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Mnēmosýnē y la amnesia selectiva
Por Rodrigo Hobert1
Tras llegar al inframundo y haber cruzado el Aqueronte, las almas de los muertos eran
empujadas a beber del río Lete (olvido) para despojarse de todos los recuerdos de sus
vidas terrenales. Así, sin las ataduras de la nostalgia ni el peso de las deudas, podían
emprender el viaje que daría comienzo a otros ciclos. Oculto en la cartografía del Hades,
el Mnēmosýnē (memoria) fluía a lo lejos. Imperceptible para las almas vulgares, su lecho
constituía el destino buscado por aquellos que temían más al olvido que a desafiar el
dolor de una existencia plena de recuerdos. Al beber de él, las almas eran conducidas por
el camino más tortuoso hacia la eternidad. Sólo aquellas de gran fortaleza podrían evitar
que la locura las venciera frente a los recuerdos de sus vidas. En un lugar sin retorno y en
un tiempo sin tiempo.
Según el mito, el nombre del río fue dado en honor a Mnēmosýnē, hija de Urano (cielo) y
Gea (tierra). Así, la memoria es situada de lleno en el plano de la existencia. Al actuar
como reflejo del pasado, permite a los hombres rescatar fragmentos constitutivos de su
ser para ponerlos en juego frente a cada desafío vital. No es extraño que, en tanto fruto
de la vida, la memoria implique mucho más que repeticiones, aprendizajes y
procedimientos forjados para la adaptación colectiva. Su carácter polisémico no sólo da
cuenta de conocimientos, sino de sensaciones. De allí que en la memoria haya registro de
fracasos, dolores, deudas, placeres, éxitos y presencias. En ella lo ausente es tangible.
No hay vacío ni pasado. Al invocarla cobran vida las caricias, los golpes, la vergüenza, las
risas, los silencios y los yerros. Contradictoria y compleja, nos arrolla implacable. Sin más
escape posible que el del olvido, al adentrarnos en los laberintos de la memoria
comprendemos la firmeza de esos nudos que sostienen el peso de nuestras conciencias.
En términos generales, cuando se apela a la memoria no se lo hace para evocar los
placeres de la existencia pasada (el calor de las sábanas en invierno, el perfume de las
madres cuando abrazan, el olorcito de las medialunas de la esquina del colegio, las
sonrisas, los besos, la ternura de una mirada, las carcajadas, los encuentros). Para los
usos éstos son recuerdos, no memorias. Así, la memoria aparece despojada de sus
componentes positivos para concentrarse sobre lo traumático. No hay memoria del placer
de un primer beso, sino recuerdo. En todo caso la memoria es otra cosa. Disociada de su
constitución compleja y contradictoria, es reducida a su carácter sombrío y doloroso. Por
otro lado, el recuerdo fija en el pasado las acciones y sentidos. Las congela y las torna
irrepetibles. La memoria no. La memoria emerge como pasado y presente. Es pasado,
pero a la vez prueba (evidencia) de acciones potenciales (reivindicaciones). De ahí su
encaje armónico junto a la verdad y la justicia. Tres elementos incompletos (y discutibles)
que cooperan reflexivamente para sustentar posiciones.
1
Sociólogo (UBA), docente e investigador de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA). Doctorando en Ciencias
Sociales. Miembro del Área de Estudios Culturales del Instituto de Investigaciones “Gino Germani” (IIGGUBA), y del Centro de Estudios en Cultura y Política (CECyP). Es coautor junto con Javier Auyero de Acción e
interpretación en la sociología cualitativa norteamericana (UNLP-FLACSO, 2011). Correo electrónico:
[email protected]
En tanto concepto, la memoria aparece como única, objetiva, verídica. Nos fija en un
pasado vívido y permanente. Nos sujeta en la repetición continua de un evento no
resuelto. La memoria aparece como drama puro, resignificado por las dinámicas
existenciales, por lo inconcluso que implica toda experiencia de injusticia. A su vez, está
condenada a ser clara, verídica, objetiva. A no ser recuerdo, sólo memoria. Un corte en la
roca, una herida abierta. Al invocarla, brotan los jugos del trauma. La sangre, las lágrimas
y el vacío.
Todo recuerdo obliga a una suspensión parcial del presente. Vivir permanentemente en él
representa un aplazamiento absurdo e irreal. De ahí que el acto de recordar apele a
fragmentos, secuencias. Se los rescata, activa y desactiva, para luego seguir. El recuerdo
no remplaza al presente. Puede enmascararlo, nutrirlo, pero no sustituirlo. En cambio, la
memoria gambetea el absurdo de una narración continua del pasado en el presente.
