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I SIMPOSIO DE ÉTICA APLICADA A LA INTERVENCIÓN SOCIAL
Girona, 28 y 29 de Mayo de 2009
Conferencia inaugural:
Ética, servicios sociales y ciudadanía1,
por Adela Cortina Orts, catedrática de Ética y Filosofía Política de la
Universidad de Valencia y directora de la Fundación Étnor.
En esta conferencia me propongo tratar de dos cosas fundamentales: de la ética
aplicada y de un marco de ética aplicada a la intervención social. La ética
aplicada es un término que se utiliza mucho y no se sabe muy bien lo que
quiere decir. En un principio, la ética es filosofía moral. Hay un tipo de
reflexión filosófica sobre un fenómeno que es tan antiguo como la humanidad,
que es el fenómeno de la moralidad. En todas las culturas ha habido conciencia
que había unas formas de vivir más humanas que otras, y a esas formas de vivir
se les ha llamado morales, tradicionalmente. La filosofía se asombra sobre el
hecho de que haya algo llamado moral, y se pregunta qué es la moral. Desde
hace tiempo vengo defendiendo que la filosofía moral o ética tiene tres tareas,
fundamentalmente.
Tareas de la filosofía moral o ética
La primera, la de dilucidar qué es moral, qué quiere decir moral. Cuando
alguien habla desde el campo de la neurótica y dice: “Hemos descubierto las
bases cerebrales de la conducta moral”, la pregunta es “¿qué entiende usted por
conducta moral?”. Porque si no sabemos qué es la conducta moral, no podemos
descubrir sus bases ni conocer absolutamente nada. Primera tarea, que no es
fácil, la de determinar qué es eso de conducta moral.
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Conferencia publicada en traducción catalana en el libro Els Reptes Ètics de la Intervenció Social. I
Simposi d’Ètica Aplicada a la Intervenció Social. Col. Materials d’Ètica Aplicada a la Intervenció Social,
1. Ed. Fundació Campus Arnau d’Escala, Girona 2010, pp. 14-26.
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Girona, 28 y 29 de Mayo de 2009
Segunda tarea, la de intentar fundamentar lo moral. Durante mucho tiempo,
desde la filosofía la gran tarea es preguntarse cuál es el fundamento de lo
moral, y se ha solido entender que es la respuesta a la pregunta: “¿Por qué
debo?”. Al fin y al cabo, parece que la moral tenía que ver con el deber. El
asunto de la fundamentación de la moral ha sido importantísimo durante
siglos. Hay distintos modelos de fundamentación de la moral, y además hay
distintas gentes que dicen que ni necesita fundamento ni le hace ninguna falta.
Distintas posiciones en las que no vamos a entrar en esta conferencia por falta
de tiempo.
Tercera tarea que es fundamental para la ética: aplicar. Así, la tareas serían
aclarar, fundamentar, aplicar. Aplicar a la vida cotidiana lo que hemos ganado
en el proceso de fundamentación. Si hemos intentado dar unos fundamentos de
lo moral, debemos saber cómo se aplica eso en la vida cotidiana y cómo se
entiende en la vida cotidiana. Normalmente esto lo ha hecho la ética desde los
siglos más antiguos sin tan clara precisión.
El fenómeno de las éticas aplicadas
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Poco a poco hemos ido aplicando estas tres tareas de la ética, pero a lo largo de
los años setenta del siglo veinte nace un fenómeno nuevo, que es el de las
llamadas éticas aplicadas. Las éticas aplicadas tienen una especificidad frente a
la de la tradicional tarea de la ética, de también aplicar. Cualquiera que vea
cualquier tratado de ética desde Platón hasta nuestros días, verá que siempre
hay una parte de aplicación, evidentemente. Se asientan unos principios, y
después se plantean una serie de problemas. En el libro La metafísica de las
costumbres de Kant, se encuentra una parte sobre qué son las virtudes y qué son
los vicios, y luego aparece la casuística, es decir, aplicación de lo descubierto en
los casos concretos.
Kant, que había hablado siempre del deber por el deber, se plantea por ejemplo:
“Y supongamos que hay un rey que tiene toda la información de cómo está toda
la milicia de su pueblo, y le capturan. Sabe que le pueden torturar y puede sacar
a la luz toda la situación de su pueblo al enemigo. Tiene un veneno en el
bolsillo y… ¿Qué hace? ¿Se toma el veneno o no?”
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Estos son los famosos dilemas morales que les encantan a los norteamericanos.
Los norteamericanos, cuando hablan de ética, siempre plantean un dilema.
Ante el dilema “¿A quién quiere usted más, a su papá o a su mamá?”, hay que
tomar siempre una decisión ética. Entonces el niño se queda aterrado, y claro, lo
aterrador no es el dilema, sino la estupidez del que le pregunta el dilema,
porque a un niño no hay porque preguntarle si quiere más al papá o a la mamá.
Entonces uno se calla y no hace tonterías. Nuestra vida, afortunadamente, más
que dilemática es problemática.
