirido los otros, pero también si la crítica
a la autoridad externa a nosotros debe hacerse extensiva a todo tipo de conocimiento
o si, en el caso de conocimientos que no podamos llegar a conseguir por nuestros
propios medios y que estamos obligados a dar por buenos, debemos conservar una
actitud crítica, actitud que, por otra parte, es la propia de la Filosofía.
Debemos, llegados a este punto, preguntarnos si todos los conocimientos que hemos
podido alcanzar a lo largo de nuestra vida han sido revisados por nosotros mismos. Y
no tenemos más opción que dar una respuesta negativa a esa pregunta, puesto que,
de hecho, eso es imposible, ya que nuestra experiencia necesariamente es limitada: ni
poseemos toda la sabiduría (si es que acaso eso alguna vez ocurrió), ni es posible que
sepamos cómo actuar en toda circunstancia. Nuestros pensamientos y también
nuestras acciones dependen de los descubrimientos y de los consejos de otros y toda
cultura está construida sobre la transmisión de saberes, tanto teóricos como prácticos,
por lo que no es posible ser un hombre completo sin conocer las ciencias, las técnicas
y las costumbres del mundo en el que se vive, por no hablar, claro, del interés que
debemos abrigar por el estudio de nuestro pasado, de nuestros orígenes.
Todo lo anterior es cierto, pero también lo es que de entre todo aquello que somos
capaces de llegar a conocer, debemos poder reconocer qué es lo que hay que
74
Revista digit@l
Eduinnova
ISSN 1989-1520
Nº 24 – SEPTIEMBRE 2010
rechazar o, lo que es lo mismo, cuáles son los prejuicios, qué es lo que no tiene
fundamento.
Es fácil constatar que, en términos generales, tenemos confianza en aquellas personas
que, a nuestro juicio, poseen en grado de excelencia competencia en algún asunto
particular. Así por ejemplo, seguimos las prescripciones del médico en materia de
salud, o las del mecánico que repara nuestro coche, aún cuando a veces
cuestionamos sus competencias por entrar en contradicción con nuestra creencia, lo
que nos fuerza a consultar a otros a quienes consideramos más competentes. Pero es
verdad que el oficio, la experiencia o el talento son algunas de las características de
las que creemos que son fundamentales a la hora de otorgar nuestra confianza a
alguien. Por eso, esperamos reconocer la competencia de ese sujeto, aunque el
problema sea cómo reconocer esa competencia.
Para llevar a cabo esta tarea de reconocimiento de competencias, las preguntas
propias de la Filosofía incluyen algunas de las cuestiones más interesantes que el ser
humano se puede plantear. Pero no son sólo interesantes, sino que, al propio tiempo,
desafían las creencias más profundas del ser humano, poniéndolas permanentemente
en tela de juicio. Tratan, pues, de desprejuiciar, de alcanzar alguna verdad, aunque
ésta no sea relevante. Pero hay otras verdades que sí lo son.
Dentro de las creencias no contrastadas más habituales encontramos algunas tan
importantes en el conjunto de nuestra vida como la creencia en la existencia de Dios, o
de un alma inmortal, o la idea de que somos sólo seres materiales o, en otro orden de
cosas, la consideración acerca de si la existencia del bien y el mal morales es una
creencia subjetiva. Qué duda cabe de que el sentido de la adhesión a estas creencias
determinará no sólo nuestra línea de actuación vital, sino todo el comportamiento de la
sociedad. Por lo tanto, pensar en estos temas se vuelve imprescindible si queremos
estar preparados para decidir qué es o no verdad, aunque es bien cierto que infinidad
de personas prefieren no pensar en esos temas, no hacerse demasiadas preguntas,
con lo que se evita el riesgo de perder la propia seguridad, aunque se pierde en ese
intento la posibilidad de hacer avanzar el conocimiento. Y el progreso en todos los
aspectos de la vida sólo se produce cuando el hombre, despojado de todo prejuicio
pernicioso, hace suyo el lema kantiano para la Ilustración: sapere aude, ten el valor de
servirte del propio entendimiento.
En su obra Metafísica, Aristóteles opone el saber de la experiencia al saber creador, y
afirma que mientras que la experiencia nos permite saber lo que son las cosas, aunque
ignoremos el por qué, el saber creador nos permite conocer el por qué y la causa.
Queda pues claro para el Filósofo que no es la experiencia quien fundamenta la
autoridad sino que es la ciencia quien lo hace. Como él mismo afirma, la ciencia
convierte a su poseedor en alguien digno de la admiración de lo otros hombres y, por
lo tanto, de su confianza.
