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Emilio Martínez Navarro: La ética en el espacio público
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La ética en el espacio público
Emilio Martínez Navarro
Profesor Titular de Ética y Filosofía Política
Universidad de Murcia ([email protected])
1. La moral como un ingrediente necesario de la vida humana
Cada grupo humano es distinto de los demás en muchas cosas, pero también hay
semejanzas que permiten identificar a cada uno como un grupo de humanos, y no como
una manada de miembros de otra especie. Por ejemplo, los seres humanos se hablan, se
visten, utilizan herramientas, ríen y lloran, celebran rituales y fiestas, manifiestan
creencias compartidas en el seno del grupo y cada generación transmite sus
conocimientos a la que le sigue. Cualquier grupo humano tiene, desde que nuestra
especie apareció en este mundo, una determinada moral, es decir, un sistema de
orientaciones para el comportamiento que incluye definiciones de roles sociales, reparto
de deberes y de poderes, expectativas mutuas de trato e interacción, y valoraciones sobre
determinadas conductas de uno mismo y de los demás miembros del grupo. En cada
sociedad concreta, sus miembros son educados desde la más tierna infancia en el
aprendizaje del idioma propio del grupo, de manera que, a través de palabras y gestos,
las nuevas generaciones adquieren la visión del mundo y de la vida humana que sus
mayores les trasmiten.
A lo largo de los siglos anteriores, el planeta les parecía a todos los pueblos un
lugar inmenso, pero se nos fue quedando pequeño y los pueblos diversos que hoy
comparten el planeta son, todos y cada uno, el resultado de un largo proceso de
interacción y mestizaje que a veces fue violento y a veces pacífico y cooperativo. En el
seno de cada grupo humano, la moral ha incluido siempre unos contenidos acerca del
modo de tratar “a los extraños”, a los miembros de otros pueblos, tanto si eran
considerados “amigos” y “aliados” como si se les consideraba “enemigos” y “rivales”. En
este último caso, la moral tribal suele alentar la desconfianza y el odio frente a cualquier
miembro del grupo considerado como hostil. Y la idea de que tal o cual grupo humano
diferente “es enemigo”, o incluso “no es realmente humano” se elabora a lo largo de un
proceso en el que interviene una multitud de factores, muchos de los cuales son a
menudo creencias exageradas y erróneas. Una parte de la moral de cada pueblo ha sido
siempre construida sobre el supuesto de que otros pueblos son hostiles, o “inferiores” o
despreciables en virtud de algunos rasgos diferenciales.
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mentalidad de cada momento histórico, sirve para orientar el comportamiento de cada
miembro del grupo con el fin de que sea posible el bien común del grupo en su conjunto.
2. El etnocentrismo moral
Las normas morales aparecen en la formación de cada ser humano como indicaciones
“objetivas”, destinadas a ser interiorizadas por cada sujeto como “la manera natural y
correcta de comportarse”. En sociedades como la nuestra, ese aspecto de objetividad se
refuerza en el seno del grupo con expresiones como “eso no se hace”, “eso no se dice”,
“eso no se toca”, que se les inculca a los niños y niñas hasta que interiorizan lo que la
sociedad considera “correcto” e “incorrecto” desde el punto de vista de la moralidad
establecida.
Este aspecto de la moral es una consecuencia lógica de la función de
supervivencia grupal que les dio origen: puesto que está en juego la supervivencia del
grupo, las normas morales han de ser tomadas muy en serio desde la infancia, hasta el
punto de llegar a interiorizarlas de tal modo que se considere “absurdo”, “antinatural”,
“inhumano”, etc., cualquier otro modo posible de comportamiento. De ahí que se vean
como extrañas, antinaturales e inhumanas las normas que rigen en el extranjero. Este
fenómeno es el etnocentrismo: suponer que el patrimonio cultural propio es mejor,
superior y criterio supremo para juzgar sobre otras costumbres. Tenemos tan arraigado el
apego a los usos y costumbres del grupo cultural al que pertenecemos, que nos resulta
difícil aceptar que otros usos y costumbres pueden ser tan humanos y naturales como los
nuestros.
Algunos filósofos de nuestro tiempo, como Richard Rorty, han afirmado que es
imposible adoptar un punto de vista imparcial en cuestiones morales porque el
etnocentrismo es irrebasable. Esto significa que, según la filosofía rortyana, todos
estamos inevitablemente atados a la visión del mundo y de la vida que hayamos
aprendido en el grupo cultural al que pertenezca cada cual, y por esa razón no sería
posible la argumentación moral entre personas de diferentes culturas. Porque sólo “los
nuestros” serían capaces de entender nuestros argumentos. Y viceversa: nosotros no
seríamos capaces de entender los argumentos que nos presentaran “los otros”, los
miembros de una cultura completamente diferente a la nuestra.
No vale sugerir que la propia cultura no es particular (de un grupo humano
concreto) sino “universal” (compartida por toda la humanidad), puesto que afirmar tal cosa
es síntoma de ese etnocentrismo que aqueja inevitablemente a todas las culturas. Incluso
en el caso de que una cultura particular se haya extendido por casi todo el planeta (como
es el caso de la cultura occidental), eso no significa que haya dejado de ser “una más”;
significa únicamente que se trata de una cultura particular que ha llegado a imponerse
hegemónicamente.
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3. Hacia una moral intercultural
Sin embargo, cabe objetar frente a esa tesis que el etnocentrismo es un fenómeno real,
pero no necesariamente es irrebasable, al menos a medio y largo plazo. De hecho,
muchas personas que pertenecen por nacimiento y socialización a una determinada
cultura, se abren a otras culturas diferentes aprendiendo un nuevo idioma, unas nuevas
costumbres y una moral parcialmente diferente. Digo “parcialmente diferente” porque es
evidente que todas las morales históricamente existentes tienen rasgos comunes, debido
a la necesidad de respetar ciertas normas básicas en beneficio de la cohesión grupal
como mecanismo de supervivencia. Ningún grupo cultural humano se puede permitir el
lujo de tener una moral tan diferente a las demás que admitiera, por ejemplo, el asesinato
o la mentira como prácticas habituales en el interior del propio grupo, porque en ese caso
tal grupo cultural estaría condenado a desaparecer en poco tiempo. Por tanto, el
etnocentrismo no es tan irrebasable como para impedir toda posibilidad de entendimiento
mutuo entre los pueblos, puesto que las culturas son siempre parcialmente diferentes,
pero al mismo tiempo son parcialmente semejantes.
No es que sea fácil, pero es posible un acercamiento entre las personas de culturas
diferentes que permita alcanzar un punto de vista imparcial en muchos aspectos, sobre
todo en aquellos en los que se observa la necesidad de poner solución a los problemas
mundiales, en especial las hambrunas, las guerras y el deterioro ecológico.