Un ejemplo que utilizaba yo con mis alumnos es el siguiente: “Yo estaba en un
museo de Amsterdam y se está quemando el museo: yo solo puedo salvar a una
cosa. Hay un gato, que está vivo, y también hay un cuadro de Rembrandt. ¿Qué
es lo que salvo? ¿El gato o el cuadro?”. Entonces uno empieza a aplicar
principios morales: el principio de la belleza frente al principio del nosequé…
todo el mundo se entusiasma y es fantástico. Yo se lo planteaba a mis alumnos,
y en los últimos tiempos ellos me decían: “el gato, el gato”, y yo les preguntaba:
“¿De verdad creéis que hay que salvar al gato?”. Hasta que, de repente, uno me
dio una solución muy buena; me dijo: “¿Tú sabes lo que debe de pesar un
cuadro de Rembrandt?”.
Ante los dilemas hay distintas valoraciones, pero la vida normalmente no es
dilemática, sino problemática. Normalmente cuando nos encontramos ante una
situación difícil, lo humano es tratar de encontrar aquel tipo de soluciones que
salvan la dignidad de la persona y salvan la situación. Cualquiera que se sienta
atenazado por dilemas es alguien a quien le falta capacidad creativa, y yo creo
que en los servicios sociales -precisamente- hace falta mucha capacidad creativa
para no tener que condenar a unos o a otros, sino tratar de encontrar nuevas
soluciones, nuevas propuestas… y es que la inteligencia humana es inteligencia
creadora.
Tres éticas aplicadas pioneras
El tema de las éticas aplicadas en el terreno en el que yo lo voy a plantear nace
en los años setenta del siglo veinte. Eso es fantástico, porque cuando uno habla
de ética aplicada no tiene que retrotraerse a Tales de Mileto, porque si no en
filosofía la gente se nos aburre. En este caso, pues, es en los años setenta cuando
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nacen estas éticas aplicadas con un nuevo estatuto diferente a todas las épocas
anteriores. Las primeras que aparecen son tres: la ética del desarrollo de los
pueblos, la bioética y la ética económica y empresarial.
La ética del desarrollo de los pueblos es muy similar a la ética de los trabajos
sociales porque cuenta con pueblos marginados. Plantea lo siguiente: tantos
siglos intentando aplicar modelos económicos a los países en desarrollo, y no
hay modo de que haya desarrollo. ¿Es que estamos aplicando mal el concepto
de desarrollo? ¿Qué estamos entendiendo por desarrollo, si estamos haciendo
más daño que bien?
En los años setenta del siglo veinte nacen esas tres éticas, que son tres éticas
aplicadas. Después han venido la ética de los medios de comunicación, la ética
de la política, la ética del consumo y la ética de los asuntos sociales. Creo que es
importante para cada cuerpo profesional, aclarar en qué consiste su ética
profesional. “¿Qué es la bioética?”, que afecta a unos sectores de la población.
“¿Qué es la ética económica y empresarial?”, que afecta a otros. “¿Qué es la
ética de los educadores?” que también afecta a otro colectivo, y “¿Qué es la ética
de los servicios sociales?”, que afecta a una población muy concreta en la que
hay gente de distintos grupos.
La primera base de cualquier trabajo tendría que ser la de decir “¿Cuál es
nuestra ética?” porque la ética es una palabra que tiene que ver con el término
griego ethos, que quiere decir carácter. Decían los clásicos, y tenían razón, que
los seres humanos nacemos con un temperamento que no hemos elegido, con
unas características que no hemos elegido, pero cuando a lo largo de nuestra
vida vamos tomando decisiones nos vamos forjando un carácter. Quien toma
decisiones injustas acaba generando una propensión a decidir con injusticia;
quien toma decisiones imprudentes, acaba generando una propensión a tomar
decisiones imprudentes; quien toma decisiones magnánimas y generosas, acaba
con la predisposición a la magnanimidad. Necesariamente vamos pasando de
eso que teníamos en nuestro nacimiento a generarnos un carácter, un conjunto
de predisposiciones.
La forja del carácter
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Decían los clásicos, y tenían razón, que la principal tarea de una persona es la
forja de su carácter. Nos podemos forjar uno bueno o uno malo, pero no
tenemos más remedio que forjarnos alguno, con lo cual, lo inteligente, es
forjarse el bueno, como es natural. ¿Qué quiere decir “el bueno”? Pues aquél
que nos conduce más a la felicidad y a la justicia. Si hay dos lados
fundamentales del fenómeno moral, estos son la felicidad y la justicia. Todos
queremos ser felices, todos queremos tener una vida en plenitud, pero es de
justicia que todos tengan las posibilidades de hacerlo. La justicia es muy
exigente, mientras que la felicidad es el terreno del consejo y de la invitación.
Predisponerse para tomar buenas decisiones en la línea de la justicia y la
felicidad es forjarse un buen carácter. La principal tarea de una persona es
forjarse ese buen carácter y la educación es fundamental para ello.
Pero en los años setenta del siglo veinte, nos vamos dando cuenta de que el
carácter no es solo cosa de las personas sino también de las organizaciones,
también de las instituciones, también de las profesiones. Hay profesiones que
tienen un pésimo carácter y hay universidades que tienen un carácter
horroroso. Porque no sólo las personas se forjan un carácter, sino también las
organizaciones y las instituciones. Las organizaciones tienen un carácter, y
cuando uno se acerca a una empresa u otra nota si la gente genera, o no,
confianza, si son gente amable, si dan un buen producto, etc. Y esto nos pasa
con cualquier otra cosa. Si uno se acerca a un trabajador social puede ver si va a
ayudar a resolver y va a tomar la perspectiva del participante, y no solo la del
observador, o es un simple burócrata que está aquí empleado y hace su trabajo
porque es por lo que le pagan. Percibimos estas actitudes, percibimos el buen
carácter y el mal carácter. Y el buen carácter, obviamente, nos genera confianza
mientras que el mal carácter nos genera repulsión, como es natural.