Volviendo al anterior ejemplo del médico, si depositamos en él nuestra confianza no es
porque está acostumbrado a la enfermedad, sino porque puede darnos razones sobre
por qué ha elegido una terapia y no otra, incluso cuando su explicación no pertenezca
75
Revista digit@l
Eduinnova
ISSN 1989-1520
Nº 24 – SEPTIEMBRE 2010
al dominio de lo técnico, pues es suficiente para nosotros que dé cuenta de los efectos
que tendrá sobre nuestra salud.
Pero no sólo Aristóteles se ha interesado por establecer un criterio que nos permita
conocer las causas (en su caso, la ciencia experimental).
Desde muy distintos puntos de vista, la historia del pensamiento está llena de filósofos
que han puesto su empeño en responder desprejuiciadamente a las preguntas
fundamentales que a lo largo de toda la historia el hombre se ha hecho. Sería
imposible, por prolijo, citar nombres de todos los pensadores que, como en el caso de
Descartes, Hume, Spinoza o Kant, han contribuido con su obra a hacer de la tradición
filosófica occidental el modelo de pensamiento crítico que trata de poner coto al
prejuicio.
En ningún momento podemos abandonar nuestra capacidad para juzgar el valor de
aquello que se nos presenta o se nos propone. Kant nos advierte a lo largo de su obra
sobre la necesidad de usar nuestra razón para evitar los prejuicios. De hecho,
debemos apoyarnos en la experiencia y el testimonio de otro para aumentar nuestro
conocimiento, pero eso no es en absoluto contradictorio con nuestra capacidad crítica.
Hay, pues, que interrogarse sobre el origen de todos los datos a los que accedemos.
Es el caso del historiador, quien critica sus fuentes y procede a numerosas revisiones,
incluso cuando tiene conciencia de que no es un mero controlador del testimonio de
otros, que acepta en tanto que aparece libre de incoherencias o contradicciones y
también en tanto que no pone en cuestión a otras fuentes más fiables (creíbles).
Además, ninguna ciencia moderna puede ser producto de un solo individuo y el
progreso del conocimiento supone la asociación de numerosos equipos de
investigadores.
Nuestro pensamiento se apoya pues en datos exteriores a nuestra experiencia
personal, pero depende de nosotros el uso que hagamos de esos datos.
Eso es bien cierto: lo que cada uno de nosotros piensa, lo que pensamos a partir de la
información que hemos recibido, es nuestra responsabilidad, en ningún caso la de
otros. La competencia de alguien, sea cual sea su campo de acción, nos conduce a
tener en cuenta su opinión en esa única competencia, a nada más. A eso es a lo que
Kant llama “uso crítico de la razón”, al reconocimiento de estar en presencia de una
verdad racional que no depende de ninguna competencia en particular. Eso es lo que
lleva al progreso.
El prejuicio aparece cuando renunciamos a utilizar nuestra razón. Una autoridad, en
cualquier campo, no tiene otro “valor” que el que le proporciona su competencia
particular, que es real y debe serle reconocida, pero también circunscrita a ese dominio
específico. En eso, que no es sino el uso común de la razón, el sentido común, cada
cual puede ser juez de lo que es verdadero y justo. El pensamiento se despliega a
partir de una conjunto de datos aportados por otros, pero ninguna autoridad puede
pensar por nosotros o, lo que es lo mismo, pensar sólo significa pensar por sí mismo.
Bien es cierto que en sentido amplio, cuando hablamos de pensar estamos haciendo
76
Revista digit@l
Eduinnova
ISSN 1989-1520
Nº 24 – SEPTIEMBRE 2010
referencia a todas las actividades de nuestra mente, de la imaginación a los sueños,
así como cualquier actividad de orden racional, es decir, sabemos que el pensamiento
no se ciñe con exclusividad al dominio del conocimiento y la ciencia, que es a lo que
nos referimos cuando hablamos de actividades racionales.
Sin embargo, si tenemos en cuenta el criterio de pensadores que abordan el tema
desde la ciencia, estaremos de acuerdo con Gaston Bachelard cuando en "La
formación del espíritu científico" afirma que la opinión no "piensa", y sólo una cadena
de razonamientos, un discurso articulado, merece el nombre de "pensamiento". Sólo
piensan los individuos particulares y las opiniones no son nunca, en contra de lo que
pueda parecer, la expresión de las ideas, pues éstas requieren de reflexión y crítica.
Opinar supone, pues, copiar sin crítica alguna las ideas de otros, es decir, opinar no es
pensar.
Claro está que para ser capaces de tener pensamiento autónomo es preciso inspirarse
en modelos anteriores, que nos proporcionen una determinada cosmovisión, que
adaptaremos posteriormente luego de una revisión crítica. Para decirlo con las
palabras de Kant, no aprendemos filosofía, pero podemos aprender a filosofar.
