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Antropología de la Música:
De los géneros tribales a la globalización
Vol. 2 – Teorías de la Complejidad
Carlos Reynoso
UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES
1. Introducción .................................................................................................................... 3
2. Musicología comparativa .............................................................................................. 10
La vergleichende Musikwissenschaft y sus derivaciones.............................................. 14
Análisis, comparación y contexto – Georg Herzog ...................................................... 22
Etnomusicología transcultural I – Mieczysław Kolinski y sus discípulos .................... 27
Etnomusicología transcultural II – Gestación del modelo de Lomax ........................... 33
Introducción sucinta a la Antropología Transcultural .................................................. 35
Etnomusicología transcultural III – Cantométrica ........................................................ 41
El Libro de Codificación ............................................................................................... 43
Miscelánea de demostraciones cantométricas .............................................................. 53
Metacrítica de la razón cantométrica ............................................................................ 57
Musicología comparativa y transcultural – Situación y perspectivas ........................... 77
3. Modelos estructuralistas, semiológicos y lingüísticos .................................................. 80
El estructuralismo precursor de Constantin Brăiloiu .................................................... 82
Semiología de la música ............................................................................................... 95
Semiología del nivel neutro – Jean-Jacques Nattiez ..................................................... 96
Semiología greimasiana – Eero Tarasti ...................................................................... 104
Tendencias de semiología musical en el siglo XXI .................................................... 108
Modelos lingüísticos en etnomusicología ................................................................... 112
Metacrítica de los modelos lingüísticos ...................................................................... 118
Modelos estructurales y lingüísticos – Situación y perspectivas ................................ 129
4. Cognitivismo y Etnociencia ........................................................................................ 133
Cognición, fenomenología y Gestalt – Carl Stumpf ................................................... 133
Terminología musical – Ames y King ........................................................................ 135
Análisis componencial – Hugo Zemp ......................................................................... 136
1
Etnomusicología cognitiva en América Latina ........................................................... 144
Antropología de la música y ciencia cognitiva ........................................................... 152
Cognición y análisis en contexto – Gerhard Kubik .................................................... 158
Modelos cognitivos – Situación y perspectivas .......................................................... 160
5. Modelos analíticos ...................................................................................................... 164
El análisis como pastoreo de vacas sagradas – Marcia Herndon ................................ 165
Organogramas y Multi-Musicalidad – Mantle Hood, Michael Tenzer....................... 173
Análisis, identidad y representación – Kofi Agawu ................................................... 178
El retorno del análisis – Simha Arom ......................................................................... 181
Modelos analíticos – Situación y perspectivas ........................................................... 188
6. Posmodernismo y Estudios Culturales........................................................................ 192
Etnomusicología posmoderna y poscolonialismo – Ramón Pelinski ......................... 197
Estudios culturales populistas – Paul Willis ............................................................... 208
La música en el orden global ...................................................................................... 210
Posmodernismo y Estudios Culturales – Situación y perspectivas ............................. 214
7. Complejidad, caos y música en la cultura ................................................................... 216
Música y dinámica no lineal ....................................................................................... 220
Geometría fractal – Música y distribución 1/f ............................................................ 224
Sistemas-L y gramáticas musicales ............................................................................ 227
Algoritmo genético, memética y modelos de cambio ................................................. 230
Redes independientes de escala .................................................................................. 232
Modelos complejos – Situación y perspectivas .......................................................... 235
8. Conclusiones ............................................................................................................... 237
Bibliografía ..................................................................................................................... 245
2
1. Introducción
En una época en que las disciplinas están en tela de juicio y las obras de síntesis no abundan, el libro que se ofrece es la segunda parte de una visión de conjunto sobre las teorías
de la etnomusicología o la antropología de la música; su propósito es considerar críticamente un número representativo de las propuestas teóricas de la especialidad, incluyendo
unas pocas que todavía están en proceso de gestación. No es un survey de las nuevas tendencias, ni una introducción a la música etnográfica, ni una narrativa apacible sobre
quién ha dicho qué. Es una lectura crítica de esas teorías, o, si se quiere, una inspección
de las teorías etnomusicológicas como problemas.
Al lado del tratamiento de las teorías se desarrollará una crítica a lo largo de tres ejes,
examinando (1) la consistencia interna de sus enunciados, (2) la calidad de las extrapolaciones de teoría antropológica hacia el campo de los estudios de la música y (3) la productividad de las formulaciones en la práctica. Esta productividad se evaluará primero en
abstracto y luego tomando en cuenta sus implementaciones de referencia, si es que las
hay. También se pondrá a prueba el rendimiento de cada teoría ante un caso-testigo.
Propongo que éste se constituya en torno del advenimiento de la world music, del colapso
de las identidades tradicionales y de la hibridación masiva de los géneros musicales en un
mundo globalizado, un escenario en el que las unidades sociales aisladas y las culturas
peculiares de la antropología clásica (incluyendo en ésta a los modelos hermenéuticos)
han dejado de existir.
El propósito de esta puesta a prueba es des-historizar, traer al presente las formas teóricas, pues la idea no es escribir un libro de historia de la disciplina (aunque no hay ninguno) sino construir una visión sobre las teorías disponibles, más allá de que el significado
de algunas de ellas no sea hoy el mismo que el que tuvieron en sus orígenes y de que
nunca se las haya aplicado al nuevo escenario. Se pondrá énfasis entonces en las estructuras lógicas y en las capacidades técnicas de las teorías antes que en el espíritu o el estilo
discursivo de las diferentes épocas. Se posicionarán las teorías en sus coordenadas existenciales y habrá todo el contexto que sea conveniente, pero no más del que sea preciso.
Creo que ésta es una opción estructural preferible a una narración de intimidades alojadas
en archivos oscuros como la que puebla los estudios de historia de la antropología de
George Stocking, o a una exageración de la relatividad de las epistemes como la que se
manifiesta en los ensayos históricos de Michel Foucault. En el primer caso las minucias
de la vida académica y las semblanzas de personajes quitan espacio a la teoría, de la que
virtualmente no se habla, como si no fuera una disciplina científica lo que se historiza; en
el segundo las premisas que articulan cada época tienen tanta fuerza e imponen su sesgo a
tal extremo que no queda nada de las teorías históricas que hoy se pueda entender y recuperar. Hay otras razones importantes que justifican mi decisión:

Las teorías más productivas no necesariamente han sido las más nuevas; ciertas
habilidades técnicas primarias van y vienen a lo largo del tiempo y por el momento no se están promoviendo a nivel teórico. En mis seminarios de antropología de
la música el estudio de un puñado selecto de formulaciones clásicas (Herzog, Kolinski, Brăiloiu, Lomax, Kubik) es, año tras año, lo que resulta ser más revelador.
3

Es inaudito lo que en este espacio del saber se estima pasado de moda: el análisis,
la comparación, el planteo de hipótesis, el tratamiento descriptivo de la música
misma. Se sobrevalora además lo que es reciente por el hecho de serlo aún cuando
se descrea del progreso. Una disciplina en la que se acepta como calificación inteligente o como signo de actualización decir que una teoría es “anticuada”, “envejecida” o “superada”, o cierto pensador un “dinosaurio” independientemente de la
relevancia de los problemas, del contenido de los enunciados o de la calidad de
las teorías, sobreestima vilmente los valores de verdad que trae o se lleva el tiempo (cf. Arom 1999; Agawu 2003a; Cámara de Landa 2003: 90, 136; Feld y Brenneis 2004: 463; Lortat-Jacob y Olsen 2004; Ruiz 2005: 367); imaginen que se
intente hacer lo propio con Euclides, Darwin, Gödel, Turing, Saussure o Einstein
y se entenderá mejor lo que intento decir. Exaltar “lo que ahora se sabe” encogiendo el ámbito de la bibliografía aceptable a cinco o seis años canónicos, soslaya el hecho que lo que se sabe ahora es en muchos respectos menos de lo que se
sabía antes; a los saberes que alguna vez se alcanzaron hay que dividirlos por el
número de campos arbitrarios de especialización que se han definido desde entonces y restarles todos los saberes profesionales que se han olvidado.