La ética tiene que ver con la forja del carácter de las personas, de los pueblos, de
las organizaciones, y de las profesiones. Y con esa idea nacen las éticas
aplicadas: con la idea de que hay distintas actividades sociales -la actividad
sanitaria, el trabajo social, la educación, etc.- que deben tener un buen carácter y
estar altos de moral porque si no la sociedad está verdaderamente desfondada.
Una sociedad en la que la política es deplorable, las actitudes son deplorables,
al final acaba hundida y desmoralizada. Como decía José Ortega y Gasset, lo
importante no es ser morales o inmorales -o no es tan importante como estar
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altos de moral o estar desmoralizados-. Y una sociedad acaba estando
desmoralizada cuando no hay confianza en los bancos; cuando no hay
confianza en los políticos; cuando no hay confianza en las empresas; cuando no
hay confianza en los trabajadores sociales…
La confianza, pieza básica para la moral de una sociedad
Cuando no hay confianza, una sociedad está baja de moral. Y entonces todas las
soluciones que se le ocurren son malas, porque vienen los inmigrantes y
molestan, y el discapacitado es un señor que ojalá se le diera el pasaporte
porque ¡mira que es pesado! Y cuando una sociedad está baja de moral no tiene
ganas de emprender los retos vitales, no tiene ganas de asumir la
vulnerabilidad que nos caracteriza. Una sociedad está más alta de moral cuanto
más acoge a los más débiles y lleva adelante a los vulnerables. Como decían los
viejos anarquistas, el apoyo mutuo es lo que ha hecho que la especie humana
esté por encima de las demás especies, más que la lucha conflictiva para la vida.
Lo que lleva a mejorar es el apoyo mutuo, y la especie humana –con todas sus
maldades- ha conseguido que los discapacitados y los débiles puedan
sobrevivir y puedan vivir bien.
Las éticas aplicadas nacen con este afán de elevar la moral de sus sociedades.
Son éticas verdaderamente republicanas, en el sentido de que no vienen de las
altas esferas, sino que nacen desde la base. Los ciudadanos exigen a cada una de
las actividades profesionales que actúen moralmente, es decir, que actúen como
teniendo en cuenta sus propias metas.
Los filósofos somos de los últimos que nos hemos apuntado a las éticas
aplicadas, ya que el filósofo normalmente está en su torre de marfil interesado
muchísimo en la enésima traducción de la palabra no sequé de nosecuántos y
no le interesa demasiado lo que pasa en la vida cotidiana. Pero debo decir -por
mi experiencia- que cuando tomamos el bagaje filosófico y lo aplicamos en la
vida cotidiana, es verdaderamente fecundo. Las éticas aplicadas son exigidas
por los ciudadanos, por los filósofos -¡por fin!-, pero también por los
profesionales de cada profesión. Esa es la tercera fuente de sugerencias para las
éticas aplicadas. Los profesionales que, a menudo, están muy descontentos con
sus compañeros profesionales que llevan mal a cabo su profesión. Por ejemplo,
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hay gentes de la sanidad que se preocupan porque la enfermería o la medicina
son fundamentales y no se está haciendo como se tiene que hacer: y es entonces
cuando los propios profesionales ven que hay que subir la moral de su
profesión. Las éticas aplicadas nacen entonces porque las exigen los
ciudadanos, las exigen los profesionales, las exigen distintos sectores, entre ellos
los políticos que quieren saber con quiénes se tratan, y de qué estamos
hablando.
¿Qué és una ética aplicada?
Entrar, ahora, en una segunda parte. ¿Qué es una ética aplicada? La ética
aplicada se distingue de la moral de la vida cotidiana y de las éticas
tradicionales. La moral no la han inventado los filósofos, es tan antigua como la
humanidad: siempre ha habido conciencia que hay unas formas de vivir más
humanas que unas otras. Y en ese sentido, debemos distinguir entre la moral de
la vida cotidiana, que lleva apellidos de la vida cotidiana. Hay morales
budistas, cristianas, ateas, laicas, socialistas, liberales… Hay morales de la vida
cotidiana que no inventan los filósofos, sino sobre las cuales reflexionan, pero
que están ahí. En este sentido, Kant decía en la Crítica de la razón pura: “Me han
criticado algunos porque a la hora de dar la fórmula del imperativo dicen: no ha
dado ningún nuevo deber, solo ha dado una fórmula para comprobar cuándo
un deber se ha de considerar deber moral. ¡Como si los filósofos tuviéramos que
dar deberes, y los deberes no estuvieran ya en la vida cotidiana!”.
Ya es en la vida cotidiana donde hay distintas morales. Los filósofos tienen la
tarea de aclarar, fundamentar, aplicar, que es distinta. La moral de la vida
cotidiana es distinta de la ética o la filosofía moral, pero la ética aplicada es
diferente de las filosofías morales tradicionales, recordemos que es una
novedad de los años setenta del siglo pasado. Y es una novedad porque se trata
de ética, y se construye con apellidos filosóficos; cuando uno entra en las éticas
aplicadas, las tradiciones son la kantiana, la aristotélica, la dialógica, la
utilitarista… pero su manera de proceder no es la habitual: no se trata de que
elaboramos una teoría ética y después miramos cómo se aplica, sino que
partimos de un problema de la vida cotidiana y tratamos de ver en la reflexión
ética qué corrientes y qué teorías nos ayudan a aclarar el punto de partida y a
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darle una solución. Cada vez más, entonces, se trata de ver qué propuestas
filosóficas nos ayudan mejor a resolver un problema de la vida cotidiana.