Hay indicios suficientes de que una moral mundial intercultural ha empezado a
generarse desde hace décadas, y aunque todavía no hemos alcanzado la realización
completa de la idea de una moral mundial no tribal, ya tenemos un primer esbozo de esa
idea: se trata de un conjunto de principios generales que se perciben como aceptables
desde diferentes morales locales, y que no implican la desaparición de estas últimas. A lo
sumo exigen algunas reformas internas. Porque la moral universal se percibe como un
módulo, como una parte, de cada moral local. Pero un módulo idéntico en cada una de las
morales locales. Entramos en una época en la que algunas enseñanzas morales locales
son al mismo tiempo “universalistas” en el sentido de ir más allá de los intereses
inmediatos de la propia comunidad. Pero insisto en que la inclusión de tales principios
universalistas en cada cultura local no implica forzosamente la desaparición de la propia
cultura local.
4. Tenemos diferentes cosmovisiones
En los apartados anteriores hemos comentado que existen diversas tradiciones morales
que van ligadas a las culturas particulares de los pueblos, y que cada una de esas
morales históricas desempeña una importante función de supervivencia y de cohesión
interna. Ahora hemos de reflexionar sobre otro aspecto de la vida humana que no es la
vida moral, pero que tiene muchas conexiones con ella. Me refiero a la cosmovisión que
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Cuando los investigadores nos informan de que tal o cual grupo prehistórico
practicaba rituales de enterramiento de sus muertos, inmediatamente suponen que esos
rituales formaban parte de una cierta cosmovisión. Muy probablemente se veían a sí
mismos como parte de un proceso en el que los muertos no mueren del todo, sino que
viajan a otro sector de la realidad en el que permanecen velando por los vivos. De ese
modo, la cosmovisión de un gran número de pueblos sostiene la creencia en un “más
allá”, un espacio meta-físico, distinto del “más acá” o espacio físico cotidiano. Cada
cosmovisión, en resumen, representa una visión de la realidad completa, en la que puede
haber, y generalmente hay, una distinción entre el ámbito empírico cotidiano y el ámbito
metafísico y misterioso de lo invisible, al que se accede únicamente en condiciones
especiales (por ejemplo, a través de los sueños, o de actos rituales, o a través de un viaje
del espíritu del sujeto tras la muerte del cuerpo, etc.).
5. Una mezcla de elementos empíricos y metafísicos
Las cosmovisiones son muy variadas en el espacio y en el tiempo. Los
antropólogos nos informan de una multitud de creencias metafísicas que mantienen
distintos grupos humanos. Tales creencias permiten entender en gran medida el
comportamiento del grupo. Por ejemplo, los pueblos que tienen la creencia en la
reencarnación del espíritu en los cuerpos de otros animales, generalmente establecen
normas de comportamiento muy cuidadosas en cuanto al trato que debe darse a esos
animales, puesto que estos últimos no son considerados únicamente como lo que
parecen a primera vista, sino que al mismo tiempo se les considera portadores del espíritu
de algún antepasado. O bien, por poner otro ejemplo, un pueblo que cree que los destinos
de cada individuo están escritos de antemano por unos dioses misteriosos, y que nada
podemos hacer por cambiar el sino de cada cual, probablemente practicará rituales para
tratar de averiguar cuál es ese destino y cómo adaptarse a él de la manera menos
dolorosa posible.
En las cosmovisiones se entremezcla siempre lo real-empírico y lo real-metafísico
en una sola visión de la realidad. Cuando un individuo del grupo que cree en la
reencarnación percibe un pájaro, por ejemplo, no está percibiendo únicamente el ave que
vemos los demás, sino que al mismo tiempo él percibe en el pájaro a otro ser humano que
ha tomado temporalmente esa apariencia. Y cuando un individuo del grupo que cree que
los destinos humanos están programados por los dioses percibe que un vecino ha tenido
un accidente en medio de una borrachera, tal individuo no percibe únicamente lo que
vemos otros, esto es, el accidente y la persona que ha bebido de más, sino que él ve
también a su vecino como una marioneta en manos de seres metafísicos que son los que
supuestamente han provocado toda esa situación, sin que la voluntad del vecino haya
tenido responsabilidad alguna.
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a) “No se ha podido demostrar que Dios existe, luego Dios no existe”,
como el que afirma
b) “No se ha podido demostrar que Dios no existe, luego Dios existe”.
No parece posible llegar a tener una certeza absoluta sobre la existencia ni sobre la
inexistencia de seres metafísicos, y menos aún sobre las intenciones y proyectos de esos
seres con respecto a nosotros, los seres humanos. Sobre esas cuestiones sólo cabe la fe:
una fe religiosa y una fe materialista. Esta última es la que tienen quienes rechazan toda
religión y sostienen que todo cuanto existe es un ciego producto de la dinámica material
sometida a su propio azar. Existe una posición intermedia en este asunto, que es la que
representan los agnósticos: la posición que mantiene la duda ante esas dos posibilidades
sin decantarse por ninguna de las dos.
Una cosmovisión religiosa, como puede observarse, admite una gran cantidad de
variantes. Al menos tantas como religiones existen o pueden existir. El ateísmo, por su
parte, puede adoptar también formas diversas, dependiendo de las razones que se
consideren relevantes para mantener que no existen seres metafísicos y de las
respuestas que se articulen para las grandes preguntas acerca del sentido de la vida, de
la muerte, de la historia, etc. Otro tanto puede afirmarse sobre las variedades del
agnosticismo, puesto que también existe una multiplicidad de argumentos para mantener
la duda y entretanto dar respuesta a cuestiones urgentes sobre el sentido de todo.
Las cosmovisiones dividen a la humanidad de un modo radical. Porque el único modo de
superar tal división consistiría en que desaparecieran todas las cosmovisiones salvo una,
que sería la que en adelante compartirían todos los humanos como “verdadera”. ¿Es
deseable tal cosa? ¿Es posible que algún día llegue a ocurrir? ¿Deberíamos intentar que
esa situación tuviera lugar cuanto antes?1
No sería deseable la desaparición de las cosmovisiones religiosas a favor de una
sola cosmovisión despojada totalmente de elementos metafísicos, puesto que las
religiones contienen elementos de esperanza y de sentido de la vida que parecen
necesarias para un gran número de personas. Pero, ¿sería deseable el triunfo absoluto
de una sola religión y la consecuente desaparición de todas las demás? En principio, este
es el sueño dorado de cada una de las religiones, pero en este punto hay que distinguir
nítidamente entre aquellos grupos confesionales que están dispuestos a imponer su credo
a todos los pueblos por medio de la fuerza bruta y de las artimañas manipuladoras
—grupos fanáticos totalitarios que existen en la mayoría de las religiones— y aquellos
otros grupos confesionales razonables que sólo pretender extender su mensaje al mayor
número posible de adeptos, pero siempre a través de la conversión libre y sincera de los
mismos, renunciando a la violencia y a todo tipo de manipulación.