Las formas teóricas verdaderamente contrastivas son muy pocas. Cuando quienes
se precian de estar al día desconfían, por ejemplo, de la comparación, aduciendo
que se trata de un género científico superado, lo que se propone en su lugar (el
particularismo, el relativismo cultural o epistemológico, la hermenéutica, la retórica etnográfica, la literatura experiencial) reactualiza indefectiblemente formas
de racionalidad o irracionalidad que ya han existido. Toda forma teórica reproduce planteamientos anteriores, que o bien son redundantes respecto a lo que la nueva versión plantea, o bien han sido impugnados en su momento por razones que
quizá se mantengan (v. g. Nettl 1983: 52-53). Por supuesto que entre lo temprano
y lo tardío puede haber abismales diferencias de grado: no es lo mismo el racionalismo de Chomsky que el de Port-Royal, o la hermenéutica de Ricoeur que la del
siglo XVII. Pero la etnomusicología no ha tenido semejante desarrollo y algunos
de los retornos son apenas sombras de sus antecesores en esta disciplina o en antropología: el interpretativismo de los ochenta de la humanística boasiana, el relativismo reciente del de Herskovits o Kroeber, la etnografía del llanto de Feld de la
etnografía de los sentimientos de Radcliffe-Brown, el individualismo metodológico de Rice o Martin de la concepción psiquiátrica de Sapir, la crítica poscolonial
de Kisliuk de la antropología crítica de Hymes, Jaulin o Leiris, la semiología cognitiva de la psicología gestáltica, la hibridación de Canclini y Pelinski de la de
Herzog o Tracey, el contextualismo de Blacking de lo que se viene haciendo desde Junod (1897), la fenomenología de Gourlay o Ruiz de la de Scholte o Stumpf.
En ninguno de estos casos sería justo decir que la versión más nueva es rotundamente superior. En este libro, por ende, la mera actualidad de una propuesta teórica no se considerará un valor agregado. Cuanto más recientes sean las teorías,
más se les demandará que entreguen lo que contando con los recursos actuales deberían proporcionar.
No será éste un libro escolar que describa las teorías imparcialmente; es un ensayo crítico, puesto que hay una batalla teórica ahí afuera y es preciso tomar partido en ella. Este y
4
otros textos constituyen enclaves en un cuerpo intertextual que ha sido particularmente agonístico. En este campo de vectores ideológicos una teoría se posiciona no tanto en relación estratégica con su objeto, sino en confrontación táctica con otras, con las cuales
compite en un juego de suma cero. El juego consiste menos en superar al adversario que
en descalificarlo; con alguna que otra excepción, nadie ha ofrecido una teoría que se consuele con ser complemento de otra y han sido muy pocos los que han promovido sinceramente la diversidad de puntos de vista.
En esta disciplina, aún más que en otras, raras veces un estudioso dice simplemente lo
que tiene que decir sobre su tópico declarado de elección; casi siempre hay una propensión a atribuir a alguien que sostiene una teoría distinta el papel de antagonista, garantizar
que el crítico se vea superior al criticado, poner una marca en las posturas que se quiere
deslegitimar, anunciar que se está gestando un orden nuevo, dramatizar los obstáculos a
vencer, magnificar los logros o las promesas de la propia escuela. Algunos de esos gestos, en particular los tres últimos, han devenido imperativos incluso en las solicitudes de
financiación científica. No es de extrañar que en esta polifonía bajtiniana cada enunciado
devenga alegato, cada conclusión un veredicto. De ningún modo este libro es una excepción. No es tampoco el único que se escribe sabiendo que en las ciencias blandas así es la
cosa, pero sí es uno de los pocos en los cuales eso se admite y se establece como horizonte presuposicional permanente para que el lector sepa a qué atenerse.
Había dicho que las disciplinas están en crisis. Lo concreto es que la actividad teórica en
antropología de la música, que nunca fue muy vigorosa, se ha ido debilitando en las últimas décadas. Sin ella, la escritura disciplinar está mutando en otro género, diseñado con
poco disimulo para acreditar la cuota profesional que los investigadores deben cumplir
para mantener su estatuto. Hay rutina y desencanto, si es que no regresión. No es entonces momento de seguir promoviendo el espíritu de té canasta que acompaña a los simposios corporativos de la SEM, el ICTM, la ESEM, la IASPM y otros nucleamientos. Aún
cuando se haga el esfuerzo por recuperar lo que haya de recuperable en la teoría que fuere, con las ideas que no se demuestren fecundas no habrá en este libro mayores simpatías;
a fin de cuentas, el nivel de calidad de la disciplina en materia de producción teórica se
encuentra desde hace tres décadas en sus más bajas cotas históricas. Entiendo que las teorías dominantes (provistas desde países que también lo son) tienen su cuota de responsabilidad en el estado de cosas. Es hora que al menos se documente que no todo el mundo
está satisfecho con su mercancía, recuperando puntos de vista que ayuden a pensar en alternativas y a suscitar resistencias, y no que meramente nos permitan relajarnos y gozar
de la situación.
A despecho de su componente pasional, la visión crítica que me he impuesto es una pieza
clave en la organización formal del campo teórico. Sucede también que a medida que escribo libros sobre teoría voy aprendiendo que las formas lógicas son muy pocas y que algunas (las del evolucionismo, la hermenéutica, el análisis, el estructuralismo, la comparación, el individualismo metodológico) vuelven cíclicamente una y otra vez en ropajes
apenas distintos. Algo que he subrayado permanentemente en mis cátedras, sean de teoría
antropológica, lingüística, semiótica, ciencias de la complejidad o arquitectura de software, es que las variedades teóricas mayores son las mismas en todas las disciplinas, cualquiera sea la materialidad de su objeto. Si no han habido innovaciones teóricas radicales
5
en los últimos años es quizá porque el espacio de posibilidades se ha colmado y sólo
queda volver a hacer lo que ya se ha hecho, instanciar una clase que ya existe.
Este ensayo no es entonces una galería de ideas curiosas a través del tiempo, sino una tipología de las estrategias más o menos posibles aquí y ahora. Tampoco es un catálogo de
problemas, como el libro de Bruno Nettl (1983), en el cual, a despecho de su excelencia,
la categoría de problema se mezcla con entidades que son más bien temas de investigación, enfoques, paradigmas, técnicas, géneros ensayísticos, métodos o variedades teóricas. Mi definición de problema no coincide con la idea que se tiene de la noción en ciencias sociales, donde por otra parte jamás ha habido siquiera una definición del término.
Un problema, tal como se concibe en teoría de autómatas, consiste en determinar si una
expresión pertenece a un lenguaje (Hopcroft y otros 2001: 31). Haciendo a un lado los
autómatas, que se intuyen feos, se trata de una definición elegante que además no impone
en absoluto una elaboración axiomática, una notación simbólica o una clase particular de
inferencia. Ésta puede ser analítica, sintética, emergentista o hermenéutica, no importa.
En la evaluación de las teorías, introducir este concepto equivale a investigar si ellas pueden o no alcanzar los fines que declaran en función de los medios que han escogido y si
una determinada conclusión se sigue de los razonamientos que se han desenvuelto. Imaginando que la teoría es una especie de gramática, de lo que se trata es de determinar si
ella puede generar la expresión representada por el caso en cuestión o por la generalidad
de los casos. Aunque yo he de aplicar a las teorías una mirada distante, esta forma de interpelación establece la garantía de una crítica interna. Este es en definitiva el método.
Por eso me atrae menos invitarlos a perderse conmigo en el laberinto de las expresiones,
que son infinitas, que deslindar cuáles son las clases de lenguajes subyacentes a las teorías, clases que, a la escala apropiada, son como se ha dicho muy pocas (cf. Reynoso
2006b). Importará menos cada una de los argumentos que alguien profiere que el eventual patrón recurrente que él o ella impone a su argumentación. Espero entonces que el libro sea de utilidad en la comprensión de las posibilidades formales del campo teórico,
más allá que una u otra teoría opte por expresarse en registros que en apariencia son de
orden estético o narrativo, que todas hablen la jerga idiosincrásica de una disciplina rara y
que esos factores se contagien a la crítica que las confronta.
En el volumen anterior de esta serie analicé los modelos evolucionistas, la escuela histórico-cultural, la antropología de la música contextualista, las corrientes interpretativas, la
fenomenología, la etno- y la sociomusicología de la performance. Los modelos que se investigan en este volumen son los de mayor dificultad de tratamiento, sea por la densidad
de su retórica, por la magnitud de su desarrollo o por la complicación de sus métodos.
Los de carácter más técnico involucran ciertamente teorías de la complejidad en un sentido que se explicará más adelante; los más discursivos son en general antagonistas de aquéllos. Entre todas esas teorías media también una mayor diferenciación en el lenguaje
en que se expresan y en el que es necesario utilizar para tratarlas, por lo que será preciso
conmutar de código casi en cada capítulo. Por tal motivo, la longitud de las divisiones del
libro guarda menos proporción con el peso relativo de las diversas teorías que con la escala de razonamiento y la naturaleza del estilo que resultan adecuadas para hablar de
ellas.
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No ha de encontrarse aquí una exposición esmerada de las teorías propuestas en antropología sociocultural, en antropología lingüística, en disciplinas aún más primarias como
lingüística general o semiología, en trans-disciplinas como las ciencias de la complejidad
y el caos, o en anti-disciplinas como los estudios culturales. No es que eso no resulte relevante; por el contrario, lo es demasiado y por tal motivo invito a tratar el asunto con más
detenimiento en otros lugares (Reynoso 1991a; 1998; 2000; 2006b). Se hará alguna excepción con unos pocos rudimentos de antropología transcultural, antropología cognitiva,
ciencia cognitiva y dinámica no lineal, que siguen sin formar parte del syllabus etnomusicológico; de estos temas tampoco hay bibliografía actualizada en español que pueda ser
útil en su aplicación a la música. Aquí se proporcionará entonces alguna propedéutica lo
más sintética y funcional posible, no tanto para introducir los asuntos (el libro no es introductorio) sino para que los razonamientos y la valoración de las pruebas aducidas satisfagan todas sus etapas demostrativas sin sobreentendidos.
A pesar de aquellas exclusiones y de unas pocas exploraciones transdisciplinarias, aspiro
a que éste sea un libro de teoría antropológica a secas, sólo que aplicado a un sistema
simbólico particular. Si la mayor parte del tiempo se habla de musicología comparada, etnomusicología o antropología de la música, es porque el estudio de ese campo se ha inscripto circunstancialmente bajo esas denominaciones, institucionalizándose como una
disciplina insular, regentada por personajes que en ella son celebridades pero de los que
casi ningún antropólogo sociocultural ha oído hablar jamás.
El orden en que han de tratarse las diversas corrientes no es el diacrónico, salvo en el interior de cada sección. El criterio de organización de los capítulos será de naturaleza formal y no de correspondencia secuencial con los hechos históricos; se ha minimizado también la información de carácter biográfico, institucional o anecdótico, salvo en los casos
en que datos de esa índole lleven a comprender mejor los escenarios epistémicos, la circulación de las ideas, la dinámica de las modas, los credos sectarios, la vehemencia de los
argumentos, las motivaciones de sus protagonistas, su originalidad o su falta de ella.
No es éste un manual en el que se resuman didácticamente las teorías, como por momentos lo es el de Cámara de Landa (2003; 2004); en todo caso es un complemento de
los textos primarios que tiene su propia agenda en cuanto al tratamiento de las cuestiones
epistemológicas y en cuanto a situar las diversas teorías en la tabla periódica del espacio
total de posibilidades. En algunas ocasiones me extenderé en la paráfrasis de las teorías
originales, pero será a efectos de que se pueda apreciar panópticamente su arquitectura y
se entienda mejor lo que otros críticos y yo mismo tenemos que decir a su respecto. No
doy por sentado que se hayan leído las fuentes, pero sí que se las va a leer más temprano
o más tarde para que lo que aquí se discute sobre ellas gane plenitud de sentido y se pueda estimar su correspondencia con lo que todavía me obstino en llamar verdad.
Tampoco habrá mucho comentario de estudios de casos, a menos que esos casos sean ejemplares etnográficos cuyo tratamiento posea valor teórico general. Los estudios de casos han sostenido un monopolio indisputado durante más de treinta años y es ahora tiempo que otras voces se sumen a su monólogo. La proliferación de esos estudios mantiene y
reproduce, aunque con otro signo, el mito de la acumulación lineal del conocimiento: cada estudio se supone suma elementos de juicio, enriquece un fondo de supuestos, suministra datos, abre un camino que otros pueden recorrer. Aún los más nihilistas conservan
estos supuestos y por eso escriben en vez de llamarse a silencio.
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Como hemos comenzado a entrever en el primer volumen, está claro hoy que el proyecto
de narrativa exotista ha alcanzado un grado de saturación, y que lo que se ha producido y
sigue produciendo es una muchedumbre de etnografías descriptivas todas parecidas sobre
sociedades que se reputan todas inconmensurables. Que sean diez, cien o mil da lo mismo
porque (como diría Bateson) no hay entre ellas, a nivel teórico, diferencias que hagan una
diferencia. Esta redundancia es función de una escala: si se leen cuatro o cinco etnografías musicales puede que no se la divise; si como me ha tocado hacerlo se examinan docientas, garantizo que no se percibe otra cosa.
Como se ha visto en el otro volumen, hace ya veinte años Clifford Geertz señalaba la
misma situación en antropología (1989: 101, 104, 106). En etnomusicología tampoco se
avizora una luz al otro lado del túnel; estamos, como dice Bruno Nettl, en una meseta
(Cruces y Pérez 2003). A veces pasan años sin que nadie publique un aporte teórico en
Ethnomusicology y la comunidad no se da siquiera por enterada. Por el contrario, todo es
motivo de celebración; tomando unos pocos volúmenes al azar de esta revista consagratoria, se encuentra que los reviews de la producción contemporánea están salpicados de expresiones de cortesía y aplauso; de nueve de cada diez estudios comentados se dice que
“is the place to start”, “provides an important contribution to the existing literature”,
“makes fascinating and provocative reading”, “takes a step forward” (vol 49 n° 1), “[is]
a pleasurable path to a sustainable future”, “paves the way for further studies and research” (vol 44 n° 1), “will be of significant use to scholars” (vol 49 n° 3), “will inspire
other researchers”, “[has a] tremendous value for the music researcher” (vol 44 n° 3) y
así sucesivamente. La actitud posmoderna que subyace a muchas de estas metáforas evaluativas de semblante moderno promueve la reflexividad y descree de la idea de avance
científico, pero cuando se trata de sus propias ideas está dispuesta a hacer una excepción.
Ningún texto de teoría puede ser neutral y a esta altura ya se habrá inferido que éste tampoco ha de serlo. En este sentido el libro que se está por leer es discordante, no sólo porque expresa una visión desde la periferia. Por un lado, reconoce un acuerdo sustantivo
con pensadores vivos que hoy están en minoría: Bruno Nettl, Jean-Jacques Nattiez, Regula Qureshi, Simha Arom, Kofi Agawu, Gerhard Kubik, Rolando Pérez, Martin Clayton,
Michael Tenzer. Por el otro, encarna una respuesta al posmodernismo, la interpretación,
la literatura experiencial, la apoteosis del trabajo de campo y la casuística reflexiva.
Siento que esas corrientes han cristalizado un habitus que desvió la atención de algunos
fundamentos que nunca fueron óptimos pero que al menos podían mejorarse un poco. En
su lugar se instaló un discurso que reproduce lo mismo que se ha dicho en antropología
general, exclusión de la música inclusive. Es por ello que me importa presentar la mayor
variedad posible de formas de pensamiento y acción en un momento en que, por
coacciones que tienen más que ver con el mercado que con la ciencia, muchos estudiosos
preferirían dejar las cosas como están y adscribir al género discursivo reglamentario, monológico como ningún otro lo ha sido.
Ocurre también que las teorías que a mi modo de ver son técnicamente las más productivas han sido poco elocuentes respecto de sus propias razones y más que superficiales en
el conocimiento de las alternativas con las que rivalizan. Me impongo por tanto, como lo
he hecho siempre, la tarea de conocer hasta el último detalle las teorías de las que trato,
tanto más cuanto más opuestas sean a la posición teórica en que me sitúo. No quisiera incurrir tampoco en el síndrome de Marvin Harris (1978), quien elogiaba o repudiaba las
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escuelas teóricas en función de su similitud o desemejanza con su propia estrategia: por
más que mi postura se oponga a una o a otra, en las críticas particulares no juzgaré a las
teorías sometiéndolas a reglas que no sean las que ellas mismas se han impuesto, ni las
haré decir palabras que no hayan dicho.
El problema es que las mismas palabras pueden significar distintas cosas en función del
lugar desde el cual se las pronuncie. Palabras como hegemónico, convencional y ortodoxo se han convertido en deícticos y cada quien le asigna los referentes que su enclave le
dicta. Advierto al lector que verifique a quiénes se refieren esos términos cuando aquí se
los use, no sea que se lleve una sorpresa. El posmodernismo, que comenzó siendo una
doctrina antihegemónica, crítica y heterodoxa se tornó en todo lo contrario el día que se
convirtió en commodity, articulando frases hechas en lugar de ideas frescamente pensadas
y perdiendo capacidad de referirse a cualquier objeto que no se aviniera a ser tratado como texto. En todas las universidades que conozco, los profesores inclinados a su favor
exigen a sus discipulados que se atengan al dogma; el problema es que en materia teórica
éste se agota en una heurística negativa, y las nuevas generaciones ni siquiera conocen de
primera mano las teorías referidas en su crítica, a las que tienen empero el deber de deconstruir como si fuera lo único y lo más urgente que puede hacerse hoy en estas disciplinas.
Ya no estamos ni en 1964, ni en 1973, ni en 1986, que es cuando se publicaron The Anthropology of Music, La interpretación de las culturas y Writing culture, los hitos que
marcaron a fuego los límites de lo posible. Al contrario de lo que ha sido el patrón en esos y otros libros, aquí no se considerarán las modalidades contextualistas, interpretativas
y posmodernas como un desafío al orden establecido (que es como ellas todavía se ven en
sus espejos), sino como lo que han llegado a ser: la encarnación dócil de ese orden, el
diseño de investigación que se presume por defecto, la voz del pensamiento único. Acaso
esos modos teóricos constituyen el canto del cisne de la etnomusicología tal como la conocíamos, pues los investigadores más jóvenes de espíritu humanístico se han lanzado en
éxodo hacia los estudios culturales, mientras los de propensión más científica se están
yendo hacia la ciencia cognitiva o el modelado computacional. Ni siquiera el objeto es ya
lo que antes era. Con la globalización han desaparecido tanto los géneros tribales como
las razones que ataban la antropología de la música a la antropología general, cualquiera
fuese su signo teórico.
La duda que tengo es si la huida es la decisión más sensata. Lo que está en juego ahora no
es otra cosa que la música misma, la música de las culturas, a la cual la visión que no sin
motivo llamo aquí dominante (estudios culturales inclusive) se ha empeñado en escamotear, porque si llegara a hablar de ella tendría que analizarla, compararla con otras, interrogar los saberes que hacen que sea como es, tratar con un objeto, explicarlo, restablecer
la ciencia en alguna medida. Aunque sospecho que me embarco en una empresa vana, la
recuperación de los saberes perdidos y la impugnación de las visiones que niegan juntamente la música y la ciencia comienza en este punto.
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2. Musicología comparativa
Como bien se sabe, vergleichende Musikwissenschaft significa musicología comparativa
y era el nombre antiguo de lo que después fue etnomusicología y luego antropología de la
música. Más allá de las variantes teóricas y las tonalidades estilísticas adoptadas por quienes practicaban análisis primero y comparación después, esta última era una etapa fundamental, acaso el objetivo, de la elaboración científica. A mediados del siglo pasado Jaap
Kunst propuso eliminar el calificativo “comparativa” del nombre de la disciplina, porque
toda ciencia es comparativa –decía– y nuestra ciencia no lo es más que otras (1950: 7)1.
Tras una fase de análisis diseñada específicamente a los fines de una comparación ulterior, el trabajo culminante del método comparativo debía ser un modelo estadístico, no
tanto en el sentido del cálculo y la cuantificación, sino en el de la reducción del desorden
a través de operaciones que cuando se las mira bien se descubre que son todas inductivas:
correlaciones entre estilos musicales, organología o estilos de danza y rasgos culturales,
definición de áreas o grupos que comparten características comunes, sistematización de
las variedades estilísticas, evaluación de parecidos y diferencias, reconocimiento de patrones, síntesis de los conocimientos fundamentales, generalización de los datos conocidos, búsqueda de pautas que conectan. Tres tareas que se incorporarían más tarde son del
mismo género de inducción: el ajuste de las nomenclaturas, el diseño del modelo de datos
y la implementación de las bases correspondientes. Al menos seis operaciones analíticas
esenciales también dependen de un marco comparativo: construir el inventario de los géneros de una cultura, establecer lo que la música de una sociedad tiene de particular en
contraste con otras, dar cuenta del cambio musical y precisar su naturaleza, identificar
estilos exógenos o hibridados, abarcar en una visión coherente un número más o menos
grande de acontecimientos y discutir enfoques teóricos alternativos.
Salvo la descripción del contexto, la interpretación y la narrativa autobiográfica del choque con la alteridad, no se me ocurre ningún trabajo conceptual importante que pueda
prescindir de la comparación en los sentidos que acaban de referirse. A despecho de los
énfasis contemporáneos en la reflexividad, muy pocos autores han percibido que la comparación es inevitable: un poco Bruno Nettl (1983: 52-64), algo más Walter Wiora (1975)
y bastante más Martin Clayton (2003: 66). No necesariamente la comparación implica
operaciones externas a las culturas. La más bella apología de la comparación como táctica interna fue inscripta inesperadamente por Clifford Geertz antes que en nombre del
conocimiento local él decidiera devaluar la idea. Vale la pena citarlo en extenso, omitiendo un par de referencias circunstanciales a la religión:
La esperanza para las conclusiones generales en este campo no radica en alguna similitud
trascendental en el contenido de la experiencia o en la forma de la conducta de un pueblo
a otro, o de una persona a otra. Radica en el hecho, o en lo que yo creo que es un hecho,
1
Nunca estuvo muy claro, a decir verdad, que quiere decir “comparación”, pues entre otras cosas
el término no fue jamás definido formalmente, confiando en que todo el mundo sabe de qué se trata. Aquí optaré por un concepto que contempla operaciones de carácter inductivo, como las que se
manifiestan y articulan en los modelos estadísticos de diversas disciplinas; dejaré no obstante el
término tan indefinido como siempre lo estuvo, aunque un poco más cargado de consecuencias.
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de que el campo sobre el cual ese contenido o esa conducta se extiende no es una mera
colección de ideas y emociones y actos, sino un universo ordenado, cuyo orden descubriremos precisamente por comparar, con alguna circunstancialidad, casos tomados de diferentes partes de él. La tarea central es descubrir, o inventar, los términos adecuados de la
comparación, los marcos de referencia apropiados dentro de los cuales observar materiales fenoménicamente dispares de manera tal que su misma disparidad nos conduzca a una
comprensión más profunda de ellos.  Vistas a la luz apropiada, las mismas diferencias
son lo que los conectan (Geertz 1968: 54-55).
Más todavía, en “Persona, tiempo y conducta en Bali” de 1966, Geertz sostenía que la
comparación permitía comprender mejor las culturas individuales, debido al carácter genéricamente humano de ciertas estructuras:
En cualquier sociedad, el número de estructuras culturales en general aceptadas y frecuentemente usadas es extremadamente grande, de manera que discernir aún las más importantes y establecer las relaciones que pudieran tener entre sí es una tarea analítica considerable. Pero la tarea se ve algún tanto aligerada por el hecho de que ciertas clases de
estructuras y ciertas clases de relaciones entre ellas se repiten de una sociedad a otra por
la sencilla razón de que las exigencias de orientación a que sirven son genéricamente humanas (1987a: 301)
Aún reconociendo y documentando con exhaustividad las diferencias, el primer supuesto
esencial de todos los comparativistas a escala general es el de una irreductible universalidad a cierto nivel de análisis. En una ciencia comparativa, implícita o explícitamente, lo
que se compara son variedades de lo mismo: si todo es diferente no puede haber comparación; pero sin algún grado de comparación no hay diferencia que pueda establecerse en
primer lugar o estimarse luego en su debida magnitud.
Otro supuesto clave, acaso más importante, es el del reconocimiento de la diversidad
teórica; nunca Alan Lomax, por ejemplo, se molestó en cuestionar la teoría de nadie; jamás la etnología transcultural murdockiana negó la legitimidad de los estudios boasianos
en profundidad. En estos últimos se originaba buena parte de su materia prima comparativa, ya fuese pura o reprocesada en términos etic de categorías culturales, como en los ficheros de los HRAF. En el plano de generalidad y en el rango conceptual en el que opera,
un punto por encima de la descripción o el análisis, la comparación inherentemente tolera
y convive simbióticamente con perspectivas de más bajo nivel.
Es curioso entonces que a lo largo del trayecto que comienza en la musicología comparativa berlinesa y prosigue en la antropología de la música norteamericana, la comparación
se haya desalentado y a veces prohibido. Ya en los tiempos fundacionales, Boas proclamaba que “antes de hacer extensas comparaciones debemos asegurarnos que los fenómenos son comparables” (1896: 903). Semejante mandato encubría al menos tres contrasentidos esenciales: que la mera observación de la alteridad ya presupone un marco comparativo de tipificación, que el hecho de establecer la incomparabilidad de los fenómenos
implica un grado no trivial de comparación previa, y que nada es comparable o incomparable en absoluto, sino en relación a un esquema categorial y a una escala que se pueden escoger y reajustar arbitrariamente.
Cuando Kunst quitó la palabra del nombre de la disciplina, la comparación se fue con
ella. Mantle Hood, Leonard Meyer y John Blacking pensaban que las comparaciones debían posponerse hasta que se dispusiera de descripciones adecuadas de los sistemas indi11
viduales. Como puede sospecharse, esta postergación era por dictamen unilateral y por
tiempo indeterminado; para que el momento comparativo no llegara jamás, bastaba con
no precisar cuáles podrían ser los parámetros y valores de la adecuación descriptiva, lo
que en efecto nunca se precisó. Hood sostenía que en retrospectiva parecía un poco tonto
[sic] que los pioneros del campo se dedicaran a la comparación antes de comprender debidamente las músicas a comparar (1963a: 233-234; 1971: 349). Y todavía en 1969 aseguraba que “todavía se debe estudiar sistemáticamente un gran número de culturas musicales … antes que los métodos comparativos puedan dar a la musicología una verdadera
perspectiva de amplitud mundial” (1969: 299).
John Blacking afirmaba que una comparación superficial podía conducir a interpretaciones indebidas de parecidos y diferencias, dado que dos músicas pueden parecerse pero los
conceptos y conductas que las generan podrían ser diferentes; o dos músicas podrían sonar distintas, siendo sus significados los mismos (1966: 218). Un razonamiento de Leonard Meyer, a despecho de sus diferencias teóricas, es prácticamente idéntico:
Las apariencias a veces pueden ser engañosas. Por ejemplo, puede parecer que dos culturas emplean la misma estructura de escala, pero esta estructura puede ser interpretada
de manera distinta por los miembros de cada cultura. A la inversa, la música de dos culturas puede emplear material muy distinto, pero los mecanismos subyacentes que gobiernan la organización pueden ser las mismas para ambas (Meyer 1960: 49-50)2.
En estas instancias ya puede entreverse que estos estudiosos se oponen a la comparación
porque en el primer caso se exige un conocimiento de las entidades a comparar que equivale a la adquisición de la competencia performativa de los ejecutantes de cada una de las
músicas intervinientes, en el segundo el marco inmersionista boasiano no alberga una técnica que pueda realizarla y en el último se ignora que lo que se podría comparar son tanto
estructuras musicales como contextos, conceptos, conductas, significados y mecanismos
subyacentes, o sus relaciones recíprocas, por poco que se coordinen las categorías y se
contemple la realidad desde un cierto nivel de abstracción (Nettl 1983: 52-53).
Cada año que pasa esas posturas prohibicionistas lucen más autoritarias y cortas de miras.
El primer problema con ellas es que la comparación, en tanto puesta en contraste del material que se tiene entre manos, jamás podría llegar a ser prematura: lejos de negar la cultura como una unidad separada, es la operación cognitiva primaria que la constituye. El
segundo problema es que no sólo la comparación resulta interdicta, sino cualquier operación etic que la sustente, el análisis en primer lugar. El tercero, con mucho el más grave,
es que ha sido precisamente esa claustrofilia particularista la que ha dejado a la disciplina
sin armas teóricas frente al fenómeno de los cambios globales y sin relevancia frente al
escenario de las sociedades complejas: la globalización ha sido a todas luces un proceso a
nivel general y cuando ella estalló la disciplina sencillamente carecía de toda capacidad
operativa en ese plano. Los antropólogos de la música estaban mirando hacia el interior
2
Los razonamientos de Blacking y Meyer de remontan a Franz Boas. En el caso del primero, esta
línea argumentativa destruye sus propias hipótesis sobre los determinantes contextuales de las estructuras de la música y sobre los universales engranados en la biología. En ninguno de los tres
casos, de todos modos, los autores han sabido señalar (o podrían llegar a hacerlo) un solo ejemplo
de esas dichosas “cosas iguales con significados distintos” que no implique una comparación ya
consumada.
12
de unidades sociales de dudosa existencia, hacia textos ajenos o hacia sí mismos, en vez
de mirar hacia donde debían.
Como quiera que sea, la comparación terminó ganando mala prensa sobre todo a partir de
la década de 1960. Algunas veces los teóricos imponían a la comparación constricciones
impracticables, verdaderas quimeras metodológicas. Steven Feld (1984), por ejemplo,
instaba a la “comparación de aspectos profundamente contextualizados”, sin suministrar
el más leve ejemplo de cómo algo así podría llevarse a cabo. En sus críticas a la escuela
comparativa de Berlín, Enrique Cámara de Landa incurre en un error análogo, que es el
de asignar a las operaciones comparativas, inherentemente sintéticas, exigencias hermenéuticas que sólo serían practicables o relevantes en estudios locales en profundidad; según este autor, el problema consistía en que los estudiosos berlineses “no conocían las
culturas cuyos productos sonoros confrontaban, lo que equivale a decir que no conocían
el significado originario de lo que comparaban”. Les faltaba el principio metodológico esencial: la observación participante. No conseguían por ello “desentrañar el verdadero
significado consensual que confería razón de ser a los fenómenos musicales en cada sociedad” (Cámara 2003: 67). Me resisto a deconstruir este non sequitur, correlativo a una
actitud que ha dictaminado la universalidad del significado como valor inapelable y como
único tema posible de indagación. Está claro, además, que ochenta años de observación
participante ni han resuelto los problemas de la comparación, ni han desentrañado a
fuerza de semántica, ni siquiera localmente, nada que se parezca a la razón de ser de las
estructuras musicales observables.
Otras veces los teóricos parecían más interesados en sumarse a la moda que se insinuaba
en el horizonte que en contribuir a un marco de trabajo científico que permitiera operar
razonablemente sobre su objeto. Tras proporcionar múltiples referencias opuestas a la
idea comparativa, Alan Merriam, por ejemplo, cita con aprobación una definición de la
disciplina que refleja el descontento creciente “de estudiantes y profesores alrededor del
mundo por … el método científico” [sic] y que “enfatiza, quizá, las cosas por venir”: “La
etnomusicología es la ciencia hermenéutica del comportamiento musical humano” (Merriam 1977: 244). Obsérvese cómo, en un mismo gesto ideológico, alguien que se sabe
influyente excluye la comparación del campo de incumbencias y homologa la definición
de una ciencia no pluralista, completamente sesgada en un solo sentido teórico. Si se
vuelve a leer la cadena de razonamientos de Merriam se percibe que aunque él sigue hablando de una ciencia hermenéutica, no considera gran problema ni que en la disciplina
sólo haya lugar para una única postura, ni que el método científico se pierda junto con la
comparación. Hay algo que queda claro en todo esto: cooptado por la hermenéutica, el
contextualismo suprime el trabajo comparativo, o al menos pretende hacerlo, sin preguntarse reflexivamente qué clase de práctica resultaría de semejante mutilación. Insólitamente, la disciplina en su conjunto (o al menos su capítulo americano) se dejó expoliar de
una parte substancial de sus recursos sin oponer resistencia. Eso, y no la comparación,
fue lo verdaderamente tonto y prematuro.
Suele desconocerse que Merriam se arrepintió de su exceso y rehabilitó con firmeza la
comparación y el análisis en un texto poco citado, su último artículo, “On objections to
comparisons in Ethnomusicology”, de publicación póstuma:
Mi propósito es que recordemos que los estudios estructurales claramente tienen su lugar
en la antropología, que tales estudios conducen natural e inevitablemente a la compara-
13
ción de estructuras, y que tales comparaciones pueden, bajo circunstancias específicas,
llevar a un conocimiento nuevo y más amplio de la música. … Si hemos de aprender tanto cuanto sea posible y de la manera más económica sobre la música como fenómeno sociocultural, entonces no podemos excluirnos de cualquier estrategia razonable. Para que
no haya malentendidos, deseo reiterar que la etnomusicología es para mí el estudio de la
música como cultura, y que eso no excluye el estudio de la forma. De hecho, no podemos
proceder sin él (1982: 175, 180).
A pesar de las presiones por plegarse a una moda anti-comparativa que no hace más que
revelar el carácter represor y exclusionista de las teorías dominantes en el último medio
siglo, algunas comparaciones publicadas han sido lúcidas y productivas, pero, como lo
hace notar Bruno Nettl (1983: 62), todas ellas son ad hoc. Aunque parezca insólito, no ha
existido ni existe en la vertiente norteamericana de la disciplina un método comparativo
totalizador genuino, con las solitarias excepciones de las sistematizaciones de Mieczysław Kolinski y la cantométrica de Alan Lomax, ambas prefiguradas en los estudios de
Georg Herzog. La disciplina que nació con la palabra “comparativa” en su mero nombre,
no posee hoy una normativa consensuada capaz de orientar la comparación más elemental no sólo en la gran escala, sino en alguno de los sentidos expresados en el segundo párrafo de este apartado.
Aunque detesto las alusiones experienciales, debo decir que esta situación me produce una sensación casi de embarazo, comparable a la que experimenté hace años ante la defección de la psicología transcultural. Muy al principio de su historia, esta disciplina mixta
acostumbraba servirse de recursos procedentes de la antropología; pero a medida que ésta
fue restringiéndose a estudios particulares “en profundidad”, a acontecimientos singulares, a narrativas confesionales y a las retóricas de la escritura etnográfica, la capacidad de
hacer una comparación (no digamos ya de mantener un marco teórico comparativo) se
perdió para siempre, salvo en el estilo cuantitativo del modelo transcultural, que siempre
fue minoritario. La psicología comparativa, entonces, debió buscar sus herramientas esenciales en otras disciplinas, o forjarlas por su cuenta (Triandis y Brislin 1984: 1014;
Freedman 1981: 171-172; Reynoso 1993: 101-102).
El descrédito de la comparación, acaso la capacidad técnica más valiosa de la primera fase de la disciplina, ha sido correlativo al abandono del análisis de la música en su dimensión sonora; sin este análisis y sin un trabajo de coordinación categorial dentro y a través
de las culturas, la información contextual deviene demasiado heterogénea para ser comparada: la proliferación de estudios de casos, consecuentemente, en lugar de integrar información a un fondo de conocimientos meramente la amontona. Análisis y comparación
se necesitan mutuamente, pues aquél sin ésta es ciego, y ésta sin aquél es vacía. En otras
partes de este libro y del volumen anterior se comprueba que se ha ganado poco con el
abandono de los métodos analíticos y comparativos; los apartados que siguen examinan
algo de lo que se ha perdido en el proceso.
La vergleichende Musikwissenschaft y sus derivaciones
Antes del advenimiento de los dos grandes modelos comparativos, el de Mieczysław Kolinski y el de Alan Lomax, un puñado de estudiosos jalonaron la trayectoria de una etnomusicología analítica y comparativa, enraizada en el modelo berlinés de Erich von Hornbostel y Carl Stumpf. En ella, que por algo más de tres décadas pareció constituir la for14
ma normal de la ciencia, la única manera sensata de ver las cosas, los análisis estaban diseñados para homogeneizar los datos y suministrar materia articulada a lo que verdaderamente importaba, que era el trabajo comparativo ulterior. No todas las instancias de este
período se nutrieron de esas fuentes o fueron verdaderamente fructuosas, pero aún los intentos fallidos arrojaron alguna enseñanza. De estos altibajos se compone esta sección del
capítulo.
***
En los márgenes de este movimiento, una figura colorida, hasta hace poco soslayada en
los surveys históricos, ha sido el evolucionista norteamericano John Comfort Fillmore
[1843-1898]. Partiendo del axioma de que las músicas aborígenes conservaban rasgos de
nuestro propio pasado inmemorial, Fillmore armonizaba las piezas indígenas para desentrañar lo que la música “realmente quería decir”; los nativos, pensaba, no eran capaces de
expresarlo como se debía. “En el caso de las tribus más silvestres y salvajes –escribía
Fillmore– los sonidos que escuchamos se parecen tanto a los aullidos y alaridos de las
bestias que nos puede asaltar el sentimiento de que esta gente, al menos cuando canta,
tiene más en común con los animales inferiores que con nosotros” (1899: 290). Sin embargo, cuando esa gente grita o aúlla, lo hace conforme a nuestras escalas mayores o menores, denotando “una percepción natural … que es la misma para todas las razas” (p.
315). Un cantante indio hace exactamente lo mismo que un cantante blanco con su misma
formación musical haría bajo las mismas condiciones: hay una sola clase de música en el
mundo (p. 316).
La realización del trabajo de traducción intercultural que Fillmore llevó a cabo es sin embargo decepcionante. Musicalmente sus armonizaciones son glosas pos-románticas de las
piezas originales; suenan como arreglos para piano de arias de opereta o acompañamientos musicales del cine mudo, con profusión de acordes fortissimo y trémolos armónicos
en las partes dramáticas. Aunque las canciones se supone son monofónicas, están armonizadas a tres o cuatro partes, luciendo en el papel como himnos de gospel (Fillmore 1899).
Esto no es solamente un acto que refleje el Zeitgeist de una época pasada; el método racionaliza la misma clase de paternalismo estético y de engrisamiento de la diversidad que
se puede encontrar en más de un proyecto contemporáneo de “jerarquización del folklore”, o en las puestas al día de las músicas tradicionales: corrijamos las desprolijidades de
la música, modernicémosla, agreguémosle el voltaje que le está faltando, y veremos que
no suena tan mal. En el ámbito académico, Vida Chenoweth y Darlene Bee (1971: 782)
acostumbraban a hacer que los informantes validaran piezas en género nativo de Nueva
Guinea compuestas por las investigadoras en base a escalas temperadas. En la etnomusicología latinoamericana, Vicente T. Mendoza [1894-1964] acostumbraba también “corregir” las interpretaciones musicales indígenas, ajustándolas a las prescripciones melódicas occidentales. Su compatriota José Ignacio Esperón, “Tata Nacho”, comisionado en
1925 para recoger la música vernácula de México, armonizaba las piezas en un estilo
como el de Fillmore “respetando la simpleza de las melodías y completándola con formas
armónicas de las más elementales … con el objeto de que cuando se haga uso de ellas …
lleven el espíritu ingenuo de su espíritu creador” (Alonso Bolaños 2005: 50-51).
Fillmore iba tan lejos que desalentaba el uso de grabaciones fonográficas porque en el
trabajo de transcripción ellas permitían escuchar una y otra vez un canto nativo, haciendo
15
que uno se concentrara demasiado en las desviaciones accidentales de una sola ejecución.
En su lugar proponía un método interactivo, consistente en cantar junto con los indios
hasta que éstos lograban entonar las notas correctas (1895: 138-139). El mayor escollo
que él encontraba en su programa mayéutico de domesticación era que los aborígenes se
empeñaban en cantar en base a terceras neutras, encontrando difícil la entonación de terceras mayores o menores. Pero una vez amaestrado, el nativo (casi siempre el resignado
Francis La Flesche) lograba cantar correctamente, siempre que Fillmore lo acompañara al
piano (p. 140). La reformulación y sus notaciones se estimaban tanto más éxitosas cuanto
más naturalmente occidentales o metropolitanas sonaran. La esencia de la antropología
como disciplina supo definirse como la puesta en duda y la des-naturalización de nuestros
preconceptos; la visión de Fillmore es exactamente la inversa.
Por eso mismo, la influencia que Fillmore ejerció en su época es asombrosa. Colaboró a
la par con Alice Fletcher y con Franz Boas en la década de 1890 y fue responsable de un
reporte sobre las “peculiaridades estructurales” de la música de los Omaha y de la armonización de 89 de las 92 canciones Omaha, Oto, Pawnee y Ponca en la primera publicación importante de Fletcher y La Flesche (1893), en cierto modo avalada émicamente por
el hecho de que La Flesche mismo era un indio Omaha. Las ideas de Fillmore fueron desmesuradamente elogiadas por el propio Boas (1894) en la revisión crítica que escribió sobre ese libro. Dando un mentís a todo lo que se cree que Boas pensaba sobre la necesidad
de comprender los otros mundos culturales desde dentro, en sus propios términos y en
profundidad, él estimaba que las peculiaridades estructurales de las que hablaba Fillmore
eran importantes para comprender la “música primitiva” y que el sentido de las relaciones
armónicas apropiadas estaba “al menos presente subconscientemente en la mente india”.
Boas afirmaba que
los indios tienen una entonación deficiente … pero cuando las canciones se repiten con ellos correctamente [sic] … acompañados por armonías naturales [sic], ellos las disfrutan
y se manifiestan satisfechos con la reproducción. … Este revisor ha tenido el placer de repetir esos experimentos en compañía del Sr. Fillmore, y está perfectamente persuadido de
que él está en lo cierto (Boas 1894: 170-171).
Fillmore también trabajó con Boas en temas de música Kwakiutl, transcribiendo canciones del célebre George Hunt, acompañándolo a la feria de Chicago y manteniendo correspondencia con él entre 1893 y 1898. Steven Feld (2000: 165) asegura que Boas repudió
los conceptos de Fillmore más tarde, pero no he sido capaz de encontrar la prueba de su
arrepentimiento en las fuentes disponibles.
También Frances Densmore (2003: 124) exalta el “peculiar encanto” que confieren al libro las descripciones empáticas de costumbres y ceremonias y la armonización de las
canciones. En 1900 Fletcher (1995) publicó un pequeño estudio, Indian story and song
from North America que gozó de notable popularidad y que se sigue editando periódicamente un siglo más tarde en colecciones inspiracionales para nostálgicos, incluyendo el
inevitable paquete de melodías tribales armonizadas por Fillmore. Un grupo de compositores de la época, liderado por Arthur Farwell, se basó en motivos indígenas suministrados por Fillmore para fundar una escuela musical genuinamente americana y oponerse así
al germanismo extranjerizante de los seguidores de Anton Dvořák (Chase 1958: 468473). En los círculos boasianos y en la escuela nativista, Fillmore era, por lo visto, más
apreciado de lo que (por ejemplo) Georg Herzog habría de serlo cuarenta años más tarde.
16
Recién después de la muerte de Fillmore en 1898, Arthur Farwell, Charles Kasson Wead
y otros estudiosos advirtieron que algo andaba mal con todo esto y comenzaron a rebatir
sus teorías por no científicas y etnocéntricas (Keeling 1997: xv). Wead en particular expresó su “firme convicción de que nada obstaculiza más el estudio de la música no-europea que la amplia prevalencia de visiones similares … a aquéllas de las que Fillmore ha
sido eficiente tutor” (1900: 213). También Alice Fletcher abandonó discreta y silenciosamente la idea de la armonía implícita en sus libros publicados en el nuevo siglo, sustituyendo las notaciones de Fillmore por las de Edwin Tracy, mucho más objetivas. Hoy en
día la armonización occidentalista de Fillmore ni siquiera se estima académicamente bien
lograda; en su introducción al librito de Fletcher Indian story and song (1995: xx), Helen
Myers refiere que en su búsqueda de la armonía latente Fillmore recurría a modulaciones
artificiosas que no responden a plan alguno; muchas veces él se veía empujado a elegir
acordes y cadencias incompatibles con la armonía de fines del siglo XIX o (diría yo) con
cualquier norma armónica conocida.
Así como en el primer volumen hemos visto que ha sido el contextualista John Blacking
el determinista más desorbitado, aquí se comprueba que gracias a la anuencia de Boas es
el movimiento particularista (que hoy se quiere resucitar en la escuela neo-boasiana) el
que ha alcanzado, tras su fachada de simpatía con el Otro, los extremos más groseros de
etnocentrismo. Debido a su contradictoria doble adscripción a una visión universalista y
al boasianismo, hoy está muy claro que Fillmore representa también lo más ingenuo del
universalismo y la comparación. En lo fundamental, su idea de que existe “una sola clase
de música en el mundo” (cuya consumación más apta es la música culta europea) contradice los finos hallazgos del físico y fonético inglés Alexander John Ellis, el inventor del
sistema de mediciones en cents, inscriptos en piedra en esta frase fundacional que todos
los etnomusicólogos conocen de memoria y que nunca envejecerá un solo instante:
[L]a escala musical no es una, no es “natural”, no se funda siquiera necesariamente en las
leyes de la constitución del sonido musical, tan bellamente trabajadas por Helmholtz, sino
que es muy diversa, muy artificial, y muy caprichosa (Ellis 1885: 526).
Fillmore rechazaba estas argumentaciones, reivindicaba a Helmholtz y a propósito del asunto polemizó con Benjamin Ives Gilman, quien propugnaba un método de transcripción
más fiel a la diversidad de escalas pero complicado y oscuro, sin armaduras de clave ni
barras de compás, en líneas pautadas a un cuarto de tono y con cientos de signos diacríticos.
A pesar del carácter disparatado de la propuesta de Fillmore, hace algunos años especialistas como James McNutt (1984; 1985) y Hewitt Pantaleoni (1985), quien supo cuestionar a Alan Lomax por mucho menos, discutían la posibilidad de su reivindicación. La
polémica McNutt-Pantaleoni, por cierto, no ha refinado el debate. El primero procura situar a Fillmore en su contexto, aduciendo que su actitud abierta y no racista fue representativa de un nuevo relativismo que energizó a las ciencias sociales en la última década del
siglo XIX. Frente a las ideas de Gilman, quien afirmaba que los indios no tenían sentido
de “escalas”, la postura de Fillmore, aunque parezca ilógica desde nuestro punto de vista,
parecía resolver algunas dificultades a juicio de McNutt. Más aún, Fillmore reconocía
que la música aborigen “es en algunos casos digna de comparación con la mejor que nosotros poseemos, e incomparablemente superior a la peor en el mismo campo” (1894:
623). Tampoco Pantaleoni tiene mucho que decir, aunque lo dice con ímpetu: argumenta
17
que Alice Fletcher cayó en la cuenta del sentimiento armónico latente en la música indígena algunos años antes que Fillmore, que éste no realizó tantas transcripciones o trabajos de campo como se cree, y que a Boas no le gustaban las transcripciones que Fillmore
había hecho de algunos cantos kwakiutl.
A pesar del siglo transcurrido, la polémica es, como se ve, menos sustancial de lo que
fuera el debate Gilman-Fillmore. Esta querella motivó que Otto Abraham y Erich von
Hornbostel, en el Instituto Psicológico de Berlín, publicaran su “Vorschläge für die
Transkription exotischer Melodien” (1909). Dice Helen Myers al respecto:
Hornsbostel y Abraham enfrentaban la aparente paradoja de que las transcripciones de
Fillmore eran musicalmente claras pero distorsionaban la verdad musical, mientras las de
Gilman eran precisas y objetivas pero oscurecían la musicalidad con sus complejidades.
Su solución fue “un compromiso entre la fluidez de lectura y la precisión objetiva” (1909,
p. 2) que incorporaba aspectos de las dos estrategias en una síntesis redefinida (Myers
1992: 125).
En sus líneas esenciales, la propuesta notacional de los berlineses todavía se mantiene.
Aunque representa un peso muerto para las dos tradiciones teóricas en pugna, ni siquiera
una ciencia tan irregular como la de Fillmore ha sido por ende totalmente inútil.
***
La obra escrita de una de las estudiosas más esforzadas y productivas ilustra el optimismo
acrítico en el poder de las estadísticas que prevaleció en la primera mitad del siglo XX,
correlativo a un uso intensivo pero inconsistente de los métodos de cálculo. En efecto,
Frances Densmore [1867-1957] llevó a cabo a partir de la década de 1910 una cantidad asombrosa de estudios tribu por tribu de la música aborigen norteamericana. Después de
haber escrito artículos breves en un tono de divulgación bajo la influencia de Fillmore sobre la armonía latente en la música indígena, Densmore adoptó un estilo casi a-teórico,
centrado en un análisis de datos tan obsesivo como pocas veces se había hecho con anterioridad y nunca se volvería a hacer después. Entre 1900 y 1940 Densmore estudió nada
menos que 76 tribus, escribiendo 22 libros mayores y más de 175 artículos.
En realidad a Densmore le costó más tiempo del que se admite desembarazarse de las
ideas de Fillmore, de las que nunca renegó expresamente. Lo más que hizo fue consignar
que no todos los armonizadores eran de la misma calidad y que a veces acababan distorsionando la música indígena. Con el tiempo, ella comenzó a distinguir entre canciones
que tenían un cierto sentido armónico y otras que tenían un fundamento melódico sin armonía inherente. En su primer estudio de 1910 sobre las canciones Chippewa, 139 de 180
canciones eran ya melódicas. En su segundo estudio (1913) asegura que las relaciones armónicas son particularmente oscuras, si bien en algunos casos hay más remedio que conceder que existen. En su estudio de los Choctaw de 1943 desaparece al fin todo rastro de
análisis armónico. La progresión de Densmore hacia el siglo XX fue coherente pero algo
morosa: en 1943 hacía 45 años que Fillmore había fallecido.
Con o sin influencia de Fillmore, tras proporcionar abundante información contextual y
datos cualitativos sobre rituales, creencias y prácticas performativas observadas de primera mano, Densmore arremetía sobre la música midiendo casi todo lo que era susceptible
de ser medido: tonalidad (mayor, menor, irregular), intervalos, secuencias melódicas hacia arriba o hacia abajo, rango tonal, número de accidentes, el número de sonidos usados
18
en cada canción, la relación de las notas prominentes con la (presunta) tónica, el tamaño
del intervalo promedio (obtenido sumando todos los intervalos y dividiendo por el número de notas), el número efectivo de notas usado en cada canción, las unidades rítmicas,
el ritmo del primer compás. Al principio trabajaba con 9 parámetros analíticos; luego los
elevó a 22 (14 relacionados con la melodía y 8 con el ritmo); los mantuvo en ese número
durante varios años y luego los fue reduciendo hasta llegar a 11 en su último libro sobre
los Pueblo-Zuñi, argumentando que los resultados del análisis eran prácticamente uniformes con cualquier conjunto de variables y que las tablas no parecían tan importantes que
merecieran ser continuadas. Sus textos más tardíos ya no incluyen esos análisis, aunque
se percibe su incidencia en el fondo de las argumentaciones.
Ni propios ni extraños aceptan hoy los análisis de Densmore. Un primer problema es que
su analítica se basaba en un concepto occidental de tonalidades y escalas; su terminología
rebosa en consideraciones sobre intervalos siempre exactos y sobre funciones tonales (tónica, dominante, subdominante, mediante, submediante) que sólo tienen sentido en cierto
momento de la evolución de la tonalidad en la tradición europea. Sólo en raras ocasiones
Densmore encontraba en sus materiales intervalos y sonidos ajenos a la escala temperada.
Su postura ha sido descripta por Bruno Nettl (1983: 73) como la opuesta a la de Bartók o
a la de Herzog: en vez de evadir las limitaciones del pensamiento musical occidental,
Densmore asocia la música indígena con la de Occidente armando las claves, marcando
unidades métricas tan regulares como fuera posible y eliminando los diacríticos, aunque
retrospectivamente recordara haberlos incluido (Densmore 1929: 275). En su inconcluyente artículo sobre los intervalos cantados por los indios, ella no encuentra que el sistema musical de éstos difiera del nuestro en un grado significativo:
El indio habitualmente canta con el acompañamiento de un tambor o sonaja, nunca con
un instrumento afinado. El músico blanco rara vez canta sin el soporte de un instrumento
afinado, y aún así nuestros cantantes están lejos de lo absoluto en su entonación. Debemos permitir a los indios un poco de libertad en la altura de sus notas, sin presumir que
tienen un sistema musical de intervalos tan pequeños que está más allá de nuestro discernimiento y tan intrincado que incluso el indio mismo no tiene conocimiento de él (1929:
276).
Aunque mediante experimentos llegó a determinar que los Mandan, Hidatsa, Chippewa y
Sioux podían producir micro-intervalos deliberadamente, siguió defendiendo sus transcripciones en notación convencional como si fueran representaciones fieles de la música
indígena.
Un segundo problema, más grave, es que una vez que obtenía todas las mediciones de intervalos Densmore no hacía nada con ellas. Escribe la etnomusicóloga Helen Roberts:
Miss Densmore deja que sus tablas hablen por sí mismas, sin intentar resumir sus resultados en términos de caracterizaciones de tipos de canciones marcadas por combinaciones
de ciertos rasgos a expensas de otros. Es curioso que, en vista de sus minuciosos análisis
tonales desde tantos puntos de vista, no haya clasificado los diversos grupos tonales para
vez si por casualidad coinciden con canciones que tengan diferentes funciones (Roberts
1933: 179-180).
El tercer problema, según lo veo, es que la información contextual, amontonada en abundancia, corre la misma suerte. Los reportes etnográficos de Densmore son una lectura estimulante como pocas, pero la relación entre el contexto y los patrones de la música ha
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sido muy poco elaborada. Como mucho, estos estudios registran descriptivamente la clase de música propia de cada circunstancia cultural.
Algunos aportes analítico-sintéticos de Densmore se conocen mal pero son una pizca más
interesantes. En relación con su estudio de los Teton Sioux (1918), Densmore desarrolló
una notación gráfica de los cinco tipos de perfiles melódicos que había reconocido en su
música, tres de los cuales lucen como los que se muestran en la figura 2.1. El perfil sólo
incluye los sonidos que el análisis previo identificó como acentuados, o sea las primeras
notas de cada compás. Si dejamos al margen la impropia separación en compases en la
fase de descubrimiento, la notación sugiere una elaboración del asunto que se anticipa en
más de medio siglo a trabajos como los de Kolinski, Adams y otros técnicos en la materia. Pese a que Densmore aplicó su esquema notacional, no lo generalizó ni compuso un
buen método comparativo en torno suyo, aunque fue eficiente en vincular los tipos con
usos y funciones en la vida cultural de la tribu. Esta reticencia fue siempre una pauta de
trabajo en toda su obra, “orientada a presentar ciertos datos observacionales, agrupados
por conveniencia, pero no destinados a probar ninguna teoría” (Densmore 1909: 1). Obsérvese la forma en que, conforme a las directivas emanadas del despacho de Boas, la
teoría que inevitablemente orienta la operación se deja implícita o se presume inexistente.
Figura 2.1 – Notación de perfiles melódicos de Densmore (1918: 53)
A pesar de este destello de intuición, Richard Keeling (1997: xxi) piensa que el enfoque
de Densmore ya estaba obsoleto aún en la época de sus primeros estudios. Aún admirando su contribución a “una división de la etnología que todavía está en su infancia”, el antropólogo boasiano Alfred Kroeber (1918) la cuestionaba por no prestar atención al pensamiento de otros autores y a las reorientaciones teóricas de la disciplina; todo el mundo
dudaba, por otra parte, que ella hubiera asimilado realmente las ideas y los métodos de
Erich von Hornbostel, a quien profesaba admirar. Kroeber agregaba que “al tomar nuestro sistema como punto de partida se anula cualquier posibilidad de determinar el sistema
nativo, por vago que éste pueda ser … El supuesto de Densmore de tonalidad es a-científico porque es subjetivo; subjetivo no en el sentido personal, es verdad, sino por que hace referencia a nuestra música” (p. 446, 447). En cuanto al intento de Densmore de relacionar la música con la cultura, Kroeber señalaba, sensatamente, que en primera instancia
una canción representa un problema musical y debe ser relacionada con otros materiales
20
musicales; es sólo después de estudiar en profundidad música y cultura por separado que
se podrá intentar vincularlas (p. 448).
Ningún etnomusicólogo podría defender hoy las transcripciones de Densmore o sus reseñas estadísticas que se supone dan cuenta de los estilos; ningún análisis de estilo admisible se ocupa ya de cosas tales como contar las notas de una canción de duración indefinida o calcular el tamaño del intervalo promedio de un repertorio (que nunca coincide
con ningún intervalo real) para ver si por casualidad al cabo de muchas monografías se
obtiene un número distintivo. Lo malo de estas operaciones no es que hayan envejecido,
sino que han sido mal consumadas desde el principio: antes que Densmore, los musicólogos comparativos de Berlín descollaban en la transcripción y en la taxonomía.
Fueron precisamente los errores, ingenuidades y caprichos de la estadística irreflexiva los
que inspiraron a otros estudiosos en su mismo campo de estudio a enderezar los entuertos; entre ellos se destaca Helen Roberts [1888-1985], dueña de una metodología más desabrida y ecléctica que la de Densmore pero palpablemente más sensata. Hoy se sigue leyendo a Densmore, sin embargo. Hay en su producción inmensa un rico repertorio de observaciones etnográficas de primera mano que, no obstante su carácter asistemático, proporcionan una mirada crepuscular a prácticas culturales prontas a desaparecer mucho más
intensa que la que se encuentra en los secos reportes de la etnografía académica. Quizá
sea por ello que sus libros han vuelto a editarse en el tercer milenio y continúan siendo
una colección de referencia obligada. En ningún momento ha habido menos de quince libros de Densmore en el catálogo, una cifra enorme según cualquier estándar; obras más
refinadas y profesionales que la suya no volverán a publicarse jamás.
***
En el otro lado del océano, algunas de las últimas derivaciones de la musicología comparativa fueron sendas elaboraciones de Walter Wiora (1953, 1975), de quien en el volumen
anterior apreciamos un envolvente cuadro evolucionario. Conforme a la pauta provinciana imperante, ninguna de ellas fue considerada más que de nombre en la etnomusicología
norteamericana, ya que permanecen editadas sólo en alemán y no guardan el debido tributo a la tradición disciplinar de los Estados Unidos.
El primer ensayo es el más trabajado técnicamente, ofreciendo una sistematización de los
patrones melódicos posibles en la música folklórica europea, en la línea de similares contribuciones de Mieczysław Kolinski, con algunos años de anticipación. Wiora compara
melodías de diversas tradiciones, demostrando la actuación de principios estructurales comunes. El estudio está organizado según un criterio de complejidad creciente y también
contempla asuntos funcionales y estilísticos al lado de las cuestiones de estructura. Si
bien la etnomusicología contemporánea europea administra procesos mucho más complejos en el tratamiento de la historia y el cambio, el modelo de clasificación de Wiora sigue
siendo una de las estrategias más claramente articuladas basada en el supuesto de una unidad estilística primordial.
Hoy en día se sabe mucho más sobre géneros, ejemplares y tradiciones (así como sobre análisis estructural) y es improbable que la pintura de Wiora siga siendo empíricamente
realista y teóricamente satisfactoria. No estoy calificado para emitir dictamen a propósito
de ese repertorio en particular; pero como sea, el trabajo es una referencia esencial (literalmente un modelo a superar) para cualquier proyecto de organización semejante.
21
De hecho, yo he trabajado en mis seminarios la música popular africana en términos estructurales muy parecidos: por ejemplo, rastreando los patrones “mainline”, “dagomba” y
“fireman” en los estilos Kru de Liberia y en la música de vino de palma de Sierra Leone,
los patrones “Johnnie Walker”, “Yaa Amponsah” y “C-Natural” en el highlife de Ghana
y Nigeria, las múltiples variaciones de la épica de Sunyata en Mali y las estructuras subyacentes al repertorio de kora de Gambia y Senegal: “Sunyata Faso”, “Lambang”, “Tutu
Jara”. El reconocimiento de las estructuras operantes, que son sólo un puñado, permite
tratar estilos enteros casi como si se dispusiera de una gramática, “explicando” el compromiso entre creatividad y régimen normativo propio de cada pieza, y revelando que cada obra es una variante sistemática en el seno de un conjunto más amplio. Piezas que parecen divagatorias se organizan. Se resuelve así un problema (en el sentido definido en el
prólogo de este libro) determinando que una expresión pertenece a un lenguaje, sintetizado en una estructura. El valor comparativo y heurístico de esas estructuras se suele escamotear en la literatura usual (p. ej. Schmidt 1998). Las ideas de Walter Wiora, con un toque de Kolinski y de Brǎiloiu, suministran un camino para estos descubrimientos.
En la segunda de sus elaboraciones, Wiora (1975) examinó la historia, las áreas de investigación y las nuevas posibilidades de la comparación en música tan tardíamente como en
los años 70. Wiora concibe la comparación en el más amplio sentido, como una forma de
vincular todas las áreas de investigación en música y de relacionar sus resultados con otras disciplinas en las ciencias sociales y humanas. La idea es que la investigación comparativa, no obstante las dificultades, podría ampliar potencialmente el discurso interdisciplinario. Las estructuras universales definidas por Wiora llevan también a que la disciplina que se ocupa de ellas se universalice como ciencia y tenga algo que aportar al diálogo entre las disciplinas.
Como de costumbre en su literatura, Wiora es prolijo y erudito y se mueve con fluidez
entre la tradición folk y el canon de la música clásica, un ámbito en el cual él sigue siendo una autoridad. El problema con su visión, que en principio comparto, es que se restringe a un estudio de precedentes para un modelo programático, sin casos de referencia
extra-europeos a la vista, sin un aparato metodológico explícito y sin un camino heurístico para generalizar el método a otros repertorios aparte de los constituyen sus ejemplos.
Análisis, comparación y contexto – Georg Herzog
El húngaro Georg Herzog [1901-1983] estudió primero en Budapest, compenetrándose
con los métodos de Bartók y Kodály; entre 1923 y 1925 fue alumno de Hornbostel y
Sachs en Berlín y desde ese año en adelante discípulo de Franz Boas en Columbia. Después de haber estado en Yale en la década de 1930, en pleno auge del conductismo y del
Instituto de Relaciones Humanas, en 1948 se trasladó a la Universidad de Indiana, actual
capital mundial de la etnomusicología, donde fundó los Archivos de Música Tradicional,
réplica americana de los archivos berlineses. Fue, de hecho, el único nexo entre la escuela
folklórica húngara, la musicología comparada berlinesa y la antropología de la música
norteamericana.
En todos los casos se mantuvo distante respecto de lo que con un grano de sal podríamos
llamar las “formas degeneradas” respectivas: la idealización de las formas incontaminadas característica de la escuela folklórica, el difusionismo alemán y el particularismo et-
22
nográfico americano. No por ello perdió garra en la capacidad de identificar formas mixturadas (improbables fusiones entre músicas africanas e indígenas, por ejemplo) o en la
descripción en profundidad de estilos particulares. Su falta de dogmatismo le permitió
diagnosticar fenómenos de difusión rápida allí donde el análisis, los factores contextuales, las regularidades estilísticas y el conocimiento etnohistórico tornaban la difusión en
la mejor explicación posible, como en su análisis de la Danza de los Espíritus (Herzog
1935: 417). Aún cuando se sabía que esa danza se había propagado a través de culturas
muy distintas antes que desde la teoría se postulara la hipótesis, el análisis de Herzog establece la prueba musicalmente y otorga un sentido más rico a sus variantes en cada uno
de los contextos en que se la adoptó.
La postura de Herzog, a mitad de camino entre el análisis minucioso de la escuela alemana y la etnografía intensiva de los boasianos, fundó una modalidad al mismo tiempo
analítica y contextual que se impuso como modelo para la etnomusicología en Estados Unidos. El mismo enfoque se hace evidente en la obra de sus alumnos y en particular en la
de David McAllester, así como en la de los colegas influidos por él como Helen Roberts.
El carácter precursor del trabajo de Georg Herzog no siempre se reconoce, pues ha estado
a la sombra de la antropología de la música de Alan Merriam. A diferencia de éste,
Herzog nunca codificó expresamente su marco teórico, ni se explayó reflexivamente sobre su naturaleza, pero sin duda es él quien inauguró en los Estados Unidos el abordaje de
la música como fenómeno cultural.
Al mismo tiempo, Herzog siempre se mantuvo abierto a los principios de la comparación,
aún en los análisis que hubieran sido fácil presa de la tentación particularista. Examinemos estas expresiones, que documentan hasta qué punto una perspectiva comparada permite comprender mejor el fenómeno particular que se está analizando:
El rango melódico [de la Danza de los Espíritus] es usualmente estrecho, esencialmente
una quinta. Como regla no hay acompañamiento. Muchas de las frases terminan en la tónica. Ellas encajan en secciones tan simétricas que pueden resultar sorprendentes en material primitivo. Esta simetría se alcanza mediante el rasgo más esencial del estilo, un
simple recurso estructural: cada frase es enunciada dos veces. Este énfasis en ‘cada’ es
importante, dado que la duplicación de una o dos frases es un rasgo que constituye un lugar común en muchos estilos, en la música india y en otras. La repetición, en una forma u
otra, es uno de los principios más significantes de la forma musical primitiva. Pero este
recurso repetitivo particular es sumamente inusual, y es específico de la música de los
indios de las Praderas. Al mismo tiempo, justamente porque es tan simple e inequívoco se
puede rastrear y tratar con facilidad (Herzog 1935: 403-404).
El formato de los ensayos característicos del modelo de Herzog consiste en un análisis
minucioso de cada una de las piezas, seguido de una sección en las que se establecen regularidades y patrones mediante técnicas estadísticas simples pero eficaces. El análisis incluye observaciones sobre el modo de cantar, tonalidad, melodía, ritmo, acompañamiento
y forma. El aparato matemático aplicado a los intervalos se ha reducido en comparación
con los cánones berlineses pero la información contextual es más abundante, sin duda por
la influencia boasiana.
Otro patrón característico en los estudios de Herzog es el de las comparaciones entre diversas músicas tribales; su tesis doctoral es de hecho una comparación entre la música de
los Pueblo y la de los Pima de Arizona (1936). Herzog también fue un pionero de los a23
bordajes psicológicos y cognitivos, tal como lo demuestra su trabajo sobre “la música en
el pensamiento de los indios americanos” (1933). Una diferencia metodológica importante entre los análisis de Hornbostel y los de Herzog radica en que, una vez que se han examinado todas las piezas y establecido la naturaleza de todo un repertorio, éste invita a que
se busquen subdivisiones e indicios de diferenciación de géneros, aún en corpus pequeños o de apariencia homogénea. Garantizaba de este modo que se evitara el estereotipo de
asignar un estilo global a una tribu, reconociendo desde muy temprano la importancia de
la diversidad intracultural. Herzog coincidía con Boas en el rechazo de la idea de que debía haber un estilo tribal homogéneo, consistente en “una acumulación integrada de canciones dotadas de los mismos rasgos”; para él era más aceptable identificar “las diferentes categorías de canciones en uso en la misma localidad” (Herzog 1934: 412-413). Así
como su maestro Hornbostel perseguía los fundamentos universales, Herzog subrayaba
las diferencias, acuñando la idea de los dialectos musicales, “un lenguaje no-universal”
(1939). Mientras Hornbostel fue primordialmente un técnico de escritorio, los trabajos de
campo de Herzog en el sudoeste de Estados unidos fueron particularmente ejemplares,
aunque algo breves (un par de meses como norma) para los estándares ulteriores de prolongada inmersión en el terreno.
Las técnicas analíticas de Herzog le permitieron no sólo consolidar una disciplina de trabajo teórico sino que dieron lugar al descubrimiento temprano de un patrón musical que
sin la debida pericia técnica quizá hubiera pasado inadvertido. Me refiero al perfil melódico conocido como “la subida” (the rise). En una canción con una estructura no estrófica, aparece una sección que se repite al menos dos veces, seguida por otra en una tesitura
un poco más aguda, la cual es seguida a su vez por la sección más grave anterior. Este esquema se puede repetir muchas veces; a la larga la sección de “subida” es menos frecuente que el canto en el registro más grave.
La descripción de Herzog se refería a cantos de la tribu Yuma del suroeste, aunque también se descubrió el patrón entre los Maidu, Miwok, Patwin y Pomo del centro de California; en todas estas tribus aparece en el 50% de las canciones. En un porcentaje más bajo (20 a 30%) se manifiesta entre los Tsimshian al noroeste y los Choctaw al sudeste; con
frecuencia aún menor (10 a 20%) entre los Penobscot de Maine al noreste y los Nootka
del noroeste; y casi impercetiblemente (menos del 10%) entre los Kwakiutl (hoy Kwakwaka’wakw) en el extremo noroccidental y los Tutelo, Creek y Yuchi al sudeste. Aparece también en alguna canción (la numerada como 1686a) en el repertorio del célebre
Ishi, el último de los Yahi-Yana. La hipótesis más popular es que “la subida” se originó
en el suroeste de Estados Unidos y desde allí se desplazó, cada vez con menos fuerza a lo
largo de la costa pacífica y atravesando el continente hasta el Atlántico (Herzog 1928:
193; Nettl 1983: 220).
El pensamiento de Herzog fue asimismo instrumental en la temprana puesta en tela de
juicio de los modelos de áreas musicales que luego llegarían a ser forzosos en la etnomusicología norteamericana. Herzog había definido el estilo básico de las canciones asociadas con la Danza de los Espíritus y rastreó su diseminación desde la Gran Cuenca a las
tribus de las praderas y a otras áreas; inicialmente él estaba de acuerdo en asociar esta
danza con el estilo general de la primera región. Pero Herzog iba más allá y mostraba
también signos de que estas canciones habían penetrado los repertorios de otras regiones
cuyas músicas eran diferentes, generando un caudal variable de formas hibridadas, trasto24
cando el carácter de los estilos locales o suplantando parte de ellos. Si se lo lee con atención, se percibirá que Herzog (1935) verificaba de esta manera que los eventos históricos impedían cualquier clasificación directa de las áreas culturales. Más todavía, Herzog introducía algo así como una escala micro en el tratamiento de las cuestiones macro,
demostrando en un experimento crítico que ciertas visiones de conjunto, si bien imperativas para componer una síntesis, podían llegar a violentar la realidad si no se formulaban
cuidadosamente.
También en su ensayo comparativo de la música de los Pima y los Pueblo encontraba que
los cuadros de conjunto resultaban alterados por interacciones históricas entre esas etnías
y otros grupos. Los repertorios eran demasiado variados y no siempre había en cada unidad cultural o a nivel regional un estilo característico de suficiente entidad; la multiplicidad de estilos quizá se debiera a procesos complejos, diversos y mal conocidos; mapas
muy distintos resultaban de aplicar criterios apenas diferentes. Mientras los trabajos sobre áreas musicales de Helen Roberts (1936) y luego de Bruno Nettl (1954) se focalizaban en los estilos predominantes de las diversas regiones, los estudios de Herzog en la década de 1930 socavaban ya, antes que nadie las formulase, la posibilidad misma de la definición de áreas mediante la clasificación sincrónica. La frase en cursiva de este mismo
párrafo señala que Herzog había caracterizado una situación de complejidad, caos y no linealidad (en el sentido técnico de estas palabras) antes que hubiera una disciplina capaz
de tratar con ella.
La historiografía disciplinaria no suele hacer referencia a la contribución de Georg Herzog a la clasificación de las canciones de un repertorio. En líneas generales, el método
clasificatorio de Herzog es una adaptación de los métodos llamados lexicográfico y gramatical, característicos de los trabajos de su connacional Béla Bartók. Vale la pena que
me extienda un poco sobre la metodología, puesto que aún hoy puede brindar algún servicio a quien no esté dispuesto a acatar el mandato de abandono de las prácticas analíticas. Después de todo, la antropología sociocultural ha perdido contacto con las técnicas
comparativas en las que descollaban los estudiosos europeos del folklore hace casi un siglo, cuando en documentos escritos con plumas de ganso que hoy ya nadie lee se prefiguraban ideas del estructuralismo que aún no han sido superadas.
El método lexicográfico fue concebido a principios del siglo XX por Oswald Koller para
el repertorio folklórico alemán y por Ilmari Krohn para el sueco; fue luego adaptado por
Bartók y Kodály para tratar una tradición musical muy diferente. Una clasificación lexicográfica consiste en ordenar un corpus de melodías sobre la base de los intervalos que la
componen, igual que las palabras de un diccionario se ordenan en función del alfabeto. Se
toma como criterio la nota de finalización de las líneas del verso, indicando con números
arábigos las notas debajo de la tónica y con números romanos las notas por encima. Dado
que en los países anglosajones las notas se denominan según las primeras letras del abecedario, el ordenamiento resulta “natural”. Bartók y Kodály agregaron a la estrategia lexicográfica un análisis de factores tales como la estructura cadencial, el número de sílabas
por línea y el rango de las melodías. Las canciones se clasifican en orden ascendente de
las notas cadenciales más graves a las más agudas, desde el menor número de sílabas al
mayor y desde el rango más estrecho al más amplio.
En sus últimos años Bartók desarrolló una adaptación del método lexicográfico, el “método gramatical”, que tiende a subrayar las características formales y estructurales del re25
pertorio (Bartók y Lord 1951). El objetivo de Bartók (que ya hemos visto es también el
de Herzog) consiste en agrupar el repertorio en conjuntos estilísticos que luego podrán
vincularse con hipótesis sobre su desarrollo genético o histórico. Herzog fue incidentalmente el editor del libro de Bartók y Lord en el que se expuso el método gramatical, para
el cual escribió un breve prólogo específico. Además de los aspectos ya considerados, el
método gramatical analiza la estructura de la sección, el carácter rítmico de las líneas
(parlando rubato o tempo giusto), la estructura cadencial de la estrofa, la escala y el contenido melódico de las secciones. Herzog utilizó estos principios en sus análisis de las
canciones del Mississippi y en algunos otros trabajos, como su comparación ejemplar entre la danza de los espíritus de los indios de las praderas y la música de los Paiute de la
Gran Cuenca (Herzog 1935: 405).
Opuesto a las máquinas de transcripción automática que por entonces se estaban ensayando, Herzog también descolló como transcriptor minucioso en la línea “fonética” bartokiana, barroca, maximalista, abundante en detalles; a veces demasiado abundante, de hecho:
John Lomax, quien alguna vez utilizó los servicios de Herzog a cambio de cien dólares
para la notación de unos blues de Leadbelly, aseguró que “la música había sido tan meticulosamente hecha… que nadie ha sido capaz desde entonces de traducirla a melodías”
(Porterfield 2001: 398).
A diferencia de los dos grandes contextualistas, Merriam y Blacking, Georg Herzog poseía una cultura profunda en materia de lingüística y de teoría antropológica y ojo clínico
para cuestiones de epistemología que por aquel entonces no eran objeto de reflexión disciplinar. En su correspondencia hay testimonios de intercambios de ideas con Zellig Harris, Claude Lévi-Strauss, Ruth Benedict y Béla Bartók que revelan dominio de los temas
más especializados de cada disciplina. Mucho antes que sobrevinieran las etnografías
experimentales dialógicas de los posmodernos, Herzog prestaba voz a sus informantes, de
quienes registraba los nombres y documentaba los saberes. Su perspectiva sobre las relaciones entre las tradiciones cultas y populares en las altas culturas sigue siendo ejemplar;
el tratamiento del asunto es increíblemente avanzado para su época. Invito a considerar la
actualidad y la terminología de estos juicios, a propósito del libro clásico de Robert
Lachmann sobre la música oriental:
Sin duda, en los escritos sobre música y teoría musical de la literatura clásica china, india
y árabe, se ha preservado material valioso que ha sido objeto de estudio desde hace mucho, primordialmente por parte de lingüistas y estudiosos de la literatura. Pero la teoría de
la música, como cualquier otra, representa a menudo una imagen retocada del estado de
cosas, vista desde ángulos específicos cuando se organiza el tema en un sistema teórico
de representación. Esos ángulos nunca son totalmente idénticos a los ángulos de los intereses principales del investigador, ni le son conocidos a éste por completo. La teoría de la
música clásica oriental deja sin mencionar muchos elementos de juicio esenciales, sea
porque son “sobre-entendidos”, porque están demasiado obviamente implícitos en el sistema, o porque no se presta atención a esos elementos. Se escucha hablar mucho acerca
de la música reconocida por las clases cultas urbanas, pero poco sobre la “música folk”
de esos períodos. Finalmente, en las culturas orientales, o en las así llamadas culturas primitivas, la música no está tan libre de significados connotativos como ha llegado a estar
entre nosotros (Herzog 1931: 253).
Herzog también insistía en que los etnomusicólogos recibieran capacitación avanzada en
materia de lingüística. Decía él que los elementos fonéticos tales como el acento, la lon26
gitud silábica, el ritmo y la melodía de las palabras, en especial en las sociedades en las
que se hablan lenguas tonales, ejercen influencia sobre el estilo musical. Siete décadas
más tarde, Kofi Agawu (2003a) sostendrá exactamente los mismos argumentos.
Herzog se retiró en la década de 1960 debido a una grave afección cerebral y permaneció
inactivo durante los últimos veinte años de su vida. Bruno Nettl consigna que muchos lo
han creído un misántropo y un solitario impredecible, debido a que en las últimas etapas
de su enfermedad se condujo de manera irracional y a veces paranoide (Nettl 1991: 271272). Hay en torno suyo historias terribles sobre un manuscrito de Helen Roberts que él
extravió ocasionando que ella perdiera su posición en Yale en 1936, o sobre los sabotajes
que orquestó y los obstáculos que opuso a rivales en potencia como Willard Rhodes, Bruno Nettl o Jane Belo por celos profesionales (Frisbie 1991: 260-261). En fin, el hombre acabó siendo impopular entre quienes estaban bajo su mando, y casi todos lo estaban. Todos estos episodios inducen a pensar que, de haber sido otras las circunstancias, quizá no
habría sido Merriam quien fuera entronizado como el apóstol de la nueva era. En las huellas de Herzog, en una tesitura mucho más cosmopolita, en un nivel de harto mayor excelencia técnica en todos los órdenes (contexto incluido), la antropología de la música habría conservado las capacidades analíticas y comparativas que medio siglo más tarde algunos de nosotros estamos luchando por recuperar. Pero los razonamientos contrafácticos
son de la misma sustancia que los sueños.
Etnomusicología transcultural I – Mieczysław Kolinski y sus discípulos
La naturaleza estadística de la contribución de Mieczysław Kolinski [1901-1981] se hace
patente en el nombre de la compilación que se editó en su homenaje, Cross-cultural perspectives on music (Falck y Rice 1986). Alumno de Sachs y asistente de Hornbostel en
Berlín, contribuyó a la etnomusicología con métodos analíticos susceptibles de ser aplicados transculturalmente; al igual que Hornbostel, se concentró en problemas de la percepción, la cognición y la acústica que estimaba esenciales para elucidar los aspectos universales de la experiencia musical. En rigor, sólo Kolinski y Fritz Bose obtuvieron doctorados en musicología comparada bajo la dirección de Hornbostel. A diferencia de Bose,
Kolinski migró a América durante el advenimiento del nazismo y escribió la mayor parte
de su obra en Estados Unidos primero y en Canadá después. A diferencia de Herzog, Kolinski no constituyó un puente entre diversas tradiciones de scholarship ni se integró a la
tarea de analizar repertorios elicitados en campaña, sino que se atuvo a su proyecto personal, esencialmente universalista, a contramano de todas las tendencias. Al revés de todo
el mundo, dedicó cada vez menos tiempo a la antropología y al contexto etnográfico; lo
suyo era la música.
En una época en que la comparación comenzaba a perder posiciones en beneficio de la
información contextual, Kolinksi fue un comparativista tenaz; la evitación de las comparaciones, decía, “priva a la disciplina de una herramienta esencial en la búsqueda de una
comprensión más profunda de la infinita variedad del universo de la música” (1971: 160).
Aunque reconocía la importancia de estudiar cada cultura en sus propios términos y “la
fuerza de la diversificación socio-cultural”, Kolinski creía, a partir de la evidencia obtenida en psicología perceptual en la escuela de la Gestalt, que las posibilidades de la creación musical son limitadas y se puede articular en un número finito de clases (Kolinski
1978: 242). Aunque no lo comunicara elocuentemente, Kolinski sabía que si bien la oc27
tava, por ejemplo, podría haber sido dividida en escalas de docenas de pasos interválicos,
ninguna cultura admitía más que dos, tres, cinco, siete o a lo sumo doce grados por octava; ésta es una restricción universal significativa e ineluctable que los particularistas encubren pero que ningún marco teórico ni hallazgo empírico podrá rebatir jamás.
Técnicamente, los estudios de Kolinski difieren bastante de los de Hornbostel o Herzog;
mientras éstos analizan repertorios unitarios, o comparan cuando mucho pares de unidades culturales, aquél está interesado en definir una especie de red de posibilidades donde
situar, taxonómica y comparativamente, las culturas musicales del mundo. Abordando la
inmensa diversidad existente a un nivel estructural adecuado, su proyecto aspira a posicionar todas las culturas en un solo entramado comparativo. A tal efecto, Kolinski ha desarrollado una serie de artículos analizando en cada uno algún aspecto de la música: el
movimiento melódico (1956; 1965a; 1965b), el tempo (1959), la estructura tonal (escala
y modo) (1961), la armonía (consonancia y disonancia) (1962), el metro y el ritmo
(1973). Estos artículos son únicos en la medida en que no sólo desenvuelven la sistematización, sino que proporcionan un método definido para verificar los hallazgos y trabajar
en investigaciones ulteriores.
En lo que concierne a la clasificación de las estructuras tonales, Kolinksi (1961: 39-41)
establece una serie de 348 tipos de escalas y modos, conforme al número de sonidos y sus
relaciones. El esquema no es lamentablemente universal, ya que no puede dar cuenta de
intervalos que sean incompatibles con la escala cromática. De todas maneras, el propio
autor suministra un ejemplo de aplicación a las músicas de diversas tribus de América y
África con relativo éxito. La misma situación se da a propósito del análisis del movimiento melódico, que él realiza teniendo en consideración varios factores: grado de recurrencia de un motivo, dirección dominante, inicial o final del movimiento, y conceptos que
remiten a una imaginería visual o sinestésica como “vertical, colgante, tangencial, superpuesto, distante”, etcétera. Aunque el número que movimientos melódicos es indefinible,
el número de los tipos de movimiento se supone grande pero finito en toda música en la
cual haya alguna noción de tonalidad.
En su ensayo sobre metro y ritmo, Kolinski (1973) afirma que el conocimiento de la música occidental por separado no conduce a una buena comprensión de la problemática,
por cuanto esa música es esencialmente con-métrica, antes que polimétrica. En ella es difícil distinguir entonces entre metro y ritmo, pues parecerían ser la misma cosa. El metro
es, para Kolinski, la grilla o la secuencia de pulsos sobre la que se sitúan los patrones rítmicos: el metro es la organización del pulso, el ritmo es la organización de la duración.
La diferencia entre ambos conceptos es por ende importante, por cuanto ambos involucran mecanismos perceptuales y psicológicos distintos.
La contribución de Kolinski al estudio de metro y ritmo ha sido esencial y muchos estudiosos la han utilizado con provecho en el análisis de los géneros más diversos; sus limitaciones sólo se hicieron evidentes en casos extremos como el de la polirritmia africana,
para el que Simha Arom (1991a) debió elaborar otros conceptos (como el de isoperiodicidad) no contemplados en el modelo original. Hay al menos un hallazgo vinculado con la
polimétrica que lleva el sello distintivo de Kolinski, partidario ferviente de la psicología
de la Gestalt:
28
De hecho, me he dado cuenta con el tiempo que un ejecutante u oyente no es capaz de una percepción realmente polimétrica. Consideremos primero una melodía monofónica
como, por ejemplo, la balada francesa “Jean Renaud”. Podemos escucharla ya sea en 6/8
o en 3/4, pero somos absolutamente incapaces de percibirla al mismo tiempo en 6/8 y en
3/4 Después de todo, es dudoso que esto sea sorprendente; sólo confirma la tesis … de
[Kurt] Koffka de que “toda la organización perceptual es organización dentro de un marco de referencia” (Kolinski 1973: 501-502).
El fenómeno de pregnancia múltiple descripto de Kolinski ha sido también explicado en
términos de estabilidad estructural, morfogénesis y catástrofes (Reynoso 2006b) o de organización basada en esquemas (Fales 1998: 193-196). Hay un elemento de interpretación “subjetiva” en el corazón del fenómeno perceptivo; pero se trata de una hermenéutica universalmente limitada de antemano a unas pocas posibilidades formalmente definibles, algunas de las cuales pueden ser culturalmente preferidas pero no obliteradas. Aunque el sujeto decide cuál es la opción interpretativa a aplicar en un momento dado, las opciones no varían de un individuo a otro.
El concepto más emblemático, personal y polémico de los modelos de Kolinski es el de
tinta (tint), que se refiere a una propiedad común de sonidos de la misma denominación a
distintas octavas:
[L]a propiedad del sonido que es idéntica en notas a la octava y diferente con respecto a
otros intervalos constituye otra dimensión de percepción auditiva claramente distinta de
la dimensión de altura [pitch]. … He sugerido el término tinta para esta propiedad del sonido, por ejemplo, la tinta Do será la propiedad común a todos los Dos, la tinta Re la propiedad común a todos los Res, etcétera, mientras que Do y Re representarían tintas diferentes (1967: 10-11).
Para aclarar la relación entre tinta y altura, puede decirse que una tinta, por ejemplo Do,
producida en una serie de niveles ascendentes de altura en cinco registros consecutivos de
octava, es comparable a los cinco niveles de brillo de un color cromático arbitrariamente
elegido, tal como rojo, a saber: muy oscuro, oscuro intermedio, intermedio, claro intermedio y muy claro. Por la otra parte, el intervalo de segunda menor, que consiste en dos
tintas ubicadas en niveles de altura relativamente próximos, es comparable a dos colores
cromáticos diferentes cuyos niveles de brillo son relativamente cercanos. El conocimiento de la identidad de tinta de las octavas –dice Kolinski– está lejos de ser universal, pero
en todo el mundo hombres y mujeres que ejecutan juntos un canto homofónico, procederán, como regla, a cantar en octavas paralelas sin ser conscientes de ninguna multisonancia (1978: 234-235). Secundariamente hay evidencia de que en muchas sociedades ocurre
algo parecido con los intervalos de quinta y octava (p. 236). En esta tesitura expresamente pitagórica, Kolinski termina asegurando que la propiedad de la tinta es una de entre
muchos agentes psico-físicamente enraizados que contribuyen a limitar la variedad de las
estructuras musicales a lo largo de las culturas (p. 241).
Más problemáticos son los métodos relativos al tempo (Kolinski 1959), ya que el número
de notas por unidad de tiempo que definen la “velocidad musical” no es un indicador
confiable allí donde hay notas de adorno o melismas. Como sea, la definición típicamente
gestáltica del metro propuesta por Kolinski (“la pulsación organizada que funciona como
marco para el diseño rítmico”) es hoy aceptada en la mayoría de los trabajos analíticos. El
29
método fue cuestionado marginalmente por Dieter Christensen (1960) con su habitual rigor, pero sus principios esenciales aún se sostienen.
Un estudio breve pero fundamental de Kolinski es “The structure of music: Diversification versus constraint” (1978). En este ensayo el autor asume una postura que constituye
una inversión exacta de las ideologías de Alan Merriam y sobre todo de John Blacking,
que para entonces eran hegemónicas en la versión anglosajona de la disciplina. Dice Kolinski que parece haber consenso entre los etnomusicólogos contemporáneos sobre la relación íntima entre las estructuras musicales y las condiciones sociales y culturales bajo
las cuales esas estructuras se crean, mantienen o modifican. Muchos estudiosos, prosigue,
sostienen que culturas diferentes tendrán estilos musicales incompatibles. Sería de esperar entonces que la formulación de semejante punto de vista acarreara una amplia investigación comparativa; pero sorprendentemente la tesis se ha formulado no sólo a priori, sino contrariando evidencia bien conocida. Hoy bien se sabe que la extraordinaria variedad
de idiomas musicales está constreñida en los límites de ciertos principios básicos de construcción de sonidos que funcionan independientemente del contexto cultural y que están
profundamente enraizados en la estructura del sistema nervioso central del homo sapiens
(Kolinski 1978: 235).
[C]reo que sólo cuando se reconozca tanto la extensión de la diversificación socio-cultural y la naturaleza de la constricción psico-físicamente enraizada, y sólo cuando se utilicen métodos de análisis desarrollados a través de un conocimiento de esos dos factores
vitales, se podrá investigar objetiva, comprehensiva y significativamente la estructura de
la música de los pueblos del mundo (1978: 242).
La analítica de Kolinski no es para el lector aficionado; si bien no demanda más que rudimentos de lectura notacional, la realización analítica es tediosa, ya que en cualquier respecto el número de tipos es enorme.
Desde la perspectiva contemporánea, hay tres factores en las elaboraciones de Kolinski
que incomodan un poco; el primero es la excesiva cantidad de cualificaciones y el escaso
detalle de la información considerada como evidencia, como si otorgara confianza a principios cognitivos o gestálticos que son cardinales pero que no vale la pena especificar; el
segundo es el recurso a ejemplos analíticos casi siempre circunscriptos a la tradición clásica occidental; el tercero es una palpable simplificación de las problemáticas. La administración de la evidencia por parte de Kolinski, en efecto, deja mucho que desear; sus
escritos abundan en afirmaciones taxativas que sus rivales aprovecharon para sacar de
contexto, como cuando afirmó, en una época de creciente particularismo, la virtual igualdad de todas las culturas en cuanto a la percepción de la altura musical y la falta de pertinencia de la variabilidad cultural a ese respecto, sin aportar más evidencia que una mención al pasar de viejos libros gestálticos (1957b: 5; McLeod 1974: 100).
Semejante extremo argumentativo hubiera requerido, naturalmente, una fundamentación
masiva y una prueba transcultural o de laboratorio que Kolinski no se dignó a proporcionar. A propósito de los patrones melódicos y las escalas, hoy hay que acompañar más
bien la idea formulada por Kofi Agawu (en su crítica a The Music of Africa de Kwabena
Nketia) cuando dijo que se necesitarán muchos más estudios, no decenas sino centenares,
para comprender la delicada relación entre lenguaje tonal y melodía solamente en el caso
de las lenguas africanas y entender así la forma en que cada una de ellas (o cada una de
las familias lingüísticas) negocian su influencia sobre los contornos melódicos (Agawu
30
2003a). Recién entonces se podrá pasar a la etapa de generalización. Por su escala y por
la masa de datos requeridos, algunas tareas que Kolinski acometió en solitario quedarían,
entonces, más allá del alcance del genio individual.
Pese a todo, la contribución de Kolinski es en general bien apreciada en la actualidad,
aunque no sin reservas. En un estupendo ensayo reciente sobre la comparación en etnomusicología, Martin Clayton afirma que
Si alguien puede aspirar a haber sido el heredero intelectual de von Hornbostel ése es sin
duda su alumno Mieczysław Kolinski, quien desarrolló una serie de ingeniosos métodos
empíricos (o cuasi-empíricos) de análisis comparativo, descriptos en una serie de artículos publicados entre las décadas de 1950 y 1970… Para esta época, sin embargo, el clima
intelectual había cambiado, y como resultado de ello el trabajo de Kolinski fue mayormente ignorado, y mucho del potencial que sus métodos ofrecían se desperdició (Clayton
2003: 65).
No se puede decir que los métodos de Kolinski hayan sido aceptados por todo el mundo,
pero se los utiliza con modesta regularidad en la enseñanza del análisis musical y cada
tanto son revividos o readaptados por algunos estudiosos que no desdeñan las prácticas
analíticas, que se ocupan de la percepción musical, que deben hacer alguna clase de peritaje o diagnóstico técnico sobre relaciones entre repertorios, o que necesitan elaborar una
taxonomía etic. El mismo Martin Clayton (2001) utilizó recientemente ideas de Kolinski
en su libro sobre ritmo, metro y forma en la performance del rāga del norte de la India, un
repertorio complejo si los hay. Clayton sostiene que la imagen del metro de Kolinski como marco, sumada a la teoría métrica de Lerdahl y Jackendoff y su imaginativo sistema
de notación y análisis, constituye un concepto métrico de amplia aplicabilidad.
En este marco se incluye también la obra de Charles Adams (1976) sobre movimiento
melódico, la cual presenta un modelo en apariencia más complicado que el de Kolinski
pero de más simple aplicación. Adams refina el concepto de contorno melódico para
clasificar ulteriormente la música de los indios de Estados Unidos. En su revisión de los
modelos antecedentes, define inicialmente tres métodos para tipificar una melodía o contorno: la narración simbólica, las listas de palabras y los símbolos gráficos; cada uno de
estos métodos posee, previsiblemente, ventajas y limitaciones.
La narración simbólica, como el nombre lo implica, describe una melodía como si fuese
una historia. El problema con este método es que el análisis resulta sumamente verboso y
demasiado impreciso, aunque se usen siglas como L para nivel, R para elevación, etcétera; usar un conjunto de símbolos para representar una notación que ya es simbólica agrega poco a lo que ya se sabe. También es inconveniente el uso de listas de palabras, ya
que no existe consenso sobre la terminología. Queda entonces la posibilidad del uso de
gráficos, aunque la cantidad de información que brinda esta técnica dependerá de la convención gráfica que se utilice.
Para superar este impasse, Adams define un puñado de términos de acuerdo con cuatro
alturas (pitches) mínimas de límite: la altura inicial (I), la más alta (H), la más baja (L) y
la final (F). Cuando la primera altura es más alta que la segunda se indica con >; cuando
es igual se denota con el signo = y cuando es más baja con <. De estas alturas mínimas de
límite y de tres rasgos de contorno melódico “primarios” (inclinación o S; desviación o
D; reciprocidad o R) Adams deriva un método tipológico para la clasificación de las me-
31
lodías. La categoría de inclinación (slope) define la comparación de la altura inicial como
descendente, a nivel o descendente; la desviación representa el número de cambios de dirección entre las cuatro alturas de límite mínimas. Si son todas de la misma altura, la desviación es cero, dado que no hay cambios de dirección en el perfil del contorno; si (H) o
(L), pero no ambas, son diferentes de (I) o (F) habrá una desviación; si (H) y (L) son diferentes de (I) y (F), habrá dos desviaciones. La reciprocidad describe la dirección de la
primera desviación, o dicho de otro modo describe si (I) es seguido por (H) o por (L).
Con estos rasgos mínimos, Adams construye su tabla periódica de los 15 tipos diferentes
de contornos que se muestra en la figura 2.2. La notación de inclinación, desviación y reciprocidad del ejemplar de la fila inferior a la derecha, por ejemplo, se anotaría S3D2R2.
El método, sin duda alguna, ha sido muy bien pensado y es uno de los más pulidos y
compactos que se conocen.
Fig. 2.2 – Contornos melódicos de Adams (1976: 199)
Hay algunos conceptos adicionales como el de “forma” (shape), que se obtiene a través
de rasgos secundarios como la repetición de (H) o (L) sin una altura adicional interviniente, o la recurrencia de (H) o (L) con alturas en el medio. También hay una medida de
amplitud del contorno determinada por la diferencia en el número de semitonos entre (I)
y (H) comparada con la diferencia entre (L) y (F), expresada como porcentaje. Los aspectos temporales de la melodía también se consideran rasgos secundarios. Utilizando el
tiempo, medido en segundos, se calculan las relaciones proporcionales entre las diversas
alturas de límite mínimo; todos los rasgos secundarios se expresan como un valor numérico o como un subíndice.
El procedimiento de Adams funciona bastante bien para comparar formas melódicas genéricas que han sido reducidas a no más de cuatro alturas salientes: inicial, final, más alta
y más baja. En ocasiones, algunas de esas alturas puede que sean las mismas. Aunque
está pensado para describir perfiles melódicos y no para determinar la tonalidad o el centro tonal (un concepto transculturalmente espinoso) el método de Adams puede brindar
un elemento de juicio suplementario a las técnicas en uso para la clasificación tonal. Adams pudo analizar exitosamente unas 300 canciones indígenas, usando el método para
32
identificar parecidos y diferencias estilísticas. Nicholas Cook (1994), en un libro estupendo sobre análisis musical, aplicó la técnica a “Zaodahy”, la pieza canónica analizada por
Herndon (1974) en su artículo clásico, determinando que la estructura del contorno melódico de esa pieza se codificaría como S1D1R1 (la figura de la segunda línea de la primera columna).
Aunque ahora es posible tratar de manera sencilla y objetiva lo que antes fuera un asunto
difícil, el método de Adams para contornos no es útil para definir estilos, ya que muchas
culturas cuyas músicas suenan distintas obtienen la misma clasificación. Para abordar
cuestiones estilísticas es necesario considerar aspectos secundarios tales como la forma
(shape) en términos que ya he comentado más arriba. El método de Adams llegó a trascender los límites de la disciplina y ha sido comentado elogiosamente treinta años después de propuesto en una disertación de musicología general de tradición europea (Beard
2003: 8-11). Una tesis canadiense sobre clasificación automática de géneros a partir de
grabaciones MIDI considera con aprecio las ideas de Adams pero encuentra que el método no funciona para música polifónica o en varias partes vocales o instrumentales (McKay 2004: 59-60). Para todo lo que sea monodia sigue en pie.
La disciplina madre de la musicología general ha desarrollado infinidad de métodos analíticos que ninguno de los etnomusicólogos demuestra conocer. Sólo para el contorno melódico tenemos las teorías de Richard Bassein, Daniel Beard, Robert John Clifford, Michael Friedmann, Paul Laprade, Elizabeth West Marvin, Robert Morris, Larry Polanski,
Ian Quinn, Arnold Schönberg y Ernst Toch. Pero si hemos de restringirnos por algún
mandato arbitrario al dominio de la etnomusicología, quien quiera estructurar comparativamente el análisis musical a una profundidad técnica mayor que la que permite el modelo de Lomax, deberá consultar la obra de Kolinski o la de Adams, a riesgo, si así no lo
hiciere, de perderse unas cuantas buenas ideas o de dejar factores importantes sin tratar.
Etnomusicología transcultural II – Gestación del modelo de Lomax
Considero que este capítulo del libro que se está leyendo es esencial para comprender los
posibles alcances de la etnomusicología, al menos en lo que respecta a una forma lógica
particular. Aquí se tratará una de las contadas instancias en la historia de la disciplina en
la que se ha propuesto un método susceptible de ser cuestionado, aplicado o perfeccionado por razones precisas. En ciento treinta años, sólo Mieczysław Kolinski, Jean-Jacques
Nattiez y Simha Arom hicieron lo mismo en semejante nivel de especificación y con similares riesgos de sobreexposición al escrutinio público. Hasta donde conozco, las contribuciones de todos los demás autores permanecieron, comparativamente, en un nivel retórico, no articulado, diferido o preliminar.
También hay que tener en cuenta que no existen, hasta la fecha, exposiciones ordenadas y
no pasionales de uno de los episodios más movilizadores de la disciplina, ya sea para ponerse a favor o en contra. Ninguno de los pocos textos que se ocupan de teoría (Cámara,
Clayton, Feld, Herndon, McLeod, Nettl, Pelinski) proporciona una descripción confiable
del método de Alan Lomax [1914-2002], aunque sea en términos sumarios. Muy pocos
autores han estado a la altura de los problemas lógicos y matemáticos que implica un modelo estadístico de esta naturaleza; ninguno en absoluto de los que se escribieran desde la
etnomusicología denota un conocimiento aceptable de la antropología transcultural de
33
George Peter Murdock, Raoul Naroll o Ronald Cohen que ha servido de molde y marco
global al modelo de Lomax.
Aunque estuvo activo junto a su padre John Lomax [1867-1948] en tareas de recolección
desde la década de 1930, los años 50 fueron tal vez los más esenciales en su experiencia
de campo de Alan y en su gestación de lo que luego habría de ser el proyecto cantométrico. Perseguido de cerca por el senador anticomunista Joseph McCarthy, puesto en las listas negras Red Channels en 1950 junto con Leonard Bernstein, Burl Ives, Aaron Copland,
Morton Gould y Pete Seeger, Lomax experimentó su exilio europeo, del cual resultaría
The Columbia World Library of Folk and Primitive Music, una recolección musical que
sigue siendo ejemplar y que en su momento definió no pocas vocaciones.
Ronald Cohen, editor de las obras selectas de Lomax (2003) consigna que éste realizó la
mayor parte de su carrera fuera de las instituciones académicas, declinando siempre los
nombramientos que se le ofrecían. También especula que su método habría tenido mejor
aceptación crítica si hubiese formado discípulos que lo propagaran en el medio universitario; Cohen sospecha que muchos estaban celosos de la prodigiosa financiación de los
proyectos de Lomax, sustentados por numerosas ONGs, organizaciones filantrópicas y
una de las principales Ivy Leagues universitarias. El carácter extra-académico de Lomax
se percibe en la escasez de referencias a autoridades de la disciplina y en su uso idiosincrásico de la nomenclatura, comenzando por su “canción folk”, un concepto utilizado alguna vez en lo que pomposamente se llamó “la ciencia del folklore” pero inusual en etnomusicología. Esta denominación es tan rara que su coautor Victor Grauer (2005) tuvo que
justificar su uso en algún momento, aunque reconociendo que no era una elección afortunada.
La cantométrica de Lomax tuvo una compleja gestación. En su artículo “Folk song style”
(1959), que constituye el primer contacto de Lomax con la antropología profesional, Lomax señala que una canción es una acción humana compleja y que sería del todo anticientífico concentrarse sólo en los patrones musicales formales separados de su contexto
(como si la música fuera diferente de otras actividades humanas) o sobre las mediciones
precisas de partículas sonoras (como si la musicología fuera una rama de la física).
Contra eso propone que la nueva ciencia de la etnografía musical se base en el estudio de
los estilos o hábitos musicales de la humanidad. Un estilo se entiende como el producto
cualitativo final de cierto conjunto de acciones, que es también una intención cultural.
Como tal, puede ser descompuesto en un conjunto de elementos, comprendiendo la situación humana total que produce la música:
1. El número de personas que participan habitualmente en un acto musical y la forma en que
cooperan.
2. Las relaciones entre quienes hacen música y su audiencia.
3. La conducta física de los que hacen música: su actitud corporal, gestos, expresiones faciales, tensión muscular, especialmente de la garganta.
4. Los timbres vocales y tesituras favorecidos por la cultura y su relación con los factores
precedentes.
5. La función social de la música y la ocasión de su producción.
6. Su contenido psicológico y emocional tal como se expresa en los textos de las canciones
y en la interpretación cultural de esta poesía tradicional.
34
7. Cómo se aprenden y transmiten las canciones.
8. Finalmente, los elementos formales de la situación: escalas, sistemas de intervalos, patrones rítmicos, contornos melóficos, las técnicas de armonía; los patrones rítmicos del verso, la estructura de la poesía y las interrelaciones complejas entre los patrones poéticos y
los musicales; los instrumentos y las técnicas instrumentales.
Quisiera llamar la atención sobre el hecho de que este programa de genuina antropología
de la música es cinco años anterior al de Alan Merriam (1964), quien pasa por ser el fundador de la idea. Una vez planteado este esquema, Lomax procede a demostrar cómo se
aplicaría a una formulación comparativa, distinguiendo rudamente diez grandes familias
estilísticas: (I) India americana, (II) Pigmoide de África, India central, Formosa y otras
áreas a ser documentadas, (III) Africana, (IV) Australiana, (V) Melanesia, (VI) Polinesia,
(VII) Malaya, incluyendo Indonesia y Filipinas, (VIII) Eurasiática, (IX) Europea antigua
y (X) Europea moderna. Cada región se descompone a su vez en una cantidad de estilos
particulares, que a nivel global ronda la cincuentena. Expuesta en unas pocas páginas,
esta es una de las clasificaciones más detalladas y explícitas a la fecha, aunque con lo que
hoy se conoce se podrían sugerir muchas otras alternativas de organización (Lomax 1959:
932-939). Una vez trazada la caracterización regional, Lomax señala factores que deberían ser esenciales en el tratamiento del estilo (p. 938):
1.
2.
3.
4.
El grado en que una canción es un producto comunal o individual.
La cantidad de empaste en el canto coral y el grado de canto acórdico o la falta de él.
La calidad de la voz y su modo de producción.
La posición y el uso del cuerpo por el cantante, el grado de tensión evidenciada en la garganta y la expresión facial.
5. El contexto circunstancial y funcional de la música, tanto social como psicológico.
6. El sentimiento (mood) prevaleciente en la música, evidenciado por su contorno melódico
y el contenido de los versos.
7. Factores sociales y emocionales como la posición de la mujer, el código sexual, el grado
de permisividad sobre el gozo sexual y las relaciones afectivas entre padres e hijos.
Entre el modelo estilístico y el cantométrico hay varias diferencias significativas. En primer lugar, el estilo incluye abundante información contextual y descriptiva que el modelo
cantométrico no contempla, salvo como variable a estudiar ulteriormente en relación con
las variables musicales analizadas.
Introducción sucinta a la Antropología Transcultural
La cantométrica de Lomax es un típico Cross-Cultural Survey (CCS); un CCS es un método estadístico desarrollado en el seno de la antropología transcultural. Antes de proceder a la presentación de esta variedad mal conocida de antropología en la que se han desenvuelto estos modelos, conviene dedicar unos renglones a la taxonomía modélica que
utilizo habitualmente como marco general. En la tabla 2.1 he diagramado lo que entiendo
son los tipos de modelos posibles conforme a criterios de organización, perspectiva de
complejidad o simplicidad, determinismo, clase de inferencia que los caracteriza y propósito. He tratado el asunto con más detenimiento en otros textos (Reynoso 1998; 2006b)
y no abundaré aquí en una justificación detallada, confiando en que la propuesta (que no
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es más que una nomenclatura de clases resultante de la aplicación de esos criterios) es suficientemente clara y no problemática.
El objetivo de esta clasificación en este contexto es proporcionar un recurso que permita
establecer si una teoría satisface sus objetivos en la resolución de los problemas que aborda, tratando de evitar que se le demande un logro para el que no fue diseñada. Dado
que muchas veces se exige a las teorías basadas en modelos estadísticos que alcancen fines que no se han propuesto (como explicar o suministrar comprensión de un fenómeno),
estimo relevante tratar el tema en este punto.
Modelo
I. Mecánico
II. Estadístico
III. Complejo o
sistémico
IV. Interpretativo
Perspectiva del Objeto
Simplicidad organizada
Inferencia
Analítica, deductiva,
determinista, cuantificación
universal
Complejidad
Sintética, inductiva,
desorganizada
probabilista, cuantificación
existencial
Complejidad organizada Holista, descriptiva,
determinista, cuantificación
universal
Simplicidad
Estética, abductiva,
desorganizada
indeterminista, cuantificación
individual
Tabla 2.1 - Los cuatro modelos
Propósito
Explicación
Correlación
Descripción estructural o
procesual
Comprensión
Como se puede apreciar en el cuadro, habría cuatro clases de modelos. Las teorías existentes implementan preferentemente uno o más modelos de alguna de las clases indicadas; de este modo, en ciencias de la computación el programa fuerte de la inteligencia
artificial se articula sobre un modelo mecánico, las redes neuronales y otros formalismos
de reconocimiento de patrones usan modelos estadísticos, los sistemas adaptativos (autómatas celulares, redes booleanas, algoritmo genético) utilizan modelos complejos y el paradigma fenomenológico de Winograd, Flores y Dreyfus modelos interpretativos. En psicología es mecánico (con un toque hermenéutico) el psicoanálisis, estadístico el conductismo o la psicología transcultural de John Berry, compleja la terapia familiar sistémica e
interpretativa la escuela configuracionista derivada de Edward Sapir o la psicología de la
experiencia óptima de Mihaly Csikszentmihalyi (Reynoso 1993).
En ciencias antropológicas los modelos del funcionalismo, el estructuralismo, la antropología cognitiva clásica o el materialismo cultural son mecánicos, los de la epistemología
de Bateson o la ecosistémica de Rappaport son sistémicos, los de la descripción densa de
Geertz o la simbología turneriana son interpretativos y los del método comparativo de
Edward B. Tylor o la antropología transcultural de George Peter Murdock son estadísticos. De esta corriente trataremos ahora, por cuanto aporta la metodología subyacente a la
cantométrica de Lomax.
La antropología transcultural, holocultural o comparativa deriva de una teoría conductista. El conductismo se originó en psicología en las primeras décadas del siglo XX y fue
elaborado sucesivamente por John B. Watson, Edward Tolman, Clark Hull y B. F. Skinner. Partiendo de la premisa de que todos los términos teóricos debían ser observables, la
doctrina conductista sostenía que el único trabajo científico susceptible de llevarse a cabo
en el estado de los conocimientos en aquel entonces era correlacionar situaciones de es36
tímulo con respuestas. El razonamiento conductista deviene así naturalmente sintético y
probabilista: ante un estímulo E existe una probabilidad x que se manifieste la conducta
R. Entre situación y comportamiento se interpone una caja negra: el modelo no explica la
correlación; sólo da cuenta de ella, o la establece. En su forma matemática, el modelo ER es una unidad estadística constituida por una respuesta cuantitativa a un estímulo cuantitativo administrado por el investigador u observable en cada caso. El objeto de una investigación planteada en estos términos es definir una función que describa la relación
entre el estímulo y el valor esperado (u otra medida) de la respuesta. La forma más común asumida por tal función es lineal. En una lectura más abstracta, la relación E-R
puede entenderse como caso particular de una correlación entre pares de variables.
El cuadro de estímulo-respuesta puede confundirse fácilmente con un enunciado causal,
pero en su forma pura no lo es; su razonamiento inductivo es simplemente señalador de
una correlación fáctica: si hubiera una causa se trataría de un modelo mecánico. No hay
lugar para “causas” en el conductismo, (a) porque las causas no son entidades observables y (b) porque un razonamiento inductivo es testimonial y no constituye una explicación. En variantes más o menos temperadas o cualitativas, ha habido conductismo en psicología, como se ha dicho, y también en lingüística (Leonard Bloomfield), en semiótica
(Charles Morris), en filosofía de la ciencia (con cualificaciones, Rudolf Carnap, Carl
Hempel, W. V. Quine), en sociología (George Homans, Hans Hummell, Karl Dieter Opp)
y en antropología (el primer Marvin Harris, George P. Murdock). En esta última disciplina el modelo específicamente conductista ha sido en general implícito.
Dejando de lado las escuelas comparativas inglesa y holandesa, que no sobrevivieron a la
década de 1930, la historia de los modelos transculturales en antropología se remonta a
1937, cuando George Peter Murdock [1897-1985] comenzó a organizar los Human Relations Area Files (HRAF) en la Universidad de Yale; llamados al comienzo Cross-Cultural Survey, se trata de un catálogo de sumarios etnográficos indexados bajo epígrafes uniformes que coinciden con las categorías culturales: formas de parentesco, tecnología, patrones de asentamiento, reglas de residencia, arte, etcétera. Paralela a ese esfuerzo fue la
edición de la revista Ethnology, que comenzó a publicarse en 1962. Los primeros 28 volúmenes, entre 1962 y 1980, dieron a conocer el “Ethnographic Atlas” de Murdock, una
compilación de datos etnográficos de unas 600 sociedades. Al contrario de lo que sostiene la leyenda popular, el Atlas, que comprende datos de 1167 sociedades, no tiene nada que ver con los HRAF; la codificación es totalmente distinta y la muestra es mucho
más amplia. El Standard Cross-Cultural Sample (SCCS), creado por Murdock y Douglas
White a partir del Atlas, contiene datos de 186 sociedades máximamente independientes;
es una base de datos articulada sobre 1849 variables, adecuada para testear hipótesis multivariadas. Curiosamente, no hay datos de música en el SCCS; en cantométrica, por ende,
los elementos de juicio musicales que se coordinan con otras variables culturales provienen de las hojas de codificación.
Los HRAF han sustentado numerosos estudios comparativos que se han hecho clásicos,
entre ellos el propio Social Structure de Murdock (1949). Los archivos se dividen en dos
colecciones mayores, una de etnografía y otra de arqueología, e incluye otros materiales
para enseñanza e investigación. Las bases de datos comprenden por un lado un Outline of
World Cultures (OWC) y por el otro un Outline of Cultural Materials (OCM); el primero
está organizado por sociedades, el segundo por categoría cultural. Hoy en día los HRAF
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son accesibles via Internet (http://www.yale.edu/hraf/index.html), previo pago de la cuota
anual correspondiente. Para realizar un estudio comparativo no es imperioso basarse en la
información de los HRAF o del Atlas, pero en general es conveniente hacerlo porque éstos compendian casi un millón de páginas de conocimiento etnográfico. Tampoco es preciso ser materialista o conductista para sacar provecho de los archivos; aunque en la vida
real los que hacen surveys acostumbran ser comparativistas de tiempo completo, los archivos se pueden usar como herramienta de correlación bajo cualquier marco teórico sincrónico o diacrónico, sea éste materialista, ecléctico o hermenéutico.
En cuanto a las categorías culturales del OCM, digamos que constituyen una itemización
cuyo carácter etic ha sido objeto de no pocos cuestionamientos. Esta es, por ejemplo, la
organización de la categoría “Artes”, que incluye una subcategoría para la Música:
530 ARTES
531 ARTES DECORATIVAS
5310 ARTES VERBALES
5311 ARTES VISUALES
532 ARTES REPRESENTATIVAS
533 MÚSICA
534 INTRUMENTOS MUSICALES
535 DANZA
536 DRAMA
537 ORATORIA
538 LITERATURA
539 TEXTOS LITERARIOS
La categoría “Música” a su vez comprende información sobre forma y estructura musical
(escala, registro, tonalidad, tempo, ritmo), melodía, armonía, música vocal (canto, recitado melódico, tarareo, cantilación), música instrumental (acompañamiento, ejecución solista, orquestas), ocasiones para la música, estilos de canto (cantos de trabajo, cantos de
beber, canciones danzadas, cantos de guerra, cantos amatorios, música sagrada, lamentos,
endechas), entrenamiento y apreciación musical, composición de música, técnicas de ejecución y performance, especialización (compositores, griots, musicólogos, músicos), organización (coros, bandas, conjuntos), técnicas de ejecución y performance. Las categorías culturales no intentan articular una descripción detallada de una cultura, sino apenas
ofrecer una parametrización que sirva como punto de partida para correlacionar aspectos
de diversas unidades societarias.
Los estudiosos que han cuestionado esta categorización por “externa”, etic, panóptica, etnocéntrica, cientificista o imperial acaban utilizando categorías implícitas, ocultas e irreflexivas que no siempre son de grano más fino o de estirpe más noble. Las críticas que se
han hecho al método transcultural desde la etnomusicología denotan además falta de familiaridad con la estrategia, sus técnicas específicas y su lugar en la antropología. Es por
eso que no puedo homologar juicios como los de John Blacking (1966: 218), Rafael José
de Menezes Bastos (1978: 39), Steven Feld (1984: 385) o Peter Jay Martin (1997: 133),
quienes sostienen sin desarrollar ningún argumento que el tratamiento comparativo murdockiano remite a una concepción “superficial” de la cultura o la organización social. Mi
sospecha de mínima es que estos estudiosos confunden la tipificación del OCM, que es
meramente un recurso de indexación, con los contenidos del HRAF, que no es otra cosa
que la copia verbatim de las etnografías que ellos mismos escriben: no hay resúmenes en
38
el OCM, sólo textos enteros. Mi aprensión de máxima es que ninguno de estos etnomusicólogos tiene la menor idea de los rudimentos del método transcultural ni ha concedido a
sus artefactos el tiempo requerido para su cabal comprensión.
Si miramos dos veces las sub-categorías del OCM veremos que no difieren gran cosa de
la estructura temática que Alan Merriam (1964) había propuesto en el libro de cabecera
de los contextualistas, de las siete implicaciones de Anthony Seeger (1987) o de las seis
áreas orientativas de Steven Feld (1984), todos ellos embarcados en visiones afines al
particularismo (cf. Reynoso 2006a: 120, 154-155, 159-161). El número y el carácter de
las categorías son aproximadamente los mismos en el OCM y en esas estrategias etnomusicográficas, que se supone constituyen heurísticas para estudios en profundidad. De hecho, la materia prima de las bases de datos del Outline procede en su mayoría de estudios
particulares de tono inmersionista. Así como en el OCM la música está articulada con
cierta finura, las demás categorías culturales lo están al menos en la misma escala. Lo
mismo se aplica al SCCS.
Uno de los diversos métodos asociados a la investigación transcultural es el que se conoce como Cross-Cultural Survey (CCS) o método hologeístico, consistente en un trabajo
de inducción comparativa. El método no es útil para describir o analizar situaciones, sociedades, culturas o períodos históricos, ya que su propósito apunta a realizar una generalización amplia en base a los valores de las variables en juego; tampoco sirve para investigar concomitancias que se saben universales. Hasta el momento su mayor utilidad
radica en que permite estudiar relaciones funcionales entre diversos rasgos, partiendo del
supuesto de que los elementos de una cultura tienden a integrarse funcionalmente o a ajustarse entre sí a lo largo del tiempo. En realidad este mismo supuesto es una hipótesis
de trabajo susceptible de ponerse a prueba; entre 1920 y 1970 prevaleció una sobrevaloración de la idea de coherencia funcional; ésta fue puesta luego en tela de juicio, ya sea
porque diversos antropólogos estudiando las mismas sociedades llegaban a resultados
contrapuestos, o porque los factores entre los que se imaginaban solidaridades no correlacionaban suficientemente a través de las culturas. Los estadísticos habían probado ya la
debilidad de la integración cultural mucho antes que los posmodernos que se jactaron del
descubrimiento terminaran sus estudios de grado.
Los trabajos transculturales han sido moderadamente frecuentados dentro de la antropología sociocultural y hasta ahora han permanecido casi por completo desconocidos en etnomusicología. Nunca fueron bien vistos por el establishment de la antropología americana.
El comparativista Harold Driver (1956; 1966), por ejemplo, los usó para impugnar la validez de los métodos de reconstrucción histórica de los boasianos, así como las inferencias correlacionales de los funcionalistas y las ideas de Ruth Benedict respecto de que los
rasgos culturales no se pueden sacar de contexto porque cada unidad cultural es una configuración monolítica de sentido.
Su recompensa fue la expulsión del campo durante un período, debido al rechazo de su
crítica por parte de Kroeber, y diez años transcurridos como conductor de taxi antes de
volver a ganar una carrera académica en la Universidad de Indiana. Parece que el consenso científico, igual que el de la antropología sociocultural posmoderna, no soporta la
crítica demasiado bien (White 2004).
El relativismo cultural a la manera de Benedict fue cuestionado por el propio Murdock:
39
Benedict sostiene no sólo que las culturas tienen que ser contempladas en el contexto de
las situaciones con que se enfrentan las sociedades que las han creado –pretensión ésta
que pocos científicos sociales modernos discutirían–, sino también que han de ser contempladas como totalidades. Para ella, cada cultura es una configuración única y sólo
puede ser entendida en su totalidad. Con el mayor vigor asegura que la abstracción de
elementos para su comparación con los de otras culturas no es legítima. Los elementos
sólo tienen sentido en su contexto; aislados, no lo tienen. Yo sostengo que esto es absurdo. Las funciones específicas, por supuesto, sólo se pueden descubrir en el contexto. Pero
la antropología, como cualquier otra ciencia, sólo puede llegar a sus leyes y proposiciones científicas abstrayendo y comparando los rasgos observables de muchos fenómenos
tal y como se presentan en la naturaleza (Murdock 1965: 146).
Aunque yo no confiaría tanto en que abstrayendo y comparando se puedan deslindar
leyes (en rigor, sólo podríamos establecer correlaciones) la postura anti-anticomparativa
de Murdock es, entre los dos extremos, la postura a respaldar. El estudio del significado
contextual de los rasgos en que se abisma Benedict es desde ya legítimo, pero no hay razón para que el conocimiento sobre la cultura acabe en ese punto. La dimensión semántica tampoco constituye un tópico de interés obligado; el significado mismo puede ser
objeto de comparación transcultural3.
Raoul Naroll (1970) distingue tres generaciones de estudio de tipo CCS. (1) La primera
generación, desde Tylor hasta más o menos 1934, no utilizaba métodos de muestreo, ni
implementaba coeficientes de correlación o pruebas de significancia. (2) La segunda generación se inicia con los trabajos de Murdock (1949); en ella se implementan operaciones de muestreo y medidas matemáticas de relación y significancia, escogiéndose con
más circunspección las unidades culturales. (3) La tercera generación es por supuesto la
actual; en ella se tratan con mayor solvencia los doce problemas canónicos, que son los
que siguen:
1. Muestreo. Dilemas de elección de la metodología de muestreo aplicable en un caso
dado: muestreo al azar, sistemático, mecánico, oportunístico.
2. Errores estadísticos. Distinción de errores de tipo 1 (rechazar una hipótesis nula
que es verdadera) y de tipo 2 (aceptar una hipótesis nula que es falsa).
3. Definición de la unidad societaria: culturas, sociedades, cult-units, etc.
4. Exactitud de los datos.
5. Conceptualización, clasificación y codificación.
3
Por otra parte, la abstracción es un derecho científico adquirido. Pongo un ejemplo: en todas las
sociedades se divide la escala musical en un número que oscila entre dos y siete o (exagerando)
doce grados por octava. Sí: es el número mágico de Miller (1983 [1956]), y es un universal cognitivo. Que algunas sociedades no posean el concepto de escala no trivializa el hallazgo. El número
de grados en que se divide la escala en una sociedad puede juzgarse entonces con independencia
del significado contextual. Lo mismo cabe a los diseños simétricos que han sido estudiados en etnogeometría: para diseños de un color sólo hay ocho posibilidades de articulación en guardas lineales y diecisiete formas de simetría en el plano, independientemente de lo que signifiquen los
motivos en las culturas de origen. En otras palabras, la comparación revela pautas de similitud o
de diferencia que son igual de humanas y dignas de igual interés (aunque de diferente nivel de abstracción) que cualesquiera datos en su contexto.
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6. El Problema de Galton. No es legítimo establecer correlaciones entre rasgos que
pueden haber llegado por difusión. Las unidades culturales a correlacionar deben
ser independientes.
7. Análisis causal de las correlaciones. También existe el bien conocido problema de
la variable oculta que ocasiona correlaciones espurias.
8. Escasez de datos relevantes. Algunas sociedades no han sido objeto de etnografías
exhaustivas.
9. Problemas de peinado (combing), dragado (dredging) o mudsticking. En minería
de datos, se llama data dredging a la imposición de patrones que en realidad no
están allí; implica barrer los datos en busca de cualquier relación, y cuando se encuentra una proporcionar una explicación ad hoc.
10. El problema general de la significancia estadística. Algunos autores sostienen que
las pruebas de significancia no son válidos si el muestreo no es aleatorio.
11. Variación regional. Algunos rasgos pueden tener variaciones a nivel regional
tanto o más grandes que el promedio de las variaciones a nivel global.
12. Análisis de casos desviantes.
No todas las demás corrientes han examinado con ojo crítico, y a veces con crueldad, los
dilemas que las afectan. No todas han reposado tampoco en una metodología explícita,
pública y colectiva. A pesar de su título engañoso y del tiempo transcurrido, el libro magno sobre metodología transcultural sigue siendo, a la fecha, A Handbook of Methods in
Cultural Anthropology, de Raoul Naroll y Ronald Cohen (1970). Un estudio típico de
CCS es el de Sally Falk Moore, quien demuestra que existe una correlación entre formas
de descendencia y mitos de origen: los mitos de origen de incesto entre hermana y hermano acompañan a los sistemas unilineales, los de progenitores e hijos de ambos sexos a la
exogamia, los de padre-hija a la endogamia patrilineal y los de madre-hijo a los grupos de
descendencia exogámica matrilineal (Naroll 1970).
Aunque hoy en día pocos antropólogos conocen la existencia de los HRAF o del Atlas y
sólo una pequeña porción de sus suscriptores actuales son antropólogos, hay algunos
cientos, tal vez miles de estudios de CCS sobre los tópicos más variados: parentesco, reglas de residencia, evitación de parientes, herencia, suicidio, crianza, evolución cultural,
organización social y política, guerra, juegos, estilos artísticos, reglas de etiqueta, alimentación, sueños, crimen, alcoholismo, acusaciones de brujería, etcétera, cada uno de ellos
vinculados con una o más otras variables socioculturales. Alan Lomax realizó contribuciones a la tradición de los CCS estudiando correlaciones entre la música vocal (cantométrica), la danza (coreométrica), las letras de las canciones y la fonotáctica con diversas
variables socioculturales. Es de estas contribuciones que toca ocuparse ahora.
Etnomusicología transcultural III – Cantométrica
Lomax consideraba la cantométrica no como una teoría envolvente, sino como un experimento en el seno de su teoría, mucho más amplia, sobre el estilo como indicador social.
Considerado por numerosos autores como si formara parte de la facción analista y enfrentado con los favorecedores del contexto, el “método estilístico” de Lomax acaso haya sido el manifiesto más fuerte a favor del tratamiento de las relaciones entre contexto y música. El primer párrafo donde asienta su programa no tiene una palabra de más:
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Un estilo de canto, igual que otras cosas humanas, es un patrón de comportamiento aprendido, común a la gente de una cultura. El canto es un acto especializado de comunicación, afín al habla, pero mucho más organizado y redundante. Debido a su elevada redundancia, el canto atrae y mantiene la atención de los grupos, … invita a la participación
en grupo. Sea que se lo ejecute coralmente o no, … la función principal del canto es expresar los sentimientos compartidos y moldear las actividades conjuntas de alguna comunidad humana. Es de esperar, por tanto, que el contenido de la comunicación cantada sea
social antes que individual, normativo antes que particular. El experimento cantométrico
ha mostrado, de hecho, que el estilo de canto es un excelente indicador de un patrón cultural (Lomax 2000: 3).
Así como la gente vive, así canta (p. 4). Probablemente, continúa Lomax, el canto humano sea la única conducta humana que, gracias a las grabaciones, está lista para su uso en
laboratorio. El sistema cantométrico define una grilla contra la cual todos los estilos de
canto se pueden medir y comparar. Los rasgos de una performance musical simbolizan
rasgos significativos de una cultura. Aún antes de detallar los mecanismos de su modelo,
Lomax advierte sobre la urgencia de comprender mejor los estilos tradicionales en un
mundo que se está agrisando velozmente; no existía aún el término “globalización”, pero
todos los elementos esenciales de la idea ya están allí (pp. 4-6). Lomax también anticipa
que el estilo de canto varía consistentemente con (1) el nivel productivo, (2) el nivel político, (3) el nivel de estratificación en clases, (4) la severidad de la moral sexual, (5) el equilibrio de dominación entre hombre y mujer, y (6) el nivel de cohesividad social. El
canto favorito de una persona trae a su mente no sólo memorias placenteras, sino la red
de relaciones que hace su vida posible (p. 6).
La cantométrica surgió como una práctica dentro de un proyecto de investigación transdisciplinario conocido como Estudio Transcultural de la Cultura Expresiva; el director
del proyecto era naturalmente el propio Lomax. El estudio permaneció albergado en la Universidad de Columbia hasta 1982, trasladándose luego al Hunter College, en el mismo
estado. El propósito del proyecto era desarrollar una técnica descriptiva que pudiera localizar los grandes patrones estilísticos en el registro musical grabado y luego encontrar
qué regularidades culturales subyacen y son relevantes a esos estilos formativos. No existía para ese entonces ninguna caracterización sumaria de los estilos a nivel de las grandes
regiones o de continentes.
La primera publicación de la hoja de codificación fue la del artículo “Song structure and
social structure” en la revista Ethnology (Lomax 1962), órgano de expresión de la antropología comparativa murdockiana. Con el tiempo, el proyecto cantométrico evaluó un
conjunto de 2557 canciones procedentes de 233 culturas. Las 37 variables incluidas en el
análisis no pretenden una descripción exhaustiva y pueden ser evaluadas por gente ordinaria en términos parecidos a los que aparecerían en una conversación informal sobre una
pieza de música (Lomax 2000: 116). Lomax mismo se preciaba de ser gente común: no
era musicólogo, sino filósofo, y por eso tuvo que recurrir a la asesoría de Victor Grauer.
El número 37 es un límite contingente, debido al tamaño de las hojas de codificación, lo
mismo que los 13 valores corresponden al número de líneas de las tarjetas IBM utilizadas. La idea de representar los valores cantométricos como un perfil de gráfico de barras
le fue sugerida a Lomax por Margaret Mead, lo cual es testimonio de una época envidiable en que aún los más literarios entre los antropólogos no excluían las formas cuan-
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titativas del conocimiento e incluso hacían importantes contribuciones en ese campo
(Averill 2003: 238).
Hubo varios intentos de organización del modelo, avances y retrocesos antes que éste tomara su configuración final. En 1965 Grauer (quien hoy en día se ha volcado hacia el
posestructuralismo) propuso un proceso de codificación más elaborado, menos ligado a la
apariencia de los gráficos y basado en un sistema de evaluación más lógico, objetivo y
claramente definido. Aunque con el tiempo se compatibilizó esta propuesta con el sistema original, Lomax pensó que tomaría mucho tiempo codificar un ejemplar (una hora en
lugar de treinta minutos) y por eso fue rechazado. En 1965 Grauer publicó un reporte de
estado de avance en Ethnomusicology, “Some song style clusters”, en el cual describe el
desarrollo de un conglomerado de rasgos que pueden servir como base para una búsqueda
en la base de datos cantométrica, a fin de identificar registros con valores coincidentes.
La codificación cantométrica estándar se realiza conforme a las pautas descriptas en el
Libro de Codificación que a continuación se expone.
El Libro de Codificación
Este famoso “libro” de cuarenta páginas es el tercer capítulo de Folk song style and culture (Lomax 2000: 34-74); fue preparado en colaboración con Victor Grauer y es el descriptor más completo del trabajo de codificación cantométrico. Lo que sigue es una versión que, si bien sigue los lineamientos originales de codificación, introduce unas pocas
aclaraciones que podrían permitir una aplicación más sencilla de esta técnica, sin contradecirla en lo esencial. La idea que me orienta no es que se utilice esta versión en reemplazo de la original, sino que en el contexto de este capítulo del libro se comprenda la naturaleza y la escala de la fase descriptiva del modelo de Lomax.
Línea 1 – El grupo vocal
Estructura social del grupo de canto, con grado de integración creciendo hacia la derecha. Se propone una clasificación numerada de 1 a 13, que son:
1.  – No hay cantantes.
2. L|N – Un cantante, con o sin acompañamiento instrumental.
3. L|NA – Un cantante con audiencia participativa que danza o grita, pero no canta.
4. –L – Un cantante solista después de otro. Si hay superposición, codificar más bien
L(N.
5. L/N – Unísono social con un líder dominante.
6. N/L – Unísono social con el grupo dominante.
7. L//N | N//L – Grupo heteronéneo, poco coordinado.
8. L+N – Alternancia simple entre líder y coro.
9. N+N – Alternancia simple, coro más coro.
10. L(N – Alternancia con superposición entre líder y coro.
11. N(L – Alternancia con superposición entre coro y líder.
12. N(N – Alternancia con superposición entre coro y coro.
13. W – Entretejido [interlocking]. Alto grado de coordinación entre las partes.
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Figura 2.3 – Planilla de codificación cantométrica (basado en Lomax 2000: 93)
Perfil modal para Africa. El perfil se inclina fuertemente hacia la derecha de la hoja,
sobre la que se encuentran los factores que señalan mayor integraciòn musical
Línea 2 – Relación entre la orquesta acompañante y la parte vocal.
La “orquesta” se refiere a los instrumentos acompañantes, que pueden ser uno solo, varios o ninguno. Una vez más se proponen 13 grados de diferenciación, que son.
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1.  No ocurrencia, no acompañamiento.
2. /o – Orquesta pequeña, uno a tres ejecutantes.
3. /O – Orquesta grande, cuatro o más ejecutantes.
5. O/ – Orquesta pequeña o grande dominante sobre la parte vocal.
6. O – Orquesta pequeña o grande ejecuta interludios entre pasajes vocales.
8. //o – Orquesta pequeña sin relación o con relaciones ocasionales con la parte vocal.
9. //O – Idem, con orquesta grande.
12. (o – Orquesta de uno a tres ejecutantes en relación complementaria con los cantantes.
13. (O – Idem, con orquesta mayor.
Línea 3 – El grupo instrumental
Estructura social de la orquesta por separado.
1.  – No-ocurrencia. No instrumentos.
2. L/N – Un instrumento.
3. L/NA – Un instrumento con una audiencia activa, que se escucha bailando, gritando,
marcando el compás, pero sin cantar.
4. –L – Dos o más instrumentos ejecutando partes sucesivas.
5. L/N – Orquesta en unísono social con un instrumento claramente dominante.
6. N/L – Orquesta en unísono social sin instrumento dominante.
7. L//N – Relación heterogénea con un líder.
8. N//L – Relación heterogénea con un líder subordinado o alternante.
9. L+N – Alternancia simple entre solo y grupo.
10. N+N – Alternancia simple de grupo a grupo.
11. L(N – Alternancia superpuesta entre líder y grupo.
12. N(L – Alternancia superpuesta entre grupo y líder, con ningún instrumento prevaleciente.
13. N(N – Alternancia superpuesta entre grupo y grupo.
Línea 4 – Organización musical básica de la parte vocal
1.  – Dos o más cantantes, sin relación entre sí.
4. M – Monofonía. Sólo una voz a un tiempo.
7. U – Unísono u octavas.
10. H – Heterofonía. Cada voz canta la misma melodía de una forma ligeramente distinta.
13. P – Polifonía. Producción simultánea de intervalos distintos al unísono y a la octava.
En la línea 22 este concepto se descompone en seis categorías.
Línea 5 – Empaste tonal del grupo vocal
1.  – No hay empaste. Sólo canta una persona a la vez.
4. b – Empaste mínimo. Efecto rudo y a veces ruidoso.
7. b – Empaste intermedio.
10. B – Buen empaste.
13. B – Empaste máximo. Efecto de claridad y unificación.
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Línea 6 – Empaste rítmico del grupo vocal
Grado de coordinación rítmica entre los cantantes.
1.  – No ocurrencia. (a) No hay grupo. Sólo un cantante a la vez. (b) Una performance
en grupo en la que parece no haber ningún vínculo rítmico.
4. r – Mínimo empaste rítmico.
7. r – Empaste rítmico intermedio.
10. R – Buen empaste rítmico.
13. R – Máximo empaste rítmico.
Línea 7 – Organización musical básica de la orquesta
1.  – No ocurrencia. (a) No instrumentos. (b) Dos o más instrumentos discoordinados.
4. M – Un instrumento tocando una nota a la vez, o en octavas.
7. U – Unísono. (a) Grupo instrumental ejecutando la misma melodía al unísono o en octavas. (b) Solo instrumental con acompañamiento rítmico de percusión. (c) Cualquier
conjunto de percusión, excepto que sea polirritmia (en tal caso corresponde P).
10. H – Heterofonía (véase línea 4, punto 10).
13. P – Polifonía o polirritmia
Línea 8 – Empaste tonal de la orquesta
1.  – No-ocurrencia. No hay empaste o fusión; sólo toca un instrumento a la vez, o
ningún instrumento.
4. b – Empaste mínimo. Los instrumentos tienen sonidos demasiado contrastantes o no se
refuerzan entre sí.
7. b – Empaste intermedio.
10. B – Buen empaste.
13. B – Empaste máximo, sonido percibido como “rico”.
Línea 9 – Fusión rítmica de la orquesta
1.  – No-ocurrencia. (a) No instrumentos. (b) No grupo, un instrumento solamente. (c)
Falta completa de cualquier clase de coordinación.
4. r – Los miembros de un grupo siguen el mismo patrón rítmico, pero no muy organizadamente.
7. r – El grupo sigue el mismo compás con un grado moderado de coordinación.
10. R – El grupo sigue el mismo compás de manera cohesiva.
13. R – El grupo está completamente ligado en el seguimiento del ritmo.
Línea 10 – Relación entre palabras y sinsentido
Independientemente del significado del texto o del conocimiento del lenguaje, se juzga la porción
de texto que es repetida o la abundancia de lo que parecería ser “palabras sin sentido”: sílabas
sueltas, balbuceos, ululaciones, suspiros, risas, ruidos vocales, alaridos, etcétera.
1. WO – Palabras dominantes.
4. wo – Palabras dominantes, pero con algún grado perceptible de elementos sin sentido.
7. wo-no – Aproximadamente la mitad del texto es repetido o sin sentido.
10. wo-NO – Algo más de la mitad es repetido o sin sentido.
13. NO – Casi todo el texto parece enteramente compuesto por expresiones sin sentido.
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Línea 11 – Esquema rítmico vocal general
Esta línea suele ofrecer alguna dificultad para los analistas no entrenados en música. Al respecto,
Lomax proporciona algunos lineamientos de ayuda que no considero aquí (Lomax 2000: 50-51).
1.  – No-ocurrencia. No hay cantantes.
3. R1 – Ritmo de un compás, notas de la misma longitud aparente.
6. R-v – Metro simple. Puede ser simple, doble, triple, compuesto o lo que fuere, pero regular a través de toda la pieza. No se aplica si un compás compuesto está distribuido
de una manera consistente (p. ej. 9/8 dividido en 2/8, 2/8, 2/8, 3/8).
9. R*v – Metro complejo.
11. Ri – Metro irregular. Los metros que involucren efectos de hemiola no se consideran
irregulares (el efecto de hemiola acarrea ambigüedades en la subdivisión; por ejemplo, un compás de 6/8 se puede dividir en dos partes de tres tiempos o tres partes de
dos).
13. Rpa – Parlando rubato. Ritmo “libre”.
Línea 12 – Relación rítmica dentro del grupo de canto
Esta es otra línea conflictiva para la cual Lomax ofrece aclaraciones adicionales (Lomax 2000:
52-55).
1.  – No-ocurrencia. (a) No hay grupo de cantantes; sólo un cantante a la vez. (2) No
hay coherencia rítmica de ninguna clase.
3. Ru – Unísono rítmico.
5. Rh – Heterofonía rítmica.
7. Ra – Ritmo de acompañamiento.
9. Rp – Polirritmia simple. Todas las partes se conforman a un mismo pulso, pero hay
momentos en que una de las partes se desvía temporariamente. El conflicto puede
que se resuelva al cabo de unos cuantos “compases” (como en la música clásica de la
India).
11. Rpm – Polirritmia compleja.
13. Rc – Contrapunto rítmico.
Línea 13 – Estructura rítmica general del acompañamiento
Se pueden aplicar los mismos principios que para la línea 11, aunque referidos a instrumentos y
no a las voces.
1.  – No-ocurrencia. No instrumentos.
3. R1 – Ritmo de un tiempo [one-beat rhythm].
6. R-v – Metro simple.
9. R*v – Metro complejo.
11. Ri – Metro irregular.
13. Rpa – Parlando rubato.
Línea 14 – Relación rítmica dentro del grupo de acompañamiento
1.  – No-ocurrencia. (a) No hay grupo de acompañamiento. (b) No hay coherencia
rítmica de ninguna clase.
3. Ru – Unísono rítmico.
6. Rh – Heterofonía rítmica.
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7. Ra – Ritmo de acompañamiento.
9. Rp – Polirritmia simple.
11. Rpm – Polirritmia compleja.
13. Rc – Contrapunto rítmico.
Línea 15 – Perfil melódico [shape]
Esta no es una variable escalar, de modo que el orden es arbitrario.
1. A – Frase en arco. Las frases suben y luego descienden.
5. T – Melodía en terraza.
9. U – Ondulante. También se aplica a los casos (muy raros) en que la línea melódica es
ascendente.
13. D – Descendente.
Línea 16 – Forma melódica [form]
La serie comprende valores de complejidad creciente, aunque codificados de derecha a izquierda.
13. C – Forma de canon o ronda.
12. L – Letanía simple.
11. Lv – Letanía simple con una moderada cantidad de variaciones en cada repetición.
10. LV – Letanía simple con mucha variación en cada repetición.
9. L* – Es similar a L, pero con algunas complicaciones. Por ejemplo: (a) Una nueva frase se inserta en un patrón de que otro modo sería constante: ABABABACCAB…. (b)
Ocurre más de un patrón de letanía en la misma pieza, o sea que aparecen nuevas
frases luego que las anteriores se han repetido un número de veces: AAAAAA… BBBBBB… CCCCCC… (c) En gran parte de la música africana se establece una letanía
bien definida, luego un estribillo; si éste ocurre irregularmente, se tiene una letanía
compleja, como en AAARAARAAAAAR. Si ocurre con regularidad, codificar como
estrofa simple (St). (d) Patrón de letanía precedido por un pasaje totalmente compuesto o continuamente variado. (e) Cualquier letanía que involucre más que la simple repetición de una o dos frases se debe codificar como letanía compleja.
8. L-v – Letanía compleja con variación moderada.
7. L*V – Letanía compleja con mucha variación en cada sección.
6. St – Estrofa simple con poca o ninguna variación. Entre tres y ocho (pero no más de
ocho) frases se repiten una y otra vez.
5. Stv – Estrofa simple con variación moderada.
4. StV – Estrofa simple con mucha variación.
3. St* – Estrofa compleja con poca o ninguna variación. Es similar a St, pero más complejo. Hay varios tipos característicos: (a) Más de ocho frases antes de una repetición
integral. (b) Más de un estribillo: ABA CD ABA EF… (c) El estribillo no se canta
hasta que la estrofa se ha repetido algunas veces: ABA ABA CDE… (d) El orden de
las frases varía de una estrofa a la otra: ABAC AABC ABAB. (e) Algunas frases se
repiten más en unas estrofas que en otras: ABC AABC ABC ABC ABBC. (f) Una
serie de estrofas simples seguidas en la misma canción por otra serie de estrofas simples.
2. St*v – Estrofa compleja con variación entre moderada y grande.
1. tc – Compuesto en su totalidad. No hay patrón de letanía o estrofa reconocible.
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Línea 17 – Longitud de la frase
1. P – Frase muy larga, casi en el límite de la capacidad de respiración del cantante (16 a
25 segundos o más). También se codifica como P.
4. P – Frases más largas que el promedio a bastante largas (10 a 15 segundos). También
se codifica como P.
7. P – Frases de longitud promedio, como en las baladas inglesas (5 a 9 segundos).
10. p- – Frases de longitud menor al promedio (3 a 4 segundos).
13. p – Frases breves o muy breves (1 a 2 segundos).
Línea 18 – Número de frases
Número de frases antes que haya una repetición completa. Una canción con la estructura ABC
ABC ABC se considerará de tres frases.
1. 8+ – Hay más de ocho frases antes de una repetición completa.
3. 5/7 – Cinco a siete.
4. 4/A – Cuatro u ocho frases, dispuestas asimétricamente.
6. 4/S – Cuatro u ocho, simétricamente.
8. 3/A – Tres o seis, asimétricamente.
9. 3/S – Tres o seis, simétricamente.
11. 2/A – Dos frases, asimétricamente.
13. 1/2S – Una o dos frases, simétricamente.
Línea 19 – Posición de la nota final
1. f – La nota final es la más grave.
4. f – La nota final pertenece a la mitad más grave del rango tonal (también f).
9. F – La nota final está cerca del rango medio.
11. F – La nota final pertenece a la mitad más aguda del rango tonal (también F).
13. F – La nota final es la más aguda de la canción (también F).
Línea 20 – Rango
1. 1-2 – Monotono a segunda mayor.
4. 3-5 – Tercera menor a quinta justa.
7. 5-8 – Sexta menor a octava.
10. 10+ – Novena menor a décimocuarta.
13. 16+ – Dos octavas o más.
Línea 21 – Amplitud de intervalos
1.  – Monotono. No hay intervalos. Toda la pieza se ejecuta sobre una sola nota.
4. w – Intervalos pequeños.
7. w – Intervalos diatónicos. También w.
10. W – Intervalos amplios, una tercera o más.
13. W – Prevalecen intervalos de una quinta o más. Tambien W.
Línea 22 – Tipo de polifonía
Acordes en dos partes se consideran polifonía, igual que las armonías de mayor complejidad. En
la codificación el grado de complejidad armónica e integración aumenta de izquierda a derecha.
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1.  – No hay polifonía.
3. Dr – Polifonía de pedal o bordón.
6. Ic – Acordes aislados.
8. Pc – Acordes paralelos.
10. H – Armonía. Hay movimientos contrarios; algunas partes suben mientras otras bajan.
13. C – Contrapunto. Dos o más partes rítmica y melódicamente independientes.
Línea 23 – Grado de ornamentación utilizado por el cantante
1. E – Ornamentación extrema. Tambien E.
4. E – Bastante ornamentación.
7. e – Cantidad considerable de ornamentación. También e.
10. e – Alguna ornamentación.
13.  – Poca o ninguna ornamentación.
Línea 24 – Tempo
1. t– – Extremadamente lento.
3. t- – Bastante lento.
5. t – Lento.
9. t – Tempo intermedio. También t.
11. T – Rápido.
13. T – Muy rápido. También T.
Línea 25 – Volumen
1. pp – Muy suave.
4. p – Suave.
7. N – Normal.
10. f – Fuerte.
13. ff – Muy fuerte.
Línea 26 – Rubato en la parte vocal
El rubato es una leve desviación del canto de la marcación estricta del tiempo. Es una de las señales del swing en el canto de jazz, por ejemplo. Consiste en acelerar o retardar un poco el tiempo
de enunciación.
1. ))) – Extremo.
5. )) – Mucho.
9. ) – Algo.
13.  – No hay rubato. Tempo estricto.
Línea 27 – Rubato en los instrumentos
1. ))) – Extremo.
5. )) – Mucho.
9. ) – Algo.
13.  – No hay rubato. Tempo estricto.
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Línea 28 – Glissando
Glissando es un deslizamiento continuo de la entonación entre dos notas, entonando todos los
grados intermedios. La Rhapsody in blue de George Gershwin, por ejemplo, comienza con un
glissando de clarinete.
1. ((( – Máximo.
5. (( – Glissando prominente.
9. ( – Algo.
13.  – No hay glissando.
Línea 29 – Melisma
El melisma consiste en aplicar más de una nota a una sílaba, como sucede conspicuamente en algunos ejemplares de canto gregoriano o en las secciones de coloratura de muchas arias de la ópera italiana clásica o romántica temprana.
1. M – Muchos de los cambios de nota son inarticulados. También llamado melismático.
7. m – Algunos de los cambios son inarticulados. También llamado pneumático.
13.  – Silábico.
Línea 30 – Trémolo
Esta es una vibración de la voz, habitualmente perceptible cuando se sostiene una nota durante un
tiempo. Lomax lo diferencia del vibrato; como éste es peculiar a la voz del cantante (y no técnicamente fácil de controlar) usualmente no se considera trémolo. El trémolo es una variación periódica de la intensidad, mientras que el vibrato lo es de la frecuencia.
1. TR – Fuerte trémolo a la largo de la canción.
7. tr – El trémolo es perceptible, pero relativamente ligero.
13.  – Poco o ningún trémolo.
Línea 31 – Sacudida glotal
Los cantantes tradicionales no cantan “naturalmente”, como lo hacen los pájaros. Toda cultura
define rígidos estándares para las voces de sus cantantes y esos modelos vocales parecen servir de
patrón y limitar otras dimensiones del sistema que así se proyecta. Después de una escucha intensiva, el estudiante encontrará una amplia variedad de estilos de vocalización, descubriendo que se
pueden situar culturalmente los cantantes solamente en función de la cualidad vocal (p. 70).
1. GL – Fuertemente caracterizado por actividad glotal.
7. gl – Alguna actividad glotal es presente y perceptible.
13.  – Poca o ninguna actividad glotal.
Línea 32 – Registro
Esta categoría se puede codificar doblemente si un cantante cambia de registro, o si hay diversos
cantantes en diversos registros.
1. V-Hi – Registro muy agudo, como en el kulning sueco o las tangras andinas. Usualmente falsete en hombres.
4. Hi – Agudo. Usualmente registro de cabeza.
7. Mid – Tesitura intermedia.
10. Low – Grave. Usualmente se canta “de pecho”.
13. V-Low – Muy grave. El cantante produce sus tonos más graves, o aplica técnicas como la de los strohbass rusos o tibetanos.
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Línea 33 – Amplitud vocal
Se refiere a la forma de articulación vocal, la apertura de la glotis y la tensión relativa de la región
glotal. Una voz muy estrecha sería la del canto flamenco o el la de los indios de las praderas de
Estados Unidos; una voz muy amplia la del canto femenino celta.
1. V-NA – Muy estrecha. Voz extremadamente tensa.
3. NA – Estrecha. Voz perceptiblemente tensa.
6. Sp – Voz que corresponde al tono normal, con tensiones intermitentes.
8. Wi – Amplia. Voz relajada, como la del canto femenino celta.
10. V-Wi – Muy amplia. Calidad de voz resonante o “líquida”.
13. Jodel – Modalidad distintivamente líquida y relajada de cambio de registro.
Línea 34 – Nasalización
1. V-NAS – Voz muy nasalizada.
4. GT – Nasalización marcada, pero no extrema.
7. Intermit – Nasalización intermitente.
10. Slight – Toques ocasionales de nasalización.
13. None. Poca o ninguna nasalización.
Línea 35 – Aspereza [Raspiness]
No hay nomencladores claros que señalen grados precisos de rudeza, aspereza, tosquedad, ruidosidad, etcétera, pero de todos modos es posible una aproximación.
1. Ext – Aspereza extrema.
4. GT – Gran aspereza.
7. Int – Aspereza intermitente.
10. Slight – Toques perceptibles de aspereza.
13. None – Voces carentes de aspereza.
Línea 36 – Acento
El acento es relativo a la intensidad de los sonidos no-acentuados de una ejecución. Característicamente, el canto indígena de América del Norte o los haka maoríes son estilos fuertemente acentuados.
1. V-Force – Ataque muy acentuado.
4. Fo – Ataque perceptiblemente acentuado.
7. Normal – Ataque moderadamente acentuado.
10. Relaxed – Ataque relajado, no enfático.
13. V-Re – Ataque muy relajado, casi sin acentuar, understated.
Línea 37 – Enunciación de consonantes
1. V-Prec – Enunciación fuertemente articulada, como en los narradores de historias de
Europa y Oriente.
4. Pre – Enunciación claramente articulada; las consonantes son fácilmente discernibles.
7. No – Normal. Hay que tener en cuenta que la enunciación en el canto tiende a ser menos clara que en el habla.
10. Slurred – Las consonantes son difíciles de distinguir. Gran parte del canto primitivo
es de este clase.
52
13. V-Slur – Muy confuso. Las consonantes están casi ausentes y las sílabas son difíciles
de distinguir.
Hay sin duda mucho espacio para mejorar el método. Hoy existen nomenclaturas y tratamientos de los usos de la voz humana mucho más refinados que los que propusiera Lomax (p. ej. Zemp 1996; Fales 1998 o mis materiales de seminario). Han habido grandes
avances en el tratamiento del ritmo, el pulso y el metro, en particular en primera década
de este siglo (p. ej. Clayton 2001; Toussaint 2005). Muchos aspectos de la producción
vocal no son siquiera considerados en cantomética: el uso de voz susurrada como en el
inanga chuchotée o bongerera del oriente africano, la distorsión de la voz mediante sustancias irritantes, mirlitones o máscaras, la imitación vocal de sonidos instrumentales, el
silbido, las formas de canto armónico (sygyt, kargyraa, jöömiy, borbannadir, ezengileer),
el sinsentido específico del scat, el konakkol, el pattogós, el port à beul, el lilting…. No
hay forma de codificar estos recursos ni de distinguirlos entre sí en términos cantométricos. La razón de estas lagunas es comprensible: la ocurrencia de esas manifestaciones es
excepcional y no corresponde al nivel de detalle descriptivo requerido por el aparato estadístico. Aunque mucho se ha cuestionado respecto de la calidad descriptiva del método, y
aún cuando la codificación no apunte hacia una descripción amplia de los estilos (nunca
se subrayará suficientemente esto) no existe en toda la disciplina una técnica descriptiva
multivariada comparable.
También es fundamental tener en cuenta que Lomax mismo era consciente del carácter
provisional de su modelo. A propósito de la nasalización, por ejemplo (línea 34), afirma
que ha decidido tratarla en términos vagamente cuantitativos a despecho de la ambigüedad de la cuestión por ser un factor distintivo en el marco de la comparación. “Hasta
tanto estudios acústicos ulteriores definan la naturaleza de los diversos tipos y grados de
nasalización, el codificador dependerá de su oído y de su ‘escucha creativa’” (p. 72). Lo
mismo se aplica a la categoría de aspereza (línea 35): “Quizá con un trabajo más preciso
mediante máquinas parlantes o algún refinamiento de ese tipo seremos capaces de distinguir entre diversas clases de ruidos glotales” (p. 73). Lomax también promueve el perfeccionamiento de la codificación a través de la experiencia y legitima la práctica propuesta
por el patólogo de la voz Paul Moses, la “escucha creativa”, consistente en escuchar con
cuidado, tratar de reproducir la cualidad escuchada, localizar en uno mismo el mecanismo
vocal actuante y recién entonces proceder al análisis (p. 70-71). Tampoco es posible pretender, como lo han hecho tantos críticos, que el esquema permita codificar todos los casos existentes; si se previera una línea, por ejemplo, para dar cuenta de la emisión vocal
sorda versus sonora (o susurrante versus resonante), sólo el género africano del inanga
chuchotée tendría un rango distinto al de cualquier otro.
Miscelánea de demostraciones cantométricas
En esta sección mencionaré algunos de los argumentos cantométricos que establecen correlaciones entre variables estilísticas y aspectos de la estructura social o pautas culturales, postergando el tratamiento de la organización geográfica de los estilos para el capítulo siguiente. La idea no es brindar un detalle de las exploraciones de Lomax en materia
de correlaciones, sino mostrar puntos particulares en la articulación del método e ilustrar
algunas de las muchas formas en que puede utilizarse.
53
El primer conjunto de correlaciones establecidas en el proyecto cantométrico concierne al
hecho, documentado tempranamente en la ejecución del método, de que muchos factores
estilísticos varían directamente con la complejidad cultural. Dicho de otra forma, los estilos de canto de las sociedades simples difieren de manera consistente de los de las sociedades más avanzadas. Más específicamente, muchos de los atributos básicos de un estilo de canto varían con la actividad de subsistencia principal de una cultura. Para poder
llevar adelante los análisis, Lomax y Conrad Arensberg, antropólogo especialista en las
estadísticas del método transcultural, desarrollaron escalas de tipos de subsistencia de
tres, cinco y ocho puntos y tomaron datos masivos de las bases de datos de los HRAF. La
escala de cinco puntos de tipos de subsistencia (que explica las siglas del gráfico) es la
que sigue (Lomax 2000: 122):
1. X – Extractores: dependencia mayor de la recolección, la caza y/o la pesca.
2. IP – Productores incipientes: agricultura simple sin cría de animales, anterior al contacto
europeo.
3. AH – Cría de animales: culturas que dependen de la ganadería (incluyendo cerdos,
ovejas o ganado vacuno) sin agricultura de arado ni de irrigación.
4. PA – Agricultura de arado: culturas que combinan ganadería con agricultura de roza.
5. IR – Irrigación: agricultura, cría de animales, arado e irrigación de cierta escala.
Figura 2.4 – Correlación entre texto y articulación precisa (Lomax 2000: 130)
Esta escala constituye una medida transcultural de complejidad social en general, dado
que posee una relación demostrable con otras seis medidas independientes de desarrollo
cultural: tamaño de la comunidad, estabilidad de asentamiento, controles de gobierno, estratificación, explotación y complejidad del trabajo. Las variables cantométricas de las
que se demostró que poseen una relación estrecha con la complejidad son las de carga
textual, precisión de la enunciación, dimensión de los intervalos, grado de ornamentación, número de elementos fonéticos y número de tipos de instrumentos. El más potente
indicador de complejidad en la planilla de codificación es el parámetro codificado como
locuaz (wordy, text-heavy) a la izquierda de la línea o completamente repetitivo (o lleno
de sinsentidos) a la derecha (línea 10), junto con el de precisión de enunciación de las
consonantes (línea 37). La dupla de extremos de la primera variable se da entre los cantos
54
sin sentido de los cazadores árticos por un lado y la balada europea por el otro; la de la
segunda, entre la performance de los versos irónicos de los bardos vascos y el flujo vocal
totalmente líquido de un coro pigmeo. La figura que expresa esas correlaciones es la 2.4
(Lomax 2000: 130) que expresa la idea de que la palabrería y la precisión enunciativa del
texto cantado devienen más frecuentes con la complejidad social.
No viene al caso ilustrar una por una las correlaciones compendiadas en el capítulo sobre
la canción como medida de la cultura; las variables musicales consideradas son unas
cuantas (ornamentación, libertad rítmica, amplitud de los intervalos, ritmos de un tiempo,
organización rítmica de la orquesta, variedad instrumental, diferenciación del líder, polifonía, contrapunto, cohesividad vocal) y las variables socioculturales también (estratificación social, complejidad política, complementariedad de los sexos en la producción); en
el libro que se está leyendo lo importante es caracterizar la forma lógica de los enunciados teóricos y los lineamientos metodológicos antes que los hallazgos de la investigación
empírica.
Figura 2.5 – Similitud de perfiles (basado en Lomax 2000: 77)
Un estudio cantométrico sumamente interesante concierne al programa de comparación
entre estilos o cálculo del factor de similitud, desarrollado por el experto en computación
Norman Berkowitz (Lomax 2000: 76-79, 309-321). La idea es proporcionar una medida y
una visualización de la similitud entre dos o más estilos, o globalmente entres dos o más
regiones. Este trabajo permitió comprobar que entre ciertas líneas (p. ej. rubato vocal y
rubato instrumental) se generaban redundancias de mediciones, produciendo sesgos estadísticos (skewings) indebidos. Algunas líneas también eran prácticamente despreciables a
nivel mundial, porque se apartaban de la norma en muy pocos casos. Se hacía necesario
entonces pesar la contribución de cada atributo al puntaje de similitud por un factor inversamente proporcional a la frecuencia mundial del atributo. Este programa produce dos
clases de artefactos. El primero es un gráfico que permite comparar el grado de similitud
o disimilitud entre dos estilos, como en el caso imaginario de la figura 2.5.
Otra de las salidas del programa es el listado de la onda de similitud, que es un listado
simple por orden de rango de cada ejemplar regional y de todos los otros estilos regionales que se le parecen hasta un punto de corte arbitrario, que puede ser un cuartil. En la
tabla 2.2 se puede ver un ejemplo de este artefacto para dos áreas cualesquiera, que son
en este caso las que Lomax llama 105 Andes y 107 Amazonia interior.
Un estudio clásico de aplicación de la cantométrica a las prácticas de acarreo de bebés y
su relación con los patrones rítmicos es el de Barbara Ayres (1973). Otros investigadores
55
han aplicado versiones más o menos corregidas de la cantométrica, aunque las publicaciones en ese sentido han ido disminuyendo en los últimos veinte años. Uno de los intentos más raros de aplicación del método es el de Ruth Elaine King (1984), quien utilizó
una plantilla de codificación modificada, considerando contorno melódico, enunciaciones, sugerencias armónicas, rango vocal, registro, timbre, ornamentación, vibrato e improvisación para analizar las interpretaciones de Sarah Vaughan. El suyo es el primer estudio de jazz en utilizar el paradigma de Lomax.
Similitud (porcentaje)
80
78
75
74
73
Similitud (porcentaje)
82
80
79
78
76
Areas con perfiles más similares a 105 Andes
Areas
107 Amazonia interior, 203 México
115 Guayana
113 Brasil oriental, 217 Costa Noroeste
109 Mato Grosso, 117 Caribe, 119 América Central, 407 Nueva Guinea
307 Himalaya, 405 Australia, 301 Asía ártica
Areas con perfiles más similares a 197 Amazonia interior
Areas
115 Guayana
105 Andes, 113 Brasil oriental, 407 Nueva Guinea
203 México
219 América ártica
119 América Central, 205 Cazadores del sudoeste, 215 California,
301 Asia
Tabla 2.2 – Listado de onda de similitud
Curiosamente, el rock había sido estudiado cantométricamente por S. Lee Seaton y Karen
Ann Watson (1972); la hipótesis que se puso a prueba en aquel entonces era si la cultura
del rock constituía un intento de tribalización, analizando si había o no convergencia entre esta cultura y prácticas “tribales” tales como no especialización, comunitarismo y decentralización. La re-tribalización es una idea de Marshall McLuhan que designa un proceso particular en la dialéctica entre percepto (una modalidad de intelección “tribal” o
primitiva) y concepto (que es el signo de la civilización). El marco mcluhaniano donde se
discuten estas ideas es complejo y polémico. McLuhan mezcla afirmaciones hoy inaceptables al lado de predicciones asombrosas sobre la globalización y las industrias culturales, pero no viene al caso discutirlo en este momento. Como sea, la hipótesis de tribalización fue desconfirmada, pero se percibió un patrón de cambio en dirección a las sociedades tribales en la transición del pop de los 50s al rock de fines de la década siguiente. Con
o sin McLuhan, el estudio de Seaton y Watson da algunas ideas de un posible uso diacrónico del método cantométrico, que en lo personal he utilizado con algún provecho aunque
de manera informal.
Un estudio etnográfico de Judith Irvine y J. David Sapir (1976) entre los Kujamaat Diola
de Senegal investigó los repertorios que los informantes reportaban ya sea como “pasados
de moda” o “nuevos” en términos de las escalas musicales y los roles performativos de
los solistas y el coro a lo largo del tiempo. Las conclusiones dan soporte a los supuestos
de la cantométrica. De un tono similar es el estudio de Jacob Delworth Elder (1967) sobre
la evolución del calypso tradicional en Trinidad y Tobago.
Hoy en día la codificación cantométrica se enseña en numerosos cursos de grado y posgrado o seminarios de etnomusicología que desarrollan análisis musical; las fases ulterio56
res de comparación estadística, que requieren conocimientos matemáticos ajenos a la formación profesional, son de frecuentación más esporádica, si es que se llegan a tratar alguna vez. La codificación, que no fuera concebida como técnica analítica independiente
sino como una herramienta para generar los insumos del método comparativo, acabó
siendo la parte sobreviviente, el miembro extirpado, de lo que alguna vez fuera la teoría
transcultural de Alan Lomax.
Metacrítica de la razón cantométrica
En el tratamiento de este asunto he considerado una gran cantidad de revisiones críticas
de la obra de Alan Lomax, no todas ellas comentadas en el texto debido a su relevancia
despareja, su redundancia argumentativa o su mero número. Sólo en relación con Folk
Song Style and Culture (Lomax 2000 [1968]) consideré las críticas de Nat Hentoff
(1969), Juana de Laban (1969), Alan Merriam (1969), Raoul Naroll (1969), Peter Ostwald (1969), Pete Seeger (1969), James Downey (1970), Harold Driver (1970), A. Harber (1970), Köngäs Maranda (1970), Barbara Krader (1970), Bruno Nettl (1970), Hewitt