Éticas elaboradas en grupos y comités interdisciplinares
La segunda cuestión que es muy importante es que las éticas aplicadas no se
elaboran solamente en los despachos universitarios, sino que se elaboran en
muy buena medida en los comités, las comisiones y los grupos que reflexionan.
Porque es imposible hacer una ética aplicada a la intervención social sin contar
con los trabajadores sociales. Como es imposible hacer una ética sanitaria sin
contar con el profesional sanitario, que es el que está implicado en primera
instancia. Las éticas aplicadas parten de la base de la reflexión de la vida
cotidiana y van ascendiendo hacia un conjunto de principios. Son éticas que se
hacen en grupos, en comités, en reflexiones interdisciplinares, en las cuales
trabajan servicios sociales, pero también jueces, trabajadores sociales,
psicólogos, pedagogos, filósofos…
La interdisciplinariedad es una necesidad social. Porque lo que nos pasa al final
es que la realidad tiene problemas y las universidades tienen departamentos: o
sea, en la realidad se plantean problemas que se deben resolver entre unos
cuantos, pero en la universidad te dicen: “no, eso es de los de ciencias”, “no, eso
es de los de psicología”, “no, eso es de los de pedagogía”… ¡Por favor!
Actualmente no hay ni un solo problema que no necesite un tratamiento
interdisciplinar. Todos necesitan el trabajo conjunto de todos. En ese sentido, las
éticas aplicadas son interdisciplinares, porque sin el trabajo conjunto no
alumbramos ni un solo principio moral, ni una sola solución moral. Es un
trabajo conjunto, pero por necesidad, no por opción.
A partir de ahí, las éticas aplicadas se van expresando en libros. Yo escribí uno
en 1993 que se titula Ética aplicada y democracia radical, u otro con el grupo que es
Razón pública y éticas aplicadas, en 2003. Es un tipo de libros que se escriben
desde unas profesiones determinadas, pero después hay que redactar unos
informes, y eso es ética aplicada: no solamente es el manual o el libro, sino que
los informes van entrando para aplicarlos en una institución. Es entones cuando
llega lo que decía Hegel, que la moral se está plasmando en las instituciones. La
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moral se va a ir plasmando en las instituciones porque ellas lo van a ir
recogiendo. A veces en leyes legales, pero a veces en documentos éticos, que
son los que pueden dar una gran movilidad a las sociedades.
Las éticas aplicadas se están incorporando a las instituciones y ya no hay vuelta
atrás: es un fenómeno irreversible. Cada vez más las propuestas de la ética en la
empresa, de la bioética, de la ética de los servicios sociales, de la ética del
desarrollo… están formando parte de nuestras instituciones y les están dando
carne y vida, en vez de quedarse únicamente en las universidades.
El estatuto de la ética aplicada
¿Cuál es el estatuto de la ética aplicada? Suele hablarse en estas tareas de dos
modelos: de la casuística uno y la casuística dos, y hay otro modelo que es el que
yo voy a proponer.
La Casuística uno es la que toma unos principios éticos y los aplica a los casos
concretos. Parece de lo más normal, porque es el procedimiento deductivo. La
casuística uno tiene muchos inconvenientes en el momento actual, porque
sobretodo en sociedades moralmente plurales no hay principios con contenido
que sean compartidos absolutamente por todos. Aquellos principios que se
creía que todos compartíamos se pueden ver alterados hasta llegar al punto de
la interculturalidad o el problema de la multiculturalidad.
Por eso algunos autores proponen la llamada casuística dos. Se empieza en los
casos concretos, y todo el mundo sabe que en las éticas aplicadas el
procedimiento del caso es fundamental. Cogemos un caso y lo analizamos,
tratamos de ver cómo lo resolveríamos y cuáles son las cuestiones morales
implicadas en el caso. Cuando se trabaja así -esto en bioética se ha trabajado
mucho- se va llegando a unos principios que no son universales, pero sí son
principios de alcance medio. Llegamos a estos principios gracias a la aplicación
prudencial, al discurso prudencial entorno a los casos concretos.
Ha funcionado muy bien, por ejemplo, el informe Belmont que toma sus
principios y los aplica a la bioética y a otros ámbitos, pero tiene el inconveniente
de que en las sociedades pluralistas no se llega a unos principios de alcance
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medio, de tal manera que las éticas aplicadas son reinos de taifas. Sin embargo,
sí que es posible llegar a unos principios compartidos por todos, aunque no
sean principios con contenido, pero sí principios formales o procedimentales.
El principio kantiano del fin en si mismo
Voy a poner dos ejemplos, que serán mi referencia. El principio kantiano del
imperativo del fin en sí mismo dice: “Trata a la humanidad tanto en tu persona
como en la de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como un fin, y nunca
solamente como un medio”. El principio no está dando contenidos concretos,
pero sí que está expresando una actitud que puede ser compartida por todos los
miembros de una sociedad pluralista.