Los grupos de creyentes fanáticos del primer tipo son un peligro para todos. El
triunfo de una sola religión en todo el mundo a través de alguno de estos grupos es una
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En principio, no parece posible una situación histórica futura en la que resulte
“vencedora en buena lid” una sola cosmovisión frente a todas las demás. Parece
imposible por varias razones. La primera tiene que ver con la propia composición de las
cosmovisiones: hay una parte empírica entremezclada con una parte metafísica. Hay
elementos perceptibles por todo ser humano que son diversamente interpretados de
modo peculiar en virtud de las creencias del grupo o del individuo que las mantiene. El
mismo pan que ve un no creyente en la misa es visto como el cuerpo de Cristo por parte
del creyente. Ambos perciben físicamente un trozo de pan, pero el primero lo interpreta de
una manera y el segundo de otra. La distinta cosmovisión va ligada a una diferente
interpretación de la experiencia cotidiana. Y como las creencias metafísicas no pueden
ser anuladas por esa experiencia, el resultado es que siempre puede haber nuevas
interpretaciones metafísicas de las mismas experiencias cotidianas.
De modo que, incluso dentro de la misma religión, siempre habrá grupos disidentes
que no comparten las interpretaciones oficiales respecto a ciertas creencias y a ciertas
prácticas. Son los llamados “herejes”, “heterodoxos”, etc. Por razones similares, no es
previsible que lleguen a desaparecer las diferencias entre las distintas religiones
históricas, aunque puede haber aproximaciones y coincidencias en muchos puntos.
La segunda razón tiene que ver con las limitaciones intrínsecas que afectan a los
procesos de comunicación entre los seres humanos. Estas limitaciones, que son bastante
obvias, impiden alcanzar acuerdos generalizados en cuestiones controvertidas. Un
importante filósofo reciente, John Rawls (1921-2002) describió estas limitaciones como
“las cargas del juicio”, y aunque él se refería preferentemente a las dificultades que
explican los desacuerdos existentes en cuestiones políticas, creo que sus argumentos son
igualmente válidos para el caso que nos ocupa.
Pero además de las dificultades para llegar a acuerdos, hay también elementos de
esperanza en los gestos de “conocer al otro” que se muestran en la existencia de cursos,
seminarios, publicaciones y encuentros en los que participan con igualdad de
oportunidades para expresarse los representantes de diversas confesiones religiosas y de
diversas concepciones filosóficas. Estos eventos hacen madurar el juicio de la opinión
pública mediante el ejercicio de la deliberación pública como el método más adecuado
para avanzar en los asuntos humanos. Pero ¿en qué consiste tal deliberación pública?
El término “deliberar”, según el Diccionario, significa “considerar atenta y
detenidamente el pro y el contra de los motivos de una decisión, antes de adoptarla, y la
razón o sinrazón de los votos antes de emitirlos”. Es un verbo que está emparentado con
el término latino libra, que alude a la balanza de dos platillos con la que se pesaban
antiguamente los objetos. De modo que “deliberación pública” viene a ser el proceso de
pensar juntos en voz alta sobre los pros y los contras de las soluciones propuestas a los
problemas reales con que nos encontramos en las sociedades modernas. También sobre
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7. El valor del pluralismo
En los apartados anteriores hemos reflexionado sobre la diversidad de morales locales y
de cosmovisiones. Hemos argumentado que toda esa diversidad se corresponde con la
complejidad y la riqueza de la vida, y por ello pensamos que, en principio, esa diversidad
es positiva; no tiene por qué ser considerada como algo perjudicial para la humanidad,
sino como una manifestación de dos aspectos de la condición humana:
• Por una parte, la propia condición humana admite diversas modulaciones, distintos
modos válidos de ser persona; por ejemplo, ser varón o ser mujer son dos modos
de ser persona completamente equiparables como igualmente válidos, a pesar de
que las diferencias biológicas entre ambos sexos condicionan hasta cierto punto la
identidad y la biografía de cada cual. Algo parecido ocurre con la diversidad
cultural: cada cultura representa un modo de ser y de vivir que históricamente ha
servido a algunos seres humanos para sobrevivir y prosperar como grupo. Y
aunque no toda cultura es igualmente valiosa ni todos los elementos propios de
cada cultura valen igual, lo cierto es que la diversidad de culturas es un rico
patrimonio que no deberíamos destruir.
• Por otra parte, somos seres limitados que vamos buscando a tientas la verdad
sobre nosotros mismos y sobre el mundo que nos rodea, y en esa búsqueda
interminable es lógico que exista una multiplicidad de teorías y de opiniones
enfrentadas. Pero no todas esas teorías y opiniones muestran el mismo vigor
racional, y por ello es comprensible que algunas de ellas desaparezcan cuando
constatamos que en realidad eran falsas, mientras que otras se mantienen como
“verdades” hasta que descubramos otras que nos resulten más convincentes; y por
último hay algunas otras teorías y opiniones que se mantienen enfrentadas a través
de los siglos, quizá como expresión de que en ciertas cuestiones no hemos logrado
superar “las cargas del juicio” que mencionábamos en el apartado anterior.
En este apartado vamos a reflexionar un poco más sobre el valor de la diversidad de
opiniones morales, religiosas y filosóficas, pero en relación con la convivencia en
sociedad. Los seres humanos somos inevitablemente sociales, puesto que no podemos
alcanzar el desarrollo propio de un adulto sin el apoyo de un entorno social. Como decía
Aristóteles, sólo los animales y los dioses pueden vivir al margen de toda sociedad,
mientras que el hombre sólo puede vivir como humano en la polis, en la comunidad
humana. Siglos después, Hegel argumentará que el reconocimiento recíproco es
absolutamente necesario para llegar a ser un ser humano y George Mead escribirá que
somos lo que somos gracias a nuestra relación con los demás.
Pero entonces, ¿es compatible la pluralidad de concepciones morales, religiosas y
filosóficas con la estabilidad que parece necesaria para cualquier sociedad que pretenda
sobrevivir como tal? ¿O acaso la pluralidad de puntos de vista en cuestiones de moral y
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mentalidad, el que no acepte la cosmovisión “nuestra”, la de “los nuestros”, es, en
principio, un enemigo.
Sin embargo, se ha ido abriendo paso en la historia la idea del respeto al que
piensa de modo diferente que hoy consideramos obvia un buen número de gentes en
muchas las sociedades del mundo. No sólo en las sociedades que habitualmente
consideramos ligadas a la cultura occidental, sino también en algunas sociedades
asiáticas y africanas que han ido llegando a la aceptación del respeto al pluralismo
ideológico desde su propia experiencia histórica. Pero la clave para que una sociedad
determinada haya llegado a valorar la tolerancia como sincero respeto a la diversidad
ideológica, y no como la actitud de resignada aceptación del diferente por impotencia para
eliminarlo, o por hastío de violencia, es el descubrimiento del valor del pluralismo
axiológico.
El pluralismo axiológico es una situación social que se sitúa en un término medio
entre dos extremos igualmente detestables para la convivencia: por una parte, el extremo
del monismo axiológico que consiste en imponer por la fuerza un único credo ideológico a
toda la población; por otra parte, el extremo que se ha llamado desde Max Weber
politeísmo axiológico, que representaría el caso de aquellas sociedades en las que cada
grupo, e incluso cada individuo, defendería su propio credo particular sin aceptar ningún
tipo de principios comunes vinculantes para todos, puesto que “cada quien tiene su dios”.