Atraviesa al tiempo, se sitúa desde el antes pero refiere al hoy. Empuja a la comparación,
mientras se proyecta como respuesta y reclamo. Por eso no reconforta, sino que
aguijonea nuestras entrañas. Nos repugna, nos para de una trompada y nos cachetea
hasta que despertamos. La memoria es puro acto presente referido a un pasado no
resuelto que contradice los términos ideales de nuestras existencias. Y permítaseme
disentir con León, la memoria no es un recipiente infinito. Lejos de eso, semeja un
organismo complejo y sui generis. No es envase, ni altillo, desván, depósito o baulera. Sí
puede servirnos de refugio, pero no podemos vivir en ella. Tampoco podemos arrumbar
los traumas y dejarlos apilados a la espera de un orden que estructure el sinsentido.
A su vez, la memoria es invocada para significar impresiones y repeticiones.
Racionalizaciones del dolor, estilizaciones del trauma, siendo además una sistematización
continua que se agiganta y retroalimenta en un presente indeterminado. De allí que la
memoria necesite de lo inconcluso para ser. Es memoria en tanto refiera a lo pendiente, lo
irresuelto. Por eso no hay satisfacción en ella, sino un ejercicio que activa y actualiza al
deseo (justicia, reconocimiento). Tomada de esta manera, la memoria es referencial.
Necesita de contextos de significación, de reconocimientos colectivos para ser. La
memoria no aparece como producto individual sino como resultado de la experiencia
social del ser. Por esta cualidad es que su carácter también es parcial. No sólo por los
registros individuales de lo experimentado, sino por la multiplicidad de impresiones
colectivas sobre el pasado común. La suma de las partes nunca hace al todo.
Descubrimos entonces que aquello que llamamos memoria constituye un registro parcial
que se encuentra atravesado por la experiencia social. Es falible y tergiversable, pues las
distintas posiciones vitales definen sus múltiples representaciones y verdades; a la vez en
que es finita, porque es resultado de las impresiones de la existencia colectiva e
individual. Del otro lado, como en el Hades, aparece el olvido. Este pareciera no
representar una acción voluntaria, sino la consecuencia de un evento ajeno de carácter
anómalo. Su exterioridad remite a lo involuntario, pero esta también es una verdad parcial.
Tanto la amnesia como la memoria operan como mecanismos de defensa individual y
colectiva. La negación de lo experimentado nutre estos procesos, permitiendo que
algunos segmentos del pasado sean ocultados. Al igual que la memoria, el olvido
voluntario funciona selectivamente, por esto de que no todo puede ser recordado así
como tampoco olvidado. Ambos pueden ser doblegados ante la evidencia sensorial o la
presión colectiva. Asimismo, la mera percepción de lo ausente (lo negado) nos impulsa a
dar sentido al vacío, incluso cuando lo no dicho posee un significado tácito. De esta
manera, la memoria y el olvido son fruto de un mismo vientre y parte constitutiva de la
existencia.
Reconocer la selectividad de la memoria no sólo representa un desafío cognitivo, sino
además un dilema moral. Nos obliga a poseer miradas comprensivas sobre las
experiencias subjetivas propias y ajenas, al tiempo que nos empuja a evitar toda
valoración unívoca. Pero nuestras percepciones, recuerdos y posiciones chocan contra
este ejercicio. Nuestro ser (social, cultural, político) no puede sustraerse de su esencia y
así como tampoco de sus valoraciones y selecciones. Por eso, tanto la memoria como el
olvido operan estructurando la existencia, estilizando al pasado y ordenando las acciones.
Una y otro se refieren, potencian y proyectan; pues todo relato (individual y colectivo)
menciona y omite según estos procesos dialécticos.
La trascendencia, en tanto promesa religiosa del cristianismo, poco explica sobre los
registros parciales del pasado vital. Tal vez su omisión responda más a las carencias
imaginativas de sus escribas constantinos, que al sinsentido intrínseco de un alma con
memorias, obligaciones y deseos de (y entre) dos mundos (el de los vivos y el de los
muertos). Nosotros, desde la existencia, conocemos el diferencial de la experiencia que
forja nuestras vidas. No somos los mismos que al nacer, no seremos los mismos mañana.