En cualquiera de nuestras actividades profesionales es preciso tratar a los seres
humanos no como un medio únicamente, aunque todos nos tratamos como
medios. Porque cuando yo le voy a comprar una botella de leche a alguien le
estoy tratando como un medio, obviamente, pero le tengo que tratar a la vez
como un ser que es fin en sí mismo, que tiene una dignidad, y que no tiene un
simple precio. Reconocer la dignidad humana quiere decir dos cosas que son
fundamentales en el trabajo social: no dañar, no instrumentalizar y sí
empoderar.
El primer principio de cualquier profesión es la no-maleficencia. Por tanto el
profesional de los servicios sociales tiene que ir con cuidado de que en un barrio
determinado no digan: “¡Horror, que viene el trabajador social!”. El primer
principio es no dañar, porque los seres humanos tienen dignidad y no un
simple precio, son fines en sí mismos y no simples medios.
El segundo principio es no instrumentalizar, porque está muy bien tener una
profesión, pero no hay que tratar a los vulnerables como un instrumento para la
propia situación, sino que son los que dan sentido al trabajo, y su dignidad es la
que da sentido al trabajo.
Y el tercer principio es el de sí empoderar, y sobretodo en servicios sociales. Se
trata de empoderar a la gente, para que pueda hacer su vida. En ocasiones es
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tremendamente difícil. Pero hay que tratar de empoderar, no solamente
resolver las papeletas asistencialmente -que cuando haya que hacerlo, también.
La importancia de empoderar a las personas
Si hay una familia que está pasando hambre y viene a pedir de comer, no
vayamos a decirle que no le podemos dar comida porque primero debe
aprender a conseguir la comida, ya que si no mientras tanto se nos muere de
hambre: tampoco se debe de ser tan fundamentalista. Hay que tener la
prudencia para saber cómo hay que resolver los temas en cada caso concreto.
Pero lo importante es empoderar a las personas para que puedan seguir
adelante con su vida, y no el asistencialismo del resolver el problema concreto,
pero no resolverlo para el medio y largo plazo.
Sigue valiendo ese principio kantiano para nuestras sociedades, y creo que
sigue valiendo el principio de la ética del discurso, que dice que las normas
solamente serán justas si todos los afectados por ellas pueden darle su
consentimiento en un diálogo celebrado en condiciones de simetría. La ética del
discurso, que es la que crearon Apel y Habermas y que hemos trabajado otros
muchos, como yo misma, es la que dice que cuando se trata de normas,
solamente se puede decir que las normas son justas si todos los afectados por
ellas podrían darle su consentimiento después de un diálogo celebrado en las
condiciones más próximas posible a la simetría. Afortunadamente, es un signo
de nuestro tiempo que los afectados tienen que tener voz. Hay que dar voz a los
afectados porque deben poder decir también cómo quieren las cosas.
Esos dos principios son formales, son principios procedimentales, no son
principios de contenido; la cuestión es ver cómo se aplican en cada caso
concreto, pero nos pueden unir a todos; es lo que en nuestro grupo hemos
llamado una hermenéutica crítica. Y es muy interesante porque resulta que la
fundamentación y la aplicación están unidas: es yendo a los casos concretos, a
las actividades concretas, cuando descubrimos los principios que están dentro.
El arte de la interpretación es fundamental, la llamada hermenéutica.
El marco de la ética aplicada a la intervención social
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El marco de las éticas aplicadas es este que he descrito hasta aquí, pero el marco
de la ética aplicada a la intervención social tiene sus propios trazos. En primer
lugar, tiene que ser interdisciplinar, cosa que me parece indiscutible.
A mí siempre me ha sido muy útil tomar el esquema de un escritor
norteamericano, MacIntyre, en su libro Tras la virtud, en el que habla de un
concepto tomado de Aristóteles pero que él actualiza: se trata de la práctica. Él
dice que la práctica es una actividad social cooperativa en la que trabajan
distintos agentes sociales que tratan de alcanzar una meta, que es la que le da
sentido y legitimidad social. Y ese es el concepto de práctica que yo considero
válido para cualquier actividad profesional. Y es que, efectivamente, es
imprescindible trabajar juntos, cooperativamente.
Además, desgraciadamente, hemos olvidado demasiado que nuestros trabajos
tienen una meta que es la que da sentido y legitimidad social. No solo los
políticos necesitan legitimarse, nosotros también. Si nosotros no alcanzamos la
meta, nos tendrían que quitar el puesto: si la sanidad hace empeorar a la gente,
hay que acabar con la sanidad. Si el derecho promueve la injusticia, hay que
acabar con el derecho. Creo, por tanto, que la primera tarea de nuestras
profesiones es preguntarnos: “¿Cuál es nuestra meta?”, “¿Qué es lo que nos da
sentido y legitimad social?”. Porque si no, está muy bien que todos sepamos
utilizar el ordenador y las mejores tecnologías punteras, pero no va a servir
para nada si no sabemos cuál es nuestra meta, qué es lo que queremos
conseguir. Esto -lo decía ya Aristóteles- es de sentido común pero, como decía
Ortega, “el sentido común es el menos común de los sentidos”.
Lo primero, pues, son las metas y después -como entendía MacIntyre siguiendo
a Aristóteles-, que cada actividad tiene unos bienes internos -que son esa meta
que le da sentido. Finalmente, con todas ellas se consiguen los bienes externos.
El bien interno es el que da especificidad a una profesión y hace que el trabajo
social no sea lo mismo que la sanidad ejercida en los hospitales por médicos e
enfermeras, o la actividad educativa que se hace en una escuela, por ejemplo.