Pantaleoni (1970; 1972), Dan Malmström (1971), William Ferris (1973), Johanna Stein
(1973), Marcia Herndon (1974), Joann Kealiinohomoku (1974), Norma McLeod (1974),
Drid Williams (1974), Edward Henry (1976), Rafael José de Menezes Bastos (1978),
John Blacking (1979), Peter Jay Martin (1997) y Fred McCormick (2002). De hecho, hay
más bibliografía crítica sobre el método cantométrico que sobre cualquier otro en toda la
disciplina, lo cual no implica que haya por allí mucha substancia. Este apartado es de metacrítica. No me interesa en particular defender a Lomax, pero sí creo importante investigar las estrategias retóricas y los patrones de argumentación de sus adversarios, pues han
sido sintomáticos de la dirección que ha tomado la disciplina en el pasado reciente.
Este capítulo tiene una significación pedagógica especial, por cuanto salvo contadas excepciones nos pone en contacto con múltiples patrones de críticas que se destruyen a sí
mismas. Todas y cada una de las críticas “duras” al proyecto de Lomax, desde Pantaleoni
hasta Blacking, son más indicadoras de los esquemas previos y de las lagunas en la formación técnica de los críticos que de defectos insanables en el método que han decidido
poner en tela de juicio. La mayor parte de las impugnaciones de la cantométrica se articula conforme a principios de sentido común que desde hace mucho se saben equivocados frente a esta clase de modelos complejos. Un porcentaje abrumador de ellas es lógica
o matemáticamente incorrecto.
Algunos críticos, por ejemplo, hubieran preferido incluir muchos aspectos de las canciones no tratados en las 37 variables, ya sea aumentando la cantidad de líneas o discriminando un mayor número de valores de calificación; pero está claro que el sistema opera
en una grilla “deliberadamente gruesa” que no está definida para describir idiolectos o
dialectos musicales, sino para señalar diferencias a nivel regional; por otro lado, las variables consideradas son tal vez demasiadas, al punto que en algún momento Lomax se arrepintió de no haber diseñado un modelo aún más simple (Lomax 2000: 35-36). Incluso
dentro de la serie limitada de variables incluidas en el modelo, se ha encontrado que algunos factores musicalmente salientes tales como la forma melódica, las estructuras métricas o el estilo armónico (líneas 11, 13, 15, 16, 17, 18, 19, 22 del libro de codificación) no
tienen una relación ordenada con aspectos de la estructura social (p. 36). En suma, el
principio de “más es mejor” quizá resulte apropiado para la descripción densa, pero no
57
necesariamente lo es para un CCS. Lo mismo se aplica a otros aspectos del modelo que
han sido objeto de cuestionamiento, como se verá en seguida.
Antes de abordar los principales argumentos de la crítica, conviene que explicite aquí un
criterio de evaluación que no considero negociable: aunque la cantométrica como implementación de la clase de modelo que encarna apenas llegue a calificar como aceptable, o
quizá mediocre si se cargan un poco las tintas, su metodología general no puede cuestionarse a la ligera. Se trata de un modelo estadístico, con las capacidades y limitaciones
propias de la clase; está construido en conformidad con una norma arquitectónica pública
bien conocida, que se sabe inherentemente abierta a optimización: si los parámetros son
inadecuados se los puede cambiar, si son muy groseros se los depura, si la calificación se
sesga en todos los ejemplares a favor de un rango se define una valoración distinta, si las
categorías son pocas se agregan otras, si son muchas se sacrifica alguna.
Se podría impugnar en todo caso la forma en que se articuló el canon del modelo estadístico, pero pretender hacer lo propio con sus fundamentos es una tarea epistemológica mayor para la que ningún etnomusicólogo (yo incluido) demostró alguna vez estar calificado. Prueba de ello son las numerosas objeciones que simplemente trasuntan un desconocimiento básico de las reglas del juego en un modelo de este tipo (Köngäs Maranda 1970;
McLeod 1974; Menezes Bastos 1978; Blacking 1979; McCormick 2002). No implico con
esto que los asuntos estadísticos sean inatacables; en matemáticas y en antropología ha
habido polémicas feroces en torno de la inducción, la prueba de Galton, la falacia ecológica, la falsa causación (cum hoc ergo propter hoc), la paradoja de Simpson y la probabilidad bayesiana, por ejemplo. La discusión etnomusicológica de la cuestión, empero, ha
estado como habrá de verse muy lejos de este nivel de refinamiento y pertinencia.
Así como no se le conocen transcripciones, Lomax no ha sido tampoco un estadístico virtuoso; ha dependido de David Brown, Raoul Naroll, Norman Berkowitz, Edwin Erickson
y muchos más para el desarrollo de sus cálculos y sus programas. Pero ningún etnomusicólogo ha podido insinuar siquiera que alguna de las elaboraciones estadísticas de Folk
song style and culture, que son muchas, está mal (o bien) planteada en algún sentido técnico argumentable. Estas elaboraciones, y no tanto las peculiaridades de la hoja de codificación, son el meollo del asunto.
Cuando Lomax o sus colaboradores hablan de perfiles modales, skewing, grado de variación monotónica de dos escalas ordinales (gamma), chi cuadrado, matrices de secuencias
conjuntas, gráficos de secuencia media, coeficientes de correlación, medianas y percentiles, ninguno de sus críticos comprende remotamente qué razonamientos están en juego.
La evidencia de lo que afirmo es taxativa y vergonzante: aunque se ha escrito contra la
cantométrica más que contra todos los otros métodos juntos (y aunque lo que en ella se
despliega es una estadística muy elemental), nunca nadie encontró en lo que al cálculo
concierne un acierto, un error, un procedimiento dudoso o algo que valiera la pena comentar. Se ha alcanzado a cuestionar la representatividad, la relevancia o la suficiencia de
los datos que entran al modelo y se ha expresado disgusto o repugnancia por los resultados que salen de él, pero en las 26 críticas consideradas nadie ha dicho palabra de las operaciones matemáticas que median entre el insumo y el producto y que constituyen el
tronco procesual del método. La única excepción es la crítica de Harold Driver (1970),
quien aporta algunas objeciones menores en una reseña que en lo demás es entusiastamente laudatoria. Driver es, además, antropólogo.
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Veamos ahora unas cuantas críticas en apoyo de las afirmaciones que anteceden. Bruno
Nettl, con quien por lo general estoy de acuerdo, ha formulado algunas objeciones hacia
la cantométrica que a primera vista parecen razonables:
Los parámetros están distribuidos de manera despareja. Algunos son claramente componentes singulares que se miden con facilidad, pero otros son en realidad grupos de componentes que no se distinguen fácilmente. “Rango”, la distancia entre la nota más grave y
la más aguda, y “registro” o tesitura están en la primera categoría. “Aspereza”, un ruido
extraño que oscurece la clara entonación de la altura, u “organización básica de la parte
vocal” son más difíciles de definir. Las grabaciones no son aplicables al método. Así, por
ejemplo, es de esperarse que el analista determine cuán fuerte está cantando un cantante,
algo que no se puede determinar directamente de una grabación y que el cantante puede
variar conforme esté presente o no un micrófono. Críticas de este tipo se pueden aplicar a
una buena cantidad de los parámetros. … También puede cuestionarse la creencia implícita de Lomax respecto de que una cultura folk produce un estilo musical homogéneo que
puede deducirse a partir de una muestra pequeña (Nettl 1983: 93-94).
Hay un problema con este juicio de Nettl: aunque suene plausible, no está validado por
una comprobación. De hecho, la “organización básica de la parte vocal” (imagino que se
refiere a la línea 4 de la hoja de codificación) es una de las variables que los codificadores evalúan con mayor porcentaje de consenso, alcanzando un 92% en la prueba de Markel que se comenta en las próximas páginas (Lomax 2000: 112). Para alguien que no tenga el oído educado, determinar si en una canción hay o no polifonía es mucho más fácil
que estimar el intervalo entre la nota más grave y la más aguda. Por otro lado, el argumento de Nettl y otros autores (Norma McLeod, Peter Jay Martin) sobre el carácter subjetivo de la evaluación del volumen (o del factor que fuere) cae por tierra cuando se consideran estas observaciones del colaborador de Lomax, Victor Grauer:
La cantométrica ha sido diseñada para ser subjetiva, en parte porque intenta ser utilizada
por no especialistas, en parte porque no tuvimos necesidad de las observaciones precisamente definidas requeridas por los especialistas, en parte porque hay problemas ocultos
inherentes a casi todos los intentos de ser objetivos cuando se evalúa el estilo. Permítanme dar algunos ejemplos, basados en objeciones específicas que se interpusieron en el pasado. ¿Qué cómo puede el volumen determinarse a partir de una grabación? Bueno ¿cómo se lo puede determinar en una performance en vivo? ¿No depende acaso el volumen
objetivamente medible (con un decibelímetro, digamos) de la distancia a la que usted se
encuentra del ejecutante? La única forma de controlar este factor es hacer todas las grabaciones uno mismo y poner el micrófono siempre a la misma distancia. Pero aún así tendrá
problemas debido a las diferentes propiedades acústicas de los lugares donde se hacen las
grabaciones. De modo que en última instancia uno debería reunir a todos los ejecutantes
en el mismo estudio para poder medir objetivamente su volumen. Pero la situación de estudio puede inhibirlos hasta el punto que sus estilos dejen de ser auténticos. En fin: de
hecho, no hay forma de medir objetivamente el volumen a menos que uno esté preparado
para controlar cada aspecto de cada grabación, lo que no es ni práctico ni significativo.
¿Y qué es el volumen, de todas formas? ¿Es realmente algo que se pueda experimentar
objetivamente? Claramente no. … Es y siempre ha sido el resultado de una respuesta subjetiva, basada en el sentido psicológicamente determinado del oyente de lo que pretende
el ejecutante, que es como se lo trata en Cantométrica (Grauer 2005).
El volumen o intensidad del canto es, por otra parte, una variable significativa tanto inter
como intraculturalmente. Es seguro que es un poco engorrosa e imprecisa y que a ningún
59
musicólogo se le ocurrió tratarla antes, pero ¿es razonable que por eso se la excluya? Otras críticas de Nettl son aún menos sostenibles:
Para realizar análisis cantométrico se tiene que sobrellevar entrenamiento especial. Pero a
pesar de un elaborado conjunto de cintas de entrenamiento que Lomax ha publicado para
que los alumnos de su propio grupo aprendieran el método (1976), me resultó difícil encontrar acuerdo en las evaluaciones de un grupo homogéneo de alumnos bastante experimentados (Nettl 1983: 94).
Once años antes Nettl había escrito:
Una de las tareas más difíciles que afrontó el equipo cantométrico fue, sin duda, la de la
evaluación [rating] de los ejemplos musicales. Evaluar de oído cualidades tan elusivas
como “aspereza vocal”, “nasalidad” y “amplitud vocal” (que no son conceptos estándar o
ampliamente usados en musicología) y asignarle su grado relativo en una grabación de acuerdo con una escala de hasta diez puntos parecería ser un procedimiento cuestionable.
He tratado de replicar el método de Lomax en clases de graduados de musicólogos y he
encontrado tal desacuerdo que he desesperado de su viabilidad. … Sin embargo, sería útil
que el método de la evaluación auditiva fuera tratado por estudiosos no relacionados con
el equipo cantométrico para ver si puede ser generalmente aceptado (Nettl 1970: 440).
No obstante que estas críticas parecen basarse en hechos comprobados, hay otros hechos
que la contradicen. Investigadores en Viena o en la UCLA (Födermayr 1971), estudiosos
como Ruth King, S. Lee Seaton y Karen Ann Watson, así como los alumnos de grado y
posgrado de mis propios seminarios en Argentina y México, no han encontrado difícil ponerse de acuerdo en la evaluación, salvo en las contadas excepciones que requieren capacidades analíticas de orden musicológico (líneas 11, 20, 21 y tal vez 19). Estas categorías difíciles, aunque a los musicólogos les ofenda, no son tampoco las más vitales desde el punto de vista estadístico.
La objeción de Nettl, con lo razonable que parece, es además un típico juicio impresionista, con las habituales cualificaciones: “algunos”, “otros”, “por ejemplo”, “una buena
cantidad”, “un desacuerdo tan grande…”. El argumento es impreciso; no dice si las diferencias de codificación entre los alumnos era de un punto o de doce por cada línea, ni si
la incertidumbre afectaba a cinco líneas o a treinta, o si las líneas afectadas eran o no estadísticamente significativas4. Se supone que la cantométrica es un método estadístico; si
se lo quiere impugnar, diferencias de magnitud como éstas no son triviales porque los números (ya sea del consenso o de la discordancia) son la clave de la cuestión. Sostener a
priori la posible falta de acuerdo intersubjetivo en la evaluación de los parámetros o ale-
4
Pertenece a la misma familia que el argumento de Ruth Stone (1998: 8) que pone en tela de juicio la agrupación geográfica del continente africano en quince regiones propuesta por Lomax simplemente diciendo que ha sido muy criticada, pero sin especificar por qué. Las áreas de Lomax
(2000: 91-95) son, incidentalmente: África del norte, Sahara, Sudán occidental, Sudán musulmán,
Sudán oriental, Etiopía, Costa de Guinea, Bantú ecuatorial, Nilo superior, Bantú nororiental, Bantú central, Cazadores africanos, Madagascar y Afro-americano. El número de clases en que se puede dividir algo es arbitrario; no veo nada ofensivo en esta clasificación, considerando su finalidad.
En la organización de su propio libro, Stone divide África en cinco áreas geográficas de grano más
grueso, basadas apenas en los puntos cardinales. Las áreas de Stone son: África occidental, África
oriental, África del norte, África del sur y África central. El lector puede juzgar cuál de las dos
regionalizaciones es más sensitiva cultural o musicalmente.
60
gar que en las experiencias personales con el método no se ha llegado a consenso sin proporcionar la evidencia y el detalle requerido es, para usar las palabras de Nettl, un procedimiento cuestionable. La plausibilidad discursiva puede ser un recurso válido en un razonamiento hermenéutico, pero en un modelo estadístico no es una opción.
Por añadidura, Lomax ha proporcionado junto con Joan Halifax una prueba de consenso
cuantificada que demuestra satisfactoriamente que “las escalas de juicio cualitativo empleadas para caracterizar las canciones pueden alcanzar un alto grado de confiabilidad”
(2000: 11, 111-113). Para evitar contaminación por el sesgo de los participantes en el
proyecto cantométrico la prueba de consenso fue elaborada por Norman Markel del Laboratorio de Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Florida. La prueba de
Markel no fue realizada “por miembros del equipo cantométrico”, como aduce Nettl, sino
por jueces no experimentados que eran alumnos de escuelas secundarias o universidades
de Gainesville, Florida (Lomax 2000: 112).
Las cifras de consenso de Lomax y Halifax coinciden con las que obtuve con tres grupos
no relacionados y no especialistas en la Universidad de Buenos Aires y de la Universidad
Nacional Autónoma de México con un margen de error de 3 o 4 puntos porcentuales; entre todos los grupos la variable más dificultosa es la “amplitud vocal” (65%) y la menos
crítica “tempo” (96%). En el documento de Lomax y Hallifax el consenso promedio es
del 84.7%, lo que es una cifra muy por encima de las predicciones más optimistas; en mis
experiencias el consenso promedio es del 80.9%, debiendo señalarse que no he utilizado
las cintas de entrenamiento para capacitar a los analistas sino una muestra de 300 ejemplares elegidos por su variedad en el uso de la voz humana y por su representatividad en
los procesos de cambio desde la música tribal al hip hop. Cualesquiera sean sus limitaciones, ningún otro método en etnomusicología ha sido validado hasta la fecha por una
prueba semejante. En la tabla 2.3 proporciono las cifras de la prueba de consenso de Lomax contrastadas con las mías, que corresponden a una población de 118 codificadores y
402 páginas de código en dos cátedras y tres seminarios de trabajo a lo largo de 21 años.
Parámetro
Línea de código
Confiabilidad
cantométrico
Lomax (%)
1. Empaste tonal
4
92
2. Sinsentido
10
89
3. Ornamentación
23
80
4. Tempo
24
96
5. Volumen
25
88
6. Melisma
29
83
7. Glotalización
31
85
8. Altura (registro)
32
95
9. Amplitud vocal
33
65
10. Nasalidad
34
76
11. Ruido vocal
35
78
12. Acento
36
80
13. Precisión
37
86
Tabla 2.3 - Consenso entre codificadores
Confiabilidad
Reynoso (%)
89
85
76
92
84
81
81
91
66
75
74
76
82
No todas las líneas fueron consideradas en el test de Lomax; sí en el mío, que no se desenvolvió conforme a un protocolo con su respectivo script sino simplemente tomando en
cuenta evaluaciones naturales, no realizadas con una prueba de consenso en mente; mis
61
cifras de consenso se encuentran dentro de los mismos márgenes y órdenes de magnitud
consignados en el cuadro, excepto en el caso de las líneas 11, 19, 20 y 21 que convergen
hacia valores altos (>70%) cuando los codificadores tienen conocimientos musicales o
buen oído y caen a valores bajos pero mejores que al azar (<50%) cuando no los tienen.
La fórmula estadística utilizada en la prueba de Markel y en la mía es el coeficiente de
Robert Ebel de correlaciones entre clases; Lomax da como referencia un texto de J. P.
Guilford que no conozco; yo tomé la fórmula de su presentación original (Ebel 1951).
Lomax asevera que el elevado número de variables hace que aún en el caso que codificadores no profesionales omitan cinco o seis de los parámetros, sus evaluaciones seguirían
siendo útiles y válidas a los propósitos comparativos (2000: 36). La experiencia previa,
por otra parte, fortalece los prejuicios: “el conocimiento experto preliminar de un estilo
de canto puede de hecho impedir la codificación; un fuerte sesgo estético hace que las
buenas evaluaciones sean imposibles” (loc. cit.).
Despejada la duda teórica sobre la discrepancia en el consenso que se encuentra en la
práctica, otras críticas a considerar ahora lucen un poco más sustanciosas. Además de
protestar contra el presunto determinismo económico de Lomax (que en realidad no es
más que el señalamiento de una covariación ideológicamente inocua entre infraestructura
o modo de producción y estilo), Edward Henry (1976), cuestionó el supuesto cantométrico de que las culturas tienen estilos homogéneos documentando la enorme variedad de
música característica de una sola aldea de la India del Norte. Esta crítica es algo más seria, pero tampoco es letal.
En primer lugar, si alguien quiere negar la fuerza del argumento económico es libre de
postular otro factor que tenga más adherencia y demostrarlo de la misma manera que Lomax lo hizo o de alguna otra igualmente persuasiva. Henry ofrece observaciones interesantes, pero no ataca frontalmente las cifras del argumento económico, por lo que lo deja
en pie. En segundo orden, en mis propios seminarios de antropología he comprobado que
el tratamiento de la música popular de la ciudad de Lagos en Nigeria produce no menos
de nueve perfiles cantométricos algo distintos, conforme el estilo sea tradicional Yoruba,
aladura, highlife, àpàlà, wákà, jùjú, fújì, agídìgbo o sákárà; ni hablar de lo que sucede
cuando se incluye música de los Igbo o los Hausa. De todas maneras, esto no es una catástrofe; con el suficiente ejercicio en audición de música africana, todos esos estilos siguen luciendo inconfundiblemente nigerianos y la codificación refleja su aire de familia;
los géneros Yoruba se parecen a los de Benin y ciertas piezas de highlife temprano son similares a las de Ghana, pero regionalmente se conserva la coherencia estilística, aunque
sea difícil o imposible de atrapar en un solo perfil. Aunque su gestión se vuelve un poco
más complicada porque las unidades son congeries o conjuntos y no perfiles modales unitarios, el método responde a ese aumento en el nivel de detalle con una cierta elegancia
por poca idea que se tenga sobre cómo se trabaja con un modelo estadístico multivariado.
La homogeneización y el uso de perfiles “modales” sin documentar la varianza (o la
desviación estándar) son uno de los aspectos más rebatibles del método cantométrico original. Hay que reconocer, sin embargo, que hace cuarenta años no existía clara conciencia del problema de la diversidad intracultural ni había tratamientos estadísticos satisfactorios de sociedades complejas. La idea misma de diversidad intracultural se consagró como tópico de reflexión en un artículo de Pertti y Gretel Pelto (1975) bastante posterior al
experimento cantométrico; ningún etnomusicólogo de aquel entonces, salvo Hugh Tra62
cey, se ocupaba tampoco de contextos urbanos, sociedades abiertas y géneros híbridos.
Lomax sólo se ocupó de géneros “tradicionales”; casi todos los antropólogos de la época
hacían lo mismo.
Lomax sostiene que una cultura alienta sólo unos pocos géneros preferenciales, y que uno
de ellos es siempre claramente dominante (Lomax 2000: 29). Muchos críticos responden
con una observación en apariencia sensata: en cualquier orden cultural los estilos son muchos y disímiles (Nettl 1970: 439; McLeod 1974; Henry 1976: 56-57; McCormick 2002).
Pero estos críticos no han proporcionado a la fecha ninguna sustentación cuantitativa (de
eso se trata) que invalide aquel juicio en particular.
Es una pena que estas discusiones en torno a la representatividad no hayan vuelto a plantearse ahora que se sabe muchos fenómenos de esta clase están regidos por distribuciones
independientes de escala, también llamada distribución fractal, de Zipf, de Pareto o de ley
de potencia (Watts 2004: 101-129; Cano y Koppenberger 2004). Aunque el problema se
tratará en el último capítulo de este libro, anticipo que en una de estas distribuciones
siempre hay uno o muy pocos elementos dominantes, unos pocos más que no lo son
tanto, varios más que lo son aún menos y una cantidad más o menos grande que no tienen
tanta relevancia cultural, influencia social, presencia performativa o frecuentación de uso.
A diferencia de lo que sería el caso en una distribución normal (por ejemplo, la de las estaturas de las personas), en una distribución de Pareto (por ejemplo, número de personas
que tienen x cantidad de dinero, o quizá número de personas que favorecen un estilo) las
diferencias de magnitud entre un extremo y otro del rango suelen ser gigantescas. Cuando
Downey (1970: 64) exige a Lomax que “todos los estilos conocidos a una cultura estén
representados proporcionalmente” es él y no Lomax quien perpetra el error matemático
más flagrante. Aunque se haya formulado en fraseología impresionista, la idea de Lomax
(al menos en el contexto de sociedades de relativa complejidad) puede que sea congruente con los hallazgos de los estudios más recientes sobre redes complejas y procesos de
auto-organización (Barabási 2003).
De todas formas, el principio de que una cultura sea representada por más de un estilo es
trivialmente fácil de implementar en un modelo estadístico sin traicionar su espíritu ni
desbaratar su funcionamiento. Una alternativa es incorporar las variaciones estilísticas
como unidades en pleno derecho; la otra es conservar los perfiles modales. A distintas escalas (un estilo, una cultura, una región, un continente) la estadística modal variará un poco, pero en todos los niveles se conservará la distintividad necesaria para seguir explotando el modelo; véanse, por ejemplo, los perfiles sum-modales para las nueve regiones
estilísticas en el Apéndice 3 de Folk Song Style and Culture (Lomax 2000: 329, 337).
Compárese además por un momento un canto shamánico de los canoeros de Tierra del
Fuego con una nûbâ marroquí; ambos estilos son internamente variables y hay otras variedades estilísticas en cada una de esas culturas, pero ¿alguien podría confundir dónde se
origina un ejemplar? Quienes insistan en que la diversidad intracultural es definitoria, tienen aún pendiente la demostración de que ella es estadísticamente más significativa que
la diversidad intercultural, a nivel tanto de culturas como de regiones.
Este asunto debería tratarse en torno a un conjunto de estilos y con los perfiles de codificación a la vista para poder evaluar cuáles son las consecuencias cuantitativas concretas
de las decisiones tomadas por Lomax que han motivado estas críticas. A primera vista se
me ocurre que el hecho de que existan varios estilos posibles por unidad cultural no es
63
estadísticamente calamitoso. A un promedio de seis opciones por línea, el número teórico
de perfiles posibles es de 637, o sea 61.886.548.790.943.200.000.000.000.000; aún tomando diez, cien o (si usted quiere) mil estilos diversos por cada unidad cultural, y habiendo
unos pocos cientos de unidades culturales relevadas, la elaboración estadística seguiría
proporcionando, a los fines prácticos, la misma magnitud de información sustancial. Lomax debió haber elaborado los listados de onda de similitud para variedades sincrónicas
de una misma cultura, pero no lo hizo; en su época no había ni remotamente los programas de tratamiento estadístico que en la actualidad son rutina (Mathematica, NewMDSX,
R, ROOT, SPSS, SOCR). Hoy se podría trabajar el asunto de la diversidad interna mucho
mejor. No creo que con la tecnología de 1968 pudiera hacerse a bajo costo; de todos modos, él señaló una posible dirección de tratamiento.
La crítica contra la cantométrica que mejor se sostiene es quizá la que sigue:
Un supuesto básico de Lomax parece ser que las músicas tradicionales con las que trata
han permanecido invariables por largos períodos antes que la civilización occidental hiciera sus nefasta intrusión. Cambios recientes en la música de los indios de América del
Norte … probablemente son más responsables de buena parte de la pintura homogénea de
los estilos musicales de este continente que lo que hubiera provisto un muestreo hecho,
digamos, quince años atrás. Dado que Lomax muchas veces hace inferencias históricas,
habría debido, en mi opinión, ocuparse un poco de este problema (Nettl 1970: 440).
Ciertamente, habría sido deseable un tratamiento más explícito y cuidadoso de la cronología de las muestras por parte de la cantométrica. Lomax no suministra datos sobre el
rango temporal de su muestra (que se extiende desde la era victoriana hasta mediados del
proceso de descolonización, desde los cilindros de cera hasta el estéreo) y no formula con
claridad los criterios para delimitar los estilos hibridados de los culturalmente representativos. Un muestreo realizado en el Congo hacia 1920, por ejemplo, habría mostrado la
convivencia de innumerables estilos tribales; en 1968, en cambio, habría prevalecido el
soukous, que es una elaboración congolesa de la rumba cubana. La objeción, sin embargo, afecta una vez más a la implementación del método y no a su esencia.
Otras críticas características señalan que el número de ejemplares considerados (diez canciones por cultura) es insuficiente, que es difícil determinar cual es la “tipicidad” de un
estilo y que la estrategia presupone la uniformidad de los estilos de cada unidad cultural
(Nettl 1970: 439; McLeod 1974; McCormick 2002). Mucho más experimentado en el
campo que cualquiera de sus críticos, Lomax sabía que los estilos de cualquier cultura
son variados, que los seres humanos son “demasiado inventivos” y que resultaría imposible agotar la riqueza de formas de un área cualquiera o aún de un solo cantante talentoso
(2000: 28). Lomax sostiene, correctamente, que una escala de tratamiento adecuado simplifica las cosas a nivel del trabajo estadístico; por otra parte, definir soberanamente la
escala y el nivel de detalle forma parte de las prerrogativas inalienables de toda investigación científica. A esto cabe agregar que las grabaciones que ofician de base de datos no
son muestreos al azar, sino que ya vienen filtradas por criterios de representatividad y
distintividad; dado que estamos en presencia de una distribución independiente de escala,
si Lomax hubiera tomado cien canciones por cultura en lugar de diez hubiera encontrado
simplemente más de lo mismo. Piénsenlo.
Tampoco puede negarse que las culturas tengan formas características, por más que suene
políticamente correcto postular una variabilidad sin límites. He trabajado tanto el caso
64
nigeriano antedicho como la diversidad interna de la música jamaiquina (incluyendo kumina, junkanoo, mento, burru, rocksteady, dub, raggamuffin, nyabinghi, ska, reggae, lover’s rock, dancehall, toasting, roots reggae, ragga) y doy fe que las diferencias de codificación no son muchas y que un perfil modal bien elaborado describe adecuadamente estas y otras músicas a nivel regional y a lo largo de una amplia temporalidad. Existe una analogía entre un perfil modal y una representación fonológica por un lado y un perfil unitario y el sonido real del lenguaje por el otro. El problema con un perfil modal es que es
abstracto y la disciplina parece refractaria a entidades que no tengan “el sabor de la sopa”, que no sean iconos de las cosas mismas o que involucren un plus de complejidad
conceptual.
En cuanto a que sea difícil establecer la tipicidad de un estilo, no, no lo es; quizá no resulte fácil acordar un criterio que satisfaga a todos: si ha de ser el porcentaje de piezas, la
distintividad estilística, la saliencia cognitiva, la evaluación emic, el número relativo de
sus practicantes, el posicionamiento en un ranking de tipo Billboard o todo ello junto.
Cualquiera sea, no es una ciencia oscura ni un problema intratable; puede hacerse y Lomax lo hizo a su modo. La ciencia cognitiva conoce docenas de técnicas para elaborar la
tipicidad, la cual no presupone universos uniformes. En caso de duda se le puede preguntar a la gente, o ajustar el criterio caso por caso si existen fundamentos para hacerlo, o usar un criterio por vez para ver qué pasa. Tanto Lomax como Grauer (2005), finalmente,
han trabajado muchísimo el problema de la representatividad, el rendimiento decreciente
de los corpus masivos, la redundancia y el muestreo. Las soluciones que propusieron son
tan buenas o tan malas como las de cualquier otro proyecto en ciencia social estadística
(cf. Naroll 1970). En todo caso han sido mejores que si ellos se hubieran rendido ante las
dificultades imaginarias con las que se han montado esas críticas que se sueñan arrasadoras.
Otra objeción frecuente alega que la evaluación cantométrica es altamente subjetiva y que
refleja el punto de vista del analista, no el de los miembros de la cultura (Downey 1970:
65; McCormick 2002; Pantaleoni 1972). Que la subjetividad del análisis sea un problema
ya ha sido desmentido en el tratamiento del consenso de codificación. La otra afirmación
se descompone en realidad en dos aspectos: (1) En lo que concierne al estudio comparativo en sí, su naturaleza etic es inevitable; si existe una operatoria de comparación puramente emic, tras ciento treinta años de disciplina todavía resta que alguien indique cómo
puede hacerse. (2) En cuanto al origen de las distinciones, nada impide que los criterios
de codificación sean establecidos y sus valores validados émicamente en casos particulares, como han hecho Chenoweth y Bee (1971: 182) en otro marco conceptual; el problema será coordinar después los distintos parámetros y valores en la operación comparativa: una vez más corresponde al crítico señalar cómo debería hacerse.
Particularmente cáustica es la crítica de Rafael José de Menezes Bastos, que vale la pena
citar en su totalidad:
Para implementar su objetivo, Lomax usa dos bases principales: el modelo transcultural
de Murdock (1949), base de matriz “cultural”, y, como base de matriz “musical”, los célebres perfiles (profiles), dispositivos gráficos que permiten una visualización superficial
de un determinado estilo musical desde los puntos de vista fonológico y gramatical y una
comparación entre sí de cualesquiera de estos estilos. Estos perfiles se elaboran mediante
el establecimiento a priori de las variables que caracterizan todo y cualquier estilo; esto
65
se impone con tanto ímpetu que se puede deducir de allí que o bien todos los estilos “tienen” esas variables, o que algunos de ellos, ¡pobres de ellos!, son defectuosos.
Tomando una armazón taxonómica-estadística de Murdock (1949) como base “cultural”,
armazón ésta que conduce, cuando mucho, solamente a la superficie de las estructuras sociales que procura encuadrar; restringiendo su estudio sólo a la “música” vocal; pretendiendo alcanzar la semántica sobre la base de ralos esbozos fonológicos y gramaticales;
entregando el llenado de los mágicos perfiles a cualquier lego; generalizando sobre áreas
tan vastas y desconocidas como América del Sur; anulando simplemente a toda la China;
usando registros no idóneos, a veces realizados por turistas; los elementos levantados por
Lomax en esta inmensa cacería etnomusicológica de mariposas son, entonces, elaborados
estadísticamente; pero, por desgracia adicional, por una estadística que opera solamente
con medidas de tendencia general, es decir medias, no siendo ella más, por tanto, una
ciencia de la distribución. Las conclusiones a las que llegan Lomax y sus prosélitos, después de toda esta prestidigitación e incompetencia (en la que no faltan, inclusive, computadoras) se caracterizan por ser solamente epifenómenos de sus dos ideas iniciales de pura y simples [sic] yuxtaposición de los planos expresivos y de contenido de la música
(Menezes Bastos 1978: 39-40).
Menezes también considera “faraónica” la pretensión de Lomax de considerar también lo
que él llama “comportamiento expresivo”, incluyendo la danza, la prosodia, etc (p. 65).
Con toda su altisonancia, la crítica de marras es fatalmente débil, está atestada de errores
y es por completo externa. Inspirándose en la “devastadora” crítica de Hewitt Pantaleoni
(1972) el planteo de Menezes simplemente trasunta incapacidad de comprender no sólo el
plano de generalidad en que debe operar un modelo estadístico, sino los objetivos particulares de Lomax, que en modo alguno son de carácter semántico. No existe además una dimensión gramatical o fonológica en el modelo de Lomax; él no utiliza en ningún momento esa terminología ni aborda la cuestión del carácter sistemático de los estilos que esas
palabras estarían implicando. Menos aún hay en la cantométrica un tratamiento peyorativo para estilo alguno; ninguno de ellos “tiene” tampoco más o menos variables que otros,
ni la música es juzgada un reflejo epifenoménico de segundo orden en relación con una
“cultura” que sería más esencial. Una descripción de treinta y siete variables es cualquier
cosa menos un “ralo esbozo”; pese a que el objetivo de la cantométrica no es la descripción, en toda la etnomusicología no existe un esquema descriptivo con mayor número de
parámetros. Nadie ha sabido señalar una variable musical digna de considerarse que sea
distintiva y no haya sido tomada en cuenta.
Por otro lado, no parece que se pierda mucho entregando el análisis a “cualquier lego”,
como lo expresa Menezes, dado que él mismo no realiza análisis de ningún tipo. No hay
nada faraónico en la pretensión de Lomax de abordar también el estudio de la danza y la
prosodia; los estudios de fonotáctica y coreométrica están además separados de los análisis cantométricos y utilizan artefactos por completo distintos. No es cierto que los registros usados por Lomax no sean idóneos; la proveniencia de las colecciones está minuciosamente documentada y todos los grandes nombres de la recolección musical están allí
(Lomax 2000: xvi-xvii). Lomax prefirió buenas grabaciones de David Lewiston a malos
registros de von Hornbostel; no es tan grave. No es verdad tampoco que Lomax haya utilizado Social structure de Murdock (1949) como matriz cultural; este texto, que se basa
en los HRAF, no es siquiera mencionado por Lomax, quien usó más bien el Atlas Etnográfico y el SCCS en el estado en que se encontraban hacia 1967.
66
Ciertamente, China está mal representada en el modelo cantométrico, pero las grabaciones que entonces existían no eran representativas ni satisfactorias (Lomax 2000: xi). En
cuanto a que Lomax trate a América del Sur como unidad indivisa, ello es decididamente
falso e induce a sospechar en el mejor de los casos una lectura negligente por parte de
Menezes; lejos de tratarlo en bloque, Lomax divide el subcontinente en seis áreas (Patagonia, Andes, Amazonia interior, Mato Grosso, Brasil oriental y Guayana), localiza 18
grupos étnicos en esa región, trata 230 canciones y se disculpa por no tener grabaciones
que permitan una cobertura adecuada del Gran Chaco (pp. 30, 82-85). Utilizar medidas
de tendencia, por otra parte, no invalida las operaciones estadísticas en tanto los guarismos resultantes sean adecuadamente contrastivos. Tampoco servirse de computadoras
cuando hay más de tres mil ejemplares a elaborar es en absoluto censurable, aunque quede bien hablar mal de ellas para impresionar al lector setentista cuya complicidad Menezes demanda con tanta vehemencia.
Tampoco es pertinente, por último, la objeción de que las categorías de Lomax son etic y
a priori. Al menos un tercio de las categorías analíticas del libro de codificación tienen su
contrapartida en categorías emic de los Kamayurá. Éstos, por ejemplo, distinguen entre
intervalos pequeños, grandes y muy grandes (p. 110), músicas de 2, 3, 4, 5 o múltiples
notas (p. 135), número de ejecutantes de una composición (p. 137), tesituras graves, intermedias y agudas (p. 103), tiempos lentos, intermedios y veloces (p. 104), formas habladas, recitadas y cantadas (p. 106), duraciones breves y largas (p. 109), intensidades débiles y fuertes (p. 111), formas repetitivas, variacionales y composicionales (p. 112), colocación de la voz en la laringe, la faringe y la cabeza (p. 139). El lector reconocerá aquí
con algunos pequeños desfasajes nada menos que nueve o diez de las líneas del libro de
codificación (21, 20, 1, 32, 24, 11, 16, 25, 16, 32). Quedan a favor del “ralo esbozo” de
Lomax casi treinta variables que Menezes ni siquiera describe, como se verá en el capítulo correspondiente a los modelos cognitivos.
Una de las críticas más agresivas del proyecto de Lomax es la de Hewitt Pantaleoni
(1972), quien habla de “un sesgo fundamental en la estrategia y desprolijidad en el método” en un tono que no justifica proporcionadamente su paso del disenso al agravio. Los
elementos de juicio aducidos por Pantaleoni son bastante menos ominosos que lo que él
cree; el primero concierne por supuesto a la omisión de China, “la cuarta parte de la población mundial” (p. 158), una cifra que Lomax trata, dice, como si fuera una magnitud
desdeñable. La objeción parece definitoria pero no lo es. La fuente empírica de la cantométrica no es la totalidad de la música del mundo sino una muestra en la cual China
computa sólo como una unidad más, que a los fines estadísticos no difiere de –digamos–
Madagascar o Samoa. Lo que cuenta es el carácter de la música de las unidades culturales, no sus masas demográficas relativas. Tampoco es el canto tradicional chino, minorías
étnicas incluidas, tan rico o variable para desequilibrar el cuadro comparativo; el 92% de
la sociedad china pertenece a un solo megagrupo, el Han. La mejor impugnación de Pantaleoni es por lejos la siguiente:
El carácter atractivo de una conclusión a menudo lleva a Lomax a explicaciones contradictorias. De este modo, cuando tiene que explicar por qué América Central y el Matto
[sic] Grosso no parecen próximos en sus estilos al estilo característico que él ha establecido para Sudamérica (él evidentemente desearía que lo fuesen), él habla sobre “las barreras físicas… interpuestas por las cadenas Andinas y las selvas tropicales” (p. 84); pero
cuando un porcentaje muy alto de los estilos de las canciones del Matto [sic] Grosso se
67
verifican similares al estilo característico establecido para América del Norte, Lomax nos
asegura que esto refleja “la interconexión Amerindia general que aparecía en el mapa de
Sudamérica” (p. 85). Las selvas y las cadenas montañosas se han esfumado (Pantaleoni
1972: 159).
Ciertamente, muchos intentos explicativos de Lomax dejan bastante que desear, como veremos con más detenimiento en las conclusiones de este capítulo; los modelos inductivos,
después de todo, no son adecuados para explicar nada. El resto de las críticas de Pantaleoni, sin embargo, se perciben tanto más endebles cuanto más altisonantes. Él sugiere,
por ejemplo, que Lomax pondría el parlando javanés dalang en la misma clase rítmica
que un tamboreo africano complejo de acentuación irregular, lo cual no es verdad: en la
línea 11 del libro de codificación se distingue con claridad entre metro complejo (R*v),
metro irregular (Ri) y parlando rubato (Rba). Pantaleoni asegura también que Lomax afirma que las sociedades simples “son incapaces de cantar sin gritar”, posición que es “insostenible y ofensiva”, y que los registros fonográficos utilizados fueron obtenidos mayoritariamente por investigadores varones, por lo que la música de las mujeres está mal representada (p. 160). Ambas afirmaciones son inexactas; algunos grupos africanos entre
los más simples son los de canto más relajado; veintitrés de las más ricas colecciones etnográficas utilizadas por Lomax son de mujeres reconocidas por la excelencia de su trabajo de recopilación (Lomax 2000: xvi-xvii).
Las subsiguientes alegaciones de Pantaleoni son más de lo mismo. Dos largos párrafos
(pp. 159-160) se refieren a una cuestión organológica que posee muy poca importancia,
pero que pretende arrojar sombras sobre “cada una de las categorías analíticas armadas
por Lomax”. La objeción concreta es que se pregunte cuántas clases de instrumentos acompañan una canción cuando no hay una taxonomía organológica universalmente aceptada; la conclusión de Pantaleoni es que la respuesta a esa pregunta ha de ser por ello
“trivial, inconsistente o etnocéntrica”. Respecto de la prueba de consenso, Pantaleoni se
la saca de encima aduciendo que “ni las herramientas de medición ni el material medido
han sido jamás objetivamente evaluados”, un juicio que (dado el carácter público del protocolo de prueba) no sé si juzgar injusta o indescifrable.
En la misma tesitura venenosa de Pantaleoni inscribe su crítica Elli Köngäs Maranda
(1970); para ella el método de Lomax es “ingenuo y torpe”, sus conclusiones son “subjetivamente sesgadas” y el modelo en general se muestra “poco atento a la información
conflictiva”. Maranda piensa que en un buen modelo no debería haber excepciones o información que contradiga las hipótesis, ignorando que en los modelos estadísticos siempre habrá excepciones porque ellos no son deterministas sino probabilistas por definición,
y que un acuerdo siempre perfecto entre valores de variables es indicador no de una buena hipótesis sino de la insustancialidad de la prueba o de un mal diseño modélico5. El
5
Parte de la responsabilidad por las críticas incompetentes en general y por ésta en particular puede que radique en la impropiedad de las presentaciones de los modelos estadísticos y de la inducción por parte de la epistemología constituida. Es insólito que alguien crea refutar un modelo de
esta naturaleza (y encima prodigue sarcasmos) sólo porque encontró excepciones. La idea de
“excepción” es propia de los modelos mecánicos, no de los estadísticos. Una excepción es un caso
contrario a una regla cuantificada universalmente. No hay cuantificación universal en los modelos
estadísticos; sólo correlaciones, probabilidades y cuantificación existencial.
68
folklorista William Ferris (1973), por su parte, afirma que las ideas de Lomax se asemejan a otras anteriores de Georg Herzog y Charles Seeger, de quien el propio Lomax reconoce haber recibido inspiración.
Norma McLeod (1974: 109), por último, estima cuestionable que un análisis subjetivo
sea suficiente o que una cultura tenga un solo estilo musical. También asegura que es falso que la música siempre refleje normas grupales, que el modelo falla si una cultura ha
tomado un estilo en préstamo y que las correlaciones no funcionan cuando se las da vuelta (por ejemplo, ella dice que Lomax dice que el canto en hocket ocurre en grupos acéfalos, pero hay grupos acéfalos que no cantan en hocket y grupos jerárquicos que sí lo hacen, como los Sakalava y los monjes europeos de los siglos XIII y XIV). Las primeras
objeciones ya las he tratado y no volveré a hacerlo. Las otras tres se pueden discutir estadística y musicalmente.
Veamos primero lo de la relación entre música, grupo e individuo. Dice McLeod:
La visión de la música que se deriva de Lomax es entonces la de un fenómeno que puede
ocurrir sólo cuando un grupo está presente, dado que es una actividad que organiza a los
grupos. … Desafortunadamente, una vez más, la música no hace lo que Lomax sugiere.
Hay numerosos casos de subestilos enteros que nunca se cantan en público y que no tienen audiencia. Entre los Bara de Madagascar, las personas afectadas por un problema se
retiran al desierto y cantan una canción que especifica su problema personal. … Van solos; no se organiza ningún grupo; y las ideas expresadas por su música son altamente personales (1974: 111).
Lomax, naturalmente, nunca ha dicho algo tan obtuso como que la música sólo puede ocurrir cuando hay un grupo presente. Su modelo da cabida a sociedades donde lo grupal
prevalece sobre lo individual y a otras donde predomina lo inverso, con todos los grados
intermedios. Obsérvese, por ejemplo, la codificación de la línea 1: una canción en solitario se codifica simplemente con el número 2 o L|N; no es imperioso que un grupo esté
presente. Lo que Lomax llama el “Modelo A” es asimismo una manifestación estilística
profundamente individualizada y demasiado compleja para permitir algún grado de participación (Lomax 2000: 16). Lo que sí suscribiría Lomax (y esto es innegable) es que “la
canción ha sido y es fundamentalmente pública, aunque podamos cantarnos a nosotros
mismos cuando estamos lejos y fuera” (Arensberg en Lomax 2000: 305). Al igual que sucede con el lenguaje, en ningún grupo humano conocido, por otra parte, existen repertorios privados estilísticamente diferenciables a nivel de individuo que no estén pautados a
nivel cultural. Cuando algún Bara de Madagascar tiene un problema, se retira al desierto
y canta en soledad canciones en un todo conformes a lo que la cultura Bara estipula para
esa circunstancia, aún cuando esas canciones sean distintas a las que se cantan en público.
Los “numerosos casos de subestilos enteros” consagrados al individualismo de los que
habla McLeod tampoco son tan numerosos; allí donde aparecen géneros privados, por
más que “las ideas expresadas por su música sean altamente personales” la música de todos los ejemplares es, en cada sociedad donde eso ocurre, estructuralmente idéntica; en
otras palabras, en el interior de una sociedad las canciones personales son tipológicamente iguales de un individuo a otro.
En segundo lugar, el problema del préstamo o difusión es el famoso “problema de Galton”; es bien conocido en antropología transcultural desde 1888 y existen al menos quince propuestas de solución entre las que se puede optar (Naroll 1970: 1229). La posibi69
lidad de la difusión es una molestia endémica para el modelado estadístico (pues las unidades culturales a comparar deben ser independientes), pero no lo torna imposible ni mucho menos. Lomax mismo la trata con delicadeza:
Cada estilo, entonces, simboliza necesariamente una forma específica de vida y florece a
partir de, o se difunde dentro de esas áreas donde constituye una afirmación apropiada de
la vida cotidiana de la mayoría de sus portadores. … Desde este punto de vista, el proceso
del estilo y la difusión de rasgos es el resultado de la difusión [spread] de los sistemas
sociales y económicos o de su poderosa influencia sobre otras culturas (Lomax 2000: 82).
El punto de vista de Lomax se asemeja al de Murdock. Había escrito éste en un texto que
Lomax no menciona:
El mero hecho de la relación histórica no perturba al autor, pues hoy parece clara la evidencia de que las sociedades toman las unas de las otras, igual que si los inventaran por sí
mismas, aquellos elementos culturales de que tienen necesidad y que son por lo menos
razonablemente consistentes con sus usos preexistentes; y que tanto esos elementos prestados como los inventados y los tradicionales están sometidos a un proceso continuo de
modificaciones integrativas que conducen a la emergencia de nuevas configuraciones independientes (Murdock 1957: 667).
El problema sigue siendo que en ciertos casos sospechables de difusión, las correlaciones
de asociación son más altas entre unidades culturales espacialmente próximas que para
las otras variables respecto de las que se presume correlación. De todas maneras, McLeod
ha insinuado la incidencia de la difusión en los hallazgos de Lomax como posibilidad genérica, pero no ha identificado ningún caso concreto.
Finalmente, la cuestión del hocket y la acefalía tampoco es como la pinta McLeod. Yo no
llamaría hocket a la técnica kagnaky de los Sakalava Menabe de Madagascar, que es a lo
que ella debe estar refiriéndose; ésta es una alternancia espasmódica de inhalación y
exhalación que generalmente ocurre en repertorios informales. Es además poco frecuente,
se percibe como un ornamento, se canta rápido y con la voz tensa; el hocket de los pigmeos y bosquimanos es frecuente, actúa como recurso estructural, se canta con lentitud y
la voz relajada. Lomax nunca dice de todos modos que el canto en grupo en general o el
hocket en particular ocurran solamente en sociedades acéfalas; lo que afirma más bien, en
base a la evidencia que él maneja y comparte, es que la media porcentual de canto coral
entrelazado es distintivamente más alta para esa clase de sociedades que para otras (p. ej.
Lomax 2000: 157, 160). Que haya grupos acéfalos sin hocket y hocket sin acefalía no
desmiente esa observación.
Otro ejemplo característico de crítica epistemológicamente descaminada se encontrará en
el ensayo de John Blacking sobre el cambio. Blacking confunde, insólitamente, la covariación estadística (que es una correlación sincrónica o atemporal) con la variación diacrónica o el cambio histórico. Blacking cree, en efecto, que Lomax afirma que “la variación musical está relacionada con variaciones en la cultura” (1979: 9), como si esas variaciones fueran eventos que ocurren a lo largo del tiempo. La crítica de Blacking alega
además que el método de Lomax falla porque éste “ignora” que los sonidos musicales “de
superficie” no siempre tienen la misma “estructura profunda” de significación (p. 10).
Pocas veces puede verse en una disciplina cualquiera semejante grado de confusión teórica; errores de este calibre se encuentran pocas veces, por lo que es preciso examinarlo en
70
detalle. El modelo de Lomax plantea correlaciones entre estructuras de superficie y otros
factores; esas estructuras son simplemente la música que se escucha: llamarlas “de superficie” no las convierte en algo superficial. Allí donde se demuestre que la estructura varía
conforme a otro factor (subordinación de la mujer, por ejemplo), que la estructura profunda alegada difiera de uno a otro caso no afecta la fuerza de la correlación; por el contrario, la reafirma: se puede decir ahora que los factores estilísticos están correlacionados
con tal o cual aspecto de la sociedad independientemente de lo que ambos signifiquen.
Una correlación estadística, además, es por definición atemporal; de ningún modo se ocupa del cambio, que es el asunto que motiva el artículo de Blacking. Sólo dice que, en presencia de una determinada práctica o institución, existe en función de los datos disponibles una probabilidad x de que se manifieste determinado tipo de música. La variación
estadística implicada no es lo mismo que la variación diacrónica de las entidades correlacionadas: cuando se dice que la susceptibilidad a la radiación solar varía con el color de
la piel no quiere decir ni que ésta cambie con el tiempo ni que deje de hacerlo. Tendré
que pedir disculpas por esta pedagogía, pero tal parece que a los miembros del referato
que aprobaron la publicación del texto de Blacking la necesitan y a él mismo no le hubiera venido tan mal.
Es falso también que Lomax (como lo implica Blacking) “ignore” los significados. En el
sexto punto de su modelo estilístico pre-cantométrico, Lomax propone analizar “el contenido psicológico y emocional tal como se expresa en los textos de las canciones y en la
interpretación cultural de la poesía tradicional” (1959: 929). El capítulo 13 de Folk Song
Style and Culture es un estudio cuantitativo de las letras de las canciones como indicadores culturales (2000: 274-299). Su visión del significado, desde ya, es consistente con una
postura conductista; es por ello que la significación no es inferida hermenéuticamente por
el estudioso ni suministrada por el informante, sino que debe estar observable y materialmente plasmada en un texto. Si se quisiera, se podría reemplazar el enfoque lexicográfico
por una codificación que contemple ya sea la interpretación del antropólogo o la visión
del nativo. En un modelo estadístico la semántica es un factor entre otros; no creo que el
trabajo con ella llegue alguna vez a un descubrimiento deslumbrante, pero al menos en
principio nada la excluye.
En las críticas epistemológicas a la cantométrica, por último, también es habitual que se
diga que el método “no considera”, “olvida”, “soslaya” o “minimiza” tales o cuales aspectos de la música o la cultura, sin detenerse a pensar si éstos son estadísticamente distintivos o si guardan coherencia con los fines que Lomax se ha propuesto satisfacer. Pocos han sido los críticos que, como Fred McCormick (2002), admitieran que “la apreciación del método estadístico por mi parte ha de ser limitada y subjetiva”, lo cual es una
forma elegante de decir que no se tiene la más pálida idea de la clase de problemas que se
está tratando ni de la clase de desarrollos que pudieran calificar como soluciones. Siendo
el de Lomax un modelo tan discutido, hubiera sido de esperar también que la crítica misma fuera objeto de alguna evaluación; con la excepción natural de las respuestas de algunos criticados, como Grauer (2005), hasta que este libro se escribiera nunca lo fue.
***
Me parece oportuno ahora dedicar unas pocas páginas a una metacrítica política del asunto Lomax, pues encuentro que la ideología de los críticos ha jugado un papel tan saliente
71
como el de la epistemología. Encuentro a menudo, más en los lobbies de conferencias y
en los intercambios verbales que en el registro escrito, que Lomax es cuestionado desde
las esferas idealistas, particularistas, derechistas y humanísticas por haber sido consecuentemente conductista, universalista, izquierdista y partidario de una ciencia abierta y
provisional pero sin encomillados. Él mantuvo sus ideales con llamativa consistencia,
pese a no haber sido un pensador reflexivo o un estratega sagaz. Conjeturo que estas
cuestiones de postura han sido más instrumentales en el rechazo a sus teorías que los
errores metodológicos en que él haya podido incurrir, ya que entre ambas facciones nunca ha habido diálogo ni entendimiento.
Para buena parte de la intelectualidad americana, incluso entre quienes practican formas
blandas de política “liberal”, los principios de Lomax se perciben como constitutivos de
una ética inaceptable. Me consta que algunos estudiosos consideran una especie de signo
de hipocresía comunista que Lomax (igual que sus amigos del clan Seeger) se ocupara
siempre de que los informantes recibieran su tajada del 50% en los derechos de autor que
pudieran corresponder (Zeitlin 1998). En lugar de celebrar la iniciativa o impugnar el
porcentaje, se habló de mala fe y se puso este reparto bajo sospecha sin que importara la
falta de toda evidencia (Work y otros 2005); los que se embolsaban todos los royalties
quedaron mejor parados que Lomax, quien al menos los compartía un poco. Ningún censor, a todo esto, hizo pública su propia contabilidad. En una era política frente a la cual
sólo cabía ponerse en rebeldía, ninguno mereció tampoco el honor de figurar junto a Lomax en una lista negra.
De cincuenta años a esta parte cuestionar a alguien porque es conductista es una táctica
crítica infalible6. Por fortuna casi nadie se ha dado cuenta que Lomax lo es y él por las
dudas no lo ha dicho nunca. Que lo sea se trasluce no sólo en su adopción del modelo etnológico de George Peter Murdock, derivado directo de las ideas de Clark Hull, sino en
su insistencia en tratar la cultura como cosa “aprendida” (2000: 70). Los tiempos posmodernos no toleran esta palabra, puesto que connota aprendizaje, enculturación, condicionamiento, imprinting, estímulo, organismo y respuesta, en detrimento de la espontaneidad, la creatividad, el individualismo, la naturaleza humana u otros valores semejantes.
Aunque en etnomusicología no se sepa que las ideas de Lomax son conductistas (o nadie
parezca saber qué es el conductismo en primer lugar), su vocabulario de alto perfil genera
6
El conductismo ha sabido ganarse una pésima imagen que será muy difícil revertir. Sin negar los
excesos a los que ha sido tan propenso y sin pretender realizar en una nota al pie una rehabilitación
del conductismo, señalo aquí que se debe a ese movimiento una multitud de logros conceptuales:
las primeras definiciones de protocolos experimentales (adoptadas incluso en ciencias duras), buena parte de los estudios antropológicos de enculturación, la elaboración de muchos de los métodos
comparativos y estadísticos en diversas ciencias sociales, el diseño de diversos algoritmos de aprendizaje en ciencia cognitiva conexionista, muchas de las mejores teorías de aprendizaje humano, la mayor parte de las teorías de aprendizaje de máquina que hoy se aplican, las técnicas de segmentación fonológica y morfológica en lingüística, el aparato entero de la lingüística distribucional pos-bloomfieldiana, la clarificación de diversas problemáticas de formación de conceptos,
condicionamiento, descubrimiento, analogía e inducción (cf. Holland y otros 1989). No seré yo
quien salude su improbable retorno; a lo que sí daría bienvenida es a una inspección más rigurosa
de los alcances y límites del conductismo, y una evaluación menos estereotipada, capaz de orientar
su hostilidad hacia otras corrientes que las merecen más.
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de todos modos el rechazo susceptible de esperarse en una época que alienta los extremos
más insulsos del pensamiento débil. Una vez más, no es tan grave; aunque el conductismo luzca anacrónico, nadie ha propuesto tampoco una idea alternativa al precepto de que
una parte sustancial de la cultura efectivamente se aprende.
Lomax también ha ofendido a sociólogos que aborrecen la ciencia social de raíz durkheimiana y que alientan posturas particularistas o individualistas. Basando todos y cada uno
de sus razonamientos críticos en fuentes secundarias, como el argumento de Feld (revisado en el primer volumen) de que los rasgos musicales no pueden ser arrancados fuera de
su contexto ni comparados entre sí a cierto nivel de abstracción, la inflamada crítica del
sociólogo inglés Peter Jay Martin ilustra el mejor caso de impugnación de un trabajo
comparativo “pasado de moda” por no coincidir con los supuestos particularistas “contemporáneos” a los que el crítico suscribe y cuyo valor da por sentado:
Más allá del retorcido problema del “muestreo”, está el supuesto aún más problemático
de que tales canciones puedan ser abstraídas del contexto cultural en el que ocurren para
ser “analizadas” independientemente de él. Tal “descontextualización”, como Feld sugiere, involucra no un análisis de patrones culturales que pueden observarse en el mundo
real sino una fragmentación de ellos sobre la base de los preconceptos del “analista”. …
Sería poco caballeroso, aunque no por completo injusto, describir la cantométrica de Lomax como exactamente la clase de “ciencia” social (americana) que enfurecía tanto a Adorno: como un positivismo ingenuo que confundía las apariencias superficiales con la
esencia real del fenómeno, y que ocultaba su vacuidad detrás de la pantalla de humo de la
jerga y las estadísticas (Martin 1997: 132-133).
La cita anterior sería un ejemplar formidable para analizar el uso retórico de los encomillados irónicos, restringidos aquí a conceptos que el crítico siente que están del otro lado
de la divisoria de aguas, sin preocuparse reflexivamente por su propio empirismo, el cual
presume acceso exclusivo a reificaciones como “el mundo real” y “la esencia real de los
fenómenos” con sólo tomar nota de lo que los nativos dicen. Llevado por estas ideas,
Martin afirma en una elocución explícitamente esencialista que “los patrones culturales”
son directamente observables y analizables en ese mundo (sin fragmentarse en función de
los preconceptos del estudioso) mientras que por algún extraño motivo las canciones no
lo son.
Lejos de ser actual, esta óptica resucita ideas formalmente idénticas a las de Franz Boas
en la década de 1920, opuestas a la abstracción y descontextualización necesarias para
identificar fonemas más allá de los “sonidos reales del lenguaje” y de los acontecimientos
puntuales de significación (Darnell 1998: 362). Lejos de abrirnos a visiones nuevas, la
degradación a “preconcepto” de toda noción que no sea local y que no certifique origen
nativo torna imposible cualquier operación analítica o comparativa y deslegitima incluso
la posibilidad de hablar sobre la música de pueblos cuya lengua carezca de esa categoría,
como es el caso entre los Kaluli de Feld. Apegado a lo concreto como algo que está dado
sin que medien marcos de referencia (y que posee una esencia sólo visible desde puntos
de vista iguales al suyo), no es casual que Martin ponga “ciencia” entre comillas.
La muerte de Lomax en 2002 generó una andanada difamatoria fenomenal en el nivel
más bajo de la escala del refinamiento teórico, en la línea de Great day coming: Folk music and the American left (Denisoff 1971), coronada por Lost Delta Found (Work y otros
2005). Un ejemplar soberbio es la crítica de David Marsh (2002):
73
Lomax creía que la cultura folk necesitaba la guía de seres superiores como él. Lomax le
dijo a Bochan lo que él creía: nada en la cultura de la gente pobre sucedía verdaderamente a menos que alguien como él lo documentara. El odiaba el rock’n’roll, al punto de instigar el asalto contra el sound system de Bob Dylan en Newport en el 65, porque aquél no
tenía necesidad de la mediación de expertos como él.
Jeffrey StClair, editor de Counterpunch.org, donde se publicara el libelo de Marsh, respondió a Gary Sullivan, quien pretendía esclarecer los hechos, diciendo “You’re obviously a fucking uptight asshole who is wrong about nearly everything”, expresión que prefiero dejar en inglés en aras de la decencia; de todos modos quisiera creer que estos raptos
de histeria verbal hacen menos daño a la memoria de Lomax que a la reputación intelectual de quienes se dejan arrebatar por ellos.
Hay en la administración y en las páginas públicas de las organizaciones dirigidas por
Lomax un tono de pedantería y algo más que un incipiente culto endogámico a su personalidad, pero sigo sin entender qué relación guarda eso con la calidad de su modelo o con
la importancia de su obra. Muchos hubieran preferido que Lomax adoptara una actitud
más humilde y un perfil más bajo, callando (como lo hicieron mis profesores en la universidad como tributo a una trayectoria intelectual mil veces peor) que Marius Schneider
era un nazi patético, no haciendo nada para preservar o dar a conocer las músicas ajenas a
la sociedad de consumo, o justificando que el pop, el rock’n’roll o nuestra música favorita jueguen un papel primario en el engrisamiento y la aniquilación de la diversidad (cf.
Lomax 2000: 4-6; McLean 1983; García Canclini 2003). Ante la cultura de masas, Lomax fue por cierto un apocalíptico; pero a la luz de lo que sucedió después sería necio
negar que tenía sus razones.
Respecto de Lomax y el rock’n’roll la historia es más compleja que lo que Marsh refiere
y abunda en inesperadas ironías del destino y vueltas de tuerca. Lomax había hecho conocer las grabaciones del cantante blues Leadbelly en Gran Bretaña en los años 50, particularmente desde su exitoso programa de radio Ballads and Blues por la BBC, escuchado
por 14 millones de personas. Inspirado en el revival que se generó a partir de esa experiencia, un músico de Glasgow, Lonnie Donegan [1939-2002], tomó elementos guitarrísticos del blues de Leadbelly para crear un estilo llamado skiffle, que de inmediato se hizo
masivamente popular en las islas, con su instrumentación de banjo, tabla de lavar, kazoo
y bajo monocorde. Apenas Donegan grabó Rock Island Line, calcado de la versión de
Leadbelly, se generó en torno suyo un movimiento grassroots conocido por la prensa como “Merseybeat”. Lomax mismo armó en 1955 un conjunto de skiffle (Alan Lomax and
the Ramblers) que llegó a grabar para Decca y se presentó en Granada Television.
Mientras seguía en Inglaterra escapando del macartismo, Lomax registró parte de esa historia en un artículo profético llamado “Skiffle: Why is it so popular? And where is it going?”. En ese ensayo advierte a los músicos de skiffle del “peligro” de “introducir progresiones de acordes sofisticados tomados de los chicos del jazz” y registra su sorpresa
por escuchar canciones grabadas por él en las prisiones del sur de los Estados Unidos en
boca de millones de jóvenes ingleses (Lomax 2003: 135-138). En esta cita imperdible Lomax documenta nada menos que el surgimiento de la música joven en Inglaterra, de la
que él fue testigo y en parte actor, sin mencionar en absoluto su propio papel:
Esta música amalgamada en América, derivada y africanizada en Gran Bretaña, ha venido a llenar un gran vacío en la vida musical urbana de este país. Antes del skiffle, incluso
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tres o cuatro años atrás, relativamente muy poca gente en Londres hacía su propia música. Cantar y ejecutar era cosa de ostentadores o profesionales. Los cantantes de pub molían una y otra vez los huesos secos de canciones cockney de music hall que tenían poco
significado para la generación más joven. Hoy los jóvenes de este país tienen las canciones que quieren cantar. … Las muchas grabaciones [de Leadbelly] han inspirado a toda
una generación de jóvenes en Inglaterra. El skiffle inglés es, en gran medida, una reflexión sobre Leadbelly a través del Atlántico (Lomax 2003: 136, 199)
El resto es historia: como bien se sabe, el Merseybeat ejerció una influencia arrolladora
en muchos grupos proletarios de Liverpool y sobre todo en una banda de skiffle que primero se llamó Quarry Men y luego The Beatles; John Lennon estaba tocando skiffle en
un picnic parroquial en 1957 cuando se encontró con Paul McCartney. También Mick
Jagger cree recordar que tuvo su banda de skiffle, Little Boy Blue and the Blue Boys. El
fuerte elemento de entonación negra en las producciones de skiffle abrieron el camino hacia el rock’n’roll en la juventud británica aún antes que el blues se blanqueara un poco en
los Estados Unidos en manos de Chuck Berry, Little Richard y otros. Brian Eno llegó a
decir que “sin Alan Lomax no habría habido revival del blues, ni explosión del R&B, ni
Beatles, Rolling Stones o Velvet Underground”. El punto es que todos los que estudiaron
el tema, incluso el músico Van Morrison, reconocen la influencia de los registros y la
evangelización de Lomax en el movimiento (Blumenfeld 2004; Gregory 1998; Filene
2000: 118; Maurer 2002). No tan poco a poco el skiffle derivó, rock’n’roll mediante, en
la dirección que Lomax había temido. La evidencia es contundente: aunque hay otros factores en juego, entre las grabaciones carcelarias de Lomax y el rock actual hay mucho
menos de seis grados de separación.
La historia tiene también un capítulo americano: lo que fue Leadbelly para Lonnie Donegan lo fue Woody Guthrie (otro descubrimiento de Lomax) para el joven Bob Dylan. Al
principio Alan amaba a Bob y a lo que él representaba. Si hubo malentendidos después en
Newport, incluyendo escenas de pugilato, fue porque Lomax veía en la electrificación de
las bandas y en su absorción por el aparato cultural de las grabadoras multinacionales la
gestación de la máquina de picar carne de las expresiones musicales de la diversidad. Si
el rock se comercializa y pierde contacto con sus raíces, decía, las músicas tradicionales
serán aplastadas (Dale 2002). Su profecía suena tan alarmista y quijotesca que invita a
que se la ridiculice, como todo el mundo se ha consagrado a hacerlo; pero aunque anudando el rigor de la ciencia y el nervio de la política se puedan aducir otras agencias responsables, prorratear factores determinantes o señalar otros procesos que vienen desde
más antiguo, la suya no fue una predicción tan fallida después de todo.
***
A pesar de toda la mala prensa, unas pocas veces las elaboraciones de Lomax a nivel descriptivo fueron recibidas con entusiasmo incluso por etnomusicólogos en principio hostiles al subtexto conductista de la cantométrica (Lomax y otros 1976). Este es el caso de
Marcia Herndon (1978), quien con inusual honestidad reconoce:
En mi opinión, la clara progresión que se hace posible con estas cintas es especialmente
valiosa para los antropólogos. Muchos colegas, por ejemplo, poseen material musical pero dudan de hacerlo público debido a sus sentimientos de inadecuación respecto de la terminología musical. Es para estos colegas y para los estudiantes de antropología –y en última instancia para el crecimiento de materiales disponibles de la música en tanto cultu-
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ra– que el trabajo de Lomax alcance el nivel más alto de su valor. … Este crítico tiene las
mejores esperanzas de que el trabajo de Lomax genere un nuevo interés en los materiales
musicales por parte de muchos antropólogos que de otra manera nunca habrían considerado la publicación en esta área (Herndon 1978: 207).
El texto de Lomax al que se refiere Herndon es el mismo que Nettl encontró difícil de implementar.
Algunos autores se contentan con decir que Lomax “ha sido muy criticado” y dejan las
cosas ahí; muchos de ellos mencionan al pasar la crítica de Harold Driver, experto reconocido en antropología estadística. Pero si bien Driver comenta que él hubiera preferido
una taxonomía areal basada en pesos iguales para todas las variables, que se usara el coeficiente de Cramer en lugar de gamma, o que se desarrollara una taxonomía numérica que
no dependiera de su ajuste con el Atlas Etnográfico, su reseña es en realidad una de las
más elogiosas que se han dispensado al modelo:
Lomax y sus quince colaboradores han dado un salto significantivo hacia una mayor objetividad en la expresión de las similitudes y diferencias en estilos de canto entre las sociedades en torno al globo. Han demostrado una vez más que el método científico es aplicable a cualquiera y a todas las clases de conducta humana. … En la gran escala, las limitaciones u omisiones de este libro son menores en comparación con las contribuciones
positivas que él hace. El carácter explosivo de los hallazgos es especialmente notable debido a que ocurren en un campo que hasta 1968 había contribuido muy poco al método
comparativo a nivel mundial. No sólo Lomax y su grupo se han unido al grupo de los investigadores transculturales, sino que han liderado el campo en unas cuantas innovaciones metodológicas. La comprensión de la esencia de esos métodos demanda por lo menos
el equivalente de un buen curso en estadística introductoria y otro en métodos transculturales; una comprensión más profunda requeriría un programa más extenso en matemáticas, operación de computadoras y la lógica de la filosofía de la ciencia. Los aspectos estrictamente musicales de este libro son técnicos a su propia manera, pero los métodos
científicos lo son más, en mi opinión. Como resultado de este libro, la etnomusicología
no volverá a ser la misma y no podrá ya aducir inocencia en las estrategias de las ciencias
duras (Driver 1970: 61-62).
Todo ponderado, no puedo menos que pensar que la referencia a la crítica de Driver para
afianzar la impresión de un consenso antagónico a la cantométrica es no sólo señal de una
muy pobre lectura, sino acaso indicio de una insidiosa mala fe.
En síntesis, hay que decir que las críticas negativas al modelo de Lomax no han llegado a
poner seriamente en disputa a su modelo, por más que hayan tenido éxito, al compás de
una sucesión de modas cada vez más sordas a su mensaje, en disminuir su popularidad
hasta el punto del ostracismo. Ni una sola de las críticas hostiles derivó en una versión
mejorada del método o impulsó una revisión que pudiera considerarse un progreso; ninguna es un ejemplar discursivo que resista una lectura según los cánones de un mínimo
rigor. La mayoría de ellas puede atemperarse simplemente leyendo los textos de la cantométrica con detenimiento, o conociendo mejor la naturaleza, los alcances y los límites del
modelado estadístico. Hay por cierto un lado penoso en la cantométrica: el caudal de críticas mediocres que suscitó, cuya mera abundancia acostumbró el oído a razones de bajo
vuelo y preparó el terreno para que la teoría disciplinaria llegara a ser lo que hoy es.
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Musicología comparativa y transcultural – Situación y perspectivas
En el momento en que cuadra vincular sintéticamente una teoría con otra, se advierte que
no todas las propuestas estudiadas en este capítulo revisten la misma importancia y actualidad. Algunas de ellas (las de Fillmore, Densmore y tal vez Wiora) pueden dejarse de
lado sin mayor pérdida. Otras merecen desde una reflexión conclusiva hasta una evaluación ponderada.
El modelo comparativo de Georg Herzog, por su parte, tiene hoy en día un valor histórico
antes que instrumental, aunque siempre es posible sacar algún provecho de un estudioso
de semejante solvencia técnica. Estimo que sus textos, mucho más equilibrados de lo que
él parece haber sido, deberían consultarse cada tanto para atemperar excesos y llenar no
pocas lagunas de las metodologías comparativas ulteriores. Su limitación radica acaso en
el carácter implícito e irreflexivo de su teoría, que sin dejar de ser rigurosa ocupaba relativamente poco espacio y tenía un peso modesto al lado de sus indagaciones de carácter
empírico. La teoría de Herzog, podría decirse, no está señalizada; se despliega en un segundo plano al servicio del tratamiento de los datos y no ocupa jamás (como tampoco lo
hace el autor) el centro actancial de la enunciación.
El modelo de Mieczysław Kolinski sigue siendo polémico pero parece mejor consolidado
como fundamento vivo tanto de prácticas descriptivas como de eventuales comparaciones. Casi siempre se lo emplea en forma modificada, sobre todo después que la etnomusicología semiológica y la analítica de Simha Arom han alterado las reglas del juego. Ambos esquemas comparativos, el de Herzog y el de Kolinski, podrían resultar de utilidad en
el análisis de los patrones y los procesos de cambio inherentes a la expansión de la música occidental, las fusiones y las transformaciones de la música del mundo, si es que se
quiere ahondar en su naturaleza más allá de lo que se puede captar a oído desnudo.
El modelo de Charles Adams, a su turno, brinda un instrumento capaz de llegar a una notación clara y distinta para cada uno de los perfiles melódicos existentes, algo muy parecido (aunque mucho mejor articulado) de lo que en su momento fue el análisis componencial en antropología cognitiva. Aunque se restringe a un solo factor y no sirve para analizar piezas a dos o más partes simultáneas, sería interesante integrar sus métodos a otros esquemas conceptuales y analíticos más amplios, como por ejemplo la cantométrica.
Si esta fuera una ciencia saludable, a alguien se le habría ocurrido algo semejante hace ya
mucho tiempo.
La etnomusicología transcultural de Lomax ha sido uno de los modelos más castigados
por la crítica en la historia de la disciplina. A propósito del carácter de la polémica desatada en torno a su modelo se impone aquí una observación epistemológica importante.
Una parte de la responsabilidad por el número y talante de las objeciones suscitadas puede que se deba a su polemicidad inherente, ocasionada por la claridad y distinción de sus
errores, que por cierto los hay aunque en número menor a lo que sostiene la leyenda negra; pero cabe pensar también que, además del hecho de que Lomax no siempre fuera un
buen comunicador, han habido problemas de comprensión por el lado de sus pares y de
sus críticos.
Éstos simplemente no están acostumbrados a los modelos estadísticos; no los han sabido
ni formular, ni utilizar, ni evaluar en términos epistemológicamente precisos. La mayor
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parte de los modelos en ciencias sociales (y la disciplina que nos ocupa no es una excepción) han sido modelos mecánicos (clase I) o modelos interpretativos (clase IV). Ni los
modelos estadísticos ni los complejos resultaron siquiera bien comprendidos por la generalidad de nuestros estudiosos, quienes ya tienen bastante lío filosófico con las formas canónicas. Hasta Marvin Harris decía sintomáticamente que “[s]i en lugar de afirmaciones
de causa y efecto se ofrecen meras asociaciones estadísticas, la ciencia queda derrotada,
porque es el conocimiento el que cuenta y no la ignorancia” (Harris 1978: 537). Una proporción importante de las críticas que se han formulado a propósito de los modelos complejos los consideran como si fueran modelos de simplicidad, obligados por ello a “explicar”, a “comprender” o a “describir en profundidad”; McCormick (2002), por ejemplo,
dice que la cantométrica es mejor descubriendo patrones que explicándolos, y Jay Martin
(1997: 132) dice que ella “no analiza los patrones culturales”. Pero ninguna de esas operaciones es ingénita a un modelo complejo en general o a un modelo estadístico en particular.
El problema es también que en el tratamiento por parte de Lomax (2000) del vínculo entre estilo y sociedad hay señales de algún rudimento de explicación. El asunto ha sido
aludido un montón de veces, pero no ha quedado satisfactoriamente resuelto ni uniformemente expresado: según Lomax el estilo indica (p. 3, 4), muestra una poderosa relación
(p. 3), varía conjuntamente, refleja, refuerza, simboliza, resume (p. 6, 75, 123), dramatiza
(p. 7), modela, organiza, retrata, reactualiza (p. 8), expresa (p. 75), representa (p. 81),
mide (p. 121) o estructura (p. 12) los patrones culturales. Faltan quizá “encapsula”, “regimenta” y “subsume” para que estén todas las locuciones vinculantes que se han prodigado en la literatura. En alguna de esas expresiones el estilo parece ser el parámetro causal
primario; en otras es más bien un efecto pasivo, una variable dependiente o un indicador
de procesos más esenciales; en otras, un factor coadyuvante o catalizador; en otras más,
una co-ocurrencia o una especie de paralenguaje o metalenguaje simbólico que tiene a los
patrones culturales por objeto.
En esos enunciados no prevalece un único régimen causal; las posibles determinaciones
se atenúan, se invierten, se contradicen, se realimentan, se complican. Esta misma vaguedad exime a Lomax del cargo de determinismo estrecho, un vicio que en un sentido literal
es sólo inherente a los modelos mecánicos o a los interpretativos. Aún cuando la correlación entre el estilo y los patrones culturales sea perfecta, un modelo estadístico de esta
clase no puede (no debe, en rigor) identificar el mecanismo de las determinaciones causales o deslindar su orientación, las causas, los efectos o los agentes. En este territorio, el
mayor determinista no es de ningún modo Alan Lomax sino que lo sigue siendo John
Blacking y todos quienes junto a él presumen que (a) la música es ininteligible sin su
contexto o (b) está supeditada por completo a factores de significación. Pero aún así es
obvio que el rudimento explicativo de Lomax oscurece más de lo que aclara.
En relación con el caso testigo de la globalización, las fusiones y la música del mundo, el
modelo de Lomax es uno de los que resultan de aplicación más inmediata (Seaton y
Watson 1972). Lomax no sólo advirtió la amenaza del engrisamiento (2000: 4-6) sino que
el mero contraste entre las páginas de codificación cantométrica referidas a músicas tradicionales y a estilos planetizados muestra ese proceso con una contundencia feroz. La
diversidad anterior (en el orden de las decenas de miles), que justificara la implementación del método, ha sido reemplazada por unos pocos tipos estilísticos (acaso alrededor
78
de un centenar) con diferencias apenas cosméticas entre sí. Incluso los géneros híbridos
más aparentemente exóticos convergen día a día hacia esa forma arrolladora, encarnación
de la cultura global y de las constricciones del mercado, que sólo promueven todo lo que
sea más de lo mismo y que permiten que haya cambio en la superficie para que nada
cambie en lo profundo. Quienes se quejaban de la rigidez de la matriz de Lomax ante
ciertos estilos muy excepcionales ya no tienen motivo de queja: algunos perfiles cantométricos que antes eran raros no volverán a codificarse jamás. Por supuesto, la premisa
de las unidades culturales autocontenidas, separadas en el espacio e independientes en su
visión del mundo ya no puede sustentarse; hoy se da por sentado que las culturas no
pueden definirse en función de rasgos discretos y estables. Pero ya sea que se hable de
identidades en flujo o de ethnoscapes, todavía hay suficiente variedad de escenarios ahí
afuera para que la comparación no sólo sea posible, sino también urgentemente requerida.
Fuera del estado de los marcos comparativos particulares, resta imaginar qué puede suceder con la comparación en general de aquí en más. Por más que soy escéptico respecto
de que la comparación en etnomusicología pueda recuperar su estatuto, últimamente se
están pensando estas cuestiones en términos más “reflexivos”, en el mejor sentido que
podría tener una palabra tan desgastada. El etnomusicólogo Martin Clayton, de Manchester, por ejemplo escribe:
Una vez que el evolucionismo social colapsó, el estudio de la música en Occidente no
sintió la necesidad de una musicología comparativa y se pudo retirar a una instancia insular de la que todavía está emergiendo lentamente. … La musicología comparativa fue
gradualmente reemplazada por la etnomusicología, con sus metodologías antropológicas
y su desconfianza por los grandes esquemas comparativos. Mientras los musicólogos
comparativos más tempranos buscaban comparar diferentes estructuras musicales sobre
una base común, los etnomusicólogos posteriores trataron de reemplazar esto por otra visión, estructuralista en un sentido distinto, en el cual los principios estructurales de la música se relacionaban con los que se encontraban en otros dominios culturales. … [E]ncuentro dos dificultades en esto; (1) que la comparación es inevitable, y una retirada de la
comparación sólo resulta en comparaciones implícitas irracionales, y (2) que la estructura
en música es ella misma contingente, y es necesario que se la reconozca como un artefacto discursivo (Clayton 2003: 66).
Clayton invita a precisar el carácter construido de la estructura y a extender correlativamente una comparación que sabe inevitable hacia nuevos terrenos, que no serían sólo los
de la descripción musical; habría que pensar también en una comparación de una experiencia con otras, o una comparación de la forma en que habla un asistente a un recital
de Björk con la que se expresa un erudito en música clásica que analiza una sinfonía. El
punto no es que se necesite más comparación, o que haya que militar batiendo el parche
para que regrese; lo que se requiere es ser más consciente de lo que se compara y reflexionar sobre qué bases se hace la comparación (p. 67). Aunque todavía campea en estas
observaciones una cierta blandura posmoderna, no puedo menos que congeniar con esta
perspectiva.
79
3. Modelos estructuralistas, semiológicos y lingüísticos
El uso natural de los símbolos por parte de los humanos
es, como en el lenguaje mismo, siempre variado y creativo; cada performance es necesariamente un evento nuevo, pero también necesariamente una enunciación ordenada dentro de una forma prescripta y apropiada. La gramática transformacional, en la moderna lingüística antropológica, nos ha mostrado claramente en años recientes
la emergencia dinámica de nuevas frases en las regularidades rígidamente estructuradas de la expresión que
constituye los lenguajes particulares, donde la forma es
predecible por el analista pero las creaciones siempre
frescas de los hablantes no lo son. En la canción y en la
danza también, la forma y la creación se alternan.
CONRAD ARENSBERG en Lomax (2000: 304).
Hubo un momento, hacia la década de 1960, en el cual una parte significativa de la etnomusicología europea comenzó a acusar la influencia de las teorías lingüísticas, en particular saussureanas y fonológicas, popularizadas a través de artículos circunstanciales de
Roman Jakobson y de las elaboraciones antropológicas de Claude Lévi-Strauss. En la
misma época prospera, con centro en Francia, el semiologismo genérico de Roland Barthes, Julia Kristeva, Christian Metz, Tzvetan Todorov y el mitológico grupo Tel Quel,
dando cumplimiento a la profecía de Saussure, medio siglo anterior, que auguraba un lugar para una ciencia de los signos. Al menos una sistematización rigurosa y perdurable, la
del franco-lituano Algirdas Greimas [1917-1992], surgiría de todo esto. Unos cuantos
musicólogos europeos acogen esta clase de modelos en su disciplina, Jean Molino, Nicolas Ruwet y Jean-Jacques Nattiez en primer lugar; los dos últimos agregan elementos de
la lingüística distribucional del norteamericano Zellig Harris.
En Estados Unidos, mientras tanto, los desarrollos de la gramática generativa y de la fonología alimentarían un movimiento etnomusicológico inspirado en la lingüística que tendría su apogeo hacia la misma época. En antropología surge primero una etnografía del
habla, extendida luego a la etnografía de la comunicación de Dell Hymes; se inspiran asimismo en ideas lingüísticas la kinésica de Ray Birdwhistell y la proxémica de Edward T.
Hall, que estudian respectivamente el lenguaje de los gestos y el manejo del espacio próximo según las culturas. También se funda en Indiana un importante núcleo semiótico en
torno a Thomas Sebeok, recuperando la herencia de Charles Sanders Peirce y del maestro
de Sebeok, Charles Morris, y ampliando las atribuciones de la disciplina a todos los seres
vivientes. En el imaginario de ambas disciplinas, todo era “como un lenguaje”, todo era
signo en aquel entonces y la música no fue la excepción.
El auge de los modelos lingüísticos y semiológicos fue coetáneo de un poderoso movimiento intelectual (mucho más intenso en Europa que en América) que cabe identificar
con el estructuralismo. No me esforzaré por definirlo en términos epistemológicos precisos, pues la amplia variedad de sus manifestaciones dificultaría hacerlo. Alcanza con
identificar algunos de sus rasgos diagnósticos: la idea de sistema; la reticencia a adoptar
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la escala del actor, el individuo o el sujeto; la preferencia por las estructuras sincrónicas
en detrimento de la historia y de la sintaxis a expensas de la semántica; el postulado de un
nivel estructural abstracto, oculto a la conciencia e inmanente; la adopción de una perspectiva universal. Son los mismos principios que articulan gran parte de las teorías lingüísticas del siglo XX, desde Saussure hasta Chomsky inclusive, a despecho de que algunas de sus corrientes hayan adoptado modos de hablar propios del conductismo, el funcionalismo o la hermenéutica, o hayan implementado modelos heterogéneos, que van
desde los análisis distribucionales a las máquinas generativas. En este capítulo se tratarán
entonces, al lado de las teorías lingüísticas y semiológicas, algunas otras que no están exclusivamente ligadas a lenguajes o a signos, pero cuya calidad estructuralista es ostensible.
Es tiempo ahora de examinar toda esta visión. Que se hayan juntado aquí los modelos lingüísticos con los semiológicos (al lado de un discurso estructural sui generis) puede acarrear cierta confusión, y lo admito. La lingüística y la semiología son disciplinas de envergaduras y estilos muy disímiles. La primera ha sustanciado una cantidad de métodos
rigurosos y sobre todo replicables que la segunda conoce sólo ocasionalmente. Algunas
escuelas (el conductismo, por ejemplo) han elaborado técnicas (la segmentación fonológica o morfológica, los análisis distribucionales) que incluso las escuelas rivales utilizan,
lo cual sucede rara vez en ciencias humanas. La lingüística ha soportado la prueba del
modelado computacional y hasta ha prestado a la informática no pocos de sus fundamentos. Parece asimismo bastante más libre de las modas que han invadido a las ciencias
sociales y a las humanidades, como si tuviera una agenda separada o no se desvelara por
seducir a un lectorado intelectual. Por ello ha resultado relativamente inmune a las bogas
de la hermenéutica, la fenomenología, el posmodernismo, la new age y los estudios culturales, excepto en la periferia de la sociolingüística.
La semiología, en cambio, ha sucumbido a todos los amaneramientos de la segunda mitad
del siglo XX, incluso a los que, hacia fines del período, promulgaron la idea del descrédito de sus formas características de saber, sin que sirvieran de atenuante sus coqueteos
con el posestructuralismo o su adopción de una jerga deleuziana prohibitivamente difícil.
Aunque no faltará quien lo niegue (hay muchos hoosiers y peirceanos bravíos), hoy está
recluida, a la defensiva, tal vez en retirada, con sus mejores exponentes administrando
academias, dedicados a escribir novelas exitosas o moviendo los bártulos sigilosamente
hacia empresas más rentables como la crítica literaria, los estudios culturales o el análisis
del discurso.
Pero en los años 60 y 70 tuvo su edad de oro. Impuso por todas partes un semiologismo
intenso, una expansión de la idea de signo que ocasionó que tanto el estructuralismo de
Lévi-Strauss (inspirado en la lingüística) como la hermenéutica de Clifford Geertz (hostil
a ella) se definieran ambos como ciencias semiológicas y pretendieran abarcar a la antropología en esa definición. Muy rara vez se pudo demostrar que los signos (elementos
unitarios variadamente ligados a la significación) constituyeran genuinamente un sistema,
o que al menos sirvieran a un fin científico distinto al de indagar su propia taxonomía.
Nunca se supo cuáles elementos discretos podrían ser signos plausibles en cine, por ejemplo, o siquiera en música; pero eso no arredró a la semiótica. Su empecinamiento funcionó sólo hasta cierto punto: utilizada alguna vez por los estudios culturales de Stuart
Hall, éstos terminaron rompiendo el compromiso con ella; aliada a la lingüística y su
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logos en la imaginación agonística de Jacques Derrida, ocasionó que éste promoviera
contra ambas su deconstrucción. El resto es pos-historia.
Es imperativo abordar el tema de esta sección del libro sin proporcionar una introducción
a las disciplinas involucradas. Aunque lo hago día a día en clases de lingüística y semiótica, aquí no podría explicar quién es Trubetzkoy, qué es un fonema o qué es la dicotomía
emic/etic sin que las discusiones más delicadas se ahoguen en un pesado lastre pedagógico y pierdan así el foco, el timing y el filo que deben tener. El lector que por su orientación profesional no disponga de los elementos de juicio necesarios deberá recabarlos en
otra parte, preferentemente en los textos originales. Advierto entonces que lo que sigue
puede que no sea lectura fácil, pues se dan por sentados los contenidos de todas las escuelas y las incumbencias de dos de las especialidades humanas más complejas. La opción hubiera sido mantener el nivel de tratamiento introductorio que ha sido propio de estudios críticos ultrabreves como el de Steven Feld (1974) o Norma McLeod (1974); el
problema con este didactismo típicamente norteamericano es que trivializa el tópico de
discusión, vuela más bajo de lo que el lector especialista se merece y no permite que el
debate se establezca en el plano de complejidad que corresponde.
Antes de ir al grano aclaro también que no existen en rigor formas teóricas que sean propiamente lingüísticas o semiológicas. Lingüística y semiología son disciplinas plurales y
no especies unitarias de estrategia. Las teorías en estas disciplinas son de las mismas formas variadas que en cualquier otra y no suelen venir en estado puro. Malgrado sus terminologías divergentes y sus protestas en contrario, por ejemplo, tanto Chomsky como Jakobson, Saussure, Bloomfield y Zellig Harris son estructuralistas. Los dos últimos son
también conductistas; Jakobson es por momentos funcionalista. La pregunta de interés
teórico que corresponde hacerse en el examen que sigue no es tanto si los objetos de todas las disciplinas en cuestión son o no ontológicamente lenguajes o sistemas de signos,
sino si ellos presentan o no, epistemológicamente, las mismas clases de problemas.
A fin de evitar redundancias, se investigarán aquí tan sólo cinco asuntos: (1) la peculiar
musicología del rumano Constantin Brăiloiu, inscripta en un campo que es más folklórico
que antropológico pero que anuncia el estructuralismo por venir; (2) la semiología musical de Jean-Jacques Nattiez, él mismo un estudioso que ha publicado sensitivos análisis
de la obra de Brăiloiu y codificador del modelo más detallado de implementación de la
ciencia del signo en (etno)musicología; (3) la semiología musical del finlandés Eero Tarasti; (4) un cuadro sinóptico de las principales corrientes de la musicología semiológica
actual; y (5) un puñado de modelos etnomusicológicos norteamericanos inspirados en la
lingüística y sobre todo la crítica de ellos, que logró abortar el proyecto transdisciplinario
en cuestión antes que llegaran a constituirse escuelas importantes en torno suyo.
El estructuralismo precursor de Constantin Brăiloiu
Gilbert Rouget (1980) nos ha hecho notar las correspondencias que existen entre el pensamiento de Lévi-Strauss y el de Constantin Brăiloiu [1893-1958], un casi completo desconocido para la corriente principal de la etnomusicología. La obra de Brăiloiu fue traducida al inglés bastante tarde (1984) y la mayoría de sus artículos, extremadamente técnicos, permanecieron hasta hace muy poco sepultados en revistas rumanas de la época comunista, en medio de artículos de loas al campesinado, o en reportes confidenciales para
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cuya lectura había que ser miembro de alguna oscura institución. Desde ya, ninguno de
los padres fundadores de la antropología de la música ni de sus respectivos discípulos
norteamericanos e ingleses prestó demasiada atención a sus elaboraciones, que hoy, haciendo abstracción de su estilo ligeramente anticuado, se perciben complejas, arriesgadas
e iluminadoras.
Incluso Béla Bartók, no inclinado a prodigar elogios, consideraba ya en 1936 que Brăiloiu era “no sólo el investigador sobresaliente del folklore rumano, sino uno de los principales estudiosos de toda Europa”, cuyos métodos eran de una minuciosidad tal que rayaban en lo extremo (Bartók 1976: 20). Quien decía esto era él mismo un transcriptor
meticuloso, cuya abundancia de detalle muchos autores encuentran problemática (Nettl
1964: 41). Bartók también tomaba nota de los métodos analíticos de Brăiloiu, que incluían rica información contextual y caracterizaciones de sus informantes, con nombres y
apellidos y palabra por palabra. El ensayo de Bartók donde explica por qué recolectamos
música folklórica comienza con un expresivo epígrafe de Brăiloiu que reza así:
La melodía popular  no existe realmente sino en el momento en que se la canta o
ejecuta, y no vive sino merced a la voluntad de su intérprete y de la manera querida por
él. De este modo se confunden creación e interpretación  en una medida en que la
práctica musical fundada en la escritura o en la impresión ignora absolutamente (Brăiloiu
según Bartók 1976: 9).
Toda la obra de Brăiloiu se encuentra articulada por la convicción de que la música de
tradición oral se encuentra gobernada por un sistema, y que la tarea principal del etnomusicólogo es descifrarlo, lo cual sólo es posible si se cuenta con un método de análisis adecuado que él iría suministrando en partes, episódicamente, sin subrayados ni autorreferencias, como si fuera preciso desentrañarlo también. La producción de Brăiloiu no es
inmensa pero es de buen porte; sus textos sobre la transcripción “sinóptica” de la música
(“Esquisse d’une méthode de folklore musical”, 1931), el ritmo en las canciones infantiles (“Le rhythme infantin”, 1954), los sistemas pentatónicos (“Sur une mélodie russe”,
1953), el ritmo aksak y el verso en el canto popular rumano son documentos ejemplares
y, al menos en Europa, tuvieron una influencia considerable. Junto a un equipo de sociólogos, Brăiloiu realizó además extensos trabajos de campo en Rumania entre 1929 y
1932 que le sirvieron de base para la realización de un pequeño conjunto de estudios integrativos de envidiable perfección (cf. Rouget 1980).
Una vez abstraída de sus escritos la organización de su pensamiento, llaman la atención
las analogías que presentan las ideas de Brăiloiu con el estructuralismo lingüístico y antropológico. Gilbert Rouget, en el prólogo de sus obras completas, tuvo la idea luminosa
de señalar las similitudes entre Brăiloiu y Trubetzkoy: ambos crearon concepciones sistemáticas ajenas a la idea de proceso; si al segundo debemos nuestra comprensión del
sistema fonológico, al primero debemos el desvelamiento de diversos sistemas rítmicos y
tonales. También descubre Rouget las analogías entre Brăiloiu y Lévi-Strauss, en particular las que giran en torno del carácter anónimo de los cantos que, al igual que los mitos,
carecen de autor (Rouget en Brăiloiu 1973: xiii-xiv). Pero en Brăiloiu también están ausentes los gestos dudosos del antropólogo estructuralista, como tratar unidades a nivel de
frase cuando no se dispone del texto, buscar oposiciones binarias en el plano semántico,
definir conceptos lingüísticos que después no se utilizan, anunciar un objetivo y acometer
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otro, desplegar matematismos innecesarios y sobre todo refugiarse en una sincronía que
hace que toda diacronía devenga imposible (cf. Reynoso 1991b; 1998: 187-208).
Como sea, Brăiloiu fue virtualmente contemporáneo de Lévi-Strauss y como él libró intensas batallas contra el historicismo irreflexivo. Es seguro que ninguno de ellos leyó más
que una pequeña parte de la obra del otro, aunque se sabe que Lévi-Strauss consideraba a
Brăiloiu una de las personas más inteligentes que él había tenido oportunidad de conocer
(Aubert 2003). Jean-Jacques Nattiez (quien me proporciona el molde y las ideas iniciales
para explorar en mayor profundidad el conjunto de las analogías estructurales y lingüísticas) piensa que en algún sentido el pensamiento de Brăiloiu es ambiguo y hasta contradictorio en relación con la historia. En este sentido pienso que Brăiloiu difiere bastante de
Lévi-Strauss, quien la descartaba considerándola, en sus polémicas con Sartre, “una metafísica para modistillas”.
En contraste, Brăiloiu no es unilateral y si bien su indefinición lo hace ambivalente, le infunde también escasa propensión al choque de temperamentos. Nunca llega a repudiar la
historia como una construcción imaginaria o un acto de fe para idiotas. Por un lado, reconoce con frecuencia la antigüedad de los materiales que trata, según lo ha rastreado artesanalmente Nattiez. En referencia al betruf suizo, dice Brăiloiu: “este relato salmódico
llegado del fondo de los años”; sobre los celtas: “la música escocesa más antigua, hoy agonizante”; sobre los Tuareg: “sistemas [de cuatro sonidos] que deben considerarse muy
arcaicos”; sobre la doina de Drăguş: “pertenece a un estrato muy antiguo de la música
paisana del país”; y sobre la extraña polifonía de Córcega: “Se observa claramente que
varias grandes corrientes, de edad y origen diverso, se encontraron sobre este territorio
exiguo” (Nattiez 1995). En cada instancia la historia es para Brăiloiu mucho menos acontecimiento que temporalidad; se trata de una temporalidad expresada analógicamente en
términos de fondos, sedimentos, flujos, profundidades; está latente en todo fenómeno y
siempre es problemática. El mismo Brăiloiu suministró a su compatriota Mircea Eliade
(1998: 4, 51) un testimonio de un evento histórico recogido en campaña que se convirtió
en mito, ilustrando una transición entre lo contingente y lo arquetípico, y reenviando un
suceso reciente a un pasado inmemorial.
Pero por más fascinantes que sean las sugerencias históricas y su estratigrafía, Brăiloiu
desautoriza la búsqueda de los orígenes, pues no deben plantearse problemas imposibles.
Su colega folklorólogo Béla Bartók había sido igualmente escéptico respecto de poder localizar alguna vez los orígenes de un género o de una pieza, o de poder argumentar con
seriedad sobre los orígenes de la música en sí (Bartók 1976: 321). Como se ha visto en el
primer volumen, la búsqueda de la génesis fue un tópico favorito de la musicología evolucionista. Aunque esa epopeya había otorgado a la investigación folklórica erudita parte
de su atractivo literario ante el público, en tiempos de Brăiloiu el estado de arte de la
ciencia aconsejaba desecharla.
Un poco de contexto no viene mal: cuando Brăiloiu comenzó sus investigaciones, la musicología comparada comenzaba a dejar atrás su fase diacrónica, pero el historicismo aún
gozaba predicamento. Aún cuando la antigüedad lo maravillara, Brăiloiu no podía menos
que ser receloso del diacronismo desmedido, incontinente, propio de la Kulturkreislehre
y de los teóricos de Berlín y Köln como Hornbostel, Sachs, Danckert o Schneider, a
quienes Brăiloiu llamaba “profetas del nuevo evangelio” (1984: 97). En un ensayo de
1949 Brăiloiu escribe:
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Todavía no ha llegado la hora de atribuir con autoridad, y disimulando la fragilidad de
nuestros conocimientos tras una terminología coriácea, tal elemento musical a tal raza,
“círculo cultural” o “clima” (1973: 325).
Hasta sus últimos años, se siguió oponiendo a la tesis difusionista de una fuente única para todas las culturas, a las epopeyas conjeturales que hablaban de migraciones o náufragos perdidos, a las hipótesis de contactos y a la agrupación de todas las manifestaciones
culturales en ciclos, que a la larga siempre degeneraban en etapas de una progresión jerárquica que los alemanes se afanaron en establecer “con urgencia” (1969: 195-196).
También lo sublevaban las especulaciones (el círculo de quintas, la nota primordial) y los
razonamientos por analogía que eran tan comunes en la escuela alemana y que hemos
encontrado proliferando en la musicología africanista, o dando forma a las correspondencias de John Blacking entre las estructuras de la música y las de la sociedad:
Una clasificación por estados de desarrollo recurría imperiosamente a un patrón de primitivismo, y se creyó encontrarlo en un silogismo. La “estrechez de la conciencia” del primitivo tendría como corolario material la estrechez de su canto, cuya amplitud no excede
el escalonamiento de algunos sonidos contiguos. Paralelismo que, por desdicha, asimila
con muy poco cuidado una metáfora a una propiedad concreta (Brăiloiu 1969: 197).
Aquí el análisis crítico de Brăiloiu no encuentra un lado bueno. Él nunca habría aprobado, por ejemplo, los desbordes interpretativos que llevan hoy en día a explicar la alternancia de la escala de las flautas de Pan andinas en pares de instrumentos como proyección del “dualismo” propio de la cosmovisión andina (Baumann 1996; Sánchez Canedo
1996); la misma división de la escala musical en esa clase de instrumentos (y no en otras)
se manifiesta en sociedades asiáticas y oceánicas que no comparten esa cosmología. El
escepticismo de Brăiloiu ante las metáforas de homología prefigura el idéntico desdén de
Nattiez (1975: 414) por los paralelismos expeditivos de la sociología musical.
Nada exasperaba tanto a Brăiloiu, sin embargo, como las especulaciones prehistóricas:
“Se ha hablado demasiado ligeramente, en el presente, de músicas neolíticas y de la edad
de bronce” (1969: 198, 175; 1973: 128). Pero no era inusual que en un mismo artículo
mezclara críticas con referencias positivas. Como lo hace notar Nattiez, Brăiloiu poseía
una desenvoltura retórica capaz de criticar sin ofender, recubriendo un ataque con ligeros
cumplidos o con muy leve ironía. Esa capacidad señala a un polemista nato, capaz de regular sus energías y de buscar el mejor ángulo para asestar el golpe sin parecer brutal. Jamás la crítica de Brăiloiu erra el blanco, aduce una razón inconvincente, trasluce una epistemología precaria o es una excusa para connotar su superioridad; invito a comparar su
estilo crítico con el de Steven Feld en el apartado siguiente al próximo, para apreciar dos
formas contrapuestas de entender el debate.
Aunque Brăiloiu no estaba desesperado por amonestar a sus pares, algunos argumentos
suyos que parecen neutros se pueden leer como sarcasmos si se presta atención a la manera que suena la yuxtaposición de evidencia, una fórmula de enumeración abrumadora
que despierta en mí una cuerda resonante. A Walther Hensel, por ejemplo, quien creía
que cierto esquema rítmico de los cantos infantiles alemanes contemporáneos era una
“herencia de los tiempos paleogermánicos” [Erbstück aus urgermanischer Zeit], Brăiloiu
le responde que esos ritmos son comunes a los holandeses, a los finlandeses (que no son
germánicos) y también a los franceses, italianos, rumanos, ingleses, españoles y esquimales (1984: 36, 207).
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La misma táctica emplea en su crítica de 1949 a la explicación del jodel alpino propuesta
por Hornbostel y Gassmann (Brăiloiu 1973: 55-60). Hornbostel creía que el jodel era un
intento humano de imitar el “Fa natural” del corno alpino o de la chirimía y de ese modo
comunicarse en las montañas. El folklorólogo suizo Alfred Leon Gassmann [1876-1962]
iba más lejos con su teoría de la “silueta de horizontes”, bien conocida por los expertos
del género: la nota grave del jodel se puede pensar como un valle alpino, la transición
hacia la nota alta como el escalamiento de una ladera y la nota aguda como una cumbre
elevada; el perfil de una melodía de jodel podía superponerse congruentemente con la
imagen de una cadena de montañas, decía. La refutación de Brăiloiu de esta fantasía orográfica es una puesta en duda deliciosamente irónica: hay jodel entre los pigmeos; donde ellos viven no hay montañas, no hay cornos alpinos, ni instrumentos, ni siquiera eco.
El párrafo conclusivo de su ensayo merece citarse:
Pero ahora una misión científica francesa ha traído al Musée de l’Homme desde el Congo
Central un jodel bien caracterizado que quizá decida a los contradictores. Es un encantamiento para los que cazan con redes, cantado en la profundidad de la selva ecuatorial por
una mujer pigmea. Un hallazgo espléndido, más aún porque los pigmeos son cazadores y
no pastores, y no poseen ningún instrumento musical. De este modo, todo lo que resta es
la función mágica de una larga canción en falsete, de la que sin duda los etnógrafos nos
dirán un día las razones. A la luz de nuestro nuevo conocimiento, surge la oportunidad de
someter la teoría de von Hornbostel a una cuidadosa revisión con el objeto de conservar
lo que quede de valioso de la visión de una mente tan original, cuyos mismos errores han
contribuido tanto al progreso de la ciencia (1984: 112).
En su primer texto publicado en 1928 Brăiloiu preanuncia su código de prudencia metodológica, reminiscente del canon de la escuela neogramática en la que se había formado
Saussure. “Nunca seremos lo bastante prudentes al tratar de generalizaciones y no basaremos nuestras conclusiones más que en hechos numerosos y rigurosamente verificados”
(1979: 91). Pero al lado de esa mesura que acaso podría leerse como un análogo de los
criterios histórico-culturales de forma y cantidad, hay un aspecto de la teoría difusionista,
de la geografía musical y de la “ley de difusión” de Clark Wissler que Brăiloiu conservó:
la idea de que los rasgos culturales más antiguos de una área determinada se encuentran
en la zona más alejada de su centro de difusión (cf. Wissler 1926: 183; Sachs 1940: 62;
Szabolcsi 1959: 313). La referencia aparece al menos en dos ocasiones, encontradas una
vez más por Nattiez: una a propósito de Austria, “una de esas zonas de ‘recesión’ donde a
menudo se ve sobrevivir tradiciones ya desaparecidas en otros lugares”, y otra aludiendo
a los alemanes, cuyo “carácter se ha mantenido mejor en la periferia del territorio nacional y en los islotes lingüísticos de otros lugares que en el propio interior del país”. Aunque Brăiloiu evita enredarse en reconstrucciones históricas más allá de esas pocas constataciones, esporádicamente se muestra sensible a los indicios que ha dejado el pasado, a
lo lejos que podría remontarse, a la rareza de sus signos; pero siempre subraya que “los
métodos históricos no son aptos para la exploración de lo intemporal” (1973: 127; 1984:
93), lo cual una vez más remite a Saussure, a quien él no menciona nunca pero cuyas
obras sin duda leyó cuando se trasladó a Suiza.
El húngaro Bence Szabolcsi [1899-1973] alumno de Zoltán Kodály, biógrafo de Béla
Bartók e investigador del folklore húngaro, había construido una teoría de la distribución
mundial de las músicas como apéndice de su historia de la melodía, desde los contextos
etnográficos a la tradición clásica europea. Predominantemente geográfico, el análisis de
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Szabolcsi concluye que (1) la vida musical está estrechamente ligada a las divisiones naturales de la tierra; (2) las áreas aisladas o “cerradas” preservan los viejos estilos, mientras que las áreas abiertas favorecen el cambio y el intercambio, habilitando el escenario
para el desenvolvimiento de los sistemas clásicos o cultivados; (3) el centro de cada área
estandariza y unifica los materiales, en tanto que la periferia admite y preserva la diversidad; (4) la difusión de los estilos a partir de un centro es el proceso regular característico
en la historia de la música; cuanto más antiguo es un estilo musical, más difundido deviene; (5) la unidad de los estilos folklóricos a través de las regiones es evidencia de los
contactos interculturales más antiguos (Szabolcsi 1959: 313). Las cinco conclusiones de
Szabolcsi, a excepción de la primera, formaban parte del conjunto de supuestos de casi
todos los folkloristas, Brăiloiu incluido.
Pero Brăiloiu sobresale más bien como el primer gran sistematizador de la sincronía. Nattiez sugiere, como ya he dicho, una comparación con Saussure, quien, al igual que Brăiloiu, introdujo la separación radical entre una aprehensión sincrónica de los hechos lingüísticos y las aproximaciones diacrónicas, a pesar de haber tenido comercio con las
grandes escalas temporales (alusiones a indoeuropeos inclusive) cuando militaba en las
filas de los neogramáticos como el único exponente de la escuela de quien hoy se recuerda el nombre. Brăiloiu, lo mismo que Saussure, substituye la indagación histórica por la
exploración sistemática, análoga a la de estructuralistas posteriores como Roman Jakobson, Claude Lévi-Strauss o incluso Noam Chomsky. Opuestos al particularismo, todos estos pensadores buscaron sus universales evitando toda discusión contingente a la cultura
local, al momento histórico, a la casualidad, a la influencia exterior o a la iniciativa del
sujeto.
Particularmente significativa es la ontología que Brăiloiu sostiene a fines de los años 50
para la música de tradición oral, que Nattiez encuentra parecida a la noción lévistraussiana del mito sin autor. Hay algo de anónimo en el mito, mientras que hay algo de individual o personalizado en el canto. En nuestra cultura no se concibe la música sin autor,
pero ¿cuál es el caso en la tradición oral? A propósito de la pregunta de si existe el compositor de una canción popular, Brăiloiu considera que la idea de que “[t]oda canción ...
tiene su autor y, consecuentemente, un lugar de nacimiento y una fecha” (1973: 139) es
una creencia emanada de la doctrina de los bienes caídos. Advierte asimismo que “nunca
hemos podido sorprender a una persona iletrada en el acto de creación” (1984: 103). En
los registros fonográficos de Brăiloiu hay siempre datos de intérprete, rara vez de autor.
Basándose en su experiencia de campaña, él muestra que los testimonios obtenidos sobre
la autoría son contradictorios: hay una “proliferación excesiva del número de autores”
(1973: 143-144). El problema no es que no haya compositores, sino que los que reclaman
serlo son tantos que los nombres no son significativos, por más que en nuestra sociedad
lo sean. Como las evidencias de autoría tampoco son abrumadoras, Brăiloiu se cuida de
ennoblecer como hechos posibles mixtificaciones.
Descartado el protagonista individual, Brăiloiu, quien como buen estructuralista se niega
a sobredimensionar la agencia de un sujeto, homologa la idea de creación colectiva. Esta
noción no sería sorprendente para Africa, pero sí lo es para Europa. Él la hace suya, a pesar de ser consciente que epistemológicamente es una concepción resbaladiza; lo expresa
87
en una frase con reminiscencias de Sherlock Holmes7, que está a punto de violar sus propios mandatos de prudencia:
Lo incomprendido no es irrevocablemente incomprensible, ni lo inimaginable forzosamente imposible. Por el contrario, la cantidad de fenómenos naturales que hemos llegado
a comprender se ha acrecentado vertiginosamente. ¿Podría ser la canción colectiva uno
de estos fenómenos naturales? (1973: 140).
Hay entonces un sustrato primario que Brăiloiu, lo mismo que Bartók, naturaliza como
un factor universal en la cultura, y que es precondición de la creación particular: “Los sistemas no tienen autor alguno y no pueden tenerlo; solamente proporcionan los materiales
para una creación” (1973: 145). Nada hay más estructuralista que eso. Los sistemas, se
argumentaría años más tarde, han sido construidos socialmente, como la langue en Saussure. Como diría éste, un hecho circunstancial de habla no conduce a una regla permanente de la lengua. Buscar al autor individual no es provechoso, y aún en caso que lo sea
agrega muy poco y es anecdótico en lo que concierne a la comprensión del sistema. Esa
búsqueda no es necesaria porque no existe nada que se parezca a la creación integral de
una pieza: “Nunca recogemos una canción sino una variante solamente” (Brăiloiu 1979:
84). Eso equivale a decir que, eliminada la posibilidad de dar con una versión “original”,
todas las realizaciones individuales de un patrón melódico son igualmente verdaderas y
tienen el mismo valor, como las distintas variantes del mito en Lévi-Strauss.
Esta idea se concreta en lo que Brăiloiu llama freudianamente la “pulsión (o instinto, o
impulso) de variación” [Variationstrieb]. No es éste el nombre de un simple frenesí por
variar, una característica curiosa de las músicas orales, sino que es la consecuencia necesaria de la falta de un modelo normativo abstracto y de un registro de notación escrita;
la creación sobreviene tomando algo que ya existe y cambiándolo a través de la ejecución
(1973: 142). Las piezas musicales se actualizan cuando se ejecutan, y al mismo tiempo
inevitablemente varían cuando esto se hace. Contra lo que la intuición dicta, no existe,
por lo tanto, una “obra” propiamente dicha. En todos estos razonamientos se refleja una
concepción perteneciente al fondo común de los estudiosos del folklore europeo; pues
Bartók, por ejemplo, llegaba a escribir en 1929 en el mismo tono taxativo que “[p]uede
decirse con absoluta decisividad que una melodía que no posee variantes ni base en otra
melodía similar no puede considerarse música folklórica real calificada para el estudio
científico” (Bartók 1976: 4).
Aunque nunca falta quien quiera poner en cuestión o relativizar innecesariamente un hecho bien establecido, hoy en día se sabe muy bien que creación colectiva, carácter anónimo, oralidad y variación siempre van juntos. Escribe, por ejemplo, una estudiosa de los
corridos del sur de México:
[E]n la tradición oral el canto se caracteriza por su apropiación colectiva (y, por lo tanto,
anónima) y por la pluralidad de sus versiones a lo largo del tiempo y en diferentes espacios. En la tradición escrita la autoría singular adquiere papel dominante, y la versión
tiende a ser única y sin variantes, conforme a un original (Héau 2001: 30).
7
“[W]hen you have excluded the impossible, whatever remains, however improbable, must be the
truth” (Arthur Conan Doyle, The Adventure of the Beryl Coronet, 1892).
88
Hay entonces una “intemporalidad de las creaciones llamadas primitivas” (Brăiloiu 1973:
143); no se puede datar el origen, que es desconocido, ni los cambios, que son graduales
(Nattiez 1995). Pero hay un impulso a variar que ha de ser el motor del cambio. Muchas
variaciones no quedarán cristalizadas para servir de nuevo modelo sistemático en el futuro. Y lo más importante: si el cambio excede cierto grado habrá un cambio de naturaleza:
“Pasando a las variaciones colectivas, llegaremos a la pregunta esencial sobre la creación
popular … ¿En qué punto cesan las variantes y dónde comienza un nuevo tipo melódico?” (Brăiloiu 1979: 83). El problema es más difícil en música que en fonología y aún no
ha sido resuelto, a pesar de los esfuerzos de James Cowdery o de David Osmond-Smith.
Brăiloiu registra la existencia de un punto de pasaje, una transición de fase, pero (señala
Nattiez) no profundiza en el asunto, como si con el registro de esas intuiciones se agotara
todo lo que es posible hacer.
Pero este posible es mucho; en mis propias investigaciones sobre la música pos-colonial
africana, me ha servido para pensar en qué punto un patrón de highlife como “Yaa Amponsah” deja de serlo para convertirse en otra pieza del estilo (“Plane fare”, “Bonsue”,
“Ma mere beba”, “Monkey Yanga”, “Leribe”…), pasando por sus manifestaciones intermedias más o menos lejanas. Una serie semejante ilustra elocuentemente un Variationstrieb al que se le puede poner un nombre menos pulsional y freudiano que el que le puso
Brăiloiu si es que ello ofende, pero que sin duda es un principio activo en la formación de
repertorios. En suma, a despecho de su jerga rara, Brăiloiu, más que Lévi-Strauss, ha enseñado cómo es que se puede escuchar estructuralmente, preguntándose uno en qué medida algo nuevo que se escucha es una variante de algo que ya se conoce. ¿En qué punto la
variante deja de serlo? Acaso sea ésta la clave heurística y comparativa para delimitar lo
que llamamos un género dentro de un estilo, así como para comenzar a comprender los
requisitos de aceptabilidad cultural de un ejemplar.
Lo que Brăiloiu buscaba era lo que hoy denominamos universales, o casi-universales: el
pentatonismo, el ritmo infantil, el tempo giusto silábico de dos tiempos, el ritmo aksak.
No es que sean universales realmente, pero se encuentran en zonas distantes que no han
podido tener contacto entre ellas. Las grabaciones nos proporcionan la prueba sonora y
definen un problema a resolver, planteado en términos que prefiguran ideas de Kolinski o
de Lerdahl y Jackendoff:
Lentamente y al precio de muchas penas, su comparación a escala global descubre uno u
otro de los Naturgesetze ocultos en los fenómenos que engendran  [ellos están] enraizados en la constitución psicofísica del hombre y nos llevan hacia una edad ‘anti-histórica’ de la música (1973: 131).
La explicación no recurre a una mística simbolista como en Marius Schneider, sino a un
naturalismo que vuelve a anticiparse a Nattiez (1990) y a Blacking. Acaso un método como el de Lomax podría aportar algún elemento de juicio sobre la correlación entre esas
afloraciones que salpican el mapa y algún factor sociocultural, si es que a alguien le interesa todavía plantear una hipótesis semejante.
Hay entonces un océano de diferencia entre lo que Brăiloiu promueve y las ideas con las
que se contentaba la epistemología que él había heredado. En primer lugar, él se opone al
etnocentrismo consciente o inconsciente de la musicología comparada berlinesa, la cual
sostenía por ejemplo que “[u]n ritmo insólito no podía ser sino una expoliación imprevista del nuestro; una serie de sonidos todavía desconocidos no serían más que una defor89
mación o un presagio de las series que nosotros ya hemos vivido” (1973: 125). También
se resiste a la visión finalista y jerarquizante de la historia musical, que debía culminar en
la música culta europea, sea por el camino de las etapas evolutivas o a través del escalafón de los ciclos culturales. A su juicio, el nacionalista musical Hugo Riemann intentaba
ver en el pentatonismo una prefiguración del modo mayor contemporáneo.  Para conseguirlo, ha sido necesario, tras una petición de principio arbitrario, la omisión voluntaria
de todo aquello que, en lo concreto, podía dificultar una argumentación guiada hacia un
objetivo preestablecido (Brăiloiu 1973: 320).
Escondida en esta argumentación elegante está la huella de una batalla ideológica: aunque no fuera un militante comunista ejemplar ni nada parecido, Brăiloiu siempre alimentó
una pizca de anti-germanismo. En este sentido, las teorías armónicas de Hugo Riemann
[1849-1919], que culminaron en su Vereinfachte Harmonielehre de 1893, coincidían con
uno de esos incrementos periódicos de discurso nacionalista germánico que condujeron a
lo que todos sabemos. El intervalo de tercera mayor, decía Riemann, aunque se postulaba
universal, se encontraba particularmente “en casa” entre los alemanes, lo mismo que el
principio de Tonalität. En el genio de la raza germánica, en lo que a música concierne, se
encontraba el germen de la civilización. En contra de esta clase de argumentos, en absoluto inofensivos o neutralmente científicos, es que Brăiloiu aplica la fuerza y la argucia
de sus mejores ironías (1973: 96).
Si hay algo que Brăiloiu nunca hizo, ello fue suscribir a una filosofía teleológica, en la
cual la trayectoria hacia la complejidad de los sistemas estuviera signada de antemano. Su
estudio de los sistemas tritónico, tetratónico y pentatónico no sugiere que esos sistemas
hayan sido consecutivos; la existencia de esa cardinalidad se da por sentada sin que haya
necesidad de pensar en progresos o en pérdidas. La misma idea se encuentra, por otra
parte, en la idea de pancronía de Roman Jakobson: hay sistemas (fonológicos) de diversa
cardinalidad; los más amplios contienen a los más escuetos no porque éstos fueran la raíz
de aquéllos sino porque todos son sistemáticos conforme a los mismos principios; cuando
se adquieren ontogenéticamente se lo hace en un orden que está universalmente establecido y cuando se pierden debido a un trastorno progresivo se recorre el camino inverso,
preservando en cada etapa su sistematicidad; pero hasta ahí se puede llegar en términos
de lo que es posible pensar sistemáticamente.
No por ello Brăiloiu reniega de las metodologías comparativas. Lejos de eso, Brăiloiu
ilustraría la actuación de la Variationstrieb elaborando un método específico que luego
sería imitado en toda la semiología musical: está constituido por tablas sinópticas que
reagrupan las diferentes versiones de un misma pieza, tomando como punto de referencia
una versión adecuada (pero no especial), transcripta en forma completa en la primera
línea (Figura 3.1). En las líneas siguientes, sólo se anota lo que varía musicalmente bajo
la fórmula inicial; las variaciones rítmicas se anotan, cada una en su lugar, sólo mediante
signos de duración. Brăiloiu presenta este método en su Esquisse de 1931 (1984: 59-85),
unos pocos años antes que los métodos de conmutación de la fonología fueran plenamente elaborados. Se puede apreciar el trabajo del instinto de variación a simple vista, dice,
contemplando su impacto en las fórmulas de cada línea e interpretando los espacios en
blanco como las frases que dejó invariantes (p. 74). También se visualizan con facilidad
las inflexiones más susceptibles al cambio. La similitud entre las tablas de Brăiloiu y el
más tardío tablero paradigmático de Lévi-Strauss es inquietante, pero aquéllas preservan
90
intacta la dimensión sintagmática y consideran varios ejemplares a la vez, mostrando el
sistema en acción.
Figura 3.1 – Tablero sinóptico de un lamento fúnebre transilvano (basado en Brăiloiu 1984: 72)
Lejos de ser un concepto psicologizante, la pulsión de variación es una idea estructural
que reenvía a la naturaleza, por cuanto procede de la biología de Ernst Haeckel [18341919], quien había encontrado en las variaciones de diseño de (pongamos) las alas de mariposa la misma dinámica estructural y la misma diversidad de paisaje epigenético que
Brăiloiu encontraría en el canto popular. La noción de Variationstrieb, casi con seguridad
tomada de (o emparentada con) la “fuerza de variación instintiva” de Bartók (1976: 4,
321), permite reconocer la realidad del cambio sin necesidad de una investigación
histórica. En este sentido, la idea de variación se asemeja al concepto de transformación
de Lévi-Strauss, que éste usa como sustitutiva de la búsqueda del fundamento etiológico
de los mitos aunque a veces, como en el análisis del mito de Edipo, cae en la trampa de la
explicación genética: “en esa época los griegos aún creían...”.
Pero el concepto de variación es más apto en música que el de transformación, inspirado
en la lingüística. Simha Arom (1985a: 164), quien tomó la idea de variación de Brăiloiu,
dice que prefiere ese término porque al no haber límite a una transformación el problema
de cuándo una unidad deja de ser variación de otra deviene intratable. Nattiez (1993: 256)
considera que ambas palabras significan lo mismo, pero yo encuentro que Arom y Brăiloiu tenían razón: una transformación puede ser muy radical (elisión, interpolación, sustitución, desplazamiento, contracción); una variación, en cambio, preserva la estructura. Se
puede reconocer el modelo en cada instancia. Los tableros sinópticos muestran que la
pulsión de variación no pone en crisis al sistema, porque ella se desenvuelve en su interior.
En el otro extremo del registro, las elaboraciones totalizadoras de Brăiloiu, como su célebre monografía que abarca la vida musical total de la aldea de Drăguş en Transilvania,
91
ahondando en las complejidades performativas de la comunidad (1960), anticipan los métodos y los objetivos de la antropología de la música de la vertiente contextualista. En el
primer volumen de este libro leímos que Anthony Seeger articulaba su programa de trabajo de campo en base a siete preguntas: ¿Qué? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Quién? ¿A
quién? y ¿Por qué? (Seeger 1987: 138). Cincuenta y seis años antes Brăiloiu había formulado casi el mismo programa:
Basándonos en la experiencia ganada en el campo, establecimos seis divisiones, que es el
número de problemas considerados más importantes: Repertorio; Ritual, Ocasiones; Técnica y terminología; Estética; Circulación; Creación. En otras palabras, uno trata de contestar las siguientes preguntas: ¿Qué canta uno? ¿Cuándo y dónde canta uno? ¿Cómo
canta uno? ¿Por qué canta uno como lo hace? ¿De dónde vienen las canciones? ¿Cómo es
que las canciones llegan a ser? (Brăiloiu 1984 [1931]: 81).
La semejanza entre su planteo y el de Seeger (quien no menciona a Brăiloiu) es sorprendente y alcanzaría para poner en duda el estereotipo que alimentaban los contextualistas
americanos sobre la musicología europea, de la cual decían que sólo se ocupaba de la música como manifestación sonora. Es una pena que la ocurrencia de Seeger fuera aplaudida
por su originalidad sin que nadie se enterara que Brăiloiu había pensado lo mismo dos
generaciones antes. Pero los métodos de Brăiloiu, los analíticos y estructuralistas igual
que los contextuales y narrativos, nunca han ido acompañados de una exaltación ni siquiera implícita de su propio valor.
Nattiez ha señalado que Brăiloiu, junto a otros estructuralistas, se consagraba a la búsqueda de las “primitivas”; pero no de las culturas rudimentarias, sino de los elementos formales primarios de un sistema, esas raíces primordiales que en alemán se denotan con el
prefijo Ur-. Una vez más hay un reflejo de la estética primitivista de Bartók en ese pensamiento. Igual que éste, Brăiloiu tenía en alta estima lo arcaico y lo puro, como cuando estipulaba que los archivos por él fundados no debían conservar sino “los documentos más
estrictamente científicos de la música popular que no hayan sufrido ninguna clase de alteración” (Aubert 2003). Sucede como si sólo lo incontaminado pudiera allanar el camino
hacia las raíces y las causas y ser por tanto objeto de pleno tratamiento científico.
Pero aún cuando hoy se sabe que en un planeta redondo y conexo toda música es híbrida,
esos primitivos o arquetipos preanunciaban una vez más ulteriores desarrollos de la disciplina; James Cowdery y Simha Arom adoptaron conceptos sistemáticos parecidos, ya sin
romanticismo, tomados directamente de las manos de Brăiloiu; Arom los llamaría “modelos”, palabra de resonancias lévistraussianas que aparece en Brăiloiu al menos desde
1954. Otros autores (A. M. Jones, Robert Kauffman, Cynthia Schmidt, Veit Erlmann, James Koetting, Larry Godsey, David Locke) hablarían de “formas básicas”, “arquetipos”,
“estructuras de base”, “diseños básicos”, “patrones nucleares” [core] o “estructuras profundas”, implicando un pequeño número de modelos transformados de muchas maneras
distintas (Arom 1984; Agawu 1990: 221).
No por apreciar lo arcaico Brăiloiu niega la historia. Pero su historia no es accidente; por
el contrario, su modelo destaca en los acontecimientos un orden de realidad susceptible
de una explicación sistemática. Igual que en Saussure, decidir qué es lo más importante
no admite componendas: lo sincrónico es primero. Lo diacrónico se deriva de lo sincrónico, no al revés: se pasa de un estado estable a otro mediante el cambio de valores de
una propiedad constituyente del sistema. Lo mismo que en la teoría de los cambios fo92
nológicos del modelo funcional de Martinet, o que en los modelos de procesos de la
teoría de la complejidad, la causa del cambio siempre es interna al sistema. Nunca se verá
a Brăiloiu cayendo en la vulgaridad de una explicación que recurra a un factor exógeno;
todo sistema impone una clausura.
La organización de este sistema se asemeja a la del modelo fonológico de Roman Jakobson. Éste había propuesto una serie universal de once (o doce, o quince) rasgos fonológicos trivaluados como matriz de todos los sistemas fonológicos posibles; Brăiloiu construye una combinatoria de los posibles elementos primitivos y luego examina “en qué
medida la música viviente explota esos medios” (Jakobson y otros 1953: 37; Brăiloiu
1984: 138, 139-167). La analogía que Roman Jakobson estableció entre sus tablas fonológicas y la clasificación de los elementos químicos de Mendeleiev podría extenderse a los
análisis rítmicos de Brăiloiu, a su vez análogos a los que Lazarus Ekwueme aplicara a los
ritmos de África, tomando como base las ideas de Schenker. En todos estos sentidos,
Brăiloiu se anticipa a la analítica comparada de Mieczysław Kolinski, Charles Adams y
Martin Clayton, que se han revisado en el capítulo de las etnomusicologías comparativas,
así como a los métodos inspirados en la lingüística del primer Bruno Nettl (1958a).
Dice Nattiez que el análisis de Brăiloiu del ritmo infantil recuerda irresistiblemente a la
gramática generativa, y es verdad: al igual que Chomsky, Brăiloiu identifica una base (la
“estructura profunda”) de la cual los ritmos “de superficie” (aquellos observables y manifiestos) se derivan por transformación (o variación). Esto también podría expresarse, desde ya, en nomenclatura schenkeriana. Para Schenker, el concepto de estructura en gran
escala se describe en términos de una Urlinie (línea melódica fundamental), un Ursatz
(composición fundamental) y diversos Schichten (niveles estructurales: profundo, medio
y de superficie). Los cinco principios rítmicos básicos constituyen los rasgos universales
de la rítmica infantil, y al igual que los universales de Chomsky se sitúan en la estructura
profunda. Pero (nunca se insistirá demasiado en ello) como en la analítica de Keller o de
Schenker, la terminología y el método de Brăiloiu no son lingüísticos sino musicológicos.
Señalo además que es al primer Chomsky, al más estructuralista, a quien Brăiloiu se asemeja más.
Así como el sincronismo de Brăiloiu admite la historia, su universalismo establece una
heurística que jamás aplasta la singularidad. En su sistematización del ritmo, él prefigura
a un schenkeriano insigne de nuestros días, Kofi Agawu; este último dice que se necesitarán centenares de estudios etnográficos para comprender la forma en que las diversas lenguas africanas negocian su influencia sobre los contornos melódicos (Agawu 2003a: 3);
medio siglo antes, en 1954, Brăiloiu había escrito: “Resta por ver de qué manera los lenguajes más diversos se las arreglan para adaptarse a esta inflexibilidad de las reglas [musicales]; debe repetirse que esto sólo se puede hacer mediante una colaboración de investigadores tan numerosos como las lenguas mismas” (1984: 238).
Pero así como muchas de sus intuiciones suenan contemporáneas, la noción de creación
colectiva no se concilia fácilmente con nuestros tiempos, que se resisten a colectivizar la
agencia y que, Galaxia Gutenberg mediante, encuentran difícil pensar cuál podría ser la
lógica de una oralidad carente de escritura. El propio Nattiez (1995), sin duda basado en
una modesta experiencia de campo, cree que es posible recuperar los nombres de los autores o las circunstancias de una composición en ciertos casos, como si los nativos estuvieran esperando que llegue un antropólogo de campaña para registrar el dato. Brăiloiu
93
no lo creía así y por eso recurrió al concepto jungiano de “inconsciente colectivo”, que
por entonces estaba tan en boga que nadie se molestaba en discutirlo. Lo usó de una manera genérica, sin arquetipos simbólicos, sin mandalas, sin svástikas, seducido por la connotación inmediata de las palabras antes que por su significado teórico original.
Para algunos, la idea de creación colectiva se volvería más aceptable si se la sustituye por
la de construcción social. Así como Saussure subordinaba el sujeto a la sociedad, situando la lingüística en el seno de una psicología social, Brăiloiu posicionaba el estudio
del folklore musical en la sociología, pero lo hacía con precaución. Nunca hubiera suscripto un contextualismo que desterrara el análisis. Esta frase, aunque suena algo críptica,
aclara, en una segunda lectura, su concepción del tratamiento del contexto:
La “sociedad” que esta ciencia está estudiando es meramente la vida humana en su más
amplio sentido, y la sociología se aplica precisamente al estudio de esta vida, de todas sus
condiciones y manifestaciones. Esas ciencias que aspiran sólo a estudiar una de esas condiciones o manifestaciones tienen gran dificultad en escoger sus métodos: si esos métodos son muy limitados, muchos caminos al conocimiento se cierran; si son muy amplios,
flirteando demasiado tiempo en el examen de problemas excéntricos, las ciencias arriesgan su aniquilación por pura y simple reabsorción en la sociología (1970: 389).
En otras palabras: si los métodos para el estudio de la música en sí misma (“una de esas
manifestaciones”) excluyen el contexto, se pierde sentido; pero si el contexto se enfatiza
más de lo prudente la música se disuelve en el conjunto, junto con la ciencia que debía
estudiarla. La frase encierra no sólo un diagnóstico sensato, sino una profecía de lo que
acabaría sucediendo en la disciplina con el advenimiento del antropologismo.
Nattiez sintetiza los valores contrapuestos de la obra de Brăiloiu en la elucidación de ese
nexo esquivo entre las manifestaciones individuales y los sistemas subyacentes:
Lo que Brăiloiu hizo, en realidad, fue imaginar un cierto proceso de creación colectiva a
partir del método utilizado para reconstruir un sistema. Ahora bien, ese sistema será pertinente no para explicar un proceso colectivo, sino para describir un estilo. Un estilo, una
vez establecido, es superado por cada miembro de la comunidad como norma a partir de
la cual la invención individual puede desarrollarse. Todo actor de la tradición oral crea a
partir de un sistema recibido en el marco de un estilo determinado. En este sentido, las
proposiciones de Brăiloiu son decisivas para la elucidación del proceso poiético individual, contrariamente a lo que él mismo creyera. A pesar de ello, las mismas proposiciones, tal y como Brăiloiu las construyó, fracasaban al abordar la dinámica específica. Si
bien debe existir un análisis de la creación, ésta poiética debe sostenerse sobre tres elementos: la reconstitución del sistema estilístico superado por los músicos, la descripción
del paso de ese sistema a las propiedades particulares de cada pieza, y el recurso de las
informaciones externas al sistema, como aquellas que podemos tener la suerte de hallar
en el trabajo de campo. Integrando la descripción del sistema a una perspectiva en la cual
la estilística desborda hacia una poiética, el investigador habrá reconducido en su empresa, contrariamente a la fobia de Cronos que manifiesta la notable metodología de Brăiloiu, el devenir inexorable del Tiempo (Nattiez 1995).
Más ligado aquí a la idea de proceso que a la de estructura (y encontrando sistematicidad
sólo en el nivel neutro), creo que Nattiez sobrestima un poco la metafísica del proceso,
como si no fuera posible examinar las condiciones y los mecanismos de toda producción
y como si el evento poiético, desbordante, no estuviera sujeto a la normativa de un sistema.
94
Brăiloiu es uno de los pocos autores europeos cuya obra está aún en circulación que se
ocuparon al mismo tiempo del análisis de la música y de su contexto. Resucitó un nombre
griego propuesto por Riemann para la sucesión de dos segundas mayores (pycnon), propuso un nombre chino para las notas secundarias y fluctuantes (pyen), una nomenclatura
turca para un ritmo irregular (aksak), el primer método europeo de folklore musical
(1931) y la primera teoría global que postula la existencia de un sistema pentatónico anhemitónico que está a la altura de las que tratan las escalas de siete sonidos (1973); realizó además un trabajo de recolección invalorable, organizó la primera edición de música
étnica patrocinada por la UNESCO y desarrolló una estrategia de investigación ejemplar
para relevar y comprender la vida musical de una aldea. Fue maestro dilecto de nadie menos que Simha Arom, quien tomó de él los conceptos de sistema, de modelo y de variación y la pasión por el análisis. Cualesquiera sean las tensiones argumentativas, las rémoras retóricas y las tareas pendientes, la obra teórica y práctica de Brăiloiu se erige como uno de los monumentos desconocidos de la antropología musical, mucho antes que
ese espacio disciplinar llegara siquiera a pensarse.
En relación con nuestro caso testigo de la música del mundo, el purismo romántico, la
creencia en sistemas cerrados y el sincronismo de Brăiloiu (la fobia de Cronos) distan de
ser las posturas a las que uno recurriría en primer lugar para afrontar la problemática.
Brăiloiu no hubiera recomendado tampoco embarcarse en el estudio de géneros híbridos,
no “auténticos”. Pero la sutileza de su comprensión del concepto de sistema y sus dinámicas inherentes, y su capacidad analítica para desentrañar patrones de variación hacen que
su modelo resulte más relevante ante los procesos de cambio de la música del mundo que
buena parte de las propuestas más tardías. Son muchos los que hoy piensan que estructuralismo es una mala palabra; pero quien esto escribe lamentará siempre que no hayan
existido más estructuralistas como él.
Semiología de la música
Mientras la semiología general se encuentra hoy enclaustrada en unos pocos reductos
corporativos que han perdido parte de su empuje, la semiología de la música exhibe una
creatividad que se mantiene dignamente con el correr de los años. No existe, por poner un
caso, una orientación semiótica en antropología sociocultural cuya vitalidad sea comparable. Hay que admitir, no obstante, que en los últimos tiempos la semiología musical ha
ido resignando algunos territorios. Los desarrollos formales que se concentran en la perspectiva del oyente, por ejemplo, han sido reclamados por la ciencia cognitiva, en tanto
que las investigaciones sobre la producción de música, su síntesis algorítmica o las técnicas de análisis automático han encontrado un ambiente más propicio en los laboratorios
de computación. En el otro extremo, en el arco que va de lo interpretativo a lo posmoderno, algunas investigaciones han abandonado la semiología y prefieren definirse como
estudios culturales. Pero aún así hay una constelación de grandes nombres y algo más que
un puñado de ideas en esta semiología que, para los extraños, parecería haberse constituido casi en la clandestinidad; aquí sólo podremos revisar algunas de ellas.
Anticipo que no cabe esperar una teoría unificada. La semiótica musical tiene hoy la envergadura de una disciplina casi tan amplia como la propia antropología de la música, de
la que por cierto no depende ni institucionalmente ni en materia de teoría. Los marcos
teóricos semiológicos van desde el enfoque ultra-analítico de Jean-Jacques Nattiez hasta
95
el posestructuralismo de Raymond Monelle, pasando por la dinámica greimasiana de Eero Tarasti y el clasicismo ecléctico de Philip Tagg. Casi todos los autores de relevancia
son europeos o canadienses, por lo cual muy pocas de las posibilidades abiertas por la semiología de la música han sido explotadas en la etnomusicología de la corriente principal,
dominada (como es usual en otras disciplinas) por la academia norteamericana.
Semiología del nivel neutro – Jean-Jacques Nattiez
En sus refinados Fondements d’une sémiologie de la musique, el francés naturalizado canadiense Jean-Jacques Nattiez (1975) comienza manifestando su descreimiento de la existencia misma de la semiología. En primer lugar, desde fines del siglo XIX las investigaciones llamadas semiológicas reclaman orientaciones epistemológicas y un pasado
científico sumamente variado; en segundo orden, nadie parece haber propuesto aún un
paradigma de análisis coherente, un corpus de métodos aceptados por todos que haga que
se pueda hablar de una ciencia semiológica. Se podría decir que la lingüística tampoco
conoce unanimidad, pues hay varias fonologías, escuelas distribucionales, capillas generativas; pero las ciencias del lenguaje han acumulado un almacén de procedimientos y de
resultados a partir del cual es posible tanto la crítica como el progreso (p. 19).
Se podría argumentar que la semiología de la música estudia los signos de la música;
pero no se dispone de tipologías precisas que permitan identificar los fenómenos musicales a partir de las categorías semiológicas. Revisando las tipologías de Paulus (señales,
indicios, imágenes, signos y símbolos), se comprueban diversas dificultades que impiden
aplicarlas con rigurosidad a los fenómenos musicales. Nattiez asienta su acuerdo con el
antropólogo Dan Sperber, en el sentido de que el significante simbólico no es significante
sino por una metáfora dudosa cuyo único mérito es eludir el problema de la naturaleza
del simbolismo sin resolverlo (p. 31). Tampoco le convence a Nattiez la concepción de
Roland Barthes, quien aborda la semiología musical como psicoanálisis social; la semiología no puede ser una ciencia de las ideologías. No tiene sentido, dice, bautizar como semiológica a una vieja empresa que tiene más de dos mil años y que ya ha dado de sí todo
lo que podía dar (p. 44). La palabra semiología, prosigue, está confusamente vinculada a
la ciencia en razón del prestigio actual de la lingüística, la cual connota rigor y sistematicidad por ser “la ciencia piloto entre las ciencias humanas”. Nattiez revisa y descarta la
pretención de Morris de igualar semiología y epistemología (pp. 45-50). Más adelante
también tratará con reservas el triángulo de Peirce, por cuanto las cadenas de interpretantes que constituyen la significación varían en cada categorización de los fenómenos
musicales (p. 61).
Figura 3.2 - Tripartición de Nattiez (1975:52)
Comenzando a construir su edificio semiológico, Nattiez toma como punto de partida los
tres polos definidos en su momento por Jean Molino: el mensaje mismo en su realidad
material, las estrategias de producción del mensaje y las estrategias de recepción. Molino
96
denomina la descripción del mensaje mismo “análisis del nivel neutro”, la descripción de
las estrategias de producción “poiética” (ποιείν = hacer) y la de las estrategias de percepción “estésica” (αίσθησις = percepción). El segundo término viene de Etienne Gilson y su
visión de la plástica, el tercero de Paul Valéry y su concepto de la recepción de la poesía.
Sabiendo que el nivel neutro de Molino ha sido particularmente cuestionado, Nattiez se
propone abordarlo por medios lingüísticos. Como sea, el cuadro tripartito sobre el que se
construirá la semiología de Nattiez corresponde a la figura 3.2 (p. 52).
Las re-denominaciones y el sentido general del análisis a emprender reconoce como fuente de inspiración una de las ramas de la lingüística; la fonética, en efecto, se divide en una
fonética articulatoria (poiética), una fonética acústica (nivel neutro) y una fonética auditiva (estésica). Pero la tripartición se piensa mejor de lo que se realiza, y hoy no se dispone de instrumentos de similar potencia para el análisis de las tres dimensiones. Los conocimientos históricos requeridos para el análisis poiético están pasablemente elaborados,
aunque no están organizados de manera explícita. Las técnicas del nivel neutro están en
proceso de elaboración. Las del nivel estésico conocen un cierto desarrollo gracias a los
útiles de la psicología experimental. Lo esencial de Fondements se consagrará al nivel
neutro, reconociendo que los otros dos son heterogéneos y no están plenamente desarrollados, aunque han habido algunos avances promisorios (p. 54). El propósito de Nattiez es
analizar los diversos componentes de la música considerada como fenómeno simbólico
con la ayuda de la lingüística, rastreando el sentido de los interpretantes a través de la
poiética, la estésica y el nivel neutro (p. 61).
A renglón seguido, Nattiez examina los instrumentos constituidos para el análisis del nivel neutro y sus correspondientes procedimientos de descubrimiento. La necesidad de aplicar métodos lingüísticos se origina, según él, en el descontento que sienten los analistas musicales hacia los métodos musicológicos existentes (p. 89). Nattiez ilustra las dificultades del análisis convencional revisando las nomenclaturas propuestas para las unidades de análisis. Comprueba fácilmente que los nombres aplicados a unidades tales como
frase, célula, motivo, período y tema se fundan en vagas analogías entre el lenguaje y la
música. La ejemplificación de Nattiez se basa en una bien conocida presentación de Nicolas Ruwet en su artículo “Méthodes d’analyse en musicologie” de 1972 (pp. 94-100).
El problema, concluye Nattiez, no es el de la debilidad de las definiciones, sino la insuficiencia del lenguaje natural como útil de expresión científica (p. 101).
En seguida Nattiez percibe que dicho problema ha sido resuelto en una disciplina que no
tiene en apariencia mucho que ver pero que afrontaba un dilema semejante. En arqueología, Jean Claude Gardin ha encontrado que los términos tradicionales son imprecisos para
definir los artefactos y monumentos. La solución propuesta por Gardin consiste en reemplazar las palabras ambiguas por símbolos abstractos definidos en un léxico (p. 102). Nattiez se propone hacer lo mismo en un análisis ejemplar, utilizando un sistema de letras y
una descripción transformacional. El objetivo en este punto es definir un metalenguaje
capaz de expresar las relaciones combinatorias entre las unidades. Dado que la semiología musical así definida se funda en procedimientos explícitos y utiliza metalenguajes rigurosos, epistemológicamente posee un estatuto más formal que hermenéutico (p. 104).
Nattiez dedica la primera parte de su libro a situar la semiología musical entre las semiologías. La segunda se dedica a la construcción de una semiología comparada de la música
y el lenguaje. En su primer capítulo, Nattiez revisa minuciosamente los antecedentes his97
tóricos en la búsqueda de la significación en música, encontrando una vez más que todos
ellos se basan en el lenguaje natural y son por supuesto, imprecisos y variables. El
problema no radica en el imperialismo de la lingüística, sino en el imperialismo del
lenguaje verbal, considerado como el lenguaje por excelencia, no sólo por el público en
general sino incluso entre semiólogos y lingüistas bien conocidos. Nattiez considera
importante el problema de la semántica musical, pero por el momento lo deja en suspenso
(p. 192). Claramente no adopta una actitud anti-semántica, pero tampoco pone en el
análisis del significado demasiadas energías. Entre el énfasis de Jakobson en los reenvíos
internos de la semántica musical y la semántica externa, referencial, Nattiez tampoco
privilegia ninguna; el peso acordado a cada una de las dos variables de la música como
hecho simbólico cambia según las personas, las épocas y las estéticas y constituye un
asunto íntegramente emic (pp. 213-214).
El segundo capítulo de la segunda parte examina la especificidad semiológica de la música comparada con la naturaleza semiológica del lenguaje. Es éste un sector fundamental
del simbolismo musical, dice (p. 194). Lo primero a investigar es, en términos comparativos, cuáles son los elementos que la constituyen. Si se trata de examinar la música como
fenómeno simbólico, no parece exagerado afirmar que ella es particularmente cercana al
lenguaje humano. En ambos dominios hay un modo físico de existencia que se puede
considerar como temporal, sonoro (por oposición a la pintura, por ejemplo) y unidimensional (por oposición al cine o a la arquitectura). Para poder ser producida, entendida y
retenida –dice Jakobson– una secuencia verbal o musical debe cumplir dos exigencias
fundamentales: presentar una estructura sistemáticamente jerárquica, y ser analizable en
componentes últimos, discretos y estrictamente modelados y definidos por su rol (p. 195).
Esta concepción, dice Nattiez, en la que la temporalidad implica sucesividad, explica por
qué la mayor parte de los análisis basados en la analogía lingüística se han aplicado a géneros monódicos: la lingüística no puede resolver el problema de las unidades superpuestas, como las que aparecen en la polifonía. De todos modos hay unidades discretas y se
trata de analizarlas ahora una a una, comenzando por la nota, no solamente como entidad
gráfica propia de la notación occidental, sino como unidad emic cuya combinación permita la producción musical.
La existencia de una unidad mínima como lo es la nota invita a una reflexión para la semiología comparada. Para Schaeffer es análoga a la palabra; Nattiez la encuentra en cambio análoga al fonema, unidad no significante de la segunda articulación que permite
componer palabras. Quienes inicialmente propusieron esta última equivalencia han sido
Becking y Jakobson, en 1932. La nota es comparable al fonema por su carácter discreto,
pero también porque se trata de una entidad emic, relativamente abstracta, que tolera variaciones físicas considerables. Se las interpreta, asimismo, en el cuadro de un sistema
musical dado; un sistema extraño se interpreta también a través del sistema propio, como
señalara Becking. Jakobson afirma también que tanto las estructuras fonológicas como
las musicales constituyen una intervención de la cultura en la naturaleza, que impone reglas lógicas a un continuum sonoro (p. 198).
Luego de considerar la idea de Jakobson de que la música es un sistema semiológico que
se significa a sí misma, Nattiez concluye la segunda parte de su libro asomándose al punto de vista emic, para lo cual reposa en una descripción detallada y enriquecida del modelo de Vida Chenoweth (1972) que trataremos en el apartado siguiente. Este modelo es
98
para Nattiez crucial en la medida en que proporciona la prueba de que el recurso a la lingüística permite construir una metodología explícita, haciendo posible la validación, la
falsación y la reutilización de los modelos.
La tercera parte del tratado se refiere a la descripción del nivel neutro, para lo cual se toma como fundamento el análisis de Ruwet, quien se había propuesto elaborar, sobre una
base también lingüística, métodos explícitos y replicables. En su momento, señala Nattiez, las propuestas de Ruwet, desarrolladas entre 1962 y 1967, se encontraron con fuertes
críticas por parte de Arom, Lidov, el propio Nattiez y luego Ruwet mismo, quien renegó
de ellas en 1975. Como sea, estos análisis son todavía una buena fundación, aunque requieran ajustarse y observarse a la luz de un nuevo contexto de ideas. Las fuentes de
inspiración de Ruwet habían sido Brăiloiu, Gilbert Rouget, Jakobson y Lévi-Strauss.
El análisis de Nattiez casi reproduce por completo el de Ruwet, sólo que aplicado a la tripartición de Jean Molino y con algunos refinamientos adicionales. La idea de realizar una
segmentación abstracta de las piezas en base a las repeticiones la había propuesto Gilbert
Rouget en su artículo “Un chromatisme africain” de 1961; Nattiez ilustra el punto con el
ejemplo del canto V, registrado en Dahomey, hoy Benin (Rouget 1961: 45; Nattiez 1975:
240). Ruwet toma el criterio repetitivo como punto de partida y lo hace equivalente a la
idea de Jakobson; la repetición, dice, equivale a la proyección del principio de equivalencia del eje de selección sobre el eje de la combinación (p. 241). El eje de selección es otro
nombre para el eje paradigmático: contiene un conjunto de términos, equivalentes desde
un punto de vista dado, que no son necesariamente contiguos. Ruwet adopta como modelo operativo el análisis que hiciera Lévi-Strauss del mito de Edipo, análisis que he cuestionado ampliamente en otra parte (Reynoso 1998: 187-208).
Aquí es donde Nattiez establece un primer distanciamiento. En mitología, la presentación
de Lévi-Strauss es una forma de describir las cosas, una notación hábil para un resultado
ya conocido y obtenido por un método hermenéutico de investigación; en Ruwet, en cambio, el trabajo analítico realizado sobre unidades formales conduce a descubrir la estructura de la pieza. En Lévi-Strauss no hay un método explícito que controle el pasaje del
lenguaje del mito al metalenguaje del antropólogo (p. 246). Nattiez, por otra parte, descree fuertemente del estructuralismo, al cual considera anti-semiológico (p. 404). Sus reglas, agrega, no se sabe nunca de dónde vienen ni a qué corresponden (p. 400). La actitud
de Nattiez frente al binarismo levistraussiano se asemeja a la crítica de David Lidov del
semiologismo ingenuo; la semiótica más avanzada de estos autores ha reemplazado la vaga noción de diferencia por un rico conjunto de esquemas articulatorios (Lidov 1999).
El segundo distanciamiento tiene que ver con formas alternativas de realizar el análisis,
que hacen que el método se torne incontrolable. Las posibilidades de emprender un análisis son múltiples, según ha señalado Simha Arom en un artículo esencial; ello implica
que habrá para cada obra una infinidad de tableros existentes. Arom enumera esos puntos
de ataque y yo los reproduzco, para que se vislumbre la dificultad del asunto:
[F]enómenos de repetición, presencia o ausencia de modos rítmicos, duración igual o desigual de los segmentos, regularidad o irregularidad de las recurrencias de las pausas, autonomía de ciertas fórmulas y su localización en el conjunto, relaciones exactas de duración y de posición entre elementos rítmicos binarios y ternarios, existencia de grados-pivotes y su posición, número de elementos de los grados permutantes y su posición, escalas y modos, intervalos generadores de fórmulas melódicas, permutación en el interior de
99
una misma fórmula melódica y/o rítmica, constancia de los elementos melódicos y rítmicos, relaciones entre las palabras y la música, oposición de registro, fenómenos de atracción, “soldaduras”, cadencias melódicas, alternancia de los grados en los incisos y en las
caídas [chutes] de los segmentos, relación inciso-caída para cada elemento, aparición o
no de tal o cual intervalo y su recurrencia, frecuencia de los grados extremos que delimitan el ambitus, presencia de pyens y su función estadística (Arom 1969: 205-206; Nattiez
1975: 269).
La conclusión de Nattiez frente a esta conclusión devastadora, que lo ha de orientar de
allí en más, es que una obra musical, incluso una muy simple, es el lugar de una combinatoria particularmente compleja. El número de transformaciones posibles es prácticamente
infinito y tampoco se puede decir que una entidad cualquiera no sea una transformación
de alguna otra. Aquí es donde cabe una distinción de David Osmond-Smith, quien imaginó, bajo el rubro de distancia icónica, un método objetivo para determinar si dos entidades son transformaciones de una misma idea o dos ideas distintas. El problema aquí, sin
embargo, no concierne para Nattiez al nivel neutro, sino al nivel estésico (p. 276).
Mientras que Ruwet I, como lo llama Nattiez, depositaba su confianza en una semiología
musical, la explosión combinatoria señalada por Arom hizo que Ruwet II terminara afirmando que “ya no me gusta más el concepto de una semiología musical, que me parece
inútil y puede que peligroso” (p. 277). No obstante, Nattiez se empecina en utilizar su
mismo método paradigmático, sólo que re-situado en el seno de la tripartición y admitiendo que no hay un sólo tablero para el nivel neutro, sino una infinidad de tableros posibles
conforme a los temas paradigmáticos que se privilegien. Más todavía, los fenómenos relevados dentro de una obra no son sólo relevantes para la obra misma, sino que son reveladores de un autor, de una época, de un género, de una cultura (p. 358).
No viene al caso detallar el análisis particular de Nattiez, que ocupa varias páginas del libro pero no afronta ningún género etnográfico. De todos modos, se trata de uno sólo de
los análisis posibles, y la extensión del estudio a los aspectos poiéticos y estésicos no está
tratada en el volumen. No está muy claro cómo se han de desarrollar esas extensiones,
pero por lo pronto Nattiez indica la forma en que no se desarrollarán. Embutir de cualquier forma sociología y política dentro de la semiología no es razonable, afirma. Ya hay
demasiados antecedentes de esos modelos cuestionables que buscan vincular ingenuamente estructuras de la música y estructuras sociales. Luigi Nono, por ejemplo, atribuía el
método de collage de la música veneciana de la época de Gabrieli al pensamiento colonialista y a la recolección y exposición de trofeos heterogéneos ganados en la época de
conquista; Heinz-Klaus Metzger, por su lado, imagina una relación entre la tonalidad, con
su sistema casi homeostásico de funciones reglamentadas que tienden a que la tónica acumule ganancia, y la economía burguesa de intercambio, de la cual resulta la injusticia social. La sociología adorniana de la música también reposa en estos paralelismos expeditivos (pp. 413-414). La refutación de Nattiez de estos intentos analógicos (que en el primer
volumen hemos visto aplicar con liviandad a John Blacking y a los africanistas) es ejemplar, por cuanto señala los límites de una semántica que cae con facilidad en la metáfora.
Brăiloiu había formulado exactamente la misma clase de crítica. Nattiez escribe:
Una vez admitido el carácter hermenéutico de la sociología musical, ello no sería grave si
esta disciplina respetara las reglas filológicas de la exégesis, como Panofsky ha podido
hacer, por ejemplo, en su obra iconológica. Mas lo que se ha hecho aquí es una selección
arbitraria de los interpretantes del carácter social inducidos por la música, de manera tal
100
de volverlos conmensurables con la interpretación que, por el otro lado, se hace de las
estructuras sociales. La sociología musical es el arte de los deslizamientos semánticos incontrolados, lo que Cassirer, siguiendo a Aristóteles, abarcaba bajo el nombre de metabasis eis allo genos. “Pasar de las estructuras sociales (o su pulverización) a las estructuras musicales (o su anarquía), escribe F. Müller, implica un razonamiento analógico y
causal discutible. Este razonamiento es sin embargo ampliamente practicado” (Nattiez
1975: 414).
Nattiez comenta con admiración un texto de Michael Asch, “Social context and the music
analysis of Slavey drum songs”, ejemplar representativo de una sociología de la música
ricamente fundada. El análisis toma en cuenta veinticinco cantos, identificando cinco
contextos de ejecución u “ocasiones musicales”, como hemos visto en el primer volumen
que los llamaría Marcia Herndon. Luego el autor propone un análisis taxonómico de los
cantos, parámetro por parámetro. La conclusión de Asch es que cada situación de ejecución musical está por cierto asociada a un solo tipo musical predominante; pero un análisis crítico de la relación entre taxonomía musical y contexto social demuestra que “en un
cierto nivel de especificidad, la forma de los cantos es independiente de los contextos de
ejecución” (p. 416). El mensaje de Asch es bien simple: antes de reducir el mensaje musical a cualquier otra cosa, conviene antes describir cómo está organizado.
Hacia el final del libro, Nattiez dedica algunos capítulos a la extrapolación de los modelos chomskyanos hacia la semiología musical. Un primer problema con estos modelos –
alega– es que ningún autor los usa monolíticamente, sino que diferentes estudiosos privilegian alguno de sus aspectos: el principio generativo, las estructuras profundas y los universales, o las reglas de transformación (p. 370). Un segundo dilema es que no es posible
proponer reglas sintéticas sin pasar antes por un análisis taxonómico refinado (p. 387). El
modelo generativo y transformacional puede ser útil en muchos respectos, pero no reemplaza al modelo semiológico propuesto.
Figura 3.3 – Jerarquía de estilo de Nattiez (1990)
En 1990 Nattiez publica una visión actualizada de su programa semiológico en el primero
de tres libros proyectados, cada vez más involucrados en la etnomusicología. Una de las
novedades que introduce tiene que ver con un modelo jerárquico de seis niveles en la definición precisa de un estilo de una obra, como se indica en la figura 3.3. Este modelo
mejora la propuesta anterior en cinco niveles (1975: 83). Esta concepción de Nattiez, junto con sus ideas sobre los niveles poiético-neutro-estésico, ha sido incidentalmente aprovechada en el modelado memético de la replicación musical propuesto por Steven Jan
(2000) de la Universidad de Huddersfield en Inglaterra.
101
En la nueva formulación la tripartición de Molino está expuesta con mayor claridad y
relevancia, lo mismo que su relación con la idea peirceana de signo. Sobre este particular,
Nattiez dice que la teoría peirceana es “una especia de axioma” de su propio modelo semiológico y que “no hay un solo elemento en este libro que no esté basado en la concepción peirceana del interpretante dinámico y la infinitud”. El signo peirceano se caracteriza ahora por la posibilidad de su elaboración continua a través de una cadena de interpretaciones. Como ha señalado Eero Tarasti (1995:47), sin embargo, Nattiez no va más
allá de una referencia genérica al dinamismo del representamen y no desarrolla verdaderamente el punto. Para Nattiez es además esencial reconocer que las interpretaciones asociadas al signo en el momento de producción pueden ser por completo independientes de
las que se elaboran en el proceso receptivo. Vinculando ambas instancias hay una huella
que no posee significación inherente. De ahí que la capacidad comunicativa de los signos
sea secundaria y no esencial.
Una diferencia adicional concierne a la asociación más estrecha que Nattiez establece entre el plano etnográfico y el nivel poiético, enriquecida por su propia experiencia de trabajo de campo y estudio de los katajjait [singular: kattajaq], los juegos vocales de los
Inuit (Nattiez 1987). Pero Nattiez piensa que aún cuando los Inuit no los consideran música sino juegos, un análisis musical de los katajjait es sin embargo legítimo. Un investigador no está constreñido a lo que alguien defina como “música”; ninguna etnoteoría
puede sustituir tampoco al análisis. Respecto de los universales Nattiez concluye que “dado que fenómenos éticamente similares pueden ser émicamente distintos, y fenómenos
éticamente distintos pueden resultar de las mismas categorías emic, los universales no deben buscarse a nivel de las estructuras inmanentes, sino en realidades más profundas”
(1990: 65). Estas realidades más profundas son probablemente procesos antes que estructuras, concretamente procesos de producción y percepción originados en una psicología
que es común a todos los humanos.
La segunda sección del nuevo estudio de Nattiez desarrolla una semiología del discurso
sobre la música. Nattiez se expide en una vena más contemporizadora que la que habría
adoptado en los años 70s, reconociendo la validez de enfatizar ya sea uno u otro de los
tres niveles y aduciendo que la tripartición permite al estudioso encontrar un equilibrio
entre las formas interpretativas y las estructuralistas en materia de análisis. En una sección sobre “el discurso de los productores musicales” advierte sobre el error de conceder
demasiado o demasiado poco valor a la etnoteoría; la palabra de los informantes, dice, no
es necesariamente más verdadera que la de un observador externo. Al lado de aquélla
debe llevarse a cabo, necesariamente, un análisis del nivel neutro (p. 194). Tanto el análisis puramente emic como el puramente etic son imposibles; ambos deben ser integrados
en la red tripartita de su funcionamiento simbólico. El libro concluye con un detenido análisis del acorde de Tristán e Isolda de Wagner, un lugar común analítico que algunos
autores (Lidov en particular) estiman sobreabundante, pues ha sido estudiado también por
Allen Forte, Fred Lerdahl, Irène Deliège y Michel imberty, entre otros.
En su crítica de los Fondements, en general laudatoria, Frits Noske había formulado algunas dudas relacionadas con el tratamiento taxonómico del nivel neutro:
¿Cuán restrictivo es este método comparado con la libertad caótica del análisis tradicional? Si pone al descubierto rasgos estructurales pertinentes ¿no quedan otros de igual importancia en la oscuridad? Además ¿cómo distinguimos exactamente repetición de trans-
102
formación? Y finalmente ¿cuán neutral es el nivel neutro? … Lejos de evadir las discusiones de estas y otras cuestiones importantes, Nattiez trata con ellas en varios capítulos y
particularmente en las Conclusiones. En algunos puntos su defensa parece convincente,
en otros no lo es tanto. Sin embargo el más fuerte argumento a favor de la fundamentación teórica así como del método y su aplicación es el hecho de que estas preguntas pueden formularse y que son verdaderamente susceptibles de discusión. Problemas previamente no detectados han salido ahora a la luz precisamente, debido a la misma explicitación del método (Noske 1979: 147).
El segundo gran libro de Nattiez ha recibido tanto críticas elogiosas (Pizà 1991; Massi
1992; Town 1994) como destructivas (Edwards 1992; Hatten 1992). Robert Samuels
(1991) encuentra que el estudio aclara muchos problemas espinosos de la musicología,
pero cree que el nivel neutro es “un ámbito imposible de contemplación de la obra musical libre de cualquier clase de preconcepto y sensible a todas las estructuras y configuraciones posibles”, lo cual constituye claramente un mito (p. 39). George Edwards (1992)
aduce que Nattiez no puede tampoco mantener los tres niveles separados; elementos de
los tres aparecen en diferentes planos jerárquicos, como el plano de la obra o el del metalenguaje: “dudosamente valga la pena esforzarse en separar rigurosamente los tres componentes de lo simbólico sólo para mezclarlos luego otra vez” (pp. 117). Más todavía, “si
usted tiene problemas para pensar o escribir con claridad sobre música, la semiótica sólo
complicará las cosas” (p. 120). Robert Hatten (1992: 93) también piensa que “el nivel
neutro es una fantasía teórica”, porque el analista, a despecho de todos sus esfuerzos de
rigor y formalismo, estará influenciado por su percepción de los niveles poiético y estésico y por sus sesgos personales respecto de los elementos de esos niveles. Vera Micznik
(1992) elogia la obra de Nattiez, pero objeta que su visión de la semiología excluya que
ésta sea una ciencia de la comunicación. Desde su identidad Ewe, Kofi Agawu admira una vez más el empeño de Nattiez, aunque discrepa con su tratamiento de la etnoteoría, sobre la que Nattiez “echa un balde de agua helada”:
Espero que algún día Nattiez considere las implicancias políticas de algunas de sus afirmaciones, especialmente las que tienen que ver con culturas musicales no-occidentales.
Por ejemplo, afirmar con énfasis que “Es una cuestión de diálogo, y de diálogo solamente, porque no puede haber análisis puramente emic o etic” (196), sin tomar en cuenta el
hecho de que, estrictamente hablando, no puede haber diálogo si investigador e investigado no habitan el mismo espacio político-económico, equivale a burlarse del investigado
(Agawu 1992: 319).
El canadiense David Lidov ha titulado un capítulo sobre Nattiez de su Elements of Semiotics con el expresivo título de “Semiótica patológica” (Lidov 1999); la discrepancia tiene
que ver, una vez más con el nivel neutro y su relación con los otros niveles, o la falta de
ella. La obra de Nattiez, a pesar de ésta y otras críticas, constituye una de las piezas fundamentales de la semiología de la música, por más que él estime que ella no formula, en
relación con las estrategias “tradicionales”, ninguna pregunta radicalmente novedosa. El
modelo tripartito –dice Nattiez– no intenta ser concluyentemente válido, sino más bien un
método legítimo merecedor de alguna atención. Nattiez se confiesa consciente de la naturaleza semiológica y el sesgo cultural de sus propósitos; no los presenta como doxa, sino
como elementos de un diálogo con sus lectores y con sus críticos.
103
Semiología greimasiana – Eero Tarasti
Un modelo de semiología musical opuesto al de Nattiez es el del finlandés Eero Tarasti,
de la Universidad de Helsinki, alguna vez discípulo de Algirdas Greimas. Tarasti se opone a Nattiez precisamente por abordar los aspectos que éste excluye, particularmente el
significado musical, la subjetividad y la ideología. En sus últimas contribuciones de la
década de 1990, Tarasti procura edificar una especie de “semiótica sin semiótica” como
respuesta a la pregunta sobre qué es lo que queda que las teorías semióticas anteriores hayan olvidado. Para ello clasifica (en el sentido epistémico) todas las teorías de semiología
musical en dos grupos:

El primer grupo comienza con reglas y gramáticas pertenecientes a toda la música, enfatizando la superficie musical, lo que presupone que antes de las reglas
postuladas por el teórico no hay nada, y que en consecuencia cuando las reglas cesan de funcionar nada queda tampoco. Esta forma de semiótica, como estilo filosófico antes que como clasificación sistemática, sería una semiótica “clásica”.

La otra tendencia consiste en pensar que todos los signos existen sólo sobre la base de un orden que existe antes que el estudioso comience su labor y que permanece allí después que él ha finalizado. Esta filosofía semiótica se aproxima al significado (1) como proceso, presuponiendo que los signos no se pueden definir sin
tomar en cuenta el tiempo, lugar y sujeto (o actor); (2) como algo inmanente, pensando como George Herbert Mead y Maurice Merleau Ponty que el significado se
produce en el interior de un sistema, cuerpo u organismo determinado, sin que
ningún significado venga desde fuera como deus ex machina ; y (3) poniendo énfasis en el contenido, lo significado, lo cual puede ser no verbal, “inefable”, sólo
expresable en términos de una existencia casi corporal.
Es esta segunda modalidad que Tarasti prefiere desarrollar, como respuesta a lo que percibe como las teorías dominantes en la “nueva musicología” (Tarasti 1997: 25-26)8. Tarasti obviamente no está conforme con la semiología musical, notando que muy pocos entre los grandes semiólogos ha dicho sobre música algo de valor: hay una observación de
dos renglones en La Estructura Ausente de Umberto Eco, y nada en absoluto en la obra
de Greimas o de Yuri Lotman; a Nattiez lo considera un estructuralista, preocupado en
desentrañar reglas formales, como si la música se tratara de un juego (Tarasti 2001: 67).
Antes de promover esta reformulación radical, Tarasti (1994) había intentado traducir
idea por idea los análisis narrativos greimasianos al terreno de la semiología musical. Herramientas subsidiarias en esta empresa, homologada por el pope de la semiótica de Indiana, Thomas Sebeok [1920-2001], son una versión modificada de la lógica modal de
Georg von Wright, la teoría entonacional de Boris Asafiev y una lectura peculiar de la se-
8
Esta “nueva musicología” es claramente un comodín, una entidad mutante que según el autor de
quien se trate puede representar un orden autoritario a ser impugnado o un nuevo horizonte epistémico a celebrar. Para una definición de la nueva musicología opuesta a la de Tarasti, véase Agawu
(1996). En general, en su definición mayoritaria la “nueva musicología” es de talante posmoderno;
nuevos musicólogos serían, por ejemplo, Lawrence Kramer, Richard Leppert, Susan McClary, David Schwartz, Rose Rosengard Subotnik, Gary Tomlinson y Robert Walser.
104
miótica de Charles Sanders Peirce. Tarasti espera que esta combinación pueda iluminar la
naturaleza dinámica, procesual y emocional (modal) de la música, en contraste con el espíritu estático y reduccionista que él cree ha sido dominante en el análisis musical reciente.
Tarasti divide los estudios semióticos en dos categorías: (1) la estructuralista, caracterizada por la búsqueda de estructuras profundas y unidades significantes mínimas y (2) la
icónica, que buscaba estructuras significantes irreductibles directamente en la superficie
musical. Tarasti afirma que ninguna de esas estrategias puede iluminar la narratividad
musical y sugiere una síntesis crítica. Del campo estructuralista toma la noción de isotopía como fundamento de su análisis de niveles estructurales y rasgos formales, y del campo icónico toma la energética de Ernst Kurth como clave para comprender la forma en
que a través de las isotopías se puede generar actancialidad. Isotopía es un concepto greimasiano que involucra un nivel de sentido producido por múltiples amalgamas semánticas que se realizan en virtud del reconocimiento de un tópico. Para Tarasti el discurso
musical es la propia superficie de la música. Ésta constituye el paso final en un proceso
generativo análogo a la trayectoria generativa de Greimas; para preparar un examen detallado de esta trayectoria, postula dos objetivos preliminares: (1) enumerar los modelos y
las fuerzas que guían la formación del discurso musical; (2) introducir un formalismo que
pueda describir con fidelidad la naturaleza dinámica de ese proceso.
Tarasti divide el discurso musical en dos niveles, el manifiesto y el inmanente. Sobre el
primero ejercen influencia los modelos tecnológicos (medios técnicos de constuir una superficie musical) y los modelos ideológicos (hábitos sociales más amplios que afijan valor a esa superficie). Sobre el nivel inmanente influyen las estructuras de comunicación
(conjuntos de normas y expectativas estilísticas) y las estructuras de significación (formas
más idiosincrásicas, personales y expresivas). La negociación continua entre ambos modelos produce una forma musical y le confiere dinamismo y expresividad. El formalismo
que ahora introduce Tarasti es un sistema de lógica modal. Al núcleo básico propuesto
por von Wright en los años 60s le agrega algunos símbolos (pTq) para expresar expectativa (tanto frustrada como satisfecha), posibilidades alternativas (argumentando que la
importancia de elementos in absentia ha sido ignorada por los teóricos musicales) y memoria (progresión y retrogresión). Estos agregados le permiten sugerir tres cursos posibles para una teoría del dinamismo y la modalidad: (1) Explorar el proceso de cambio,
‘T’, por derecho propio; (2) analizar los eventos individuales, ‘p’ y ‘q’; (3) examinar “la
entrada de un sujeto que conecta los elementos modales a una fórmula narrativa fundamental” (p. 22). Adoptando la terminología de Greimas, Tarasti afirma que el evento
Fm(x,y) “satisface las condiciones mínimas para cualquier evento o acción musical”
(1997: 25).
A partir de este punto, Tarasti comienza a preguntarse en qué sentidos se puede considerar que esta visión es narrativa. Una primera restricción que él se impone es tratar música
expresamente abstracta, no programática, disciplinándose para definir los elementos de la
trayectoria narrativa sin recurrir a elementos extra-musicales. Luego argumenta que las
estructuras modalizadas y significantes están presentes en todos los niveles, desde la superficie (discurso) hasta los fundamentos profundos, acrónicos (representados por el cuadrado semiótico) y que su generación debe ser explicada tan cuidadosamente como la generación sintáctica paralela. Argumenta entonces que esta clase de modalidad profunda es
105
exactamente lo que Ernst Kurth [1886-1946] y Boris Asafiev [1884-1949] intentaron formular pero nunca lograron hacerlo con éxito (p. 28). Kurth había tomado de su antecesor
August Halm la idea de que la forma musical involucra una dinámica. Kurth vinculaba esa dinámica con la energía psíquica, en particular con la “voluntad” definida por Schopenhauer; inspirándose en la física, concebía la melodía como manifestación de la energía kinésica, la armonía como expresión de la energía potencial. Asafiev, por su lado, fue
algo así como el musicólogo oficial de la era soviética y su contribución esencial, en el
contexto de su teoría de la forma musical como proceso, fue el concepto de “entonación”,
tomado a su vez de Boleslav Yavorsky: la unidad musical más pequeña capaz de portar
algún significado, un patrón sugerente de altura, interjecciones musicales, giros armónicos, ritmo y timbre.
Seguidamente, Tarasti mapea los aspectos específicos de su narratología señalando la forma en que los procesos musicales de tensión y relajamiento pueden ser objeto de interpretaciones modales. Examina el modelo generativo de Fred Lerdahl y Ray Jackendoff
(1985), mostrando que sus jerarquías formales se pueden interpretar como que actualizan
“querer” (o “voluntad”), la dominancia de un elemento sobre otro, y “deber”, la perspectiva de la unidad subordinada. Especifica luego los equivalentes musicales de “ser” y “hacer” de una forma que los hace idénticos a las nociones clásicas de paradigma y sintagma.
Dice Tarasti que las estructuras narrativas no son siempre evidentes en la superficie musical, sino que emergen en ciertas circunstancias. Como ejemplo, trata el caso de rasgos
sintácticos (usualmente no narrativos) que se hacen pertinentes mediante la marcación de
otros rasgos, y el caso de las reglas sintácticas que se violan deliberadamente. A partir de
aquí, Tarasti reposa en el concepto de isotopía, que cubre desde los rasgos más concretos
(p. ej. una figura particular de acompañamiento) a los más abstractos (una disonancia
prolongada en el registro medio). Las isotopías se dividen en tres categorías: espaciales,
temporales y actanciales; todas ellas se organizan en una trayectoria generativa, desde el
fundamento espacial acrónico hasta el primer plano kinésico actancial.
El interés primordial de Tarasti es mostrar de qué maneras las isotopías, las modalidades
y la trayectoria narrativa general se realizan en la música absoluta, a través de una entidad
que él llama el “actante temático”. Las modalidades de este actante se pueden correlacionar con rasgos y eventos musicales como sigue: “querer” = energía kinética, la inclinación de la música a moverse hacia adelante; “saber” = los elementos sonoros mismos, en
la medida en que introducen nueva información; “ser” = la presencia simple, consonante,
no actancial de un elemento musical; “deber” = el estado de un elemento que es modalizado por otro; “poder” = la habilidad de un elemento para modalizar otro; “hacer” = un
evento musical concreto, una tensión o deseo de moverse. Con esto, Tarasti ha dado interpretación musical a todas las modalidades originales de Greimas: vouloir, savoir, être,
devoir, pouvoir, faire. El núcleo de la demostración de Tarasti consiste en un examen de
la forma en que esas modalidades se expresan en cada uno de los niveles isotópicos (espacial, temporal y actancial).
Casi sin relación con su principal línea argumentativa, Tarasti examina brevemente las
tricotomías de Peirce. Las sitúa en un modelo tridimensional, consistente en un proceso
generativo (legisignos, cualisignos, sinsignos), la obra misma (iconos, índices y símbolos) y los eventos en la conciencia del receptor (rhemas, dicentes, argumentos), correspondientes a los niveles poiético, neutro y estésico de Nattiez. Tarasti sugiere que todos
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estos signos pueden tener interpretantes que dirigen nuestra atención a elementos extramusicales (exteroceptivos) o a relaciones dentro de la música misma (interoceptivas). Privilegiando estas últimas, sugiere interpretaciones interoceptivas de iconicidad (similitud
interna y repetición), indexicalidad (un factor que alienta la continuidad e impulsa que un
elemento se mueva hacia el siguiente) y simbolicidad (relaciones abstractas que aluden a
un esquema musical más amplio, más allá de la sustancia musical).
Los capítulos siguientes en el tratado de Tarasti consisten en una exploración en profundidad del esquema, culminando en un cuadro que muestra todas las combinaciones de
“ser” y “hacer” en combinación con “deber”, “querer”, “poder” y “saber”, proyectados en
los cuadrados semióticos, con interpretaciones relativas al espacio y al tiempo (pp. 8694). Estos cuadrados semióticos habían sido propuestos por Greimas, quien los tomó de
los cuadrados lógicos de los escolásticos; Greimas sostiene que permiten analizar conceptos apareados en profundidad, permitiendo tratar al menos diez posiciones concebibles a
partir de una simple oposición binaria. El capítulo sobre actores musicales presta particular atención a la obra de Ernst Kurth, de quien Tarasti piensa que algún día será tan importante como Heinrich Schenker (p. 98). Aunque concede que factores tales como el
conocimiento previo, el hábito, las expectativas y otros similares son importantes, Tarasti
no los cree determinantes en la generación de la narrativa musical.
Fig 3.4 - Cuadrado semiótico de Greimas
La segunda parte del libro consiste en nuevas lecturas de pasajes representativos de música de Beethoven, Chopin, Liszt, Mussorgsky, Debussy, los minimalistas y por supuesto
Jan Sibelius. Lamentablemente no hay ningún elemento de juicio que permita suponer la
adecuación del modelo para el tratamiento de música ajena a la tradición culta occidental.
Tarasti reconoce importante en su trayectoria intelectual la influencia de Claude LéviStrauss y de Anthony Seeger, de quien analizó la colección Suyá, pero en su obra publicada no hay mayores referencias a la etnomusicología, y viceversa. Tampoco tiene interés
en incrementar la jerga existente; todos los conceptos de Tarasti proceden de otros autores y la novedad consiste en el uso que él les da. Por el momento, Tarasti se conforma
con proporcionar la adaptación de la semiótica greimasiana al terreno de la música de tradición clásica, admitiendo que al hacerlo está adhiriendo a un dogma (pp. xv, 106).
Aunque la habilidad de la extrapolación de Tarasti demuestra una capacidad formidable,
su modelo me inspira una pregunta y una posible respuesta. La pregunta que surge, precisamente a la luz de la facilidad con que se pueden imaginar correspondencias musicales
para la terminología desplegada, es si al cabo de todo el despliegue se tiene algo más que
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un conjunto de nombres para cosas que se habrían podido expresar en lenguaje natural (es
decir, en el lenguaje artificial de uso común). La respuesta posible es que si bien los nombres podrían ser los que se han empleado convencionalmente en musicología, en su articulación semiológica se tiene algo parecido a un marco conceptual que los vincula, casi
como si entre los pliegues de esta gigantesca máquina de Rube Goldberg palpitara el rudimento de un sistema.
Tendencias de semiología musical en el siglo XXI
No estoy de acuerdo con el diagnóstico de Ramón Pelinski (2000: 15-16), quien afirma
que “cuando comenzaron a soplar las refrescantes brisas de la posmodernidad” a principios de los años ochenta el proyecto semiológico inició su decadencia. Lejos de eso, los
modelos semiológicos en musicología, hoy innumerables, comenzaron a expandirse y
diversificarse particularmente en la década de 1990, en el momento exacto en que la creación teórica en otras áreas, posmodernismo incluido, se llamaba a receso (Lidov 1993; Echard 1999).
En este libro será imposible tratar todos esos modelos, tanto más porque su implicancia
antropológica es en general modesta; el asunto reclama otro texto de similar extensión al
presente, que quizá me decida a escribir en un futuro próximo. Algunos modelos en el registro analítico y cognitivo (que en su origen eran modelos mecánicos) se han deslizado
hacia marcos de complejidad, mientras que otros, particularmente los del nivel estésico,
se han derivado hacia formas hermenéuticas o posmodernas con un toque semiológico
muy tenue, que ya poco tiene que ver con la ambiciosa “ciencia general del signo” de la
que hablaba Umberto Eco apenas treinta años atrás. Aquí mencionaré sólo los estudios
que aún permanecen en los confines de la semiología, agrupados en trece clases definidas
con deliberada lasitud entre las que a veces viajan distintas obras de los mismos autores:
1. Semiología peirceana de la música. Muchos autores han intentado mapear la semiótica de Charles Sanders Peirce sobre la música (Karbusický 1986; Monelle
1991; Dougherty 1993; 1994; Hatten 1994; van Baest y van Driel 1995; Martínez
1996; Turino 1999; Cumming 2000; Tiits 2002). La mayoría de los intentos, hasta
hoy, dan por sentadas las taxonomías peirceanas, limitándose a aplicarlas a un
nuevo contexto. Existen sesudas discusiones, por ejemplo, sobre cómo podría aplicarse la tricotomía cualisigno-sinsigno-legisigno (o icono-índice-signo, o rhema-dicente-argumento, o primeridad-segundidad-terceridad) a éste o aquél aspecto de la música. Según William Echard (1999) esta tendencia promueve un vicio
muy común en este campo: el uso de un modelo semiológico simplemente porque
ese uso es posible, sin preguntarse cuidadosamente si el modelo es en realidad necesario y si aporta un valor agregado. También David Lidov (1993) confiesa haber contraído una alergia intratable a la clasificación de índices e iconos, estado
de ánimo que es un índice (literalmente) de las transformaciones experimentadas
por la semiología en los últimos años. Pero a los peirceanos no parece importarles
que la misma empresa se haya acometido una y otra vez. Por otra parte, en la mayoría de esos estudios la “música” en la que se está pensando es la de la tradición
clásica occidental; el problema de la varianza cultural no ha sido elaborado, por lo
que la nomenclatura puede ser inaplicable a muchos escenarios antropológicamente relevantes.
108
2. Semántica semiológica. Respecto de la delicada relación entre música y significado, existen diversas posturas: (1) las que afirman que la música no significa nada
en absoluto (Eco, Monelle 1992); (2) las que alegan que sólo se refiere a sí misma
(Jakobson, Coker); (3) las que conceden significados ocasionales, sui generis o
pre-semánticos (Grauer); (4) las que aducen que expresa significados propios de
cada ambiente cultural; (5) las que argumentan que trasunta una significación inefable, vaga, mutante, difícil de expresar en términos verbales. Quien ha desarrollado con más enjundia esta última idea (muy poco antes de su fallecimiento prematuro) es la inglesa Naomi Cumming [1960-1999]. La comunicación de los asuntos musicales, piensa Cumming (1996), requiere un lenguaje de persuación
que abraza la provisionalidad de la metáfora, antes que un lenguaje asertivo que
busca certidumbre en los términos categóricos de la teoría musical. La inefabilidad musical es tal vez un fenómeno de jerarquía estructural, o mejor aún de duración prolongacional. Ciertas impresiones se forman a lo largo de un lapso de tiempo más amplio que el de los meros eventos; los significados inefables ocurren
cuando el oyente registra potenciales estructurales y relaciones sin ser capaz de
individualizarlas o de ponerles un nombre. Cumming establece así la respuesta afectiva como un componente semiológico legítimo de la percepción estructural
(2000: 123-128). Variante de este género es la semiología de David Lidov (1999),
de la Universidad de York en Toronto, quien considera que el significado musical
es un fenómeno dinámico y procesual. Ambos modelos se parecen un poco; el equivalente de Lidov de la duración prolongacional de Cumming, por ejemplo, es
lo que él llama signo procesivo (p. 184). Excomulgado alguna vez por Steven
Feld (1974: 209), quien presentó sus ideas como si fueran particularmente estúpidas, Lidov se ha convertido en una de las autoridades más prestigiosas de la semiología musical contemporánea.
3. Hermenéutica analítica. Esta variante es más clásicamente formalista, mientras
que la anterior se inclina más bien al análisis de orden discursivo; fue desarrollada
por Robert Hatten (1994) de la Universidad de Indiana y continuada por Eero Tarasti. El primero combina inquietudes analíticas con elaboraciones interpretativas,
cuestionando las teorías de correlación de tipo encoding/decoding y definiendo
como concepto fundamental la competencia estilística. Una de las fuentes de inspiración de Hatten es la teoría de los tópicos de Leonard Ratner (1980): un tópico
es una figura musical que ha adquirido connotaciones específicas, e incluso denotaciones, dentro de una cultura musical. A partir de los tópicos se puede construir
una rica teoría del género expresivo. La teoría de los tópicos ha sido reutilizada y
extendida por Kofi Agawu (1991). Por su lado, Eero Tarasti fundó en 1985 un gigantesco proyecto internacional de significación musical que cuenta hoy con más
de 300 participantes. La hermenéutica analítica ha encontrado un opositor sistemático en el checo Vladimir Karbusický (1986), quien objeta el uso de teorías semióticas y en particular lingüísticas para explicar el significado musical; Karbusický [1925-2002] no niega que pueda haber metáforas musicales, pero entiende
que sería distorsivo tratarlas en términos de lenguaje o a través de conceptos lingüísticos. En otras obras Karbusický (1990) desarrolla una compleja “antropología estructural de la musicalidad”, combinando ideas de la escuela de Praga, LéviStrauss, Schenker, Asafiev y Kurth.
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4. Modelos narratológicos. Al lado del sistema greimasiano de Tarasti, que ya hemos revisado, se encuentran otras elaboraciones, como la de Carolyn Abbate
(1991), Márta Grabócz (1996), Naomi Cumming (1997a; 1997b) y en parte Kofi
Agawu (1998). Tanto las teorías hermenéuticas como las narrativas tienden a
restablecer la superficie de la música como el sitio crucial del análisis, en contraste con las posturas que interrogaban las estructuras profundas. También llaman a
renunciar a los metalenguajes de grafos, símbolos, letras griegas y números romanos y reivindican la relevancia de las metáforas en lenguaje natural (Agawu 1998:
11, 19), oponiéndose a las razones de Nattiez (1975: 101), quien sostenía la insuficiencia de éste como artefacto del trabajo científico. Igual que Tarasti, Grabócz
reposa en la semiología greimasiana, con algunos toques de la teoría de la entonación de Asafiev.
5. Semiótica existencial. En los últimos años Tarasti (2001; 2002) se ha inclinado
hacia una semiótica existencialista, inspirada en Arthur Heidegger. En esta semiótica la música se presenta no como objeto, sino como situación. Una red de eventos reemplaza a la linealidad del proceso musical. Tres aspectos de la noción de
situación definidos en este marco se relacionan con las categorías sígnicas de
Peirce: la situación (1) como comunicación y proceso significativo, (2) como acción y evento, y (3) como intertextualidad. Elena Alexeieva y Kristian Bankov se
han sumado más tarde al movimiento existencialista.
6. Teorías de corporalidad [embodiment] y gestualidad. Esta corriente encuentra su
punto culminante en los trabajos más recientes de Robert Hatten (1999), quien
sintetiza y supera previos esfuerzos de Wilson Coker (1972), Edward Cone
(1974), Peter Kivy (1980) y David Lidov (1987, 1999). Los autores instauran un
discurso sobre las relaciones entre música, cuerpo, afecto, subjetividad y agencia
transformando la vieja noción de sinestesia en un campo semiológico articulado.
Uno de los primeros estudios sobre el tema fue, insólitamente, un ensayo poco
conocido de Alan Lomax (1982) sobre la variación transcultural del estilo rítmico.
Fuera de este estudio, la dimensión etnográfica es todavía incierta en esta región
de la disciplina, pero se percibe una creciente sensibilidad por la cuestión de la especificidad cultural.
7. Modelos posestructuralistas. El impulsor de los primeros ensayos posmodernos
en semiología ha sido Raymond Monelle (1991) de la Universidad de Edinburgo,
consagrado a indagar la música como texto. En una línea similar, Richard Middleton (1995), figura importante de la new musicology, ha propuesto una aplicación
de la dialógica bajtiniana a la cuestión de la autoría (o autoridad) musical, con frecuentes guiños a Derrida, Baudrillard y Deleuze. Su enfoque se ocupa de los textos de las canciones, por lo que su interés musicológico es prácticamente nulo.
Victor Grauer (1993), antiguo colaborador de Lomax en el proyecto cantométrico,
es hoy practicante de un posestructuralismo semiológico parecido. Su enfoque,
que pretende abarcar todas las artes y culturas incluye elementos de la teoría musicológica gestáltica, cuyo más clásico exponente sigue siendo Leonard Meyer
(1956); la terminología gestáltica, empero, ha sido fagocitada por la posestructuralista, aunque Grauer admite no entender bien su aparato filosófico. Göran Sonesson (1998), de la Universidad de Lund, habla de esta clase de estudios como
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“pre-estructuralistas, paradójicamente llamados pos-estructuralistas”; la postura
de Sonesson es indicadora de una modesta resistencia interna.
8. Estudios culturales semiológicos y estudios semióticos de la cultura popular. Al
principio de su trayectoria, estos estudios sustentaban una visión a grandes pinceladas de las estructuras musicales y adoptaban una actitud ad hoc hacia la teoría
básica; ambas, estructuras y teoría, estaban subordinadas al propósito de comprender la forma en que la música como actividad social encajaba en patrones más
amplios de práctica cultural. La semiótica de la música popular previa a los años
90 utilizaba modelos más saussureanos que peirceanos y los desplegaban emulando lo que había hecho Barthes es sus Mythologies, identificando denotaciones y
connotaciones particulares de piezas, géneros, intérpretes o letras de canciones.
Una obra temprana en esta vena es el estudio de Dick Hebdige (1979) sobre el
rock punk; como pasa a menudo en los estudios culturales, se percibe que este es
el trabajo de alguien que echa mano de conceptos semiológicos circunstanciales,
recién aprendidos en la escuela, antes que la obra de un semiótico profesional; lo
he cuestionado con alguna dureza en mi libro sobre estudios culturales por tratar
hechos consabidos (las marcas corporales de los punks son señales identitarias, ellos pretenden comunicar algo) como si fueran hallazgos obtenidos gracias a la
puesta en acción del marco teórico (Reynoso 2000: 92-93). La estrategia se ha
vuelto un poco más sutil con el tiempo, como en el análisis de Robert Walser sobre el heavy metal (1993), pero todavía hay tendencia a pensar en términos de códigos denotativos, vinculando por analogía fenómenos sociales, ideología y música. Philip Tagg (1991), de la Universidad de Montreal, ha propuesto un modelo
algo más rico, aunque todavía se percibe ecléctico e inacabado.
9. Etnomusicología semiológica. Los estudiosos más conocidos en este campo puede
que sean Charles Boilès (1982), Judith y Alton Becker (1981; Becker 1983), la
sudafricana Louise Meintjes (1990) y José Luiz Martinez (1996a; 1996b) de la Universidad Católica de São Paulo. El último ha aplicado minuciosamente terminología peirceana a músicas de Nueva Guinea y a la teoría de la música clásica de la
India. Los Becker habían propuesto una gramática generativa para el género srepegan, sólo para desdecirse “dialógicamente” dos años más tarde, aduciendo que
una gramática sólo puede ser un borrador imperfecto que se traza en el camino hacia una comprensión emic del fenómeno. Este género de investigación culturalmente situado ha perdido algo de resonancia en la década de 1990 y en lo que va
del tercer milenio, a tono con la pérdida de influencia de la teoría poscolonial y el
multiculturalismo.
10. Modelos analíticos. Desarrollados primordialmente por Kofi Agawu (1998), sobre
una base fuertemente schenkeriana. Agawu ha sido uno de los pocos semiólogos
en prestar atención reflexiva a los aspectos políticos e ideológicos del análisis y a
la construcción de sus “sujetos” ideales o abstractos. El análisis de Agawu no acostumbra incluir metáforas o categorías de orden lingüístico. Agawu ha formulado con pertinencia la cuestión fundamental de la semiología: ¿es una forma de enmarcar lo que ya conocemos, o puede generar insights musicales de primer orden?
Otros semiólogos schenkerianos bien conocidos son Robert Samuels, Jonathan
Dunsby, John Stopford y Tom Pankhurst.
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11. Modelos cognitivos. Se ocupan primordialmente de los niveles poiético y estésico,
incorporando eventualmente herramientas de modelado computacional fenomenológico, toques de semiótica peirceana y (lamentablemente) constructivismo y enactividad vareliana. Sus exponentes más entusiastas son William Echard, Erkki
Pekkilä, Lawrence Zbikowski, Roger Kendall, William Windsor, Mark Reybrouck y Rubén López Cano.
12. Modelos sociosemióticos. Esta modalidad recurre a teorías sociolingüísticas de
tono funcionalista (Halliday), a modelos de análisis del discurso (van Dijk) y a las
teorías de la práctica (Bourdieu). Conozco unos pocos estudiosos encuadrados en
esta semiología, de los cuales los más conspicuos podrían ser el holandés Teo van
Leeuwen (1998) y el canadiense William Echard (2000).
13. Modelos lingüísticos. Una modalidad softcore de esta tendencia aparece en la obra
de Gino Stefani (1998) quien ha desarrollado la idea de competencia musical y
código inspirándose en Umberto Eco. El fuerte de Eco no es la música, y se nota
bastante. En el extremo hardcore, a partir (y a pesar) del modelo generativo de
Lerdahl y Jackendoff (1983) y de las dos elaboraciones mayores de Nattiez (1975,
1990), los modelos lingüísticos se han ganado unos cuantos enemigos en la semiología reciente, aunque todavía tienen sus seguidores. Es evidente que ya no
son mayoritarios. Nattiez en particular ha sido resistido por los semiólogos más
inclinados al posmodernismo y los estudios culturales: Rubén López Cano (2005),
por ejemplo, lo cree un neopositivista clásico y recalcitrante, un juicio que delata
más su ingenuidad que la de Nattiez. Estas posturas reactivas suelen desatar discusiones de bajo nivel académico; en algunos casos, la reacción contra los modelos lingüísticos se origina no tanto en problemas ontológicos o conceptuales inherentes a éstos, sino en la presunta insolvencia profesional o en las intenciones malévolas de quienes los promueven (Pavel 1989; Sonesson 1998). No todos los semiólogos, por lo visto, están de acuerdo en lo esencial.
Como puede apreciarse, la semiología de la música constituye un movimiento de gran envergadura que alienta un cierto espíritu de cuerpo y una buena imagen de su propia relevancia, por más que unas cuantas de sus manifestaciones estén integradas a otros campos
de la actividad intelectual. Esta es una razón más para poner en tela de juicio la impugnación apodíctica de todo el movimiento que consumó Steven Feld (1974) en tres renglones, basándose por un lado en la convicción de que es impropio concebir cualquier aspecto de la cultura como sistema de signos, y por el otro en la idea alucinada de que la semiología se agota en la enunciación de ese simplismo. Aunque más no sea por el impacto
que la crítica de Feld ha tenido en la etnomusicología norteamericana, analizaré este triste
episodio algo más adelante con el detalle y la paciencia que hagan falta.
Modelos lingüísticos en etnomusicología
Si bien sus dimensiones semánticas difieren, es obvio que tanto el lenguaje como la música son susceptibles de conceptualizarse como sistemas de signos, sistemas simbólicos,
códigos o formas de comunicación análogos en una cantidad de aspectos. Ésta y aquél
son sistemas cerrados constituidos por elementos sonoros discretos, sujetos a restricciones y normativas; ambos involucran una dimensión temporal; ambos han sido estudiados
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en términos de sus reglas, gramáticas, pragmáticas, estructuras, jerarquías, modos de significación. Es natural que desde muy temprano se indagara la posibilidad de abordar
ambos objetos de la misma forma, extrapolando hacia la música las ideas que se iban formulando en la lingüística, siempre reconocida como la más avanzada de las ciencias humanas.
No pienso examinar en este libro los ensayos que exploraron las relaciones entre la poesía
y el canto, o los estudios sobre los lenguajes tonales, las formas intermedias entre música
y habla (haka, p’ansori, katajjaq, cantilación, Sprechstimme, auchmartin, morlam, tassou,
chastushka, hip hop), los sistemas musicales paralingüísticos como la comunicación con
tambores o los canto-pensamiento de los Tepehua, la señalización basada en silbidos, las
fórmulas mnemónicas entonadas, los juegos vocales. Esos estudios han definido campos
temáticos intersticiales y lo que ahora importa son sólo las formas teóricas, por más que
aquéllos sean apasionantes. El único rastro a seguir aquí es entonces el de las teorías, métodos y conceptos lingüísticos que se usaron en etnomusicología y las discusiones sobre
su relevancia y rendimiento.
El primer intento histórico por comprender la generación de la música en términos de una
gramática es, hasta donde he podido rastrear, un texto de 1818 del organista, compositor
y ensayista inglés Thomas Busby [1755-1838] titulado precisamente A grammar of music
(Busby 1976). Lejos de comenzar en los Estados Unidos con los ensayos tempranos de
Bruno Nettl, como parroquialmente creen Steven Feld (1974: 198) y Norma McLeod
(1974: 105), los contactos contemporáneos entre lingüística y etnomusicología se inauguran en Alemania, donde el musicólogo Gustav Becking (1932), uno de los primeros en investigar fenómenos de sinestesia y embodiment, destacó la relevancia de la fonología para los estudios musicales; en su monografía sobre el canto épico montenegrino Becking
sostenía que la construcción musical y la construcción fonémica son ambos sistemáticos
pero también culturalmente dependientes (Bent y Drabkin 1987: 59). Roman Jakobson
tomó la sugerencia de Becking y señaló que una propiedad particular de la música es que
la operatoria de sus convenciones es por completo fonológica y no concierne ni a la etimología ni al vocabulario. Por esa razón urgió a los analistas musicales a estudiar el modelo de la fonología, algo que muy pocos hicieron en realidad.
En Estados Unidos los trabajos de este tipo comienzan un cuarto de siglo más tarde que
en Europa con el estudio de Bruno Nettl (1958a) sobre posibles usos de estrategias lingüísticas para el análisis musical y del lingüista William Bright (1963) acerca de las áreas
de cooperación entre ambas disciplinas; ambos se inspiran prevalentemente en el modelo
fonológico de la Escuela de Praga de Trubetzkoy y Jakobson y en las técnicas de segmentación de la lingüística estructural pos-bloomfieldiana. Nettl utiliza también nociones del
distribucionalismo para identificar en un corpus rasgos significativos y no significativos,
identificar unidades mínimas o “fonemas”, motivos recurrentes o “morfemas” y luego
frases, secciones, etcétera, sin recurrir a los significados. El mismo principio de unidades
discretas y distintivas se encuentra a todos los niveles de la música y del lenguaje, sobre
los que se puede operar de una misma forma. El autor sugiere que, en ciertos casos, los
elementos de juicio lingüísticos pueden permitir resolver problemas que se han mostrado
refractarios a los métodos tradicionales (1958a: 41).
Conceptos similares fueron expresados más tarde por el director Leonard Bernstein (2002
[1973]), de donde procede la tabla de equivalencias que muestro en estas páginas. Estas
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ideas suenan interesantes pero en general no cuajaron, aunque al principio se las recibió
con moderada simpatía. Todo el mundo estaba de acuerdo con que una nota era igual a un
fonema; de ahí para arriba cada quien tenía una opinión distinta. Cuando uno mira el cuadro podría pensar que una frase está formada por palabras, y que una pieza no equivale a
un párrafo sino a un texto, y así sucesivamente. Como quiera que sea, la analítica musicológica ya poseía herramientas nativas para esa clase de análisis y el beneficio de adoptar
una nomenclatura fonológica es a todas luces marginal. Un cuarto de siglo más tarde,
Nettl (1983: 215) seguía creyendo que los conceptos de fonema y morfema podían llegar
a ser útiles, aunque no insistió mucho en ello: entre uno y otro de sus trabajos, la disciplina había tomado distancia de ese género de aventuras.
Música Lenguaje
Nota = Fonema
Motivo = Morfema
Frase = Palabra
Sección = Cláusula
Movimiento = Frase
Pieza (pieza) = Pieza (parágrafo)
Tabla 3.1 – Leonard Bernstein (2002 [1973]) – Equivalencias música/lenguaje
En el mismo registro que Nettl, la musicóloga, misionera y ejecutante de marimba Vida
Chenoweth (1972) encaró la tarea de proporcionar un método susceptible de replicación,
falsación y validación para el análisis de sistemas musicales parciales o totales; dicho método se basaba en dos elementos característicos de la lingüística norteamericana como lo
eran la distinción emic/etic y los métodos fonológicos distribucionales de su mentor Kenneth Pike. Lo primero que emprende Chenoweth es el análisis etic de los intervalos posibles, mediante marcas en una tabla de doble entrada, con filas para los intervalos precedentes y columnas para los intervalos siguientes de todas las notas.
Unísono
Intervalo
precedente
Intervalo siguiente
2md
2ma
2Md
Etc…
Unísono
2md
2ma
Etc…
Tabla 3.2 – Hoja de codificación de Chenoweth (1972: 44)
Filas y columnas se señalan para unísonos (u), segundas menores descendentes (2md), segundas menores ascendentes (2ma), segundas mayores descendentes (2Md) y así sucesivamente. Una simple marca en cada casillero permite hacer un inventario de los tipos
de sucesión. Tras hacer el análisis de cada canto, se puede armar un tablero general para
las piezas de un estilo o de un corpus. Con este tablero se puede determinar si la distribución de cada tipo de intervalo es o no predecible. Haciendo la simple cuenta de las ocurrencias de cada intervalo (por columna) y de los contextos en los que aparece (por línea),
se obtiene una imagen de las características esenciales de cada sistema.
A partir de este punto se desenvuelve la verificación del carácter emic de los intervalos.
No es necesario preguntarle al actor cuáles son los intervalos desde el inicio, aunque será
conveniente hacerlo al cabo de las operaciones para verificar sus resultados. Lo primero a
114
tener en cuenta es el criterio de similitud para resolver la posibilidad de que dos unidades
etic sean una sola entidad emic. Lo segundo que se impone es un criterio estadístico: si en
un corpus la tercera mayor aparece 53 veces y la tercera menor sólo 2, puede suponerse
que ésta es una variante o fluctuación de aquélla. Lo tercero es el contexto; conforme a
cuál sea éste, puede suceder que una entidad emic se realice de manera desviante. Relacionada con el contexto está la noción de distintividad o contrastividad: un contraste es
una diferencia entre dos sonidos en dos ambientes análogos.
Para determinar las unidades emic, Chenoweth (pp. 54-58) propone estas cinco reglas:
(1) Dos unidades similares que presentan una diferencia en ambientes idénticos son
dos unidades emic distintas.
(2) Dos unidades etic similares que no están condicionadas por el contexto en las que
una puede reemplazar a la otra en todas las circuntancias, son variantes de una
misma unidad emic. En este caso no hay ninguna constricción del contexto y se
habla de variación libre.
(3) Dos unidades etic similares condicionadas por el contexto que puedan ser reemplazadas una por la otra en ciertas circunstancias pero que no forman jamás una
oposición (o sea, no contrastran) en las mismas circunstancias, son variantes de
una misma unidad emic.
(4) Dos unidades etic similares condicionadas por el contexto que puedan ser reemplazadas la una por la otra en ciertas circunstancias y que forman una oposición,
constituyen dos unidades emic a despecho de su variación.
(5) Dos unidades etic similares en distribución complementaria, en la que una aparece en un contexto diferente de la otra son variantes de una misma unidad emic.
Una vez establecidas las unidades emic se puede construir una tabla de restricciones de
co-ocurrencias, como la de la tabla 3.3, que contiene los datos correspondientes a los
cantos del grupo Awa de Nueva Guinea (Chenoweth y Bee 1971: 776).
u
m2a
m2d
M2a
M2d
m3a
m3d
4a
4d

u
+
+
+
+
+
+
+
+
+
+
m2a
+
+
+
+
+
-
m2d
M2a
M2d
m3a
m3d
+
+
+
+
+
+
+
+
+
+
+
+
+
+
+
+
+
+
+
+
+
+
+
+
Tabla 3.3 – Restricciones del sistema Awa
4a
+
+
+
+
+
4d
+
+
+
+
+
-

+
+
+
+
+
-
Hoy se percibe que esta propuesta metodológica, clara e ingeniosamente entroncada con
las reglas para la determinación de fonemas de Trubetzkoy, presenta algunos inconvenientes en la práctica. Cada pieza requiere varias horas de análisis, siempre y cuando
exista una transcripción preliminar que también demanda lo suyo. El método está restringido, igual que el de Charles Adams, a músicas sin partes armónicas ni heterofonía. Si
bien el modelo podría admitir tratar intervalos intermedios, la teoría minimiza las dife-
115
rencias entre las escalas temperadas y las nativas, lo cual es extraño viniendo de una autora criada en la institución donde se forjó la idea de una ciencia emic. Más aún, Chenoweth y Bee dicen de los intervalos Awa “que corresponden a los intervalos occidentales
en la medida en que se pueden ejecutar sobre una escala bien temperada [con alguna que
otra excepción]. Igualmente, cuando el analista cantó terceras menores, cuartas justas, etcétera, en una nueva melodía compuesta, los informantes aceptaron y reprodujeron éstos
como intervalos internos a su sistema musical” (1971: 782).
Con todas sus dificultades el método es soberbio, aunque se requeriría una elaboración
estadística ulterior para sacarle provecho. Un buen diseño comparativo serviría para evaluar si a través de este método se puede dar cuenta de un sistema fonológico-musical que
tenga la misma entidad y el mismo perfil distintivo que su contrapartida lingüística. El
método de Chenoweth se sigue utilizando en la actualidad, si bien mayormente en el interior de su círculo de alumnos y entre los investigadores del Instituto Lingüístico de Verano. Brian Schrag (2005: 43), uno de sus discípulos, afirma en su disertación doctoral (aprobada por Timothy Rice y Anthony Seeger) que el método de análisis melódico de
Chenoweth no tiene paralelos en su rigor, atención a los detalles y amplitud. Quizá por su
carácter confesional e intervencionista, las elaboraciones emanadas del ILV han sido poco populares entre los etnomusicólogos de la corriente principal. Pero como dice Nattiez
(1975: 230), el método “tiene el inmenso mérito de señalizar [baliser] el trabajo del etnomusicólogo en su investigación; imperfecto pero susceptible de mejora, existe, y eso es
decisivo”.
***
Hoy en día se considera que la primera descripción rigurosa de la percepción de la música tonal que utilizó los recursos formales de la lingüística generativa se desarrolló a principios de la década de 1980 como un esfuerzo colaborativo de un músico y un lingüista,
Fred Lerdahl y Ray Jackendoff (1983). Su propuesta se conoce como la teoría generativa
de la música tonal, o TGMT. Se trata de una clásica teoría metalingüística: sostiene que
la gramática musical es la habilidad del oyente de reconocer cualquier pieza musical que
escucha como perteneciente (o no) a su idioma nativo, proceso para el cual utiliza un
conjunto de intuiciones perceptuales profundamente engranadas, tal vez innatas (p. 281).
Estas intuiciones reducen la señal musical a un conjunto de relaciones, en las que algunos
elementos son más dominantes que otros en diversos niveles de la jerarquía. Muy claramente, aunque el enunciado no es explícito, el modelo de la TGMT es una teoría del
nivel estésico.
El objetivo de la teoría es predecir cuáles serán los elementos relativamente dominantes
en una nueva pieza en el idioma nativo con el que se pueda confrontar el oyente y, basándose en esas intuiciones de dominancia, de qué manera el oyente analizará subconscientemente y responderá afectivamente a la nueva música que escuche. Lerdahl y Jackendoff
son extremadamente cautos en cuanto al uso de la analogía lingüística, aunque siguen
creyendo que la analogía es significativa y que su modelo sintáctico es comparable a una
gramática generativa del lenguaje, la cual, por otra parte, tampoco puede decirse que realmente exista. El logro máximo de la TGMT, a mi juicio, consiste en la fusión natural entre los conceptos lingüísticos y la analítica musical dominante en el último cuarto del
siglo XX, que se quiera o no es la de Heinrich Schenker. La TGMT (junto con la infinidad de trabajos formales a los que inspiró) responde de una vez por todas la pregunta so116
bre si los modelos del lenguaje son relevantes en la comprensión de la música: la respuesta es que sí, siempre que procedamos con extrema delicadeza.
Como teoría formal, la TGMT postula estructuras abstractas y operaciones para manipularlas. Las cuatro estructuras básicas son las métricas, de agrupamiento, de duración y
prolongacional.
(1) La estructura métrica describe la intuición de los oyentes nativos de la sucesión de segmentos relativamente acentuados y no acentuados en la música a la que están expuestos,
a diversos niveles.
(2) La estructura de agrupamiento señala la tendencia del oyente nativo a experimentar ciertas combinaciones melódicas como más próximas, es decir, clasificar series de sonidos
en totalidades psicológicamente reales basadas en principios gestálticos. Esta estructura
expresa una segmentación jerárquica de la pieza en motivos, frases y secciones. Debido a
las demandas de una jerarquía estricta, los autores tratan toda la música como si fuera
homofónica, admitiendo que la teoría es inadecuada para las variedades contrapuntísticas
(p. 37).
Las dos últimas estructuras son reductoras:
(3) La estructura de reducción de duración [time-span] divide la pieza musical en totalidades
mayores conforme a principios de dominancia que están en efecto, pero no por programa, sino como algo que se origina en los principios de la armonía occidental.
(4) La reducción prolongacional, el constructo más abstracto y dudoso, se relaciona con la
intuición de los oyentes de que el flujo musical se puede reducir, basado en la sucesión
de tensión y relajamiento, continuidad y progresión, a estructuras más simples que inducen indirectamente una reacción afectiva en el oyente, es decir, el sentido de que la música invoca emociones.
Las estructuras así definidas se sujetan a tres tipos de operaciones formales, llamadas reglas por influencia de la teoría lingüística: reglas de buena formación, como las que ocurren en ciencia computacional, que definen la condición que se necesita satisfacer de modo que un componente musical particular pueda construirse en primer lugar. Por ejemplo,
para que se constituya un grupo, éste debe consistir en una totalidad ininterrumpida en el
flujo musical, de modo que la regla estipula que sólo elementos vecinos pueden formarlo.
Aparte de éstas reglas de buena formación hay reglas transformacionales que no imitan
movimientos sintácticos mayores como los que propusieran en algún momento Bernstein
o Keiler, sino que representan más bien fenómenos fonológicos de superficie, la sintonía
fina del producto musical terminado, el cual se realiza mediante procesos de elisión y
borrado.
Finalmente, las reglas de preferencia, revividas en esta teoría a partir de las investigaciones tempranas de la psicología de la Gestalt y de algunos trabajos pioneros en pragmática, primordialmente la obra de Paul Grice. Estas reglas distinguen la percepción de la
música de su contrapartida en el lenguaje, permitiendo sutiles elecciones no binarias en el
momento en que se decide una interpretación de cualquier parte del flujo musical. Estas
no serían elecciones inflexibles, sino una consecuencia de la libertad de opciones del oyente entre un número de alternativas igualmente aceptables. Estas reglas se presentan en
la teoría por medio de condicionales y superlativos; reglas de preferencia características
son las siguientes:
117
GPR5 (Simetría) – Preferir agrupar los análisis que se aproximen más estrechamente la
subdivisión ideal de los grupos en dos partes de igual longitud.
PRPR5 (Paralelismo) – Preferir una reducción prolongacional en la cual los pasajes paralelos reciban análisis paralelos.
Lerdahl y Jackendoff no se creen competentes para desarrollar una teoría comprehensiva
de la música, capaz de dar cuenta de la totalidad de las intuiciones musicales del oyente
(p. 8). Por lo tanto, restringen su escrutinio a los componentes de la intuición musical que
son de naturaleza jerárquica; otras dimensiones, tales como timbre, dinámica o procesos
temáticos o motívicos, no son considerados jerárquicos y no son objeto de tratamiento.
La decisión de Jackendoff de tomar en préstamo las reglas de preferencia de las antiguas
teorías gestálticas de la cognición e incorporarlas a la TGMT puede que sea revolucionaria. Renombradas como “restricciones” [constraints] por su tono normativo, las preferencias cognitivas se han utilizado en otras ramas de la ciencia, incluyendo lingüística, y en
particular en las formulaciones iniciales de las teorías de régimen y ligamento en los 80s
y en la teoría minimalista de los 90s, en cuya elaboración Jackendoff tuvo participación
protagónica.
En su índice de reglas, los autores señalan con un asterisco aquéllas que serían específicas de la música tonal de Occidente, aduciendo que el resto sería universal (p. 345). Más
aún, gran parte de la complejidad involucrada en la competencia auditiva es de un orden
de complejidad tal que difícilmente se puede argumentar que es aprendida; habría en la
audición un fundamento complejo que estaría determinado por la herencia genética (p.
281). La TGTM y más aún las “restricciones cognitivas” de Lerdahl (1992) que revisaré
en otro capítulo suponen un desafío universalista del que la etnomusicología se debería
ocupar alguna vez. Hasta el momento de escribirse este libro no se ha molestado en hacerlo.
Metacrítica de los modelos lingüísticos
En la década de 1970, cuando la semiología europea todavía estaba ganando impulso y el
estructuralismo de Claude Lévi-Strauss parecía encarnar una revolución metodológica,
Steven Feld (1974) creyó percibir que la etnomusicología se estaba inclinando demasiado
a favor de los modelos lingüísticos y salió a su cruce como “abogado del diablo”, posicionándose en contra de esa tendencia. El artículo que escribió al respecto se ha hecho célebre pese a ser argumentativamente muy débil, como en seguida se verá. La espaciosa
comprobación que sigue no constituye una defensa de los métodos de análisis basados en
la lingüística, sino un examen de la fundamentación alegada por Feld para rechazarlos,
representativa de ideas en circulación y de formas autoritarias de crítica externa que se
han impuesto desde entonces.
En el artículo de Feld hallo sólo un instante en que éste pulsa la cuerda adecuada con un
toque de genio. Es cuando él contradice la afirmación de Nattiez respecto de que el análisis mitológico de Lévi-Strauss procede a lo largo de las líneas de una partitura orquestal.
Aquéllos que han leído a Lévi-Strauss seguramente saben que sus oberturas hacia la música son poéticas e interesantes; pero, demonios, los encabezamientos de los capítulos de
Lo crudo y lo cocido difícilmente constituyan evidencia para una postura teórica (Feld
1974: 203).
118
Incidentalmente, admitiré que tal vez haya algo de subjetivo en el valor que encuentro en
este juicio de Feld, pues nunca me han impresionado los razonamientos levistraussianos
sobre la música. A Lévi-Strauss tampoco le interesaba la música primitiva, para él carente de la sugestión que encontraba a raudales en la tradición clásica europea, música contemporánea excluida (Nattiez 1973: 6).
Un segundo momento de potencial interés parecería manifestarse cuando Feld propone
un programa de interrogantes a resolver en un eventual proceso de adopción de un modelo transformacional en etnomusicología. Llamaré a este programa el “cuestionario” de
Feld para después referirme a él en el curso de esta metacrítica. El cuestionario es éste:
(1) ¿Es una gramática transformacional de la música un teoría de lo que significa conocer una música?, esto es, ¿es la competencia musical el dominio de una explicación etnomusicológica adecuada?
(2) ¿Es una gramática transformacional de la música una teoría sobre la forma en
que los niños adquirirán la música? ¿Qué afirmaciones hace la gramática sobre el
aprendizaje?
(3) Cuando una gramática transformacional especifica una estructura profunda y una
estructura de superficie ¿afirma también que la estructura profunda constituye un
universal formal? ¿Contiene la estructura profunda significado musical?
(4) ¿Implican las gramáticas transformacionales de la música una teoría de la mente?
Específicamente, ¿se siguen esas gramáticas de una orientación cartesiana racionalista al conocimiento … y de un rechazo de la teoría conductista skinneriana
del aprendizaje?
(5) ¿Afirma una gramática transformacional de la música que la sintaxis musical es
autónoma de supuestos semánticos y culturales? ¿Es la semántica de la música
interpretativa, basada en significados léxicos asignados a notas, motivos, frases y
segmentos?
(6) ¿Da cuenta una gramática transformacional de la música de análogos a la competencia lingúística? Específicamente, ¿está diseñada la gramática para explicar (a)
el conocimiento nativo de la sinonimia, (b) el conocimiento de la ambigüedad,
(c) la capacidad creativa para producir nuevos enunciados? Si no es así ¿por qué
tener estructuras profundas y de superficie?
(7) ¿Cuál es la contrapartida musical de un “oyente-hablante ideal”? ¿Implica esto
que todos los miembros de una cultura comparten el mismo conocimiento musical y que las habilidades de los músicos especialistas son como las habilidades de
oradores y hablantes en público?
(8) ¿Escribe uno gramáticas transformacionales para la producción musical entera de
una cultura, o para estilos, sub-estilos, géneros o cosas así? De hecho ¿qué es razonable esperar que una gramática afirme sobre las relaciones entre esas unidades?
(9) Finalmente ¿cómo se han de evaluar los procedimientos de evaluación y qué significa construir la gramática “más simple” o más general de una música? (Feld
1974: p. 205).
A pesar de la pertinencia ocasional de algunas preguntas, la capacidad del cuestionario
para poner en un brete a quienes elaboren gramáticas transformacionales de la música (o
de cualquier otra forma comunicativa) es claramente nula, como se examinará poco más
adelante.
119
Fuera del primer rapto de inspiración que hemos visto y siguiendo el ritual de su época,
pródiga en radicalismos, la mayor parte del tiempo Feld protesta contra la “gramaticalidad cruda”, los “modelos confinados”, los “no-problemas”, los “juegos de abstracciones”
o los “formalismos vacíos” que sólo intentan reemplazar un conjunto de abstracciones (la
notación musical) por otro conjunto de abstracciones (una gramática transformacional)
(p. 201, 206, 207, 209, 210).
Desde el punto de vista chomskyano, al menos, esta última frase esconde un notorio atropello conceptual: una gramática no se agota en un corpus finito de partituras (o elocuciones elicitadas); constituye más bien un modelo de la competencia musical (o lingüística)
y en tanto tal su productividad es ilimitada. Hay una partitura por cada pieza; una sola
gramática bien formada, en cambio, consistente en unas pocas docenas de reglas, podría
dar cuenta de infinitas frases en un lenguaje o piezas en un estilo. Ambas son abstracciones, por supuesto; pero no son abstracciones del mismo orden algorítmico: la primera establece con su objeto concreto una relación uno a uno; la segunda, un mapeado uno a infinito sobre una población de objetos virtuales.
Feld tampoco repara en el hecho de que para hablar de música también hay que articular
abstracciones, vinculando a través del lenguaje y el sentido dos modos de representación,
música y palabra, tan diferentes entre sí como podrían serlo la música y su partitura. Por
lo menos entre estas últimas hay ciertas analogías icónicas específicas: el músico que lee
una transcripción puede imaginar un modelo idealizado de ciertos rasgos de la sonoridad
denotada por los símbolos. Una notación formal o un modelo matemático son artificiosos,
de acuerdo; pero de ningún modo una formulación discursiva constituye una representación “natural”: no existe semejante cosa. Lo que pretendo con este argumento no es señalar esta trivialidad, sino destacar un rasgo característico del discurso de Feld cual es su
falta sistemática de control de calidad y de examen reflexivo; esta circunstancia hará que
él imponga a los modelos lingüísticos exigencias que no impone a la teorización contextualista y a las que él mismo no se atiene.
Por otra parte, el modelo lingüístico chomskyano vigente en 1974 tampoco se llamaba ya
Gramática Transformacional; ésta, que fuera la formulación inicial de los años 50, había
sido sucedida por la Teoría Estándar en los 60 y por la Teoría Estándar Extendida el año
en que Feld escribió su artículo. En la denominación anacrónica yace un primer indicio,
pienso, del desconocimiento de Feld sobre la génesis de la postura chomskyana y la evolución sustancial de la gramática generativa. En esta tesitura, Feld caracteriza a Zellig
Harris, el maestro estructuralista de Chomsky, de una manera vaga, por vía de alusiones y
citas bibliográficas pilladas de autores intermediarios, que no son otros que sus propios
criticados. Feld se las ingenia para eludir toda referencia a postulados teóricos concretos,
dando una pintura de la compleja relación entre la teoría de Harris y la de Chomsky que
haría mal papel en un manual de divulgación. Las señales de que Feld ha leído poco de
toda esta literatura son innúmeras, y no sólo por la omisión de detalle. A decir verdad,
con la única salvedad de la distinción entre teorías estructuralistas y transformacionales
(copiada de Howard Maclay, p. 204), en toda la discusión de Feld no hay indicios de diferenciación entre una escuela lingüística o semiológica y otra en base a criterios teóricos
precisos.
Feld sostiene que hasta ese momento los modelos lingüísticos en etnomusicología sólo
permanecían a nivel programático, lo que desmiente de inmediato con su referencia a los
120
trabajos de Chenoweth y Bee, Boilès y Sapir (p. 199). Aquellas autoras identificaron las
reglas que hasta un extranjero podría seguir para componer música consistente con las
pautas estilísticas de los Awa de Nueva Guinea; Charles Boilès desentrañó la gramática
de las canciones-pensamiento de los Tepehua, un género único en el mundo en el que los
motivos instrumentales poseen significados articulables; J. David Sapir logró definir el
sistema de reglas de estructura de frase y reglas de transformación capaces de generar los
cantos de los Diola-Fogny.
A Feld estos logros no le alcanzan, por cuanto él cree que “el propósito de una teoría etnomusicológica debe ser encontrar la mejor manera de explicar las cosas, no solamente
[encontrar] formas que funcionen” (p. 209). Feld reprocha al modelo de Boilès que sólo
se aplique al caso Tepehua (p. 199), sin preguntarse de cuántos casos puede dar cuenta una etnografía inmersionista, la suya incluida. Su conceptualización de todos esos modelos
como “formas que meramente funcionan” parecería expresar que los esquemas lingüísticos propuestos no poseen realidad psicológica, sino que son constructos arbitrarios del
estudioso; los modelos aludidos, sin embargo, han sido émicamente validados. Los informantes Tepehua de Veracruz, por ejemplo, estuvieron de acuerdo con las conclusiones
del estudio de Boilès y los Awa de Nueva Guinea aceptaron las melodías nuevas creadas
por el modelo generativo de Chenoweth y Bee y hasta incluyeron algunas en sus repertorios (Nettl 1983: 213; Chenoweth y Bee 1971: 782). Tampoco es cierto que no se haya
elaborado “la relación de los modelos con los fenómenos” (p. 210); si eso significa lo que
parece, los estudios mencionados no versan sobre otro asunto.
Otros trabajos considerados por Feld como “mínimamente empíricos” (p. 198), “programáticos” (p. 199) o “carentes de evidencia” (p. 201), como los de Arom, Asch, Lidov,
Nattiez o Ruwet no lo son en absoluto; cuatro de los cinco, con los ajustes que trajo el
tiempo, forman parte del repertorio usual de técnicas de análisis que se aprende hoy en la
academia, lo que prueba que (a diferencia de las premisas interpretativas del propio Feld)
son al menos susceptibles de enseñarse y aplicarse a casos empíricos (cf. Bent 1980: 377378; Cámara 2004: 464, 468, 501-504). Todos ellos habían sido probados en el tratamiento de diversos repertorios: la polirritmia africana, las danzas Slavey, las melodías de Kulingtan, los juegos vocales Inuit, la música clásica de Occidente. El desempeño de esos
modelos en la práctica ha ido de lo excelente a lo apenas digno, pero aunque Feld clama
por evidencia página tras página, no describe aceptablemente esos modelos ni identifica
sus defectos puntuales; nada más expide veredictos de impugnación, dictados por una
epistemología sumaria en la que conviven inexplicablemente las filosofías contrapuestas
de Hempel y Kuhn.
El problema mayor con la crítica de Feld es que intenta excluir de la práctica disciplinar
el análisis de la música en sí misma; esta actitud niega además sentido a lo que en cualquier disciplina sería un planteo abstracto, sintáctico o gramatical. Si se diera el caso de
que los modelos de Chenoweth-Bee y Sapir generaran las manifestaciones de superficie
en función de reglas gramaticales émicamente validadas, ello implicaría que el papel del
contexto es, en lo que a ese nivel respecta, nulo, secundario o eventual. Esto, y no el carácter lingüístico de los modelos, es lo que Feld no puede tolerar. En su opinión, si no se
prioriza el contexto no se está haciendo etnomusicología como debe ser (pp. 199, 200).
Con la misma pauta argumentativa se podría refutar no ya el uso de modelos lingüísticos
en etnomusicología, sino la totalidad de la lingüística de la lengua desde Saussure hasta
121
Chomsky; éste es, después de todo, el razonamiento de algunos sociolingüistas, al que
Feld suscribe jubiloso (pp. 206-207).
Feld sólo encuentra legítimos modelos integrativos como los de Alan Merriam y John
Blacking, quienes cuestionan que se aíslen las unidades lógicas fuera de sus ambientes
culturales (p. 199). En esta tesitura, los escarceos inexpertos de Blacking con la lingüística chomskyana son juzgados por Feld como “notables excepciones” en el conjunto de los
modelos lingüísticos, porque han sabido situar las cosas en el plano que corresponde (pp.
200, 210, 213). El uso casi telegráfico que Blacking ha hecho de los conceptos chomskyanos, empero, ha sido considerado idiosincrásico, metafórico o superficial aún por autores que le tienen aprecio en otros órdenes (Nettl 1983: 213; Nattiez 1975: 378; Lidov
1993; Agawu 1997). Los conceptos de Blacking que Feld cree iluminadores son los de
competencia, performance, estructura profunda y estructura de superficie, los mismos que
juzga vanos y forzados en manos de teóricos no contextualistas y hasta del propio
Chomsky, y los mismos que imagina problemáticos en su “cuestionario” (pp. 205-206).
También Norma McLeod, sin duda alguna inducida por su amigo Feld, estima sumamente interesante el intento de Blacking de usar esos conceptos. Testimoniando el tráfico de
influencias y la navegación endogámica de las listas bibliográficas de un texto a otro sin
que las acompañen las lecturas concomitantes, ambos autores mencionan los mismos dos
artículos (de una producción de 191 ítems, 23 de los cuales tratan el asunto) y en ambos
casos una de las referencias está equivocada (McLeod 1974: 107, 114).
Señalo, entre paréntesis, que para el momento en que Feld y McLeod escribieron sus artículos la estructura profunda de la Teoría Estándar Extendida ya no era el único factor
que determinaba el significado, y que los cuatro conceptos chomskyanos han desaparecido en el programa minimalista actual. Como sea, la apología de la postura de Blacking en
que se embarca Feld no tiene matices ni coherencia: mientras mira con sarcasmo a Nettl
porque éste cree que “la lingüística descriptiva tiene alguna relación con las ciencias de la
naturaleza” (Feld 1974: 208), dos páginas más tarde elogia el modelo lingüístico de
Blacking porque “aborda explícitamente cuestiones teóricas básicas como la aproximación a la música desde las ciencias naturales” (p. 210).
Todas las alusiones de Feld a las teorías de Chomsky reflejan el modo en que éstas se
presentan en obras críticas que él cita, decanas del núcleo de la bibliografía anti-chomskyana clásica: Katz y Fodor, John Lyons, Dell Hymes, James McCawley, George Lakoff
y Howard Maclay. El carácter derivativo y demasiado básico de los argumentos, la ausencia de la más mínima cita directa de textos capitales de Chomsky o Harris, la discusión teórica mediante copia y pegado de párrafos ajenos, la insinuación de que Blacking
poseía un expertise más sólido en lingüística que el de Jean-Jacques Nattiez (p. 212), el
tratamiento en bloque de las teorías lingüísticas y las semiológicas y la impropiedad de
las observaciones técnicas, demuestran más allá de toda duda que en el momento de escribir ese artículo Feld distaba de poseer competencia en la materia. Por cierto, el artículo
era su primera publicación, armada bajo la tutela de su excéntrico profesor de lingüística
Carl Voegelin en la Universidad de Indiana; Feld acababa de tomar su primer curso de
lingüística (Feld 1974: 213; Feld y Brenneis 2004: 463). Las disonancias que encuentro
en la visión que Feld sustenta sobre la teoría lingüística merecen un tratamiento detallado
por cuanto (a) se refieren a una instancia interdisciplinaria crucial, que resultó dirimida
por el trabajo de un estudiante con menos de un año de experiencia en la especialidad y
122
(b) nunca nadie percibió en la diatriba de Feld los signos ostensibles de esa inexperiencia,
por lo que su trabajo sigue siendo una referencia canónica.

En primer lugar, Feld utiliza conceptos técnicos adosándoles sentidos que no queda más que llamar incorrectos. La “adecuación explicativa” de Chomsky, por ejemplo, no es lo mismo que el rigor “teorético empírico” general de un modelo
como Feld cree, sino que concierne a la capacidad que tiene el modelo chomskyano de predecir la forma de representación mental del conocimiento lingüístico por
parte del hablante (Feld 1974: 201, 204; Chomsky 1964). Expresado de otra forma, para satisfacer la condición de adecuación explicativa, una teoría del lenguaje
debe mostrar de qué manera un lenguaje particular se puede derivar a partir de
una condición inicial uniforme bajo condiciones de límite definidas por la experiencia (Chomsky 2000: 7). Por supuesto, cualquiera es libre de usar un término
como le venga en gana; pero ése en particular tiene una una denotación precisa y
es de la teoría en la que se acuñó el concepto de lo que se está hablando.