Una sociedad moralmente monista, de las que hay abundantes ejemplos históricos,
es aquella que trata de eliminar la diversidad de religiones y de morales mediante la
violencia y la manipulación generalizadas, utilizando para ello a menudo el aparato
coercitivo del Estado. Pero, lejos de lograr eliminar realmente a los grupos disidentes, lo
más que consigue el grupo dominante es ocultar la diversidad real de cosmovisiones que
habitualmente existe en cualquier sociedad, pero especialmente en aquellas en las que
circula información sobre otros modos de vida y de pensamiento que no coinciden con la
tradición local. La represión empuja a la clandestinidad a los grupos ideológicos
perseguidos, y en ella se alimenta generalmente el espíritu de resistencia, el
resentimiento frente a la dominación y el afán de venganza. Todo ello da lugar a que tarde
o temprano la estructura monista sea derribada para ser sustituida por una nueva
estructura que puede ser: o bien nuevamente monista, pero de signo ideológico contrario
a la estructura anterior, o bien pluralista en el sentido que comentaremos un poco más
adelante.
Por otra parte, como decíamos, el pluralismo es una situación que también se
aparta de otro extremo detestable: una sociedad en la que existiera lo que Max Weber
denominó politeísmo axiológico. Pero en este punto hemos de hacer una advertencia: lo
que Max Weber argumentaba es que la situación típica de las sociedades modernas en
cuestión de moral es el desacuerdo radical representado por la frase “cada quien tiene su
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Al final, el caos daría lugar, o bien al establecimiento de un régimen monista, o bien a la
desaparición de la propia sociedad.
¿Qué razones tenemos para valorar el pluralismo axiológico como una situación
moralmente preferible a las otras dos? Existen razones de principio y razones de
conveniencia. Una de las razones de principio es que parece razonablemente preferible
una situación en la que no se utiliza la violencia del Estado para obligar a todos los
miembros de la sociedad a vivir conforme a un único modelo de vida buena, conforme a
una sola cosmovisión que lleva consigo una escala de valores única; pero tampoco se cae
en el extremo contrario de considerar como válida cualquier moral, cualquier cosmovisión,
y cualquier escala de valores, puesto que esa permisividad conduce al caos social. El
pluralismo al que nos estamos refiriendo es una opción equilibrada: se admite una amplia
pluralidad de modelos de vida buena, pero no todos, porque algunos de ellos son
incompatibles con la convivencia y con el respeto a las personas.
Una de las razones de conveniencia es que generalmente una sociedad suele ser
mucho más estable y próspera si consigue organizarse conforme al modelo del pluralismo
axiológico: Una situación social en la que conviven con ciertas tensiones, pero sin
grandes problemas, diversos grupos que tienen cosmovisiones diferentes, religiones
distintas y morales diversas, pero todos los grupos respetan al unísono algunos principios
básicos de moralidad compartida que, precisamente, son los que se necesitan para una
convivencia pacífica y colaborativa.
Pero en este punto algunos lectores se preguntarán: “¿Por qué hemos de
considerar que es mejor una situación donde hay grupos heterogéneos, aunque
compartan algunos principios morales, que aquella otra en la que toda la sociedad es
homogénea en cuestiones morales? ¿Acaso no debe prevalecer la moral verdadera,
única, y no debieran eliminarse todas las demás morales grupales que amenazan con
pervertir a toda la sociedad con su falsa moralidad?” A esta última cuestión podemos
replicar que esa “moral única verdadera” a la que se hace referencia en la pregunta es
como un podio olímpico al que todos los grupos quieren subir con su propuesta y verla
convertida en ganadora, pues cada grupo considera honestamente que su moral es “la
auténtica moral”, y que las otras supuestas morales son equivocaciones, desviaciones,
falsificaciones, etc. El desacuerdo en ciertos asuntos es tan profundo y prolongado que no
parece resoluble: siempre habrá quienes de buena fe consideren que ciertos modos de
vivir son buenos mientras que otros piensan que son malos, y viceversa. De modo que lo
mejor será que cada grupo pueda seguir haciendo al resto de la sociedad su propuesta de
moral verdadera, pero sin violentar a nadie para que acepte nuestra verdad renunciando a
la suya bajo coacción. Porque esto último es absurdo, vano, contraproducente y provoca
resentimientos, odios e inestabilidad social.
Por eso, la respuesta a la primera de esas preguntas sería que es preferible una
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manipulación es completamente inaceptable. ¿Y desde qué moral decimos que aquello es
aceptable y esto es inaceptable? Desde un buen número de morales grupales y de teorías
éticas que coinciden en afirmarlo así, aunque cada una lo afirme desde sus propios
supuestos. Hay una serie de principios en los que convergen distintas morales dando
lugar a una moralidad compartida que no es alternativa a ninguna de ellas, sino más bien
un módulo de mínimos que es de todos porque todos lo apoyan, pero no es de nadie en
exclusiva.
Aquí vemos la clave del pluralismo: los grupos morales rivales aceptan desde sus
propios supuestos unos contenidos morales que comprenden que son necesarios para
que el propio pluralismo pueda seguir existiendo indefinidamente, y de ese modo se
asegura cada grupo su propia supervivencia. Cada grupo sabe que, mientras que exista
una situación de auténtico pluralismo, podrá gozar de las condiciones necesarias para
difundir su verdad moral completa entre quienes aún no la conocen o no la comparten.
También sabe cada grupo moral —aunque algún grupo a veces parece olvidarlo— que
ese pluralismo es una situación frágil que puede romperse en cuanto cualquiera de ellos
viole los “mínimos” y pretenda imponer sus “máximos” por la fuerza y la manipulación. Y
se sabe por experiencia histórica que al romperse el pluralismo se produce una deriva
hacia situaciones indeseables para todos: o monismo axiológico violentamente
establecido, o politeísmo axiológico al borde del caos social.
Por eso la mayor parte de los grupos morales son razonables: aprecian el
pluralismo y, en consecuencia, apoyan de buen grado los mínimos que lo sustentan.
Veamos esto con más detalle introduciendo una distinción filosófica entre “cosmovisiones
éticas” y “ética cívica”: las primeras son las morales grupales de las que venimos
hablando en este apartado, mientras que la segunda es ese módulo compartido de
principios morales que preserva el pluralismo como la situación más deseable para la
convivencia.
8. Cosmovisiones éticas y ética cívica básica
En la reflexión ética contemporánea se ha abierto paso una importante distinción entre
dos tipos de manifestaciones de la moral: las cosmovisiones éticas y la ética cívica
compartida. Esta distinción pretende mostrar que en una sociedad pluralista todos
estamos parcialmente en desacuerdo (puesto que cada cual se adscribe a alguna
cosmovisión con sus correspondientes “máximos” morales no compartidos por toda la
sociedad), pero al mismo tiempo todos estamos parcialmente de acuerdo (puesto que en
la cosmovisión de cada uno también se recogen unos “mínimos” morales que son
compartidos por toda la sociedad).
