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CIUDADANIA
Soledad Murillo de la Vega
Entrada: Ciudadanía. Diccionario de Solidaridad. Antonio Ariño (ed). Tomo II. Tirant Lo
Blanch. Valencia. 2003. (pp.: 92-107).
El origen: una transición necesaria
Para definir ciudadanía debemos remontarnos a las circunstancias históricas que la hacen
posible. Antes de nombrarse como tal, suceden unos cambios espectaculares: la quiebra del
pensamiento medieval, producto de una sociedad fragmentada en pequeños reinos feudales,
motivo de inseguridades y luchas permanentes que obstaculizaban las demandas de la
incipiente burguesía centroeuropea. Sobre semejante escenario era difícil edificar la nueva
sociedad civil por lo que se imponía una nueva estrategia, un pensamiento que facilitara el
advenimiento del Estado.
El desplazamiento del orden feudal, para pasar el relevo a un poder basado en la soberanía,
requiere, además de construir un argumento jurídico del Estado (son las nuevas teorías del
estado, denominadas también Contractualistas de los siglos XVII y XVIII), reflexionar
teóricamente sobre ello. La descomposición de una sociedad estamental implica cambios de
poderes. En el nuevo orden estatal ya no deberá primar el poder de cada señor, sino el
acordado por todos. Semejante petición viene avalada por una recomendación: Si quiere ser
libre (él y su propiedad) deberá asumir el peso que supone participar de una norma común
(quedan fuera de consideración los no poderosos). En este proceso de transición, entre el
orden feudal y una nueva sociedad, los precursores del Estado entran es escena, transición que
es interpretada por Thomas Hobbes como un proceso necesariamente coactivo (los hombres
son hostiles entre sí), mientras que para John Locke, sin concebir un carácter vengativo de los
hombres, sí teme que se tomen la justicia por su mano. Ambos pensadores coinciden en tomar
acuerdos para regular un ámbito público, definido a partir de ahora con una nueva óptica: la
política como lugar de pactos. Precisamente del mutuo consentimiento surgirá la figura del
Contrato Social. Bajo este nuevo código de honor, sólo los hombres poderosos se adjudican la
capacidad de cambiar las reglas del juego: la política como lo como lo pactado.
La Ciudadanía Política. Para constituirse como parte de un nuevo Estado (que Hobbes
denominará República) se precisa seguir una serie de recomendaciones: primero, renegar del
antiguo orden (donde la sujeción –a la tierra o al señor feudal- era la relación social
predominante). Segundo, se requiere ceder el autogobierno (las únicas cuentas que rendían los
estamentos poderosos eran ante Dios) para lograr con la suma de ambas condiciones ceder el
propio poder en beneficio de un poder delegable. A cambio de este sometimiento, el Estado
asegura la protección de los individuos y de sus propiedades. Este proceso se sellará mediante
un Contrato Social. En 1651, Hobbes resume muy bien las cláusulas del pacto que funda el
Estado: Autorizo y abandono el derecho a gobernarme a mí mismo, a este hombre, o a esta
asamblea de hombres, con la condición de que tú abandones el derecho a ello y autorices
todas sus acciones de manera semejante. Hecho esto, la multitud así reunida en mi persona
se llama República. (Cfr. Leviatán. Editora Nacional, Madrid, l979. pág, 267)
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Resulta evidente que un tránsito que contiene semejantes condiciones, de cesión y pérdida de
poder, ha de contar con sólidas ventajas. Una de las estrategias es "legitimar" la transición
mediante una jerarquía que proclame las cualidades del modelo futuro y depreciar severamente
lo que se abandona (la famosa dicotomía entre Estado de Naturaleza- Estado Social). Otra de
las estrategias es revestir este tránsito de “mutuo acuerdo”, del que emerge una nueva
sociedad política. Pero el trueque resulta verdaderamente interesante si se piensa en la
propiedad, puesto que la protección a la propiedad privada subyace en los principios que rigen
el Contrato Social.