Tiene que tener una especificidad porque si no, no estamos hablando de una
profesión.
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En muchas actividades profesionales lo primero que hay que hacer es decidir
qué es lo que nos especifica, porque una profesión ofrece un bien tan precioso a
una sociedad, que si no la sociedad sería mucho peor humanamente. Por ello
debemos dilucidar cuál es el bien que podemos ofrecer en nuestra profesión
que otros no pueden dar, y qué tenemos que trabajar conjuntamente.
Los bienes externos -dice MacIntyre- se consiguen con cualesquiera actividades
profesionales, las hace iguales a todas, y son fundamentalmente: el dinero, el
prestigio y el poder. Todas las profesiones dan algo de dinero: unas más, otras
menos, pero todas dan algo para sobrevivir, y eso hace falta porque si no se
acaba la gente. Todas dan un cierto prestigio, porque si uno lo hace bien genera
afecto, reconocimiento, la gente lo reconoce. Y es que el cierto prestigio es
importante para los seres humanos: uno no puede vivir sin autoestima. Cuando
te viene alguien y te dice: “!Que clases daba usted!”, ese día ya no comes,
porque te pones contentísimo gracias a lo que te han dicho.
La necesidad de un cierto poder
Finalmente, todos necesitamos un cierto poder. Los anarquistas decían que el
poder corrompe, y que el poder absoluto corrompe absolutamente. Pero el
poder es bueno cuando se pone al servicio, cuando uno utiliza su poder para
empoderar a otros: si yo tengo unos conocimientos que otros no tienen, si yo
tengo unas posibilidades que otros no tienen, entonces yo puedo ayudar a otros
a desarrollar su vida. En este caso el poder es maravilloso, porque la impotencia
es terrible. El no tener ningún poder no es nada bueno para nadie. Lo
importante es poner el poder al servicio de los otros.
Ahora bien: ¿Cuándo empieza la corrupción de las actividades profesionales?
Cuando los bienes internos se cambian por los bienes externos. O sea, cuando a
nadie le interesa el bien interno y todo el mundo está haciendo el catálogo del
dinero, el prestigio o el poder que da esta actividad profesional: entonces nos
encontramos con el fenómeno de la absoluta burocratización de todas las
actividades profesionales y la homogeneidad de las actividades profesionales,
porque todas se miden por el dinero que dan, por su prestigio, etcétera.
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Cualquier actividad profesional se caracteriza por unos bienes internos que
necesita de unos bienes externos, obviamente, pero tiene que saber cuáles son
sus bienes internos porque eso le especifica. Y además, para alcanzar esos
bienes internos hay que desarrollar unas actitudes y encarnar unos valores. Hay
que desarrollar unas virtudes, que son predisposiciones a actuar en pro de la
felicidad y de la justicia. A esas predisposiciones se les llama virtudes, aunque el
termino no vaya muy acorde con los tiempos que corren. El profesional es
alguien que trata de ser excelente en lo suyo, precisamente porque quiere
ponerlo al servicio, porque quiere alcanzar su meta. Y si uno no es excelente en
lo suyo debe preocuparse, porque hay gentes que van a sufrir, precisamente,
porque no está desarrollando su excelencia. Y recordemos que la excelencia no
es medirse unos con otros –a ver quién es el más guapo- sino con intentar
hacerlo lo mejor, porque nuestra meta merece todo el desarrollo y todo el
trabajo. Y además hay que encarnar unos valores, que son lo que condiciona
nuestra vida para hacerla humana. Además, también, hay que someterse a unos
principios éticos generales, que son -como ya hemos avanzado antes- el
principio kantiano del fin en sí mismo, y el de la ética del discurso.
Pricipios éticos en la intervención social
Veamos cómo sería todo esto aplicado en el campo de la intervención social. En
primer lugar, el trabajo social es una actividad profesional, es una práctica
profesional cooperativa donde hay trabajadores sociales, psicólogos,
pedagogos, educadores, jueces… en un territorio que tiene que ver con lo que el
trabajador social Rafael Aliena denomina en su libro Descenso a periferia, que a
mi me parece una expresión bastante afortunada. De alguna manera, el trabajo
social tiene que ver con “descender a periferia”, tiene que ver con descender a
ese mundo de la exclusión, que en ocasiones es una exclusión puntual, y en
ocasiones, desgraciadamente, es una exclusión crónica.
Fijándonos por ejemplo en el Informe Foessa, se ve cómo en nuestros países
existen bolsas de pobreza que son absolutamente recurrentes. Es la pescadilla
que se muerde la cola: son barrios enteros muy desprotegidos en los que existe
una absoluta desmotivación, una absoluta invisibilidad: nadie los reconoce,
nadie sabe en realidad dónde están… y la gente que está condenada a esos
barrios no tiene ni siquiera el interés de salir de esa situación porque cada vez el
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barrio se los come más. Es el gran terreno de los excluidos, de la periferia, el que
no aparece y es invisible.