Las cosmovisiones éticas son las diversas propuestas de vida buena que rivalizan
en una sociedad. Algunas de ellas contienen elementos religiosos explícitos. Otras se
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sueña con que algún día todos serán como ellos. Ahora supongamos que esos cuatro
grupos son conscientes, hasta cierto punto, de que la convivencia entre todos no será
posible si no adoptan un fuerte compromiso para minimizar los enfrentamientos violentos
y los problemas derivados del contraste de modos de vida. Porque saben por experiencia
que surgen muchos desencuentros entre los miembros de grupos diferentes, e incluso a
veces en el seno de un mismo grupo, puesto que los grupos no son internamente
homogéneos, ni todos sus miembros son consecuentes con sus convicciones las
veinticuatro horas del día.
Todos los grupos saben, por una larga historia anterior, que la posibilidad de que
uno de ellos se imponga por la fuerza a los otros es algo que todos ellos han intentado en
algún momento, y que ha sido nefasto. Por ello, valoran positivamente esa situación de
convivencia pacífica en la que a veces predomina un grupo, y posteriormente predomina
otro, pero ninguno de ellos trata ahora de imponerse violentamente o por medio de
argucias. Así pues, todos valoran de veras el pluralismo y desean que se mantenga. De
ese modo, comprenden la necesidad de compartir una serie de principios morales
básicos que les permitan convivir con las demás opciones sin llegar a la ruptura. A pesar
de inspirarse cada uno de ellos en una moral parcialmente diferente, logran coincidir en
unos valores que cada grupo acepta desde su propio punto de vista.
9. Pluralismo no es relativismo
No se trata de que las cosmovisiones éticas presentes en la sociedad renuncien a
sus propios puntos de vista para no tener que llegar al enfrentamiento total con las otras
cosmovisiones éticas, sino más bien de que todas ellas sostienen como propios algunos
valores muy básicos que también sostienen las demás. En cierto modo, es como si cada
cosmovisión ética, a pesar de partir de premisas diferentes, llegara a ciertas conclusiones
idénticas a las que también llegan las otras. Por ejemplo, imaginemos que todas ellas
están de acuerdo en el valor del respeto a las diferencias: aunque cada ética llegue a esa
valoración positiva de la diversidad desde unos planteamientos diferentes, lo interesante
es que comparten ese valor que es necesario para una convivencia pacífica.
Ahora estamos en condiciones de completar la distinción que nos ocupa en este
apartado. Mientras que las cosmovisiones éticas son modelos alternativos de vida buena
que se ofrecen como respuesta completa y omniabarcante a las demandas de sentido y
de comprensión global que todo ser humano necesita, al mismo tiempo se hace necesaria
para la convivencia una ética cívica compartida que aglutine unos valores básicos
respetados por todos. Esta ética mínima básica no ha de entenderse como el resultado de
una renuncia de cada cosmovisión ética a sus propios principios, sino más bien como el
espacio común que resulta de la coincidencia de diversas cosmovisiones éticas en unos
valores que aceptaba cada una de ellas desde el principio. De este modo, se comprende
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A
12
B
Valores
básicos
compartidos
D
C
Esquema de una sociedad en la que conviven grupos que tienen diferentes cosmovisiones
éticas pero comparten unos valores básicos.
¿Puede ocurrir que una sociedad como la nuestra refleje en alguna medida la
situación de convivencia entre diversos grupos que tienen sus respectivas cosmovisiones
éticas, de modo que, pese a sus divergencias, coincidan en afirmar los valores propios de
una ética cívica? Esta es la cuestión que nos va a ocupar en el próximo apartado.
10. Condiciones para convivir y cooperar
Si nos preguntamos qué condiciones podrían hacer viable una situación social de
convivencia pacífica y de cooperación leal y perdurable en una sociedad formada por
grupos ideológicos heterogéneos y en gran medida rivales, la respuesta obvia es que tal
convivencia sólo es posible si todos los grupos aceptan de buen grado ciertos valores y
principios. El más obvio de ellos es el reconocimiento de que los otros grupos tienen
derecho a existir y a mantener sus propias creencias mientras las encuentren
convincentes. Llamemos a esta primera condición el principio de respeto cívico. Si no hay
un compromiso serio con este principio, es imposible que los grupos rivales lleguen a
tener un mínimo de confianza en los otros. Porque sabrán que, a la menor oportunidad,
cualquiera de los otros tratará de eliminar a los demás, y de ese modo la convivencia
fracasaría en una suerte de guerra civil total.
Esta condición se viene haciendo realidad paulatinamente en muchos países en los
que se ha instaurado la tolerancia de diversas religiones y creencias en pie de igualdad,
sin discriminaciones arbitrarias ni privilegios para ninguna de las cosmovisiones éticas
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que los grupos intolerantes se salgan con la suya. Ahora bien, esto no significa que en
este terreno todo esté permitido, puesto que la prevención de la intolerancia puede ser
utilizada fácilmente como excusa por parte de algún grupo o coalición de grupos para
intentar eliminar a quienes consideran competidores. Por tanto, en un sistema pluralista
debe fijarse con mucho cuidado el límite de lo que se considera permisible, y los
ciudadanos han de tener en todo momento el control sobre los poderes estatales para
evitar que sean utilizados por unos grupos para eliminar a otros.
Además, cualquier acción encaminada a contrarrestar los comportamientos
intolerantes ha de centrarse en las conductas y respetar al máximo a las personas, y para
ello debe fijarse igualmente con claridad el límite de los castigos que pueden imponerse a
las personas que han cometido actos intolerantes. Porque no sería razonable pregonar
que el respeto cívico es un valor central de la convivencia y al mismo tiempo promover la
aniquilación física de quienes atentasen contra esa convivencia, sino que la fórmula más
consecuente en este caso sería: “No te permitimos comportamientos que atentan contra
la convivencia, pero te respetamos la vida y los derechos más elementales para que
tengas oportunidad de llegar a valorar por ti mismo el pluralismo contra el que has
atentado”.
Una segunda condición necesaria para la convivencia en una sociedad plural sería
el establecimiento de un marco de libertades cívicas para todos. Porque, dada la
existencia de grupos ideológicos rivales, cada uno de ellos reclama para sí la libertad
necesaria para mantener sus creencias y valores propios, y también para tratar de
extender esas creencias a nuevos prosélitos que pudieran sentirse inclinados a
abandonar sus antiguas creencias para adherirse a las del grupo. Como esta libertad la
reclaman todos y cada uno de los grupos rivales, el resultado es la aceptación de común
acuerdo de un conjunto de libertades civiles y políticas que incluyen, por ejemplo, la
libertad de conciencia, de pensamiento y de culto religioso, la libertad de expresión y de
prensa, la libertad de movimientos y de residencia, la libertad de asociación, las garantías
procesales, etc.
Naturalmente, ninguna de las libertades básicas es ilimitada. Por el contrario, para
que cada grupo y cada persona pueda ejercer realmente su libertad, es preciso evitar que
algunos puedan abusar de sus libertades haciendo daño a los demás. Esto exige que el
marco de libertades cívicas esté debidamente ajustado y que existan reglas vinculantes y
autoridades encargadas de hacer que las reglas se cumplan. Sin reglamentos ni árbitros
no puede haber libre juego, porque sencillamente no habría juego. Por estas razones, la
libertad como valor básico es una libertad responsable.