La sustracción entre el ayer y el hoy representa nuestro producto vital. Probablemente el
único bien que da sentido a nuestras existencias. Ejercitar la memoria, aún a sabiendas
de su carácter parcial, falible y finito, nos fortalece. Reivindicar a los ausentes, a los
mártires, a los héroes, a quienes ya no están, nos da vida. Recordar nos permite activar y
reconocer el valor de los nuestros y de nosotros mismos. Por eso es que la memoria,
además de todo lo que ya se ha dicho, constituye la lucha existencial por excelencia para
reafirmar nuestra condición humana.
La presencia de Mnēmosýnē en el mundo de los muertos podrá simbolizar un refugio,
pero al mismo tiempo representa el trágico sinsentido del ser que no se es. Imaginemos al
inframundo griego. Allí llegamos, desnudos, con sólo un óbolo para pagarle el aventón al
barquero que nos cruzará hacia el Hades. Totalmente despojados, bajamos con la
muchedumbre. Cientos de miles nos acompañan. Desconocidos, perplejos, sollozantes.
Algunos maldicen su desgracia, otros repiten desesperadamente los nombres de sus
amados. Nos impacta la imagen desgarradora de esos cuerpos arrastrándose entre
llantos desde la orilla. Instantáneamente comenzamos a sentir sed, una terrible sed.
Caemos de rodillas. Nuestros cuerpos se retuercen y los músculos de nuestras piernas se
contraen hasta el dolor. Como si una fuerza superior guiara a nuestros músculos,
reptamos hacia el interior del Hades. Sentimos cada una de las rocas rasgar nuestra piel.
Aspiramos el polvo del suelo mientras los labios se nos cuartean como cuero seco.
Levantamos la cabeza y vemos a nuestros hermanos en desgracia llegar hasta el Lete y
beber de sus aguas. Observamos cómo se levantan recompuestos, saciados. No tienen
ojos, sino cuencas vacías. Nos miran sin mirar, para luego girar y perderse en el infinito.
Lejos de la marea de cuerpos que se acumula en la ribera del olvido vemos a otro grupo
que se arrastra hacia un río superior. Los seguimos, engañados por el cálculo de que
podremos beber antes que el resto. Sólo en ese momento nuestros cuerpos acompañan
la decisión. Como un espejismo, conforme avanzamos, las aguas del Mnēmosýnē se
alejan. Al ver nuestros músculos palpitar en carne viva, perdemos toda voluntad de seguir.
Golpeamos la frente contra el suelo una, dos, tres veces. Sentimos los ecos del infierno
retumbar en los huesos y abandonamos toda esperanza. Sólo en ese momento, con el
rostro pegado al polvo muerto, el agua comienza a brotar. Lentamente invade las
comisuras, se escurre entre los labios y penetra en nuestro cuerpo. De repente somos
ese flujo que atraviesa las entrañas. Arde, congela, hiere. Como si un gigante nos tomara
por los hombros, nos ponemos de pié. Nos damos vuelta y observamos el lugar. Todo
sigue igual. Las huellas de las almas hacia los ríos, los miles reptando, el Lete, el
Aqueronte. Recordamos el rostro del barquero, las circunstancias de nuestra muerte, el
amor de los nuestros, las presencias. Somos conscientes del destino. Una garra invisible
atraviesa nuestro pecho y gritamos. Intentamos llorar pero, ya sin lágrimas, nos
retorcemos en una mueca seca, profunda y vacía. Tardamos en recuperarnos, pero lo
hacemos. Con nuestro cuerpo albergando tempestades, comprendemos lentamente que
el dolor de los recuerdos encierra la bendición de la existencia. Agitamos nuestros brazos
para que el resto evite las aguas del Lete, pero no nos ven. Cegados por la sed, se
amontonan en su lecho para luego perderse y no ver más. Frustrados, abandonamos la
tarea. Los recuerdos nos invaden proyectando imágenes del pasado como reales. Todo
retorna de manera confusa y desordenada. El no tiempo se confunde con un pasado en
presente sin futuro. Un caos de sensaciones incoherentes. Millones de voces simultáneas
nos reclaman, responden, saludan y despiden. Las tardes son mañanas en la oscuridad
de todas las noches. Eneros gélidos, julios estivales. Experimentamos lo que no puede
ser nombrado. El sinsentido y todos los sentidos al mismo tiempo. Entonces
comprendemos que no sólo nos espera una eternidad inaudita, sino además la guarda
celosa de cada uno de los instantes de nuestras volátiles vidas.