Se trata por lo tanto de preferir una aproximación torpe a un problema a otra más
"sabia" pero impersonal. El pensamiento propiamente dicho es siempre personal y eso
es lo que nos dice Kant en la "Crítica del juicio", cuando enuncia lo que él llama "las
tres máximas del sentido común": la primera, pensar por sí mismo; la segunda, pensar
poniéndose en el lugar del otro y, por último, pensar siempre en acuerdo consigo
mismo. Estas tres máximas representan la exigencia de investigar sobre la verdad.
Pero analicémoslas.
Si seguimos la primera de las máximas kantianas, estaremos obligados a pensar sin
prejuicios al tiempo que rechazamos la posibilidad de recibir pasivamente las ideas de
otros. Si seguimos la segunda, la de ponernos en el lugar del otros, nuestro
pensamiento será omniabarcante, pues se trata de una exigencia de reflexión que
pretende ser universal. Y si seguimos la tercera, estaremos cumpliendo una de las
exigencias del pensamiento lógico, la coherencia, al tiempo que se evita caer en
contradicciones.
Adoptar las tres máximas kantianas nos lleva hasta Hannah Arendt y a su afirmación
de que no hay pensamientos peligrosos, sino que el pensamiento en sí mismo es la
actividad peligrosa. Pero, apostilla inmediatamente, no pensar es más peligroso aún.
Para Arendt, las ideologías, las ideas hechas, los dogmas, no son "pensamiento
peligroso" puesto que para merecer el título de "pensamiento" es preciso remitirse a la
clasificación que establece Kant.
Sin embargo, no parece que esta exigencia de pensamiento riguroso sea moneda de
uso común. Si analizamos la obra de algunos pensadores, encontramos prejuicios que
son muy comunes en el seno de la sociedad a la que pertenecen, tales como el
racismo o la xenofobia. Pero claro, esto es inevitable, pues los filósofos son también
hombres que tienen prejuicios y, a veces, no tienen en cuenta un principio básico, que
consiste en la aceptación de la idea de que pensar empieza siempre por disolver las
77
Revista digit@l
Eduinnova
ISSN 1989-1520
Nº 24 – SEPTIEMBRE 2010
antiguas certezas. Todo pensamiento crítico debe atravesar una fase de negación, al
menos hipotética, tanto de los valores como de las opiniones comunes, sin olvidar que
el pensamiento en palabras de Arendt "no da jamás directrices para la acción". La
filosofía no está hecha para ayudarnos a tomar el camino correcto, sino para
enseñarnos que cada vez que uno se choca contra una dificultad en la vida hace falta
volver a partir de cero para tomar una decisión. Por eso es un error imaginarse que se
puede aplicar de forma mecánica una filosofía, la propia o la de otro, en las cuestiones
de la vida práctica.
Si nos remontamos a la tradición democrática griega que afirmó que todos tenemos
derecho a expresar nuestras opiniones, encontramos el ejemplo de Sócrates, muerto
por defender este derecho y convencido de que ponerse en contra de ciertas
instituciones del estado y criticar a la religión oficial no significa sustraerse al
cumplimiento de las leyes, pues en democracia se tiene derecho a la crítica, aunque
obedeciendo las leyes. Esta misma posición la volvemos a encontrar en los filósofos
de la Ilustración, y en sus ilustres predecesores Baruch de Spinoza, Pierre Bayle y
John Locke, para quienes pensar es uno de los derechos más preciados del hombre,
inherente a su propia naturaleza. Por ello, nadie puede sugerir a otro que se abstenga
de pensar. Naturalmente, mucho menos imponérselo.
Herederas de las Luces, las democracias contemporáneas conceden a todos los
ciudadanos no sólo el derecho a pensar lo que quieran, sino también el de expresarlo
libremente. La negación de este derecho fundamental es impensable en un estado de
derecho y cuando en algún estado las autoridades políticas imponen una línea
ideológica pretendidamente fundada sobre el conocimiento de la Justicia, la Verdad o
cualquiera de esas grandes ideas, asegurando saber qué es lo justo y lo bueno para
todos, se acaba la tolerancia con las expresiones incompatibles con las orientaciones
impuestas por el poder.
Por el contrario, en los sistemas democráticos se admite que todos tenemos derecho
a pensar lo que queramos, por una razón bien simple: el poder no pretende ser el
depositario de la Verdad, por lo que se abstiene de dictar normas tanto morales como
intelectuales. Esta forma de actuar deja en evidencia el vicio fundamental de todos los
regímenes que se creen capaces de pronunciarse sobre cuestiones relevantes del
pensamiento (ciencia, filosofía, teología...), puesto que los gobiernos sólo deben
ocuparse de preservar las instituciones así como de procurar que los ciudadanos
coexistan de forma pacífica.