Una tercera condición que se precisa para mantener una convivencia pluralista es
cierto grado de igualdad cívica. No se trata de un igualitarismo rígido por el cual todo el
mundo tuviera que vestir de uniforme, cobrar lo mismo en todos los empleos y consumir
Emilio Martínez Navarro: La ética en el espacio público
14
tenderán a mantenerse y a agrandarse. Si la igualdad de oportunidades no se toma
suficientemente en serio, el resultado será que muchos ciudadanos se sentirán
marginados y excluidos, con el consiguiente deterioro de las libertades y de la convivencia
en general.
Por otra parte, la igualdad implica también una misma posibilidad de acceso de los
ciudadanos al empleo y a las prestaciones sociales básicas. La igualdad de acceso es
una implicación de la propia igualdad de oportunidades, pero también es un tipo de
igualdad específico en la medida en que con ella no se trata sólo de garantizar la igualdad
de oportunidades, sino también de reconocer que, incluso en los casos en los que un
ciudadano estuviera completamente incapacitado para cooperar con los demás en el
florecimiento de la sociedad, todavía se le reconocería la igual dignidad de ser humano, y
en consecuencia se le reconocería el mismo derecho que los demás a acceder a
prestaciones sociales que a menudo son imprescindibles para la supervivencia.
En cuarto lugar, la convivencia entre grupos diferentes no sería posible sin cultivar
el valor de la solidaridad cívica universalista. Este tipo de solidaridad va más allá de la
mera cooperación, porque ésta normalmente es un toma y daca en el que cada uno
coopera con otros sabiendo que los demás van a cooperar con él, para finalmente obtener
un beneficio mutuo. En cambio, la solidaridad universalista es una suerte de altruismo a
fondo perdido. La actitud solidaria es ayuda gratis, sin esperar nada a cambio. Y ha de ser
universalista, esto es, abierta a todos sin discriminaciones arbitrarias, porque de lo
contrario se convierte en corporativismo excluyente. La solidaridad cívica universalista se
muestra necesaria para que la igualdad, la libertad responsable y el respeto se puedan
realizar sin exclusiones.
La solidaridad cívica universalista se puede ejercer de muchas maneras, tanto
individual como socialmente. Y tanto desde la administración pública como desde las
múltiples organizaciones solidarias que la iniciativa ciudadana ha puesto en marcha con
objeto de ayudar a las personas en apuros. Lo esencial, en cualquier caso, es que se
ponga atención a que se ejerza de modo altruista y universalista, pues de lo contrario se
estará cultivando otra cosa distinta a la solidaridad.
En quinto y último lugar, la convivencia pacífica entre los grupos diferentes exige
actitud de diálogo, exige el compromiso de resolver los conflictos a través de la palabra, y
no por medio de la violencia. La violencia desata una espiral de resentimientos y
venganzas que destruye la convivencia. Y, puesto que los conflictos de intereses y los
malentendidos son inevitables en la vida cotidiana, el diálogo se convierte en el
instrumento idóneo para llevar a cabo el proceso de restauración de la convivencia
pacífica. Para ello, el diálogo ha de ser abierto a todos los afectados por el conflicto en
cuestión, o por las decisiones que se vayan a tomar. Y en el transcurso del mismo se
deberían respetar las reglas de juego del diálogo serio, de modo que todos los
Emilio Martínez Navarro: La ética en el espacio público
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parte de él no se comprometen seriamente con los valores de una ética cívica compartida.
Tal ética cívica compartida no es una cosmovisión moral, global y completa, sino más bien
un núcleo de valores que son patrimonio de todos y no son propiedad exclusiva de nadie.
Pero, precisamente porque la ética cívica básica no es una ética completa, el único modo
en que puede subsistir la ética cívica consiste en que los grupos que sostienen cada una
de las cosmovisiones éticas se comprometan a potenciarla desde su propio punto de
vista.
Los grupos ideológicos rivales deberían ser conscientes de lo importante que es la
tarea de mantener y desarrollar el propio marco de convivencia pacífica plural en el que
se mueven. En consecuencia, si cada grupo descuida el compromiso interno con los
valores que hacen posible el pluralismo, la ética cívica languidece y corre el riesgo de
desaparecer, puesto que su único soporte es el que le puedan aportar las cosmovisiones
éticas. Por esa razón, los grupos religiosos no deberían ver a la ética cívica como una
competidora que viene a arrebatarles seguidores, sino como una parte de su propia
propuesta moral y como una garantía de que la convivencia plural va a funcionar
adecuadamente, permitiendo a la propia cosmovisión ética gozar de la libertad necesaria
para seguir ofreciendo su mensaje a la sociedad en su conjunto.
11. La ética cívica es laica, pero no laicista
Conforme a lo expuesto hasta ahora, el núcleo de valores compartidos que configuran la
ética cívica puede ser considerado como el precipitado ético en el que coinciden diversas
cosmovisiones éticas que aceptan convivir pacíficamente, a pesar de su rivalidad, en una
misma sociedad pluralista. Por tanto, una característica que corresponde a ese núcleo de
valores es el respeto a las diversas creencias, tanto religiosas como agnósticas y ateas,
siempre que tales creencias se expresen pacíficamente en el marco de libertades de la
propia ética cívica. Ahora bien, eso implica que la propia ética cívica no debe ser
considerada una ética creyente, pero tampoco contraria a la religión. La ética cívica es
una ética laica, puesto que no favorece a ningún credo metafísico —creyente o no
creyente— en particular. Pero no es una ética laicista, esto es, no aboga por la
eliminación de las religiones, no es en absoluto contraria a la libre y pública expresión de
las creencias religiosas. Sólo es contraria a la imposición oficial de cualesquiera creencias
—religiosas o filosóficas— y a su difusión por medios ilícitos, manipuladores y sectarios.
La ética cívica no lleva consigo una total privatización de las creencias religiosas o
filosóficas de las personas y grupos que conforman la sociedad pluralista. De hecho, la
libertad de culto y la libertad de expresión forman parte del núcleo central de la propia
ética cívica, de modo que cualquier persona o grupo puede difundir libremente su credo y
tratar de atraer a las demás personas a que lo compartan. Pero el marco de convivencia
trazado por la ética cívica exige que las instituciones sociales vinculantes para todos,
Emilio Martínez Navarro: La ética en el espacio público
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prestan sus respectivos servicios a la sociedad, se han de tomar en serio los valores de la
ética cívica. El ejercicio de una profesión es un compromiso con el público en general, y
no con un grupo ideológico en particular. Un profesional de la enseñanza, o de la
medicina, o de la judicatura, etc., pertenece de un modo más o menos explícito a alguno
de los diversos grupos morales que tienen como propia una cosmovisión ética
determinada, pero eso no le autoriza a ejercer la profesión como si todos los beneficiarios
de la misma —alumnos, pacientes, procesados, etc.— fuesen también miembros del
mismo grupo ideológico.