Los trabajadores sociales tienen, entre otras tareas, la de llevar a visibilidad lo
invisible, que es la gran lucha por el reconocimiento, que a veces pueden
hacerla los que tienen fuerza, y a veces otros lo han de hacer por ellos. Llevar a
visibilidad ese terreno de periferia, de los que son invisibles –porque ya los
hemos dejado de lado y no nos interesan– es una de sus más grandes tareas. Es
una actividad social que se lleva a cabo en el terreno de periferia, en el entorno
de la infancia y familia –pero no de las bien situadas– sino en el terreno de la
desprotección, la vulnerabilidad y la periferia, obviamente, en el terreno de la
juventud desmotivada, dejada, de los que se han quedado con unos sueldos
“infra”, o sin sueldos; en el terreno de los ancianos que no tienen derecho a una
residencia ni a atención de sus familias; en el terreno de las discapacidades, que
es un mundo verdaderamente amplio y tremendamente dejado; en el de la
drogodependencia, que efectivamente, es uno de los grandes problemas de
nuestro tiempo; en el de las minorías étnicas, que suelen ser las más marginales
-en España han sido tradicionalmente los gitanos, pero puede haber otras; en el
de los inmigrantes sin papeles; en aquellos que padecen la violencia doméstica,
de un lado y otro; y en el de la pobreza y la marginación.
Los bienes internos que ofrece el trabajo social son fundamentalmente los de
trabajar por los derechos y las necesidades de las poblaciones más vulnerables y
más desprotegidas, y en ese sentido creo que es un trabajo que presta a la
sociedad un bien incalculable, por eso creo que los que trabajen en ello tienen
que ser excelentes para tratar al servicio de los más vulnerables, porque una
sociedad que no los tenga en cuenta es una sociedad radicalmente injusta y
radicalmente inhumana.
El bien interno sería el de atender a las necesidades y a los derechos humanos
insatisfechos de todos esos colectivos, tratando de prevenir carencias, de
empoderar a quienes tienen esas carencias, y de acompañarles en esos sectores
que son, fundamentalmente, marginales. El trabajador social y la trabajadora
social tienen que ser gente con una sensibilidad muy especial. Claro que
pueden ser profesionales, pero vocacionados. Para mí, el hecho distintivo es
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que el profesional sea un profesional vocacionado, que no sea un burócrata: uno
tiene que asumir la perspectiva del participante y no la del observador.
No se pueden resolver problemas humanos de gente especialmente vulnerable
sencillamente con prescripciones. Esto es lo que pasó con la ética del desarrollo,
en que decían “hemos aplicado el modelo del desarrollo del consenso de
Washington a unos países que están dejados de la mano de Dios”, con lo que se
generaba peor situación, ya que son colectivos a los que hay que prevenir,
empoderar y, además, acompañar, porque hay bolsas enormes de
marginalidad, y son territorios fundamentalmente de periferia.
Encarnar los valores
Otro factor clave es que el trabajo social debe realizarse con unos valores: hay
que encarnar los valores. Los valores son aquellas orientaciones vitales que nos
resultan atractivas para acondicionar el mundo. Es mucho más humano un
mundo con libertad que con esclavitud, con igualdad que con desigualdad, con
solidaridad que con insolidaridad. Son esas orientaciones que una vez las
encarnamos, la gente se hace más humana. ¿Para quién? Para cualquiera de
nosotros, pero también para todos los beneficiados.
Sin embargo, en el mundo del trabajo social uno de los grandes problemas es
que el trabajador social lleva sus valores y se encuentra con gentes atendidas
que pueden tener otros valores. Ahí viene uno de los grandes temas, que es
problema, que no dilema: la cuestión es que necesariamente el trabajo tiene que
ser contextual ideológico, el trabajador social no tiene más remedio que entrar a
ver cuáles son los valores. Y tampoco hay que confundirse en estas cosas,
porque hay valores que no son valores, porque hay cosas que no merecen
respeto.
Por eso es una tarea muy difícil, porque no se trata de decir “esto es lo que hay
y con esto vamos a todas partes” sino que prudencialmente hay que ver cada
caso con el corazón y con la razón, qué es en este caso lo que es un valor y lo
que es un disvalor. No se puede ser tan ingenuo para decir que cada uno tiene
sus valores y que todos son muy respetables: ¡algunos no son tan respetables!
Por eso el trabajador tiene que ver, porque a veces los más vulnerables se
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pueden quedar machacados por respetar cualquier valor. Por eso hay que hacer
como el arquero de Aristóteles: un arquero es alguien que quiere dar en el
blanco, y para dar en el blanco quiere alcanzar la meta.
Lo primero es la voluntad de alcanzar la meta, que es algo que hay que forjar
día a día, y después tratar de aprender qué es un arco, de qué puede estar
compuesto, cómo pueden ser las flechas, qué longitud puede tener… Pero a la
hora de decir cómo se alcanza la meta, es en el caso concreto, porque puede
soplar el viento o no, puede haber mayor o menor lejanía… Por eso el prudente
es el que conoce el arco y es el que quiere alcanzar la meta, y tratar los casos
concretos de alcanzar la meta concreta.
Decía Aristóteles, y tenía toda la razón, que de la misma manera sabe elaborar
los venenos el que los elabora para matar, como el que los elabora para sanar.
Pues bien, un buen técnico es el que sabe hacer buenos venenos, un buen
profesional es el que los utiliza para salvar, y un mal profesional es el que los
utiliza para matar. Podemos abrir muchos ordenadores y muchas páginas web
y podemos tener mucha información pero ser unos pésimos profesionales,
porque el buen profesional quiere saber cómo es el arco, se entrena todos los
días, pero es en el caso concreto donde ha de ver -por ejemplo- quién es esta
familia, quién ese niño, por qué es drogodependiente, por qué la familia tiene
esta relación… y es él quien tiene que decidir allí, en la situación, sin que pueda
haber unas reglas que se apliquen universalmente.