El Estado se erige sobre la regulación de su defensa; la salvaguardia de la propiedad privada y
los límites que la definen serán condiciones indispensables para fundar la sociedad civil.
Aunque en términos positivos, su reconocimiento supuso la propiedad de la vida, la propiedad
de sí, un excelente fundamento de la autonomía individual. A pesar de este elemento de
individualidad, Jean Jacques Rousseau, no disimula su desprecio por la propiedad privada y
propone una democracia radical al exigir que la representatividad más que un simple principio
formal, se ejerza siempre que los ciudadanos se reúnan en el espacio público. Una soberanía
que dimana de la asamblea reunida. Ni que decir tiene que aquellos individuos que no son
convocados a la reunión no ejercen (ni disfrutan) del derecho de soberanía. El espacio político
no es universal, porque los requisitos de participación no son iguales para todos, como muy
bien sabe Rousseau para quien existen distintas pedagogías de formación ciudadana -para
hombres, El Emilio, y para mujeres, Sofía).
El sujeto del Contrato Social derivará a su vez en ciudadano. El ciudadano estará sujeto a
obligaciones y a la vez se le otorgarán derechos. Gozando de esta nueva condición
participará en el proceso de elegibilidad política. Este esquema se plasmará en textos
constitucionales con “aspiraciones” de universalidad, es decir, con la pretensión de que sus
contenidos rigen igual para todos. Formalmente sí, puesto que el derecho electoral se
convertirá en el lugar de condensación de las jerarquías (los Levellers radicales de la
Revolución Inglesa ya reclamaban, en l649, una limitación del derecho electoral; dejando al
margen del ejercicio de este derecho a los asalariados, los que viven de limosnas y a las
mujeres). En la Ilustración se van a verificar “recortes” semejantes. El período Ilustrado,
llamado así por su capacidad de apelar a la razón y al argumento, frente al prejuicio y el
oscurantismo del Antiguo Régimen, tendrá en la Revolución Francesa su máximo exponente
de legitimación del concepto de ciudadanía.
La Revolución Francesa, como un extraordinario fenómeno de cambio cultural y social,
marcará el comienzo de la modernidad. Con este episodio político se modifica la mentalidad
Europea al surgir un movimiento que instituye la razón como principio regulativo de la vida
política. El 26 de agosto de 1789 se vota la Declaración de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano, según la cual el ciudadano será apto, en virtud de su nueva condición, para formar
parte de la voluntad general que es la voluntad de todos. Libertad, igualdad y fraternidad van
ser los fundamentos que sienten la base del moderno estado democrático. Pero la fiesta
tiene entradas limitadas. Entre l789 y l792, los ciudadanos que pueden ejercer el voto han de
pertenecer, obligatoriamente, a una de las siguientes categorías: los elegidos por la
Asamblea Nacional, los ciudadanos elegibles para funcionarios departamentales y aquellos
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que son considerados ciudadanos activos, es decir, los económicamente independientes.
Dadas las prescripciones, la ciudadanía se convertirá en un trato de favor en una época
consagrada al impulso del concepto de igualdad.
No importa del grado de participación en el período revolucionario, el significado de citoyen
resulta ser de alcance restringido condicionado por la posición económica de los ciudadanos.
En suma, la igualdad se resiente como principio, primero porque estará ligada a la propiedad
privada lo que supone una frontera en el acceso al régimen de ciudadanía, además de regular
el grado de intervención en la vida pública (esta acepción no es nueva, ya en el mundo clásico
era correlativo a participación, "ser dueño" posibilitaba formar parte de la política de la ciudad).
Por estos motivos, las capas más desfavorecidas compartieron la exclusión como ciudadanos.
Segundo, la igualdad se resiente como principio de universalización – no rige igual para todoslas mujeres, anteriormente consideradas como sujeto inhábil para participar del Contrato Social,
ahora son privadas de “la razón” y excluidas de la voluntad general. Mientras Condorcet
defienda ante la Asamblea Nacional su derecho a formar parte del gobierno de la Nación, quien
realmente había fundamentado contra el prejuicio es Poulain de la Barre (De L´égalité des deux
sexes).