Ese derecho que se nos concede a cada uno de pensar libremente, de practicar la
religión elegida, de expresar las ideas por extravagantes que éstas puedan ser, parece
algo inalienable en la actualidad, como testimonian algunos documentos así como
textos jurídicos que son autoridad en la materia, caso de la Declaración Universal de
los Derechos del Hombre de Naciones Unidas de 1948 (que recoge muchos de los
aspectos que aparecen en la francesa Declaración de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano de 1789), que en su artículo 18 afirma: "Toda persona tiene derecho a la
libertad de pensamiento, de conciencia y de religión. Ese derecho implica la libertad de
cambiar de religión o de convicción así como la libertad de manifestar su religión o su
convicción, solo o en común, tanto en público como en privado, por la enseñanza, las
78
Revista digit@l
Eduinnova
ISSN 1989-1520
Nº 24 – SEPTIEMBRE 2010
prácticas, el culto y el cumplimiento de ritos". O bien, como se sostiene en el artículo
19: "Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión, lo que implica
el derecho a no ser molestado por sus opiniones y el de investigar, recibir y difundir,
sin consideración de fronteras, las informaciones y las ideas, por cualquier medio".
Esos textos de referencia conceden a todos no sólo el derecho a pensar libremente,
sino el de tener opiniones y poder expresarlas. ¿Significa esto que se puede decir todo
y que ningún pensamiento ni ninguna opinión debe ser rechazada a priori? Por
supuesto que no: hay opiniones o pensamientos que no son tolerables y, por ello, no
deben ser toleradas.
La distinción entre "pensamiento" y "opinión", que a veces no está meridianamente
clara en el plano de lo jurídico sí que lo está en toda nuestra tradición filosófica. Desde
Platón, la filosofía considera, como regla general, que las opiniones no son, en sentido
estricto, pensamientos. Las opiniones son afirmaciones, ideas o sentimientos que no
se fundan sobre una reflexión personal y que desconocen su propio origen y sus
verdaderas motivaciones. Esa es la razón por la que Platón considera (en el Menón,
escrito el siglo IV antes de Cristo) que una opinión, incluso justa, es fundamentalmente
incierta e impersonal y por eso no puede sustituir al razonamiento pues no proviene de
una verdadera reflexión . Desde este punto de vista, tener una opinión no es
exactamente pensar. Por no hablar, además, de que el hecho de tener una opinión y el
hecho de expresarla son dos cosas diferentes.
El pensamiento, la filosofía, si se abre a la posibilidad de desarrollar y divulgar tesis y
doctrinas cuyas consecuencias pueden ser nocivas no es, sin embargo, una actividad
peligrosa, sino que son algunas certezas o algunos sistemas dogmáticos los que son
extremadamente peligrosos. El pensamiento es lo único que puede preservarnos de la
carcundia intelectual y del prejuicio, del hecho de creer que existen reglas
preestablecidas que pueden dispensarnos de pensar cada cuestión, de elegir cada
situación, teniendo el valor de reconocer que jamás estaremos en posesión de la
verdad absoluta.
Apelemos, para concluir, a las palabras de uno de esos filósofos luchadores contra los
prejuicios, Bertrand Russell, quien, en su obra "Los problemas de la filosofía", se
pregunta: "¿Qué valor tiene la filosofía y por qué debería estudiarse?". Para, acto
seguido, darnos una lúcida respuesta: "Es muy necesario considerar esta pregunta, en
vista de que muchos hombres, bajo la influencia de la ciencia o de los asuntos
prácticos, se inclinan por dudar si la filosofía es mejor que las inocentes aunque
frívolas, inútiles y nimias distinciones y controversias sobre que el conocimiento es
imposible. Si el estudio de la filosofía tiene algún valor, debe ser sólo indirectamente, a
través del efecto en la vida de los que la estudian. Por lo tanto, es en ese efecto donde
debe buscarse primero el valor de la filosofía".
79
Revista digit@l
Eduinnova
ISSN 1989-1520
Nº 24 – SEPTIEMBRE 2010
BIBLIOGRAFÍA
- ARENDT, Hannah. Le système totalitaire. Éd. du Seuil. París, 1972.
- ARISTÓTELES. Metafísica.Gredos. Madrid, 1983
- BACHELARD, Gaston. La formación del espíritu científico. Cátedra. Madrid, 1981.
- DESCARTES, René. Discurso del método. Espasa-Calpe. Madrid, 1986.
- KANT, Immanuel. Crítica del juicio. Espasa-Calpe. Madrid, 1977.
- KANT, Immanuel. Qué es la Ilustración. Espasa-Calpe. Madrid, 1983.
- PLATÓN. Menón. Gredos. Madrid, 1983.
- RUSSELL, Bertrand. Los problemas de la Filosofía. Edhasa. Barcelona, 1985.
80