En una sociedad plural, las profesiones han de ser ejercidas con cierta
imparcialidad ideológica, ateniéndose al marco general de valores expresados por la ética
cívica compartida. Porque, de lo contrario, el ejercicio de la profesión se convertiría en un
mecanismo de proselitismo, y por tanto de manipulación, lo cual es contrario a las
libertades y al respeto que hemos mencionado como elementos esenciales de la ética
básica de convivencia.
Naturalmente, el profesional podrá expresar sus creencias particulares y hacer
públicas sus convicciones éticas no compartidas en multitud de foros y de ocasiones, pero
la profesión misma y su ejercicio cotidiano debería ser acorde a los valores comúnmente
compartidos. Por ejemplo, el profesor creyente no tiene por qué ocultar su condición de
creyente y de miembro activo de una Iglesia que promueve valores religiosos muy
respetables, pero no debería aprovechar el ejercicio de su profesión docente para
imponer sus creencias o para hacer proselitismo explícito en favor del grupo al que
pertenece.
Otra cosa muy distinta es que su ejemplo y su comportamiento no sectario
provoque en sus alumnos el interés por conocer el credo y la organización que inspiran
buena parte de las actitudes del profesor en cuestión; en ese caso, basta con que esos
alumnos sean informados de qué otros lugares y ocasiones ajenos a la clase son los
idóneos para tomar contacto y profundizar en la opción ideológica representada por el
profesor. Pero sería contrario a la ética cívica la utilización de la propia escuela y de la
propia hora de clase para llevar a cabo ese tipo de actividades proselitistas, por otra parte
legítimas y necesarias.
Ahora bien, los profesionales en la sociedad pluralista no se han de fijar
únicamente en qué tipo de comportamientos han de ser evitados para no atacar los
valores básicos, sino que han de ejercer su profesión inspirándose positivamente en tales
valores. Porque las profesiones constituyen un elemento esencial de la vida social, y si
queremos que la vida social esté basada en el respeto a los valores de libertad
responsable, igualdad, solidaridad, tolerancia activa y actitud de diálogo, las profesiones
tendrían que asumir el reto de incluir estos valores en sus respectivos códigos éticos y
promoverlos a través de las actividades profesionales mismas.
Emilio Martínez Navarro: La ética en el espacio público
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En consecuencia, la educación deberá ser beligerante en la opción por estos
valores básicos compartidos, y beligerante también en el rechazo de los valores
contrarios, a los que podemos llamar antivalores: por ejemplo, la violencia arbitraria, la
represión injustificada de las libertades, la discriminación, la insolidaridad, la intolerancia
injustificada y la cerrazón al diálogo.
Educar es una tarea compleja en la que los educadores —padres, maestros,
monitores, entrenadores, etc.— tratan de ayudar a los educandos a que alcancen cierto
grado de desarrollo que se considera deseable para las personas, y en esa tarea
intervienen, necesariamente, opciones de valor. Por eso no es descabellado sugerir que,
si la tarea educativa ha de promover el establecimiento de una sociedad plural y justa,
ciertos valores han de tener prioridad, y sus contrarios han de ser rechazados
tajantemente. Porque la educación no es una tarea desconectada del objetivo social que
se pretende lograr, sino todo lo contrario: para una sociedad pluralista y abierta, es
necesario que la educación refuerce los valores que van a permitir la convivencia
pluralista y trate de eliminar las actitudes contrarias a dicha convivencia.
Pero, además de los valores básicos a fomentar y de los antivalores a rechazar,
hemos visto que existe también un amplio conjunto de valores no compartidos, pero
legítimos, que conforman la oferta específica de cada una de las cosmovisiones éticas.
Podemos llamarlos “valores diferenciales”, pues así se subraya el carácter de diversidad y
riqueza que representan. Por ejemplo, los creyentes de una determinada religión pueden
valorar muy positivamente la abstención de comer carne, mientras que otros grupos
morales pueden opinar que hacerse vegetariano no es un valor en absoluto. Otro
ejemplos los tenemos en la actitud ante los juegos de azar, o ante los horóscopos, o ante
las prácticas sexuales anteriores al matrimonio, ante las publicaciones eróticas, etc.
Todo grupo moral tiene sus orientaciones concretas en estas cuestiones, y tiene
perfecto derecho, no sólo a aceptar o rechazar ciertas prácticas en su conducta cotidiana,
sino también a expresar públicamente esa aceptación o rechazo. El límite a ese derecho
no puede ser otro que el de no imponer esas valoraciones a toda la población mediante
algún tipo de violencia. Ni siquiera mediante la violencia legítima del Estado. Porque si el
Estado usa su fuerza coactiva para imponer las valoraciones de algún grupo moral
determinado, los demás grupos morales reaccionarán intentando a su vez imponer las
suyas, y el resultado será el enfrentamiento civil, la deslegitimación del Estado y el riesgo
de caos social que sobreviene cuando el pluralismo retrocede a favor de algún monismo
moral, del tipo que sea.
Por estas razones, la educación ha de ser cuidadosa en estas cuestiones difíciles
que tienen que ver con lo que hemos llamado “valores diferenciales”: Por una parte, en los
encuentros y actividades del grupo moral de referencia (sean reuniones de iglesia, de
partido, de sindicato, o de cualquier otro organismo ideológicamente comprometido con
Emilio Martínez Navarro: La ética en el espacio público
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el caso de que todos los grupos morales presentes en la sociedad alcancen un acuerdo
del que ningún grupo se pueda sentir excluido. De no ser así, la imparcialidad ideológica
del Estado se deteriora, y en consecuencia también se deteriora su legitimidad como
árbitro de una sociedad plural.
14. La actitud del profesorado
A la luz de lo expuesto acerca de los dos tipos de valores que hemos de tener en cuenta
en una sociedad pluralista, la actitud del profesorado debería ser especialmente
cuidadosa al educar en valores: por una parte, los profesores deberán poner mucho
énfasis en la transmisión de los valores de la ética cívica y ser beligerantes en el rechazo
a los “antivalores” que son contrarios a la misma; por otra parte, respecto a los valores
diferenciales deberían acercarse, en la medida de lo posible, a la imparcialidad o
neutralidad. No porque tales valores no sean relevantes, sino porque ya se encargan los
padres y las personas en las que ellos delegan de transmitir a sus hijos los valores
diferenciales que ellos consideran acertados, y porque además se trata de un tipo de
valores que constituyen opciones que el educando tiene a su disposición para asumir de
un modo autónomo. De modo que, en lo que concierne a tales “valores diferenciales”, la
actitud más respetuosa del profesor o profesora respecto a su alumnado sería, ante todo,
la de poner unas bases sólidas para que sea el propio educando quien elija.
Si ponemos el énfasis en el desarrollo de las capacidades de pensamiento crítico y
creativo, en el estudio serio y detallado de las opciones éticas e ideológicas rivales, y en
la práctica del análisis de casos reales en los que aparezcan involucradas personas que
sostienen valores y creencias contrapuestos, el resultado puede ser esperanzador. La
idea es formar personas que piensen por sí mismas y sean capaces de elegir por sí
mismas los valores con los que dar sentido a sus vidas. No se trata, como veremos a
continuación, de adoctrinar, sino de educar.