La impugnación monolítica que Feld hace de los modelos lingüísticos no distingue entre las formalizaciones puramente lingüísticas o gramaticales y las formas
de representación cognitiva o semiológica que se encuentran, por ejemplo, en modelos como el de Hugo Zemp o Jean-Jacques Nattiez: “diagramas en árbol, marcadores de frase, derivaciones, reglas, oposiciones binarias” (Feld 1974: 210). Para Feld todas las señales de “formalismo” son constitutivamente censurables; sin
que medie comprobación alguna, sostiene a fuerza de doxa que esta clase de trabajos “no clarifica ninguna cuestión etnomusicológica importante” (p. 210). Feld
tampoco se plantea reflexivamente cuáles son las autoridades que deciden la importancia de una cuestión en una disciplina. Él mismo diría más tarde en tono elogioso que los estudios etnolingüísticos de Zemp (consistentes en innúmeros diagramas arbolados, paradigmas, taxonomías y claves binarias) hacen que sea imposible sostener ahora que la teoría es un logro privativo de Occidente que nos permite a “nosotros” analizarlos a “ellos” (Feld 1981: 44; 1990: 165). Si esto es “importante”, ha sido precisamente un trabajo intenso con odiosos formalismos lo que
ha permitido establecerlo.

A cada momento, Feld exige a los modelos cuestionados que den “explicaciones”,
que son para él la marca de la ciencia (1974: 201, 204, 207, 208, 210). Pero, más
allá de que una explicación en los modelos chomskyanos es algo muy distinto de
lo que Feld entiende por tal cosa, la explicación no es el único objetivo científico
genuino. Muchas formulaciones dentro y fuera de la lingüística describen, profundizan en dominios de significado, generalizan, correlacionan factores, proponen
problemas, verifican si un problema es tratable, demuestran hipótesis, descubren
patrones, articulan sistemas, clasifican, desarrollan u optimizan técnicas, comparan, afinan nomenclaturas, organizan el campo, formalizan o modelan procesos
para comprenderlos mejor. Pensar que las únicas alternativas son explicación y
Verstehen es un simplismo emanado de alguna antigua escuela epistemológica
pos-kantiana, no un reflejo de la práctica científica en la vida real. En ciencia las
explicaciones son muy raras y en etnomusicología lo han sido todavía más, con o
sin lingüística de por medio. Los estudios de Zemp (o los de Menezes Bastos, o
los de Conklin) no pretenden explicar nada; su dominio es el de la etnografía des123
criptiva; su propósito es deslindar la estructura lexémica de ese dominio, proporcionar un marco y un orden. Lo mismo se aplica a la propuesta de Chenoweth
(1972) concerniente al nivel fonológico-tonal, un estudio cardinal que Feld no incluyó en su crítica; como se ha visto, este estudio no explicó nada, pero permitió
descubrir que las notas musicales responden a las mismas pautas distribucionales
que los fonemas, lo cual es un descubrimiento mayúsculo. Ninguno de los ensayos cuestionados por Feld persigue una explicación mecánica en el sentido clásico
de la palabra, salvo en la medida en que una gramática “explica” en una de las
muchas formas posibles un conjunto particular de elocuciones; los modelos lingüísticos que se han propuesto son más bien herramientas analíticas, técnicas instrumentales para un fin teórico ulterior que puede ser explicativo, comparativo o
de otra naturaleza. Aún cuando se conceda a la explicación toda la importancia
del mundo, no son las técnicas las que explican sino las teorías.

Me permito dudar, asimismo, que las teorías sucesivamente adoptadas por Feld
(desde el contextualismo hasta la new age) hayan suministrado alguna explicación
sustentable, sea en el sentido chomskyano o en el suyo propio. Postular, como él
lo hace, que deben desentrañarse los factores conceptuales y conductuales que generan la música, la lógica cultural que le subyace y el conocimiento cultural que
da lugar a su manifestación (p. 212) no califica como un programa capaz de explicar, una vez desenvuelto, por qué la música de una cultura es como es. En estos
enunciados, la música (a la que no está permitido analizar) no está articulada de
manera que pueda evaluarse la adecuación explicativa del modelo, que se precia
de ser generativo (p. 211). Feld declara qué es lo que él busca, sin definir un método para hacerlo. Siendo la búsqueda extensional, no hay hipótesis a la vista que
corran riesgo de ser desmentidas; sólo se trata de salir al campo y poner lo que se
encuentre en el casillero que corresponde. No habiendo análisis que permita vincular rasgos estructurales de la música con variables del conocimiento nativo o
del contexto, lo que su programa expresa es que los actores ejecutan la música
que saben hacer en los escenarios performativos que la cultura prescribe, todo lo
cual se sabe de antemano sin necesidad de poner en juego modelo alguno.

En cuanto a la dialéctica entre Gods’s truth y Hocus pocus [Verdad de Dios y Abracadabra] (p. 211) que seduce a Feld, es evidente que éste no tenía ante sí el artículo de Fred Householder que menciona sino que tomó frases del ensayo de
Robbins Burling (1964: 27). En la definición originaria, esas expresiones caracterizan los extremos del empirismo y el racionalismo. Householder (1952: 260) no
se refiere a la gramática transformacional que Chomsky desarrollaría recién cinco
años más tarde, sino al modelo de Zelig Harris. El mismo autor reconoce que ambas estrategias (encontrar lo que está en los datos versus construir una estructura
en un corpus amorfo) son en última instancia equivalentes y ninguna de ellas es
científicamente inválida; él usa los términos retóricamente como una dicotomía
enfática y no los administra con intención peyorativa (loc. cit.). Burling, por su
parte, tampoco adjudicó el mote al texto de Chomsky, al que saludó como “una
visión excitante de la más desarrollada de las ciencias sociales” (Burling 1959:
162). A pocas páginas de asegurar que las teorías de Harris y de Chomsky son radicalmente distintas, Feld atribuye carácter de abracadabra a “la mayor parte de
124
los modelos lingüísticos en etnomusicología”, la mitad de los cuales en su reseña
son chomskyanos, la otra mitad estructuralistas-fonológicos y sólo dos harrisianos
puros (pp. 204, 211). En suma, Feld toma un calificativo de una obra que no ha
leído y lo aplica anacrónicamente a teorías ajenas al espíritu del epíteto, contrariando el juicio de quien le suministró la palabra: un desatino en cinco renglones
que obliga a escribir veinte para exponer la magnitud de su fealdad.

Jean-Jacques Nattiez fue el único autor agredido por Feld que le respondió. Frente
a la idea de éste (implicada en su “cuestionario”) de que la parte significativa de
las gramáticas no son las abstracciones mismas, sino los principios [claims] que
ellas llevan a proponer (p. 206), Nattiez le contesta que en ciencia es perfectamente legítimo disociar la técnica de las justificaciones generales, en tanto rara vez
hay entre ellas vínculos necesarios (1975: 378). Cortando de un solo tajo el nudo
gordiano del “cuestionario”, Nattiez quiere decir con esto que es posible utilizar
una gramática transformacional en música por su valor formal, sin suscribir a los
predicados chomskyanos del oyente-hablante ideal, el innatismo, el aprendizaje y
la naturaleza semántica de las estructuras profundas.

Cuando Feld aduce que los partidarios de los modelos lingüísticos no han considerado teóricamente las diferencias entre música y lenguaje, Nattiez (1975: 379)
le señala que él ha tratado explícitamente el asunto en un trabajo que aquél no se
privó de incluir en su bibliografía; adjunta la cita textual correspondiente (p. 397,
n. 10), para que no queden dudas de que Feld no ha leído lo que dice que leyó.

Feld endilga a Nattiez desconocimiento de la diferencia entre el estructuralismo
de Zellig Harris y la gramática transformacional (p. 204). En primer lugar, a escala del tratamiento que aquí se le está dando al asunto, la diferencia no es tanta ni
es tan relevante; según el mismo Chomsky documenta, Harris ya conocía las reglas de re-escritura de frase y hasta algunas reglas de transformación (Chomsky
2002 [1957]: xi, 6); más aún, las transformaciones gramaticales como artefactos
generativos fueron introducidas no por Chomsky en 1957 sino por Harris en 1952.
La similitud o la diferencia entre dos teorías no es tampoco un valor absoluto, sino que depende de los criterios a través de los cuales se la juzgue. En segundo orden, el artículo de Nattiez (1972) que resulta impugnado se refiere más bien a la
lingüística estructural clásica antes que a los modelos generativos y enfatiza las afinidades entre ambas clases de modelos en vez de sus contrastes. En tercer término, Nattiez ha utilizado con maestría técnicas derivadas de ambos autores, Harris y Chomsky, en su Sémiologie de la musique (1975: 256-267, 283-284, 368386), elaborada desde mucho antes de la publicación del artículo de Feld. En
cuarto lugar, Feld sin duda cree que el estructuralismo de la lingüística descriptiva
de Harris y el estructuralismo francés son la misma teoría, lo cual es asombroso;
por ello atribuye el presunto error de Nattiez al hecho de que “el estructuralismo
es el paradigma dominante en la lingüística francesa” (Feld 1974: 213). La triste
verdad es que fuera del círculo semiológico de Ruwet, Nattiez, Lidov y Mâche, el
distribucionalismo conductista pos-bloomfieldiano de Harris jamás sedujo a los
lingüistas de Francia, entre quienes dominaba el “otro” estructuralismo de la Escuela de Praga al lado del funcionalismo de Martinet. En quinto orden, por último,
ni el asunto traído a colación por Feld venía al caso, ni la dureza de su crítica po125
drá persuadirme que él ha leído a conciencia la obra de alguno de los lingüistas
implicados.

La crítica de Feld a la construcción de “formas que [meramente] funcionan” (p.
209), o a los modelos que “simplemente se las arreglan para volver a generar algunos datos originales” (p. 211), o a las formalizaciones que se constituyen en “fines en sí mismas” (p. 209, 210) está peligrosamente cerca de poner en tela de juicio una porción importante de las prácticas científicas usuales, explicaciones incluidas. La primera expresión de Feld describe tanto a los mejores modelos científicos como a los peores. Ningún sistema basado en reglas, gramática, metasintaxis, diagrama de flujo, esquema algorítmico, elaboración axiomática, modelo mecánico, de decisión, de simulación o de principios y parámetros se salvaría de la
hoguera si todo sistema de razonamiento que “funcione” es juzgado vituperable o
puesto en sospecha por esta lógica de doble coacción. Respecto a lo que Feld describe despectivamente como una lógica que “se las arregla para volver a generar
los datos originales”, eso es lo que faltaba para cerrar el bucle de mi presunción
sobre su concepción imprecisa de cómo funcionan la inferencia, la demostración,
la prueba, los experimentos y las máquinas generativas: la expresión es casi una
definición perfecta de lo que un razonamiento explicativo consistente debe lograr.

En cuanto a la condena de los “fines en sí mismos” (una receta crítica demasiado
fácil de la que se ha abusado bastante), es comprensible que quien diseña una herramienta de propósito general se concentre en ella mientras la elabora. El trabajo
científico se desarrolla en etapas y escribir un ensayo preliminar es un derecho adquirido; no se pueden imponer las mismas exigencias al proceso de elaboración de
un formalismo y a la conducta de un modelo acabado ante casos empíricos. Feld
no distingue entre ambas instancias y pide resultados concretos a proyectos de
formalización en fase temprana, a propuestas exploratorias y a hipótesis de trabajo
que por necesidad comunicativa son auto-referenciales aunque vengan acompañados de un modesto caso de uso. La demanda de Feld entraña no sólo impaciencia,
sino (para usar sus propias palabras) “una falta básica de comprensión de la epistemología científica” (p. 211). También es un hecho que los modelos puestos en
tela de juicio han aportado resultados empíricos de cierta monta (p. ej. Chenoweth
y Bee 1971; Boilès 1967). En todo caso, éstas son cuestiones filosóficas delicadas, de un carácter que no se aviene a ser tratado con seriedad en el tono tempestuoso que Feld ha escogido para sus argumentaciones, del que inevitablemente mi
crítica se ha contagiado un poco.

Feld tampoco admite que un autor como David Sapir diga que al lado de su propuesta pueden existir otros enunciados formales que funcionen igualmente bien,
ni que David Lidov presente un modelo puramente formal en el cual el uso de datos etnomusicológicos se reconoce accesorio. Al primero lo conmina a entregar
“la mejor manera de explicar las cosas”; al segundo, cuya idea califica de “absurdamente formal y totalmente pretenciosa”, le reclama una teoría que sea específicamente musicológica (p. 209). De más está decir (un lector de Kuhn debería saberlo) que en ciencia no existen fórmulas a priori de descubrimiento que garanticen soluciones óptimas y definitivas; tampoco se conocen en etnomusicología formas teóricas ontológicamente específicas nacidas en el interior de la disciplina.
126
Signo de la primera observación son las búsquedas de Chomsky, quien lleva ya
cinco generaciones de reelaboración, ensayo y error buscando optimizar su modelo; prueba de la segunda son todas las teorías documentadas en el libro que se está
leyendo, la de Feld primero que ninguna. En Sound and sentiment él abreva con
saciedad en las teorías antropológicas de Lévi-Strauss, quien destiló la esencia de
su estructuralismo a partir de las teorías de la Escuela de Praga: un modelo lingüístico, por si quieren saberlo (Feld 1982: 14-15, 28, 38-41, 42, 130, 228). El
análisis del mito del niño que se transformó en pájaro muni que articula su obra
maestra depende tanto de las categorías lingüisticas de cadena sintagmática, asociación paradigmática, metáfora y metonimia y sus correspondencias musicales
que Feld no tiene más remedio que omitir en ese libro toda referencia a su crítica
de los modelos lingüisticos que escribiera ocho años antes.

Después de respaldar la crítica que Burling formulara al abracadabra del análisis
componencial y de hacerla extensiva a otros formalismos, de pronto Feld elogia
“la teoría antropológica etnocientífica” de Werner, Fenton y Goodenough y hasta
la vincula con sus propias búsquedas personales. En ésta, su hazaña crítica culminante, Feld ni siquiera advierte que esa etnociencia “razonable” que aborda “las
preguntas etnomusicológicas centrales” y el infame análisis componencial son
nombres diversos para exactamente la misma cosa (Feld 1974: 211-212; Reynoso
1986). A juzgar por los indicios, la explicación más simple de este error de antología es que los textos aludidos no llevan la expresión “análisis componencial” en
sus títulos, no obstante ser ésa la técnica que impregna el programa antropológico
de investigación más formalista del que se tenga memoria. Esta comedia de enredos difícilmente cuadre con los protocolos del marco epistemológico hempeliano
de línea dura, casi positivista, que Feld refrenda sin reservas (pp. 200, 208) y del
que se alimenta para su frenesí explicativo.
La visión de Feld no es simplemente “cáustica”, como editorializa Norma McLeod ni “agudamente crítica” como se jacta él mismo (p. 214). Yo diría que, en consideración a las
cuestiones epistemológicas complejas que se están dirimiendo, es gratuitamente mordaz,
sesgada hasta el umbral de la parodia y casi por completo inexacta. Feld no está cuestionando en realidad el uso de modelos lingüísticos (respecto de los cuales no ofrece evidencia de conocerlos suficientemente) sino la práctica del análisis en sí, cualesquiera sean
sus herramientas. Tampoco Feld ha demostrado jamás conocer los rudimentos del análisis
basado en lingüística en musicología general, plasmado en una bibliografía inmensa; teniendo en cuenta sólo los que han aplicado modelos de ese tipo antes que Feld escribiera
su artículo se me ocurre mencionar los aportes de Roger Alsop, Roger Bakeman, Mario
Baroni, Leonard Bernstein, Benjamin Boretz, Anoop Chandola, Allen Forte, J. Gabura,
Carlo Jacoboni, Michael Kassler, Alan Keiler, Otto Laske, Björn Lindblom, Curtis Roads, John Rothgeb, George Springer, Johan Sundberg y Terry Winograd. Feld también
pasa por alto obras esenciales de etnomusicología semiológica y lingüística de la tradición europea y americana: Becker y Becker (1973), Becking (1932), Chenoweth (1972),
Rouget (1961), Sychra (1948).
En muchos sentidos, el pensamiento de Feld reproduce un patrón teórico atemporal que
se viene arrastrando desde siempre; este patrón está dominado irreflexivamente por tres
supuestos que involucran: (1) que los métodos formalistas son distorsivos, abstractos y
127
artificiales, mientras el lenguaje discursivo es al menos potencialmente fiel a los hechos,
concreto y natural; (2) que el análisis de la música en sí misma habilita una instancia de
abracadabra universal y debe ser excluido de la práctica científica por cuanto lo único
real, la verdad de Dios, es el contexto particular; (3) que un formalismo (o para el caso un
enfoque etic) está sobredeterminado por una teoría que se constituye en una finalidad en
sí misma, en tanto que la teoría del particularismo es simplemente un medio descriptivo
transparente, al filo de la inexistencia, que permite priorizar la realidad. En la historia de
la filosofía esos supuestos se han llamado respectivamente humanismo, historicismo y
empirismo; en antropología esas ideologías son las de Geertz, Boas y Hymes, en ese
orden. La crítica de Feld puede interpretarse entonces como una tautología ajustada a un
guión que todos hemos ya leído alguna vez.
Debido al prestigio que Feld alcanzó en una etapa más madura con su estupenda reseña
etnográfica sobre los Kaluli, su sermón sobre la futilidad de los modelos lingüísticos tuvo un impacto mayor a sus merecimientos. Hubo quienes lo consideraron más crudo de lo
que hacía falta (McLeod, Nettl, Powers), pero hasta donde yo sé nadie encontró en él un
mínimo vestigio de error, ni percibió que la propia obra de Feld desmentía sus argumentos; ni los autores cuestionados respondieron a la crítica (a excepción de Nattiez), ni Feld
se retractó de algún exceso. Me he entretenido por ende en su refutación porque entiendo
que el artículo es sintomático de la calidad del intercambio de ideas en esta ciencia; sólo
en una disciplina mal preparada en lingüística, en epistemología y en análisis podría haber sido decisivo un trabajo semejante. Aunque los argumentos de Feld no influyeron sobre investigadores más avezados que él en esas materias (Boilès, Nattiez, Arom), muchos
profesionales de las generaciones más jóvenes se privaron de conocer un campo que ha
dado a la etnomusicología al menos una pequeña parte de lo mejor que ella tiene. Por eso
creo que más grave que la impericia del joven Feld en diversas especialidades es que nadie en toda la disciplina percibiera, en treinta años, que era algo más que su reconocida
acidez lo que estaba fuera de lugar.
***
Contemporáneo exacto del artículo de Feld es el juicio algo más equilibrado de Norma
McLeod sobre el uso de modelos lingüísticos en la disciplina:
Mientras que la terminología de la lingüística está claramente presente en este período,
muy frecuentemente los estudios carecen de la presentación de materiales básicos y de la
explicación de los procedimientos de prueba que son tan normales en lingüística. Como
resultado, estos primeros intentos de análisis estructural en música tienden en general a
ser inconvincentes. A despecho de esto, la tendencia a usar la analogía de la lingüística ha
puesto en primer plano un serio problema para todos los estudiosos: ¿es la música una entidad separada o ciertamente separable? Si no lo fuese ¿qué marco de referencia conceptual podría verse como racionalmente adecuado para su descripción apropiada? … Esta
visión [lingüística] de la música sólo podría haber surgido como consecuencia del fracaso
de los intentos previos por comprenderla, y de este modo representa un punto significativo para la antropología (McLeod 1974: 107, 108).
En una omisión reveladora, McLeod, quien se queja de la falta de procedimientos analíticos empíricos en musicología (p. 106), calla toda referencia a las densas propuestas metodológicas de Mieczysław Kolinski o al enorme repertorio de métodos analíticos desa-
128
rrollados en musicología general, compendiados en las referencias que incluyo (Walker
1962; Bent 1980; Bent y Drabkin 1987; Cook 1994; Cámara 2004).
Seis años más tarde de los ensayos de Feld y McLeod, Harold Powers (1980) publicó un
estudio más extenso, maduro y discreto sobre las relaciones entre música y lenguaje por
un lado y lingüística y etnomusicología por el otro. Powers encuentra que en la literatura
orientada estructuralmente se encuentran las intuiciones más interesantes sobre esas conexiones, pero también las tonterías más a la moda:
Las duras críticas de tonterías que constituyen el núcleo del artículo de Feld… me parecen ampliamente justificadas. Pero Feld no parece haber tomado nota de los verdaderos
insights disponibles para la musicología a partir del estudio de los lenguajes, o en última
instancia no los ha valorado en mucho, debido a su fuerte sesgo teórico en contra de cualquier consideración del “sonido musical” fuera de su contexto cultural. Este sesgo viene
de Merriam y Blacking … y dada la clase de nociones parroquiales contra las que ellos
reaccionaron, el sesgo es saludable. Pero a ellos se les va la mano (Powers 1980: 7-8).
Que la música pueda interpretarse fuera de contexto depende de la cultura en cuestión, de
la clase de música que se trate y del propósito de la investigación. En sociolingüística no
se ha desechado el análisis abstracto, dice Powers; simplemente se lo situó en un campo
más amplio.
Comparada con la diatriba de Feld, la crítica que Powers va a realizar a propósito de los
modelos lingüísticos es de otra escala y otro nivel de excelencia. Él conoce las metodologías que están en juego, las aplica imaginativamente e identifica con claridad sus puntos débiles; tampoco le urge aniquilar teorías a fuerza de etiquetados; su crítica sólo cumple en señalar que allí donde se han invocado complicadas analogías traídas de la lingüística o del análisis estructural del mito, existe una forma más eficiente y más puramente musical de llevar a cabo el análisis. Powers lo dice primero con mesura y lo demuestra después con solvencia. Aunque los ejemplos de análisis podrían haber sido más
etnográficos, el artículo de Powers fue ejemplar y lo sigue siendo un cuarto de siglo más
tarde. Su caracterización de las premisas de la polémica se puede resumir en un párrafo.
En primer lugar, dice Powers, algunos de los más entusiastas propulsores del análisis basado en la lingüística no parecen estar muy familiarizados con la musicología analítica
que consideran inadecuada. En segundo orden, existe poca base comparativa que sustente
la literatura del análisis musical basado en la lingüística; desde Saussure en adelante la
lingüística ha sido sistemática, pero no comparativa ni diacrónica. Finalmente, la nueva
literatura parece poco interesada en las tradiciones analíticas más viejas, que han dejado
residuos de enseñanza significativos sobre el análisis musical y la música misma (pp. 89). En estos términos el planteo de Powers es sin duda acertado, arroja luz sobre un problema complejo, y no tengo a su respecto ninguna objeción que oponer.
Modelos estructurales y lingüísticos – Situación y perspectivas
Los modelos estructurales y lingüísticos de la música no han sido una bala de plata y algunas de sus instancias (que aquí he preferido omitir) merecen el olvido en que se encuentran. Sólo rara vez, sostiene Bruno Nettl (1983: 213), ganaron insights que no pudieran lograrse mediante estrategias convencionales o por simple inspección de sentido
común. Experimentaron su apogeo en las conferencias de la SEM de 1972 en Toronto, en
129
su mayoría inéditas, pero luego el furor se fue amortiguando. En antropología sociocultural se vivió un episodio parecido con el estructuralismo de Lévi-Strauss, su apología de la
lingüística como “ciencia piloto de las ciencias humanas”, su inoportuna comparación (en
agosto de 1945) de la fonología de la Escuela de Praga con la física nuclear y sus tours de
force analíticos en cuatro volúmenes. Pero todo eso fue perdiendo brillo frente a (1) el
triste hecho de que nadie hizo con su teoría más que postular oposiciones binarias caprichosas aquí y allá, y (2) el advenimiento del posestructuralismo, el prefijo de cuyo nombre alcanzó para discontinuar todo lo que el resto de la expresión denotaba.
Un alegato a favor de los modelos lingüísticos requeriría hoy dosis suplementarias de
persuasión, porque el entusiasmo que se podría esperar del público ya se ha apagado. Con
todo su talento, los contemporáneos Ray Jackendoff o Steven Pinker no poseen en el
mundillo intelectual la misma estatura titánica que Jakobson o Chomsky tenían hace algunas décadas. Estos últimos tienen todavía mucho que ofrecer, pero su obra ha perdido
esa incisividad y esa sensación de estado de arte que emanan las teorías cuando todavía
son experimentales.
También hubo alguno que otro abuso. Se rebautizaron unidades musicales como “fonemas” sin dar cuenta exhaustiva del sistema fonológico que ellas integran, sin especificar
sus rasgos distintivos y sin demostrar que el número de unidades posibles en ese sistema
es reducido y densamente articulado (Nettl 1958a; Bright 1963). Se publicaron informes
de avance de búsquedas en curso sin que se reportaran luego los hallazgos correspondientes; se adoptaron conceptos y se refutaron teorías a medio entender; se fundó la implementación metodológica de los modelos en literatura de segunda mano; se ilustraron con
fragmentos de Stravinsky, Schönberg o Debussy estudios destinados al mercado etnográfico; se dedicaron a un asunto inherentemente complicado algunos de los papers más breves y superficiales jamás escritos. Súmese a todos estos síntomas la precariedad de los
conocimientos lingüísticos por parte de promotores y críticos y se podrá explicar por qué
el debate que sobrevino fue tan poco refinado.
Por el otro lado, algunos aportes fueron sin duda valiosos: las exploraciones de Nattiez
sobre métodos analíticos replicables, el mapeado del marco greimasiano sobre la semiología musical de Tarasti, las observaciones de Lidov sobre la posibilidad de aplicar la
semiología musical a otros órdenes de fenómenos, los métodos sinópticos de Brăiloiu, la
fonología musical de Chenoweth, las gramáticas de Boilès y el intento de Cumming de
articular la hermenéutica están entre los mejores. La especificidad de la música frente a
otros “lenguajes” y sistemas de símbolos, si no resuelta, quedó también esclarecida en
muchos respectos. Un modelo lingüístico al menos, el de Lerdahl y Jackendoff, se escapó
de la prisión de la musicología analítica académica y hoy se toma como punto de partida
para el análisis y la síntesis musical en ciencia cognitiva y en modelos computacionales,
un campo que se encuentra mucho más allá del interés (o de la comprensión) de los profesionales que creen que con una formación humanística ya tienen suficiente.
En mi opinión, es difícil profetizar el destino de los modelos de esta clase en etnomusicología. De ser acertadamente implementados podrían aportar una economía de expresión
inédita, ya que los formalismos gramaticales y los esquemas basados en reglas están más
desarrollados en lingüística que en cualquier otra parte y la semiología ofrece, si no un
marco teórico, al menos sí una forma conveniente de organizar conceptos dispersos. Pero
desde el inicio se advierte que para desenvolver la potencialidad de estas ideas hay que
130
superar obstáculos de distinta naturaleza. Es tan tortuoso negar que la normativa que rige
la producción de ejemplares musicales conformes a un estilo se puede considerar una gramática (un conjunto de reglas y restricciones, o de principios y parámetros) como afirmar
que esa gramática se descubrirá con facilidad. Como se sabe en lingüística, no existe una
heurística consagrada para descubrir formalismos regulares ni un método prescriptivo para diseñarlos a partir de un corpus; como se ha probado en los estudios cognitivos (Holland y Quinn 1987), no en todas las culturas el dilema se resuelve preguntándole a los
actores cuáles son las reglas que aplican.
A fin de cuentas, desde que ideara su modelo Chomsky lo viene reformulando una y otra
vez para ver si en alguno de esos intentos encuentra uno que funcione un poco mejor:
Gramática Transformacional, Teoría Estándar, Teoría Estándar Extendida, Teoría de Régimen y Ligamento, Programa Minimalista. En las últimas versiones ya no hay ni estructuras profundas, ni estructuras de superficie, ni reglas generativas de estructura de frase,
ni reglas de transformación, ni representaciones arboladas, ni competencia, ni performance; ni siquiera gramáticas, a decir verdad, excepto como artefactos taxonómicos (Chomsky 1988: 29; 1995: 5-6). Ningún etnomusicólogo está siguiendo este derrotero. Sería una
casualidad mayúscula que alguno de ellos tomara una versión arcaica de la teoría, desautorizada por su propio inventor para el dominio del lenguaje, la aplicara a la música y el
modelo saliera andando.
El problema en esta región del conocimiento es que los impedimentos no son solamente
formales. Nada impide en principio que se desentrañen buenos mecanismos gramaticales
o paramétricos, como laboriosamente se viene haciendo en lingüística. No parece un escollo que el objeto de estudio de la lingüística sea diferente; después de todo, el de la biología molecular es aún más disímil y sin embargo fue el tratamiento del código genético a
imagen y semejanza del código lingüístico lo que ocasionó en ella una revolución. Menos
todavía resulta relevante la objeción de que el lenguaje y la música “significan” de maneras distintas. Para una escuela al menos (el distribucionalismo de los pos-bloomfieldianos) la delimitación de los sistemas se realiza con absoluta prescindencia de la semántica;
si en lingüística se ha podido prescindir del significado, es imaginable que también en
musicología sea posible hacerlo. Ni siquiera interesa que el propio Chomsky siga sosteniendo que la facultad del lenguaje es altamente específica y que no hay otra aptitud semejante; los etnomusicólogos son libres de acatar ese dictamen por venir de quien viene,
o de poner un límite a la obediencia debida.
Pero es dudoso que los modelos lingüísticos aplicados a la música retornen en el futuro
próximo, ya que estas cuestiones nunca se dirimen por criterios de calidad o valores epistemológicos objetivos. Por empezar, para que modelos como los de Brăiloiu, Nattiez o
Chenoweth se tornen aceptables y se instalen como práctica común, habrá que superar la
fobia que hoy se tiene a la abstracción primero y al análisis después; recién después será
el turno del lenguaje o los signos.
En suma, las aprensiones de Feld, McLeod y Powers resultaron infundadas. La era semiológica y estructuralista de la etnomusicología duró a lo sumo quince años y terminó diluyéndose al embate de la hermenéutica geertziana, la fenomenología, el posmodernismo,
el contextualismo y los estudios culturales. Ante semejante aluvión, no habría cambiado
nada si sus métodos hubiesen sido descollantes en el campo de la música o si Feld se hubiera callado la boca. Para colmo, la lingüística actual se ha vuelto impenetrable y la se131
miología ya no es ni la sombra de lo que fue; sigue siendo multitudinaria, pero no se comunica con el mundo exterior ni ejerce influencia sobre otras disciplinas. Respecto de estos extravíos, decadencias y desencantos he encontrado esta reflexión del historiógrafo
derechista australiano Keith Windschuttle, que aquí volqué sin cambiar una coma:
Un indicio de los logros de la teoría académica el día de hoy puede medirse por su material de desperdicio, esto es, el rango de conceptos y métodos desechados a lo largo del
camino hasta su posición actual. En su gran mayoría estos conceptos fueron adoptados no
debido a su peso intelectual o su claridad, sino porque fueron voceados por quienquiera
fuese entonces el guru intelectual prevaleciente. La moda intelectual ha decretado que la
mayor parte de ellos es ahora caduca. Hoy nadie, por ejemplo, utiliza la tesis de “codificación/decodificación” de Stuart Hall y la escuela de Birmingham de estudios culturales,
que fuera tan influyente en el campus. A nadie le importan más esas distinciones solemnes dentro del campo de la semiótica entre el “significante” y el “significado”, o entre
“denotación” y “connotación”. Por cierto ¿qué se ha hecho de la semiótica? Todos estos
conceptos son hoy piezas de museo. Pero en los 80s eran enseñados como un evangelio
que ahora está recomendando una estrategia posmoderna o de estudios culturales sobre el
asunto. Uno sólo puede sentir una pena terrible por las generaciones de estudiantes de humanidades que alguna vez se esforzaron en aprender y regurgitar estos conceptos hoy
muertos e inútiles. Los académicos responsables han convertido el capital intelectual de
las dos o tres generaciones recientes de nuestros propios estudiantes en basura (Windschuttle 2001).
No digo que todo sea así ni que este cambio de percepción sea saludable, pero sin duda es
así como la mayoría lo siente, a la izquierda y a la derecha del espectro político. Aunque
las cosas fueran distintas en semiótica y lingüística, la episteme contemporánea es otra y
ni los signos ni el lenguaje tienen chance de volver a ser sus metáforas favoritas. Por más
que en la disciplina que estamos examinando haya algunos factores diferenciales (en general agravantes), poco tiene que ver este escenario con la etnomusicología solamente. En
todas las disciplinas la influencia de los intelectuales ha desplazado a la de los científicos.
Mientras que a principios de los setenta los modelos lingüísticos amenazaban constituirse
en una práctica dominante en la disciplina que fuese, ahora prevalece claramente un espíritu al que ni siquiera interesa tratar el asunto.
132
4. Cognitivismo y Etnociencia
Tanto en antropología a secas como en antropología de la música, el cognitivismo se ha
manifestado en dos vertientes que poco tienen que ver entre sí. La primera se relaciona
con la psicología y la ciencia cognitiva, y la segunda con el llamado análisis componencial, antropología cognitiva, Nueva Etnografía, etnosemántica o etnociencia; aquélla tiene
por objeto la mente humana, ésta el lenguaje. En el campo que nos ocupa, el cognitivismo
psicológico surge en el seno de la vergleichende Musikwissenschaft y tiende por ello a
ser universalista y comparativo; el cognitivismo lingüístico, en cambio, es una especialización de la antropología de la música que ha favorecido una actitud particularista. La razón de este contraste finca en la evidencia inmediata: mente hay una sola y estaría mal
visto hablar de su diversidad; las lenguas son muchas y distintas y pensar en sus semejanzas nos lleva a un terreno contrario a la intuición.
En la vertiente psicológica siempre se trata de deslindar el papel de los factores constantes en la producción y la percepción musical que son invariantes transculturalmente;
en el campo lingüístico, lo que suele enfatizarse es la variabilidad cultural, como si ésta
fuera correlativa y proporcional a las diferencias entre las lenguas. Se vinculan con la
psicología y la ciencia cognitiva los estudios de Carl Stumpf, algunos de Erich von Hornbostel, y más recientemente los de Elizabeth Tolbert, James Kippen, Gerhard Kubik, Ulrich Wegner y Johnn Baily; en el cognitivismo lingüístico se inscriben los trabajos de Harold Conklin & José Maceda, Hugo Zemp, Vida Chenoweth & Darlene Bee, David Ames
& Anthony King, Manolete Mora, Timo Leisiö, Rafael José de Menezes Bastos, Fernando Nava, Emanuelle Olivier y Margaret Kartomi, entre otros.
La razón por la que he situado estos modelos lingüísticos en el presente apartado y no en
el que estudia las teorías lingüísticas y semiológicas, obedece a que no es la lingüística de
la lengua la que se aplica a aquéllos, sino una variedad de etno- o sociolingüística dependiente del contexto y restringida a la semántica. El tratamiento yuxtapuesto de los modelos psicológicos y los lingüísticos permite poner en relieve, además, la impropiedad de
confundir conocimiento con lenguaje. Han sido émicamente los antropólogos “cognitivos” norteamericanos (y los etnomusicólogos que han seguido sus huellas) los que han
perpetrado la confusión echando mano de un nombre que no estaba vacante y creyendo
que el léxico brinda un camino áureo hacia el pensamiento. En rigor, el cognitivismo
lingüístico no llega cabalmente al plano de la cognición aunque considere algunas formas
de conocimiento; el cognitivismo psicológico, en cambio, cala más hondo, pues examina
en última instancia, entre muchas otras cosas, lo que la gente debe conocer para poder decir las cosas que dice.
Cognición, fenomenología y Gestalt – Carl Stumpf
Si los modelos semiológicos y comunicaciones ilustraban el vínculo entre la etnomusicología y las ciencias del lenguaje, los modelos cognitivos y etnocientíficos admiten a la
psicología como su precedente. En este sentido, uno de los antecedentes más interesantes
es la obra de Carl Stumpf [1841-1936], uno de los pioneros de la musicología comparada,
el iniciador de la llamada “escuela de Berlín” que luego sería continuada por Erich von
Hornbostel, Mieczysław Kolinski, Georg Herzog… Estudiarían con Hornbostel Klaus
133
Wachsmann, Walter Wiora, Hans-Heinz Dräger y Marius Schneider. Otros reconocerían
a Stumpf y Hornbostel como formando parte de un “círculo de amigos”: Curt Sachs, Robert Lachmann, Georg Schünemann…
Extrañamente, fue un psicólogo de formación quien tuvo que definir el estándar para los
estudios etnomusicológicos que, en número de miles, pueblan congresos, libros y publicaciones periódicas desde que en 1886 Stumpf diera a conocer “Lieder der Bellakula Indianer”. Algunos años antes que Franz Boas homologara el formato de las monografías
etnográficas, Stumpf cristalizó el de los estudios comparativos en musicología: delimitación a una sola entidad tribal, énfasis en los fenómenos melódicos y en especial las escalas, abundancia de transcripciones. Stumpf también agrega la discusión de la forma en
que se realizaron las entrevistas con su informante clave (Nutsiliska). Bruno Nettl ha
señalado, incisivamente, que
Mientras que esa organización puede parecer como la que obviamente hay que usar, debemos considerar que la tribu no es siempre una unidad a usar necesariamente válida (o
conveniente), y que los fenómenos melódicos no son más esenciales a la música de lo que
lo son los rítmicos. Si Stumpf hubiera tomado una estrategia diferente en su trabajo de
1886, tal vez el futuro de la etnomusicología habría sido distinto (Nettl 1964: 37).
Muchos creen que la monografía sobre los Bellakula ha sido la primera monografía etnomusicológica, pero no lo fue. Ese honor corresponde a una disertación de Theodore Baker (1882) escrita en alemán. Tanto Stumpf como Baker eran apreciativos de la música
indígena, aunque con las estrecheces de comprensión intercultural propias de su época.
Escribe Stumpf sobre el asunto:
En vísperas de uno de los días en que mi amigo Nutsiliska cantó para mí, escuché en
Leipzig una ejecución de la Misa en si menor de Bach. Es dudoso que Nutsiliska hubiera
encontrado placer en ello. Yo sin embargo encontré forma en algunas de sus melodías y
por días las escuché sin incomodidad. Esta es una ventaja que nuestra cultura nos da.
Pero aún así, no debemos, ni siquiera en materia de música, hablar de pueblos salvajes o
no cultivados. Pues para tener un sistema tonal con intervalos específicos, para poseer
gestos musicales expresivos, debe haber precedido un grado de desarrollo mental, y nadie
ha descripto todavía sus etapas externas o su esencia interior. El rango del desarrollo
humano tal vez pueda medirse por la diferencia entre Bach y Nutsiliska (1886: 426).
Stumpf, filósofo y psicólogo, alumno de Brentano, sostenía una posición racionalista y
creía firmemente en la unidad de la mente humana. Para llevar adelante sus ideas sobre la
percepción sensorial de los tonos e intervalos, y sobre todo para testear sus hipótesis sobre lo que llamaba la fusión percibida de los tonos (Verschmelzungstheorie), requería
considerar datos sobre todas las culturas posibles. En esta búsqueda incidental, de hecho,
podría decirse que se origina la primera institución consagrada a la etnomusicología, ya
que Stumpf encomendó a Otto Abraham y a Erich von Hornbostel la constitución de un
archivo fonográfico que sirviera colateralmente a los propósitos de su indagación psicológica. Este último, en particular, llevó la empresa mucho más allá, y no sólo formó a buena parte de los ulteriores etnomusicólogos berlineses, sino que entrenó a Georg Herzog
entre 1923 y 1925. Herzog después iría a Estados Unidos a estudiar antropología con
Boas, fundando el capítulo americano de la musicología comparativa.
Aunque mucha agua ha pasado bajo el puente y han habido mejoras en los métodos experimentales, las herramientas auxiliares y el fondo de conocimiento, puede decirse que las
134
ideas de Stumpf sobre consonancia, fusión tonal y disonancia, que se fundaban en una
instancia nativista (aunque prestaban atención también a factores ecológicos de aprendizaje y adaptación), se aproximan a las concepciones actuales sobre percepción de altura
de la ciencia cognitiva y la neurofisiología. De acuerdo con Stumpf, las funciones cognitivas son necesarias para aprehender acabadamente las complejas estructuras musicales y
comprender nuestros propios procesos dependientes de contexto en la escucha y apreciación de la música.
Durante la segunda guerra los laboratorios de Berlín prácticamente se desintegraron y los
mejores exponentes que estaban alineados con concepciones gestálticas se exiliaron, entre ellos Walther Köhler, Kurt Lewin y Erich von Hornsbostel. Después de la guerra la
teoría de la Gestalt comenzó a perder rápidamente prestigio, en beneficio de modelos
conductistas por un lado y de procesamiento de información por el otro. No obstante la
inmensidad del trabajo realizado y los resultados que ahora están siendo prácticamente
re-descubiertos y re-semantizados en función de otros marcos terminológicos, en algún
momento comenzó a pensarse que habían demasiadas “leyes gestálticas” decretadas a
fuerza de pura observación y muy pocas explicaciones verdaderamente probadas. En los
últimos años los experimentos y modelos basados en computadoras han redefinido por
completo el campo de la cognición, que se ha vuelto opaco a la lectura humanística. Con
todo, las mejores hipótesis gestálticas todavía están allí; no todas ellas han sido suplantadas por otras mejores.
Terminología musical – Ames y King
El trabajo clásico sobre conceptualización musical en la antropología de la música norteamericana es el de David Ames y Anthony King (1971). Curiosamente, ese trabajo es un
estudio de un dominio semántico en una cultura de lengua Hausa en la cual no existe un
término de cobertura que designe lo que nosotros llamamos música (Ames y King 1971:
4; Ames 1973b: 132). Para designarla, se sirven de una palabra visiblemente extranjera,
musika, que deriva del árabe mūsīqī, a su vez derivada del término griego μύςικα; la palabra no cubre toda la música, sino que designa apenas un repertorio restringido. Otros
estudios de Ames se refieren al status y comportamiento social de los músicos Hausa e
Igbo, en una variante que en general desdeña o considera secundarios los aspectos analíticos de la música en sí misma (Ames 1973a; 1973b).
La monografía principal de ambos autores se presenta como un glosario de términos y expresiones utilizadas por los Hausa de Nigeria al hablar sobre música y cuestiones relacionadas. La idea es que el vocabulario proporciona una descripción de la cultura musical
basada en conceptos emic. Dichos conceptos están clasificados de manera peculiar. Inicialmente los autores dividen el dominio conceptual en cinco grandes áreas, utilizando su
propia taxonomía: instrumentos, ejecutantes profesionales, mecenas musicales, ocasiones
en que la música se ejecuta y performance musical. En algunas categorías, como la de los
instrumentos, se utiliza una taxonomía etic, que es la de Hornbostel y Sachs. Pero otras,
como la atinente a la performance, se basan en la conceptualización nativa: proclamación,
ulular, desafíos, aclamación. Luego cada término se analiza en relación con la música. El
uso de categorías etic para los instrumentos se debe, según los autores, a que los Hausa
dividen a los instrumentistas (y por ende a los instrumentos, igual que señaló Ruth Stone
para los Kpelle [1982: 89]) en sólo dos categorías: ejecutantes de tambor y sopladores,
135
relegando a los ejecutantes de cordófonos de tipo laúd a la clase de los tamboreros, porque su participación en la performance es semejante (Ames y King 1971: 60, 61).
La primera conclusión sobre el inventario conceptual es que el grado de integración del
vocabulario es grande; es decir, muy pocas palabras son específicas para la música y las
que se utilizan también son términos propios de otros dominios semánticos. El propósito
de Ames y King es que la estructura y la integración del vocabulario sirvan tanto para conocer esta cultura en particular, como para emprender ulteriores trabajos comparativos.
Los trabajos de Ames y King lucen hoy interesantes pero superados; las nomenclaturas
son inventarios estáticos, con algunos rudimentos de jerarquía pero aún muy lejos de la
idea de sistema que atraviesa, en cambio, las investigaciones en términos de análisis componencial.
Análisis componencial – Hugo Zemp
[Q]uizá la teoría musical no sea el privilegio de la “música de
arte” de la así llamada “alta civilización” de Europa y Asia,
como muchos musicólogos (con o sin el prefijo etno-) todavía
sostienen hoy. … Ciertamente, los ‘Are‘Are no poseen una
teoría científica de la música (¿pero tiene el Occidente alguna?). La etnoteoría de los ‘Are‘Are, quizá con un uso más
extensivo de lenguaje espacial y figurativo, no es fundamentalmente distinta en su naturaleza de las etno-teorías asiáticas.
Las herramientas que el musicólogo utiliza actualmente se han
tomado en préstamo en su mayoría de una etnoteoría (la de
Occidente). … En lo que respecta a los ‘Are‘Are, su conceptualización musical es una revelación para los etnomusicólogos, incluido el autor, igual que lo son la perfección y la belleza de sus composiciones musicales.
HUGO ZEMP, “Aspects of ‘Are‘Are Musical Theory”
Hugo Zemp es una autoridad etnomusicológica reconocida en Francia a quien se ha leído
muy poco en los países de lengua inglesa. Sus trabajos de campo más importantes se realizaron en África Occidental y en Oceanía, donde ayudó a recuperar (particularmente en
Ontong Java) los repertorios polifónicos tradicionales que ya se estaban perdiendo en la
década de 1960. En la línea misma editorial que Alain Daniélou, ha publicado importantes colecciones discográficas en Francia, desde mucho antes de la explosión comercial
de la world music. Algunos de sus registros, como los de las flautas de Pan de Malaita
(1994) o las compilaciones sobre la voz humana (1996), están entre las ediciones de
música etnográfica más apreciadas de todos los tiempos.
El trabajo más clásico de Hugo Zemp, ligado casi desde siempre a las iniciativas musicológicas del Musée de l’Homme, es probablemente su monografía Musique Dan (Zemp
1971), que es imposible no ver como una continuidad de la tradición de etnografía francófona africanista a la que pertenecen Conversaciones con Ogotemmêli de Griaule y
Ethnologie et Language: La parole chez les Dogon de Geneviève Calame-Griaule. Igual
que esos etnógrafos, Zemp otorga prioridad a las ideas nativas e ilustra la relación entre
los conceptos musicales Dan con los principios cosmológicos que les confieren vitalidad
y significación. Las obras de Zemp referidas a las categorías musicales de los ‘Are‘Are
de Malaita, en las Islas Salomón, respecto de los cuales él ha sido la autoridad indiscuti136
da, se inscriben en la tradición de análisis componencial derivada de Harold Conklin y
Charles Frake (Zemp 1978).
En general los trabajos de Hugo Zemp no incluyen importantes discusiones teóricas. Es
más bien un aplicador disciplinado de las técnicas analíticas de la antropología lingüística
norteamericana de la corriente etnocientífica, lo que nos brinda una enorme colección de
cuadros ilustrando taxonomías, árboles y paradigmas, al lado de una clarificación de las
formas nativas de categorización musical, sin mayores referencias contextuales. Cuando
los etnomusicólogos enfrentan la obra de Hugo Zemp y de otros estudiosos cognitivos de
base lingüística como Harold Conklin, José Maceda, Manolete Mora, Timo Leisiö, Rafael José de Menezes Bastos y Margaret Kartomi, no saben a ciencia cierta cómo tipificarla; ignoran además en absoluto si esa clase de análisis representa el estado de arte de
las técnicas en su disciplina de origen o si se trata de una formulación obsoleta (y en ese
caso por qué). El asunto es delicado; el análisis componencial que caracteriza a esos enfoques ya no se practica en antropología cultural desde hace casi cuarenta años. Disfrutó
un apogeo increíble entre 1958 y 1970, con pico hacia 1965, cuando un número crecido
de antropólogos adoptó la moda componencial y se apropió de las cátedras, instituciones
y publicaciones estratégicas, American Anthropologist incluido. Pero la teoría cognitiva
que lo sustentaba, un modelo emic por si quieren saberlo, ha caído en el descrédito más
deshonroso por una cantidad de razones que se examinarán después. Entiendo, sin embargo, que como herramienta local, separada de sus pretensiones teóricas originarias, constituye un recurso valioso, una especie de notación circunstancial de algunas estructuras
del conocimiento verbal.
Para poder comprender las contribuciones de Hugo Zemp es preciso proporcionar una introducción sucinta a lo que se llamó nueva etnografía, antropología cognitiva, etnociencia
o análisis componencial. Su creador, Ward Goodenough, era consciente de que las antropologías humanísticas a la manera de El Crisantemo y la Espada distaban de ser metodológicamente respetables. Hacia 1956 parecía como que la modalidad comparativa era
la que detentaba el monopolio del rigor, por lo menos en sus intenciones. Llegado el caso,
los comparativistas incluso se mostraban capaces de cuantificar. Los humanistas sólo podían aportar una sensibilidad de orden estético, pero ésto, en aquél entonces, no constituía
un valor demasiado apreciado, al menos para el círculo en que se movía Goodenough; en
este ambiente, el humanismo de divulgación a la manera de Ruth Benedict o Margaret
Mead se percibía como algo más bien retrógrado. Al fin y al cabo, Goodenough había sido alumno de Murdock, el anti-Benedict, bajo cuyo control realizó su trabajo de campo
en Truk, donde ocurriría su iluminación.
Se daba el caso, además, de que las etnografías particularistas funcionaban como insumos
y fuente de datos de la etnología comparativa, que no por nada se expresó algunos años
después mediante una revista que detentaba en su título un rótulo expresivo de la generalidad de lo que ella promovía: Ethnology. A muchos de nosotros, y seguramente también
a Goodenough, nos enseñaron que la etnografía constituye el trabajo particularizador y
descriptivo sobre el cual se erige la construcción comparativa y generalizadora de la etnología. Goodenough protestó contra este marco global, y lo hizo quizá con demasiado
éxito.
Se hacía necesario construir –decía Goodenough– una etnografía que tuviera la pertinencia analítica de los estudios particularistas y la aspiración al rigor de los estudios compa137
rativos. Había que fundar, entonces, una Nueva Etnografía que no se consolara con ser
una fuente para un conocimiento generalizador imposible, sino que fuese una finalidad en
sí misma. Se recuperaba de esta forma la dignidad de la descripción, con una importante
salvedad: lo que había que describir era la cultura; pero la cultura para Goodenough y
para sus antecesores particularistas no era exactamente la misma cosa.
Para construir su Nueva Etnografía Goodenough tuvo que redefinirla. Goodenough comenzó identificando la cultura con el conocimiento:
La cultura de una sociedad se compone de todo lo que se necesita saber o creer a fin de
poder conducirse de un modo aceptable para sus miembros ... [ La cultura ] es el producto final del aprendizaje; ... no tanto las cosas, personas, conductas y emociones en sí, sino
más bien la organización de estas cosas que la gente tiene en sus cabezas, sus modelos
para percibirlas, relacionarlas entre sí o interpretarlas (Goodenough según Black 1973:
522).
En una sucesiva especificación, ese conocimiento se identificó como un conjunto de significados compartidos, aunque conservaba la carga conductista de cosa aprendida, fruto
de la propia enculturación de Goodenough en la escuela de Murdock. Ulteriormente, ese
conocimiento se volvió a especificar como un conjunto de reglas de comportamiento cognitivo, que determinaba el ordenamiento clasificatorio de las cosas culturalmente pertinentes. Siguiendo esas reglas, en teoría, el antropólogo podría pasar (apariencias físicas
aparte) como un miembro aceptable de la cultura que se estudiara.
Las reglas de referencia estipulan, básicamente, cómo se llama cada elemento léxico que
integra un campo de significado y cuáles son los criterios internos y externos que lo definen y lo diferencian de otros elementos del mismo campo. El trabajo etnológico con los
informantes consiste en esta elicitación, ulteriormente analizada y parametrizada por el
etnógrafo. Nótese como poco a poco la cultura acaba identificándose con “conocimiento”
primero, con “lenguaje” después y por último con los significados articulados en un conjunto de conjuntos léxicos. No por nada estas primeras fases de la antropología cognitiva
habría de ser referida muchas veces como “etnolingüística” a secas: una extrapolación de
la lingüística hacia la antropología mucho más profunda, si cabe, que las tímidas metáforas metodológicas de Lévi-Strauss.
La herramienta del método fue lo que se ha dado en llamar análisis componencial, inspirado oscuramente en la idea de rasgos [features] de la fonología. El modelo estaba hasta
tal punto ligado a la herramienta que se llegó a identificar la práctica de la Nueva Etnografía con el desarrollo de ese tipo de análisis, en el que los antropólogos llegaron a descollar mucho más que cualquier lingüista y al que añadieron innumerables categorías adicionales.
Previo al análisis componencial es el supuesto de que los significados culturales están segregados en un conjunto enumerable de campos de sentido o dominios semánticos, tales
como el parentesco, la mitología, los colores, los pronombres personales, los alimentos,
los elementos del entorno, los animales, las plantas y por supuesto la música. Esta enumeración puede parecer caótica y desarticulada, y en realidad lo es: en toda la antropología cognitiva no existe nada que se parezca a una teoría que designe (al modo de las categorías culturales del estudio comparativo) cuántos dominios existen en el mundo signifi-
138
cativo de una cultura, que establezca si todos los dominios son transculturalmente los
mismos y si están estructurados entre sí de alguna manera.
Los elementos léxicos que integran un dominio, desde el punto de vista lingüístico, se denominan lexemas. Un lexema no es necesariamente una palabra; por lo general se reconoce la existencia de lexemas simples (como “flauta”), lexemas complejos o derivados
(como “flautista”) y lexemas compuestos (como “flauta de Pan”). Un lexema es un elemento que integra un campo o dominio de denotación, pero no es la unidad mínima. Un
mismo lexema puede formar parte de más de un dominio, pero esta complicación rara vez
se considera. Así como el vocabulario (o la cultura) se divide en dominios y los dominios
a su vez se componen de lexemas, la semántica estructural estipula que cada lexema se
divide en una cantidad finita y enumerable de rasgos semánticos discretos, cada uno de
los cuales asume un valor a escoger entre unos pocos valores posibles.
Por ejemplo, si analizamos la composición íntima de las denotaciones relativas a las personas, encontraríamos que los diferentes miembros del dominio “seres humanos” comparten un rasgo en común, HUMANO, en tanto difieren en los valores que corresponden al
sexo y a la edad. Así, el lexema “hombre” sería susceptible de describirse como la combinación (o el producto cartesiano) de los rasgos HUMANO, VARON, ADULTO, mientras
que “mujer” lo sería como compuesto de los rasgos HUMANO, NO-VARON, ADULTO, “niño” sería resultante de HUMANO, VARON y NO-ADULTO, y así sucesivamente. De este modo, podría decirse que el análisis componencial indaga la composición semántica de
lexemas agrupados en dominios, conforme a las modalidades que esa composición alcanza en cada cultura.
La definición de cada uno de los rasgos semánticos operantes en un dominio es el producto de un proceso especial de elicitación, consistente en una serie de estrategias que,
mediante preguntas encadenadas, van decantando las diferenciaciones que los actores
culturales operan, consciente o inconscientemente, para ordenar cada dominio conforme a
una estructura de relaciones. Esas preguntas son del tipo “¿qué tienen en común X e Y?”,
“¿en qué se diferencia X de Y?”, “¿qué diferencia a X e Y de Z?”, y así sucesivamente.
Antropólogos cognitivos como Frake, Metzger y Williams desarrollaron complicados
métodos de elicitación componencial: inter-encadenamientos, método de díadas y tríadas,
matrizados, tests clasificatorios, etcétera.
Es posible que la lengua de la cultura posea un nombre para cada dominio, rasgo o valor
(como sería en español “persona”, “sexo”, “edad”, “adulto”), pero esto no puede determinarse de antemano. Es asimismo posible que exista una idea, pero que no esté lexicalizada, es decir, que no exista un lexema que haga referencia a ella. El dominio de la música
y la danza en muchas lenguas africanas, por ejemplo, no está lexicalizado, pero ese dominio puede reputarse existente, émicamente, mediante la elicitación adecuada. Algunos
lingüistas creían que los dominios, los rasgos semánticos y los valores posibles eran idénticos a través de las culturas; los antropólogos no siempre se expidieron a este respecto,
aunque en la mayoría de los casos daría la impresión de que pensaban que cada cultura
segmentaba en forma distinta el campo total de las significaciones.
En principio, el número de rasgos semánticos y de valores posibles para cada uno de estos varía según el dominio que se trate. Sea como fuere, lo importante no es que sea posible inventariar la estructura interna de los lexemas de un dominio dado sino, que al ha139
cerlo, insensiblemente estamos trazando la estructura global del dominio. El análisis de
los componentes no es sino la otra cara de la clasificación. Es por ello que la antropología
así concebida debió, aparte de proporcionar una conceptualización y un método para indagar la anatomía de los significados, inventar nombres para designar formas de estructuración de los rasgos y sus valores en un dominio dado. Esas estructuras semánticas que
dan cuenta de la forma en que se relacionan los lexemas que componen un dominio son,
entre otras, los paradigmas, los árboles, las claves binarias y las taxonomías.
Paradigmas
Un campo semántico o dominio, entonces, no es un amontonamiento o enumeración de
lexemas, sino un conjunto estructurado. Un paradigma es una de las formas que puede asumir esa estructuración. Desde el punto de vista descriptivo, un paradigma puede concebirse también como una forma de representación del conocimiento.
En los primeros años del análisis componencial primaban algunas definiciones desordenadas, como las que articulan los ensayos de Sturtevant o del propio Goodenough. En ese
entonces se decía que un paradigma era un conjunto de segregados que puede particionarse en base a rasgos de significación. Algunas de las definiciones eran increíblemente
rebuscadas, muy lejanas a la precisión que había motivado a los impulsores del movimiento. Sturtevant, por ejemplo, definía el paradigma como “un conjunto tal que algunos
de sus miembros comparten rasgos no compartidos por otros segregados del mismo conjunto” (1964:108). Pero esta definición clásica fue replanteada poco tiempo después, porque la misma condicionalidad era propia de otras estructuras, como los árboles, las taxonomías y las claves binarias.
El paradigma es la estructura representacional más ordenada, menos redundante y más
perfecta de todas las que se inventaron o descubrieron durante el auge fugaz del análisis
componencial. Dado un dominio en el que se ha reconocido un número finito (idealmente, reducido) de dimensiones semánticas, cada una de las cuales puede asumir una cantidad acotada de valores posibles, se obtiene de inmediato un paradigma.
Figura 4.1 - Paradigma pronominal Hanunóo (adaptado de Conklin 1962)
Suponiendo que el dominio en cuestión sean los pronombres personales de una lengua,
como en la figura 4.1, las dimensiones semánticas involucradas podrían ser (A) género,
(B) número, (C) inclusión del hablante y (D) inclusión del oyente. Los valores posibles
serían, respectivamente (a1) masculino, (a2) femenino y (a3) neutro; (b1) singular y (b2)
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plural; (c1) hablante incluido y (c2) hablante excluido; (d1) oyente incluido y (d2) oyente
excluido.
El cubo que acompaña esta descripción omite la dimensión correspondiente al género. Omitir una dimensión semántica es lo que se llama “reducirla” o “neutralizarla”, y a menudo (aunque no siempre) es una práctica hasta cierto punto legítima, aunque algunos cognitivistas la hayan implementado para que sus diagramaciones fueran más elegantes, o
para resaltar el carácter pedagógico de la exposición simplificando un poco las complejidades del dominio real.
Los paradigmas admiten también una representación arbolada, lo cual no debe inducir a
confundirlos con los árboles, que son estructuras con otras características de redundancia
componencial. Hay alguna confusión entre los diversos autores, resultante del hecho de
que una cosa es el ordenamiento interno de un dominio, y otra muy distinta (y más contingente) la forma que un analista escoge para representarlo. Un paradigma, una clave o
un árbol no son una matriz, un poliedro o un diagrama arbolado, sino un conjunto determinado de relaciones semánticas, a pesar de que muchos especialistas se afanaron más en
diagramar que en sistematizar las relaciones como tales. La imagen de la figura 4.2, por
ejemplo, es una versión arbolada del paradigma pronominal anterior.
Figura 4.2 - Paradigma arbolado
La aplicación de las definiciones componenciales estipuladas daría por resultado un dominio de ocho lexemas con la siguiente composición semántica:
L1 : Nosotros(1) - [tú y yo]
L2 : Yo
L3 : Tú
L4 : El
L5 : Nosotros(3) - Todos
L6 : Nosotros(2) - Sin ti
L7 : Vosotros
L8 : Ellos
a1b1c1
a1b1c2
a1b2c1
a1b2c2
a2b1c1
a2b1c2
a2b2c1
a2b2c2
Se han reconocido dos modalidades de paradigmas, los llamados perfectos u ortogonales,
que son los más apreciados por los analistas, y los imperfectos, que como siempre pasa
son los más abundantes. En un paradigma perfecto, para cada conjunto de valores a1, ...,
an en una dimensión dada A, existe un par de lexemas en el dominio cuyas definiciones
componenciales son idénticas, excepto en lo que respecta al rasgo semántico considerado
en esa dimensión. En ese mismo paradigma perfecto, para cada combinación posible de
141
rasgos y valores existe uno y sólo un lexema. Los paradigmas perfectos poseen redundancia cero, lo cual implica que un cambio operado en un solo rasgo de la definición componencial resultará en la definición componencial de otro lexema del mismo dominio.
Árboles y taxonomías
La segunda estructura componencial en orden de importancia es la del árbol. A diferencia
de los paradigmas, donde las mismas dimensiones componenciales afectan a todos los
términos del dominio, en los árboles las dimensiones van variando según cuales sean los
elementos que se opongan. La casi totalidad de las clasificaciones zoológicas y botánicas,
tanto folk como científicas, poseen estructura de árbol. En un constructo de esta clase, algunas dimensiones tales como “felino” o “rumiante” resultan irrelevantes en las ramas
del árbol correspondientes (por ejemplo) a las aves, insectos o invertebrados.
Hay que guardarse de confundir un árbol gráfico común (como el que eventualmente
puede usarse para representar un paradigma o una taxonomía) con un árbol componencial
propiamente dicho como el que muestra el anterior diagrama. Uno de estos árboles requiere necesariamente un grafo en forma de árbol para mapearse; si se lo quisiera representar mediante una matriz componencial, la mayoría de los casilleros se encontraría vacía. Se trata entonces de una estructura semántica de máxima redundancia en la que ningún par de entidades contrasta sobre más de una dimensión; un paradigma, por el contrario, es una estructura de redundancia mínima que resulta de la aplicación simultánea de
distinciones componenciales. La mayor parte de las taxonomías folk conocidas posee estructura de árbol, aunque en general se reserva el término de taxonomía propiamente dicha para las estructuras de inclusión de clases que no necesariamente responden a un análisis componencial.
Figura 4.3 - Taxonomía de flautas de bambú ‘Are‘Are (Zemp 1978:46)
No abordaré aquí otras estructuras, por más que su comparación constituye un asunto semántico de cierto interés; me conformo con haber descripto sólo dos de ellas, las más im-
142
portantes (y las más buscadas por los investigadores), para dar una idea genérica de los
resultados a los que aspiraba este tipo de análisis.
***
El análisis componencial recibió críticas teóricas y metodológicas desde ángulos muy diversos. La crítica de David Schneider, fundamentalmente, negaba que distinciones como
las de parientes lineales, colineales y ablineales se operaran realmente en la cabeza de los
actores; él demandaba en cambio un enfoque más cualitativo y estetizante del cual, a la
larga, se derivó nada menos que la antropología simbólica. Otros críticos (Gerald Berreman, Robbins Burling, Clifford Geertz, Marvin Harris, Kaplan y Manners, Roger Keesing, Adam Kuper, Pertti Pelto, Elman Service) argumentaban que las distinciones semánticas iniciales eran inducidas éticamente por los investigadores, que resultaba imposible analizar componencialmente una cultura completa, que no existía ningún vínculo sistemático entre un dominio y otro, que un conjunto de reglas mentales no podía dar cuenta
de la complejidad del pensamiento humano y que en los hechos era también improbable
que se elicitaran dos análisis componenciales idénticos del mismo campo semántico. En
la práctica, el mandato de Goodenough de investigar el conocimiento que la gente necesita para comportarse de manera adecuada se había traducido en una preocupación más estrecha sobre lo que uno necesita saber para decir cosas culturalmente aceptables sobre el
mundo (Holland y Quinn 1987: 4). También se subrayó que el análisis privilegiaba sólo
aquellos dominios que se avenían a estructurarse en paradigmas y árboles ordenados, dejando de lado los campos carentes de un inventario de componentes discretos. Cuestiones
relevantes como el ritual o la performance no se ceñían a los tipos de análisis, técnicamente limitados, que la doctrina había consagrado de antemano (Reynoso 1986; 109-129;
1998: 30-42).
En el lapso que media entre la crítica de Schneider y los últimos estudios componenciales
de campaña a fines de la década de 1960, el análisis componencial colapsó por completo;
sus partidarios migraron a otros terrenos teóricos y a otras disciplinas, o se llamaron a silencio; nadie en absoluto salió a defenderlo. Si bien de tarde en tarde todavía se recurre a
esa clase de analítica como herramienta circunstancial que ha de usarse cuando falten otras mejores, sus modos característicos de indagación y sobre todo sus pretensiones teóricas de constituir un camino emic hacia la mente del informante figuran entre los elementos más desacreditados en toda la historia de la antropología. Mi interpretación de
mínima es que el análisis componencial ha probado taxativamente que un enfoque emic
es incapaz de dar cuenta del sistema cultural en su conjunto; mi conclusión de máxima es
que, al menos según esta experiencia, el lenguaje, tenido por muchos como reflejo directo
del pensamiento e instrumento tipificador por excelencia, no proporciona un cuadro confiable del funcionamiento de la mente humana o de la naturaleza del orden cultural. “No
hay nada fuera del lenguaje”, aseguran hermeneutas, lacanianos, autopoiéticos y posmodernos; al contrario de lo que afirma ese dictum, antes, después y fuera del lenguaje hay
mucho más que lo que es capaz de soñar cualquier filosofía.
Volviendo a Hugo Zemp y para cerrar este apartado, sólo resta decir que su enfoque componencial difundió entre los etnomusicólogos la convicción del carácter riguroso (o al
menos ordenado) de las etnoteorías concernientes a la música. En su momento, sirvió
para poner en tela de juicio la idea de Alan Merriam respecto de la “incapacidad” de los
nativos para verbalizar lo que ellos sabían de la música (Zemp 1979: 32). Hoy en día, y
143
conforme lo ha destacado Kofi Agawu (1990: 229), se sabe que las etnoteorías no son
tanto las ciencias que los nativos han desenvuelto, sino una de las respuestas posibles a
las preguntas que formulamos nosotros mismos.
Etnomusicología cognitiva en América Latina
En Brasil, A musicológica Kamayurá de Rafael José de Menezes Bastos (1978) es el estudio basado en análisis componencial más ambicioso que se ha emprendido hasta la fecha. El relevamiento de Menezes, que es al mismo tiempo una elaboración de su tesis de
maestría y la parte inicial de un proyecto más amplio de Semántica Musical, no corre sin
embargo demasiados riesgos en el sentido de lanzarse a probar la existencia de un sistema, el cual se da por sentado. Menezes se contenta con describir lo que él llama un poco
pomposamente “el meta-sistema de cobertura verbal del sistema musical de los indios
Kamayurá del Alto Xingu”, meta-sistema que consiste en un conjunto de clasificaciones
y nomenclaturas de cosas musicales.
Si bien Menezes admite que su trabajo tiene un acento etnocientífico, pretende eludir la
sospecha de afectación formalista de que ha sido objeto la etnociencia por sus contenciones de suficiencia, elegancia y parsimonia; él considera que el conocer es algo extremadamente doloroso, dramático, difícil y comprometido, en lo que no cabe por tanto neutralidad y mucho menos una axiología (p. 17). Para que no se le endilguen las objeciones
que para ese entonces había merecido el análisis componencial, Menezes alega que de
ningún modo abraza la teoría cognitivista de Goodenough pero sí las técnicas que le son
peculiares, en cuanto reveladoras del meta-sistema verbal indicador del sistema musical
propiamente dicho, ligado a la acción social correspondiente.
El modelo de Menezes toma como punto de partida la dicotomía entre la cultura y la antropología por un lado y la música y la etnomusicología por el otro. Conforme a una tradición dualista inherente al pensamiento occidental, las segundas serían derivativas, las
primeras esenciales (p. 37, 64). En este terreno hay en etnomusicología, dice Menezes,
tres visiones en contienda:

La primera es el punto de vista etic de Mieczysław Kolinski y Mantle Hood, concentrado en la música en sí misma; Menezes lo percibe como una reducción de la
etnomusicología a la fonología y la gramática, reducción que desemboca en una
visión etnocéntrica (p. 38). Esta postura etic está afectada por las limitaciones
bien conocidas de una notación prescriptiva, la que ocasiona que la música occidental artística trabaje como filtro omnipresente. Las dimensiones preferenciales
del registro analítico en esta perspectiva enfatizan el melos, el ritmo y un poco
menos la agógica, quedando fuera de tratamiento las realidades tímbrica y dinámica. El uso de categorías tales como contornos melódicos, escalas, fórmulas o patrones rítmicos que constituyen la base sobre la que se ha de montar la perspectiva
fonológico-gramatical, es arbitraria e impropia para las manifestaciones musicales
no occidentales (p. 39).

La segunda dirección en la elaboración del dilema es la de Alan Lomax, que Menezes considera la inversión exacta de la primera. En el modelo de Lomax la música se estudia en tanto cultura musical en detrimento de la parte sonora, que se
registra sólo en términos precarios. La música se limita aquí a una semántica casi
144
pura, también etic, compulsivamente orientada a la comparación en gran escala.
En esta perspectiva, la música se concibe sólo como una proyección del entorno
cultural. Por razones que hemos examinado en el capítulo de metacrítica de la
cantométrica, Menezes concluye que esta es una visión profundamente incompetente (p. 40).

La tercera orientación es la antropología de la música de Alan Merriam, que intentó vincular sociedad y música de un modo que a Menezes le resulta bien intencionado, pero mal logrado en la práctica. Menezes no detalla con claridad las razones de esta inadecuación, diciendo sólo que su juicio condenatorio resulta de una “impresión crucial” que deja el análisis (p. 40-41).
Sintiendo que ninguna de las orientaciones dominantes en la disciplina es satisfactoria,
Menezes diagnostica la ineptitud de la etnomusicología como corpus científico para el
abordaje del lenguaje musical; lo que propone como alternativa es nada menos que establecer una musicología que, atendiendo a las características de ese lenguaje, se constituya
en una de las partes de la profetizada Antropología de la Comunicación delineada por
Dell Hymes (1972). En esta tesitura, Menezes afronta émicamente su caso etnográfico,
colocando el mito y la música como los dos puntos iniciales de una suite que, complementada por la danza (y también por la plumaria y la pintura corporal) constituye el armazón propio del discurso ceremonial: en la entrada del sistema el mito, la palabra, el
lenguaje de referencia por antonomasia; en la salida, la danza, corporización mimética de
los referentes; en el medio, como pivote, la música, máquina de transformar verbo en
cuerpo: de la cognición a la motricidad, pasando por el sentimiento (Menezes 1978: 45).
El modelo escogido por Menezes para llevar adelante su proyecto, más amplio a nivel local que el de Lomax (al cual había reputado faraónico, p. 65), no es otro que el de la etnociencia, la cual estaba ya muy desacreditada para esa época. Menezes vuelve a tomar distancia del formalismo etnocientífico argumentando que éste enfatiza relaciones de traducción término a término entre el lenguaje y el mundo referido, en tanto que él acaricia una
relación más difusa, rica y variable de “indicación” (p. 46). Afirma también que el modelo etnocientífico se había aplicado a dominios tales como el parentesco, los colores, los
vegetales y los animales, pero que dominios como la música o la danza casi no habían recibido ninguna atención (p. 47). Si bien el autor denota maestría técnica y conocimiento
de la bibliografía básica del movimiento cognitivo en antropología, parece desconocer la
obra pionera de Ames y King (1971) y los trabajos esenciales de Oskár Elscheck y Hugo
Zemp (1971, 1978), entre otros estudios cognitivos de la música que preceden al suyo.
El análisis componencial realizado por Menezes, prolijamente elaborado, cubre página
tras página de taxonomías, árboles, paradigmas y diagramas de flujo relativos a la conceptualización Kamayurá de múltiples aspectos del saber musical: la distinción de los instrumentos adecuados a cada uso, la taxonomía organológica, la construcción de instrumentos, la afinación, la ejecución, la distinción entre música y no música, los vocablos
referidos a la intensidad, el timbre, el tamaño, la fuerza, la duración, la velocidad, las maneras de tocar y las partes de una pieza, a las cuales Menezes considera impropiamente
una gramática (Menezes 1978: 111-112). Dije muchos aspectos y así es, pero digo ahora
que está faltando muchísimo, entre ello lo esencial.
145
El problema inicial con este modelo es la confusión existente entre la sistematicidad de
las estructuras lexémicas y la del “sistema musical propiamente dicho” (p. 48). Ni siquiera el primer aspecto está cumplimentado; Menezes muestra el carácter relacional de las
categorías de cobertura verbal: tal categoría mayor está organizada como árbol, tal otra
como paradigma imperfecto. Pero hay un gran paso entre el orden descripto por esas relaciones y lo que podría ser un sistema de denominación en sentido estricto. Aún cuando el
meta-sistema nomenclatorio sea sistemático (que no lo es, ni tiene por qué serlo), ello no
reflejaría la sistematicidad de la música propiamente dicha, pues desde Saussure se sabe
que los signos de la lengua son arbitrarios. Siendo la música Kamayurá (como cualquier
otra) absolutamente coherente, sin duda hay en ella un tejido de principios sistemáticos
accesibles en potencia desde diversos planos de tratamiento; pero el modelo de Menezes,
aunque reconoce su existencia, no logra acceder a ellos, porque renuncia al análisis de
antemano.
El segundo inconveniente radica en que si bien el trabajo de Menezes se inscribe en una
antropología de la comunicación como la que propusiera Dell Hymes (1972), lo que se ha
desarrollado nada tiene que ver con este marco comunicativo. Cuando Hymes elaboró su
modelo hacía un tiempo que había abandonado el análisis componencial; había defendido
ese análisis años antes en las célebres polémicas con Robbins Burling (1964), pero no
quiso saber nada con practicarlo después. Muy pocos lo hicieron, a decir verdad. Creo
dudoso entonces que Hymes hubiera homologado el uso de esa clase de análisis para dar
cumplimiento a la descripción de la competencia comunicativa, su concepto central. Esta
competencia consiste en reglas pragmáticas sensibles al contexto, explícitas o implícitas,
y no en el inventario de los nombres para las cosas, aunque se llame a éstos reglas de
conceptualización.
El tercer problema es que los dominios y lexemas que colecciona Menezes no están relacionados con ninguna descripción de la música, sea en términos emic o etic. El nombre
no es la cosa nombrada, decía Bateson (1991: 221): los nombres están, la música no. El
modelo de Menezes se precia de semiológico (p. 106), pero su semántica no está vinculada a una sintaxis y la pragmática es circunstancial. Las nomenclaturas dan cuenta de
buena parte lo que hay en torno de la música, pero no describen cómo es la música misma
y mucho menos explican por qué es como es. Aspectos enteros de la descripción estructural (la organización sintagmática o jerárquica de motivos, frases, piezas, repertorios, las
reglas prescriptivas que producen diferentes clases de música, la tipificación de los patrones rítmicos, las formas de variación, la existencia de patrones, perfiles o modelos melódicos nominados, los criterios de consonancia) han sido omitidos por completo, incluso
en la elicitación de los lexemas y estructuras componenciales que les hubieran correspondido. No se sabe si lo que no está no existe, o si sí existe pero el diseño de encuesta no ha
permitido encontrarlo.
El conocimiento no lexicalizado tampoco ha sido objeto de relevamiento, cuando es más
bien obvio que gran parte del aprendizaje en cualquier cultura consiste en la replicación
de prácticas conductuales o corporales que no necesariamente tienen nombre. No hay forma de saber tampoco (para usar la terminología de Peter Caws 1974) si en la performance
los músicos siguen un modelo representacional (imitando la música que hacen otros), o si
en cambio su modelo es operacional (aplicando en la práctica reglas específicas). En
general no admito que una crítica que señala elementos de juicio faltantes sea un cuestio146
namiento teórico legítimo; pero Menezes había impugnado a Lomax por “su negligencia
de la parte sonora, que registra sólo a título precario” (p. 39) y había prometido ligar la
música a la cultura (pp. 37, 38, 43, 48). El modelo debió plantearse como complemento
de otros, no como una superación, pues en lo que a su investigación respecta la música no
aparece por ninguna parte, ni siquiera precariamente.
Al lado de esta omisión hay todo un cúmulo de contrariedades al que me referiré con brevedad. Menezes, por ejemplo, no evalúa reflexivamente en qué medida el conjunto de lexemas y sus estructuras podrían ser otros de haber sido distinto el proceso de elicitación,
del cual tampoco se documenta el protocolo. Ésta es una objeción clásica a las técnicas
componenciales y él debió conocerla pues menciona en su bibliografía las críticas de
Burling, Keesing y Harris, pero por desdicha soslayó esta delicada cuestión. Tal como está realizado y presentado, el aparato nomenclatorio es deslumbrante y denota un intenso
trabajo de recopilación; no hay forma de saber, sin embargo, si la elicitación es adecuada.
Algunas técnicas han sido además mal administradas, como cuando Menezes pide a los
informantes que le digan en cuántas y cuáles clases podría acomodarse un conjunto de
instrumentos (p. 57). Amén de producir un efecto mayéutico de inducción, desde Georg
Cantor se conoce que en cualquier respecto (por pequeño que sea el conjunto) la respuesta a una pregunta semejante es “en infinitas clases”: cuántas y cuáles sean dependerá del
humor con que se haya despertado el informante esa mañana. Aún cuando se obtenga una
respuesta culturalmente significativa, no se sabe cuántas otras igual de apropiadas podría
haber. Menezes también describe la nomenclatura de los procesos de afinación y ajuste
tímbrico de algunos instrumentos, pero admite no haber conseguido “percibir auditivamente” la lógica del proceso, aunque lo entendió “mentalmente” (p. 139). Esta falla es acaso una señal reveladora de la pérdida de una dimensión etic fundamental, como consecuencia de un foco “compulsivamente orientado” (para usar palabras que él aplica a Lomax) hacia la visión emic de las cosas. Si Menezes hubiera estado abierto a la lectura
comparativa (en particular pienso en los estudios de Gerhard Kubik, de Atta Annan Mensah o de Pie-Claude Ngumu sobre procesos de afinación en Africa) habría tenido algunos
sistemas de referencia para abordar los problemas de percepción auditiva que dejó pendientes.
Al no haber un marco comparativo, se ignora también cuáles dominios del pensamiento
musical no están lexicalizados o quedan sin relevar. Insólitamente, Menezes no dice palabra sobre la clasificación nativa de los géneros musicales o sobre sus parecidos o diferencias con otros géneros de la región. ¿Tienen o no los kamayurá, por ejemplo, lamentos,
llanto ritual, música infantil, cantos amatorios, narraciones épicas, estilos reputados arcaicos, piezas identificables por su nombre, música de trance, cantilaciones, cantos de trabajo, juegos vocales, canciones de cuna, señalización sonora, cantos de alabanza, repertorios híbridos…? Sin duda alguna, las categorías culturales de Murdock (a las que Menezes [p. 39] reprueba por arbitrarias, inapropiadas y superficiales) hubieran hecho aquí
mejor papel que esta búsqueda a tientas “desde dentro” de la cultura, generadora de estructuras estáticas que son por completo contingentes al proceso de pesquisa, e incapaz de
reportar aspectos que la vieja antropología supo tratar con naturalidad.
El concepto cognitivo que articula Menezes claramente confunde además conocimiento
con lexicalización, lo que después de la demostración maestra de Brent Berlin y Paul Kay
(1969) a propósito de los términos básicos para los colores involucra una postura difícil
147
de sostener. Al situar los perceptos en clases, los nombres de las cosas por cierto suministran un principio de orden, pero la realidad, la percepción y las habilidades corporales
son más amplias y diversas. Más allá de que el conocimiento musical esté densamente
lexicalizado, muchas capacidades de la mente y muchos hábitos motores no son accesibles a la introspección y ni nosotros ni los nativos hemos construido las estructuras de
lenguaje requeridas para hablar de ellos.
Dado que los practicantes de los enfoques emic han adoptado no pocas veces una actitud
de superioridad moral correlativa a un aristocrático desprecio hacia otras estrategias, es
significativo que haya sido un etnomusicólogo, Udo Will, quien señalara su estrechez:
Desde la infortunada introducción de la distinción de K. Pike entre emic y etic en las etnociencias, ha habido una tendencia al imperialismo intradisciplinario con la cual la estrategia emic deliberadamente niega la validez de las opciones de investigación alternativas. Muchos científicos insisten en que las indagaciones en el campo de la cultura humana sólo se pueden definir en términos emic, y eso significa sólo con referencia a la forma
en que la gente habla de ella, negando o malinterpretando las elaboraciones originarias de
K. Pike (quien incluso delineó operaciones para la identificación de unidades emic no
verbales). Los compromisos emic han devenido flagrantes, insistentes y parroquiales y
hay un aire de escolasticismo o de desapego de sillón sobre gran parte del análisis formal
de la nueva etnografía, etnomusicología incluida (Will 1998: 175).
Faltando todo esquema de referencia a una realidad independiente de la nomenclatura, el
lector termina de leer el libro de Menezes sin tener noción de cómo puede sonar una pieza de música Kamayurá, sin saber en qué difiere (digamos) el canto curativo de los payé
del canto de entretenimiento, o en qué se distinguen sus formas de las de otros estilos musicales circundantes. Sin cumplir sus promesas de superación de los dilemas teóricos de
toda una disciplina, la musicología etnográfica de Menezes acaba siendo no más que un
belicoso manifiesto exclusionista que sólo tiene en su haber una multitud de lexemas flotando en el aire, en el límite mismo de lo legible. Me consta que Menezes hace años ha
renegado de esta visión, lo cual me brinda una excusa perfecta para finalizar su examen
en este punto.
***
Hace unos cuantos años formulé una crítica a un “modelo multidimensional para el estudio de la música en sí misma y en su contexto sociocultural” que había propuesto la etnomusicóloga chilena María Ester Grebe Vicuña (1981), alguna vez discípula de Blacking.
Me ha dado pereza rastrear ese documento en mis archivos, por lo que decidí escribir otra
reseña, que es la que sigue. El componente cognitivo del modelo de Grebe es mínimo
pero de suficiente entidad como para justificar que se lo trate en este apartado; en homenaje a su escaso impacto ulterior y a su carácter de producto aparentemente discontinuado, trataré de consumar ese examen en el menor espacio posible.
Grebe toma como punto de partida la necesidad de conciliar las visiones etic y emic por
un lado, y las concepciones contrapuestas de la musicología y la antropología de la música por el otro. Ella entiende que los enfoques etic han sido prevalecientes, habiéndose
prestado poca importancia a la estrategia contraria. Si se escoge un marco teórico “positivista o racionalista”, continúa diciendo, nos enfrentamos al hecho de que las posibilidades de llegar a cualquier clase de principio o ley mediante observaciones precisas han sido puestas en duda. A juicio de Grebe, el físico Werner Heisenberg ha demostrado que
148
“no es posible determinar simultáneamente la posición y velocidad de los fenómenos” (p.
53); asombrosamente, ella entiende que esa limitación inherente a la escala del dominio
subatómico (y que concierne en rigor a los electrones, no a “los fenómenos”) aniquila toda presunción de objetividad o certidumbre en las cosas culturales, e impone observaciones relativas en vez de absolutas.
Acto seguido, Grebe revisa los cuatro enfoques metodológicos principales de los últimos
años, que serían: (1) el método comparativo transcultural de Lomax, (2) el estudio descriptivo de una cultura o género musical, que incluiría las posturas de McAllester, Merriam, Hood y Zemp, (3) el uso de métodos lingüísticos y de la semiótica musical, como
en los ensayos de Nattiez o Chenoweth y Bee, y (4) la orientación emic de la antropología
cognitiva, como la de los trabajos de Zemp. Grebe aduce que cada uno de estos enfoques
está afectado por diversos problemas. Con referencia al primer método, menciona la crítica de Downey relativa al muestreo, una observación de Boilès y Nattiez sobre la improbable equivalencia universal de los hechos acústicos y la célebre afirmación de Blacking sobre la imposibilidad de comparar entidades separadas de sus contextos, la cual se
ha repetido tantas veces que algún día acabaré creyendo en ella. Respecto del segundo
método Grebe omite toda impugnación frontal, quizá porque se asemeja al que terminará
proponiendo como alternativa. A propósito del tercero suscribe devotamente el juicio de
Steven Feld (1974), al que parafrasea en prosa rimada diciendo que “el uso analógico de
los modelos lingüísticos en la música implica tanto ambigüedades epistemológicas como
falacias lógicas que no permiten una clarificación de los hechos y explicaciones etnomusicológicas” (Grebe 1981: 59). En relación al cuarto método, por último, advierte que no
conviene depositar demasiadas esperanzas en un enfoque emic puro, porque “los músicos
poseen limitaciones severas para verbalizar sus propias concepciones y percepciones de
la música” (p. 60); lo cual no impide que poco más tarde asegure que no hay fuente primaria “más auténtica para el estudio del producto estético-musical que el proceso y producto percibido, descripto, categorizado, analizado e interpretado por su propio protagonista, compositor o intérprete” (p. 69).
Con el fin de superar las taras y escollos de los modelos preexistentes, tras una cantidad
de observaciones de variada relevancia Grebe postula su propio modelo multidimensional, que reúne en un solo marco integrativo tanto el estudio de la música en sí misma como el de los contextos socioculturales (p. 70). El modelo se representa como un grafo con
cuadros unidos por vectores, una especie de organigrama donde figuran categorías tales
como “Objeto sonoro acústico” y “Gramática/Sintaxis” en la rama que deriva de la Música en Sí Misma, y “Acto estético” y “Medio de comunicación” en la serie que cuelga
del rectángulo que representa la Música como Hecho Sociocultural. La jerarquía del modelo es desconcertante: “Música” aparece como vértice inicial, pudiendo ser humana o
no, y luego reaparece como nodo cuatro niveles más abajo, como prestación específicamente humana. Grebe no ofrece en ningún momento una semántica precisa para las líneas, que se supone denotan relaciones de algún tipo, ni una normativa concreta para abordar las categorías incluidas en los cuadros. El orden y el posicionamiento de éstos son
enigmáticos: “Aprendizaje/Endoculturación”, por ejemplo, se encuentra varios cuadros
después de “Proceso creativo”, como si no fuera necesario internalizar un conocimiento
cultural antes de comenzar a crear; “Estilo”, a su vez, no deriva de “Gramática/Sintaxis”,
sino que pende de una rama distinta. La tesis oculta parecería ser que todo tiene que ver
con todo, más o menos en cualquier orden, sentido y magnitud.
149
Fig. 4.4 – Modelo multidimensional de Grebe
El texto que origina el gráfico no aclara ni la topología ni el sentido del modelo: las categorías “derivan” unas de otras, “se conectan” entre sí o “se corresponden”, sin que se asigne a esos verbos una interpretación formal precisa. La metodología implícita consistiría en salir de campaña de trabajo de campo y hacer lo que se pueda para llenar los casilleros con aquello que se encuentre, poniendo la mejor voluntad para encontrar conexiones entre las cosas. El dilema que se tenía al principio sigue sin resolverse, pues “el problema teórico y metodológico de fondo consistirá en buscar e identificar las concepciones
y mecanismos que permitan relacionar y refundir ambos aspectos [música y cultura] para
un conocimiento integral de la música centrada en el hombre” (p. 71).
No obstante haberse admitido que el problema está aún pendiente, se festeja la iniciativa
“analítica-explicativa multidimensional” como si fuera la solución. El modelo está coronado por este eufórico canto a sí mismo:
La Antropología de la Música permite redescubrir al hombre [sic] como protagonista del
quehacer musical. Abre caminos diversos para comprender la música en sí misma y como
parte de un todo sociocultural, posibilitando una aproximación humana, humanista y humanizante al fenómeno sonoro. Abre, por tanto, una perspectiva más amplia a la investigación musical más allá de la historiografía y el análisis de la música (Grebe 1981: 71).
Aunque todas las categorías del modelo se pueden encontrar mejor tratadas en el libro
clásico de Merriam (1964), Grebe muestra una afinidad especial por la visión de Blacking, implicando que ha aportado una novedosa dimensión antropológica y contextual a
los estudios de la música (pp. 54, 58, 60, 65, 69). Ya he cuestionado este mito etiológico
en el primer volumen, pero no viene mal recordar aquí un señalamiento que David Rycroft hiciera sobre la originalidad de la estrategia alentada por el maestro de Grebe:
La evidencia de que esta música debe ser estudiada en su contexto para ser comprendida
es presentada repetidas veces, con oportunas citas de Lévi-Strauss y Alan Merriam. ¿Por
qué se sentirán obligados los autores a recordarnos hoy que están estudiando “la música
en la cultura” e insistir en que se trata de una prometedora nueva técnica? Tal vez debería
150
reeditarse el libro Les chants des Baronga de Henri Junod (1897), puesto que el autor
contextualizó adecuadamente su material del sudeste africano, sin necesidad de comentar
que podría ser tratado de otro modo o que sus lectores podrían esperar algo menos que lo
que se presenta (Rycroft 1969: 48).
En otras palabras: que la música sea un sistema simbólico cultural y humanamente organizado ha sido una premisa actuante en todos los estudios desde los albores de la disciplina, y no una heurística diferencial que humanistas como Blacking o Grebe acaban de
pergeñar.
Tres observaciones de Grebe me merecen una apreciación positiva: primero, ella no niega
legitimidad a los enfoques positivistas o formales, un gesto raro en esas latitudes teóricas;
segundo, no concede a la visión emic prioridad absoluta; tercero, percibe que la interpretación geertziana no es emic, lo cual es sutil. Pero, como se habrá advertido, el discurso
que envuelve al modelo de Grebe abunda en errores de juicio y diseño. La clasificación
de las cuatro estrategias metodológicas es inconsistente y no está vertebrada por ningún
criterio: la etnociencia emic (incluida en el enfoque 4), podría clasificarse también como
modelo lingüístico (enfoque 3) o como estudio descriptivo (enfoque 2). A juzgar por la
languidez de su tratamiento, ninguno de los enfoques ha sido examinado de primera mano; Grebe meramente ha copiado fragmentos de críticas de terceros, sin especificar en
qué consisten los problemas de muestreo, las ambigüedades epistemológicas y las falacias que los críticos imputan a las teorías que son objeto de censura. La autora ha llevado
también el principio de indeterminación de Heisenberg fuera del territorio en el que es
válido; huelga decir que ese principio no rige para el mundo macroscópico de la vida cotidiana: el estudioso puede confiar en que, con o sin mecánica cuántica de por medio, todavía es posible determinar con alguna precisión la duración y la altura de una nota musical, si es que de eso se trata. (Además, entre paréntesis, no hay en la “ciencia moderna”
[p. 53] relación obligada entre la posibilidad de una observación y su medida absoluta, y
la imposibilidad y su carácter relativo).
Los traspiés de Grebe en materia de teoría antropológica son aún más gruesos y preocupantes que su curiosa interpretación de la física. En su caracterización del enfoque cognitivo, por ejemplo, ella sitúa el análisis componencial como si fuera un “nivel conceptual”
análogo a los conceptos de dominio, segregado, conjunto contrastante y paradigma (p.
59); dicho análisis no es, empero, una categoría estructural, sino la técnica que utilizó la
escuela de Goodenough para deslindar esas categorías. Buena parte de la pedagogía musicológica también es fallida: el texto que ella cita de Lomax (1959) debería ser de cantométrica pero no lo es (p. 57); la cantométrica no utiliza como ella cree una “taxonomía
numérica” (p. 58), concepto que tiene un sentido técnico específico; y el trabajo de Chenoweth (1972) no se basa en “una gramática generativa o transformacional” (p. 59) sino
en la fonología distribucional de Kenneth Pike. Tampoco es correcta la dicotomía que
Grebe establece, vía Lévi-Strauss, entre modelos mecánicos (“paradigmas ideales de aquello que la gente debería hacer”) y los modelos estadísticos (“lo que la gente hace en la
práctica”) (p. 62). Estas son las definiciones del inglés Peter Caws para los modelos representacionales y operativos, respectivamente; en la concepción levistraussiana la distinción entre ambas clases de modelos es una función que depende de la escala de éstos, y
no, en absoluto, de lo que la gente haga o deje de hacer.
151
Lo que hay que dejar de hacer aquí y ahora, sin duda, es continuar con esta crítica. He
debido citar esta propuesta modélica no porque revista importancia histórica o científica,
sino porque constituye un ejemplar representativo del influjo residual de la ideología contextualista sobre autores que se empeñan en ofrecer al mundo su propia versión de una
teoría que ni siquiera en sus mejores instancias está satisfactoriamente fundamentada.
Antropología de la música y ciencia cognitiva
Las investigaciones cognitivas en sentido estricto, tanto las discursivas como las experimentales, son mucho más abundantes y han sido harto más productivas en antropología
de la música de lo que se cree, aunque nunca han gozado de adecuada circulación. Cuando se las reseña se experimenta un soplo de aire fresco que difiere sustancialmente de la
sensación de encierro, dogmatismo y abstracción y al tono admonitorio y moralista que
son comunes en la antropología de la música de corte posmoderno y confesional. Casi todos los estudios cognitivos combinan además ejemplarmente las cuestiones teóricas con
los aspectos empíricos, y buena parte de ellos arroja consecuencias universales por más
que en apariencia se esté estudiando un aspecto puntual de un repertorio recóndito. Aún
los diseños de los estudios de casos más puntuales aportan principios de articulación útiles para el abordaje de otros estilos, factores y sociedades. En esta sección del capítulo
mencionaré algunos estudios característicos de la década de 1990 en orden aproximadamente cronológico. Sólo me ocuparé aquí de un puñado de investigaciones específicamente transculturales, advirtiendo que constituyen una pequeña parte de una búsqueda de
patrones cognitivos mucho más amplia.
Elizabeth Tolbert (1990) presentó un rico análisis lingüístico, musical y semiótico de lamentos monofónicos (itkuvirsi) recolectados entre 1984 y 1985 entre mujeres refugiadas
que habían aprendido el género en Finlandia antes de la segunda guerra mundial. El estudio tenía como objetivo aprender a cantar esos lamentos bajo tutela de las informantes.
Tolbert encuentra tendencia hacia la oscuridad semántica en las formas lingüísticas y en
la forma musical; esas oscuridad se interpreta como “protección ritual”. La autora subraya la importancia de los “iconos de llanto”, los que a su vez dependen de microvariaciones en el ritmo y la altura; estos iconos son necesarios para entrar en un estado de trance,
requerido para guiar con seguridad el alma del difunto hacia Tuonela, la tierra de los
muertos y el “espejo de este mundo” (p. 97). La idea de iconos del llanto había sido formulada con anterioridad por Greg Urban (1988: 389-391). Urban distingue cuatro iconos
susceptibles de estudiarse transculturalmente: el “romper en llanto”, la “inhalación sonora”, la “voz rechinante” y las “vocales en falsete”. Tolbert compara por último el llanto
ritual de Karelia con los lamentos de los indios de Brasil y confirma el carácter universal
de los iconos que habían postulado Rosenblatt, Walsh y Jackson (1976) en un clásico estudio transcultural del Human Relations Area de la Universidad de Yale.
Otro trabajo sustancial de Tolbert (1992) aborda etnomusicológicamente las relaciones
entre significado y cognición. Buscando contestar la pregunta sobre la forma en que se
crea el significado, Tolbert traza una teoría de formación del significado que busca conectar en ambas direcciones procesos cognitivos de bajo y de alto nivel, en un nivel apropiado de comensurabilidad y sensitividad al contexto (pp. 8, 11). Tolbert toma la estrategia de “abajo hacia arriba” de la neurofisiología de Paul y Patricia Churchland, quienes
propusieron la idea de coordinación de espacios de fase en el control sensorio-motor
152
como paradigma para la naturaleza corporizada [embodied] de todo el pensamiento. Esta
idea se combina con la estrategia de alto nivel de George Lakoff, quien explora las “categorías de nivel básico” (a su vez tomadas de Eleanor Rosch) y los esquemas de imagen
kinestésicos (la experiencia del cuerpo en el espacio). Luego Tolbert combina magistralmente esas nociones con los niveles de significado psicológico y cultural de Brad Shore.
Un estudio de James Kippen (1992) sobre el tamboreo de tabla y la interacción entre humanos y computadoras da cuenta de diez años de investigación junto al especialista en informática Bernard Bel. El primer artefacto experimental de ese período fue el Bol Processor, un programa en el que las reglas se ingresaban a la base de conocimiento jerárquica
manualmente, basándose en feedback de los informantes. Las reglas en cuestión configuran una gramática de patrones [pattern grammar], un formalismo similar a los sistemas-L
de Lindenmayer, bien conocido en geometría fractal. El Bol Processor fue un proyecto
exitoso, pero los autores señalaron varias dudas que fueron emergiendo a medida que se
desarrollaba el trabajo. Su éxito como herramienta analítica dependía en parte de la habilidad e intuición de los estudiosos en plantear generalizaciones e inferir conocimiento sin
una justificación empírica estricta. Cuando los analistas conocen bien el sistema que
están estudiando, la probabilidad de que formalicen sus propias intuiciones aumenta. Es
preciso entonces automatizar los procesos analíticos y descriptivos no sólo para hacerlos
más empíricos, sino para promover una relación más directa entre los modelos de conocimiento del informante y el modelo computacional, minimizando la necesidad de que el
analista ejecute el papel de “intérprete” o terminen sustituyendo al nativo.
De esta necesidad ha surgido el desarrollo de uno de los últimos programas de Kippen y
Bel, el QAVAID (Question Answer Validated Analytical Inference Device, y también
“gramática” en idioma Urdu); este programa infiere gramáticas en forma automática a
partir de las secuencias de información que se ingresan al sistema. En sus reportes Kippen esboza el protocolo de la experimentación, en el que es manifiesta la participación
activa de los informantes. El autor reconoce que las gramáticas producidas de este modo
no constituyen un modelo adecuado del conocimiento del informante sobre improvisación de tabla en este género, pero de todos modos ayudan a señalar ambigüedades en la
estructura musical y obligan a concentrarse en un buen análisis de la forma en que se
construye la improvisación. El conocimiento musical, dice Kippen, no puede ser identificado sin más con la cognición, sino que está relacionado con ella de maneras complejas.
Algunas capacidades de los músicos reales no son computacionales en el sentido de la
racionalidad deductiva, sino más bien perceptuales e inductivos, basados en el reconocimiento, la discriminación, la asociación, todo aquello que Douglas Hofstadter proponía
llamar sub-cognitivo.
Un artículo de John Baily (1992) a examinar aquí describe las diversas estrategias a la
cognición musical, una tradición que se extiende desde Helmholtz hasta Seashore y Sloboda y sus contrapartidas en la historia de la etnomusicología, desde Hornbostel hasta
Blacking, Kubik y Wegner. A diferencia de otros autores que lo estiman obsoleto, Baily
llama a investigar con sumo detalle el trabajo de von Hornbostel, preñado de observaciones psicológicas todavía potencialmente útiles (p. 146). Baily conoce perfectamente el
contraste entre los abordajes psicológicos y los antropológicos a la cognición, y menciona
y analiza brevemente los estudios de Zemp y Feld. Los enfoques antropológicos reposan
153
en las teorías musicales verbalizadas, dice, mientras que los psicológicos se concentran
en los aspectos más puramente mentales de la cognición.
La propia estrategia de Baily estudia la cognición en la performance en términos de “gramáticas motrices”, considerando el uso del “modo espacio-motor” como fuente de creatividad musical. Para ello Baily delinea tres conjuntos de factores: la morfología física del
instrumento, el patrón de movimientos que se utiliza cuando se lo toca y las características estructurales de la música que se produce (pp. 148-149). Baily cuestiona que John
Sloboda haya privilegiado la representación mental por encima de la representación de
los patrones motores en una “jerarquía de niveles”, implicando con ello que el pensamiento musical en términos de movimientos corporales constituye una musicalidad inferior; también pone en duda la visión típicamente occidental de que la composición musical constituiría de alguna manera un triunfo de la mente musical sobre las coacciones del
cuerpo. Sugiere que se acuerde igual importancia a los patrones musicales y corporales.
Baily no es dogmático y a veces no se decide entre la primacía de factores cognitivocomputacionales o corporales. Por ejemplo,
Que pueda decirse que la música ha sido generada a partir del instrumento, o que el instrumento ha sido adaptado o diseñado de modo de que ciertas estructuras musicales preexistentes se puedan producir con fluidez mediante patrones de movimiento, eso es quizá
inmaterial, por cuanto ambas posibilidades presumen la importancia de factores humanos
que interactúan con la configuración espacial (p. 150).
En cuanto a los ejemplos empíricos, Baily presenta un caso de “gramática motriz” en forma de seis reglas ergonómicas para los golpes con la mano derecha en la ejecución del
rubab afghano. Baily concluye con un llamado a los etnomusicólogos para que investiguen más profundamente y con la mente abierta las problemáticas de la cognición musical y la enculturación. Eso no significa necesariamente que deban hacerse experimentos
cuantitativos controlados en el campo, lo cual sería por completo ajeno al espíritu de la
empresa etnomusicológica (p. 155).
Un artículo de Lyle Davidson y Bruce Torff (1992) sobre la “cognición situada” es ruidosamente disonante en este contexto. Su argumento establece que la cognición musical está siempre socialmente situada y es construida conforme a la vieja premisa (que ya ha
cumplido cuarenta años) de la construcción social de la realidad. Dicen ellos que “no es
fructífero intentar aislar un núcleo cognitivo en el individuo independiente de las fuerzas
locales y culturales” (p. 136). Seguidamente ilustran tres niveles de análisis (antropológico, teorético-musical o local y personal) a través de dos breves observaciones de lecciones musicales, una sobre la ejecución de piano de jazz y la otra sobre el yang ch’in chino.
Los autores enfatizan el conocimiento tácito que los estudiantes traen a esos contextos y
discuten la naturaleza de la inteligencia musical. Derivan de ello una dicotomía entre teorías de la cognición atomísticas y culturalmente situadas que se rotulan respectivamente
“viejas” y “nuevas” en una tabla construida al respecto. El carácter ideológico de esta clasificación es más bien obvio y sesga por completo la situación experimental. Como quiera que sea, el postulado de la cognición situada es cualquier cosa menos “nuevo”, por
cuanto se lo conoce desde hace más de un siglo en la sociología de Durkheim y desde hace más de ochenta años en la psicología de Wundt (Jahoda 1982: 15-16).
En un estudio sobre los aspectos cognitivos de la música de xilófono amadinda de Buganda, Ulrich Wegner (1993) reconsidera la idea de los patrones inherentes y temas nuclea154
res que había sido propuesta por Gerhard Kubik como característica de ciertos estilos de
Africa Central. Los patrones inherentes representarían una Gestalt melódica emergente a
partir de la escucha de dos partes entrelazadas que no difieren sustancialmente en timbre,
tempo, ritmo y volumen; el tema nuclear es la melodía vocal en la que se basa una composición para xilófono. Experimentos psicológicos como los de van Noorden (1975) y
Bregman (1990) soportan la existencia de los patrones inherentes como perceptos. Los
estudios de Jay Dowling, por su parte, demuestran que una secuencia incoherente de notas se puede escuchar como el entretejido de dos melodías una vez que éstas le han sido
señaladas al oyente; este hecho soporta la existencia del tema nuclear en la performance
de xilófono tal cual la escuchan los actores, aún cuando las notas que la componen no
correspondan ni a las partes de cada ejecutante ni a los patrones inherentes identificados
por Kubik. Estos patrones inherentes son rara vez mencionados por los músicos, pero la
conducta durante la performance sugiere que se los escucha.
Los experimentos perceptuales con los músicos y bailarines Buganda se realizaron en el
idioma nativo mientras ellos estaban de gira en Holanda. Los estímulos se variaban de
manera controlada utilizando técnicas de análisis-por-síntesis, incluyendo parámetros de
tempo, timbre, registro y localización espacial, tomando como base las partes entrelazadas de piezas conocidas del repertorio. Se pedía a los sujetos que cantaran junto con las
grabaciones y que comentaran verbalmente lo que escuchaban. Los ejemplos sintetizados
que no tenían grandes alteraciones fueron juzgados válidos por los actores. Las respuestas
cantadas en general seguían al tema nuclear, pero ni aquéllas ni los comentarios verbales
incluían referencias a los patrones inherentes de Kubik. Si la escucha de los patrones inherentes resulta obliterada por el esquema del tema nuclear, o si los actores son capaces
de escucharlos si eligen hacerlo es aún un tema abierto de investigación.
Las investigaciones que vinculan cognición musical y cultura son hoy innumerables, sobre todo en la nueva escuela finlandesa (Krumhansl y otros 1999; 2000; Louhivori y Eerola 2001; Eerola 2004). Hay también toda una subespecie de estudios que combinan
cognición con enfoques evolutivos. No es por cierto una estrategia homogénea. En este
movimiento todavía no hay acuerdo respecto de si la música es o no primordial en la vida
humana. Muchos evolucionarios y evolucionistas, como Steven Pinker (1997) y Dan
Sperber (1996: 142), la consideran secundaria. En una declaración famosa, Pinker llama a
la música “pastel de queso auditivo”; mientras que la música está ligada a los dominios
del lenguaje, a la escena auditiva, la selección del habitat, la emoción y el control motor,
(escribe Pinker), ella sólo explota capacidades que han evolucionado para servir en esas
otras áreas. La música es entonces “exaptiva”, un subproducto evolutivo subsidiario de otras capacidades que tienen valor adaptativo directo. Sperber va más lejos y menosprecia
a la música como un “parásito” evolutivo, aunque admite no haber desarrollado ese punto
como se merece. La música, dice, es una actividad humana que surge para explotar parasitariamente la operación de una capacidad cognitiva que fuera originariamente funcional
en la comunicación humana primitiva, pero que ha caído en desuso con la emergencia del
tracto vocal moderno y de matices más finos de diferenciación en el patrón sonoro que
dicho órgano habilitó.
Como quiera que sea, las investigaciones de esos y otros autores están explorando desde
diversos ángulos las relaciones complejas entre las capacidades lingüísticas y las musicales, la semántica musical y la posibilidad de emplear ciertos modelos lingüísticos aco155
tados para esclarecer la producción, el análisis y la comprensión de la música (Wiggins
1998; Dempster 1998; Sloboda 1998; Antović 2005). A la vista del interés transdisciplinario de esta problemática, hoy lucen doblemente frívolas las posturas que dictaminaban
a priori la futilidad de estas búsquedas.
Uno de los desafíos que la antropología de la música debería afrontar alguna vez es responder a las hipótesis que Fred Lerdahl, de la Universidad de Harvard, plasmó en “Cognitive constraints on compositional systems” (1992), un texto considerado clásico que casi ningún etnomusicólogo parece haber leído. Las imposiciones [constraints] identificadas por Lerdahl se supone regulan la relación de lo que en un modelo semiológico serían
los niveles poiético y estésico; equivalen en alguna medida a las máximas de la pragmática inglesa. Dichas imposiciones son las que siguen.
Imposiciones en secuencias de eventos

Imposición 1: La superficie musical se debe poder barrer (esto es, leer) en una secuencia de eventos discretos.