Características de la profesión
Las siguientes características que voy a señalar son las excelencias del carácter,
las virtudes de la profesión del trabajador y la trabajadora social, algunas de la
cuales me parecen fundamentales.
Competencia: los trabajadores sociales y el voluntariado tienen una pésima
fama de gentes de buen corazón pero poca competencia. Normalmente se
entiende que el sistema político es una cosa y el sistema económico es otra, eso
es lo serio. Uno y otro generan una serie de desgraciados, a quienes recogen los
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trabajadores sociales y los voluntarios. La política y la economía generan
deshechos, y después llega el trabajador social -gente de buen corazón pero no
muy buenas entendederas- y recoge a la gente y la cuida para que aquello no se
desmadre. ¡Pues no señor! Para colaborar y ayudar a los vulnerables hay que
ser muy competente: uno tiene que aprender muy bien cuáles son las últimas
técnicas, cuáles son las últimas posibilidades, cuáles son los desarrollos
psicológicos, pedagógicos, precisamente porque uno lo que quiere es atender a
las personas que tienen dignidad.
Sentido la justicia: sin un sentimiento de injusticia y de capacidad de
indignación es imposible descubrir las necesidades y las vulnerabilidades. Los
sentimientos ayudan a descubrir caminos y esferas que están absolutamente
ocultos. Cuando alguien tiene sentido de la justicia, va descubriendo que aquí
hay una situación de indignidad, que aquí hay una situación de injusticia, que
aquí hay una situación de carencia, etcétera. Cuando uno no tiene el sentido de
la injusticia, nos parece que todo está absolutamente bien, sobretodo si a
nosotros nos va bien. El que carece del sentido de la injusticia, yo creo que para
empezar no puede ser persona, pero sobretodo no puede ser trabajador social.
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Sentido de la prudencia: hay que entrenarse para no actuar de forma lesiva para
nadie, y buscar la creatividad para encontrar caminos nuevos. No empecinarse
en que las soluciones ya están dadas, que hay uno o dos caminos y nada más,
sino que hay que ser muy creativo para encontrar caminos nuevos para no
quedarse en aquello que se llamaba tanto en el tema del desarrollo de “la
elección cruel”: hay que elegir y hay que sacrificar a alguno por los otros.
Profesionales vocacionados y respetuosos
Asimismo, hay que ser creativo para pensar otros caminos de solución que no
dejen a nadie por el camino. Hay que tener sensibilidad para los contextos y ser
muy vocacionado y muy sensible. ¿Quién es el vocacionado? Es alguien que
tiene ciertas habilidades para un determinado trabajo y que, sobretodo, le
parece tan importante la meta, que quiere poner sus habilidades al servicio de
esa meta.
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Es fundamental el respeto activo, la capacidad de respetar puntos de vista que
no son el propio, no solamente la tolerancia, sino el ser capaz de respetar otros
puntos de vista, con tal de que se piense que son puntos de vista justos que no
son humillantes para las personas. Hay que tener, también, capacidad de
interpretación de la situación: sin capacidad de interpretación, si uno va con el
código cerrado de lo que hay que hacer en este caso, no vamos bien. Es preciso
tener capacidad de diálogo, obviamente, en los casos concretos y un enorme
sentido de la solidaridad.
Los trabajadores sociales tienen que trabajar en estrecha colaboración con las
familias y los afectados por los contextos concretos de su actuación. No se
puede trabajar al margen sino en colaboración con. Y cada vez más se entiende
que los afectados tienen que ser agentes sociales. ¿Quiénes son las instituciones
que tienen que trabajar en ello? Las instituciones políticas, las organizaciones
cívicas y empresariales, que también se tienen que sumar a la tarea, y por
supuesto, los ciudadanos.
Una de las características del ciudadano tiene que ser la solidaridad. Un
ciudadano que no tiene en cuenta la vulnerabilidad de otros, no es un buen
ciudadano. Normalmente entendemos que un ciudadano es una persona que
tiene unos derechos, unos deberes. El ciudadano si no tiene sentido de la
solidaridad, no es un buen ciudadano, porque el ciudadano es aquél que intenta
ser su propio señor, o su propia señora, que intenta ser el protagonista de su
vida, el que escribe el guión de su propia novela.
El ciudadano es el que quiere hacer su vida, pero se da cuenta que lo hace con
otros, que son sus conciudadanos, que son iguales que él. Lo que nos une a
unos y a otros es la vulnerabilidad en la que estamos todos. Todos
absolutamente somos vulnerables, en la etapa de la niñez o en la de la
ancianidad, en la etapa de la enfermedad o en la del desconsuelo… La
vulnerabilidad nos constituye tanto como la autonomía; somos ciudadanos
vulnerables. Y si no somos ciudadanos solidarios también somos seres
totalmente inhumanos. Por eso, una de las claves del trabajo social, como la de
cualquier ciudadano, tiene que ser la clave de la razón compasiva. Compasiva
no quiere decir compadecerse de “esos pobretes que están allí abajo”, sino que
los seres humanos podemos trabajar y padecer conjuntamente en la tristeza y en
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la alegría. Y el que no es capaz de compadecer la tristeza ni la alegría, tampoco
es un ser humano.
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