15. Adoctrinación versus Educación
En coherencia con lo que hemos dicho hasta ahora, una actitud adoctrinadora sería
aquella en la que el profesor o profesora tiene como objetivo transmitir a su alumnado una
sola cosmovisión ética, y con ella la convicción de que no es necesario conocer siquiera
otras concepciones rivales alternativas. La actitud adoctrinadora trata de conducir al
alumnado a una moral cerrada, centrada en una sola concepción filosófica —y en
consecuencia, también ética— que se da por supuesta como indiscutiblemente verdadera.
Es, en consecuencia una actitud rechazable desde el punto de vista de la ética cívica,
puesto que incurre en el tipo de proselitismo ilegítimo que hemos criticado anteriormente.
Lo rechazable, recordemos, no es que el educador tenga unas creencias más o menos
firmes que encajan en alguna de las cosmovisiones éticas, sino que aproveche su
Emilio Martínez Navarro: La ética en el espacio público
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educador no está tratando de evitar que el alumno conozca otros valores y ya no piense,
ni desee estar abierto a nuevos valores, sino todo lo contrario: al tratar de que el
alumnado asimile los valores básicos y rechace los antivalores, el educador abre al
alumno al pluralismo y al respeto de las diferencias, y desde ahí el propio alumno podrá
apreciar la rica diversidad de posiciones rivales y llegar a optar por sí mismo entre ellas.
Un malentendido frecuente en este punto es el de aquellos educadores que tienen
muchos escrúpulos y reparos para corregir los comportamientos de los educandos, y
parecen estar esperando que surjan espontáneamente los comportamientos y actitudes
congruentes con los valores básicos. Les parece a estos educadores que, aunque se trate
de niños y niñas muy pequeños, no deberían señalarles explícitamente los
comportamientos adecuados al respeto, la igualdad, la solidaridad, etc., porque
supuestamente eso sería incurrir en adoctrinación. Tampoco les parece a estos
educadores que sea correcto levantar la voz o sujetar con energía al alumno que se
dispone a atacar a otro, sino que todos los actos del educador habrían de ser meramente
persuasivos y exentos de cualquier atisbo de violencia.
En realidad, ese tipo de actitudes son una exageración y en cierta medida un error.
Porque toda persona de corta edad necesita una moral básica de la misma manera que
necesita aprender una lengua. Sería absurdo dejar de transmitirle al educando los valores
que permiten la convivencia pacífica alegando que son una opción entre otras muchas, y
que por tanto habría que esperar a que la persona crezca y elija por sí misma entre los
sistemas alternativos de valores. Este modo de pensar es tan disparatado como el de
unos padres que no enseñaran a hablar a su hijo alegando que, dado que hay muchas
lenguas, ya elegirá de mayor aprender la que más le guste. En efecto, si seguimos con
este símil nos damos cuenta de que la única manera que tiene el educando de llegar a
elegir un idioma es a partir del conocimiento de alguna lengua materna, y de modo similar,
la única manera que tiene una persona de llegar a forjarse autónomamente un sistema de
valores es a partir de la asimilación de algunos valores básicos que, como mínimo, le
permitan abrirse paso en la vida de un modo pacífico y respetuoso con los demás.
En síntesis, la adoctrinación no reside en abstenerse de trasmitir valores, sino en
hacerlo de tal modo que se pretenda cerrar al educando toda posibilidad de pensar por sí
mismo y de indagar nuevas perspectivas, sobre todo en los valores que hemos llamado
“diferenciales”, que no son compartidos por los grupos ideológicos que conforman las
sociedades pluralistas. Por el contrario, la educación no adoctrinadora es la que se
plantea en serio la meta de la autonomía del educando, y para ello va poniendo los
medios más adecuados según la edad y las capacidades que los alumnos van
desarrollando. Pero difícilmente podemos forjar la autonomía de los alumnos y ayudar a
desarrollar sus capacidades si no creamos un clima de auténtico respeto, de libertad
responsable, de igualdad, de solidaridad y de diálogo. Por ello, la insistencia en los
Emilio Martínez Navarro: La ética en el espacio público
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tertulias, grupos de estudio y debate, reuniones familiares, asambleas, etc.— al modo de
lo que se ha dado en llamar comunidades de investigación.
En tanto que comunidad, el grupo nos proporciona el apoyo y el estímulo que todos
necesitamos, siendo como somos seres vulnerables y con limitaciones, y en tanto que
investigadora nos asegura un clima de razonabilidad, de indagación por métodos lógicos y
equitativos, un clima de cooperación en el que se respetan las libertades personales. Porque
una comunidad de investigación es todo lo contrario que una secta: mientras que ésta última
es un grupo cerrado, jerárquico, dogmático y enemigo de la crítica interna, las comunidades
de investigación son abiertas, igualitarias, deliberativas y estimuladoras de la autocrítica.
Las instituciones que asumen los presupuestos y los métodos de una comunidad de
investigación son más humanizadoras, más éticas, mejores para las personas y para el
entorno natural que aquellas otras que los pisotean o los ignoran. Las comunidades de
investigación son grupos humanos que se comprometen activamente con los valores que
hasta el momento han mostrado ser indispensables para una convivencia justa entre
personas que se consideran iguales en dignidad y derechos.
¿Qué tipo de procedimientos se siguen en una comunidad de investigación?
Básicamente se trata de respetar las reglas de juego del diálogo argumentativo. El diálogo
es un juego lingüístico en el que dos o más participantes intercambian mensajes o actos de
habla. Hay varios tipos o contextos de diálogo pero cada uno de ellos tiene su finalidad y,
para que ésta se cumpla, es necesaria la cooperación de los participantes. Son condiciones
de un diálogo racional que cada participante trate de que se cumpla su propio objetivo en el
diálogo y que además coopere con los otros para que éstos consigan también el
cumplimiento de su objetivo. Un argumento puede ser considerado un mal argumento, o una
falacia informal, si se aparta de una de estas obligaciones.
En el juego del diálogo argumentativo propio de una comunidad de investigación, los
participantes se embarcan en una búsqueda cooperativa de la verdad, partiendo de algunos
supuestos admitidos por todos, o de algún problema inicial. En las clases, los estudiantes y
el profesor o profesora se dedican con frecuencia a investigar juntos soluciones para
diversos tipos de problemas: lógicos, científicos, morales, estéticos... Los puntos de vista de
cada uno de los participantes en estas investigaciones se van modificando en la medida en
que los demás van probando sus propias tesis. Un buen diálogo argumentativo ha de
respetar estas tres reglas:
•
Regla de relevancia: Obliga a no apartarse del tema sujeto a discusión.
•
Regla de cooperación: Obliga a responder a las preguntas cooperativamente.
•
Regla de información: Obliga a proporcionar la información suficiente para convencer
a los interlocutores, pero no más información de la necesaria.
En definitiva, las comunidades de investigación son un medio idóneo para llevar adelante
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Cortina, Adela: Por una ética del consumo. La ciudadanía del consumidor en un
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Gracia, Diego: Como arqueros al blanco. Estudios de bioética, Triacastela, Madrid,
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Holloway, Richard: Una moral sin Dios. Hacia una ética desvinculada de la religión,
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