Imposición 2: La superficie musical debe estar disponible para su estructuración jerárquica por parte de la gramática de escucha.

Imposición 3: El establecimiento de límites de agrupación local requiere la presencia
de transiciones salientes distintivas en la superficie musical.

Imposición 4: Las proyecciones de grupos, especialmente en los niveles mayores,
depende de la simetría y del establecimiento de paralelismos musicales.

Imposición 5: El establecimiento de una estructura métrica requiere un grado de regularidad en la ubicación de los acentos fenomenales.

Imposición 6: Una segmentación de ámbito de tiempo [time-span] depende de la proyección de estructuras de agrupamiento y métricas complejas.

Imposición 7: La proyección de un árbol de ámbito de tiempo depende de una segmentación de ámbito de tiempo compleja en conjunción con un conjunto de condiciones de estabilidad.

Imposición 8: La proyección de un árbol prolongacional depende del árbol de ámbito
de tiempo correspondiente y de un conjunto de condiciones de estabilidad.
Imposiciones de los materiales subyacentes

Imposición 9: Las condiciones de estabilidad deben operar sobre una colección fija
de elementos.

Imposición 10: Los intervalos entre elementos de una colección dispuestos a lo largo
de una escala deben caer dentro de cierto rasgo de magnitud.

Imposición 11: Una colección de alturas [pitch] debe ser recurrente a la octava para
producir clases de altura.

Imposición 12: Debe haber una base psicoacústica fuerte para las condiciones de estabilidad. Para las colecciones de alturas, esto entraña intervalos que procedan gradualmente desde razones de frecuencia muy pequeñas a comparativamente grandes.

Imposición 13: La división de la octava en partes iguales facilita la trasposición y reduce la carga de memoria.
156

Imposición 14: Asumiendo conjuntos de altura de n-avas divisiones iguales de la octava, los conjuntos que satisfacen la uniquidad [uniqueness], la coherencia y la simplicidad facilitarán la localización en el espacio de alturas general. [Sólo ciertas divisiones de la octava, incluyendo 12 y 20, permiten esos rasgos; sólo los conjuntos
diatónicos y pentatónicos del conjunto de 12 notas cromáticas siguen esta imposición].
Espacio de altura

Imposición 15: Todas las condiciones de estabilidad, excepto las más primitivas, deben ser susceptibles de representación multidimensional, donde la distancia espacial
correlaciona con la distancia cognitiva.

Imposición 16: Los niveles del espacio de altura deben estar suficientemente disponibles para que las superficies musicales sean internalizadas.

Imposición 17: Se requiere un espacio de alturas reduccionalmente organizado para
expresar los pasos y los saltos por los que se mide la distancia cognitiva y se expresan los grados de completitud melódica. [La completitud equivaldría a la teoría de
implicación-realización de Meyer y Narmour, o a Zug, Urlinie y Bassbrechung de
Schenker].
Lerdahl dice que algunas imposiciones parecen ser vinculantes, otras opcionales. Las imposiciones 9 a 12 son esenciales para la existencia misma de condiciones de estabilidad.
Las imposiciones 13 a 17 se pueden saltear en ciertas ocasiones; un ejemplo sería la música del sur de la India, que no modula y no está articulada por una escala de temperamento equidistante (13-14), o músicas como la de Debussy o Bartók, que han desarrollado patrones de consonancia-disonancia a partir del total cromático (14 a 17). Hay dos
afirmaciones de carácter estético que complementan el conjunto, y que expresan que la
mejor música utiliza el potencial completo de nuestros recursos cognitivos y surge de una
alianza entre la gramática de composición y la de escucha.
A fines de una caracterización completa, Lerdahl propone usar los términos “complejidad” y “complicación”; la complejidad equivale a la riqueza estructural jerárquica y la
complicación se manifiestra simplemente cuando las superficies musicales contienen numerosos eventos no-redundantes por unidad de tiempo. Gran parte de la música de arte, la
música japonesa para koto, el jazz, el rāga, etcétera, satisfacen el criterio de complejidad;
el rock, dice, es insuficientemente complejo. Otras músicas compensan complejidad con
complicación. En un debate con Nattiez, Lerdahl se sitúa más expresamente en la tradición racionalista (y anti-conductista) de Chomsky:
Podría argumentarse que todos los métodos poiéticos son perceptualmente iguales y que
la comprensión es sólo cuestión de exposición. Esta postura empirista, que asume que la
mente es una tabula rasa que aprende sólo por asociación, se remonta a Locke y en su
forma moderna ha sido homologada en forma radical por el conductismo skinneriano.
Fue la visión filosófica y psicológica dominante en los años 40 y 50, adoptada entre los
compositores explícitamente por Babbitt e implícitamente por los serialistas europeos. …
Esta visión ha sido fuertemente desafiada entre filósofos y psicólogos, comenzando por la
revisión de Chomsky de Verbal behavior de Skinner. Aunque todavía hay debate dentro
de las ciencias cognitivas y neuronales sobre la estructura y desarrollo del aprendizaje y
la conducta, nadie propone volver al supuesto de un cerebro no estructurado que es mero
objeto de condicionamiento. La TGMT se inscribe dentro de esta tradición cognitiva más
reciente. Es afín a las teorías lingüísticas y visuales al proporcionar un conjunto com-
157
prehensivo y detallado de hipótesis sobre la estructura del módulo mental (Lerdahl 1997:
422).
El propósito último de Lerdahl es explicar por qué algunas músicas de vanguardia en la
tradición culta occidental no pueden ser asimiladas o guardadas en la memoria. Lerdahl
cree que en general la música debe basarse en la “naturaleza”; pero ésta no radica como
pensaban los antiguos en la música de las esferas, sino en la mente musical. Siendo las
imposiciones “naturales” y siendo las músicas étnicas en su abrumadora mayoría susceptibles de ser asimiladas por oyentes de tradición europea, por más que el modelo canónico de Lerdahl se refiera primariamente a la herencia occidental, nada hay que impida
poner a prueba estas hipótesis de trabajo en el contexto de las músicas del mundo.
Cognición y análisis en contexto – Gerhard Kubik
El austríaco Gerhard Kubik ha llevado a cabo la fusión de un enfoque analítico riguroso y
creativo con una visión contextual de rica textura, sin que falten en sus trabajos información biográfica, involucramiento personal en las circunstancias, abundante producción de
hipótesis de trabajo para estudios ulteriores, una sustanciosa crítica del etnocentrismo de
la musicología colonial, una respetuosa evaluación del pensamiento de los especialistas y
estudiosos locales, un elaborado marco de referencia cognitivo, erudición, precisión filológica, percepción del cambio y todo lo que el lector quiera saber sobre la perspectiva del
actor.
Kubik ha ideado formas analíticas antes inexistentes, como por ejemplo el análisis cuadro
por cuadro de películas mudas de ejecuciones de percusión africana. Transfiriendo a papel cuadriculado los puntos exactos en que se percute el parche y la praxis corporal de la
ejecución, Kubik pudo observar la frecuente coincidencia de los movimientos “en levare”
–cuando se alzan las baquetas– con las fracciones tónicas de los pulsos o tiempos entre
los ejecutantes subsaharianos de xilófono, lo que corresponde a una concepción del ritmo
que prevé una articulación casi permanente de sonidos en contratiempo (Cámara 2004:
524; Kubik 1965). También es muy imaginativa la técnica de Kubik de montaje de filmaciones y videos en locación y en tiempo real, en vez de un rearmado artificial de laboratorio.
Particularmente ejemplares y bien conocidos son los estudios de Kubik sobre la guitarra
acústica en África (2003) y su libro sobre Africa y el blues (1999). En el primero, Kubik
siguió la huella de los informantes registrados por Hugh Tracey en la década de 1950 en
sus grabaciones pioneras de una clase de música necesariamente híbrida que los antropólogos de la música se negaban a tratar por aquel entonces. En el segundo, exploró los
nexos entre ciertas músicas del Africa occidental islámica y el blues primitivo norteamericano con sensibilidad y agudeza analítica. Particularmente persuasivos son los estudios
históricos de Kubik, en los que coordina (a) métodos historiográficos de tratamiento de
fuentes escritas, representaciones pictóricas y artefactos, (b) datos etnográficos y etnohistóricos y (c) elementos de juicio de la tradición oral (Kubik 1998a). También son
estupendos sus ensayos de sistematización regional, como su síntesis sobre la música de
Africa central en la Enciclopedia Garland, en la que por ejemplo desmenuza (y refuta) el
argumento cantométrico que sostenía el parentesco entre las polifonías San y las pigmeas
(Kubik 1998b). Ni hablar del análisis, que va mucho más allá de las escalas y los perfiles
melódicos: los conceptos analíticos que Kubik desarrolló para el estudio del ritmo, por e158
jemplo, han orientado las investigaciones de Rolando Antonio Pérez Fernández (2003)
sobre la presencia de elementos africanos en el son jarocho de México, un estudio que
conjuga una mirada histórica atenta a las singularidades con una destacable disciplina estructural.
Muy temprano en su carrera, Kubik hizo un descubrimiento importante, el de los patrones
inherentes. Su primera elaboración del concepto surgió durante el estudio de la música
para xilófono amadinda y akadinda de Buganda en 1959. El descubrimiento, se cree ahora, marcó el comienzo de una nueva era en la investigación de la música africana. El concepto se refiere a la incongruencia existente entre el input sensorial que produce la música de xilófono y la percepción del oyente. Al comienzo del evento perceptual, escribe
Kubik, el oyente de la música amadinda experimenta una ruptura en su aparato de percepción causada por dos series de pulsos entretejidos. Por un instante, el sistema auditivo
es incapaz de percibir el pulso resultante como una forma melódica coherente. A este primer momento de desorientación le sucede una “reacción compensadora” o restructuración del proceso perceptual: los sonidos que pertenecen a una corriente de dos o tres alturas vecinas se perciben ahora como una unidad melódica coherente.
La formación de estos patrones inherentes, dice Kubik, es un efecto gestáltico basado en
las leyes descubiertas por la psicología de la Gestalt en las décadas de 1920 y 1930. Los
patrones no son meros perceptos incidentales, sino un punto de partida explícito en el
proceso de composición. Los compositores de música amadinda poseen una captación
intuitiva de la naturaleza de esta percepción compleja que pone en ridículo al conocimiento que la ciencia occidental tiene al respecto (Kubik 1979: 233). Pero la capacidad
de percibir estos patrones inherentes es un rasgo universal del aparato auditivo, no un fenómeno cultural. Sólo se requieren dos partes musicales entretejidas, un tempo veloz, una
repetición cíclica de las partes musicales, una estructura rítmica aditiva.
La elección de una entre varias posibilidades alternativas en la escucha de melodías, armonías y ritmos es además una de las fuentes de placer y creatividad por parte del receptor:
El juego complejo entre las tendencias innatas del sistema auditivo para organizar la información acústica de una cierta manera y el esfuerzo voluntario del oyente que orienta
su atención es sin duda uno de los aspectos más excitantes de la experiencia musical
(Wright y Bregman 1987: 73).
Se suelen minimizar en nuestros tiempos los logros de la psicología gestáltica, que Kubik
conoce tan íntimamente. Muchos textos gestálticos no fueron traducidos; a los que sí lo
fueron nadie los lee. Es evidente, sin embargo, que los fenómenos de los cuales trataba
esa escuela siguen siendo preocupaciones contemporáneas bajo nombres diversos; no hay
mucha diferencia, por ejemplo, entre el proceso reorganizativo en cuestión y lo que en dinámica no lineal sería una transición de fase, o lo que en la teoría de estabilidad estructural y morfogénesis se llamaría catástrofe.
Los procesos gestálticos (o de reorganización perceptual) tales como la emergencia, la
multistabilidad, la reificación y la invariancia no son ilusiones de circo que se manifiestan
de tarde en tarde, sino que a menudo son precondiciones de la estésica musical misma: un
ejemplo obvio de lo que digo es la melodía como el paradigma más sencillo y elocuente
de formación gestáltica. Este es un hecho conocido desde los trabajos de Christian von
159
Ehrenfels en la década de 1890 en torno de la Übersummativität. En todo el mundo, en
todas las culturas, se da por sentado y se percibe como algo natural que una sucesión de
notas coagule en una melodía, pero es un hecho que algunas sucesiones coagulan y otras
no. Una melodía pegadiza tiene además pregnancia, un atributo cuya universalidad habrá
que estudiar algún día. Esta clase de categorías se comprende mejor en relación con la
música que con cualquier otro régimen sensorial.
En este terreno todos estamos en deuda con la psicología de la Gestalt tanto en lo que
respecta a los hechos que ha desvelado como en materia de hipótesis de trabajo que aún
restan explorar. Yo mismo acostumbro explicar la no-linealidad y la emergencia usando
un ejemplo relativo al agua en lugar de pensar en notas, melodías, pregnancia y organización de la experiencia, una idea que para los antropólogos sería mucho más expresiva. La
etnomusicología tiene mucho que aprender y que enseñar a este respecto. Recordemos
que Kurt Koffka, Max Wertheimer y Wofgang Köhler fueron, después de todo, alumnos
de Carl Stumpf; Kubik es un digno representante de esa rica tradición.
Aunque los patrones inherentes revolucionaron en su momento la musicología cognitiva,
ellos son sólo uno de los hallazgos hipotéticos de Kubik. Esto nos lleva a pensar que la
única falla en su obra es que hasta la fecha los secretos metodológicos que hacen de cada
uno de sus trabajos una joya en su género no han coagulado en una formulación teórica
explícita. En suma, y si se me permite un toque de subjetividad, la figura de Gerhard
Kubik es, junto con la de otros africanistas como Simha Arom, David Rycroft, John Low
y Christopher Waterman, la clase exacta de etnomusicólogo que a uno le gustaría ser
cuando sea grande.
Modelos cognitivos – Situación y perspectivas
En este apartado hemos considerado dos clases de formas teóricas que se denominan ambas cognitivas, aunque una de ellas es definidamente de carácter psicológico y la otra se
inscribe en la etnolingüística. Dentro de ambas variedades hay asimismo grandes diferencias, conforme a las metodologías que se aplican y a la inclinación de los estudiosos, que
algunas veces suscriben al modelo científico y otras se orientan hacia las humanidades. El
cognitivismo lingüístico basado en el análisis componencial tuvo su época de oro en la
década de 1960 y hoy sólo se practica esporádicamente; el cognitivismo psicológico y
computacional, por el contrario, recién está tomando impulso: la mayor parte de las investigaciones que vale la pena tener en cuenta procede de principios de la década de 1990
y llega hasta la actualidad. Muchas de ellas respetan el canon tradicional de trabajo de
campo y etnografía discursiva propio de la antropología histórica, al lado de un diseño
experimental casi siempre elaborado con anuencia emic.
Una rama mixta entre ambos cognitivismos es lo que Mihailo Antović (2005) llama musicolingüística: una comparación de las capacidades humanas en materia de lenguaje y
música, en un marco de referencia cognitivo. La lingüística involucrada en estas experiencias es casi siempre generativa y las complicadas cuestiones semánticas y culturales,
afectadas por el hecho de que ya no se consiguen percepciones vírgenes de la influencia
occidental, se tratan en general con grano fino y cierta mesura.
El número de estudios cognitivos que está saliendo a la prensa está experimentando un
fuerte crecimiento. Investigaciones que antes se hacían conforme a marcos semiológicos
160
han venido a parar a este campo, en el cual se imponen códigos y lecturas basadas en criterios diferentes. En los últimos años se han ido constituyendo centros de investigación
específicamente dedicados a la cognición musical. Por lo pronto, hay ya al menos un
centro intensamente activo en la Universidad del Estado de Ohio, donde muchos de los
trabajos contemporáneos se inscriben en una perspectiva multicultural. Este centro es accesible a través de la Web (http://dactyl.som.ohio-state.edu/home.html). Centros menores
se localizan hoy en la Universidad de Groningen, la Universidad Brandeis, el Centro de
Investigación de Neurociencias Cognitivas de Marsella, el Instituto Max Planck de Leipzig, la Universidad de Keele y el Instituto de Tecnología de Massachusetts. Así como los
estudios cognitivos absorbieron líneas de investigación que en otros tiempos se formulaban en términos cualitativos y semiológicos, rara vez experimentales, algunas variantes
de investigación cognitiva se deslizan hacia el campo de las ciencias de la complejidad y
el caos determinista, con creciente utilización de modelos computacionales (Vaughn
1990; Mazo 1993; Clayton, Sager y Will 2004).
Resulta imposible examinar en esta breve reseña las inmensas implicancias de los estudios cognitivos en lo que debería ser una etnomusicología científicamente fundada. Me
resigno sólo a transcribir, en forma de un largo cuestionario con algunas interpolaciones
personales, los múltiples temas que se están estudiando en el Centro de Cognición Musical de la Universidad de Ohio9 para que el lector se haga una idea de su diversidad:
Orígenes y carácter de la música
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¿Por qué la gente hace música?
¿Contribuye la música de alguna manera a la supervivencia humana?
¿Cuán antigua es la práctica musical?
¿Cómo se origina la práctica musical?
¿Por qué las diversas culturas no tienen todas ellas músicas similares?
¿Son los animales capaces de apreciar y “comprender” la música humana?
Capacidad musical e inteligencia musical
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¿Por qué son algunas personas más musicales que otras?
¿Cuáles son los elementos que componen la capacidad musical?
¿Es la “inteligencia” musical independiente de la inteligencia general?
¿Se puede identificar y medir el talento musical?
¿Por qué algunas personas son tonalmente “sordas”?
¿Por qué sólo algunas personas tienen “oído absoluto” [perfect pitch]?
¿Es hereditaria la capacidad musical?
¿Cómo es que algunas personas pueden “escuchar” lo que está escrito en una partitura?
Placer y preferencia musicales
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9
¿Cómo es que la música proporciona placer?
¿Qué hace que algunos acordes suenen tan placenteros?
¿Por qué nuestras preferencias musicales a veces cambian con el tiempo?
¿Por qué la gente no está de acuerdo en sus gustos musicales?
¿Se relacionan las preferencias musicales con la personalidad?
El cuestionario se encuentra en http://csml.som.ohio-state.edu/what_is_music_cognition.html.
161
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¿Escucha todo el mundo la música de la misma manera?
¿Por qué necesitamos tanta música y tanta variedad musical? ¿Por qué no limitamos
nuestra escucha a sólo una docena de las mejores piezas?
¿Por qué mucha gente prefiere la música tonal a la atonal?
Desarrollo musical
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¿Experimentan los niños la música de la misma forma que los adultos?
¿Depende la comprensión musical de la exposición a edad temprana?
¿Sirve de algo que un feto escuche música?
¿De qué manera el desarrollo musical se relaciona con el desarrollo físico, por ejemplo en
la coordinación motriz?
¿Podemos escuchar diferentemente si se nos entrena?
¿Existen experiencias de vida (tales como el éxtasis o el dolor) que contribuyan a la
comprensión de la música por parte de una persona?
Organización musical
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¿Es la música de algún modo similar al habla o al lenguaje?
¿Por qué son la melodía y el ritmo tan importantes en la música?
¿Son ciertas escalas “mejores” que otras?
¿Qué es la tonalidad?
¿Cuál es el origen de las diversas reglas de composición?
¿Qué hace que algo sea “musical” y no meramente sonoro?
¿Qué es y cómo se mide la similitud entre distintas músicas?
Música y memoria
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¿Por qué algunas melodías se pegan a la cabeza?
¿Por qué no todas las melodías se pegan a la cabeza?
¿Cómo se guardan los recuerdos musicales en la memoria?
¿Por qué no podemos recordar todo lo que escuchamos?
¿Qué importancia tiene la memoria en la apreciación de una obra musical?
¿Cómo es que somos capaces de identificar diferentes instrumentos por sus sonidos?
Música y emoción
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¿De qué manera la música evoca emociones?
¿Hay emociones que no puedan evocar mediante música, por ejemplo la vergüenza o la
envidia?
¿Por qué la gente desea escuchar música que la pone triste?
¿Por qué odiamos ciertas canciones [o cierta música]?
Ejecución e improvisación musical
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¿Qué hace que ciertas interpretaciones suenen mejores que otras?
¿De qué manera los ejecutantes coordinan su actividad?
¿Por qué [sólo] ciertas personas son capaces de improvisar música?
¿Por qué en algunas sociedades se improvisa y en otras no?
Influencia de la música
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¿Puede la música “curar” personas?
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¿Puede la música de alguna manera corromper o mejorar la conducta moral?
¿Incide la música en la inteligencia?
¿Tiene la ausencia total de música un efecto perjudicial?
¿Por qué cierta música incita a la danza?
¿Por qué es fácil conducir un automóvil escuchando música pero no lo es leer un libro?
¿Es la música un fenómeno espiritual?
Música, cerebro y cuerpo
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¿Cómo se representa la música, o aspectos de ella (altura, timbre) en el cerebro?
¿Qué sucede cuando alguien “imagina” música?
¿Incrementan las drogas el placer y la percepción musical, o al contrario?
¿Sucede la música en alguna parte específica del cerebro?
¿Existen regiones del cerebro especializadas sólo para la música?
¿Experimental igual la música los hombres y las mujeres?
Música, entorno y cultura
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¿Se puede escuchar/comprender la música de otra cultura de la misma forma en que la
gente de esa cultura lo hace?
¿De qué manera los niños se enculturan en una variedad musical?
¿Cómo co-varían la cultura y los estilos?
¿Nos dice algo la música sobre la gente que la hace?
¿Qué papel juega la música en la cultura en general?
¿Cómo se conjuga lo universal con lo cultural, y ambas instancias con lo individual?
¿De qué manera interactúan, se influencian o se interfieren las culturas musicales?
¿Existen formas culturalmente distintas de “escuchar”?
¿Cuál es la relación entre la música y las demás artes?
¿Existen límites en lo que la música puede llegar a ser?
A despecho de su tono engañosamente cándido de metálogo batesoniano, ni una sola de
esas preguntas puede reputarse irrelevante. Muchas de ellas están latentes dentro de programas de investigación que han optado por examinar el problema desde otros modelos
que no son el de la cognición. Muchas han tenido respuestas alguna vez; algunas de esas
respuestas ya no se sostienen, otras se siguen discutiendo, otras convendría que fueran
mejor conocidas. Algunas personas piensan que vale la pena consagrar su vida a contestarlas. Si me lo preguntan, yo diría que una buena respuesta para cualquiera de ellas le ganaría a quien pueda respaldarla algo más que quince minutos de fama.
En fin, el cognitivismo es uno de los campos más amplios, ricos, difíciles y promisorios
de los estudios musicales. El problema pendiente no es que haya pocos de estos estudios,
sino que la etnomusicología no frecuenta esta literatura, con la consecuencia de desconocer innumerables elementos de juicio, casi siempre universales, que han salido a la luz
en el último decenio. Algo parecido sucede con el campo semiológico. El tiempo dirá si
la investigación cognitiva encuentra su nicho en el conjunto teórico de la disciplina, o si
permanece como hasta ahora en cuarentena. En todo caso, esta vertiente ha provisto metodologías explícitas, hipótesis y sobre todo hechos más que desafiantes, proporcionando
una oportunidad para que el debate que quizá sobrevenga sea un poco más refinado de lo
que sería si no se hubieran planteado estas cuestiones.
163
5. Modelos analíticos
Por supuesto las leyes de la función natural de nuestro oído
son, por así decirlo, los ladrillos con los que se ha erigido el
edificio de nuestro sistema musical, y la necesidad de comprender adecuadamente la naturaleza de esos materiales para
poder comprender la construcción del edificio mismo ha sido
claramente demostrada. Pero así como gente con gustos diferentemente orientados puede erigir clases de edificios enteramente distintos con los mismos ladrillos, así también la historia de la música nos muestra que las mismas propiedades del
oído humano nos pueden servir como fundamento de sistemas
musicales muy diferentes.
HERMANN HELMHOLTZ, On the sensations of tone (1877)
A fines del siglo XX y tras un período de casi cuarenta años signado por una avalancha
de ensayos contextualistas, parecería manifestarse una recuperación de los marcos teóricos que promueven el análisis. Probablemente no se trate más que de un componente analítico, con foco en la música, en textos que de todas maneras proporcionan información
contextual más que suficiente para las necesidades del lector al que no le urja profundizar
en los pormenores culturales de una sociedad en particular o contemplar las reflexiones
de un occidental a ese respecto. También se percibe un innegable progreso en las analíticas semióticas y en el tratamiento computacional de los fenómenos musicales, aunque esa
clase de indagaciones siga siendo el día de hoy más propio de la musicología convencional (o de áreas que tuvieron que constituirse al margen, como la musicología cognitiva)
que de la antropología de la música en la acepción restringida de la palabra.
En este retorno del análisis parecería haber un componente de ruptura con la antropología, como si ésta, sumida en una fase unilateralmente hermenéutica o posmoderna en las
últimas décadas, o demasiado ligada a las modas febriles que han asolado a la intelectualidad de los Estados Unidos, no estuviera en condiciones de suministrar lo que se necesita, que es, como lo fue siempre, de carácter más bien técnico. Mientras en musicología
hay una copiosa tipología de modelos analíticos (cf. Bent 1980; Cámara 2004: 403-543),
la antropología carece de una técnica de análisis que pueda servir como modelo a extrapolar.
Como sea, hasta cierto punto es una paradoja que sea el análisis, una forma de tratamiento en profundidad de un elemento cultural, lo que brinde la posibilidad de restituir en la
disciplina alguna forma de ordenamiento de la totalidad del campo. Defino en este libro
como análisis no sólo las complicadas técnicas derivadas de Schenker, de Kolinski, de
Nattiez o de Arom sino también las descripciones informales de la música en términos
de, por ejemplo, las hojas de codificación cantométricas, las notaciones de superficie o
las descripciones estructurales discursivas. En este capítulo no se examinan las técnicas
de análisis, que son docenas, sino las teorías centradas en el análisis como problema, que
suman unas pocas. No desarrollaré un inventario de todas las ideas que han habido sino
un muestreo de propuestas representativas; se revisarán sucesivamente el texto ya clásico
de Marcia Herndon en el que ella cuestionó diversas estrategias analíticas, la peculiar visión de Mantle Hood de un análisis posibilitado por un aprendizaje musical “desde den164
tro”, la analítica poscolonial de Kofi Agawu y las últimas vertientes analíticas lideradas
un poco a pesar suyo por Simha Arom.
El análisis como pastoreo de vacas sagradas – Marcia Herndon
La publicación en 1974 del artículo “Analysis: The herding of sacred cows?” de Marcia
Herndon [1942-1997] al cual todo el mundo creyó contrario a los métodos analíticos que
se decía eran entonces imperantes en etnomusicología, contribuyó más al descrédito de la
analítica en general que a imponer el método herndoniano, cualquiera fuese, o a demostrar que era el mejor de todos ellos, que por supuesto no lo es. En este sentido, el efecto
pragmático de este artículo se asemeja al que sobrevino después de publicado el trabajo
de Steven Feld sobre el uso de modelos lingüísticos en etnomusicología, editado ese mismo año en la misma revista, uno a continuación del otro. La antropología sociocultural
también conoce el síndrome: después de la moda del análisis componencial en la década
de 1960, la crítica magistral de David Schneider acabó no sólo con la antropología cognitiva clásica sino con los análisis de parentesco, que prácticamente desaparecieron de la
escena profesional al menos en los Estados Unidos. Herndon no acabó con el análisis en
etnomusicología, ciertamente, pero tampoco benefició su causa.
Herndon era sin embargo renuente al abandono del análisis y al seguimiento de modas.
Ella escribe:
Propondría que donde quiera que las modas y tendencias científicas y la presión de la
sociedad en este tiempo y lugar particular nos estén empujando, debe todavía recordarse
que nuestra preocupación básica es con la música y los sistemas musicales. Dicho más
bien trivialmente, la música es nuestro campo de estudio principal y unificador, y es hacia
la música, y no hacia las modas, que debemos ir en busca de fuentes teóricas (Herndon
1974: 245).
En la primera parte de su ensayo, Herndon despliega y cuestiona un conjunto de ocho tipos de modelos un poco caprichosamente construidos (y aún más extravagantemente denominados) a partir de algunas de las metodologías existentes, otras que ya habían dejado
de existir y otras construidas ex profeso para ese ejercicio de refutación. Doy los nombres
y breves descripciones de los modelos, dado que esa información no se encuentra unificada en el artículo:
Modelo 1 – Orgánico (descriptivo) – Basado en Donald Tovey (1939).
Modelo 2 – Orgánico (descriptivo) – Analítica genérica, similar a la que Herndon dice haber recibido en sus años formativos en la disciplina.
Modelo 3 – Mecánico (lista de rasgos) – Basado en Bruno Nettl, sin especificación (probablemente Music in primitive culture, 1956).
Modelo 4 – Mecánico (lista de rasgos) – Basado en la hoja de codificación cantométrica de Alan
Lomax (1968).
Modelo 5 – Mecánico (clasificatorio, proceso) – Basado en el sistema de análisis de Mieczysław
Kolinski, a su vez refinamiento de los métodos de Erich von Hornbostel.
Modelo 6 – Mecánico (clasificatorio, proceso) – Basado en Alan Merriam, sin referencia exacta,
aunque apuntando tal vez a criterios descriptivos que se encontrarían en The Anthropo-
165
logy of Music, un texto del que nadie en sus cabales podría destilar un modelo clasificatorio.
Modelo 7 – Mecánico (clasificatorio, proceso) – Basado en Alan Merriam (1967).
Modelo 8 – Sintético-Analítico (proceso) – Basado en Norma McLeod, sin referencia precisa.
Este análisis está en la línea Hornbostel-Kolinski-Merriam y utiliza la música como principal fuente de análisis (p. 243). Procura minimizar las categorías a priori y utiliza los
conceptos (lingüísticos) de rasgo significativo y coextensividad (co-terminousness) para
determinar la significación y permitir comparaciones entre géneros.
Aparte de ejecutarlos displicentemente, Herndon cuestiona a los modelos “previos” por
sus ausencias y sus elecciones, una forma de crítica que hemos visto aplicada con impropiedad demasiadas veces. Del método de Lomax, por ejemplo, Herndon deplora que no
esté diseñado para tratar con música instrumental, señala que codificar con números y siglas en una misma hoja es redundante y lamenta que ciertas categorías no discriminen,
por ejemplo, entre cantantes que se acompañan solos o son acompañados instrumentalmente por alguna otra persona (p. 240-241). Estas críticas son fácilmente descartables: la
cantométrica se refiere sólo a música vocal pues es la única forma que posee la universalidad requerida; números y siglas cumplen funciones distintas, porque los primeros permiten comparar valores de distintas piezas o repertorios en términos analógicos y las segundas aclaran de qué se trata; en la codificación los números indican puntos modales,
mientras que las siglas se utilizan para señalar rangos modales, que pueden ser continuos
o disjuntos (Lomax 2000: 82); que no haya discriminación entre si el cantante se autoacompaña o es acompañado por otros permite tratar las músicas tal cual suenan incluso
en los casos de grabaciones para las que no se ha elicitado o incluido información contextual adecuada.
Herndon encuentra defectos incluso en el método de su buena amiga Norma McLeod,
con quien más tarde escribiría una amable introducción a la etnomusicología, Music as
culture (1980b) y la compilación The ethnography of musical performance (1980a) que
he discutido en el volumen anterior. Un primer problema, sostiene Herndon, es que los análisis a la manera de McLeod pueden resultar extremadamente largos (unas cien páginas
por pieza), aunque alguna condensación es posible; un problema más serio es que no está
definida la forma de validar intersubjetivamente el análisis, ni en términos etic ni emic.
En la primera objeción se está tocando un dilema particularmente fastidioso; ciertos análisis han sido descartados porque su lectura insume más tiempo que la audición de una
pieza; algunas críticas se dictaminan inválidas porque gastan más páginas que los textos
criticados (p. ej. Pérez Bugallo 2005: 373). Yo no encuentro mucha contundencia en estos argumentos, porque el tamaño de un razonamiento expresado en líneas de texto no es
un factor tan vital como su relevancia o su rigor; pero hay que admitir que una analítica
tan locuaz como la de McLeod dudosamente sea escalable cuando se debe analizar una
muestra de (digamos) cien, mil o más ejemplares. No quiero imaginar lo que serían las
críticas de la cantométrica si Lomax hubiera necesitado 255700 páginas en letra pequeña
sólo para el análisis de datos. Este gigantismo fue uno de los factores que desacreditaron
al programa del análisis componencial apenas William Sturtevant (1964: 123) admitió
que una etnografía basada en él podría insumir “varios miles de páginas”. David Kaplan
y Robert Manners piensan a este respecto que “un esquema conceptual o programa de in-
166
vestigación que nos lleve a perseguir procedimientos y metas impracticables o indemostrables tiene, ipso facto, algunos defectos importantes” (1981: 308-309).
Herndon pisa terreno un poco más firme en sus quejas a propósito de los antiguos métodos analíticos de Nettl, haciéndose preguntas que todos quienes los hemos usado nos hicimos alguna vez:
Uno se pregunta sobre el propósito de considerar estas categorías o rasgos musicales en
particular, y por qué se los ha seleccionado como significantes. Si son por cierto significantes ¿por qué lo son? Por ejemplo ¿posee toda música una tónica? Si una sociedad carece de la idea de centro tonal ¿es válido afirmar o presumir uno? … ¿Cuál es la significación de los intervalos y su distribución? Si se piensa que los intervalos son de importancia a los propósitos comparativos ¿son ellos significativos a un nivel o a varios? ¿Cuál
es el nivel de la comparación: pieza, forma, estilo, tipo, sociedad o área? Por añadidura,
uno se pregunta por el propósito de los diagramas de patrón melódico. … Si están hechos
para los propósitos de la comparación ¿a qué nivel debe realizarse la misma? (p. 240).
Pero aún donde la crítica parece más aguda y fundada se encuentra que las ideas no están
tan elaboradas ni son tan perspicaces como parece. Algunas intuiciones juiciosas han sido
puestas al lado de otras que no lo son. Si una sociedad no posee el supuesto de centro tonal, sigue siendo válido averiguar si en su música existe semejante cosa siempre que exista interés o necesidad de hacerlo. Que una sociedad carezca de un concepto no inhibe que
se pueda estudiar si es preciso lo que ese concepto denota ¿cómo estudiar si no la música
de África, o los sistemas fonológicos, las gramáticas generativas, los sistemas de parentesco o los mapas cognitivos en sociedades que carecen de esas categorías? Como sea, no
suena coherente estipular límites porque una sociedad carece de un concepto y formular
un programa analítico global en el mismo párrafo.
En la justificación de su propio modelo, Herndon comienza diciendo que lo que necesitamos con mayor urgencia es un retorno a los datos: en este caso, el sonido como manifestación de mapas cognitivos intervinculados. El descubrimiento de la categorización
nativa es entonces el punto de partida. Una vez que ésta se descubra, el metalenguaje surgirá del segundo nivel, que es el analítico. Este segundo nivel evitará cualquier concepto
etnocéntrico occidental que pueda estar semánticamente cargado en algún sentido impropio: “si nuestro objetivo es comprender la música en y como cultura, debemos comenzar
por categorías nativas, sonido crudo y mentes abiertas” (p. 251). El supuesto general del
método es que hay patrones en múltiples niveles; el trabajo consiste en localizar esos patrones. Convendría que el resultado del análisis pueda ser verificado tanto por nuestros
colegas como por los miembros de la cultura de la cual proviene la información.
Cualquier forma de análisis involucra la manipulación de símbolos. En el modelo de
Herndon se propone una estrategia triple de manipulación: (1) un descubrimiento deductivo de los principios generales operante en una o más piezas; (2) una computación inductiva de generalizaciones de eventos particulares y una reconstrucción deductiva de lo particular a partir de la estructura de las generalidades; (3) una hipótesis de trabajo, generada
por los dos pasos anteriores, que permitirá la producción y puesta a prueba de otras piezas
posibles en un estilo particular. Tomando como ejemplar de prueba la canción “Zaodahy!” (“Oh, cuñado!”) de Madagascar, grabada y transcripta por Norma McLeod en 1962,
Herndon realiza el análisis como sigue.
167
Paso 1
En este primer paso, se comienza por los rasgos más gruesos de las piezas bajo consideración. Después de un par de audiciones, ya tenemos una sospecha sobre cuál puede ser
su organización general. De esta fase del análisis pueden salir algunas notas sobre el movimiento melódico, la enumeración de los instrumentos, observaciones generales sobre el
tempo, el trémolo, el rango, la cantidad de repeticiones, la forma de finalización, etcétera.
El proceso debe repetirse con todas las piezas del repertorio; no debe exceder el punto en
el que el oyente comience a prestar atención a micro-detalles. Los artefactos que resultarían de esa fase se asemejan a los que proveen los modelos 3 y 8. Del primero se pueden tomar listas de rasgos que incluyen datos sobre construcción y tipo de escala, especificación de la nota de mayor frecuencia y duración, posición de la nota final, una lista de
intervalos y su distribución, el cómputo del número de notas y su rango, los patrones melódicos de la figura, la clasificación de la melodía, datos sobre ritmo y tempo, forma, cadencia y longitud. Del segundo no está muy claro qué puede aprovecharse, dado que la
descripción del método de McLeod se refiere a una tesis inédita cuyos argumentos han
sido omitidos por falta de espacio.
Paso 2
Este aspecto de la manipulación simbólica involucra una computación inductiva de las
generalidades a partir de eventos particulares. Antes que pueda cumplirse este paso probablemente hará falta algo de transcripción.
Procediendo canción por canción, podríamos determinar las alturas de las notas y sus duraciones, haciendo un diagrama para determinar su co-ocurrencia y averiguar, por ejemplo, si una altura y/o duración ocurren al principio, en el medio o al final de una canción,
sección, sub-sección, etcétera. Se determinaría entonces qué sonidos, unidades rítmicas,
duraciones o combinaciones pueden ser significativas. Esta estrategia se asemeja a los
modelos 3, 6 y 7, pero con dos diferencias: (1) Aquí se presume que la posición contextual de las alturas o duraciones puede ser significativa o indicativa; (2) las alturas deberían expresarse en términos no-relativos y formales (cents, herzios) toda vez que no coincidan con el sistema occidental de notación.
2m
2M
3m
3M
4
Asc
Desc
4
12
27
45
1
1
1
8
Tabla 5.1 – Intervalos
Si nos fijamos en las alturas, por ejemplo, el modelo citado emplea cómputos de intervalos ascendentes y descendentes. Si la pieza utiliza escalas occidentales se utilizará la
nomenclatura estándar; de no ser así habría que implementar otros recursos representacionales, como por ejemplo intervalos en cents. Examinando la pieza la tabla de intervalos resultante sería la de la tabla 5.1. En esa tabla, igual que en toda la literatura analítica,
2m denota segunda menor, 2M segunda mayor y así sucesivamente.
La tabla 5.1 es estática; sólo posee información mínima; la acumulación de muchas tablas
parecidas no aportaría gran cosa al conocimiento. Pero esa tabla se puede enriquecer a-
168
gregando el número de reiteraciones de una pieza, o buscando posibles relaciones significativas: si la pieza comienza con una cuarta ascendente, se pueden buscar otras cuartas
ascendentes o lo que fuere. Se pueden hacer otras tablas considerando las duraciones y
sus contextos, o relacionando diversas tablas entre sí. También se puede usar el modelo 8
(el de McLeod) para identificar comienzo y fin de secciones, sub-secciones y frases. Este
proceso debe hacerse con todas las piezas de la muestra. Las generalizaciones se pueden
expresar entonces en forma resumida, utilizando el sistema de notación de la tabla 5.2.

+
Significa igual a, o lo mismo que
Significa elementos simultáneos que, tomados en conjunto, constituyen el item a la izquierda del signo 
()
Significa elementos optativos, no encontrados en todas las piezas de una muestra
[]
Significa que hay varios elementos posibles,
pero sólo se puede escoger uno
/
Significa “en el entorno o contexto de”
#__#
Designa la unidad bajo consideración inmediata (p. ej. pieza, estilo, frase)
Tabla 5.2 – Notación del análisis de Herndon
En este caso en el que hay sólo una pieza, la unidad inmediata bajo consideración será:
#Pieza#  silencio / patrón / silencio
Se está presuponiendo aquí que hay un patrón en la pieza. Dicho patrón tendrá varios elementos, por ejemplo:
patrón  duración + altura + énfasis
También se pueden incluir aquí otros elementos, que se descompondrán en sus partes
constitutivas, una a la vez:
duración 
, etc.
altura 
+ timbre + orden
énfasis  cómputo de decibeles máximos, marcados en transcripción por >
Estas, a su vez, se descompondrán en la medida que sea posible:
 voz 

valiha
timbre  
voz  2 cantantes + // 3eras
Alternativamente, podríamos querer conceptualizar la ocurrencia de la voz y la valiha
dentro de la pieza. Dado que la valiha se ejecuta cuando la voz calla, la notación de este
hecho podría ser:
timbre  valiha (voz)
Esto no significa que la parte de voz sea opcional, sino que la voz no aparece constantemente, mientras que la parte de valiha sí. Otra alternativa sería incluir el concepto de
silencio:
169
 voz 

 silencio 
timbre  valiha + 
Herndon sostiene que su análisis es decididamente arbitrario, por cuanto involucra postular hipótesis, algunas de las cuales pueden funcionar mientras que otras no. Lo ideal
sería contrastar las hipótesis no sólo contra el conjunto de las piezas, sino contra los mapas cognitivos de los informantes; es de esperarse también que las hipótesis a descartar
sean unas cuantas. El método es además deliberadamente simplista. No está ligado a ningún marco preconcebido sobre intervalos musicales, componentes o rasgos; somos libres
de usar cualquier concepto tradicional si así nos place.
A medida que se va avanzando en el análisis, empieza a aparecer un número creciente de
aspectos opcionales o alternativos. En “Zaodahy!” podemos decir de la parte vocal lo siguiente:
saltear / ComienzoSección



 reiteració n 
patrón de altura  

 saltear  
descenso




FrasePoste
rior



 PasoAPaso 
La hipótesis de este diagrama es que el patrón de altura tonal puede indicarse mediante
diversas posibilidades. Leyendo el interior del primer conjunto de corchetes, lo que se
está diciendo es que el patrón puede tener una elipsis inicial al principio de la sección,
pero frases posteriores de la misma sección no la tienen. Esto potencialmente es indicador
de una estrofa; otras frases dentro de la estrofa pueden comenzar con una reiteración o un
descenso.
Paso 3
Este paso consiste en una comparación cuidadosa de los conocimientos ganados en los
pasos anteriores. Así como las hipótesis del paso 2 se han probado contra los datos, del
mismo modo deben verificarse contra el paso 1 y viceversa. Por este medio se espera poner al descubierto cualquier error u omisión. Si así fuese, habría que repetir los pasos anteriores con las correcciones que sea menester.
***
El modelo que ella propone, sostiene Herndon, no constituye una gramática transformacional, a la cual supone rígida, sino que se funda más bien en teoría de conjuntos y en
métodos científicos tradicionales. Dado que el modelo deriva de la teoría de conjuntos es
capaz de trabajar con congeries antes que con listas; dado que es un modelo generativo,
trata de estructuras y procesos al mismo tiempo. Es más sintético que analítico y más hipotético-inductivo que hipotético-deductivo. El único supuesto preligroso de este modelo,
dice Herndon, es que toda música posee un patrón (p. 258).
Bruno Nettl alega que en la justificación de su análisis, Herndon tergiversa algunos de los
métodos tradicionales (incluido uno que él desarrolló), pero señala que el de ella es el
único intento de comparar los diversos modelos analíticos aplicándolos todos a una misma pieza de música (Nettl 1983: 94-95). Nettl también afirma haber intentado animar a
sus alumnos a aplicar el método de Herndon sin haber logrado ningún éxito a la fecha, si-
170
tuación de la que también puedo dar testimonio. El hecho es que el método de Herndon
se presenta complicado y difícil de aplicar a piezas diferentes a “Zaodahy!” (y todas lo
son); la autora ha omitido una cantidad de pasos esenciales por falta de tiempo o espacio
(en una revista que concedía cuatro veces más páginas a estudiosos menos consagrados),
o por desconocer elementos de juicio respecto de los aspectos contextuales de la pieza
canónica, que no había sido recogida por ella.
Pese a que sus argumentos mencionan teoría de conjuntos, métodos generativos y otras
piezas fuertes del imaginario científico, el modelo carece de una especificación formal.
No hay normativas verbales, gramáticas procedimentales bien formadas ni diagramas de
flujo, sino que cada fase se ilustra mediante ejemplos; uno se pregunta qué sucedería si la
música fuese distinta, o si se escogiesen otros aspectos. Por todas partes se mencionan caminos alternativos de análisis, pero en rigor no hay una enumeración satisfactoria de las
disyuntivas, la técnica analítica es demasiado contingente a las peculiaridades de una
pieza rara, las cualificaciones y los etcéteras abundan mucho más allá de lo razonable y
las posibilidades de validación emic están enunciadas pero no probadas por ningún caso
de referencia. Al principio de su análisis Herndon había dicho que la conceptualización
emic debería ser el punto de partida, pero el asunto no es tratado en las dos fases propiamente analíticas del desarrollo del método y ella misma niega la calidad emic de algunos
de los artefactos que utiliza. En la fase 3 sólo se dice que la validación intersubjetiva puede hacerse recurriendo o no a actores nativos; si bien eso puede hacerse ella no lo hace, ni
indica cómo podría llevarse a cabo una validación emic de una analítica que, malgrado
suyo, es etic de una punta a la otra.
Como Stephen Blum (1975: 221) antes que yo, quisiera creer que los ocho análisis “tradicionales” llevados a cabo por Herndon son parodias deliberadas, algunas con más rasgos
de caricatura que otras, pues de otro modo habría que poner en tela de juicio su capacidad
de implementación de principios analíticos bien conocidos a nivel de estudios de grado
en musicología. Pongamos por caso el Modelo 1, que ella llama “orgánico” y que remite
al escocés Donald Tovey [1875-1940]. La ejecución de este análisis por parte de Herndon
resulta en una página escrita en un presunto estilo victoriano de prosa estetizante, incluyendo referencias a “la cualidad tonal suave y refinada de la valiha (ella misma soprendente en un pueblo tan poco evolucionado) [que] se acopla con elegante simplicidad a la
línea vocal para producir un aura de reverencia feliz y simple y apropiado a la ceremonia” (Herndon 1974: 227). En aras del realismo, el análisis toveyano de Herndon está salpicado además por varias fórmulas etnocéntricas, como las que saludan las ventajas de las
posibilidades expresivas del sistema musical de Occidente, o las que caracterizan la alegría ligera y la sofisticación poética de quienes son en el fondo “campesinos poco educados” (p. 228).
Después de leer durante algunas décadas los análisis compilados de Tovey (que ocupan
seis volúmenes y no dos como cree Herndon), encuentro ese wording poco verosímil, como si su objetivo no fuera comunicar una impresión sobre una pieza de música sino poner en ridículo al pensador cuyo análisis se imita. El análisis a la manera de Tovey (que
ocupa el lugar que Herndon debería haber destinado al tratamiento de analíticas mucho
más rigurosas de la misma época, como las de Schenker, Réti o Keller) no consistía sólo
en esa clase de fraseología aparatosa. También es célebre la oposición de Tovey a pensar
en términos orgánicos; su analítica seguía un proceso compás por compás y frase por fra171
se, que se desenvolvía como una secuencia en el tiempo; él se oponía además a la notación de percepciones subjetivas.
Aunque hay ráfagas esporádicas de metáforas envejecidas en la escritura de Tovey, sus
comentarios verbales consistían más bien en información técnica sobre la estructura de
las frases, la identidad temática, el armado de claves, las modulaciones y el proceso formal. No hay rastro de este análisis en el simulacro de Herndon. Tampoco las metáforas y
adjetivos condicen con el estilo de Tovey; la hermenéutica de éste era estrictamente referida a lo musical en un sentido sinestésico. Por ejemplo, el scherzo de la Quinta Sinfonía
de Beethoven lucía “finiquitado, exhausto”; la sección principal es “oscura, misteriosa, en
parte fiera”; el retorno del scherzo es “una de las cosas más fantasmales jamás escritas”,
etcétera (cf. Bent 1980: 374-375; Tovey 1939, vol. 1 y 2). Tenemos aquí lo que podría
llamarse el efecto Pierre Menard: las escrituras de Tovey y Herndon se asemejan pero el
contexto las hace distintas; aquélla es emic, ésta etic; las metáforas de ésta no se atienen a
una progresión estructurada; las de Tovey siempre se refieren a la música, jamás a los ejecutantes. Nada autoriza a pensar que Tovey haría extensivas sus efusiones impresionistas a la apreciación de otras músicas fuera de su fondo de experiencias, ligado a un canon
selecto de obras maestras de los grandes genios de la tradición clásica occidental. Tovey
(1964 [1938]) se mantenía explícitamente en los confines de lo que él llamaba “la corriente principal de la música” y escribía para quienes compartían los valores de esa estética. Las fórmulas grandilocuentes de Tovey, justamente famosas, son además la bordadura del análisis, pero no su núcleo. Ese análisis está faltando aquí.
Si se lo compara con los métodos de Kolinski y Lomax, el contraste tampoco favorece al
modelo de Herndon; aquellos han sido probados docenas de veces (aunque haya bibliografía que afirme lo contrario); el de Lomax, en particular, posee además una prueba de
consenso elaborada independientemente y un aparato comparativo que en el caso de la
estrategia de Herndon directamente no existe. Las razones que ella aduce para rechazar
los universales de Kolinski no se sostienen todas con la misma fuerza; ella duda, por ejemplo, que se pueda asegurar la universalidad del principio de octava (Herndon 1974:
242). Éste no sólo está bien establecido experimentalmente en psicología y musicología
cognitiva y hasta en zoosemiótica, sino que ninguna antropología de la música particularista ha podido jamás desmentirlo. Incluso los monos rhesus reconocen una melodía traspuesta a una octava de distancia como la misma melodía. A despecho del rumor que se ha
echado a rodar, su universalidad no ofrece lugar a dudas (cf. Densmore 1929; Hood 1966;
Harwood 1976; Nettl 1983: 36-43; Kubik 1985: 45; Baumann 1996: 17, 52; Brown,
Merker y Wallin 2000: 14; Wright y otros 2000; Eerola 2004; Jackendoff 2004: 14).
Por lo demás, el propio Kolinski (1976) refutó frase por frase la parodia montada por
Herndon, demostrando de paso la correcta aplicación de su metodología analítica, que
puede ser cuestionable en algunos puntos, pero que es susceptible de mejora en sus propios términos. La réplica de Herndon (1976) hoy nos parece en exceso erizada, quisquillosa, argumentativa. El intercambio, en suma, distó mucho de constituir la polémica antológica que algunos cronistas pretenden. No puede haber un buen terreno de discusión
entre un teórico que promueve una analítica a partir de un fundamento emic y un comparativista que sostiene, sensatamente, que los actores culturales son en general músicos, y
no musicólogos, y que, como Charles Seeger decía, los músicos tienden a hablar atrozmente sobre su propio arte.
172
Al cuestionar el método de Kolinksi, Herndon se pregunta cuáles han de ser los medios
que han de instrumentar la comparación; pero el método de Kolinski es al menos potencialmente comparativo, ya que los criterios descriptivos, por oscura que sea su configuración y dudosas sus razones, son los mismos para todas las piezas. Herndon decía que cada cultura estipula límites definicionales que limitan los patrones musicales de alguna
manera (p. 247). Kolinski (1978) afirmaba algo parecido, pero buscaba más hondo para
que esas constricciones se explicaran en una dimensión universal, aún al costo de trabajar
con centenares de tipos. Cuando al referirse a su propio método Herndon dice que hay
muchos caminos o hipótesis descriptivas igualmente válidos, la posibilidad de comparar
una descripción con otra desaparece por completo, pues toda operación inductiva (la generalización más que ninguna) necesita articularse sobre un mismo conjunto de parámetros. Aunque ella muestra sensibilidad por el tratamiento de los niveles de análisis, cada
uno de sus niveles está desorganizado; su modelo carece de un metalenguaje o de un conjunto de reglas coordinativas capaz de establecer consistencia en la elección de criterios a
lo largo de una pieza, de una muestra, de un corpus o de los estilos del mundo.
Esta objeción es básica y definitoria; Herndon fue a todas luces una personalidad brillante; su postura ha sido sana, abierta, esclarecedora, y todas sus observaciones rebosan inteligencia, pero lo que ella tiene entre manos no es, en ese estado, ni siquiera el rudimento de un método analítico. Duele decir que su conocimiento de las formas clásicas de análisis en musicología histórica deja mucho que desear y que sus referencias a ideas lingüísticas y semiológicas trasuntan el mismo grado de precariedad. Sus posturas frente a
otras formas anteriores de análisis, aunque más no fuere por la elección de un título desafortunado, han consolidado la posición de enemigos del análisis que estaban en las antípodas de su ideología y que no merecían semejante regalo argumentativo.
Simpatizo con el interés de Herndon por el análisis, por el retorno a los datos y a la música; su universalismo larvado y episódico en vísperas de la marea interpretativa (p. 250)
me resulta heroico; considero que en su trabajo hay ideas atendibles en cuanto a precisar
recursivamente el nivel de análisis y proporcionar una notación estructural de cierta concisión y elegancia; creo que es efectivamente necesaria una notación minimalista para
describir patrones y que ella estaba en vías de lograrla; pero entiendo que su metodología
analítica reclama una reformulación radical, pues tal como está ofrece piezas para una
sintaxis pero no una gramática. Tras su muerte, absurdamente temprana, todos intuimos
que el suyo ha sido un callejón sin salida. Ninguno de los que en sus obituarios se declararon inspirados por ella parece estar dispuesto a jugarse a favor del análisis y acometer
de una vez por todas el trabajo que falta hacer. La vaca sagrada es hoy el anti-análisis.
Organogramas y Multi-Musicalidad – Mantle Hood, Michael Tenzer
Como ya hemos visto, Ki Mantle Hood [1918-2005] fue ungido por la opinión disciplinar
como la cara opuesta de la estrategia antropológica, aunque la realidad haya sido más
compleja que eso y lo que él propone admita más de un diagnóstico. Ricardo Trimillos
(2004), igual que muchos otros, habla de las batallas inconcluyentes entre “merriamistas”
y “hoodistas”; pero hay muchas crónicas desencontradas de esa contienda y ha sido precisamente Hood la pieza móvil que todo el mundo reconoce importante pero nadie sabe
muy bien dónde situar. Marcia Herndon (1973: 1062), María Ester Grebe (1981) y Peter
Manuel (1995), ubican a Hood en la facción antropológica codo a codo con Alan Me173
rriam. Marina Alonso, Bruno Nettl (1964: 21-25), Helen Myers (1993: 7) y Menezes
Bastos (1978: 38), por el contrario, entienden que es la figura arquetípica del musicologismo. El último autor impugna la postura de Hood por etnocéntrica y etic, un juicio que
no parece fruto de una lectura ponderada; pero ésa no es la cuestión.
Mi sospecha es que Hood terminó incrustado en el polo de los musicologistas porque (a)
la concepción dualista y esquemática que lo ha puesto en ese extremo es una construcción
imaginaria característicamente norteamericana, y (b) en su tiempo no había un solo norteamericano nativo que hubiera sido descollante en el análisis y en el dominio de la música
como cosa técnica, y él era, por su educación holandesa y por la clase de música en la que
se especializó, quien estaba más cerca de satisfacer ese perfil. Respecto del primer punto
tengo que decir que no existe una marca cuantitativa formal en el tratamiento del contexto tal que transgrediéndola uno se transforme de musicologista en antropologista, o a la
inversa: siempre es una cuestión de grado. El único musicologista en estado casi puro que
pisó los Estados Unidos ha sido, probablemente, Mieczysław Kolinski: no llega a haber
entonces un bando, pues uno es un número algo menguado para constituirlo. A todo esto,
la posición de Hood es más bien dual, impura y cambiante; él define la etnomusicología
como “el estudio de la música en sí misma y … en el contexto de su sociedad” (1963:
268). Como dice Cámara (2004: 151), aunque Hood fuera sindicado como musicologista,
su insistencia en la importancia que tiene el aprendizaje y la ejecución de las músicas que
se pretende estudiar influyó sobre no pocos antropologistas.
Después de estudiar con Jaap Kunst y doctorarse en 1954, Hood pasó un par de años en
Java haciendo trabajo de campo; a su regreso, fundó el primer programa de gamelan en
los Estados Unidos en 1958 y el Instituto de Etnomusicología en UCLA poco después.
Formó una legión de maestros y líderes que llevó a que se fundaran alrededor de cien
grupos de gamelan en su país. La teoría de Hood es sumamente simple en su enunciado,
aunque ardua en su implementación: básicamente consiste en aprender a ejecutar la música de otras culturas como precondición a la teorización y el análisis.
El entrenamiento de ojos, oídos, manos y voz y la fluidez ganada en estas habilidades
asegura una comprensión real de los estudios teóricos, lo que a su vez prepara el camino
para las actividades profesionales del ejecutante, el compositor, el musicólogo y el educador musical (Hood 1960: 55).
Esto se puede interpretar como una radicalización del punto de vista emic (para comprender la música de otra cultura hay que verla desde dentro) pero también como la negación
del relativismo inherente a esa postura (las pautas de la alteridad son susceptibles de aprenderse por quien viene de fuera). En efecto, como dice Hood, “deberíamos abandonar
el argumento de que una expresión musical ajena posee características culturales o raciales que la hacen inaccesible” (loc. cit.). Más aún, él estima que la visión de quien viene
de fuera es particularmente valiosa, ya sea cuando nosotros contemplamos lo ajeno o
cuando los otros se expiden sobre lo nuestro. Es falso además que Hood circunscriba su
interés a la música: el logro culminante en el estudio de ciertas músicas, dice, es el arte de
la improvisación. Ésta sólo se puede utilizar artísticamente cuando se ha asimilado la
totalidad de la tradición. Esto implica una comprensión y un insight no sólo en la música
y las artes relacionadas sino en la lengua, la religión, las costumbres, la historia; en otras
palabras, la identidad completa de una tradición de la cual la música no es más que una
parte muy importante (p. 58).
174
Debido a que las demandas de entrenamiento necesario para adquirir dominio de otras
músicas son intensas, el enfoque de Hood se encuadra más en un modelo particularista
que en uno comparativo. En todo caso, un investigador que aprenda varias pautas culturales sólo dispondrá de una experiencia limitada a un pequeño número de culturas al cabo de su carrera. El entrenamiento del propio Hood en materia de gamelanes javaneses lo
convirtió en una de las principales autoridades mundiales sobre el asunto, sólo superado
por los especialistas indonesios de fines del siglo XX. En la ejecución de ese rol, el review de Hood (1965) sobre las hipótesis de A. M. Jones que vinculan los gamelanes indonesios con las marimbas africanas es una de las piezas de crítica más formidables (y
más destructivas) de todos los tiempos.
Como estrategia académica, no puede disimularse que el modelo de Hood es de estirpe
metropolitana y de muy alto presupuesto; muy pocas instituciones estarán a la altura de la
UCLA para financiar orquestas de pi phat o bandas taraf. También está claro que el modelo parece servir más para experiencias espectaculares o glamorosas, como poner en
funcionamiento un gamelan, un gendèr wajang, una orquesta de gagaku o una banda de
highlife, que para promover performances de (digamos) los cantos de los canoeros de
Tierra del Fuego, las piezas para flauta nasal de los Temiar o el joik de Laponia.
Figura 5.1 - Organograma de atumpan (Hood 1971)
Una de las contribuciones más rigurosas, raras e incomprendidas de Hood es su sistema
de descripción analítica de instrumentos musicales en términos gráficos, los disputados
organogramas. Tomando como punto de partida la clasificación de Hornbostel y Sachs, a
la que agregó la categoría de “electronófonos”, Hood expandió los niveles inferiores de
esa taxonomía clasificando los parámetros adicionales por medio de las escalas de dureza; estas escalas denotaban rangos máximos y mínimos de volumen, altura, timbre (estructura parcial) y densidad (pulsos por minuto). El volumen y la altura se miden físicamente en decibeles y herzios. La calidad concierne al color tonal y se mide con el Melógrafo de Charles Seeger. Es a partir de estas escalas que Hood propuso los organogramas,
quizá su mayor contribución a la metodología, inspirados en el lenguaje simbólico de la
labanotación, un complejo estándar de notación coreográfica.
El concepto de Hood sobre los instrumentos incluye aspectos físicos, técnicas de ejecución, función musical, decoración y consideraciones socioculturales. Los aspectos físicos,
175
por ejemplo, abarcan la forma externa e interna del instrumento, mientras que las técnicas
de ejecución incluyen información minuciosa sobre los modos de excitación sonora y las
relaciones entre el ejecutante y el instrumento. Los parámetros socioculturales incluyen el
valor social del instrumento, su uso en rituales mágicos o religiosos, el estatus social del
intérprete y la decoración visual. Lo que sigue es la descripción del organograma de la
figura 5.1 que representa un atumpan, un tambor parlante de los Ashanti de Ghana. El
atumpan
… posee la forma exterior e interior de un cuenco abierto en un cilindro hecho de (5) madera, posee una sola cabeza amarrada por un anillo circular (H, R) y es ejecutado con dos
palillos retorcidos; se lo usa en pares (el par es llamado atumpan), se lo afina humedeciendo (W) las cabezas y por medio de clavijas de afinación, … soportando ataduras en
V, a una altura R(elativa) de agudo (H) y grave (L). El tambor se sostiene en una posición
inclinada mediante un soporte. El par tiene la siguiente escala de dureza: volumen, 8; altura, 3; calidad, 4; densidad, 7-9; técnica, 4; fineza, 1; motivo, 4. Se asocia con un G(rupo) de estatus social alto (H) que lo valora como 10, S(imboliza) el alma de los ancestros
tamboreros y un árbol, es honrado con L(ibaciones), tiene P(oder) mágico y el R(itual)
está involucrado en su manufactura y ejecución. La S(ociedad) lo valora como 10, el ejecutante (P) le asigna 10, el fabricante (M) del tambor posee un estatus especial (S), su valor M(onetario) es 8, es indispensable en el C(iclo) de vida del hombre (Hood 1971: 155156).
Los organogramas de Hood han sido resistidos por su complejidad y por la dificultad que
entraña su memorización. No es realista, sin embargo, esperar que estas taxonomías o las
de Hornbostel-Sachs se usen de memoria. La organóloga Margaret Kartomi (1990: 186)
sostiene que una vez que se aprende y practica la notación es elegante y no es difícil de
aplicar, aunque es improbable que la información que requiere esté siempre disponible.
Existen, de hecho, otras notaciones organológicas como las de Herbert Heyde, Oskár Elschek y Michael Ramey que extienden la codificación de Hood o contemplan otros aspectos. Todos estos sistemas analíticos y taxonómicos son engorrosos y mal conocidos, aunque la gestión con ellos hoy podría simplificarse echando mano de programas interactivos
de computadora relativamente fáciles de programar. Lo único que me desconcierta de los
organogramas es que ellos parecen ser una herramienta de importante potencial comparativo, pero Hood mismo era, como se ha visto, hostil a la comparación (Hood 1963: 233234; 1969: 299; 1971: 349).
En lo que respecta al análisis de los datos, Hood parece alinearse con Charles Seeger en
su famosa distinción entre “el modo hablado del discurso” y “el modo musical del discurso”; lo que Hood promueve es “aprender a hacer, o sea devenir razonablemente participativo, en la música que se está estudiando” (1971: vi). Pero este alineamiento desconcierta
a sus críticos, porque Hood nunca especificó lo que hay que hacer una vez que uno aprende otra música. Dice Marcia Herndon:
El valor de esta estrategia como medio es incuestionable; su valor como fin está bajo sospecha. Lo que hacemos como estudiosos es traducir la experiencia y la interacción en palabras (habla), a menudo empleando metalenguajes en el proceso. Abstraemos la experiencia, la congelamos, la manipulamos. Esta es la esencia del estudio académico
[scholarship]. Negar este proceso es negar el estudio en el sentido occidental. Qué es lo
que Hood propone para sustituir eso con respecto a la música parece faltar en su libro; o
176
al menos está suficientemente oscurecido como para ser indescifrable para el no iniciado
(Herndon 1973: 1063).
Mi propia conclusión sobre la figura de Mantle Hood es ambivalente. Por momentos sus
razones me resultan excitantes; pero a veces siento que muchos aspectos teóricos importantes quedaron sin explorar, como si el tiempo que dedicó a la práctica no le hubiera dejado margen para su desarrollo.
Un número creciente de estudiosos están haciendo un esfuerzo por devenir bi- o multimusicales. En Argentina es un multi-musical nato un estudioso como Rubén Pérez Bugallo, quien ejecuta con calidad de virtuoso la mayoría de los instrumentos folklóricos e indígenas de America Latina, aunque no ha elaborado teóricamente esa circunstancia. La
existencia misma de la musicalidad múltiple es una crítica velada a las posturas anti-universalistas, en las cuales se niega que existan denominadores comunes a través de las sociedades; esto, antes que el foco en la música, es lo que pone nerviosos a los particularistas, que ante la multi-musicalidad invocan de inmediato el mote de etnocentrismo aunque
luego farfullen incoherencias a la hora de justificar cuál es la razón que los motiva a hacerlo.
***
Entre los musicólogos que son multimusicales se encuentra el canadiense Michael Tenzer, de la Universidad de Columbia Británica, quien en su texto Gamelan gong kebyar
(2000) vincula rigurosa y sensiblemente la música de ese género balinés con la de Mozart, Jaki Byard, Ives y Lutosławski. Igual que Agawu, Tenzer es sensible al peligro de
no buscar lo universal y dejar que “la política de la diferencia irreductible” que tiñe nuestras perspectivas quede dueña del campo. En su prólogo al libro de Tenzer, Steve Reich
también reivindica esa clase de análisis:
En 1962 tomé conocimiento por primera vez con un libro de transcripciones y análisis de
música de Africa Occidental de A. M. Jones que me mostró en papel lo que yo no podía
comprender sólo escuchando las grabaciones. La música en Ghana está hecha de patrones
superpuestos de diferentes longitudes de modo que los acentos [downbeats] no coinciden.
La notación y el análisis mostraban lo que las grabaciones solas no podían revelar (Reich
en Tenzer 2000: xv).
Aunque la obra de Simha Arom –escribe Tenzer– ha sido saludada como un retorno al análisis, en etnomusicología sigue siendo tabú discutir los procesos estructurales autónomos con prescindencia del contexto en que la música se aprende y ejecuta. Pero se ha dejado que esta bifurcación tantas veces citada (así como el modelo de Merriam, que es una
elaboración de ella) cristalice como cliché. Uno se pregunta primero que nada qué significa separar sonido y contexto. Al respecto, Ingrid Monson observa que seguimos desarrollando ese debate improductivo como si fuera posible llevar a cabo esa separación: el
punto es, prosigue el autor, que aún cuando en algunas estrategias el contexto parece
ausente, está implicado de todas maneras. Aún los más austeros formalistas de Occidente
presuponen siempre el contexto del pensamiento y la sociedad occidental cuando discuten su música (Tenzer 2000: 13). En reacción contra el contextualismo dogmático y contra las preocupaciones semánticas que casi siempre degeneran en estereotipos, Tenzer exagerará metodológicamente el tratamiento de las estructuras musicales como forma de
confrontarse al rechazo corporativo de la etnomusicología por la metáfora del sonido
177
como cosa autónoma (p. 14). Su decisión me recuerda un dicho de Gadamer: forma parte
del enderezamiento de algo torcido, torcerlo en sentido contrario.
Inspirándose en ideas analíticas de Kofi Agawu (pp. 140-141) y considerando todos los
elementos de juicio imaginables, desde la historia hasta la organología, pasando por la
composición del repertorio, los tópicos, las estructuras, la sucesión de las teorías y los
estereotipos occidentales sobre Bali como la tierra estática y rara por excelencia, Tenzer
procura desmixtificar y hacer comprender la música a través de su misma complejidad:
La política de la diferencia irreductible continúa tiñendo nuestras perspectivas en la medida en que vemos la música como el producto de seres fundamentalmente culturales. Pero
a riesgo de parecer que adhiero a un estructuralismo antropológico pasado de moda, es
precisamente a nivel de la célula y la sinapsis musical que es difícil sostener una diferencia categórica, no importa cuan aptos sean esos componentes, como el ADN, para portar
mensajes específicos del organismo. Para mostrar esto me esforcé, por ejemplo, en diseccionar exhaustivamente la melodía neliti … El neliti se comporta de acuerdo con una gramática balinesa, pero la estructura gramatical refleja una necesidad de balancear movimiento y estasis, cadencia y progresión, simetría y asimetría y los otros factores que he
identificado, un fenómeno que no es culturalmente único. … Dudo que ideas de esta clase
–y la metáfora de la estructura orgánica que las enmarcan– sean controversiales; por
cierto no son nuevas. En la medida en que pueden usarse para enfatizar la similitud más
que la diferencia, me parece no obstante que no han sido debidamente apreciadas, en
particular por quienes se ocupan de la música transculturalmente (Tenzer 2000: 435-436).
Tenzer ha cuestionado asimismo el concepto de Geertz de la temporalidad balinesa como
“un presente sin movimiento, un ahora sin vectores” (p. 74). Su análisis es, además, tan
sensitivo a la dinámica histórica de la sociedad balinesa como puede serlo el penetrante
estudio de Henry Johnson (2002) sobre la invención de la cultura turística balinesa en la
ingeniosamente llamada gloBALIzación.
El esfuerzo de Tenzer por transferir hacia su lectorado ideas y experiencias sobre una
música radicalmente distinta, ahondando y no encubriendo su riqueza y su relevancia como pensamiento musical sistemático, es uno de los mejores logros de la etnomusicología
analítica en las puertas del siglo XXI. A primera vista el suyo parecería ser un estudio de
casos entre los muchos que hay; lejos de eso, es una puesta en acción de una teoría que
nunca pierde de vista las prácticas, así como un análisis de exquisito potencial comparativo. En lo personal me resulta inquietante pensar en todas las músicas, alguna vez tan
vivas como el kebyar, que en los cuarenta años del reinado contextualista han desaparecido sin que un análisis como éste les hiciera justicia.
Análisis, identidad y representación – Kofi Agawu
El ghanés Kofi Agawu, radicado hoy en la Universidad de Princeton en Nueva Jersey, es
conocido por su manifiesto Representing African Music (2003b), un texto escrito en el
punto de equilibrio exacto entre la furia y el rigor, entre el ejercicio de su identidad Ewe y
el conocimiento profundo (y un relativo desagravio) de la musicología comparada. Su
analítica es bastante menos conocida, pero es igual de rigurosa. Es una metodología
schenkeriana apta para el tratamiento de cualesquiera géneros, pues Agawu desconfía
ante todo de las notaciones amañadas para tratar estilos específicos. Él piensa que muchas
de esas notaciones culturalmente circunscriptas pretextan un concepto de “diferencia apa178
rentemente no valorativa” que casi siempre deriva en una connotación de desigualdad.
Consonante con un poscolonialismo en la línea de Edward Said, la postura de Agawu demuestra con claridad que el ejercicio analítico no presupone de ningún modo suscribir a
una actitud colonial. En todo caso el análisis es una herramienta, y en el suyo propio una
poderosa herramienta identitaria.
Especialista en Mahler y en el Lied romántico, Agawu es partidario de considerar toda la
música como si fuera de igual mérito y complejidad. Jamás se encontrarán en su análisis
expresiones peyorativas como “latente”, “incipiente”, “rudimentario” que a veces se les
escapan aún a los ideólogos más escrupulosos. Sus escritos nunca rinden tampoco tributo
al sentido común. Opuesto a la idea de que la música africana es sobre todo ritmo (y a los
estereotipos que afirman que los africanos, cercanos a la naturaleza, llevan el ritmo en la
sangre), Agawu ha destacado como mucho más esenciales los elementos ligados al lenguaje, el canto, el timbre y la estructura. El ritmo africano, dice, “es una invención, una
construcción, una ficción, un mito, el última instancia una mentira” (2003b: 61)10.
Por todo eso Agawu no renuncia ni invita a renunciar al análisis, ni manifiesta simpatía
hacia los abordajes que enfatizan lo social o lo funcional más allá de lo necesario; particularmente sensible a los menores signos de etnocentrismo, urge a considerar la música
de Africa en tanto música: “La más funcional de todas las músicas africanas sigue siendo
música; sin un involucramiento auditivo, su funcionalidad no se puede reconocer, no digamos ya apreciar” (2003b). En su contribución a la antología de Clayton, Herbert y Middleton The cultural study of music, Agawu advierte sobre el peligro de que la musicología
haga que las culturas luzcan muy diferentes entre sí. Argumenta contra el uso de binarismos simplistas: “Comunal en vez de individualista; espontáneo en vez de calculado; rítmicamente complejo antes que simple; melódicamente poco sofisticado en vez ornado”,
etcétera (2003b: 232). Hay una fuerte oposición a cierto binarismo en la musicología posmoderna, pero por una vez vemos aquí esa censura enderezada hacia donde corresponde.
Agawu no es insensible a los valores potenciales de la hermenéutica o del “nuevo régimen” analítico (1996; 1998), pero se asoma crítica y selectivamente a sus proclamas.
También sostiene Agawu que no sólo es válido el análisis de la música en sí misma, sino
que algunas piezas complejas de los repertorios nativos deben ser estudiadas por su propio mérito, igual que lo son, con justicia, las obras maestras de la tradición occidental:
Me parece una tragedia en la investigación etnomusicológica de los materiales africanos
que las obras individuales se reduzcan al estatuto de ejemplares de repertorios más amplios y se vean clasificadas como “tipos” o “clases” más que como obras artísticas por
derecho propio. … Pues temo que la obsesión con “cantos de trabajo”, “endechas fúnebres” y “canciones recreativas” como colectivos alienta el prejuicio de que como obras
individuales, y a diferencia de las del repertorio occidental estándar como los Lieder de
10
Veinte años antes que Kofi Agawu quien esto escribe sostenía ideas parecidas en su ponencia
“Jazz: Los mitos de Origen”, Buenos Aires, Primer Congreso Argentino de Musicología, 1984.
Véase también "Música de Africa" (Reportaje de Daniel Curto). El Musiquero, año 2, nº 16, 1987,
pp. 21-22. En mis seminarios recientes de antropología de la música en Argentina y México he
subrayado el papel modesto que juega el ritmo en las músicas africanas urbanas posteriores a la
descolonización.
179
Schubert o Brahms, ellas son magras e indignas de un intenso tratamiento analítico
(1995: 83-84).
En un celebrado artículo sobre procedimientos de variación en el canto de los Ewe del
norte de Ghana, Agawu (1990) sitúa esa música en la misma línea de articulación estructural de otras tradiciones africanas, orientales y europeas, música clásica incluida. En todas esas tradiciones, durante la performance musical se transforma de variadas maneras
un pequeño número de modelos, llamados también formas básicas, arquetipos, estructuras de fondo, diseños básicos, patrones nucleares o estructuras profundas. Al mismo tiempo, Agawu pone en su sitio algunos gestos propios de la investigación cognitiva de tradición lingüística-etnocientífica que con demasiada ligereza aseguran estar dando cuenta de
las teorías nativas.
… [N]o afirmo estar presentando una “teoría de los Ewe septentrionales”, cualquier cosa
que ello sea. Aunque he sido influenciado por discusiones con músicos e informantes, he
usado esos aspectos sólo cuando sirvieron a mis propósitos. Una teoría del canto de los
Ewe septentrionales no puede ser formulada en términos de una visión del mundo Ewe
reduccionista. Los Ewe del norte no tienen en absoluto interés en esta clase de teorización, aunque se puede hacer que ellos articulen ideas que facilitarían el trabajo del etnógrafo. … El hecho que los Ewe del norte no posean un vocabulario activo para tratar con
cosas tales como descensos estructurales y composición a partir de modelos no dice nada
sobre la “significación” o coherencia de lo que ellos hacen en la práctica. Pero sería mendaz invocar las contenciosas dicotomías emic-etic o insider-outsider sólo para distribuir
percepciones que al final del día nos sirven a “nosotros” y no a “ellos” (1990: 229).
Aunque Agawu escribe desde una fuerte postura de identidad africana, no cree que la música clásica occidental sea hoy sólo un fenómeno de élite y mentalidad conservadora; por
el contrario, él es un destacado analista del período romántico y pos-romántico de la alguna vez denominada tradición “culta” o “seria”. En este sentido lo suyo es una excepción.
Sucede con demasiada frecuencia, sobre todo en el campo de los estudios culturales, que
los estudiosos desprecien esa tradición, a la que consideran una “forma expresiva burguesa anacrónica” (Willis 1974; Sansom 1979; Hebdige 2005). En lo personal, no considero
que al etnomusicólogo deba agradarle forzosamente la música clásica; pero es evidente
que su rechazo a priori lo pone en seria desventaja técnica. Una cosa es protestar contra la
exaltación del canon, otra desconocerlo. Al no conocer los procesos históricos experimentados por las formas clásicas, el estudioso se priva de comprender la lógica de un
cambio registrado en una larguísima serie temporal y de interrogar las relaciones entre los
estilos y las epistemes contando con una documentación contextual cuya riqueza sería el
sueño de cualquier antropólogo. Renuncia también al ejercicio cognitivo de una experiencia íntima con la complejidad, a verificar hasta qué punto una música puede comunicarse
emocional e inteligiblemente a través de las epistemes y al conocimiento de un formidable caso cultural de referencia. Agawu, por el contrario, es capaz de asomarse a la musicalidad Ewe con la misma solvencia con la que explora a Gustav Mahler: un análisis enriquece al otro. Los análisis de Agawu, como los de Arom, son para no perdérselos; yo lo
atribuyo tanto a su teoría como a lo que Gadamer llamaría la amplitud de su horizonte de
experiencias. Cuando se tiene ese fondo de reserva, en el análisis se trasluce; cuando se
carece de él, también.
Es lástima tener que decirlo, pero percibo en algunas de las aseveraciones de Agawu una
trampa 22, una doble coacción. A él le disgusta, por ejemplo, que se comparen algunas
180
ricas polifonías africanas con las músicas polifónicas europeas del siglo XVI, encontrando que la diferencia cronológica implica un juicio de inferioridad (p. 230). Pienso que en
algunos casos Agawu debería ser un poco menos susceptible, no para resignar posiciones
sino para que su radicalidad sea más contundente y digna de crédito: la polifonía europea
en la transición del gótico al renacimiento es, lejos, la forma occidental de canto más
compleja que ha existido, pues desde ella en más cada estilo canónico posterior ha sido
más y más simple. Ningún ejemplar europeo contemporáneo estaría en condiciones de
soportar una comparación con los logros africanos en ese renglón. Cierto es que Europa
no debe mirar a Africa con pretensiones de superioridad; pero tampoco debería desde el
presente tratar con desdén el propio pasado: presuponer que lo contemporáneo es superior
y que la música africana meramente “está a la altura” de lo más nuevo (o atribuir un valor
estético suplementario a lo más complicado) es, a mi juicio, una forma de reproducir el
etnocentrismo que se desea desterrar.
Como sea, y aunque a veces su vehemencia lo incline a la histeria, Agawu es un coloso
en teoría, práctica y política etnomusicológica. Apoyándose en el pensamiento filosófico
de africanos poscolonialistas como Paulin Houtondji y Valentin Mudimbe, ha sido capaz,
sin desertar del análisis, de iluminar no sólo aspectos de la musicalidad nativa, sino de
enriquecer nuestra percepción de asuntos teóricos que desde siempre hemos dado por
sentados y carentes de problematicidad. Sus ideas son por ello relevantes para toda la teorización antropológica no sólo en lo que a la música concierne.
El retorno del análisis – Simha Arom
A mediados de la década de 1980, Simha Arom replanteó los objetivos de la etnomusicología y, en consecuencia, los métodos de análisis específicos que la caracterizan. En su
libro Polyphonies et Polyrythmies instrumentales d’Afrique Centrale (l985a)11, considerado como “una de las obras etnomusicológicas más importantes producidas hasta el presente” (Nattiez 1991a: 74), Arom recupera el interés en la sistemática musical que había
sido propio de la antigua musicología comparada. La posición de Arom se distancia de la
antropología de la música para inscribirse deliberadamente en una perspectiva (etno)musicológica, cuyo objeto, para citar sus palabras, es “el estudio de ciertos procedimientos
musicales practicados en sociedades cuya descripción compete de ordinario a la etnología” (1985a: 877).
La etnomusicología [....] está orientada al estudio de la sistemática de las músicas étnicas
(o tradicionales) en su contexto cultural, esto es, en el lugar mismo en el que se las practica, teniendo en cuenta todo aquello que pueda esclarecerlas desde el interior, es decir, las
voces y los instrumentos que las producen así como también las representaciones que de
ellas hacen sus usuarios (Arom l985a: 4, 878)
11
He consultado también la versión inglesa, en traducción de Martin Thom y otros (Arom 1991a).
Entre ambas ediciones hay sutiles diferencias, y la traducción se enriquece con un proemio de
György Ligeti, quien afirma que el libro “abre una puerta que conduce a una nueva forma de pensar sobre la polifonía, una forma que es completamente distinta de las estructuras métricas europeas, pero que es igualmente rica, o tal vez  aún más rica que la tradición europea” (1991a:
xviii).
181
Esta definición pone en evidencia los puntos de vista que caracterizan la teoría etnomusicológica de Arom: importancia de la materia musical y de su sistemática; en segundo lugar, importancia de las técnicas de grabación, transcripción y análisis musical; y finalmente, utilización de los datos etnográficos para validar la coherencia y la pertinencia del
análisis. Fundándose en el postulado de que toda actividad humana está estructurada conforme a un juego de equivalencias, Arom piensa que es posible inducir de ello su sistemática, esto es, su teoría o sus reglas de funcionamiento (l985a: 243, 879). En todo momento, Arom otorga la prioridad a la explicación del sistema musical. El objetivo de la etnomusicología será, entonces, poner en evidencia los principios subyacentes o implícitos
que gobiernan la coherencia y la organización estructural de las manifestaciones musicales (Nattiez 1991a: 67).
La etnomusicología europea y francófona, en particular, respondió a la propuesta de Arom con entusiasmo crítico. Su libro fue saludado como “una de las empresas analíticas
más ambiciosas y exitosas jamás llevadas a cabo en la investigación etnomusicológica”,
que marca “el retorno del análisis a la etnomusicología” (Nattiez 1993: 241). Tras cuarenta años de dominación de un paradigma antropológico contextualista cuyos resultados en
materia teórica y metodológica están a la vista, la publicación no pudo haber sido más
oportuna.
Ciertamente, a fin de evaluar su importancia en relación con el estado actual de la disciplina, debe recordarse que desde la década de 1960 la etnomusicología se ha tornado crecientemente una “antropología de la música” bajo la influencia de Merriam (1964) y
Blacking (1973). Sin duda esto pareció justificado después de la etnomusicología de sillón a menudo etnocéntrica que caracterizó los comienzos de la disciplina. Sin embargo,
dada la difundida presunción de que sólo un conocimiento del entorno cultural permitiría
una verdadera comprensión de la música de tradición oral, toda actividad analítica que, se
sospechaba, reemplazaba los conceptos del músico nativo por las herramientas del investigador occidental, comenzó a desaparecer gradualmente de las monografías etnomusicológicas. El libro de Arom posee el inmenso mérito de reafirmar la validez del análisis musical para los estudios etnomusicológicos (Nattiez 1993: 241-242).
Pero el modelo de Arom no es confrontativo. Arom ha caracterizado su postura como
“conservadora”, e incluso se ha preocupado por alinearla en una dirección que no es contradictoria con la de John Blacking, a quien Ramón Pelinski (1995) quiere ver como su
antagonista. Más específicamente, Arom dice que está de acuerdo con lo que dice Blacking respecto de que “la principal tarea de la etnomusicología es la explicación de la
música y la práctica musical [music making] con referencia a lo social, pero en términos
de los factores musicales involucrados en la performance y la apreciación”. Más todavía,
Arom parafrasea a Blacking, explícitamente, al afirmar que se debe estudiar la música como un sistema primario de modelización y como un rasgo específico de determinadas
culturas (Arom 1999). Incluso reconoce el carácter eminentemente funcional de la música
en términos que Alan Merriam habría suscripto: “[L]a música existe sólo con el objeto de
servir a algo distinto de ella misma.  En la medida en que estas músicas no están abstraídas de su contexto cultural, puede decirse que son funcionales” (Arom 1991a: 8).
Tras haber dirigido un intenso laboratorio sobre categorización en el laboratorio Lacito de
la CNRS entre 1996 y 1998, Arom también proporciona en un artículo sobre la inteligencia musical un rico concepto basado en la alianza de rasgos sociales, musicales y lingüísticos:
182
Dentro de un mismo contexto cultural, la funcionalidad y la sistemática musical están de
hecho estrechamente ligadas. Para cada ocurrencia que necesite soporte musical hay un
repertorio particular. Cada repertorio posee un nombre en el lenguaje local, abarca un
número específico de piezas y se caracteriza por atribuciones predeterminadas de roles
vocales e instrumentales, así como por patrones rítmicos o polirrítmicos que los instrumentos categorizan, distintos entre sí. La totalidad de la música de una comunidad étnica
puede por tanto presentarse como un conjunto finito de categorías mutuamente excluyentes, nominadas en el lenguaje vernáculo (1994: 140).
En su gigantesco trabajo magno, escrito en momentos en que la antropología de la música
contextualista todavía era dominante y el modelo autobiográfico comenzaba a afianzarse,
Arom establece su posición claramente desde el Prefacio:
La ethnomusicologie francesa (igual que la etnomusicología inglesa, la musicología de
los grupos étnicos) sugiere que el aspecto musicológico es primario. Este trabajo abraza
con firmeza este credo: es un estudio musicológico de la polifonía y la polirritmia centroafricana. ... Limitaremos la información etnológica concerniente al contexto sociocultural
para la performance de la música que estudiamos al mínimo relevante.  El lector no debería esperar entonces descripciones detalladas sobre la forma en que se hacen los instrumentos, ni explicaciones de los elementos simbólicos que rodean esas actividades. Ni
transcribiremos los textos de ciertas canciones soportadas por la música polifónica y/o
polirrítmica. Todas las consideraciones de naturaleza estética han sido dejadas de lado
(1991a: xx, xxii).
Desde mi punto de vista al menos, estas exclusiones son refrescantes; durante medio siglo, los antropólogos de la música, siguiendo el mismo derrotero de acumulación creciente que ha sido característico de –por ejemplo– la sociolingüística o la etnografía de la comunicación, se afanó en añadir factores y abigarrar detalles, en lugar de perfeccionar el
arte característicamente científico de la abstracción.
Para que la elucidación de la sistemática puesta en acción en un repertorio musical sea
válida, es necesario que se apoye en la convergencia de los datos objetivos recogidos por
el observador y de los datos de la cultura, esto es, en la convergencia de los modos de representación del investigador y de los depositarios de la tradición (l985a: 877). Como afirma Arom, “el análisis y sus validaciones por los nativos tienen por objeto hacer aparecer la estructura de las músicas estudiadas” (p. 274). Esta expresión no es simplemente
diplomática, sino que se percibe como un serio compromiso, asumido además de manera
metódica; por un lado, eso se testimonia con toda evidencia en las investigaciones empíricas; por el otro, mientras la mayoría de los etnomusicólogos se contenta con una referencia superficial a la dualidad emic/etic y toman partido conforme a convicciones previas e inalterables (los autodenominados humanistas siempre en el primer bando, los nostálgicos del positivismo siempre en el segundo), Simha Arom ha sido uno de los que estudió en profundidad el significado de esas alternativas, yendo en ello más lejos que la mayoría de los lingüistas y antropólogos que conozco, Kenneth Pike y Marvin Harris inclusive (cf. Arom y Alvarez-Pereyre 1993).
Arom representa la prioridad de la sistemática bajo la forma de una serie de círculos concéntricos, imagen que ya había desarrollado con mayor amplitud en artículos anteriores
(Arom 1981; 1982). El círculo central representa la materia musical y su correspondiente
sistemática, inducida por el investigador a partir del análisis de la música y sus elementos
constitutivos (Arom l985a: 19-20). El segundo círculo denota los útiles materiales (instru183
mentos, voz) y conceptuales (metalenguaje nativo relativo a la música) que permiten validar ciertos datos contenidos en el círculo central. Los elementos del tercer y cuarto círculo (funciones sociales, elementos simbólicos, mitos) son de escaso interés dado que su
incidencia sobre el sistema musical se torna más débil en proporción directa a su distancia del centro. El último círculo no se define como objeto de estudio, sino como forma
de validación suplementaria del círculo central (pp. 21; 1991a: xxi-xxii).
Figura 5.2 - Los círculos de Arom (1991a)
Los círculos de Arom, simplistas como puedan parecer, fueron adoptados y enriquecidos
como una especie de notación gráfica por Emanuelle Olivier (2001) en un denso estudio
cognitivo sobre la categorización musical entre los Ju|’hoansi de Namibia.
Así como pone en primer plano la música, Arom también procura que la etnomusicología
tome distancia y se mantenga al margen de la modas que sacuden periódicamente a otras
disciplinas, con las que él no acepta que se establezca una relación de dependencia. En
polémica con Francesco Giannattasio, por ejemplo, quien había afirmado que “la etnomusicología comparte una crisis más general en las ciencias antropológicas”, Arom responde
que pase lo que pase en antropología, eso no cambia ni invalida lo que el etnomusicólogo
debe hacer. Arom descree profundamente de las modas, tanto más cuanto más recientes:
“Modas”. Desde que llegué a esta profesión, hace unos treinta años, han habido diversas
modas. Cuando llegué al CNRS, era el estructuralismo. Todo el mundo tenía que ser estructuralista. Luego vino el cognitivismo, una forma de cognitivismo que, tal vez, no se
comprendía muy bien. Luego, de golpe y sorprendentemente, es el posmodernismo. Pero
dado que yo no he visto el modernismo en sí, me sorprendo ¿Cómo se puede ser posmoderno sin haber sido moderno antes? Cuando leo algunos artículos profesionales, tengo la
impresión de que la gente hace un gran esfuerzo por estar en la moda correcta, pero sin
elaborar sus propios pensamientos, y eso es una lástima (Arom 1999).
En esa elaboración de un pensamiento propio, la aproximación a otra cultura con espíritu
abierto le permite a Arom elaborar la perplejidad del etnomusicólogo que en situación de
terreno afronta una serie de mensajes sonoros sin conocer su código. La tarea principal
consiste, pues, en descubrir en la conceptualización de los usuarios los códigos que articulan y dan sentido al sistema musical de una cultura (1988: 9; 1991:75; Pelinski 1995).
184
Para llevar a cabo esta tarea, que en el fondo es hermenéutica, es necesario establecer una
comunicación con los miembros de la cultura que entonces se transforman en verdaderos
colaboradores científicos y garantes de los procedimientos del investigador (1985a: 213;
1991a: 115-117). No alcanza con elicitar la terminología, como se hizo durante toda la
década de 1970. Las categorías tradicionales africanas o de cualquier otra cultura, si bien
pertinentes desde el punto de vista sociocultural, no siempre aclaran gran cosa sobre los
procedimientos musicales desde un punto de vista técnico (l985a: 20-21; 1991a: 215).
Como en las culturas de tradición oral no suele existir una teoría musical explícita que
pueda servir de metalenguaje para un intercambio teórico entre el etnomusicólogo y sus
colaboradores, es preciso, por un lado, crear conceptos culturalmente neutros con una terminología rigurosa y unívoca apta para describir toda suerte de música (1988: 13) y, por
otro lado, “tratar de aprehender el sentido de la terminología nativa cuyo registro metafórico hace muy difícil la comunicación a nivel abstracto” (l985b: 38). Arom nos proporciona un ejemplo de esta búsqueda de metalenguaje cuando, al señalar la importancia
de la noción de modelo, relata que
el modelo de base de cada pieza de trompas Banda-Linda  se expresa por el término de
“esposo”; me ha llevado un tiempo considerable para que, al azar de una conversación,
surgiera este término. Habiendo descubierto el sentido de este término, yo tenía desde entonces la certeza de poder hablar de “modelo” con ellos (l985b: 38; 1991a: 370-371, 452460; 1991b: 67-78).
Si bien Arom no niega la funcionalidad de la música centroafricana, la cual evidentemente no puede ser abstraída de su contexto cultural (1985a: 33-77), el objetivo principal de
su trabajo es, como dijera, reconstituir el sistema musical subyacente al corpus estudiado.
La realización de este objetivo es posible porque Arom (como lo sostienen también Roman Jakobson, Umberto Eco, Nicolas Ruwet, Jean-Jacques Nattiez y otros) cree que la
música es un sistema semiológico asemántico (Arom l985a: 241; 1991a: 150) y que por
ende existe una convergencia simple entre los elementos pertinentes observados (instrumentos, textos, escalas) y las funciones socio-religiosas a las que aquellos corresponden
(1985a: 247-248; 1991a: 153-154). Dado que la esencia de la música reside en las estructuras inmanentes, estas estructuras serán necesariamente corroboradas por el contexto, el
cual, por otra parte, no posee ningún poder de determinación sobre las estructuras musicales (Nattiez 1991b: 80). Arom lo dice sin medias tintas, y es de agradecer. Esta convicción lo dispensa de someterse a un proceso de enculturación o aprendizaje pasivo (como
el método de la bi-musicalidad de Mantle Hood) para dar cuenta de los procesos cognitivos implicados en la manera en que los nativos perciben la música. Escribe Arom:
Reconocer la identidad cultural de la civilización que yo observo no exige que yo me despoje de mi propia cultura. No puedo analizar correctamente más que apoyándome sobre
los útiles que son los míos y que han salido de mi condicionamiento cultural (l985b: 36).
En síntesis, la perspectiva etnomusicológica de Arom asigna prioridad epistemológica a
las herramientas propias. Pero no a cualquier herramienta. El Libro III de su obra magna,
“Technical tools. Methods of recording polyphonic music for transcription”, señala el
carácter esencial de la transcripción para reconstruir el sistema subyacente, al par que denosta contra el uso de aparatos especiales como los utilizados por Arthur Jones, las técnicas cinematográficas de Gerhard Kubik y Alfons Dauer, y las técnicas de grabación en
canales separados.
185
Para comprender un sistema musical y poner de manifiesto sus estructuras Arom ha creado un método de grabación por separado de las partes polifónicas o polirrítmicas haciendo que sus informantes escuchen las otras partes por auriculares, y luego haciendo que ellos contrasten versiones armadas de este modo con versiones “naturales” (Arom 1985a:
274). La alternancia y complementariedad explícitas entre ambas visiones, emic y etic,
tiene asimismo clara y precisa función metodológica: “El método analítico basado en la
distinción emic/etic reposa en última instancia en la posibilidad de definir clases con respecto a una relación de equivalencia determinada” (1991a: 152).
Pero aún cuando lo emic es condición necesaria de esta dialéctica, Arom ha impugnado
los puntos de vista emic excesivamente abstencionistas que sólo procuran un “punto de
vista nativo” sin la menor intervención:
Una de las modas fue (estoy haciendo una caricatura, pero no estoy muy lejos de la verdad) que no debíamos intervenir en la investigación. No debíamos formular preguntas;
sólo encender el grabador y dejar que los informantes, fuesen músicos u otra gente de una
cultura determinada, nos hablara sobre música. Podía ser que hablaran de algo totalmente
distinto pero, en todo caso, no debíamos interferir. De otro modo seríamos “colonialistas”. Sólo debíamos dejarlos hablar, y luego reportar lo que dijeran: abrir comillas, y escribir (Arom 1999).
La postura cuestionada por Arom dista de haber sido una ficción creada a los efectos de
una retórica más contundente: gran parte de la discusión antropológica sobre la “autoridad etnográfica” de George Marcus o James Clifford, o la propuesta de la antropología
dialógica de Dennis Tedlock giran en torno de premisas parecidas (cf. Reynoso 1991a),
que se reflejan en la etnomusicología de Jocelyn Guilbault, Jeff Todd Titon, Steven Feld
y Charles Keil. Arom, desde ya, no comparte esa premisa de disolución del punto de vista
del investigador, pues éste se hace presente ya desde el momento del registro y es intervencionista tenga o no conciencia de ello. Para garantizar que las etapas del proceso analítico (la audición, la transcripción, el análisis) sean correctas, la técnica intrusiva de Arom permite aislar cada una de las partes de un conjunto polifónico y/o polirrítmico, sin
desincronizarlas de todas las demás (1976; l985a: 880; 1998).
La transcripción no es una descripción sino una reducción de la pieza, y en este sentido
ya forma parte del análisis (1985b: 39). En particular, la transcripción esquemática es un
medio eficaz para mostrar la coherencia de un sistema musical (l985a: 283). Tanto en la
transcripción como en el análisis, el investigador debe retener sólo los elementos pertinentes, esto es, aquellos que “se considerarán, al ejemplo de los usuarios mismos, como
significativos” (1985a: 220). Aunque su analítica es robusta, las transcripciones de Arom
son entonces minimalistas, fonológicas. Existe cierta analogía entre sus transcripciones
reductoras y la reducción fractal propuesta por Kenneth y Andrew Hsü (1991) que se examinará en el último capítulo.
La metodología de la transcripción y del análisis se inspira en la técnica desarrollada por
Nicolas Ruwet (1966, 1972) a partir de la antropología estructural de Lévi-Strauss y de la
fonología de la escuela de Praga. Esta técnica, ya prefigurada en los tableros de Brăiloiu
(1973: 27, 276-298), permite al analista pasar de los mensajes concretos al código subyacente por medio de una serie de equivalencias funcionales de las unidades. Se trata de
determinar, a juicio de los nativos, qué unidades paradigmáticas son idénticas y por ende
conmutables, sin provocar un cambio de sentido. El resultado de la operación es un mo186
delo, que “si bien no contiene el código del repertorio, es al menos uno de los elementos
primordiales” para garantizar la homogeneidad de las piezas (1985a: 882; 1985b: 37).
Steven Feld utilizó técnicas de conmutación parecida en su proceso de aprendizaje de la
música Kaluli. Pero Arom fue rotundamente el primero en utilizar el método de Ruwet en
música de tradición oral, según ha reconocido Jean-Jacques Nattiez, quien también señala
que el conocimiento de la lingüística funcional por parte de Arom es formidable (Arom
1969; 1970; Nattiez 1993: 241, 256-257). Cualquier lector informado puede concluir sin
temor a equivocarse que entre el dominio de la teoría lingüística por parte de Arom y de
(digamos) John Blacking, hay una diferencia de varios órdenes de magnitud.
Por medio del análisis paradigmático se pueden poner de manifiesto modelos idénticos
subyacentes a piezas diferentes, mostrar las relaciones entre las realizaciones y el modelo
y aclarar por ejemplo las relaciones entre música vocal y hocket instrumental (Arom
1985a: 512). Este es un caso en el cual, igual que en el repertorio de las orquestas de
trompa Banda-Linda, las piezas instrumentales se fundan sobre un cantus firmus que, si
bien no se ejecuta, condiciona la estructura de la pieza y le da su nombre. Estrategias similares a ésta permitieron a Arom descubrir la imparidad rítmica [rhythmic oddity] entre
los pigmeos Akan de África Central. Se dice que un ritmo consistente en un número par
de unidades posee esa propiedad si no es posible dividir el ciclo en dos intervalos de igual
duración. Esta definición ha tenido enormes consecuencias en el estudio del ritmo, permitiendo entre otras cosas definir la síncopa de manera inequívoca. La figura 5.3 muestra
dos grafos rítmicos; el de la izquierda, de los pigmeos Akan posee imparidad rítmica,
mientras el de la derecha, correspondiente a la seguiriya, no. En este ritmo hay una diagonal que segmenta el ritmo en dos partes de igual número de pulsos.
Figura 5.3 – Modelo Akan de imparidad rítmica (izq.) y seguiriya
Al lado de sus logros analíticos, Arom también sostiene (lo cual es discutible) que la etnomusicología debe mantener su foco sobre la música etnográfica, y no pretender jurisdicción sobre la música mediática de Occidente.
La etnomusicología tiene que ver con sociedades, y es parte de lo que yo llamo etnología.
¿Puede esa definición aplicarse a la música urbana, o a las así llamadas música tecno, o
rap, o gay, o lesbiana? Me temo que no, y prefiero que sea así. Pienso que deberíamos
dejarle la sociología a los sociólogos, la antropología a los antropólogos, la filosofía a los
filósofos, y sólo hacer nuestro trabajo: ir al campo, recolectar lo que podamos antes que
sea demasiado tarde, elaborarlo, volver al campo, tratar de validar y publicar nuestros resultados, y continuar (Arom 1999).
Aquí Arom parecería ser mejor analista que teórico. Las músicas urbanas también ocurren en sociedades ¿quién se hace entonces cargo de ella? ¿Merecen esas músicas ser ana-
187
lizadas? ¿Existen todavía allá en el campo las “sociedades” cerradas en sí mismas en las
que él formó su experiencia?
Todo ponderado, todavía hoy la antropología de la música no ha respondido debidamente
a la reivindicación de la analítica formulada por Arom. Como bien ha dicho Nattiez:
[C]omo resultado de la pureza y ambición de su trabajo, la pelota se encuentra ahora en el
campo culturalista: en la medida en que Arom ofrece prueba de la relevancia cultural de
sus análisis, ahora toca a los antropólogos de la música probar que, partiendo de un conocimiento del ambiente cultural, ellos son capaces de demostrar, de acuerdo con los propósitos de Merriam, la forma en que las estructuras musicales son productos de la cultura.
Una evaluación epistemológica a prueba de agua de las ilustraciones empíricas de la relación (establecida por los etnomusicólogos orientados a la antropología) entre las estructuras musicales y la socio-culturales todavía está por llevarse a cabo.  Como sea, en general, el estado de la disciplina no parece haber refutado el franco reconocimiento que
realizó uno de sus más brillantes exponentes hace una década: que la noción de que “la
música está de alguna manera relacionada con la sociedad que la produce” con frecuencia
sigue siendo “una cuestión de fe” (Nattiez 1993: 262-263; Seeger 1980: 8).
La idea de que hay una demostración pendiente y de que se necesita una teoría antropológica que esté a la altura de las circunstancias, que han articulado también la totalidad de
este libro, difícilmente puedan expresarse mejor.
Modelos analíticos – Situación y perspectivas
Al menos desde que se publicara el inflamado artículo de Joseph Kerman (1980) sobre
cómo salirse del análisis y su influyente Contemplating music: Challenges to musicology
(1985), la musicología analítica ha sufrido incontables críticas que apuntan no tanto a su
realización técnica, sino más bien a sus supuestos epistemológicos y a los objetivos que
la orientan. Aún antes que el análisis, la notación misma fue objeto de censura. Igual que
en otras ciencias humanas, se ha aposentado en etnomusicología una facción de anti-objetivistas cuya militancia se concentra en la erradicación de la notación y el análisis y que
se expresa en formas como las de este ejemplo representativo:
El análisis tradicional basado en la notación yace sobre una supuesta escisión entre sujeto
y objeto en la que el objeto musical (una re-presentación musical de un evento musical)
puede ser puesto a prueba por el analista de manera de revelar sus sistemas subyacentes,
dentro de los cuales reside su percepción como “significativa”. Esta agenda estructuralista consiste en identificar un sistema musical inherente construido a partir de relaciones
entre y dentro de combinaciones de elementos formales (tales como melodía, ritmo, tonalidad, textura, etc). El significado musical es en parte (a veces por completo) atribuido al
poder de funciones estructurales elegidas para evocar afecto en el oyente. Esta estrategia
de “significado como sistema de signos”, basado en la lingüística saussureana, presume la
estabilidad del sistema en el punto de análisis para definir reglas inherentes y códigos,
más que los actos mismos que utilizan el sistema. Aunque ampliamente criticado (y localizado más genuinamente dentro de la disciplina de la psicología cognitiva), el peso de
esa orientación epistemológica todavía informa gran parte de la comprensión del significado musical y de los marcos de referencia analíticos de la investigación musicológica
sistemática (Sansom 2005).
Una vez más, la cita es testimonio de la construcción de un enemigo de paja y del cuestionamiento de una búsqueda fantasmal de significaciones en la que los análisis realmente
188
existentes rara vez se han embarcado. El análisis tradicional, por empezar, no deriva de la
lingüística saussureana, ni es por necesidad estructuralista, ni se vincula inevitablemente
con modelos cognitivos. Los estructuralistas tampoco han sido afectos a la semántica.
Los objetivistas (en el supuesto que exista tal entelequia) no requieren que exista una notación para hablar de objeto; más aún, quien está constituyendo un objeto es en primera
instancia el propio crítico al hablar de la notación como re-presentación de un evento originario, de los actos mismos o de la cosa en sí. Sansom cree que los estructuralistas postulan un sistema a nivel de la notación, lo cual tampoco es exactamente la idea; sostiene
que al no existir una escisión entre sujeto y objeto, y al ser melodía, ritmo, tonalidad y
textura puras abstracciones formales, no habría en la música reglas, códigos ni sistema en
absoluto12.
Estos son argumentos empiristas de factura tan pobre y tan disonantes con los hechos conocidos que sería fútil esmerarse en refutarlos. Los traigo a cuento no para polemizar con
un autor particular, sino porque esas ideas han llegado a ser constitutivas de una facción
anti-analítica a cuyas contorsiones lógicas, tono indignado y alta tensión declamatoria nos
hemos acostumbrado con el tiempo, pero cuya mera existencia debería haber sido motivo
de una discusión mucho más serena y multitudinaria de lo que ha sido el caso (cf. Blum
1993; Burnham 1992; Krims 2000); pues resulta extravagante que en una disciplina científica se intente vedar una práctica tan agudamente reclamada por la naturaleza del problema. Nunca nadie ha sabido explicar, después de todo, por qué es colonialista y etnocéntrico analizar una pieza buscando algún orden en su música y no lo es en cambio husmear en una cultura ajena buscando un principio de coherencia en sus significados o un
dato curioso para agregar a la colección: al menos en el análisis todas las instancias metodológicas están a la luz, insuficiencias de la notación inclusive.
Así como siempre me ha resultado epistemológicamente vago el requisito de eliminar la
dicotomía entre sujeto y objeto, confieso que tampoco entenderé jamás por qué extraña
razón hay tantos que sostienen que el estudio del contexto cultural impone repudiar el análisis de la música en sí misma. Ambas ideas son sin duda la consecuencia histórica de
una larga cadena de malentendidos que comenzó en la academia norteamericana con una
lectura maniqueísta de las alternativas instauradas por Alan Merriam (entra el contexto,
se va la música) y se realimentó con una visión igualmente rústica de las implicancias del
giro interpretativo (no hay ahora hechos, sólo interpretaciones).
12
Un sistema, desde ya, no es algo que está dado en la realidad de una sola forma sino que se
puede postular y construir de muy diversas maneras. El cibernético Ross Ashby (1972: 61), a
quien siempre recurro en estos menesteres, afirmaba que definir un sistema a veces es complicado
y a veces simple, aún en las ciencias duras; en música se me ocurre que es particularmente factible, puesto que hay patrones actuantes, emic y etic, en cada nivel o aspecto de la manifestación sonora, de su producción y de su captación estésica. A diferencia de lo que ha sido el caso de otros
sistemas simbólicos o de la cultura misma, de la que nunca se demostró que fuera sistemática
(D’Andrade 1995: 249), los sistemas encontrados, construidos o re-construidos en musicología
han sido conceptualmente útiles y más de una vez se los ha refrendado émicamente (Arom 1991a;
1991b; Boilès 1967; Chenoweth 1966; 1972; Tenzer 2000; Zemp 1971; 1978; 1979). Por otro lado, de cualquier concepto descriptivo (del Otro y del self en primer lugar) se puede decir que es
“una mera abstracción”: no hay significante que no lo sea.
189
La negación de la diferencia sujeto-objeto es además un estereotipo formulaico que se
monta sobre connotaciones henchidas de frivolidades: quienes la enuncian presumen ser
los buenos de la trama, los únicos que admiten el hecho obvio de que el prójimo es un sujeto y los garantes de que ni siquiera las cosas que el sujeto hace han de ser tratadas como
tales. No conozco por otra parte un solo documento en el que el objeto haya sido genuinamente obliterado: siempre que se lo expulsa vuelve por la puerta trasera como actante
inevitable del discurso. Quienes se rehusan a tomar la música por objeto terminan objetivando a quienes la hacen, a sus saberes o a sus tácticas identitarias13. En cuanto al otro
argumento, es evidente que el estudio en profundidad del contexto no inhibe el tratamiento analítico. La prohibición del análisis es un simple non sequitur, y por más que hoy en
día esa postura sea dominante, el argumento es una señal de que la teoría que promueve
semejante axioma escamotea el objeto que se espera que aborde usando un pretexto cuya
precariedad nunca se examinó. Pues sin un mínimo principio de sistematicidad, orden,
coherencia, patrón, regularidad, esquema o idiosincracia que sólo el análisis puede poner
de manifiesto, no hay mucho de qué hablar cuando de música se trata.
Por cierto sería lamentable que el análisis fuera un fin en sí mismo, pero en realidad ha
habido poco de eso en la literatura, ya que el ingenio del análisis se prueba en sus resultados, no en su mero ejercicio. También sería penoso el mal análisis, pero no mucho más
que lo sería la realización grosera de cualquier otra operación conceptual, la hermenéutica primero que ninguna. Más allá de esos temores, hay abundantes ejemplos en la obra
de Mantle Hood, Christopher Waterman, Simha Arom, Michael Tenzer y Gerhard Kubik
en los que la combinación de contexto y música se ha articulado con maestría, arrojando
luz sobre problemas de alcance tanto local como universal que no hubieran podido esclarecerse de otra manera. También es el análisis la fuerza operativa que, rompiendo con un
eurocentrismo ancestral, ha sido capaz de revelar los patrones de la música viva y de sacar a la luz una historia reprimida por siglos (Pérez Fernández 1990; Kubik 1999).
El análisis, más que la indagación contextual, posibilitó asomarse a la riqueza de ciertas
músicas particularmente complejas, no por casualidad africanas o indonesias. También es
en África e Indonesia donde ha surgido una nueva generación de analistas de primera
línea, a menudo intérpretes y compositores de algunas de las músicas más complicadas
que se conocen: Ademola Adegbite, Kofi Agawu, Samuel Akpabot, Afolabi Alaja-Browne, Ben Aning, Israel Anyahuru, Maurice Djenda, Lazarus Ekwueme, Akin Euba, Ketut
Gdé Asnawa, Kishilo w’Itunga, Atta Annan Mensah, Kazadi wa Mukuna, Pie-Claude
Ngumu, Meki Nzewi, Tom Ohiaraumunna, Bode Omojola, Wayan Rai, Sumarsam. En el
diálogo que ellos sostienen ahora con Occidente es de música de lo que se habla; en lo
que atañe a ciertos repertorios cuya apreciación exige algo más que unos pocos meses de
estadía en el terreno ellos llevan también, literalmente, la voz cantante. En un momento
13
La distinción entre sujeto y objeto no se origina en el positivismo, como muchos creen, sino que
se define como tópico central de discusión en la filosofía poskantiana y en las corrientes fenomenológicas, en particular en Brentano y Husserl. Más todavía, el programa de este último era, al
menos al principio, “ir hacia las cosas mismas”. El equívoco, creo yo, se origina (a) en la presunción de que el análisis establece un objeto mucho más fuertemente de lo que (por ejemplo) lo hacen la hermenéutica o el posmodernismo, o (b) en que nadie ha asimilado en realidad la literatura
filosófica que debería haber leído antes de ponerse a discutir estos tópicos.
190
en que la globalización se profundiza y los géneros se fusionan y desaparecen, el análisis
multisituado, desde la práctica y en tiempo real de los estilos es una herramienta de comprensión con pleno derecho a compartir con las otras un lugar bajo el sol.
En los momentos de aflicción siempre conviene tener en mente este razonamiento de
Jean-Jacques Nattiez:
El culturalismo actualmente dominante nos hace olvidar que la música genera la música.
Antes de ser el producto de una cultura (¿de qué manera?), un género musical es el resultado de una historia de las formas. … Existe una continuidad de la música a través de la
evolución y la transformación de las formas que constituye una propiedad semiológica esencial de las formas simbólicas. … El objetivo de la semiología musical no consiste en
reducir los fenómenos estudiados a explicaciones globales y unívocas, sino en describir la
especificidad de las formas presentes en una cultura y en determinar la naturaleza exacta
de sus relaciones con ésta (Nattiez 1987: 184-185).
La variedad, la riqueza y los logros del análisis etnomusicológico son ya respetables y exigen que se los considere con ecuanimidad. Pero aunque uno pueda simpatizar con Nattiez cuando afirma que después de la explosión de creatividad analítica de Simha Arom
son los enemigos del análisis los que deben poner las barbas en remojo, es dudoso que la
facción analítica logre imponerse en la coyuntura actual de las disciplinas. Además de
imaginación, la postura analítica requiere además capacidades técnicas que no todo el
mundo está dispuesto a desarrollar en igual medida. Las facciones contrarias al análisis
tienen en su favor el hecho de que casi cualquier operación conceptual que promuevan en
su lugar se resuelve mucho más fácilmente. Un analista gris se pone de manifiesto en seguida; un hermeneuta irresponsable es más difícil de identificar. No quisiera insinuar que
la falta de ejercicio ha sido el factor desencadenante de la actitud anti-analítica, pero en
tanto los anti-analistas no proporcionen una prueba no paródica de que dominan las técnicas requeridas, esa es una inquietante posibilidad.
Del futuro del análisis cabe decir lo mismo que del porvenir de la comparación o de los
métodos inspirados en la lingüística: no es éste un momento en el cual se pueda esperar
que se imponga una estrategia de esta naturaleza, por más que el análisis se automatice en
el mediano plazo, y por más valores de verdad que estén de su lado.
191
6. Posmodernismo y Estudios Culturales
Después de haber dado a la prensa sendos libros sobre ambas corrientes (Reynoso 1991a;
2000), llevar adelante este capítulo se presenta como un ejercicio de redundancia: los
mismos argumentos, repetidos una y otra vez, se diseminan desde la década de 1980 en la
antropología a secas y diez años más tarde en la antropología de la música, ilustrando lo
que Simha Arom (1999) percibiera como una moda de la que participa toda una generación. Lejos de haberse apagado esa moda persiste. Sin embargo, se ha tornado habitual
escribir libros y artículos titulados “¿Qué fue el posmodernismo?” como si después de su
agotamiento otra perspectiva más fresca y distinta hubiera tomado su lugar (Olsen 1988;
Spanos 1990; Frow 1991; Rosenthal 1993; Hassan 2000; McHale 2004).
Pero quienes formulan esa pregunta siguen aprisionados en los mismos supuestos, pues
cuando se dan por sentadas y por vigentes las premisas del posmodernismo, resulta difícil
levantar vuelo en otra dirección que no sea la de los experimentos con la textualización y
las elucubraciones en torno de la autoría. Por eso no se encuentra en las respuestas a esa
pregunta tópica más que espuma, gestos para presumir que se está al día, retóricas para
insinuar que se ha ganado una discusión que nunca tuvo lugar. Lo concreto es que el posmodernismo llegó para quedarse al menos unos decenios más, contando desde ahora. En
antropología, los dos únicos rastros de elaboración teórica posteriores al posmodernismo
propiamente dicho han sido la etnografía multi-situada de George Marcus (2002) y el
neo-boasianismo de Ira Bashkow, Matti Bunzl, Richard Handler, Andrew Orta y Daniel
Rosenblatt (2004), inspirados en la recreación histórica de Franz Boas alentada por George Stocking. Esta última teoría apuesta a un retorno a los buenos viejos tiempos con un
toque de epistémica foucaultiana; la otra es posmodernismo estándar. El fundamentalismo se ha atenuado un poco, pero ambas son más de lo mismo.
Dejando al margen algunas prefiguraciones aisladas, el posmodernismo se inicia en antropología con el congreso de Santa Fe de 1984, cuyas ponencias se transformarían luego
en los ensayos de Writing Culture (Marcus y Clifford 1986). Los promotores de la asonada fueron George Marcus, James Clifford, Stephen Tyler, Renato Rosaldo, Vincent Crapanzano, Kevin Dwyer, Paul Rabinow, Dennis Tedlock y Michael Taussig, entre otros.
El impacto del movimiento fue instantáneo y tremendo, un golpe de gracia en el corazón
de la disciplina apenas once años después del giro interpretativo, el cual en comparación
luce relativamente conservador y hasta cientificista, no obstante haber preparado el terreno quebrando la disciplina en dos.
Hubiera sido interesante que las estrategias posmodernas, con su capacidad de orientar
deconstrucciones de las estrategias narrativas y su alardeada creatividad para imaginar
fórmulas experimentales de representación, se situaran al lado de las metodologías usuales como complemento estratégico o configurando un campo por derecho propio; pero el
posmodernismo, aliado a los estudios culturales desde la conferencia de Urbana-Illinois
de 1992, niega validez a cualquier visión distinta de la suya y concentra en esa negación
gran parte de lo que tiene para ofrecer. A medida que se llevó adelante el programa posmoderno fue cayendo en descrédito el proyecto de constituir una antropología científica y
se puso bajo sospecha el mismo concepto de cultura; se desalentó el desarrollo de cualquier clase de técnica y se fueron abandonando las prácticas usuales más representativas
de la disciplina, la etnografía en locaciones exóticas primero que nada.
192
Cuando los estudios culturales se suman al proyecto las cosas no cambian sustancialmente. En ellos no hay siquiera marco teórico, ni falta que hace; alcanza con elegir temas glamorosos y emplear fórmulas canónicas bien probadas: invocar a los padres fundadores
del movimiento, ensalzar los sujetos o las audiencias activas, reemplazar las categorías
relacionales clásicas por “articulaciones”, utilizar algún concepto posestructuralista tanto
mejor cuanto más oscuro, negar que el objeto de estudio es un objeto y asegurar que se
está tratando el asunto como si fuera un texto aunque sea evidente que no es así. En los
estudios culturales, muchos autores, quizá demasiados (Ang, Benghazi, Brantlinger, Davies, Giroux, Grossberg, Nelson, Piccone, Rooney, Shumway, Smith, Sosnosky, Stratton,
Willis), reclaman el desmantelamiento de todas las disciplinas sin más y de la antropología en particular.
Ningún miembro del club afirma, a todo esto, que su corriente califique como ciencia; en
la medida de lo posible se procura no discutir mucho esa cuestión. En medio siglo, la
contribución teórica y metodológica de los estudios culturales (ni siquiera ellos lo negarían) ha sido exactamente cero. Todas sus técnicas proceden de otras disciplinas; hasta
Pelinski (2000: 23) tiene que admitirlo, pero ¿a quién le importa? Si bien la institución de
cabecera sigue siendo el CCCS de Birmingham y la segunda “C” denota “comparativos”,
no se conoce un solo estudio cultural de buena factura en el que se haya efectuado una
comparación.
Lo que tenían para decir ya estaba explícito en Reinventing Anthropology (Hymes 1974
[1969]), en la escuela sociológica de Chicago, en la antropología crítica de Stanley Diamond, en la antropología de las sociedades complejas y hasta en las indagaciones heterodoxas de James Clifford o Michael Taussig, para no hablar de la semiología de los años
60 o de los ensayos saturados de doxa escritos por los intelectuales para los diarios del
domingo. Dos de los antropólogos que luego se declararon más afines a los estudios culturales, George Marcus y Michael Fischer, habían formulado independientemente un programa similar (portentosos errores inclusive) en Anthropology as cultural critique (1986),
un libro que pese a lo que después se dijo se escribió ignorando que ese movimiento
existía.
En la década de 1990, el posmodernismo (con o sin su elaboración antropológica), los estudios culturales y los estudios de áreas (en especial el poscolonialismo) pegaron fuerte
en la etnomusicología, así como en los estudios de la música popular y la world music,
que nunca habían estado por completo integrados a aquélla. Como siempre sucede en esta
clase de encuentros, el impacto se tradujo en un cambio radical de las premisas del campo
y sobre todo en la refiguración concomitante de sus géneros de escritura. Ramón Pelinski
(2000), él mismo en simpatía incondicional frente a esta vertiente, ha definido algunos de
los modos posmodernos de etnomusicología que parafraseo agregando unos pocos comentarios de posicionamiento. Obsérvese que todos y cada uno de esos modos se realizan
no como estrategias de investigación, sino como estilos literarios:

Diálogo: Este es un modo que se despliega, por ejemplo, en el primer texto de Music
Grooves de Charles Keil y Steven Feld (1994). Con un lejano precedente en los “metálogos” de Gregory Bateson, la fuente de inspiración antropológica de esta variedad
es la dialógica de Dennis Tedlock (cf. Reynoso 1991a: 275-288), a su vez basada en
el concepto del mismo nombre de Mijail Bajtin.
193

Narrativa: Una forma de representación que proporciona insight sobre musicking sin
hacer caso de las categorías analíticas tradicionales de Occidente, como en las Crónicas de Cerdeña de Bernard Lortat-Jacob (1990).

Ficción: Un modo en el que se procura comprensión a partir de una cultura representativa pero ficticia, como en Les Indiens Chanteurs de la Sierra Madre. L'oreille de
l'ethnologue de Bernard Lortat-Jacob (1994).

Textos colaborativos: Dado que el conocimiento de la realidad depende de la perspectiva, la autoridad del etnógrafo de descentra y se distribuye entre diversos autores,
dando también protagonismo a la voz del nativo. Una buena escenificación de estos
procedimientos se encuentra en Zouk de Jocelyn Guilbault (1993) o en Presencia del
pasado en un cancionero Castellonense de Ramón Pelinski (1997a).

Modos difusos de representación: Un autor puede utilizar diferentes modos de representación en un mismo texto, como en los pastiches estilísticos de los antropólogos
posmodernos Stephen Tyler o Michael Taussig. Es común que se combine descripción etnográfica clásica con ficción, poesía o diálogo, transgrediendo las formas académicas convencionales. Un ejemplo de este trabajo sería Tango and the Political Economy of Passion de Marta Savigliano (1995).
He eliminado el modo que Pelinski llama “etnotexto”, así como la etnomusicología de
género, porque ni el análisis componencial ni el movimiento feminista han sido tributarios del posmodernismo, al cual preceden por décadas14; también omití su categoría de
“representaciones globales de la música”, pues el estudio de la world music no es específicamente posmo y no se inscribe tampoco en la antropología. A la lista que he dejado
subsistir, ella misma un poco vaga y redundante cuando separa los textos colaborativos
de los dialógicos, (o la narrativa de la ficción) yo agregaría cuatro momentos o corrientes
aún más representativos:

Literatura confesional: Reproduciendo el planteo reflexivo y la autoría emocionalmente involucrada que se han promovido en la etnografía de Jean-Paul Dumont, Renato Rosaldo o Marjorie Shostak, este género se plasma en las reseñas de Michele
Kisliuk sobre la danza pigmea y en la colección Experiencing music, constituida en
torno a la escuela de la Universidad de Brown. Autores típicos del estilo son Gregory
Barz, Patricia Campbell, Timothy Cooley, Shannon Dudley, Dorothea Hast, Kay
Kaufman Shelemay, Axel Klein, John Murphy, Ruth Stone, Jeff Todd Titon y Bonnie
Wade. La narrativa confesional se centra mucho más en las impresiones subjetivas y
en la experiencia del investigador que en lo que en tiempos del realismo etnográfico
se hubiera llamado el objeto de estudio, cualquiera sea. Una variante del género es la
obra de Timothy Rice (1994), testimonio de sus experiencias en Bulgaria, que procla-
14
Simplificando un poco, podríamos decir que los estudios de género posmodernos son los que
más acentúan el esencialismo. En musicología el ejemplar culminante de esta tendencia es Susan
McClary (1991), quien sostiene por ejemplo que habría una carga sexista en las cadencias “masculinas” y “femeninas”; más allá de la música, en la musicología canónica el Otro siempre es interpretado como femenino, dice ella, y la lógica de la tonalidad refleja la hegemonía patriarcal de la
cultura occidental (p. 12). Habiendo cuestiones teóricas más apremiantes, me disculpo por no discutir aquí semejante hermenéutica.
194
ma un retorno a las formas fuertes del individualismo metodológico y al ethos político de la guerra fría. Lejos de poner los propios supuestos en tela de juicio, en estas
crónicas personales el investigador se autorretrata bajo una luz que siempre resulta ser
favorable; el bueno de Tim, por ejemplo, alguna vez presidente de la SEM, afirma
haber superado la dialéctica emic-etic en la que todas las ciencias se estancan el día
que aprendió a tocar el kaval.

Estudios culturales de la música: El discurso sobre las prácticas musicales se emancipa tanto de la etnomusicología como de la antropología. Ambas disciplinas devienen irrelevantes, casi tanto como el análisis musical. El foco de estos estudios se sitúa
claramente en torno de los géneros de la música occidental de consumo y particularmente del pop, con incursiones ocasionales en el rock o el rap. Ejemplos de esta manifestación son los estudios de Paul Willis, Shepherd & Wicke, Simon Frith y Philip
Tagg, este último con un fuerte aparato semiológico. Los autores de esta corriente son
legión.

Crítica poscolonial: El exponente más riguroso de esta visión es Representing African
music: Postcolonial notes, queries, positions de Kofi Agawu (2003b). Es el primer
texto etnomusicológico en el que la palabra “poscolonial” aparece en el mero título,
aunque no es el primero en su clase. Su autor es también descollante en semiología de
la música y en análisis al modo schenkeriano, al igual que Lazarus Ekwueme. Agawu
no es partidario ni de la literatura experiencial ni de la exageración de la diferencia.
Otros autores encuadrados en este movimiento son Samuel Akpabot (1980) Meke
Nzewi (2001) y Tobias Robert Klein (2004). Klein objeta a los fundadores del poscolonialismo (Homi Bhabha, Gayatri Chakravorty y Edward Said) no haber prestado atención a la música, y a los etnomusicólogos haber descubierto el género cuando la
teorización poscolonial se había pasado de moda en otras disciplinas. El problema
cardinal del poscolonialismo es que su crítica política se encuentra minada por la falta
explícita de fundamentos firmes en su postura epistemológica; es por ello que, junto
con los estudios culturales, con los que se ha fusionado hasta la indistinción, el campo
se ha deslizado desde el estudio de la acción social al estudio de textos, practicando
una forma de escritura rarificada e iniciática que imita la jerga de Homi Bhabha.

New Age: El representante más puro, aunque no el único, sería Steven Feld, ganado
para una causa decididamente yuppie; el autor pone ahora en primer plano expresiones de autoconciencia desbordante que ya se anunciaban en sus textos anteriores y
que tiene su expresión inicial en un apéndice (“Dialogic editing”) agregado a la segunda edición de Sound and sentiment (1990). A partir de allí, la música pierde entidad y se disuelve en la sonoridad ambiental. Seducido por la idea de Schafer de que
los pueblos “hacían resonar los soundscapes en el lenguaje y la música”, y persuadido
de que los ambientes de selva lluviosa podrían haber sido los lugares en los que los
humanos desarrollaron agudos niveles de adaptación acústica, Feld abandonó antropología y etnomusicología, acuñando experiencias tales como la muse-ecology, la acoustemology, una etnografía del sonido como sistema de símbolos y otras categorías
semejantes. Ello le permitió llegar a conclusiones tales como “el lenguaje y la música
de la naturaleza están íntimamente conectados con la naturaleza del lenguaje y la música”, “el cuerpo está siempre presente en el flujo de la voz”, o “el agua es a la tierra
195
lo que la voz al cuerpo”. Dado que estas expresiones son evocativas y originales pero
no se discierne en ellas una teoría, la ecología sonora no será tratada en este libro.
Si se contrasta el index de estilos reputados aceptables en la antropología general posmoderna con las listas de la antropología de la música, se comprobará que los textos canónicos de aquella disciplina anteceden a los de ésta por un lapso que oscila entre los diez y
los treinta años (Marcus y Cushman 1991; Clifford 1991; Reynoso 1991a: 37-38). A
excepción de la propuesta new age de Feld, ni uno solo de los géneros etnomusicológicos
es nativo de la disciplina; todas las consignas y los estilos de escritura provienen de la antropología; todas las innovaciones expresivas (y no las hay de otro carácter) son respuestas estilísticas a las tribulaciones de una conciencia colonial culpable. A los etnomusicólogos el espíritu lúdico de este experimentalismo podrá parecerles novedoso y revelador,
pero en antropología el juego ya se ha prolongado un tercio de siglo y sospecho que no da
para tanto; desde que se dieran a imprenta las listas maestras de Marcus-Clifford-Cushman no se han producido ejemplares que ellos mismos estimaran dignos de ser agregados
al panteón. Si la etnomusicología decide además hacerse posmoderna conforme al molde
antropológico, tendrá que homologar una forma americanizada de posmodernismo, ceñida a una estilística “experimental”: una noción que no tendría cabida en el posmodernismo originario por sus connotaciones modernas de progreso y vanguardia.
Entre las disciplinas han habido también ominosas diferencias horarias; apenas la etnomusicología comienza a explorar enfoques contextuales y particularistas fuertemente hermenéuticos, a la antropología institucional se le ocurre virar hacia el posmodernismo. Los
posmodernos se hacen con el poder en la Asociación Americana de Antropología, le ponen portadas de un rojo chillón a American Anthropologist y hasta publican en él poemas
no precisamente antológicos. Ni siquiera las formas blandas de etnografía son ya toleradas. ¿Conocimiento local? No hay más localidades –se arguye– y hasta el conocimiento
es ahora disputable; el mundo ha cambiado, todo fluye, toda certidumbre deviene ilusoria, todo lo sólido se disuelve en el aire. Pocos han descripto la situación en antropología
con tanta elocuencia como Bruce Knauft:
La afirmación objetivista de que cada cultura debe considerarse en sus propios términos
fue reemplazada por la duda de que tales cosas como “culturas” se pueda decir que existen. Esto no ha sido sólo relativismo cultural, sino relativismo de nuestros conceptos básicos, de nuestra percepción y motivación y de nuestra posición cultural, de clase, racial y
de género como etnógrafos y escritores. Esto ha sido relativismo elevado a una alta potencia, relativismo reflexivo, hiper relativismo. En el proceso, las perspectivas que resistieron o eligieron no poner en primer plano una aproximación experimental a la representación fueron devaluadas o consideradas passé (Knauft 1996: 18).
Recién en la última década la antropología ha resuelto reaccionar con cierto rigor conceptual contra las destemplanzas e ingenuidades de los posmodernos (cf. Lewis 1998; Kuznar 1997; Harris 1999; Salzman 2002; Bashkow y otros 2004). La antropología de la música, por ahora, parece no haber llegado al punto de saturación; hasta donde sé hay un solo libro discretamente crítico, escrito –casi no se puede creer– desde una posición posestructuralista (Nercessian 2002). Habrá que esperar, calculo, unos diez años más para que
gane masa consensual lo que hoy es apenas un germen de respuesta (cf. Foxon 2005).
Mientras tanto, a falta de teorías genuinas y a despecho de la masividad y obediencia con
que la disciplina ha adoptado un paradigma que aún se dice nuevo (aunque tiene más
196
años que quienes hoy lo aprenden), describiré sólo unas pocas instancias en las que aparece algún rudimento de teoría.
Etnomusicología posmoderna y poscolonialismo – Ramón Pelinski
En su crispada revisión de Etnomusicología de Enrique Cámara de Landa (2003), Ramón
Pelinski (2004), de la Universidad de Montreal, le objeta no haber desarrollado temas tales como música y género, la interacción entre oralidad y escritura (“una oposición cuyo
poder heurístico ha sido particularmente fecundo en la década de los ochenta”), la relación entre música, política y poder o el problema de las identidades musicales. Más grave
aún le resulta que no haya tratado “perspectivas teóricas tan importantes para la etnomusicología” como las teorías poscoloniales, y el impacto de las teorías posestructuralistas,
críticas y constructivistas que se proyectan sobre el “giro lingüístico” de los nuevos discursos musicales [?]. Amén de confundir contextos situacionales, actitudes ideológicas y
temas de investigación con marcos teóricos, Pelinski piensa sin duda que estamos gozando, posmodernismo mediante, una época de excepcional variedad y riqueza en materia de
teoría15.
Como la idea de asomarme a este festejo es demasiado tentadora, aprovecharé para trazar
algunas conclusiones sobre estas corrientes girando en torno a un par de artículos metateóricos de su autoría. Lo que emprendo ahora es una crítica estrictamente interna, tomando como objeto lo que Pelinski dice del movimiento y las posturas de otros posmodernos que ese autor hace suyas. Invito a leer mi crítica como un examen de los tópicos,
estereotipos y estándares de calidad propios de las tácticas discursivas posmodernas en
esta disciplina, antes que como un documento sobre los errores circunstanciales de un autor en particular. He encontrado que las razones de este escritor emblemático, cien por
ciento entregado a la doctrina, son de consistencia tan endeble que no es necesario siquiera examinar los valores de verdad del posmodernismo en general, a los gustosamente dejaré de lado. Vayamos entonces a esa demostración.
***
La entusiasta presentación de la etnomusicología posmoderna realizada por Pelinski
(2000), que tomaré como caso testigo por su visión de conjunto y su enunciación característica, pregona las virtudes de su propio movimiento suspendiendo la reflexividad que
debiera regirla. Lo primero que llama la atención en ella son algunas inexactitudes, pocas
pero significativas: Pelinski asevera que la Escuela de Frankfurt (Adorno en particular),
Gramsci y los estructuralismos de Jakobson y Lévi-Strauss tienen en común haber desafiado a los grandes relatos totalizantes, tales como la Ilustración, el hegelianismo y el
marxismo, los cuales “implican una visión eurocéntrica del mundo” y “un canon artístico
y académico unidimensional” (p. 283). Esta breve frase encierra una cantidad asombrosa
15
Es manifiesto que el posmodernismo es un conjunto envolvente de supuestos y posiciones metateóricas, algo así como una episteme, y no una teoría, estrategia o programa de investigación análogo al materialismo cultural, al estructuralismo lévistraussiano o al interpretativismo. Pensar en
que los supuestos posmodernos constituyen por sí mismos un marco teórico equivale a esperar que
exista una teoría moderna a secas, sin otra cualificación, lista para aplicar en una investigación
empírica.
197
de errores de hecho, como si faltara un toque de familiaridad con las narrativas, escuelas
y autores a los que alude. En rigor, la teoría crítica de Frankfurt no desafió al marxismo
sino que fue intensamente marxista, lo mismo que Gramsci; ambos fueron también eurocéntricos, como toda la intelectualidad europea acostumbraba serlo en aquellos tiempos;
lejos de disputar los cánones, la estética de Theodor Adorno, apóstol de la Alta Cultura,
es acaso el espécimen culminante de una visión canónica y elitista; en toda la obra de
Jakobson no se dice una sola palabra sobre la Ilustración, Hegel o Marx, ni a favor ni en
contra; el estructuralismo nunca ha desafiado a los relatos totalizadores porque él mismo
es uno de los más puros en el género: en manos de Derrida, ha sido el primero que el
posestructuralismo puso en cuestión.
También es equivocado afirmar, como lo hace Pelinski, que para el posmodernismo la
lengua “no es una objetivación individual sino colectiva, que existe independientemente
del sujeto significante” (p. 284). Lo que es contestable no es el predicado sino la atribución, pues no hay nada de remotamente posmoderno en esa idea: el carácter social y no
individual de la lengua se viene sosteniendo desde la década de 1900 con Ferdinand de
Saussure, precursor del estructuralismo moderno. Rabiosamente individualista malgrado
sus declaraciones en contrario, el posmodernismo trató más bien de restablecer el sujeto y
la agencia individual a como diera lugar, desinteresándose por el sistema de la lengua y
exaltando la contingencia situacional del lenguaje.
Una tercera inexactitud se presenta cuando Pelinski subraya la afinidad del posmodernismo con la hermenéutica (p. 292). Aunque éste es un error muy común, lo cierto es que
a menos que se adopte una escala de muy baja resolución ambos movimientos no son afines en absoluto. De hecho, el posmodernismo ha proclamado la crisis de la representación y la disolución de la autoridad, sean ambas cientificistas o interpretativas. En antropología, la hermenéutica disfrutó su momento de gloria un cuarto de siglo antes del artículo de Pelinski y decididamente nunca formó parte del paquete posmoderno. Dadas las
coordenadas temporales del artículo, ni Gadamer, ni Ricoeur, ni Geertz encarnan una
“hermenéutica reciente”: sus textos primordiales tenían entonces 38, 27 y 24 años, en ese
orden. Verdad y Método, el primero, es anterior a (digamos) la cantométrica de Lomax o
a los libros de Merriam y Blacking; La interpretación de las culturas, el más tardío, precede a los Fondements de Nattiez. La antropología simbólica e interpretativa, decía Roy
D’Andrade (1995: 249) tres años antes de Pelinski, “es hoy una agenda abandonada”.
En particular, la hermenéutica geertziana y la antropología posmoderna no sólo son distintas sino opuestas. El simposio de Santa Fe fue una rebelión explícita contra la interpretación monológica geertziana y contra otras formas asimétricas de entendimiento con la
alteridad, de inferencia oracular no negociada y de escritura realista y densamente representacional. El contraataque hermenéutico, plasmado en la ácida diatriba de Geertz contra
el posmodernismo, es también una pieza de estilo legendaria (Geertz 1989: 101-106). La
descripción densa geertziana todavía reclamaba ser científica, aunque fuera ella la que legitimó (conforme señalaran incluso posmodernos como Crapanzano y Rabinow) formas
de inferencia inciertas y no acompañadas de un procedimiento público de verificación.
Puede que posmodernismo y hermenéutica hayan llegado a la etnomusicología más o menos juntos y que antiguos hermeneutas se hayan tornado posmodernos cuando la moda
interpretativa decayó; pero ambos movimientos se inscriben en las epistemes de dos generaciones distintas de antropólogos y en dos momentos diferentes de la historia.
198
Al lado de esas inexactitudes proliferan no pocas incongruencias. Pelinski anuncia que la
etnomusicología está liberándose de sus vínculos “tal vez opresivos” con la antropología
y la musicología, entablando diálogo con otras disciplinas (p. 282). El hecho concreto, sin
embargo, es que los géneros posmodernos de la etnomusicología que él mismo propone
son una copia al carbón de los estilos antropológicos, modelos de conversación interdisciplinar incluidos. Pero no es eso lo que quiero subrayar: la contradicción se desencadena
cuando en otro artículo de la misma época Pelinski afirma que la etnomusicología está
siendo llevada por las condiciones sociales y culturales de nuestro tiempo hacia una convergencia con disciplinas afines, como el folklore, la musicología histórica, los estudios
culturales y la antropología (p. 18). En el primer ensayo el autor sostiene que la etnomusicología ha ido ganando en sofisticación teórica a medida que se fue emancipando (p.
282); en el segundo, alega que la convergencia de las disciplinas ha incrementado la calidad de la investigación (p. 18). Dejo que el lector resuelva la paradoja de una disciplina
que se integra a otras de las que quiere liberarse, y que se perfecciona sin que importe si
eso ocurre porque viene o debido a que se va.
Las incongruencias no acaban ahí. Pelinski alega que en el nuevo orden epistemológico
“las dicotomías de sujeto y objeto tienden a desaparecer” y que en la dialógica posmoderna la voz del otro no se reduce a “una simple condición de objeto” (p. 294); acto seguido,
habla de la complejidad del objeto de estudio de la etnomusicología posmoderna, de la
necesidad de repatriar el objeto de estudio, y de la conveniencia de tomar como objeto de
estudio las minorías étnicas en el contexto urbano (pp. 288, 290). Parecería entonces que
cuando el sujeto que indaga es un autor posmoderno, la distinción entre sujeto y objeto se
mantiene como en sus mejores días y la condición del objeto como tal deja de ser deshonrosa.
En otro ensayo Pelinski reproduce y refuerza la disyunción entre sujeto y objeto diciendo
que “la etnomusicología resulta ser, en última instancia, el reconocimiento de sí mismo a
través del conocimiento de la cultura musical del Otro” (p. 25). En esta imagen, a pesar
de su obsequiosa inicial en mayúscula, el Otro no sólo proporciona un objeto que el sujeto cognoscente atraviesa, sino que deviene una pieza circunstancial al servicio de la
búsqueda del saber que realmente importa, que en todo caso concierne a su cultura musical objetivada (o a la nuestra) antes que a él mismo.
Creo que el problema radica en que aún cuando Pelinski argumenta que el Otro (a veces
llamado autóctono) es una invención discursiva de los poderes coloniales (p. 284) o es en
gran parte fruto de nuestra construcción intelectual (p. 291), nada de eso tiene una consecuencia palpable. Él sigue tratando al Otro como una entidad sustantiva, incluyéndolo en
el discurso del etnomusicólogo (p. 292), introduciéndolo como un autóctono observado
(p. 294), entendiéndolo desde sus puntos de vista (p. 18), dialogando con sus prejuicios
culturales (p. 294) y concediendo lugar a su voz (p. 295). Como puede verse, percatarse
que el Otro es una construcción (que algunas veces se atribuye al discurso y otras al intelecto, a veces al poder colonial y otras a nosotros mismos) impone una peculiar rimbombancia en la sintaxis, enrarece la semántica y desmotiva las prácticas, pero mantiene inalterado su estatuto como objeto de estudio o (peor aún) su papel como actor que proporciona ese objeto, que como habrá de verse tampoco interesa demasiado.
De la misma manera, Pelinski testimonia primero la disolución de las culturas como entidades diferenciables y autocontenidas, sólo para exaltar después al posmodernismo por
199
avenirse a contemplar la visión de los miembros o detentores de las culturas estudiadas
(p. 289), las identidades culturales (p. 287) y los vínculos de reciprocidad entre culturas,
registrando además que hay gente que vive en medios culturales diferentes (p. 283). Otra
vez campea aquí el sinsentido: en la crónica de Pelinski las culturas se han desterritorializado, no tienen rasgos que las definan y se han vuelto indistinguibles, pero se las arreglan para tener integrantes, sustentar identidades, relacionarse con otras, constituir una
cosa que se detenta y proporcionar lugares donde vivir, según sea el libro que toque citar.
Cada cosa de la que se habla es una reificación, y cada propiedad que se le atribuye se
contradice con alguna otra.
Se podría intentar salvar el argumento diciendo que las culturas se relocalizaron, se volvieron polimorfas, se redujeron a identidades atomizadas o se hallan dispersas, pero lo
concreto es que Pelinski alterna imprecaciones contra el esencialismo con expresiones
imperdonablemente esencialistas, y sobre todo mezcla nociones del posmodernismo primitivo con ideas que surgieron después del estallido de la globalización y el poscolonialismo. En la primera perspectiva la cultura todavía determinaba la construcción de la realidad; en la segunda, ella misma es una construcción imaginaria en vías de ser deconstruida. Ambas concepciones sostienen agendas desiguales respecto de la diversidad, de las
estructuras identitarias, de las tácticas en el terreno, de la etnografía, del objeto y sitio de
estudio y, por supuesto, de la cultura. Pelinski podría pretextar que está haciendo un resumen imparcial de posiciones disímiles; pero con la cronología revuelta, el desarrollo argumentativo en modo telegráfico y las contradicciones libradas al viento, el lector queda
sin saber, en cuanto a la concepción posmoderna de la cultura, si se debe pensar una cosa
o la contraria.
La explicación de esta promiscuidad de sentidos contrapuestos es simple: el posmodernismo y el posestructuralismo llegan a la etnomusicología recién a comienzos de la década de 1990; con semejante retraso, es lógico que desde ese enclave todo su desarrollo
parezca sincrónico y que sus diferencias recíprocas se confundan. La propaganda de Pelinski, por añadidura, es casi póstuma. Cuando la nueva moda debutaba en la disciplina,
en otros lugares del campo intelectual se la daba por muerta a todos los fines prácticos; al
menos tres de los artículos-obituarios ritualmente titulados “¿Qué fue el posmodernismo?” ya habían sido escritos, igual que pronto lo sería el epitafio de Stuart Hall (“When
was the post-colonial”) para un poscolonialismo atrapado a poco de nacer en un vértigo
de autorrepetición (Olsen 1988; Spanos 1990; Frow 1991; Hall 1996). En la misma época
en que Pelinski entonaba loas al poscolonialismo, los manuales generales de la especialidad ya consideraban que existía
… una sospecha de que el “momento” poscolonial se ha ido, o que al menos el ímpetu de
otrora en los estudios poscoloniales se ha disipado. Tan tempranamente como en Orientalism [1978], Said había advertido que el análisis del discurso colonial corría el peligro de
caer en un sopor prematuro si no continuaba desarrollándose, En Colonial desire [1995]
… Robert Young sugiere que el peligro que había preanunciado Said ya se está materializando. Argumenta que “el análisis del discurso colonial como método y práctica general
ha alcanzado una etapa donde se encuentra en peligro de volverse tan malamente anquilosado y reificado como el discurso colonial que estudia” (Moore-Gilbert 1997: 185).
En suma, lo que Pelinski quiere hacer pasar por el último grito de la teoría es un conjunto
de formas discursivas cuya misma decadencia ya está comenzando a olvidarse. Tras cali-
200
ficar de “nueva” a su estrategia treinta veces en quince páginas, el autor escamotea, además, todo lo que pudiera resultar espinoso, difícil, controversial, como si el posmodernismo fuera un ámbito en el que no hay casi motivo de debate ni con el exterior ni de puertas adentro. Mientras le reprocha a Cámara de Landa no asumir una actitud crítica frente
a las teorías que trata, Pelinski resuelve el tratamiento de una posible crítica al modelo
más polémico de todos los tiempos escribiendo lacónicamente en una nota al pie: “Las
teorías posmodernas tienen, desde luego, sus críticos” (Pelinski 2000: 282). Punto y
aparte: nada más podrá arrancarle el lector a este respecto.
Pelinski afirma también que en algunas regiones del globo ciertos grupos étnicos desean
mantener sus fronteras debido a su “atavismo irracional” (2000: 14). La terminología no
sólo es objetivista, sino disonante con los modales antropológicos y con el respeto que él
mismo reclama hacia la cosmovisión del Otro. Palabras semejantes habrían sido inaceptables aún en la antropología colonial de Evans-Pritchard. Afirmar que el estudio del Otro
tiene por objetivo último el autoconocimiento (implicando además que esto lleva a que
conozcamos mejor lo humano en general) es hoy en día una expresión común en la disciplina (p. 25); a mi juicio, empero, la idea no es más que una insidiosa expresión de etnocentrismo, pues involucra que somos nosotros la piedra de toque que certifica la humanidad de la empresa. A partir de estos elementos de juicio, hago públicas mis dudas sobre
la familiaridad de Pelinski con el espíritu y la literatura antropológica de la segunda mitad
del siglo XX; lo único que presumo leído es lo que invariablemente leen los no-antropólogos: un poco de Geertz, Clifford, Marcus & Fischer y Writing Culture.
En otro momento de su elaboración Pelinski celebra la transgresión de las fronteras disciplinarias, señala el carácter interdisciplinario de la etnomusicología posmoderna y homologa formas retóricas aptas para “una disciplina que opera a nivel global” (pp. 292, 296),
sin reparar en que los pioneros del posmodernismo cuestionan la legitimidad de las disciplinas académicas, las formas del saber que éstas involucran, las burocracias y los códigos institucionales que rigen sus prácticas. Traer a cuento “disciplinas” en este contexto,
a menos que sea para impugnarlas, domestica el espíritu anarquista y la radicalidad del
posmodernismo; convierte a éste en una moda más, disponible junto a otras alternativas
para que las disciplinas se la fagociten o el plantel docente la proponga como pregunta de
examen. Si hay algo que el posmodernismo y el posestructuralismo originarios no son,
ello es un marco teórico concebido para aplicarse tal cual viene en una investigación encuadrada en una disciplina.
Disciplinas. No es necesario ser Foucault para captar las connotaciones que palpitan en la
etimología del nombre de la cosa: control panóptico, método, régimen, normativa, severidad, vigilancia, castigo. Al hablar de una disciplina o una interdisciplinariedad posmoderna, como Pelinski lo hace, no sólo se incurre en un oxímoron, sino que se reintroducen
las políticas modernas del saber por la puerta trasera. Cabe imaginar que esto sucede
porque en un campo de pensamiento débil que ha hecho de la paradoja un sacramento no
es requerido comprometerse con las consecuencias de lo que se dice; por eso es posible
(parafraseando los términos de una famosa expresión estructuralista) abogar por un posmodernismo o un poscolonialismo subversivos que resultan “buenos para pensar” y dejar
intactas las instituciones en las que los valores modernos se reproducen, pues ellas siguen
siendo “buenas para comer”.
201
Incidentalmente, al examinar las disciplinas por las que el posmodernismo incursiona,
Pelinski no incluye ninguna de las ciencias que François Lyotard o Félix Guattari promulgaran como las únicas aceptables. Infiero por eso (y por otros indicios a tratar luego)
que sus referencias a posmodernos y posestructuralistas no trasuntan una lectura intensa
de los trabajos de sus figuras fundadoras, ni la lectura de segundo orden que de ellos hicieran los antropólogos, sino la lectura de tercer orden de esta última por parte de los etnomusicólogos posmodernos a través de cuyas obras Pelinski navega para su semblanza:
Babiracki, Barz, Canzio, Cooley, Guilbault, Koskoff, Lortat-Jacob, McClary, Savigliano,
Stokes, Taylor, Titon, Turino y él mismo. En ningún caso (seriamente lo digo) el autor
ofrece prueba sustancial de haber integrado a la discusión el texto que se encuentra más
allá de las solapas o de las páginas con numeración romana en las que se inscriben los
prólogos. Lo más grave, empero, es la degradación entrópica que experimentan las ideas
cuando pasan por tantas manos, fenómeno del cual ya presenté más que un poco de evidencia.
Que no se haya seguido la cadena que lleva hasta algunos fundadores esenciales (Lyotard, Deleuze, Guattari, Touraine) y que no se examine, por ejemplo, la peculiar interpretación doctrinaria y el recorte caprichoso que el posmodernismo antropológico hizo de su
matriz filosófica, son para mí indicadores de que la reflexión pedagógica de Pelinski sobre esa epistemología no ha sido elaborada mediante un acceso exhaustivo a las fuentes o
con suficiente tiempo de maduración. Tengamos en cuenta que sólo dos años antes del artículo original, en un ensayo en el que no se encuentra la menor señal de familiaridad con
el posmodernismo (Pelinski 1995), nuestro autor identificaba todavía el estado de arte en
materia teórica con las visiones contrapuestas de Arom y Blacking.
Pero en 1997 Pelinski habla de un nuevo paradigma, otra palabra fuerte. Ahora bien, estas criaturas epistemológicas entrañan especificaciones que aquí están faltando. Una vez
que se ha despejado el campo, se han expuesto las premisas ideológicas y se ha definido
un objetivo ¿cómo saber, por ejemplo, si en el nuevo orden posmoderno un problema es
tratable? Y si es posible saberlo ¿de qué manera y con el auxilio de qué recursos se lo debe tratar? Aparte de una crítica que hace veinte años pudo parecer refrescante y aguda;
fuera de las recetas de rapport para la campaña, de las prédicas morales, de las vías heterodoxas de escritura, de ilustrar lo corteses que son los posmodernos con los autóctonos y
de constatar lo cambiado que está el mundo; más allá de la definición de nuevos temas,
sitios, protagonistas, valores, perspectivas e intenciones que no sólo los posmodernos
encarnan y alientan, no hay en todo lo que Pelinski reseña ningún método de gestión positiva del que se pueda hablar en serio y cuya calidad de prestación sea intersubjetivamente verificable. Se sigue sin saber cuál es la nueva teoría y cómo trabaja.
Sin ánimo de epistemologizar, creo que puede llegarse a un acuerdo respecto de que una
teoría es algo que se usa para resolver un problema, probar una conjetura, ampliar el horizonte, comprender, explicar, ordenar, determinar si una expresión pertenece a un lenguaje o como se lo quiera expresar. A la luz de este concepto, puede decirse que toda teoría se teje en torno a verbos, procesos, algoritmos, protocolos u operadores que son constitutivos de sus métodos característicos y que dan cuenta de las realidades o virtualidades
que ellas definen. No digo que en alguna formulación posmoderna no los haya, pero
202
¿cuáles son?16. Ante el autobombo de la novedad paradigmática que el posmodernismo
nos estaría regalando, la pregunta es pertinente, ya que un giro así no ocurre todos los
días. El lector espera que se indique si hay algún fundamento innovador, algún objetivo
antes inviable y algún instrumento entre ambos que sea consonante con el nuevo escenario y que justifique tirar toda la ciencia conocida a la basura y tratar a todos los cientificos
como imbéciles. Aunque Pelinski siente que escribiendo “ciencia” entre comillas se libera de estas coacciones (pp. 291, 292), el profesional al que no persuada ese sarcasmo adolescente podría preguntar por aquello, con derecho a exigir que se le responda con el rigor
que cuadra a semejante pretensión.
El reclamo por esclarecer la naturaleza teórica de la etnomusicología posmoderna no se
satisface tampoco con el aluvión de elogios con que Pelinski saluda los textos de sus allegados: “invención narrativa”, “un estilo literario cultivado cuya lectura seduce”, un “brillante estudio”, “una mezcla novedosa de ficción, poesía … y finura reflexiva”. … En antropología y en sus inmediaciones teníamos ya sobrado placer estético en la escritura de
Malinowski, Geertz o Lévi-Strauss; también poseíamos géneros similares a los que Pelinski cree recién inventados: los textos en lenguaje llano o las etnografías dialogadas vienen desde Griaule, Frobenius y Turnbull, las voces nativas desde Boas y Hornbostel, los
diarios de campo desde Margaret Mead y Alan Merriam, las ficciones etnográficas desde
Psalmanazar, Arguedas, Castaneda y Bohannan, la narrativa desde Mantle Hood, la crítica colonial desde Hastings Kamuzu Banda, Michel Leiris y Talal Asad, la polifonía desde
James Walker, los textos colaborativos desde Boas & Hunt o Fletcher & La Flesche. Tendría que haber mucha más sustancia en el nuevo programa para que se pueda hablar de
revolución paradigmática. Si alguien piensa que la deconstrucción es la respuesta, como
Pelinski lo hizo, le diré que tampoco es tan fácil echar mano de ella. Veamos por qué.
Pelinski afirma que “la construcción de la verdad está asociada con sistemas de poder cuyas operaciones y contradicciones dialécticas pueden ser descubiertas por el método de la
deconstrucción. … Una de las tareas de la deconstrucción es … contrarrestar los efectos
de la topicalidad que amenazan naturalizar las estructuras ideológicas” (2000: 284). Por
otro lado, “los discursos poscoloniales deconstruyen las implicaciones político-conceptuales de las dicotomías que las potencias occidentales han producido, a fin de ejercer hegemonía sobre un Otro supuestamente inferior, exótico, irracional, marginal” (loc. cit.).
El problema con esta interpretación es que, como se ha cansado de proclamarlo Derrida,
16
No me refiero a conceptos sustantivos o a nombres para cualidades, que de esos hay a montones, sino a operadores dinámicos como la selección y el cross-over en el evolucionismo, la replicación en la memética, la difusión en la escuela histórico-cultural, los modelos de auto-organización y emergencia en las teorías de sistemas, las oposiciones binarias y el método conmutativo en
la fonología estructuralista, el Variationstrieb en Brăiloiu, las pulsiones y complejos en el psicoanálisis, las gramáticas culturales en el simbolismo de Colby, la dinámica de las necesidades en el
funcionalismo, la correlación en la antropología transcultural, el feedback en la cibernética, la
dialéctica en el pensamiento marxiano, las funciones recursivas en diversas ciencias, la descripción densa y la inferencia clínica en el interpretativismo. Todas las teorías bien formadas los tienen, incluso en las más blandas y cualitativas de las humanidades; la epistemología constituida no
les ha prestado mucha atención, pero quienes trabajamos en modelado lo primero que miramos es
eso, porque delimita con extrema transparencia una teoría científica instrumentable de otras formas discursivas que sólo se pueden replicar por mímesis estilística.
203
La deconstrucción no es un método y no puede ser transformado en uno. … A despecho
de las apariencias, la deconstrucción no es un análisis ni una crítica. … También debe
quedar claro que la deconstrucción no es ni siquiera un acto o una operación. … La palabra sólo tiene sentido dentro de un cierto contexto, en el cual sustituye y es ella misma
determinada por otras palabras tales como écriture, trace, différance, supplement, hymen,
pharmakon, marge, entame, parergon, etcétera (1985: 3, 5).
De más está decir que este contexto de delicada semántica en el que cada sustitución acarrea una carga metafórica diferente no se encuentra articulado ni en la metateoría de Pelinski ni en ninguna de las etnomusicologías posmodernas que refiere. Se diría que él
concibe la deconstrucción como una capacidad conceptual que permite dar palizas argumentativas a los adversarios científicos, o como una visión penetrante útil para desenmascarar las perversiones del colonialismo, el positivismo o lo que se le ponga por delante.
Pelinski la trata como si su operación no entrañase ninguna coordinación laboriosa con
los raros neologismos que Derrida puso a su lado, y ningún requisito sobre la naturaleza,
escala o complejidad de sus posibles objetos. El posmoderno Gianni Vattimo parece estar
refiriéndose a este optimismo candoroso cuando escribe que “[e]l carácter arbitrario del
acto deconstructivo contiene una metafísica simbolista pero muy poderosa; es decir, el
supuesto de que no importa cuál sea el punto de partida, lo que uno descubra será esencial y pleno de significado” (1997: 61).
A la hora de la verdad ninguna implementación del concepto en la etnomusicología posmoderna despliega un montaje que esté a la altura de lo que Derrida ha estipulado; tampoco hay allí ninguna experiencia crítica o analítica que se pueda reconocer como deconstructiva en sentido estricto, que elabore inferencias distintas a las de la razón convencional o que se diferencie de una crítica común. Pelinski, como tantos otros desde Stephen Tyler hasta Homi Bhabha, esgrime la palabra imponiéndole un uso que es, desde
cualquier punto de vista, un atropello a la complejidad de la cuestión.
No soy yo solo quien lo dice. En la misma época en que Pelinski escribió sus artículos,
Derrida (1997) comentó que ignoraba por qué los medios universitarios de Norteamérica
seguían dándole vueltas a la deconstrucción, una palabra “que nunca [l]e pareció satisfactoria”, que estaba siendo “reapropiada y domesticada por instituciones académicas”, que
sólo “había resultado útil en una situación altamente determinada” y que él había abandonado hacía décadas. Es dudoso, en fin, que conceptos filosóficos o literarios como éste se
encuentren listos para usar en la práctica científica inherente a las nociones de teoría, disciplina, paradigma y método que el propio Pelinski se obstina en prodigar pero que los
posestructuralistas de primera generación encuentran repulsivas. En cuanto a des-naturalizar las estructuras ideológicas (o lo que fuere), esa no es “la tarea de la deconstrucción”,
sino que ha sido una de las incumbencias en torno a las cuales se ha fundado y ha venido
trabajando la antropología.
En otro gesto típico, y tras excluir astutamente los reclamos e identidades de clase, Pelinski atribuye al posmodernismo reivindicaciones igualitarias de raza, cultura, etnía, género y orientación sexual (pp. 282, 283). Otra vez disiento, pues esas utopías fueron desde siempre parte y parcela de los ideales modernos. Más allá de eventuales desacuerdos
políticos o filosóficos, esos principios habían sido incorporados a diferentes teorías también modernas, desde el boasianismo al materialismo cultural, pasando por la antropología dinámica de Manchester y París, la teoría de la des-colonización y el marxismo antro204
pológico de Francia, Italia y América Latina, la antropología feminista de los sesenta y
setenta, la etnomusicología italiana de la misma época y, en extremos diversos, el estructuralismo y la antropología psicodélica de Allan Coult. Quizá a consecuencia de una
lectura iniciada a tres disciplinas de distancia de sus orígenes, la visión pelinskiana del
posmodernismo reclama protagonismo en esa gesta igualitaria de la cual pocos años antes
no había oído hablar. Pelinski no está solo en este subterfugio; después de todo, la ideología oficial del movimiento, en las palabras de Marshall Berman, “se esfuerza por cultivar la ignorancia de la historia y la cultura moderna, y habla como si todos los sentimientos humanos, la expresividad, el juego, la sexualidad y la comunidad acabaran de ser inventados –por los posmodernos– y hubieran sido desconocidos, y aún inconcebibles, antes de la semana pasada” (Berman 1983: 33).
En lo personal me resulta también embarazoso que alguien radicado en el centro asegure
que ya no es lícito pensar en términos de centro-y-periferia y que el planeta ha devenido
una red por la que todo fluye y en la que todo se fusiona (p. 284). Me pregunto cuál es el
alcance de esa red para los antropólogos que todavía se sienten en la periferia. ¿Leen acaso los posmodernos de las metrópolis del Norte papers provenientes del Sur que no hayan sido escritos en inglés? Dado que ahora el centro es móvil y las redes múltiples ¿tiene
chance de consagrarse globalmente una teoría gestada en Uganda? ¿Puede conversar con
las celebridades poscolonialistas de apellidos convenientemente étnicos quien no maneje
su sintaxis esotérica, europeocéntrica y elitista como ninguna otra? Y en tal caso, ¿cómo
hacen las voces subalternas para sumarse a la tan alardeada polifonía, o para ponerla dialógicamente en tela de juicio? ¿Es lo mismo para un músico ser famoso en Monrovia que
consagrarse en París? Ostensiblemente, el posmodernismo sigue construyendo mitos de
conformismo y autocelebración que son al menos tan ilusorios como los de la modernidad. Lejos de haberse evaporado la distinción entre centro y periferia, la brecha nunca
ha sido tan obscena y afrentosa. Los posmodernos de las metrópolis siguen queriendo
exportar al resto del mundo una estrategia hecha monológicamente a la medida de las
culpas que ellos deben expiar. Desde la periferia, mientras tanto, se percibe que en lo que
a la academia respecta, el poder, el prestigio y (en suma) la autoridad se siguen administrando en los mismos términos que en la época de Malinowski o Evans-Pritchard, aunque
se hayan estilizado las narrativas personales de justificación.
Significativamente, cuando Ella Shohat se preguntaba “¿cuándo comienza exactamente lo
pos-colonial?”, el turco Arif Dirlik (1996: 294) propuso una respuesta que revela una jerarquía de privilegios y una institucionalización rampante que Pelinski soslaya: “comienza –contesta Dirlik– cuando los intelectuales del Tercer Mundo llegan a la academia del
Primero”. Hay que admitir que la asimetría Norte-Sur que se acentúa cada día que pasa se
explica mejor con un materialismo vulgar a la usanza de la antropología crítica de los sesenta que con una estrategia que sólo ve textualizaciones y simulacros, que contempla
embelesada el colorido de las trashumancias y los enclaves migratorios sin preguntarse
por sus causas últimas, y que imagina que la mayor amenaza a la condición humana proviene de alentar el análisis de la música en sí misma, de los métodos formales o de las
distinciones binarias. Está muy bien ser beligerante; pero cuando alguien se pone tan
combativamente en pie de guerra, debería elegir sus adversarios un poco mejor.
Como bien se sabe, el poscolonialismo está desde hace mucho escindido y en conflicto.
Igual que otros etnomusicólogos posmodernos, Pelinski presta crédito a la concepción del
205
poscolonialismo que ha impuesto Homi Bhabha, que reduce todo a lo mental, lo textual y
lo simbólico y que presume el consentimiento previo de un posmodernismo visceralmente europeo, como denunciara Aijaz Ahmad (1996: 283). De Edward Said dice Pelinski
que él nos ha enseñado que “el Otro es resultado de una construcción ideológica” (p. 291)
y con ese feo resumen acaba el retrato. Pero ni el modelo de Said se agota en lo inmaterial, ni la línea dominante del movimiento ha sido tan crítica como Pelinski insinúa. Incidentalmente, ni Frantz Fanon ni Edward Said pueden contarse entre los que avalarían al
posmodernismo; el primero falleció en 1961, de modo que las fechas contradicen el reclamo; el segundo se ha manifestado explícita y vigorosamente en contra.
Aunque el nombre del campo connote lo contrario y aunque poscolonialismo y antropología posmoderna estén tratados en contigüidad, los autores poscolonialistas de la corriente
principal no abren su escritura a la autoría compartida, no negocian los significados con
los autóctonos, no utilizan categorías étnicas, no se expresan en lenguaje llano, no utilizan recursos dialógicos, no adoptan géneros de ficción y no cuestionan los propios supuestos. Desprecian, además, toda antropología que no sea posmoderna. Han aportado unos pocos conceptos, pero lo han hecho a expensas de la cancelación de muchos más.
Todo el mundo se llena la boca con la reflexividad y la desterritorialización, pero hay
temas tabúes: las modas intelectuales, por ejemplo, o la conversión de disciplinas potencialmente críticas en recetas autoindulgentes. La academia posmoderna/poscolonial, refiere Shohat (1992: 99), no tolera categorías como “neo-colonialismo”, “imperialismo” o
“Tercer Mundo”; sólo el concepto pastoral, anodino y cosmopolita de poscolonialismo es
aceptado en Nueva York, en Duke o en Harvard.
El poscolonialismo aborrece las oposiciones binarias no tanto porque ellas contrapongan
inocuamente naturaleza y cultura, o sujeto y objeto, sino porque llaman la atención sobre
el contraste entre norte y sur, explotador y explotado, colonialista y colonizado, hegemónico y subalterno. Sólo unos pocos poscolonialistas (Arif Dirlik, Gyan Prakash, Aijaz
Ahmad, Ella Shohat) sostienen hoy un foco político, denuncian la ortodoxia del movimiento, inspeccionan reflexivamente el concepto-mantra de hibridación e indagan, como
Said invitaba a hacerlo, las distribuciones globales del poder, la alianza entre la obra cultural, las tendencias políticas, el estado y las relaciones específicas de dominación; pero
esta postura, que orienta la crítica hacia donde y hacia quienes es justicia orientarla, no es
la que Pelinski favorece.
Pelinski trata repetidamente la hibridación, cuya omnipresencia en el mundo contemporáneo encuentra alentadora un última instancia (pp. 283, 287). Considera que las músicas
poscoloniales constituyen formas de resistencia que oponen tradiciones locales a la naturaleza multinacional del capital (p. 285). La oferta musical de imágenes identitarias, dice,
es ilimitada en su diversidad (p. 286); aunque la comunicación musical intercultural trae
recuerdos del colonialismo, a pesar de la integración global “las identidades locales no
desaparecen” (p. 287). En estas afirmaciones de Pelinski se percibe un espíritu de conciliación más acentuado que el de su inspirador García Canclini (2003), de repente constituido en una autoridad en materia de hibridación musical. Ambos se empeñan en ver el
lado bueno de la catástrofe. Ambos creen también que la hibridación es algo así como la
marca de fábrica de la posmodernidad, aunque los procesos que llevan a ella sean modernos por donde se los mire y toda la música haya sido híbrida desde siempre.
206
En el optimismo de la visión de Pelinski hay también reminiscencias de la tranquilizadora
idea de las “tácticas del débil” de Michel de Certeau, del populismo de los estudios culturales y de otras posturas proclives a sacar un balance positivo de la globalización. No es
necesario hurgar demasiado en el panorama desolador de las músicas amenazadas o en el
contraste entre lo que era el repertorio de Folkways en los 60 y lo que es hoy el de Putumayo para documentar que las resistencias locales han capitulado en buena parte del
mundo, que la diversidad ha dejado paso al engrisamiento y que las identidades musicales
subalternas sí desaparecen. No es el posmodernismo, con sus blanduras conceptuales, su
incapacidad para comprender los números del mercado y su aversión a la dialéctica el
marco más adecuado para abordar este escenario de explotación material, mixtificación
simbólica y contienda ideológica.
Como es de rigor en su escuela de adopción, Pelinski rehabilita y reclama la herencia filosófica de Heidegger y Nietzsche (p. 283, 292). Dado que cuando no se ha leído a
Nietzsche se puede prestar crédito a la lectura que otros han hecho de él, no viene mal recordar un puñado de ideas nietzscheanas que son de urgente relevancia para la antropología, aunque eso nos lleve un poco lejos de todo cuanto tenga que ver con la teoría y con
la música. A propósito de Nietzsche suscribo lo que dice Peter Berkowitz:
[L]a deslumbrante belleza de las escrituras de Nietzsche puede hacer que el lector quede
ciego frente al carácter explosivo de sus opiniones. Nietzsche expuso un egoísmo radical
y aristocrático, arrojó escarnios contra el platonismo, la cristiandad, la modernidad, la
ilustración, la democracia, el socialismo y la emancipación de la mujer; denunció la
creencia en la igualdad humana como un engreimiento calamitoso; y fue campeón ardiente de un orden de rango de los deseos, de los tipos de seres humanos y de las formas
de vida (Berkowitz 1995: 1).
Nietzsche (1969: 68) sostenía que los negros representaban “una fase más temprana de
desarrollo humano” y que eran relativamente inmunes al dolor. Se oponía a la mezcla de
razas y miraba con desprecio a las razas “oscuras”; sostenía que “ningún acto de violencia, violación, explotación o destrucción es intrínsecamente injusto”. En Más allá del
bien y del mal (secc. 144) argumentaba que si una mujer tenía inclinaciones hacia el pensamiento, algo malo debía haber en su orientación sexual. En otras obras sugería que la
impotencia sacerdotal de los judíos y su moral de esclavos han reptado insidiosamente
hasta el corazón de las tradiciones occidentales y han presagiado “los aspectos más despreciables del cristianismo” a través del “aborrecimiento judío, la forma más honda y sublime de aborrecimiento” (1969: 34 y ss). Los aforismos antisemitas, racistas y discriminatorios son innumerables; el nazismo supo utilizarlos sin tener que interponerles elipsis.
Hay quienes celebran hoy el nihilismo de Nietzsche, pero éste es en su filosofía harto
marginal. ¿Estoy citando fuera de contexto? No. El contexto es éste: en el amplio muestreo de Hollingdale, los artículos sobre “nihilismo” comprenden 8 páginas y 10 aforismos, contra 44 páginas y 51 secciones sobre “voluntad de poder” y “superhombre”. No
digo que en Nietzsche no haya ideas brillantes o citas citables; sí las hay. Lo que quiero
decir es que el desagravio posmoderno y posestructuralista de Nietzsche, Heidegger y otros personajes peliagudos a través de un diligente ocultamiento de ideas espantosas desentona con el trato monolítico que se ha dado a la antropología tradicional, que ha sido
defenestrada por mucho menos. Volviendo a Pelinski, sólo resta agregar que un discurso
que se dice reflexivo, sensitivo a las cuestiones éticas y crítico de la herencia de Occiden-
207
te, y que reivindica (como si fuera el único en hacerlo) la posición de las minorías, la mujer, los gays y las lesbianas, debería dedicar un serio esfuerzo a interrogar a sus próceres
y a las razones profundas de su propia afinidad con ellos.
Estudios culturales populistas – Paul Willis
Paul Willis es el mismo autor que, en nombre de los estudios culturales, produjo al menos
un trabajo clásico (Learning to Labour), anunció repetidas veces la muerte de la antropología, elaboró los rudimentos del trabajo de campo que los culturistas ingleses consideran
“etnografía” y adoptó una táctica que ellos mismos definen como populismo, la cual afirma el carácter creativo (y no reactivo) del consumo. Dado que dediqué a la postura de
Willis varias páginas en Apogeo y decadencia de los estudios culturales (Reynoso 2000),
no pienso repetir ni adaptar los argumentos fundamentales que tienen que ver con su
práctica; sólo interesa aquí su teoría específicamente musicológica.
El trabajo que concentra el ideario de Willis respecto del estudio de la música popular
(pues de ello se trata) es Symbolism and Practice: A theory for the social meaning of Pop
Music (1974). Lo primero que hace Willis es deslindar el concepto de cultura; desconocedor de las elaboraciones antropológicas sobre el asunto, considera que las dos concepciones vigentes sobre dicho concepto son la de cultura como “arte serio” y la perspectiva positivista. La primera estrategia es cuestionada tanto por ser elitista y por desconocer sus
propias condiciones sociales como por sustentar el arte serio, vale decir la música clásica,
a la cual Willis cree anacrónica. En este párrafo Willis cuestiona la tradición clásica y
exalta la potencialidad de las nuevas formas de arte pop:
En último análisis el arte serio encuentra tremendamente difícil si no imposible romper
con sus largas raíces en el sentido y la logocentricidad de su tradición greco-romana. En
una época cuya fortuna, relaciones sociales en desarrollo, soberbia maestría técnica de la
naturaleza, pueden ofrecer formas expresivas cualitativamente diferentes y altamente relevantes, el arte serio, incluso en sus dimensiones no-clásicas, … yace esencialmente en
formas expresivas burguesas anacrónicas. Las formas de expresión proletarias y masivas,
aunque subordinadas y de ningún modo una forma verdadera de desarrollo maduro, pueden mostrarnos los indicios de un modo nuevo y relevante de expresar sentimientos e intereses modernos no reificados (Willis 1974).
Willis afirma que el corazón de lo que él denomina “cultura” se encuentra en la relación
de la conciencia individual y colectiva con los objetos y artefactos, tanto funcionales
como expresivos, que circundan a las personas. La relación cultural puede ser entendida
en tres niveles:
1) Nivel indéxico
2) Nivel homológico
3) Nivel integral
Willis intenta caracterizar esos tres niveles y luego los vincula entre sí. El nivel indéxico
es el menos interpretativo de todos ellos, dice, y se lo puede tomar independientemente
de los otros. Los siguientes son progresivamente más interpretativos, y se alejan cada vez
más de las “pruebas objetivas” simples: cuanto más explicativo resulte un análisis, entonces, menos segura será la fundamentación empírica de su estrategia.
208
El nivel indéxico de análisis y de relación cultural concierne al grado en que la música
pop se relaciona con un grupo social en un sentido cuantitativo general: cuánto tiempo un
grupo escucha música, con qué frecuencia, cuáles son sus gustos específicos. En este respecto el análisis simplemente reconoce y registra, sin complicarse en interpretaciones que
puedan confundir la cuestión. A menudo este nivel se puede presentar en las palabras de
los propios actores, utilizando técnicas positivistas si es preciso. Este nivel tiene cortos
alcances; puede registrar diferencias en duración y frecuencia de exposición a la música,
pero no es capaz de explicar la significatividad de esas variaciones.
En nivel de análisis homológico concierne al tipo y calidad de las relaciones identificadas
en el análisis indéxico. Lo que nos preocupa aquí, dice Willis, es en qué medida la música, en estructura y contenido, refleja valores y sentimientos del grupo social que se involucra en ella. Este análisis es homológico porque investiga cuáles son las correspondencias, las similitudes de relación interna, entre un estilo de vida y un artefacto u objeto. Se
puede entender esto en parte como comunicación, pero mucho más profundamente como
un proceso de resonancia cultural y concretización de la identidad. Este análisis es sincrónico, ya que su modelo no está equipado para dar cuenta de cambios a lo largo del
tiempo, o de la creación o desintegración de homologías.
Hay dos etapas en este análisis, el estudio del grupo social y el estudio de la música. Para
el primero se requieren técnicas cualitativas no positivistas capaces de reconstruir los patrones simbólicos, las actitudes y los valores embebidos en el estilo de vida de un grupo.
Esto se puede lograr con un racimo [cluster] de metodologías: observación participante,
simple observación, andar por ahí [ just being around], discusiones de grupo, entrevistas
informales, uso de surveys preexistentes. Nada que a un positivista no se le ocurriera primero, pienso yo.
En cuanto al análisis de la música, prosigue Willis, hay tres grandes posibilidades en el
análisis:
(1) Se puede argumentar que el valor de la música es en su totalidad “socialmente dado”. La música en sí misma es una cifra, y es el grupo el que lee valores en ella.
Esta estrategia tiene la ventaja de que no es requerido analizar la estética interna
de la música y el análisis puede proceder en términos de las cualidades adscriptas
a los artefactos desde fuera.
(2) En el otro extremo, se puede considerar que el valor de una forma de arte es totalmente intrínseco y autónomo. Esta postura se deriva de la estética del arte serio.
Es problemática, por cuanto las divergencias de opiniones críticas demuestran que
las cualidades estéticas son menos autónomas de lo que esta postura puede sugerir.
(3) En algún punto entre los extremos anteriores se encuentra la postura que Willis
promueve. El valor y el significado de una forma de arte están dados socialmente,
pero dentro de límites objetivos impuestos internamente por la obra de arte. En
vez de postular una estética, Willis prefiere referirse a las posibilidades objetivas
dentro de la forma artística. Estas tienen el potencial de contener y retornar un
rango de significados socialmente dados. La forma de arte posee una capacidad
camaleónica, por así decirlo; puede cambiar conforme el grupo que la observa o a
209
sus puntos de vista. Pero hay límites en la forma en que se la puede percibir que
dependen de las estructuras internas de la obra
Por último está el nivel integral de relación cultural. Este nivel procura explicar tanto la
generación histórica de homologías básicas como la forma de su desarrollo continuo en el
presente. Este análisis es diacrónico, y es integral porque indaga el estilo de vida y las actividades del grupo y la música como una totalidad. Primeramente, el análisis investigará
el grado en que la música ejerce y ha ejercido una influencia creativa directa sobre el
estilo de vida, no solamente reflejando actitudes, valores y actividades, sino tomando parte en la determinación de la naturaleza de esas cosas. En segundo orden investiga el grado
en que un grupo social ejerce y ha ejercido una fuerza determinantes en la creación de la
música de la cual disfruta y ha sido capaz de cambiar las posibilidades objetivas de la
misma. Esta determinación mutua es lo que Willis llama un proceso de circuito integral.
Una comprensión total tomará en cuenta todas las relaciones entre un grupo social y los
objetos y artefactos en torno de ellos, así como la forma en que circuitos integrales particularmente poderosos median entre otras relaciones y entre ellos mismos. Claramente esta última parte del análisis es la más interpretativa –dice Willis– y ya no puede realizarse
a través de las narraciones verbales de los actores involucrados; hay que hacer uso de
todos los modos de observación e interacción posibles a los que el investigador tenga
acceso.
La propuesta de Willis ha sido elaborada con total prescindencia del estado de la cuestión
en antropología de la música. Su estrategia pretende ser aplicable a cualquier forma
expresiva, pero de hecho se ciñe al mundo de la música popular. Ésta es abordada no en
tanto música, sino como objeto simbólico, pues lo que se ha desarrollado dice ser una
teoría sobre la relación entre la práctica social y el simbolismo expresivo. No existe en
este marco el menor asomo de análisis de la música en sí misma, ni elementos de juicio
que permitan aplicarlo a las músicas del mundo, ni investigaciones de referencia.
Leyendo una y otra vez el ensayo de Willis he encontrado un conjunto de premisas, observaciones ingeniosas, una marcación del campo, una lista de cosas que valdría la pena
averiguar, un puñado de nombres de métodos ya conocidos y una invitación a usar cualquier técnica que a uno se le cruce por la cabeza; pero (se disculpará que sea un aguafiestas) no he sido capaz de hallar en él nada que se pueda considerar teoría en alguna acepción razonable. Esto no es grave en sí, salvo por el hecho de que el nombre del artículo prometía una y en estas disciplinas nadie nos paga un centavo por el tiempo que nos
hace perder. En el campo de los estudios de la música popular hay excelentes ensayos
que no presumen de estar articulados teóricamente, como los de Leo D’Anjou (2003) o
tantos otros; puede que lo mío sea subjetivo, pero prefiero eso.
La música en el orden global
Las visiones que han surgido en torno al problema de la globalización y la música del
mundo constituyen elaboraciones de muy variada sistematicidad; ninguna de ellas es un
marco teórico y mucho menos un paradigma, como hubiera pretendido Pelinski; muy pocas tienen que ver con enfoques posmodernos o posestructuralistas específicos. Ni una
sola incluye el tratamiento estructural de la música de modo que se pueda aspirar a comprender los fenómenos musicales que acompañan a los procesos de fusión, a la gene-
210
ración de estilos híbridos o a lo que fuere en términos puramente musicales, a la manera
de lo que han sido los estudios de Gerhard Kubik (1999) sobre Africa y el blues o de
Christopher Waterman (1990) sobre el jùjú nigeriano.
La literatura sobre música del mundo, sitios globales, intercultura, géneros híbridos y globalización musical es hoy masiva y sin duda apasionante, más allá de sus desniveles en
materia de excelencia; la exclusión de todo ese mundo ha sido para mí una decisión penosa, pero este libro está consagrado a la teoría. Fuera del interés político y discursivo que
pudiera tener esa literatura, no hay prácticamente nada de teoría en ella.
La música en la globalización es un tema joven, con el que la antropología y la etnomusicología no han tenido hasta hoy mucho comercio. En “Music and the global order”, publicado en el Annual Review of Anthropology, Martin Stokes (2004), del Departamento
de Música de la Universidad de Chicago se las ha visto en figurillas para pintar un panorama sobre la cuestión que tenga algo que ver con la antropología o la antropología de la
música:
Deslindar giros en la dirección y énfasis teóricos en la escritura antropológica, etnomusicológica o lo que fuere sobre música en el orden global es difícil. … Los escritores individuales … pueden ser duros de tipificar. La dinámica de la discusión a través de las rígidas fronteras disciplinarias y subdisciplinarias es compleja. La precaución crítica ha
reemplazado a las posiciones teóricas altamente polarizadas y las ansiedades milenaristas
que previamente han caracterizado el campo. Prevalece un marco de referencia interdisciplinario. Predominan estrategias históricas y etnográficas de grano fino con referencia a
géneros específicos y sitios de encuentro intercultural (Stokes 2004: 48).
El párrafo de Stokes es un espeso tejido de insinuaciones, gestos retóricos y eufemismos.
En la vida real, ante el advenimiento de la globalización no ha habido en antropología de
la música refinamiento teórico, ni intercambio disciplinar, ni nuevas complejidades; lo
que hay es lo primero que surge en estos casos: estudios de casos eclécticos o sin marco
teórico a la vista, declaraciones ideológicas a favor o en contra de los modelos down-totop o top-to-down, descripciones circunstanciales, constataciones de lo complicado que se
ha vuelto todo y enumeraciones sin criterios de orden fuera de las inevitables coordenadas de tiempo y lugar. El párrafo encubre asimismo un metamensaje que, con el pretexto
de una interdisciplinariedad amorfa y de precauciones cobardes, denota, con toda claridad
y distinción, que no ha surgido en ese enclave nada que se pueda llamar teoría.
Ante el advenimiento del orden global los científicos sociales deben sentirse como Rip
Van Winkle tras su sueño de veinte años. Las disciplinas intervinientes están estupefactas, en muy mala forma después de décadas de haber alentado un posmodernismo que ni
siquiera puede integrar los conceptos que de repente están en juego, algunos de los cuales
son neo- pero ninguno de los cuales es pos-: capitalismo global, neo-liberalismo, imperialismo cultural, mercado, economía política, aplastamiento de la diversidad cultural, extinción de las músicas etnográficas y de sus contextos, engrisamiento, cooptación comercial de la protesta, invención corporativa de la música del mundo. Por eso es que no ha
faltado quien diga que el escenario de la globalización ya no es posmoderno, o que el
diagnóstico que llevó a creer en la existencia de una condición posmoderna estaba profundamente equivocado: lo global se percibe en un todo conforme a las disciplinas capitalistas del trabajo y el intercambio de mercancías, ligado a las nociones de desarrollo, civilización y universalidad (Stokes 2004: 57).
211
En este tablero de ajedrez se han destacado dos posiciones contrapuestas y una mediadora: la primera es integrativa pero proporciona un principio de orden (Slobin); la segunda
es crítica pero que no sabe adónde ir (Erlmann); la tercera (Tsing 2002) se sitúa en una
posición blanda equidistante a la de los neoliberales como Slobin y a la de sus críticos
marxistas como David Harvey (1989). Ninguno de los tres marcos es estrictamente posmoderno.
Lo más parecido que hay a una teoría etnomusicológica sobre la globalización es la propuesta de Mark Slobin (1992), de la Wesleyan University. Aunque menciona a James
Clifford y a Raymond Williams, su modelo no es posmoderno ni se inscribe en los estudios culturales; por el contrario, es explícitamente comparativo. Su marco general explota
las cinco dimensiones propuestas por Arjun Appadurai (1990) en su bien conocido conjunto de “paisajes” cuya nomenclatura prefiero dejar sin traducir: ethnoscapes, mediascapes, technoscapes, financescapes e ideoscapes. Estos paisajes permiten asomarse a la economía cultural global a través de un cierto principio de orden dinámico. Los ethnoscapes describen el punto de vista de turistas, migrantes, refugiados, exiliados, trabajadores golondrinas y otros grupos de personas o grupos en movimiento, en lugar de las poblaciones tradicionales y fijas que los etnógrafos usaban como sus unidades de lugar. En
el orden global los technoscapes muestran una distribución despareja de la tecnología, lo
mismo que un flujo complicado de dinero produce un financescape inestable.
La relación global entre ethnoscapes, technoscapes y financescapes es profundamente
disyuntiva e impredecible, dado que cada uno de esos paisajes está sujeto a sus propias
constricciones e incentivos… al mismo tiempo que actúa como constricción y parámetro
para el movimiento de los otros (Appadurai 1990: 8).
Además de estos paisajes primarios, hay mediascapes profundamente significantes, privados o estatales, que tienden a ser narrativas centradas en las imágenes a partir de las
cuales la gente construye sus propios argumentos [scripts] de vida. Finalmente, los ideoscapes representan un dominio conceptual diferentes basados en principios tales como libertad, bienestar, derechos, soberanía, representación y democracia (pp. 9-10). Slobin
considera que este ángulo de visión es nuevo y refrescante. Evita, por empezar, las respuestas monolíticas. No hay sentido global de sistema, ni una agencia oculta que controle
el flujo de la cultura. Ningún factor es predominante (ni las poblaciones, ni el dinero, ni
la ideología, ni los medios, ni la tecnología); cada factor depende sólo parcialmente de los
demás.
A los paisajes de Appadurai, Slobin suma seguidamente el concepto de visibilidad, sugiriendo tres tipos: local, regional y transregional. Las músicas locales son conocidas sólo
por audiencias ligadas de pequeña escala; este es el tipo de unidades con las que trabajaron los antropólogos durante un siglo. Estas músicas todavía existen; probablemente su
número esté decayendo, pero todavía juegan un rol vital como adiciones potenciales al
repositorio de recursos musicales disponibles para las audiencias más grandes. Las músicas regionales son algo más difíciles de definir, pero se las puede denotar a través de ejemplos, como ser Escandinavia en cierto nivel, Europa a otra escala. Las regiones también surgen en los vínculos propios de las comunidades diaspóricas, por ejemplo los portorriqueños de Hawaii. Las músicas transregionales superan las fronteras de la región y
pueden eventualmente devenir globales. Un fenómeno de interés es el cambio [shifting]
212
de visibilidad, como cuando el canto de las mujeres búlgaras pasó de la localidad a la región y de allí a la música del mundo.
A los paisajes de Appadurai y a las visibilidades Slobin incorpora por último su propia
distinción entre superculturas, subculturas e interculturas.

Supercultura es un concepto que Slobin prefiere a la noción resbaladiza de hegemonía, que le llega desde Gramsci vía Raymond Williams. La hegemonia, dice,
no puede reconocerse fácilmente cuando se la ve y no se puede aplicar tampoco
con seguridad a componentes culturales como la música. Una aplicación demasiado sumaria lleva pronto a generalizaciones incontroladas, como las que pululan en
la crítica de rock, sobre relaciones con “clases dominantes” o sobre ideologías
presuntas. Supercultura es, en cambio, un término más versátil; comprende lo usual, lo aceptado, lo exitoso, lo regulado, lo estadísticamente sesgado, lo más visible. Incluye al menos tres componentes: una industria, incluyendo sus alianzas
con techno-, media- y finanscapes; el estado, con sus reglas institucionalizadas,
sus sistemas de enseñanza; lo expresivo cotidiano, los estereotipos, los repertorios, las prácticas estandarizadas de performance.

Las subculturas incluyen también individuos, micro-unidades como la familia, los
vecindarios, las asociaciones voluntarias, las cooperadoras escolares, los grupos
parroquiales y por supuesto los géneros y las etnicidades. Explícitamente excluido
está el concepto de clase, que según sostiene Slobin los tempranos estudios culturales o la sociomusicología de Keil trataron de aplicar sin mucho éxito. También la categoría de etnicidad a veces falla y es localmente variable. En los Estados Unidos, por ejemplo, para la mayor parte de la población es poco significativa; en Europa Oriental, por el contrario, tiene tanta importancia que se desliza
hacia el extremo del nacionalismo. En cuanto a los estudios de género, hasta hoy
sólo se ha asentado un conjunto de situaciones locales en las que el género juega
algún papel, sin poder aún vincular la etnomusicología con la teoría feminista o
los marcos teóricos más ricos de los estudios de género (p. 36).

En cuanto a las interculturas, las hay de tres tipos. (1) El primero es la intercultura industrial, la criatura del sistema de la música convertida en mercancía que
los comentaristas de la música popular a menudo identifican con el villano, un
pulpo corporativo cuyos tentáculos se extienden amenazantes a través del mundo,
dominando las escenas locales y eliminando la competencia. El asunto es complejo, pero en ciertos escenarios, por ejemplo el surgimiento del concepto de la música del mundo, el fenómeno parece haber surgido de abajo hacia arriba y no a la
inversa (p. 44). (2) La intercultura diaspórica es el fruto natural de las migraciones a través de las fronteras nacionales. Las redes diaspóricas existentes son muy
distintas entre sí y tienen estructuras internas complejas; no se trata sólo de conexiones imaginarias de los migrantes en una tierra anfitriona con su tierra madre.
(3) La última clase es la intercultura de afinidad, la menos comprendida y estudiada. Un ejemplo son las redes políticas y globales como las que surgen en torno
a movimientos como la nueva canción o la nueva trova latinoamericana.
Aún cuando el conservadurismo político de Slobin se vuelve por momentos fastidioso,
hay que admitir que su modelo no está nada mal como marco de referencia terminológico
213
y como estructuración preliminar del campo. Podría decirse que su propuesta es al contexto lo que la semiología musical es a la música en sí misma. Proporciona una nomenclatura y una perspectiva que contribuyen a ordenar el espacio conceptual; permite intercambiar puntos de vista, sugiere hipótesis exploratorias e identifica con lucidez aspectos
que deberían estudiarse mejor. El problema con esta nomenclatura (que algunos autores
como Steven Feld incorporaron parcialmente) es que no está asociada con operadores
teóricos concretos: es una terminología estática que suministra nombres para las cosas,
pero que no avanza en el diseño de una teoría acabada.
Posmodernismo y Estudios Culturales – Situación y perspectivas
El posmodernismo, los estudios culturales y los estudios de áreas (multiculturales, de género, poscoloniales) han introducido una rica colección de supuestos, correctivos éticos y
puntos de mira. No creo que su aporte afecte gran cosa el desenvolvimiento de las modalidades más técnicas de la antropología, pero es seguro que con su advenimiento al menos
las vertientes hermenéuticas y descriptivas han perdido su inocencia; ciertas prácticas
irreflexivas que hasta hace poco se llevaban a cabo sin dar explicaciones, como la interpretación monológica o la crónica de la experiencia inmersionista, no volverán a ser las
mismas, y en eso puede que haya habido alguna ganancia. Hoy serían mirados con reticencia, por ejemplo, el exotismo, el viaje al corazón de las tinieblas y el régimen narrativo de “Juego profundo: La riña de gallos en Bali” de Clifford Geertz, o el confinamiento a los géneros tradicionales de The music of Africa de Kwabena Nketia. El posmodernismo ha puesto en sospecha esta clase de aventuras intelectuales, y es evidente que de
emprenderse ahora proyectos semejantes deberían articularse con mejores recaudos.
Pero las premisas posmodernas y sus elementos de posicionamiento de la perspectiva no
constituyen en sí ni artefactos capaces de afrontar un problema ni teorías de una mínima
entidad. No alcanza repetir consignas que ya se han comunicado suficientemente para establecer un marco teórico instrumental; más que una lengua filosa, se requiere imaginación constructiva y un fundamento firme. El problema es que no hay a la vista una heurística concreta, el trabajo con hipótesis se percibe como reliquia de la modernidad y los
propios posmodernos han socavado de antemano una posible fundamentación. Si después
de veinte (o cuarenta) años lo mejor que puede conseguirse en el mercado son los esbozos programáticos y culturalmente autistas de Shepherd & Wicke, Feld o Willis, o la apología acrítica de Pelinski, la única conclusión posible es que al menos en esa región de la
disciplina los logros están sensiblemente por debajo de las promesas.
También cabe volver a examinar más serenamente lo que el posmodernismo ha sabido
hacer mejor. Aunque su valor se suele dar por sentado, hoy algunos sienten que la crítica
posmoderna no ha sido tan sólida como se percibió al principio. Vale la pena citar este
diagnóstico de los neo-boasianos, a quienes por cierto no puede imputarse de objetivistas:
[Ha habido] una larga conversación concerniente a la actual teoría en antropología en relación a diversas críticas de la disciplina (posmoderna, poscolonialista, feminista) que se
ha desarrollado sobre las últimas dos décadas. Estas críticas han sido notablemente efectivas en llamar nuestra atención sobre las deficiencias de las aproximaciones más viejas a
asuntos tales como la diferencia y la identidad, el transnacionalismo y la globalización,
las políticas de la cultura y de la antropología y el cientificismo y el humanismo. Pero el
trabajo en la estela de esas críticas no ha tenido más éxito en la “resolución” de esos pro-
214
blemas que las tradiciones teóricas que busca suplantar. Más aún, a pesar de sus mejores
intenciones por trascender una noción modernista de progreso disciplinario/teórico, los
críticos contemporáneos de la antropología a menudo la reproducen. Muchos, pensamos,
han sido demasiado prestos en rechazar, de manera totalizadora, el pasado antropológico,
demasiado indiscriminados en su caracterización de todas las epistemologías antropológicas como positivistas, y de todas las políticas antropológicas como cómplices del imperialismo. En efecto, los teóricos contemporáneos de la cultura han tratado demasiado
prestamente las aspiraciones hegemónicas de diversas corrientes de la antropología como
si fueran representativas de la disciplina en su totalidad (Bashkow y otros 2004: 433).
Lejos de estar viviendo una edad de oro, las corrientes posmodernas y culturistas en ambas disciplinas están sumidas en un letargo teórico que ni la ingente producción editorial
ni la soberbia que campea en su escritura alcanzan a disimular. Sintomáticamente, al lado
de los estudios de casos el lector no encontrará un solo libro o artículo de fondo que se refiera a la teoría etnomusicológica posmoderna y que proponga un modelo operacional
que no sea clonación de una vieja doctrina. Me arriesgo a apostar que no existirá nunca.
Prueba de lo que afirmo es la inexistencia de toda evaluación interna de sus posibles impedimentos, de toda reflexión sobre los dilemas que restan superar, de todo rudimento de
autocrítica. En las teorías convencionales, de Lomax a Nattiez, éstas son prácticas comunes; en las que Roger Penrose llamaría “descaminadas”, en cambio, sus partidarios creen
que nada de lo que ellos hacen podría o debería hacerse mejor.
De la música ya no se habla, porque como quiera que se la mire se materializa en objetos;
en un marco que no admite pensar en ellos es obvio que no tiene cabida. La triste verdad
es que, más allá de los pretextos contra el objetivismo que saturan su discurso, en lo que a
la música respecta la teoría posmoderna no puede con ella. Mi esperanza es que algún día
sobrevendrá otra moda hacia la que quienes hoy aplauden el estado de cosas se trasladen
con el mismo entusiasmo y la misma mansedumbre; es difícil pensar que pueda ser peor.
215
7. Complejidad, caos y música en la cultura
Este capítulo es cualitativamente distinto de los anteriores, ya que no describe formulaciones teóricas consagradas, sino que señala algunos indicios de las posibilidades de implementar elementos de las teorías de la complejidad y el caos en la práctica de la antropología de la música. He tratado estas teorías con detenimiento y desde un punto de vista
antropológico en otro libro de esta misma colección (Reynoso 2006b), donde el lector encontrará los elementos de juicio que aquí están faltando sobre los modelos que he llamado complejos, sistémicos, de complejidad organizada o de tipo III.
No trataré aquí temas como la segunda cibernética o la teoría de las estructuras disipativas, por cuanto no han inspirado ningún desarrollo teórico en etnomusicología hasta el
momento. Debido a que considero que algunas epistemologías que habitualmente pasan
por complejas no califican como tales; no deberá esperarse que me ocupe entonces de la
antropología de la complejidad de Edgar Morin, de la investigación social de segundo
orden, del constructivismo radical, de la autopoiesis o de la enacción.

La antropología de la complejidad de Morin concede importancia cardinal al azar,
tipificando por ende entre los modelos de complejidad desorganizada (tipo II).
También considera que la complejidad emerge de la numerosidad, pero ni ésta ni
el azar juegan papel alguno en las ciencias que nos ocupan. La visión de Morin,
por otra parte, gira en torno de una axiología epistemológica que no brinda un
solo operador o una heurística en base a la cual se pueda articular una teoría con
capacidad operativa. Hay además en su discurso demasiadas inexactitudes, contradicciones y vaguedades como para sustentar un marco riguroso. Morin no distingue, por ejemplo, entre la recursividad, que es un principio poderoso, y la circularidad, que es una forma de falacia; cree que la causalidad circular [sic] es más
dinámica que la causalidad lineal, lo cual es al menos confuso, dado que linealidad y no-linealidad son criterios cuantitativos y en las ciencias complejas la causalidad sigue siendo topológicamente tan “lineal” como siempre lo fue. Morin
sostiene además que la contradicción y el error poseen valores de creatividad, con
lo que consagra la validez de los razonamientos inconsistentes o falaces. Exalta la
fecundidad del pensamiento laxo, pero no dice palabra sobre la imaginación que
se encuentra a raudales en matemáticas o la ciencia cognitiva. Sostiene la validez
simultánea de formas teóricas que se contradicen, como la teoría de las estructuras
disipativas y la autopoiesis; ignora en absoluto, en fin, todos los desarrollos de las
teorías de la complejidad y el caos propiamente dichas que se desarrollaron en el
último cuarto de siglo (Morin 1984). Aunque ha sido citado en la disciplina de
tarde en tarde (Pelinski 1997b), no se conocen elaboraciones etnomusicológicas
basadas en el modelo de Morin, sean ellas teorías o estudios de casos.

La autopoiesis de Humberto Maturana y Francisco Varela no es una teoría general, sino que concierne específicamente a los seres vivientes. No ha definido clases de universalidad, ni posee recursos formales que le sean propios, ni es hoy en
día una teoría aceptada en biología, en ciencia cognitiva o en modelado con sistemas complejos adaptativos. Las elaboraciones conexionistas de Varela son claramente fraudulentas y las elucubraciones de Maturana desembocan explícitamente en el constructivismo radical, el cual niega la existencia objetiva de la realidad.
216
Considero que el clásico dictum autopoiético (“todo lo que es dicho es dicho por
un observador”) es cognitiva y epistemológicamente inaceptable, mucho más en
el dominio de la música que en cualquier otro17. Aunque han habido unos pocos
intentos de utilizar el marco autopoiético, la cognición enactiva y el constructivismo a cuestiones etnomusicológicas tampoco existe actualmente un desarrollo formal de una teoría basada en esta visión; el trabajo de Paulo Chagas (2005) por ejemplo, sólo yuxtapone una densa introducción a la autopoiesis con una definición
de un problema musicológico sin elaborar genuinamente el vínculo entre una cosa
y la otra. Otros estudiosos ocasionalmente afectos a la autopoiesis son Rubén López Cano, Brian Eno, Lloyd Fell, Shahrokh Yadegari y Martina Claus-Bachmann
Siendo el eje conductor de este libro la etnomusicología, antes que la musicología en el
más amplio sentido, me resigno aquí a pasar por alto también el amplio espacio de la
composición y la síntesis musical mediante sistemas computacionales basados en técnicas
complejas. Hoy en día los autómatas celulares, las redes booleanas aleatorias, el algoritmo genético, la ecuación logística, los atractores extraños y los fractales forman parte
de los recursos usuales de la composición digital, pero nada de esto será investigado pues
el dominio que aquí se examina es el de la teoría etnomusicológica general. Me interesa
más bien arrojar luz sobre problemas teóricos para los cuales los algoritmos de la complejidad aportan un principio de solución, ya sea brindando nuevos puntos de vista analíticos
para abordar el nivel neutro, clarificando la naturaleza de los procesos musicales o revelando las dinámicas complejas que rigen la propagación y el cambio de los géneros
musicales.
Los campos de estudio de la complejidad que creo más afines a las preocupaciones musicológicas y las clases de soluciones que cada uno de ellos aporta son los siguientes:
1. Geometría fractal. La configuración de los elementos en la música de diversas
culturas se atiene indiscutiblemente a una pauta fractal. La distribución característica de los fractales es la llamada 1/f. Las piezas de música de casi todas las sociedades ostentan esa distribución, que difiere de los patrones 1/f 0 propios de los fenómenos aleatorios y de la pauta 1/f 2 propia de los procesos estocásticos. Es posible medir la dimensión fractal de los diversos estilos; esa medición revela que algunas músicas son más fractales que otras. Lo mismo se aplica a diversas interpretaciones de una misma música.
2. Sistemas-L y gramática de patrones. Los sistemas de Lindenmaier generan formas
fractales en base a gramáticas recursivas diseñadas originalmente para modelar las
reglas que rigen el crecimiento de las plantas. Desde hace tiempo se sabe que si se
da a esas gramáticas una interpretación sonora en vez de una realización gráfica
se genera un ruido que suena semejante a la música. Posiblemente existan correspondencias sinestésicas entre un campo de representación y otro: la música profusamente ornamentada, por ejemplo, sólo ocurre en sociedades que practican un
17
La percepción no mapea miembro a miembro sobre el lenguaje; tampoco es éste un testimonio o
un espejo de lo que se observa, o algo que dependa de la observación para constituirse. En música,
particularmente, el dominio de la observación (millones de alturas sonoras discernibles en la octava) no coincide jamás con el dominio lingüístico (la octava dividida en siete grados nominados).
217
arte visual abigarrado. Aunque la idea no se ha elaborado en profundidad, algunos
especialistas como Gift Siromoney y Przemyslaw Prusinkiewicz han sugerido analogías entre los sistemas-L que rigen los diseños artísticos y las gramáticas que
generan la música en ciertas sociedades.
3. Sistemas dinámicos no lineales. Casi todos los fenómenos dinámicos de la naturaleza y de la cultura son de régimen no-lineal y en el rango caótico poseen sensitividad extrema a las condiciones iniciales: un pequeño cambio o una mínima diferencia de redondeo induce conductas ulteriores divergentes. Por esto mismo es
imposible realizar predicciones en el mediano y largo plazo. En torno de la dinámica no lineal se han desarrollado técnicas analíticas aptas para abordar fenómenos complejos, la música entre ellos. Una de esas técnicas son los gráficos de recurrencia, útiles para evaluar visualmente diferencias entre repertorios, los fenómenos no lineales en la emisión vocal, los fundamentos multivariados del timbre.
Otros estudios han demostrado el carácter complejo de la percepción de componentes cuasi periódicos en ritmos auditivos como los que se dan en música, que
son percibidos por el oyente con aparente facilidad a pesar de las grandes modulaciones temporales que se manifiestan en la performance (Large 1996). A este
respecto, la combinación de conceptos de la psicología de la Gestalt y de las
teorías de la complejidad, junto al modelado computacional de procesos cognitivos, se ha manifestado particularmente fecunda.
4. Scaling. Trabajando a la escala adecuada, el estudioso puede encontrar que el problema que tiene entre manos pertenece a una determinada clase de universalidad
para la cual se conocen diversas soluciones en otras disciplinas. La lógica que rige
esas escalas es por lo común no lineal: una pequeña diferencia involucra una transición a una escala distinta. Este es el problema que encontraba Georg Herzog
(1935; 1936), por ejemplo, en su tratamiento de las áreas musicales.
5. Redes de Erdös-Rényi. Aunque ni los músicos ni los matemáticos han elaborado
seriamente el asunto, las redes (los grafos cíclicos, en rigor) son de aplicación inmediata en el análisis y la síntesis del ritmo. Ejemplo de ello son los estudios de
Godfried Toussaint (2005), de la Universidad McGill en Montréal, sobre la geometría reticular del ritmo.
6. Redes independientes de escala [IE]. Diversos procesos sociales ligados a la música (las cifras de popularidad de los géneros o los artistas en el mercado de consumo, tal vez la saliencia o frecuentación de los estilos en diversas culturas, los
patrones de propagación o de epidemiología) constituyen fenómenos que, cuando
se los trata en términos de redes, revelan distribuciones y estructuras complejas no
aleatorias que son características de los sistemas que se auto-organizan. Las redes
IE poseen propiedades distintas de las redes comúnmente tratadas en estadística;
por empezar, su distribución no es normal, lo que hace que muchas herramientas
estadísticas no paramétricas no sean adecuadas para su tratamiento. En una red IE
no hay un caso promedio que sea el más abundante, ni es posible hacer un muestreo que represente proporcionalmente a las clases de cosas que hay en ellas.
7. Modelos de percolación. En su origen, la percolación concierne al movimiento y
filtrado de fluidos de través de materiales porosos. Se ha encontrado que la diná218
mica de esta propagación (que puede comprenderse como la conducta de clusters
conectados en un grafo aleatorio) es la misma en distintos medios físicos, biológicos e incluso sociales. La idea básica de la percolación es la existencia de una
fuerte transición en la cual la conectividad global de un sistema aparece (o desaparece) abruptamente cuando cierto parámetro de densidad alcanza un valor crítico. La transición de un polímero de gel a estado líquido, por ejemplo, responde al
mismo modelo que la transición de una enfermedad contenida a una epidemia, o
el cambio [shifting] de visibilidad regional a trans-regional de un estilo de música
señalado por Slobin (1992). Los procesos complejos de difusión y epidemiología
pueden ser abordados por estos modelos no lineales, particularmente efectivos para tratar redes IE frente a alternativas como las cadenas de Markov o los principios dominantes en la geografía musical clásica. Renaud Lambiotte y Marcel Ausloos (2005) han utilizado modelos de percolación para detectar patrones de comportamiento en redes complejas; su estrategia (demasiado especializada para tratarla aquí) ha servido de base al modelado cuantitativo de formación de gustos y
opinión; este modelo ha servido a su vez a otros autores para comprender la emergencia del eclecticismo entre los aficionados a la música en oposición a las tendencias promovidas en el mercado.
8. Algoritmo genético [AG] y memética. El padre del AG, John Holland, lo propuso
como un método de resolución de problemas con grandes espacios de búsqueda,
tomando como modelo el mecanismo de la selección natural. Definiendo un criterio de adecuación [ fitness], se genera una población de soluciones al azar, cada
uno de cuyos miembros posee un conjunto de propiedades, cada una de las cuales
posee algún valor. Los miembros que mejor satisfagan el criterio de adecuación se
“aparean”, produciendo descendencia cuyos valores son una combinación de los
valores de sus ancestros. Los que más difieran del criterio se eliminan. Si se desea, se puede introducir mutaciones al azar para evitar que la población se estanque en torno a mínimos subóptimos. Al cabo de varios ciclos, la población convergerá hacia los valores deseados. Dado que la gestación de géneros musicales
nuevos puede entenderse como mutación de algún rasgo o como recombinación
de dos o más géneros pre-existentes (tal como lo sugieren Constantin Brăiloiu,
Kofi Agawu y otros), se ha propuesto utilizar estos algoritmos para modelar la
composición, la generación de nuevas piezas mediante variación, la emergencia o
especiación de nuevos géneros y el cambio musical.
9. Criticalidad auto-organizada. Brăiloiu se preguntaba en qué punto una variación
de una pieza dejaba de serlo para convertirse en una pieza diferente. Es posible
que el modelo de criticalidad de Per Bak, con su famosa metáfora de avalanchas
en una pila de arena, pueda ser un modelo conveniente de esta forma de transiciones de fase; el modelo revela además una distribución 1/f o de ley de potencia: los
eventos de gran magnitud (la gestación de una obra maestra, un cambio de período en la historia) son los más raros. En antropología se ha aplicado el concepto a
los cambios estilísticos en la cerámica y a las relaciones de contienda entre estilos
coexistentes. En música se sabe que, en el mundo globalizado, la dinámica de la
generación y extinción de estilos y modas mediáticas es un proceso de criticalidad.
219
10. Transiciones de fase, catástrofes, emergencia y auto-organización. Estos conceptos son de obvia aplicación ya sea a problemas específicos de organización perceptual (como los patrones inherentes de Kubik) o a las bases organizativas de la
percepción misma, como la transformación de series de notas en melodías (el efecto de Übersummativität de Ehrenfels).
11. Sincronización de osciladores. El último grito de la moda en teorías complejas, el
modelo de la sincronización de Steven Strogatz (2004) se aplica directamente a
este problema, desarrollado en etnomusicología por Martin Clayton. El modelo
tendría precedentes en los estudios de Charles Keil y Steven Feld sobre groove y
discrepancia participativa.
12. Mapas auto-organizantes de [Teuvo] Kohonen. Esta variedad compleja de redes
neuronales posee capacidades de reconocimiento de patrones, aprendizaje y autoorganización que se han utilizado para clasificación automática de géneros musicales en grandes repositorios de alta dimensionalidad y para la evaluación multivariada de similitudes entre piezas, estilos e intérpretes. Prestaciones parecidas
podrían aprovecharse, al menos en teoría, para el tratamiento de datos cantométricos o similares sin pasar por la evaluación impresionista y la codificación manual
de las piezas del corpus. La bibliografía sobre este tema es masiva y se encuentra
en crecimiento sostenido; un estudio característico de esta estrategia es el de los
austríacos Elias Pampalk, Werner Goebl y Gerhard Widmer (2003).
Sugiero comparar esta lista de recursos algorítmicos con la similar lista de estilos de
escritura propuesta por Ramón Pelinski que revisamos en el capítulo sobre posmodernismo. Dejo al lector que decida en qué campo se encuentran las ideas más imaginativas, las
innovaciones más radicales y el mayor potencial de acción. Sin pretender agotar sus posibilidades, examinaremos ahora sucintamente algunas de esas líneas de investigación en
etnomusicología compleja.
Música y dinámica no lineal
La dinámica no lineal está haciendo tímidamente su aparición en investigaciones de musicología comparada. W. Tecumseh Fitch, Jürgen Neubauer y Hanspeter Herzel (2002)
han estudiado recientemente la significación adaptativa de los fenómenos no lineales en
la producción vocal de los mamíferos, humanos incluidos. Este es un primer paso para
comprender los repertorios vocales y las señales acústicas en un marco transdisciplinario
de complejidad. En etología y bio-acústica se ha hecho un progreso significativo en la
exploración de algunas de las consecuencias filogenéticas y funcionales de delicadas
constricciones lógicas imposibles de comprenderse en un marco de linealidad; esto permite elaborar hipótesis explícitas y verificables sobre el rol de los mecanismos de producción vocal en la estructuración de los repertorios vocales.
Se ha dicho que las ciencias de la complejidad constituyen un paradigma visual o iconológico que reposa más en la apreciación de patrones gráficos que en el análisis o el tratamiento cuantitativo. En esta tesitura, en la década de 1980 se desarrolló una técnica para el análisis de series temporales llamada gráfico de recurrencias (recurrence plot) que
permite convertir dichas series en imágenes de rica textura (Eckman y otros 1987). La
técnica se utiliza para detectar patrones escondidos en los datos temporales de sistemas
220
disipativos no lineales, discernir similitudes entre secuencias cruzadas, evaluar la complejidad de una serie, identificar escenarios de caos o apreciar el efecto de las variables
no consideradas. Para ello se proyectan las series unidimensionales en espacios de fases
de más alta dimensionalidad, partiendo de la premisa de que todas las variables tienen
algún impacto en el comportamiento secuencial de las variables restantes. Algunos programas de dominio público, como Visual Recurrence Analysis, implementan estas prestaciones con elegancia y sencillez; todo lo que se requiere es ingresar los datos de la serie a
través de archivos en modo texto o, si de música se trata, en formato WAV. La idea
subyacente a la traza de recurrencia es más cualitativa que numérica; el análisis de la
traza genera patrones bidimensionales cuya semántica visual es tan rica como la de los atractores fractales.
Aún sin conocimientos matemáticos, se pueden comprender las características dinámicas
de un proceso o contrastar series de distinto carácter. Una secuencia al azar produce una
traza uniforme; una señal determinista, un patrón estructurado. Existen cuatro clases de
patrones a gran escala o tipologías que coinciden con las clases de universalidad que ya
conocemos: homogéneos (en sistemas estacionarios y aleatorios), periódicos, con tendencia a la deriva y abruptos. En la pequeña escala hay texturas de puntos aislados, líneas
verticales en los fenómenos intermitentes o finas diagonales que representan regiones visitadas con frecuencia. Cada rasgo está preñado de sentido para la interpretación visual de
las trazas, un arte susceptible de aprenderse en pocas horas (Marwan 2003).
Figura 7.1 – 1 – Canto Selknam, grabación de Jorge Novati e Irma Ruiz – 2 – Ruido blanco – 3 –
Movimiento browniano – 4 – Fractal de Lorenz
La figura 7.1 ilustra las imágenes resultantes de la traza de (a) un canto selknam de Tierra
del Fuego, (b) una muestra de ruido blanco, (c) una secuencia estocástica de movimiento
browniano y (d) el fractal de Lorenz de las “alas de mariposa”, que se ha constituido en el
símbolo del caos. Muy claramente, el fragmento de música, que corresponde a una frase
breve repetida una vez, es el que más se asemeja al atractor extraño representado por el
fractal. El modelo de plotting puede tratar series cortas y es tolerante a ruido. Aunque ya
hay antecedentes de aplicaciones en iconografía de arte religioso, economía, música, psicoterapia y ecología, todavía resta explorar intensivamente el uso de esta expresiva forma
de visualización en ciencias sociales.
Kathryn Vaughn (1990) ha estudiado los lamentos de Karelia recopilados por Tolbert
(1990) aplicando un modelo cuasi-fractal, a fin de caracterizar mejor el papel de la música en el fenómeno del trance descripto por este autor. La autora pretende complementar
los estudios de inclinación humanista de Tolbert enfatizando que el tratamiento computacional y la digitalización son auxiliares de investigación convenientes, pero sin pretender,
como algunos cognitivistas antiguos, que todo lo que es fundamental en la música se encuentra en las ondas acústicas. Las señales analógicas fueron muestreadas utilizando
221
MacRecorder y la forma de las ondas se analizaron con Signalyzer. Las performances
musicales se convirtieron a formato MIDI con un programa australiano, Fairlight Voice
Tracker y las gráficas se trazaron con un programa de la propia Vaughn, MusicMapper.
La autora analizó microestructuralmente el contorno melódico resultante, encontrando una “frecuencia de sacudida” peculiar y tendencia hacia la autosimilitud, el cual es un rasgo claramente fractal. Esta auto-similitud estaría relacionada con el “entrañamiento” de
procesos corporales periódicos que la investigación psicológica ha encontrado en el estudio de procesos de trance. Este entrañamiento ha sido estudiado con exhaustividad por
Martin Clayton y constituye un elemento primario asociado con procesos cognitivos en la
memoria. Vaughn invita a los etnomusicólogos a explorar las “conductas musicales extremas” como sistemas dinámicos complejos para contribuir a la comprensión de los fenómenos de cambios de estado, redefinidos casi como lo que en otras ciencias se llaman
transiciones de fase.
Un interesante estudio de Margarita Mazo (1993), de la Universidad del Estado de Ohio,
sobre los lamentos en Rusia brinda un acercamiento al tema que permite conjeturar que
un abordaje desde la teoría del caos, y en particular los análisis de series temporales,
podrían arrojar luz sobre sus estructuras subyacentes. La descripción de las prácticas ligadas a los lamentos, considerados musicalmente, presenta datos sustanciales: los lamentos, por ejemplo, no tienen un comienzo y un fin definidos, toman la forma de una expresión personal o ritual y no son ensayados (p. 172). Algunas veces son ejecutados por los
deudos en persona y otras por profesionales que simulan la misma manifestación de dolor. La autora analiza dos performances utilizando software de análisis de sonido que incluye un rastreador de alturas, espectrogramas y envolturas espectrales. La producción
vocal de los lamentos se comparan a las del habla y el canto, tomando en consideración
las inhalaciones sonoras y las exhalaciones al final de las frases.
El análisis permite demostrar que los lamentos se caracterizan por nasalización conspicua, alta tesitura (casi en el registro de falsete), armónicos superiores prominentes, inestabilidad de amplitud, musculación tensa, flujo de aire constreñido; todos estos rasgos
contrastan fuertemente con los de las otras formas de expresión. Una fluctuación de intensidad con picos y pozos asimétricos es también característica. Esa distribución inusual
de amplitud y su modulación continua sugiere una producción vocal intensa y sobreexcitada. También sugiere la inestabilidad de las condiciones fisiológicas que controlan la
producción de voz (p. 194). Muchos de los efectos vocales en el lamento, tales como el
temblor vocal y los golpes glotales han sido observados en el habla patológica, pero no en
el habla normal. Además hay un principio que se presenta con llamativa regularidad: “la
inestabilidad del nivel de altura musical en los lamentos no puede ser aleatoria” (p. 206).
La autora concluye que los diversos aspectos de la lamentación no están controlados por
un solo mecanismo. La vinculación de sus diversos dominios es intrincada y no lineal.
Puede que la teoría del caos, dice la autora, proporcione algunas respuestas. Por mi parte
he analizado diversos lamentos de Bielorrusia y Rumania mediante la traza de recurrencia, mostrando que el patrón que se produce es manifiestamente no lineal y contrastante
con el de otros estilos. Restaría un análisis sobre una muestra mayor de lamentos, elocuciones corrientes y canto para sacar conclusiones de cierto alcance.
Un estudio de particular relevancia etnomusicológica es el de Lluis Lligoña Trulla, Alessandro Giuliani, Giovanna Zimatore, Alfredo Colosimo y Joseph Zbilut (2005) sobre la
222
evaluación no lineal de la consonancia musical, un asunto tratado desde el nacimiento
mismo de la disciplina en términos de linealidad y simplicidad. Este estudio parecería demostrar que la consonancia, sea o no un concepto universal, posee una signatura fractal y
visual característica. Un hallazgo parecido se encuentra en un ensayo de Jonathan Foote y
Matthew Cooper, del FX Palo Alto Laboratory, quienes han constratado diversos ritmos
mediante gráficos de recurrencia. Combinando las intuiciones de ambos estudios, la imagen de la figura 7.2 muestra el contraste (a) entre un acorde consonante y otro disonante y
(b) entre el muy regular Preludio n° 1 de El clave bien temperado de Bach y un fragmento de Money de Pink Floyd, justamente en la transición de un compás de 4/4 a otro de 7/4.
Figura 7.2 - Gráficos de recurrencia de consonancia, disonancia, Bach & Pink Floyd
Otra investigación que subraya la importancia de las técnicas gráficas en el análisis de la
musicalidad es el de Monojit Choudhury y Pradipta Ranjan Ray, del Instituto de Tecnología de Kharagpur en Bengala Occidental. Los autores proporcionan un método simple
para pasar de los gráficos de recurrencia a la medición de la dimensión fractal. Para ello
habría dos alternativas: (1) Thresholding, que consiste en pasar simplemente de la figura
en color a blanco y negro, definiendo un valor medio como valor de umbral, y (2) Esqueletonización, consistente en extraer todos los bordes y convertirlos a blanco y negro; este
método es el que brinda mejor resultado. Una vez esqueletonizado el gráfico con cualquier utilitario de tratamiento fotográfico, se puede medir su dimensión fractal con alguno de los programas existentes (Fractop, Harfa, Kindratenko, SimuLab). Aplicando estos
procedimientos a una muestra consistente en composiciones de Tagore, rāgas, música de
fusión de películas indias y otras piezas, los autores encontraron que se pueden distinguir
géneros bastante consistentemente según sea la inclinación de la curva de Zipf en un gráfico log/log.
Andrew Keller (2004), de la Academia de Matemáticas y Ciencias de Illinois, realizó una
interesante prospección comparativa preguntándose una vez más si los gráficos de recurrencia permiten o no la identificación objetiva de géneros o estilos. La respuesta es que
sí lo permiten, aunque con algunas reservas. No siendo Keller un especialista en musicología comparada o en taxonomía de géneros, su trabajo es un poco rústico en materia de
metodología, pero constituye una experiencia susceptible de mejorarse por poco que se
elaboren los recaudos epistémicos. Los estilos escogidos por Keller son “Arena Rock, Orquestal, Rock clásico, IDM (un género electrónico muy experimental) y Música Japonesa
tradicional”. Está muy claro que la selección no es ni cultural ni musicológicamente refinada. En esta clase de investigaciones siempre habrá problemas de duración y recorte de
las muestras, heterogeneidad sonora de los registros, frecuencias de barrido, formato de
archivos, obsolescencia tecnológica y explosión combinatoria en la configuración de parámetros. Se trata de la misma clase de dilemas que afrontaban –digamos– Lomax o Kolinski, sólo que en versión digital y en un marco de complejidad organizada. No obstante,
223
no parece difícil acotar un conjunto de variables y rangos de scaling que sirvan de base a
modelos comparativos con cuyas prestaciones nuestros antecesores no podían siquiera
soñar.
***
Un capítulo de sumo interés que combina investigaciones cognitivas con modelos complejos es el estudio del entrañamiento, vinculación o arrastre [entailment, entrainment]
que llevaron a cabo Martin Clayton, Rebecca Sager y Udo Will (2004). Ese concepto involucra la sincronización de dos o más procesos rítmicos u osciladores. Estos osciladores
deben ser autónomos, lo cual implica que su sincronización no debe ser causada por el
hecho de que interactúen; la resonancia, por ejemplo, no se considera entrañamiento. El
acoplamiento que se logra en la interacción, además, debe ser particularmente débil. Más
allá de la importancia de los fenómenos rítmicos en la física, la biología, la medicina y la
cultura, en algún momento comenzó a estudiarse la sincronización de estos procesos en
diversos ámbitos. Desde muy temprano se conoce, por ejemplo, la eficacia del entrañamiento rítmico en músicoterapia para el tratamiento del autismo, que se puede ver como
una patología de la interacción social, la comunicación y la creatividad, asociada con
falta de coordinación motora, ritmos circadianos irregulares y pobre sentido del tiempo.
Las primeras insinuaciones de la importancia del entrañamiento en la música como fenómeno social se remontan a las observaciones del antropólogo conductista Eliot Chapple
en su libro clásicos sobre la cultura y el hombre biológico: los tambores de vudú –decía
Chapple– los ritmos de las ceremonias revivalistas, el beat incesante del jazz o del
rock’n’roll deben sincronizar con los ritmos de la actividad muscular centrados en el cerebro y el sistema nervioso. Tres décadas más tarde, Brown, Merker y Wallin (2000) destacan la importancia y especificidad de la capacidad humana de marcar el tiempo, esto es,
de entrañar sus movimientos con un marcador de tiempo externo, tal como un tambor. En
etnomusicología hay rastros de especulación sobre el entrañamiento en los trabajos de
Erich von Hornbostel (1928) sobre las raíces del ritmo musical en el movimiento corporal, en las observaciones de Alan Lomax (1982) sobre el papel del ritmo en las relaciones
sociales, en la antropología del cuerpo de John Blacking y sobre todo en los conceptos de
groove y discrepancia participativa de Charles Keil y Steven Feld. La propuesta de Clayton, Sager y Will, por último, aunque se encuentra todavía en estudio, está abriendo la
puerta al uso de casi toda la batería de heurísticas, algoritmos y herramientas sobre la que
se han montado las ciencias de la complejidad y el caos. Ignoro si las respuestas estarán a
la altura de las promesas; pero hacía mucho tiempo que la etnomusicología no formulaba
preguntas de parecido interés.
Geometría fractal – Música y distribución 1/f
La geometría fractal, creada hace ya tiempo por Benoît Mandelbrot, ha sido explorada
por el autor en otros textos (Reynoso 2006b: 329-370), por lo que obviaré aquí una descripción detallada. No es un campo de conocimiento esencial para la comprensión de la
música en la cultura, pero de todos modos puede aportar ideas e hipótesis de trabajo de
algún interés, así como clarificar las estructuras de buena parte de los repertorios musicales. Es un hecho que muchos elementos de la naturaleza son fractales, mientras que muy
pocos elementos de la cultura lo son. Pero casi todos los objetos que se han trabajado en
las ciencias del caos y la complejidad, no importa de qué dominio, son fractales en algún
224
sentido, sea por su recursividad, su independencia de escala, su configuración geométrica
o sus distribuciones características. Toda la música es compleja en este respecto; toda la
música es fractal.
A fin de clarificar las relaciones entre azar, caos y estocasticidad que la bibliografía usual
suele confundir, la figura 7.3 muestra los perfiles característicos de las tres especies seriales: el ruido 1/f 0 corresponde a procesos aleatorios de correlación nula, el 1/f o ruido rosa
al caos determinístico de correlación intermedia (vinculado con la distribución de ley de
potencia) y el 1/f 2 a los fenómenos estocásticos de alta correlación. Cuando se traten más
adelante las variedades recursivas volveré sobre esta cuestión.
El movimiento browniano se relaciona matemáticamente con el proceso de agregación
limitada por difusión que se encuentra también en el crecimiento de los cristales, las formaciones de coral, las nubes, las costas, las texturas, las montañas y otros procesos y fenómenos naturales. Una de las formas características de los fractales de agregación son
los plasmas, que formalmente utilizan un algoritmo de desplazamiento del punto medio
que ya era conocido por Arquímedes como método de construcción de parábolas. A decir
verdad, no son los fractales más puros que existen; tienen, es cierto, dimensión fractal y
autosimilitud, pero son estocásticos en vez de deterministas.
Figura 7.3 – Ruido blanco, caótico (fractal) y browniano
En la virtual totalidad de las culturas, la música es un ruido 1/f. La evidencia para esta afirmación se origina en los trabajos de Richard Voss, quien midió antes que nadie la dimensión fractal18 de diversos tipos de comunicación acústica hacia 1977. Voss descubrió
que la arbitrariedad física de los significantes digitales implicaba que las longitudes de
onda de la comunicación digital eran una sucesión de señales al azar, generando una especie de espectro de ruido blanco; en la comunicación analógica, por el otro lado, los
cambios a largo plazo en la información se reflejaban en cambios de señal de largo plazo.
Dado que a diferentes escalas los cambios eran los mismos, el resultado era una estructu-
18
Mientras los objetos de la geometría euclideana tienen dimensiones enteras (cero para el punto,
uno para las líneas, dos para las superficies y tres para los volúmenes) los objetos fractales poseen
dimensiones fraccionales. Existen diversas técnicas de medición de esas dimensiones que no viene
al caso tratar aquí (cf. Reynoso 2006b).
225
ra fractal, o espectro de ruido 1/f. La señal de la música muestra la misma estructura de la
representación analógica.
La densidad espectral de fluctuaciones en la potencia de audio de muchas selecciones
musicales … varía aproximadamente en 1/f (f es la frecuencia). … Este resultado implica
que las fluctuaciones de potencia de audio están correlacionada todo el tiempo de la misma manera que el “ruido 1/f ” en los componentes electrónicos. Las fluctuaciones de frecuencia de la música también tienen una densidad espectral de 1/f a frecuencias por debajo de la inversa de la longitud de la pieza de música. … Las observaciones en música
sugieren que el ruido 1/f es una buena elección para la composición estocástica. Las composiciones en las que la frecuencia y duración de cada nota estén determinadas por fuentes de ruido 1/f suenan placenteras. Las generadas por ruido blanco suenan demasiado al
azar, mientras que las generadas por ruido 1/f 2 suenan demasiado correlacionadas (Voss
1978).
Voss mostró más tarde (1988) que esta relación se mantiene para diferentes tipos de música tanto instrumental como vocal, examinando ejemplos que iban desde rāgas hindostánicas a canciones folklóricas rusas, pasando por Bach y Vivaldi.
Los procesos 1/f se correlacionan logarítmicamente con el pasado; de este modo, la actividad promedio de los últimos diez eventos tienen tanta influencia sobre el valor actual
como la de los últimos cien o los últimos mil. Se puede decir entonces que tienen una
cierta memoria a largo plazo. En una secuencia autosimilar, el patrón de los pequeños
detalles coincide con el patrón de las formas mayores, pero en una escala distinta. En este
caso se suele decir que el ruido fraccional 1/f exhibe autosimilitud estadística. El uso de
este ruido rosa para generar notas fue descripto inicialmente por Martin Gardner (1978)
en un artículo famoso de Investigación y Ciencia y se ha convertido en un estándar de la
música algorítmica. Aunque los resultados de Voss y Clarke en que se basaba Gardner en
general se han aceptado, se ha discutido bastante la metodología. Desde principios de los
90s se sabe que no es la distribución de las notas lo que tiene una distribución fractal, sino los cambios de frecuencia acústica (Hsü y Hsü 1991). Más tarde, al menos dos compositores, Charles Wuorinen y György Ligeti, reportaron independientemente haber encontrado fractalidad en la música. Ambos concluyen que una secuencia de sonidos que no
sea fractal es “simple ruido”; aún desde la extrema vanguardia, sólo las secuencias fractales de sonido se pueden percibir como musicales.
Ron Eglash (1995), autor de African fractals, ha demostrado además que el rap y el
reggae poseen diferentes dimensiones fractales. Debido a su amplia variedad de aparatos,
los artistas de rap y reggae han creado una tecnología de procesamiento de señales que
tenía cierta relación con usos actuales de ingeniería cibernética. Los estudios del propio
Eglash (1993: 24) muestran que mientras el reggae posee una estructura que se diría analógica, el rap (junto con cierta música experimental de vanguardia, como la de John
Cage) es la única música que está a punto de violar esta regla: de todas las músicas conocidas, el rap es la que posee la dimensión fractal más pequeña. Más aún, las fusión de rap
y reggae (raggamuffin) está a mitad de camino entre ambos géneros.
Rap
Dimensión fractal
1.246
1.219
1.170
Fuente
Why is that (Boogie Down Productions)
Hold your own (Kid Frost)
Eric B for President (Eric B)
226
1.274
1.259
1.186
1.158
Reggae
1.454
1.286
1.341
1.329
1.285
1.386
1.374
The Bridge (M. C. Shan)
Supersonic (J. J. Fad)
Queen of Royal Bodness (Queen Latifah)
10% Dis (M. C. Lyte)
Many rivers to cross (Jimmy Cliff)
Trench Town Rock (Bob Marley
Pressure Drop (Jimmy Cliff)
Rivers of Babylon (Jimmy Cliff)
You can get it (Jimmy Cliff)
Sing your own song (Juddy Mowatt)
Rock me (Judy Mowatt)
Un importante rasgo en común entre los fractales y la música es que ambos son independientes de escala: el perfil de una pequeña isla, por ejemplo, tiene la misma estructura
que la de un continente completo, de manera que observándolo sin una medida de referencia no se puede tener idea de su tamaño. Lo mismo sucede con la música, en especial
la de alta dimensión fractal. Kenneth Hsü y Andrew Hsü (1991) demostraron que la música auto-similar (ellos escogieron invenciones de Bach) se pueden reducir a ½ o ¼ de su
escala sin perder entidad. El oyente sigue percibiendo las versiones reducidas como obras
compuestas por Bach, por ejemplo, aunque puedan sonar más austeras y menos ornamentadas de lo habitual. Reducciones de 1/8, 1/16 y 1/32 van sonando cada vez más esquemáticas, aunque todavía de autoría reconocible; una reducción de 1/64 suena como unas
pocas notas espaciadas, ya no identificable pero constitutiva del fundamento sobre el cual
se ha construido toda la obra. Aunque no podría aventurarme a probarlo ahora, apostaría
que en la inversa de esa secuencia se esconde la lógica de la duplicación de período, del
número de Feigenbaum y del más expresivo de todos los caminos hacia el caos.
Sistemas-L y gramáticas musicales
Los fractales generados mediante gramáticas son especialmente aptos para comprender
con especial claridad la forma en que unas pocas funciones simples producen (recursividad mediante) resultados visuales altamente complejos. Los sistemas de sustitución propuestos por Aristid Lindenmaier en la década de 1960 para modelar el crecimiento de las
plantas constituyen gramáticas análogas a las que rigen el lenguaje, formalizadas poco
antes por Noam Chomsky (1956). Las gramáticas de Lindenmaier, llamadas sistemas-L,
consisten en una semilla o axioma y un conjunto de reglas de re-escritura. Ambas entidades se puede representar gráficamente mediante movimientos de tortuga del lenguaje
LOGO. Habitualmente la instrucción “F” se utiliza para dibujar una línea, los signos “+”
y “-” para girar a izquierda o derecha la cantidad de grados que se indique. Hay unas pocas instrucciones más que no consideraré aquí. Un ejemplo de sistema-L sería:
Axioma:
Regla:
F-F-F-F
F  F[F]-F+F[--F]+F-F
Cada instrucción “F” del axioma anterior es reemplazada por la serie de instrucciones
especificadas en la regla. La ejecución de este sistema recursivo, simple como parece,
produce al cabo de unas pocas interaciones una cantidad enorme de instrucciones, dando
cuenta de procesos de morfogénesis de altísima complejidad. La primera iteración de la
instrucción anterior, por ejemplo, resulta en la cadena F[F]-F+F[--F]+F-F-F[F]227
F+F[--F]+F-F-F[F]-F+F[--F]+F-F-F[F]-F+F[--F]+F-F. La segunda iteración
produce F[F]-F+F[--F]+F-F[F[F]-F+F[--F]+F-F]-F[F]-F+F[--F]+F-F+F[F]-F+F[-F]+F-F[--F[F]-F+F[--F]+F-F]+F[F]-F+F[--F]+F-F-F[F]-F+F[--F]+F-F-F[F]F+F[--F]+F-F[F[F]-F+F[--F]+F-F]-F[F]-F+F[--F]+F-F+F[F]-F+F[--F]+F-F[-F[F]-F+F[--F]+F-F]+F[F]-F+F[--F]+F-F-F[F]-F+F[--F]+F-F-F[F]-F+F[--F]+FF[F[F]-F+F[--F]+F-F]-F[F]-F+F[--F]+F-F+F[F]-F+F[--F]+F-F[--F[F]-F+F[-F]+F-F]+F[F]-F+F[--F]+F-F-F[F]-F+F[--F]+F-F-F[F]-F+F[--F]+F-F[F[F]F+F[--F]+F-F]-F[F]-F+F[--F]+F-F+F[F]-F+F[--F]+F-F[--F[F]-F+F[--F]+F-F]+
F[F]-F+F[--F]+F-F-F[F]-F+F[--F]+F-F. Jugando y trabajando con estos sistemas se
puede tocar con la mano la fuerza exponencial de la recursividad. Diez o doce iteraciones
del procedimiento generan cadenas autosimilares consistentes en cientos de miles de elementos. La figura 7.4, que representa un motivo de tapete oriental codificado por el autor,
muestra la serie de figuras que se producen con una a seis iteraciones de la regla antedicha.
Figura 7.4 - Sistema-L
Algunos estudiosos se han preguntado de qué forma los sujetos, en diversas culturas,
guardan en la memoria las reglas requeridas para generar piezas complejas de arte geométrico, siempre distintas pero con una fuerte coherencia estructural. Muchos creen que
es posible que los artesanos que producen formas geométricas anidadas o recursivas utilicen reglas de sustitución similares a las de estas gramáticas para lograr efectos como los
de la sexta iteración de la figura. Si así fuera, alcanzaría con pequeñas modificaciones
sobre un conjunto pequeño de reglas básicas para crear ejemplares muy variados, pero
que se vinculan entre sí por un cierto aire de familia que define un estilo. Con esta premisa, la primera utilización antropológica de los formalismos regulares fue desarrollada
por Gift Siromoney [1932-1988] para deslindar las pautas constructivas de la pintura en
arena del sur de la India que se conoce como Kolam.
228
Si consideramos las relaciones de analogía y sinestesia que se manifiestan universalmente
entre los sentidos de la vista y el oído, de la representación visual a la auditiva hay un
solo paso. Es posible entonces convertir instrucciones gráficas en eventos sonoros: varios
trazos consecutivos equivalen a un sonido más largo; un giro hacia abajo, a un salto interválico hacia el registro grave; el grosor simbolizará la intensidad, los diversos colores
serán timbres distintos, y así sucesivamente. Aquí el problema de la distintividad cultural
es menor: en algunas sociedades se identificará el registro agudo con lo alto, en otras será
a la inversa; pero siempre existirá alguna asociación de esta clase (Merriam 1964: 85102). Estos mapeados se pueden hacer más o menos analógicos o arbitrarios; Roger DuBois (2003: 28-34) ha explorado varias técnicas de mapeado posibles, monódicas y armónicas, casi siempre con resultados musicales sorprendentes.
Basados en analogías de este tipo, otros miembros de la familia Siromoney, junto con estudiosos de primera línea en sistemas–L como Przemysław Prusinkiewicz, K. Krithivasan
y M. G. Vijayanarayana (1989) llegaron a la conclusión de que los estilos musicales de la
región en que se practica la pintura kolam también pueden tratarse usando el mismo formalismo, permitiendo la síntesis de melodías que, contra todo lo esperado (aunque con
cierta tolerancia imaginativa), suenan plausiblemente karnáticas. Si este descubrimiento
hubiera ocurrido en los Estados Unidos se le habría prestado alguna atención, pero como
ocurrió en la India el asunto quedó olvidado. La similitud de las gramáticas culturales en
al menos dos formas distintas de representación (un indicio fuerte de coherencia cultural)
es un asunto que merecería ser investigado, pero hasta donde conozco nunca no se lo estudió con un mínimo interés. Algunos espíritus excepcionales, como Erwin Panofsky,
Lakoff & Johnson o Michel Foucault, han señalado en su iconología, en sus metáforas o
en sus epistemes ideas semejantes.
A mediados de la década de 1980, Prusinkiewicz (1986) había puesto a punto un método
simple de producción de partituras de relativa complejidad con una estructura interna humanamente legible. Utilizando un esquema llamado re-escritura de borde, Stephanie Mason y Michael Saffle (1994) extendieron los métodos de Prusinkiewicz para generar melodías y estructuras polifónicas que resultan auditivamente conformes a las expectativas
de un oyente occidental. Mediante una técnica de estiramiento de curvas, los autores duplicaron melodías de cientos de obras bien conocidas de autores clásicos y populares. Los
especialistas en aplicaciones musicales de sistemas-L subrayan que como el formalismo
no fue creado en su origen para representar música, no está sesgado en ningún sentido estético ni limitado a un contexto cultural (DuBois 2003: 5-6).
Hoy en día las gramáticas basadas en sistemas-L se usan rutinariamente en programas de
síntesis algorítmica, como FractMus o AMuGen. El uso de dichos sistemas en etnomusicología es muy esporádico, aunque ya hay algunos adelantos. Kevin Jones (2000), de la
Universidad Kingston en Surrey, probó que la música sincopada en general y el ragtime
en particular obedecen, en sus aspectos rítmicos, a series de Fibonacci que se pueden generar fácilmente mediante sistemas-L. Peter Worth y Susan Stepney (2005), por su parte,
investigaron formas particulares de estos sistemas (estocásticas, sensibles al contexto, jerárquicas, schenkerianas) para lograr efectos musicales específicos, no necesariamente
ligados a la tradición occidental.
Ninguna referencia a la relación entre música y sistemas-L estaría completa si no mencionara los estudios cognitivos de James Kippen y Bernard Bel sobre procesadores gra229
maticales en la generación de músicas de percusión de la India. Aunque no son estrictamente sistemas de Lindenmaier, los procesadores generados por estos autores (Bol Processor, QAVAID) despliegan la misma clase de formalismos recursivos (Kippen y Bel
1989; Kippen 1992).
La mera idea de la composición musical mediante gramáticas pone una vez más sobre el
tapete el viejo problema de las relaciones entre lenguaje y música por un lado, y entre lingüística y musicología por el otro. Los sistemas-L no resuelven del todo este problema,
pero traen a colación elementos de juicio que deberán considerarse con seriedad cada vez
que se interrogue la cuestión. Cerrar el camino (como lo hacía Feld) a las ideas provenientes de otras disciplinas bajo pretexto de las diferencias que median entre sus objetos
puede que sea una actitud de corta mira, pues las diferencias no son correlatos de las propiedades ontológicas de las cosas, sino que se construyen, se magnifican o se resuelven
epistemológicamente. Desde cierto punto de vista, los objetos de la musicología, el arte
geométrico y la lingüística son todos regulares y recursivos; toda otra discrepancia que
exista entre ellos no es necesariamente trivial pero puede diferirse mientras se investigan
las concordancias y sus alcances.
Algoritmo genético, memética y modelos de cambio
Como hemos examinado en el primer volumen de este libro, el evolucionismo está ganando una nueva respetabilidad en algunos nichos estratégicos. Los estudios musicales no
son una excepción. El lector puede consultar una excelente reseña de una nueva disciplina en formación, la biomusicología, en un ensayo reciente de W. Tecumseh Fitch (2006),
de la Universidad de Harvard; también hay abundantes estudios con fuertes componentes
evolutivos en el campo de la cognición musical (Cross 2001; Hauser y McDermott 2001).
Después de un largo sueño particularista, se está recuperando, a marchas forzadas, el espíritu comparativo y la pasión por el estudio de los universales, no sólo a través de las
culturas sino a través de las especies; en algunos emprendimientos se está volviendo a
utilizar, sin pedir permiso ni disculpas, el viejo marbete de musicología comparada.
La base de datos comparativa, aunque está muy lejos de ser completa, es hoy lo suficientemente rica para llegar a unas cuantas conclusiones y abrir el camino a nuevas hipótesis.
Por ejemplo, parece estar bien establecido que los peces dorados pueden distinguir entre
la música barroca y el blues, sugiriendo que ciertos mecanismos básicos involucrados en
la percepción musical se remontan a los primeros vertebrados, que aparecieron hace quinientos millones de años; pero también se sabe que los simios superiores son incapaces
de reconocer melodías como estructuras relacionales, indicando que este aspecto de la
percepción musical evolucionó hace relativamente poco tiempo (Fitch 2006). Hechos como éstos son esenciales para comprender qué es lo que agrega la cultura y qué es lo que
no.
Ha habido también una fuerte sinergía entre pensamiento evolutivo y computación. Muchos de los programas de composición musical algorítmica que se presentan en congresos
especializados o circulan por la Web utilizan variantes del algoritmo genético (AG), memética, programación evolutiva, programación evolutiva o darwinismo neuronal. Hoy en
día hay una escuela de composición musical genética, así como hay otras de orientación
fractal. El AG (o más aún el algoritmo cultural de Robert Reynolds) podría ser un óptimo
230
candidato formal para otorgar una base matemática más precisa a principios bien conocidos en antropología tales como la epidemiología de las representaciones de Dan Sperber
(1996) o el difusionismo. Las meta-heurísticas de tipo AG no sólo sirven para componer,
sino que son útiles para modelar procesos de cambio cuya lógica desafía la intuición.
Una de las corrientes evolucionarias que han hecho mayores aportes a la musicología ha
sido la memética. Frank Gunderson, de la Universidad de Ohio, ha aplicado memética a
la comprensión de la diáspora musical de los africanos en América en un estudio que no
he tenido oportunidad de consultar. El belga Mario Vaneechoutte y el inglés John Skoyles (1998) han elaborado una compleja hipótesis memética sobre los orígenes del lenguaje, vinculando a éste no con los sistemas de señales de los primates, sino con las capacidades musicales presentes en las aves canoras, las ballenas y los gibones. Su estudio es
de lectura agradable e interesante, aunque resulta un tanto especulativo para los tiempos
que corren.
Steven Jan (2000) de la Universidad de Huddersfield en Inglaterra ha propuesto un modelo memético de replicación musical. Al hacerlo, ha combinado una versión ligeramente
modificada de los conceptos de Richard Dawkins, junto con nociones de la semiología de
Ferdinand de Saussure y de Jean-Jacques Nattiez, con un toque de analítica shenkeriana.
Partiendo de una base minimalista que considera que los memes han de medir como
mucho tres o cuatro notas, el objetivo de Jan es dilucidar la ubicación jerárquica de los
memes musicales tanto en las jerarquías culturales (la replicación de patrones en diferentes planos dentro de una cultura) como en las estructurales (idem en diferentes estratos
dentro de una obra). Para lo primero utiliza la perspectiva cultural del musicólogo cognitivo Leonard Meyer; para lo segundo, el método analítico de Heinrich Schenker. Mientras
Richard Dawkins y Daniel Dennett consideran que el análogo lingüístico del meme es la
frase, Jan sostiene que mejor candidato sería la palabra, que en música equivaldría a pequeñas unidades de altura y ritmo. Al igual que la evolución cultural, concluye Jan, la evolución de la música ocurre debido a selección diferencial y replicación de memes mutantes dentro de los idiomas y dialectos. Lenta e incrementalmente, estas mutaciones alteran la configuración memética del dialecto que constituyen. Aunque graduales, estos procesos conducen a cambios fundamentales en el perfil del dialecto y, en última instancia, a
deslizamientos cataclísmicos en los principios globales de organización musical (las reglas) que se propagan dentro de los dialectos.
Fuertemente cuestionada desde la antropología, la memética ha sido desplazada hoy en
los ambientes más inclinados a la formalización por el algoritmo genético de Holland y otras metaheurísticas parecidas. En éstas la mutación ocupa un lugar secundario, cediendo
terreno a la recombinación (crossover); no es ahora el azar el motor del cambio sino más
bien la diversidad. Aunque los métodos algorítmicos basados en la evolución se reconocen aptos para la síntesis de música o la simulación de la deriva evolutiva de los géneros,
no he podido encontrar aplicaciones de modelos genéticos en etnomusicología. Han habido avances, sin embargo, en trabajos de clasificación de géneros musicales utilizando
AG, aprovechando que el formalismo es particularmente eficaz en situaciones en las que
el espacio de búsqueda no está matemáticamente caracterizado, no se comprende muy
bien o es de muy alta dimensionalidad. Son bien conocidos los estudios de Ichiro Fujinaga (1996) creador de un método de reconocimiento óptico de música (OMR) capaz de
aprendizaje adaptativo. En la misma línea de investigación se encuentra la tesis de Cory
231
McKay (2004) de la Universidad McGill de Montréal sobre clasificación automática de
géneros a partir de grabaciones en formato MIDI. Dado que estos estudios no han sido
elaborados teóricamente no se los revisará en este libro.
Redes independientes de escala
Existen varios tipos de redes cuyas propiedades los especialistas conocen muy bien y que
podrían ser de enorme interés para diversas clases de estudios etnomusicológicos: la difusión de modas musicales, la penetración de un género exógeno en un territorio, las relaciones de influencia entre músicos, los procesos de fusión. Más inesperadamente, las teorías de redes sirven también para descubrir patrones en esquemas rítmicos, como después
se verá.
En los primeros años del siglo XX, las redes se consideraban como si fueran regulares y
euclideanas en aras de la simplicidad; más tarde, en las cuatro últimas décadas, la ciencia
trató la mayor parte de las redes empíricas como si éstas fueran aleatorias. Esta visión se
originaba en el trabajo de dos matemáticos húngaros, el inefable Paul Erdös y su colaborador Alfréd Rényi. En 1959, tratando de describir redes que se manifestaban en fenómenos comunicativos, Erdös y Rényi sugirieron que esos sistemas se podían modelar con
grafos no dirigidos conectando los nodos con vínculos al azar. La simplicidad de esta estrategia, basada en las redes que desde entonces se llamaron ER, hizo que floreciera la
teoría de grafos y que surgiera una rama de las matemáticas especializada en redes aleatorias. Las redes ER son exponenciales: tienen un pico en un valor promedio y su caída es
abrupta. En este modelo, todos los nodos tienen aproximadamente la misma cantidad de
vínculos, lo que resulta en una distribución de Poisson en forma de campana. El número
más alto de ejemplares corresponderá siempre al valor promedio entre los valores extremos: la estatura más frecuente es una población, por ejemplo, es la estatura “normal”.
Años más tarde, Duncan Watts y Steven Strogatz (1998) desarrollaron un modelo alternativo, llamado WS, intermedio entre las matrices regulares y las redes ER para dar cuenta
del fenómeno de los mundos pequeños19, perceptible en la experiencia cotidiana: dos personas que acaban de conocerse resultan conocer una tercera persona en común; dos individuos cualesquiera están separados por escasos vínculos intermedios. Las redes WS son
también exponenciales y homogéneas. A través de una serie relativamente compleja de
fenómenos y teorías, las redes WS se vincularon a la larga con otra problemática organizacional compleja, que es la de la sincronización como proceso característico de los sistemas auto-organizados.
19
Esta propiedad de pequeños mundos y el mito urbano de los “seis grados de separación” se conocen desde los experimentos con cadenas de cartas de Stanley Milgram en 1967. Algunos autores
afirman que las redes aleatorias también presentan estructura de mundo pequeño: si alguien conoce mil personas, y cada una de ellas conoce a otras mil, un millón de personas estará a dos grados de separación, mil millones a tres y toda la población del planeta a cuatro. Pero las matemáticas no son tan simples; las redes aleatorias tipo ER son modelos mediocres de pequeños mundos;
las grillas regulares no pueden modelar pequeños mundos en absoluto (Boccara 2004: 283). Quien
quiera probar el ejemplo más popular de estas redes (los grados de separación entre cualquier actor
norteamericano y Kevin Bacon) puede experimentarlo en http://www.cd.virginia.edu/oracle.
232
En 1998 Albert-László Barabási, Eric Bonabeau, Hawoong Jeong y Réka Albert se embarcaron en un proyecto para trazar el mapa de la Web, pensando que iban a encontrar
una red aleatoria. Las mediciones, empero, contradijeron esa expectativa: la totalidad de
la Web se sustentaba en unas pocas páginas altamente conectadas, que en el modelo se
identificaron como hubs; la gran mayoría de los nodos, comprendiendo más del 80% de
las páginas, tenía menos de cuatro vínculos. Entre ambos extremos, todas las frecuencias
estaban representadas. Contando el número de páginas que tienen exactamente k vínculos, resultó evidente que la distribución seguía un patrón de ley de potencia: la probabilidad de que un nodo estuviera conectado a k otros nodos era proporcional a 1/kn. El valor
de n era aproximadamente 2. Cuando hay una distribución de ley de potencia, hay también criticalidad auto-organizada e independencia de escala: no hay una medida típica, ni
hay valores promedios que describan el conjunto; para la estadística tradicional, esos sistemas son casi intratables. Era indudable que se había descubierto una nueva clase de red,
mucho más generalizada en la vida real que la de Erdös y Rényi. La expresión “redes IE”
(scale-free networks) fue acuñada por Barabási para referirse a esa clase. Las redes IE obedecen leyes de escala que son características de los sistemas que se auto-organizan.
Tras la primera comprobación, comenzó a hacerse evidente que las redes de este tipo aparecían en los contextos lógicos y materiales más disímiles: relaciones sexuales, agendas
telefónicas, nexos sintácticos entre palabras en un texto o discurso, citas bibliográficas
entre miembros de la comunidad académica, colaboraciones en reportes de investigación,
alianzas tecnológicas, relaciones entre actores de cine, sinapsis neuronales, contactos entre personas en una organización, cadenas alimentarias, conexiones entre organismos vinculados al metabolismo o proteínas reguladoras, propagación de enfermedades y virus informáticos (Barabási y Bonabeau 2003; Liljeros y otros 2003). El centro neurálgico de las
investigaciones en redes IE es la Universidad de Notre Dame en el estado de Indiana; en
el momento de escribirse este libro, los documentos esenciales se encontraban disponibles en http://www.nd.edu/~networks/papers.htm.
Los investigadores de Notre Dame descubrieron en esta clase de redes IE un número sorprendente de propiedades. Tienen, por empezar, una extraordinaria robustez: se puede
destruir el 80% de los nodos que el resto seguirá funcionando. Pero también son extremadamente vulnerables a ataques selectivos: una eliminación del 5 al 10% de los hubs, que
son poquísimos, alcanzaría para hacer colapsar al sistema o quebrar su unidad… durante
el tiempo que le tome reorganizarse. El modelo IE permite conciliar el hecho que muchas
redes reales presentan conglomerados o clusters jerárquicos, un factor que el modelo aleatorio ER no es capaz de tratar. Se sabe, además, que las redes IE surgen cuando a una
red existente se agregan nuevos nodos, y éstos se ligan preferencialmente a otros que están bien vinculados. Esta vinculación selectiva se llama efecto de “el rico se vuelve más
rico”, o principio de San Mateo, bautizado así por el sociólogo Robert Merton (Segarra
2001: 52; Barabási 2003: 79-92; Wang y Chen 2003: 14; Watts 2004: 108, 112). Aunque
las elecciones individuales son impredecibles, como grupo todo el mundo sigue estrictamente unas pocas tácticas.
Otras propiedades de las redes IE también desafían el sentido común: dada la estructura
de estas redes, cualquier nodo está conectado con cualquier otro con muy pocos grados
de separación, alrededor de seis cuando los nodos son unos cuantos cientos de miles, no
más de diecinueve entre cualesquiera de los tres mil millones de páginas de la Web. Si la
233
red representa las relaciones de dependencia entre los géneros musicales, es probable que
a la escala apropiada se pueda llegar de cualquier género a cualquier otro a través de una
cadena de muy pocos grados de separación.
Por otra parte, en una red IE es posible encontrar nodos cuyo valor de conectividad supera varias veces el número promedio, lo que no es propio de las distribuciones aleatorias, como la que rige la tabla de estaturas de una población, donde nunca se encontrará
una persona que sea cien o mil veces más alta que otra. Dada la distribución peculiar de
estas redes, muchas de las técnicas estadísticas (muestreo, análisis de varianza, generalización, selección proporcional) son inadecuadas para lidiar con ellas, puesto que presumen distribuciones normales; esto es algo que las ciencias sociales estuvieron ignorando
hasta ahora. Si la distribución de la preferencia por géneros musicales en una sociedad sigue un patrón independiente de escala, como parece ser probable, entonces Lomax tenía
razón en lo que concierne al tratamiento de la tipicidad. En la sociedad urbana occidental,
por ejemplo, algunos géneros son decenas de miles de veces más populares que otros; no
es razonable pedir entonces un tratamiento de muestreo que los considere proporcionalmente, como pide la mayoría de los críticos, desde Pantaleoni hasta Downey. La distribución de los géneros en un orden social no es, a ojos vista, una distribución normal.
Las teorías clásicas de la difusión, que se desarrollaron durante décadas en estudios de
mercadeo y epidemiología, predicen un umbral crítico de conectividad para la propagación de un contagio, rumor o novedad a través de una población. Para que un virus se difunda debe superar ese umbral; de otro modo terminará extinguiéndose. Pues bien, hace
poco se demostró que en las redes IE el umbral es cero, lo cual implica que cualquier virus o elemento contagioso encontrará la forma de dispersarse y persistir en el sistema, por
más que su capacidad de contagio sea débil. Esto tiene serias consecuencias para el planeamiento de campañas de vacunación, la distribución de ayuda humanitaria en situaciones de emergencia, la difusión de géneros musicales y otros escenarios similares: tomar como blanco los hubs más conectados es mucho más efectivo y económico que aplicar la solución a un porcentaje enorme de nodos. Inmunizando los hubs, por ejemplo, podría impedir que se propague una epidemia. Identificando los hubs mediáticos que todo el
mundo sintoniza puede ser estratégico en la comercialización de una novedad musical.
Figura 7.5 - Red de artistas IE y su ER correspondiente
Un estudio de Pedro Cano y Markus Koppenberger (2004), de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona, aplicó principios de redes IE para analizar la similitud de artistas musicales. Los datos proceden de “All music guide” (http://www.allmusic.com) cuyos editores señalaron los artistas “similares” a cada artista registrado. La red resultante es una
234
red IE prototípica, con 400 nodos y una conectividad promedio (k) de 5.4. La figura 7.5
muestra a la izquierda la representación de dicha red modelada por quien esto escribe en
el programa Pajek; el dibujo de la derecha es una red aleatoria con el mismo valor de conectividad. Puede apreciarse que la red real es harto menos homogénea. Al equipo de Pedro Cano se han unido recientemente Oscar Celma y Javier Buldú, quienes han contribuido a este estudio transdisciplinario que está revelando aspectos antes desconocidos de
la percepción humana de la similitud musical (Cano y otros 2006)
Una capacidad poco estudiada de las redes y los grafos es su utilidad para el estudio de
ritmos bajo un riguroso modelo matemático. Paul Erdös (1989), por ejemplo, define como grafos homométricos a aquellos grafos no congruentes cuyos multiconjuntos de las
distancias entre pares sean iguales. El problema con las matemáticas es que se refieren a
estructuras abstractas y no a las estructuras de la música en particular. Pero ¿qué sucede
si aplicamos al modelo una interpretación musical?
Figura 7.6 – Congas homométricas
La figura 7.6 ilustra los ritmos de conga alta y conga baja, respectivamente, de manera
que se puede apreciar su homometría: la suma de los grados de separación de sus acentos
y de sus diagonales es igual en ambos casos, ocho y seis respectivamente. Con un programa como Rhythmic Wheels de Ron Eglash, se pueden escuchar los ritmos al cabo de un
instante. Aunque el patrón de acentuación es distinto y ni uno solo de sus acentos coincide, ambas variantes se perciben como congas. Mientras se mantengan cuatro nodos y el
mismo régimen homométrico habrá una instancia del mismo baile. Es seguro que aparte
de las que se muestran en la figura hay otras posibilidades, que dejo al lector buscar. El
genio de Erdös y su capacidad de encontrar pautas complejas más allá de la intuición nos
permiten comprender un patrón oculto que ni el mejor informante nos habría podido revelar jamás. Rara vez se tuvo antes un modelo de análisis rítmico de semejante elegancia
y simplicidad.
Modelos complejos – Situación y perspectivas
Si el lector desea sacar el jugo de inmediato a las perspectivas que acabamos de entrever,
eso se puede llevar a cabo sencilla y gratuitamente. Con un programa de conversión de
música grabada a formato binario (por ejemplo dMC Audio CD Input) se convierte una
pieza de música en un archivo WAV. Si se desea, se selecciona un fragmento de música
del archivo con un editor como Audacity. Se toma ese fragmento con Visual Recurrence
Analysis y se obtiene el gráfico de recurrencia correspondiente a la señal. Se captura ese
gráfico en un archivo JPEG o BMP, se esqueletoniza con un editor fotográfico que deje
solamente los bordes en blanco y negro, y se mide la dimensión fractal del dibujo con un
programa como HarFA, SimuLab o Fractop. El ritmo se puede simular con Rhythmic
Wheels y el grafo rítmico resultante se puede analizar con Pajek. Con estos recursos ya se
tiene una base técnica formidable para examinar repertorios enteros y, por ejemplo, com235
parar la pérdida de fractalidad de los géneros a medida que se impone la globalización,
examinar las características de estilos contrastantes, descubrir patrones visuales o cuantitativos característicos de un período, de un ritmo, de un artista, de una forma de canto o
de lo que fuere. Se puede tomar una variable cantométrica mal definida (por ejemplo, aspereza vocal, amplitud o nasalidad) y darle ahora una definición fractal o espectral precisa. Exceptuando la compra de la grabación original o el trabajo de elicitación en el campo, la inversión requerida para poner en marcha el procedimiento tiende a cero. Docenas
de otras funciones analíticas y estadísticas de posible valor diagnóstico están al alcance
de un botón virtual. Ninguna de estas operaciones, por otra parte, rinde tributo a una estrategia teórica en particular. El protocolo experimental es órdenes de magnitud más fácil
de aprehender, más productivo y menos esotérico que, pongamos, diseñar una deconstrucción conforme a la intrincada especificación de Derrida.
Ahora bien, como costo a pagar por el acceso a nuevas posibilidades, el modelado complejo requiere, como se ha visto, tratamiento computacional intensivo. Si bien existe un
amplio repositorio de herramientas de libre circulación, la etnomusicología no ha manifestado casi ningún interés por el asunto. Lo mismo se aplica a otras clases de formalismos, los estadísticos en primer lugar. Aún si se superara este pánico, tampoco estoy seguro que los modelos complejos lleguen a constituir una estrategia de elección. Salvo en el
ámbito discursivo, donde casi cualquier conjunto de ideas es promovido al rango de teoría, no existe una teoría específica de la complejidad; lo que hay son unas cuantas heurísticas, algunos principios algorítmicos y un puñado de extrañas formas de visualización.
Hay que advertir además que no por ser la música (o la sociedad) una cosa compleja requiera un abordaje en términos de complejidad. En sentido estricto no hay cosas ontológicamente simples o complejas (o numerosas, o inciertas), salvo que se las constituya conceptualmente de uno u otro modo. Aún dentro del canon de la complejidad, los escenarios
caóticos surgen en condiciones y escalas de observación precisas y en ciertos rangos específicos de valores de parámetros. Es por ello que las teorías de la complejidad han de
ser relevantes sólo en unos pocos enclaves circunscriptos de la problemática musical; en
otros contextos puede que sea preferible trabajar con teorías convencionales, si las hay.
Hemos visto, sin embargo, algunas exploraciones que se asoman más allá de las fonteras,
pocas todavía para que se pueda hablar de un movimiento o una escuela teórica. Otros
métodos complejos que aquí he pasado por alto (sociedades artificiales, modelos basados
en agentes, sistemas complejos adaptativos) son bien conocidos en ciencias sociales, pero
no se han usado aún en la disciplina, salvo en entornos orientados hacia modelos cognitivos. Esta diferencia ha sido constante. Siempre existió, por ejemplo, una antropología
matemática como especialidad marginal pero bien nutrida; en contraste, recién en los últimos años se está constituyendo una etnomusicología matemática que dudo llegue a fraguar (Chemillier 2002; Toussaint 2002; 2005). En arqueología se realizan desde hace décadas conferencias sobre métodos computacionales, como Computer Applications in Archaeology o UISPP Commission IV; en etnomusicología no hay nada semejante y a juzgar por como vienen las cosas no lo habrá hasta que la generación que se ha criado en una
semiosfera en simbiosis con las computadoras tome el relevo. No es posible entonces augurar la adopción masiva de estas herramientas en el contexto actual; la simulación y el
modelado creativo son aún resistidos en disciplinas mucho más amistosas que la etnomusicología frente a estas raras experiencias del conocimiento.
236
8. Conclusiones
Si se supiera al empezar un libro lo que se iba a decir al final,
¿cree usted que se tendría el valor para escribirlo? Lo que es
verdad de la escritura y de la relación amorosa también es verdad de la vida. El juego merece la pena en la medida en que no
se sabe cómo va a terminar.
MICHEL FOUCAULT, Tecnologías del yo y otros textos
afines
Este es el momento en el que, más que resumir o celebrar, corresponde relativizar y situar
lo que se ha escrito, sacando de lo que se ha expuesto algunas consecuencias. Al término
de este libro percibo que muchos etnomusicólogos importantes han quedado fuera de
tratamiento, lo cual es de lamentar. Casi no he dicho palabra de Diego Carpitella, Roberto
Leydi, George List, Bruno Nettl, Gilbert Rouget, Charles Seeger, Hugh Tracey o Christopher Waterman, para no hablar de innumerables profesionales africanos, asiáticos y latinoamericanos de quienes no he mencionado siquiera el apellido. A raíz del requisito que
me impuse de hacer referencia sólo a las teorías generales que poseen algún grado de organicidad, he debido dejar al margen la discusión de muchas buenas ideas. Aquí es donde
la organización del texto luce incompleta y quizás injusta; los contenidos de los capítulos
anteriores resaltan las líneas que responden al criterio y ordenan de ese modo el campo,
pero tal vez omiten demasiado detalle. No todo el discurso teórico sobre la música en la
cultura está entonces bien representado; si se quiere comprender el estado de la ciencia en
relación con ese objeto aún resta mucho trabajo por hacer.
En primer lugar es evidente que está haciendo falta que se escriba una buena historia de
la disciplina, aunque quizá no sea éste el momento apropiado para intentarlo. Sería lamentable que esa narrativa culminara hegelianamente con el triunfo de las actitudes que
hoy prevalecen y con la proyección de futuro que ellas dejan entrever. No puede ser un
buen momento aquel en el cual gobierna una doctrina que se llama a sí misma “crítica”,
pero que está visiblemente feliz con el estado de cosas. Será menester que las nieblas de
la posmodernidad se despejen un poco para que la moraleja de la historia que vaya a escribirse no luzca como un relato de Marvin Harris contado al revés, o como la crónica del
colapso de una disciplina que conoció tiempos mejores. No hay historias totales de la etnomusicología, dije. Los intentos parciales que conozco (Kunst, Boilès & Nattiez, Cámara, Marcel-Dubois, Pelinski) son breves y de nivel introductorio. Como quiera que sea,
una historia de la disciplina debería ser un emprendimiento colectivo que tome en cuenta
también algo de lo que se ha pensado en la periferia. La inconclusa historia de la antropología de George Stocking señala un camino posible, aunque es dudoso que el lectorado
de la disciplina posea la masa crítica suficiente para justificar que se acometa una tarea
semejante.
En este punto cuadra alguna reflexión sobre la titulación de la disciplina como etnomusicología, musicología a secas o antropología de la música. Aunque algunos autores hacen
una cuestión vital de ello, no me parece que la adscripción disciplinar, la formación profesional o la denominación de la especialidad representen problemas de extrema premura.
Como todo el mundo sabe, la parcelación de las disciplinas no obedece a razones sistemáticas. No habiendo tampoco definiciones consensuadas de lo que es “música en su
237
contexto” o “enfoque antropológico”, presiento que cada quien realizará su elección distintamente. Acaso los modelos de la complejidad estén brindando también una forma de
salirse de las camisas de fuerza disciplinares y de las posibles axiologías latentes para enfatizar las comunalidades epistemológicas, las pautas que conectan, la visión transdisciplinar y las clases de universalidad, definiendo formas de tratamiento susceptibles de aplicarse aún en caso que los sistemas simbólicos a estudiar sean otros, o arrojando sobre
los problemas actuales luces que vienen de lugares insospechados.
Pero por ahora subsiste la duda respecto de cuál podría ser el mejor nombre. Es evidente
que los estudiosos han preferido el de etnomusicología cuando no tenían mucha idea de
teoría antropológica, y el de antropología de la música cuando conocían malamente la
teoría musical. Si se trata de establecer cuál ha de ser su nombre a futuro, no encuentro
ofensiva ninguna de las denominaciones, a condición que la música de la cual vaya a
tratarse sea la de cualquier cultura, Occidente incluido. En cuanto a que la etnomusicología deba o no preservar sus lazos con la antropología, eso depende de la calidad de la antropología que aquélla practique y de cómo evolucione la disciplina madre de aquí en
más. Por un lado, apoyarse en un saber constituido puede ser una ventaja técnica; por el
otro (y como lo demuestran no pocas aventuras posmodernas, fenomenológicas, culturalistas o histórico-culturales que aquí hemos revisado), una buena soledad es a veces mejor
que una mala compañía. En lo personal, preferiría que quienes conocen de música se concentren en ella antes que su diversidad se esfume; para hacer etnografía general ya hay
más que suficientes antropólogos de tiempo completo (muchos más que tribus sobrevivientes) y más documentos descriptivos publicados de los que nadie podrá leer jamás.
Pese a que en otras ocasiones hice hincapié en la dimensión política de los procesos musicales y de los discursos que se les refieren, no me arrepiento, sin embargo, de haber privilegiado aquí la teoría. Sobre la política y la poética de la representación se ha escrito
bastante, sobre teoría casi nada20. Tal vez sea ésta la última oportunidad que nos queda de
examinar las relaciones entre un campo particular que ya no sabe muy bien dónde situarse disciplinariamente y una disciplina madre que hoy afronta la opción de reformular
sus tácticas, resignarse a ser un estudio de cosas pasadas o cerrar sus puertas. Como dice
James Porter, en los últimos diez años la etnomusicología ha ido tomando cierta independencia de la teorización antropológica, al compás del avance de la globalización, de la
consolidación de la sociomusicología, de la expansión de los estudios culturales que monopolizaron el estudio de la música mediática y del vuelco de los etnomusicólogos hacia
las expresiones de las “micromúsicas de Occidente” (Porter 1995; Slobin 1992).
En otras palabras, mientras la etnomusicología quiere sacarse de encima el prefijo “etno”,
la antropología de la música se está divorciando de la antropología, después de haber abandonado la musicología hace ya mucho tiempo. Una reseña amigable diría que una disciplina en busca de una nueva identidad explora otros horizontes; un examen menos com-
20
Algo se ha escrito respecto de la incidencia del colonialismo, el nazismo, el stalinismo y la revolución cultural china sobre la teoría. Está todavía pendiente, sin embargo, examinar el impacto del
neoliberalismo y de la ideología del nuevo orden mundial sobre las modas intelectuales en general
y sobre la hermenéutica, el individualismo metodológico, el posmodernismo y los estudios culturales en particular. Llamativamente, estas corrientes nunca han afrontado la discusión sobre cuál
es el proyecto político a cuyos propósitos ellas resultan ser más funcionales.
238
placiente diría que un campo en crisis abandona un barco que se hunde. Una respuesta
cordial argumentaría que es una lástima que se haya llegado a ese extremo; una réplica
más realista aduciría que si la etnomusicología se aleja de la antropología es improbable
que ambas disciplinas se echen de menos mutuamente y que, en la actual coyuntura, alguna de ellas desaproveche, por haberse alejado, una sustancia teórica esencial.
Habrá que dedicar un párrafo a la omisión en este libro de una muchedumbre de aspectos
de indudable importancia en el trabajo etnomusicológico concreto que los revisores del
primer volumen me han señalado: las técnicas de transcripción y trabajo de campo, los
protocolos de elicitación, las relaciones entre música y cuerpo, los enfoques de género,
los delicados dilemas de la identidad, las migraciones y la hibridación, la ética de la investigación profesional, el estudio de la música popular urbana, la interacción entre oralidad y escritura, la organología, la geografía musical, el folklorismo, el patrimonio, las dinámicas del cambio, las relaciones entre música e ideología, la música como industria
cultural, la autenticidad, la invención de las tradiciones, el engrisamiento global, los repertorios musicales mismos. No es que estos asuntos no valgan la pena; la cuestión es
más bien que ha habido escasa elaboración teórica de esos tópicos y se supone que este
libro es sólo de teoría general. Tampoco estoy calificado para tratar algunos de esos asuntos, ni me será posible estarlo en el corto plazo.
A lo largo del texto dimos con modelos teóricos de los que puede sacarse bastante provecho al lado de otros que, por ser contingencia pura, serán barridos por el tiempo apenas
sus condiciones de inmediatez experimenten un cambio, o sea pronto. En el curso del
recorrido por la teoría etnomusicológica hemos tenido ocasión de poner en tela de juicio
muchos de los estereotipos dominantes en los tiempos posmodernos y sus prolongaciones. De todas las constataciones que han surgido en un momento u otro propongo desarrollar algo más las siguientes:
1. Posmodernismo y corrección política. Como habitualmente sucede en la antropología
crítica o en los estudios culturales, los autores que se inscriben en tendencias posmodernas gustan de emplear calificativos políticos para referirse a cuestiones que son
primariamente epistemológicas. Desde que Baudrillard descubriera que es posible
llamar burgués al funcionalismo de Malinowski, o que los antropólogos se dieran
cuenta que el desarrollo de su disciplina fue contemporáneo del proyecto colonial, esto viene sucediendo con regularidad. La calificación ideológica que los posmodernos
hacen de la antropología es selectiva: todo el mundo oyó hablar de los infames diarios
de Malinowski, pero nadie recuerda lo que pensaba Geertz sobre el asesinato de Lumumba o su silencio ante las matanzas que se gestaban en Indonesia mientras él hacía
allí su trabajo de campo; nadie se ocupó tampoco del aporte que Goodenough creía
estar haciendo a los servicios de contrainsurgencia, del rechazo del relativista Herskovits a la declaración universal de los derechos humanos (rechazo vigente en la
AAA durante medio siglo hasta su repudio en 1999), del racismo residual de Franz
Boas, del litigio que el posmoderno Clifford les hizo perder a los Mashpees que reclamaban su identidad, de la cobardía de la comunidad etnomusicológica frente a las
listas negras que incluían a Lomax y a Seeger o, más recientemente, de la tibieza de la
corporación antropológica ante la políticas neo-imperiales del nuevo siglo. Cuando el
recurso de la proclama de auto-corrección llega a la etnomusicología los actantes
cambian pero la axiología se mantiene y no pocas veces es lo único que hay, tanto en
239
materia de teoría como de política. La politización metafórica del texto teórico que se
ha llevado a cabo en estos años es correlativa a la trivialización de la política en sentido estricto. De esta manera, en Michele Kisliuk, en Matthew Sansom y en los autores poscolonialistas, el eje del mal no tiene responsables materiales y ejecutores concretos, no está vinculado con el poder político o los intereses económicos reales, sino
que es inherente al ejercicio del análisis o a la comparación. Basta entonces ser antianalista o demonizar la comparación, o cuestionar el uso de los modelos lingüísticos o
matemáticos, para que muchos crean que la descripción correlativa a esta crítica proporciona un marco teórico, que es por añadidura políticamente justo y combativo.
2. Las modas y las diásporas. Por esas y otras capacidades de mímesis y simulacro, los
círculos posmodernos se han convertido en refugios oportunos para prófugos de modalidades premodernas que no han experimentado la modernidad o que lo han hecho
con ligereza. Irma Ruiz (2005), por ejemplo, puede así saltar de una fenomenología
de resonancias arcaicas a la deconstrucción y el poscolonialismo. Ramón Pelinski
(1998) llega al posmodernismo cuando la antropología de Blacking que antes promoviera (1995) pierde prestigio, escribiendo en el transcurso un libro (1997) óptimo para
referir como ejemplar al final del día. Steven Feld (1990) se apresuró a agregar capítulos a su obra maestra para referirse a un dialogismo que se le había pasado por alto en la primera edición; algo parecido hizo Judith Becker (1983), estropeando dialógicamente un aporte gramatical de buena factura. En etnomusicología esta situación
es generalizada; todos los caminos conducen a la última moda, ya sea recorriendo la
serie o salteando etapas. Es a propósito de esta disciplina que Adam Krims ha hablado del trasplante del posmodernismo pos-marxista hacia un campo que nunca había
sido sustantivamente marxista. Y aquí cabe una reflexión adicional: pocas veces se ha
examinado el desbande que se desencadena en una corriente cuando su moda declina.
Yo percibo un patrón: en general la ideología de izquierda o de derecha no es tan determinante en la elección de las nuevas afinidades teóricas como lo es la oposición
entre objetivismo y subjetivismo. Un idealista conservador a la vieja usanza que deba
actualizarse optará por un marco poscolonialista que denigre al imperio en tanto eso
le proporcione recursos contra el objetivismo, que en este círculo es el crimen capital.
Todo ponderado, me doy cuenta ahora que una lectura de la dinámica de la sucesión
de programas de investigación, matrices disciplinares, paradigmas y demás entidades
epistemológicas de la etnomusicología en términos de los modelos de Kuhn, Lakatos,
Suppes, Laudan y aún Feyerabend es una idealización piadosa (cf. González Echevarría 2003); lo que se requiere es más bien un estudio de la mecánica de las modas, de
la retórica de sus estereotipos y de las tácticas de justificación de sus ideologías.
3. Individualismo metodológico, agencia y construcción social. En un momento en que
se cuestiona la definición de las culturas como unidades aisladas (como si hubieran
sido poca ofensa el particularismo, el giro hacia las humanidades y la proclamación
de una estrategia emic), comienza a surgir algo más que un atisbo de individualismo
metodológico (p. ej. Rice 1994). La tendencia arranca desde lejos, pues ya a mediados de siglo Bruno Nettl (1954) argumentaba que la teoría de la composición comunitaria ha sido abandonada en favor de la que sostiene que la música es siempre de creación individual (Cámara 2004: 447). Así como la idea de determinación cultural minimiza el sustrato universal subyacente, el individualismo amenaza incluso la larga
primacía del dudoso concepto de la construcción social o cultural de la realidad.
240
Cuánto valga en realidad este concepto honestamente no lo sé, porque hasta la fecha
ha sido una metáfora dormitiva para toda ocasión que, a juzgar por su uso, no podría
superar un test Popper 101 de cientificidad en caso que existiera semejante cosa. Hay
todavía mucho que trabajar en la dinámica entre los universales cognitivos y la autonomía de la música en sí misma por un lado, y el margen de maniobra de la cultura, la
construcción social de los sistemas y el papel del individuo por el otro; pero la solución hoy vigente, que privilegia este segundo conjunto, ha demostrado que no puede
dar cuenta de los procesos globales contemporáneos.
4. Exclusionismo. No he podido encontrar evidencia de que los modelos analíticos o los
comparativos en etnomusicología excluyan otras posibilidades teóricas. Los contextualistas, los hermeneutas y los posmodernos, en cambio, no toleran las alternativas
situadas a otro nivel de abstracción, que reivindiquen o requieran algún trabajo de formalización, que no se interesen en contemplar la realidad como si fuera un texto o
que no ponga en foco la subjetividad del estudioso. Los partidarios de una ciencia
más o menos formal hacen sus aportes científicos y hasta ahí llegan; puede que reclamen un poco más de análisis y de comparación o un poco menos de autoindulgencia,
pero son relativamente pluralistas. Los humanistas, en cambio, tras la huella de los fenomenólogos que ponían la palabra toward en todos sus títulos, pretenden involucrar
evangélicamente a toda la disciplina, cuando no a toda la episteme, en su “giro lingüístico”, su “giro interpretativo”, su “momento humanizador” o su “refiguración del
pensamiento social”. Todo estos advenimientos, revoluciones y epifanías son, además, irreflexivamente unilineales y ecuménicas. Esas y otras expresiones fundan una
concepción que no admite que coexistan diferentes mapas para un mismo territorio, ni
se interrogan jamás sobre propia problematicidad, ni sobre la anomalía que significa
que toda la producción de teoría se negocie en (y se imponga desde) un solo país, que
al lector le resultará fácil imaginar cuál es.
5. Antropología de la música. El nombre mismo de la disciplina es una idealización que
confunde lo que es con lo que debiera ser. En los dos volúmenes de este libro se ha
verificado el carácter precario de la mayoría de las apropiaciones teóricas de la antropología por parte de la etnomusicología, revelando con crudeza el lado oscuro de la
interdisciplinariedad. Ni aún en lo administrativo ha habido integración. En la AAA
hay asociaciones de Antropología y Ambiente, Antropología Política y Legal, Cultura
y Agricultura, Antropología Evolucionaria, Antropología del Alimento y la Nutrición,
Antropología de la Conciencia, de la Religión, del Trabajo, Gay y Lesbiana, Médica,
Psicológica y Visual. ¿Antropología de la música? Pues no; se prefiere que lo que
cargue con ella sea una oficina segregada. La antropología ha preferido el parentesco
a la música, con el éxito de público que todos conocemos. Como resultado, los popes
de la antropología de la música son desde el punto de vista de la teoría antropológica
general soberanos desconocidos; y también viceversa. El último etnomusicólogo cuyo
dominio de la teoría antropológica puede llamarse formidable ha sido, según todo indicio, Georg Herzog. Con posterioridad a él, y a pesar del “imperialismo antropológico” anglosajón denunciado por Paul Mercier y vuelto a recordar por Rolando Pérez
Fernández (2005: 44), la teoría antropológica desplegada en etnomusicología ha sido
francamente pobre. Por cierto, se ha logrado imponer el tratamiento del contexto; pero lo que se ha ganado con ello no alcanza a compensar la exclusión del único factor
que podría justificar una ciencia aparte.
241
6. Exclusión de la música. La supresión del tratamiento de la música en sí misma bajo
pretexto que esa operación homologaría un canon o establecería un objeto (implicando que pensar en objetos es inherentemente colonialista o autoritario), escamotea y
estigmatiza una facultad humana fundamental, así como el producto de su ejercicio.
Invito a considerar lo que podría llegar a ser una historia de las artes plásticas, por ejemplo, en la que se excluyeran las obras de arte salvo en lo que respecta a su significado contextual o en su narratividad figurativa. Invito a pensar que quien denigra el análisis de la música nos priva de ahondar en la sistematicidad y en la riqueza de lo
que los actores hacen. Cuando los ánimos se aquieten se verá que el estudio de los fenómenos musicales en sí mismos es menos un “objetivismo” vulgar que una forma legítima de escrutar la naturaleza compleja, las estructuras y la diversidad de lo que la
cultura humana es capaz de hacer a partir de las potencialidades y restricciones que la
cognición establece. Frente a la postura exclusionista reivindico el pensamiento de
Kofi Agawu y Michael Tenzer: toda música reclama por igual el ejercicio del mejor
análisis del que seamos capaces.
7. Epistemología. El prolongado predominio de las modalidades particularistas e interpretativas sin duda ha afectado la calidad de los estándares teóricos de la disciplina.
Así, en un ambiente de scholarship superpoblado de referatos, hemos visto que autores de renombre han confundido las variaciones estadísticas con la variación a lo
largo del tiempo; han asegurado que el principio cuántico de indeterminación impide
medir correctamente los sonidos musicales; han calificado modelos distribucionales
como generativos; han considerado un incordio que existan excepciones en una correlación probabilística; han exigido que se practique un muestreo proporcional en una
distribución independiente de escala; han intentado impedir que se comparen fenómenos observables a menos que se incluyan también otros factores “profundos” cuya relación con aquéllos no saben decir cuál es; han propuesto como soluciones problemas
intratables; han confundido la hermenéutica monológica con la perspectiva del actor;
han situado autores en las escuelas equivocadas; han creído que una teoría con dos
nombres distintos son dos teorías diferentes, exaltando a una y denigrando a la otra;
han desalentado el intercambio de modelos, metáforas e ideas entre disciplinas; y han
impugnado teorías porque éstas omiten lo que al crítico le interesa, como si en una
ciencia no se tuviera libertad de definir el objeto como a uno le parezca necesario.
Hasta que este libro se escribiera, nunca nadie señaló estas circunstancias. Más aún
que la reconocida parálisis teórica de los últimos veinte años, estos son, creo, indicadores elocuentes del estado de la disciplina y de la bancarrota de un saber que va mucho más allá de ella.
8. Música y semántica. La premisa boasiana de John Blacking, quien llegaba al extremo
de oponerse a la comparación aduciendo que músicas iguales podían tener significados distintos es un índice de lo que ha llegado a ser la inflación semántica en la antropología de la música. Ella se hace evidente aún en lo que parecerían ser distintas teorías de correlación entre lo cultural y lo sonoro: las teorías de la homología, las de la
interpelación, las de narratividad (Shepherd y Wicke 1997; Pelinski 1998: 163-175).
Que la lógica estructural de la música en sí es un factor de mayor incidencia que la
significación o el contexto funcional para que una música sea como es resulta evidente para quien quiera verlo: no sólo la evolución de los géneros en la tradición clásica
de Occidente, sino la trashumancia y la fusión de los estilos en las músicas del mundo
242
son prueba abrumadora de ello. Intentadas durante más de cuarenta años, las formulaciones que perseguían correspondencias analógicas entre factores culturales de significación y estructuras musicales han agotado el tiempo que es razonable concederles
sin que hayan encontrado un solo elemento de juicio de aplicabilidad general. No me
opongo a que quien quiera hacerlo se embarque en la búsqueda del significado; lo que
sí digo es que el semanticismo debería reprimir su tendencia a constituirse en una imposición excluyente a la hora del diseño investigativo o de la crítica científica. Quien
sostenga que los significados culturales son componentes identitarios primordiales,
deberá explicar también por qué a la hora de la globalización los autóctonos los dejan
de lado con tanta diligencia.
9. Oposición al uso de modelos. Muchos partidarios de las humanidades se muestran opuestos al uso de modelos matemáticos o computacionales y llevan su hostilidad hasta abarcar las técnicas de notación. El argumento subyacente es que estas formas simbólicas son inhumanas, artificiales y etnocéntricas, mientras que el lenguaje escrito o
hablado (sobre todo si es emic) establecería con su objeto una relación más humana,
natural e igualitaria. La disciplina está atestada de denuncias en contra de formalizaciones, abstracciones y modelados como fines en sí mismos, mientras que nadie ha
pensado en poner al lenguaje de las formas cualitativas bajo sospecha por iguales razones, aunque fuese a titulo precautorio. De más está decir que me opongo a esta parcialidad: ambas formas de expresión son por igual incompletas, imperfectas, artificiosas y ¿por qué no? buenas en lo suyo. Invito a pensar que, ontológicamente, la representación algorítmica es al revés de lo que todo el mundo cree órdenes de magnitud
más cercana a la música que la lengua natural. De hecho, toda música está construida
algorítmicamente, si bien no somos conscientes de las reglas, fórmulas, recetas o arquetipos que la rigen excepto cuando alguna vez se violan (cf. Lerdahl y Jackendoff
1983; DuBois 2003). Para referirnos a la música la lengua natural tiene alguna ventaja
expresiva, pero el modelado y la notación permiten observar fenómenos tales como
correspondencias icónicas, patrones repetitivos, sonidos simultáneos, variaciones y
proporciones cuya representación analógica está vedada al lenguaje debido a su carácter lineal y a su vocabulario cristalizado. En fin, tanto la notación como el lenguaje
son incapaces de expresar factores como el timbre y la textura; ambas formas son
extravagantemente abstractas, metafóricas y sinestésicas; ambas son humanas y ambas son y seguirán siendo insuficientes, complementarias y requeridas. En estas ciencias no sobra tanto insight como para darse el lujo de reprimir una de las pocas formas de alcanzarlo.
10. Oposición al universalismo. Inspirándose en la antropología particularista y hermenéutica, la etnomusicología ha sido hasta hace poco hostil a la búsqueda de universales y ha exagerado las diferencias al extremo del ridículo. Pero es en relación con la
música, precisamente, que el anti-universalismo de Geertz luce como un argumento
de insanable puerilidad: toda afirmación que comience diciendo “todos los pueblos…”, afirmaba él, no puede ser sino infundada o banal (Geertz 2000: 135). Contrariamente a lo que él dice hay multitud de universales en música que no son ni una
cosa ni la otra: la identidad de la octava, la división de la octava en no más de siete
grados discretos, la división pareada de las escalas en las flautas de Pan allí donde las
hay, el diseño y el simbolismo de las churingas, las estructuras de los ritmos infantiles, la emisión vocal de las canciones de cuna y de los lamentos, los iconos del
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llanto, los procedimientos de modelo-y-variación, la percepción de diferencias de
alturas musicales, la constitución de piezas, repertorios y géneros, el efecto gestáltico
de Übersummativität que transiciona las notas en melodías, la posibilidad de que una
clase de música se fusione con otra, la estructuración jerárquica, la asociación sinestésica de lo rápido con lo alegre y lo lento con lo triste, la música vocal y la danza mismas, y en el contexto actual el pop, la posibilidad de asimilar y memorizar la música
de otras épocas y culturas, y la de ser transculturalmente multi-musical.
11. Más universales. Hay también numerosos universales estructurales en el lenguaje
(cuarenta y cinco en el cómputo de Greenberg), en la posesión del lenguaje hablado,
las formas poéticas y retóricas, la narración de historias, la metáfora, la deixis, la poesía basada en la repetición de patrones lingüísticos, la existencia de palabras para denominar los días, los meses, las estaciones, los años, el pasado, el presente, el futuro y
las partes del cuerpo; los números, los nombres propios, la posesión de objetos, las
categorías básicas de parentesco, las distinciones binarias, la existencia de medidas,
las relaciones lógicas (incluyendo “no”, “y”, “igual”, “equivalente” y “opuesto”), las
herramientas, la expresión gestual de las emociones, la capacidad de la memoria a
corto plazo, la nomenclatura de los términos básicos para los colores, la capacidad de
construir taxonomías, el llanto, el humor, el uso de la sonrisa, la atracción sexual, el
uso del fuego, las drogas, la decoración de artefactos, la vida en grupo, la socialización de los hijos, el régimen de vida diurna, la medicina, las categorías de personajes
sobrenaturales, las explicaciones de la enfermedad o de la muerte (cf. Brown 1991;
Pinker 1994: 429-431; Gumperz y Levinson 1996). Nada de esto suena remotamente
banal para mí. Los universales son sin duda muchos más y el inventario de los que
conciernen a la música se incrementa cada año que pasa, sobre todo en el campo cognitivo. No intento minimizar las diferencias culturales, ni naturalizar lo que es con
justicia se llegado a demostrar que es relativo; no se trata de restar importancia a la
cultura, ni de desconocer los infinitos matices de la diversidad. La indagación particular en profundidad es requerida en ciertos contextos y a cierta escala; pero cuando
de fenómenos globales se trata, el particularismo parece ser una idea poco productiva.
La antropología, con su invención de las culturas cerradas sobre sí mismas, y la etnomusicología, con su larga elusión de las músicas contaminadas, son sin duda culpables de haber incurrido en la sobrevaloración de la diferencia, con la consecuencia de
que cuando todo se iguala nada se entiende. Que algo sea universal o relativo, necesario o contingente, implica saber si puede o no ser cambiado; es por ende un asunto
político demasiado serio para ser tratado epistemológicamente a la ligera.
Hasta aquí la evaluación crítica de la situación, en la que me he demorado un tanto
porque lo que en ella se expresa no coincide con lo que la mayoría dice o con la imagen
que trasmiten los manuales. En cuanto a lo puramente teórico, malo sería que el lector se
satisfaga con lo que ha leído. Este libro es solamente un señalador de posibilidades, un
puntero hacia textos en los cuales lo que realmente cuenta se aborda, en no pocos casos,
con la pasión y la profundidad que el tema merece. Invito que se los lea ahora que la música es todavía diversa, antes que sea demasiado tarde.
244
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