La igualdad constituye un derecho absoluto y no admite excepciones. De nada servirá su
atrevimiento, puesto que la categoría ciudadana será vetada sin miramientos. Ante esa
prohibición, Olympe de Gouges solicitará que las mujeres formen parte de la Asamblea
Nacional, en una “paralela” declaración de derechos: Les droits de la femme et de la citoyenne.
Ciudadanía civil. Hegel diferencia entre sociedad política y sociedad civil, siendo ésta la
instancia entre los asuntos públicos y los asuntos privados (o lo que es lo mismo, intereses
universales e intereses particulares) Hegel subraya la necesaria interdependencia entre
todos los ciudadanos, porque en la sociedad civil cada uno es para sí un fin, pero para
alcanzarlo necesita al otro como medio, no en un sentido instrumental, sino de creación de
una sociabilidad. Paulatinamente se producirá una escisión entre los intereses del Estado y
los intereses de los ciudadanos, porque aparece una nueva racionalidad técnica, una
Revolución Industrial que no gastará muchas energías en recordar los derechos de los
ciudadanos, más bien todo lo contrario: el trabajo infantil, las duras condiciones de
supervivencia, parecen ser inherentes con el advenimiento y consolidación del nuevo
mercado de trabajo. Entra en escena un código de actuación muy rentable para la nueva
lógica del trabajo: el mérito (el concepto de beruf, profesión y vocación, serían los nuevos
engranajes de la organización social para Max Weber). De esta forma, la especialización, la
profesión, el saber, formarán parte, no sólo del ámbito productivo, sino de la jerarquía política
y de sus órganos de representación.
Por otra parte, y ligada al circuito productivo, la iniciativa privada será un magnífico caldo de
cultivo para consolidar conceptos como la libertad individual. Esta tendrá más capacidad de
juego cuando prosperen (alrededor del Partido Laboral Inglés) las escuelas filosóficas del
utilitarismo que apuestan por la supresión de trabas a la economía: el principio de libre
competencia. Fundamento al que se suma la igualdad formal en derechos de los ciudadanos
ante la ley: el derecho a la opinión, a la libertad de prensa, a la reunión, entre otros. Estos
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elementos ofrecen un impulso al ejercicio de las libertades mediante un sufragio censitario
destinado a hombres “capaces” (la escritura y la lectura son requisitos de participación en el
mismo). John Stuart Mill es el representante más genuino del ala radical utilitarista y
partidario de hacer extensible el sufragio a todos los sexos (La sujeción de la mujer). Aunque
en la mayoría de los países europeos el voto quedaba reservado para una minoría “solvente”
y habrá que esperar a los primeros años del siglo XX para hacer efectivo el sufragio
universal.
El voto será la concreción última de la opinión pública. Lo que ocurre es que no siempre la
suma de esfuerzos se ve recompensada. Si el movimiento sufragista se declaró a favor de
suprimir la esclavitud, los movimientos abolicionistas no se ven en la necesidad de
corresponder y cuando los hombres de color obtienen la libertad de voto, éstos no se adhieren
al movimiento de mujeres que siguen sin ser incluidas en la definición de sufragio “universal”.
La representación es un acto de capacitación política ciudadana porque entraña un
reconocimiento social del sujeto que lo ejerce, le otorga una visibilidad política.
La participación en las decisiones. Manifestar una opinión y hacerla valer en el espacio
público, el espacio de lo común, nos obliga a mencionar el término opinión pública, la cual se
verifica cuando un conjunto de ciudadanos, que se relacionan libremente, expresan sus
opiniones públicamente sobre temas que conciernen al interés general. Ligada al contexto
donde se ejercita –el espacio político-, ya los enciclopedistas utilizaban el concepto de “opinión”
para aquellos que saben argumentar (razonar) con el fin de liberarse del peso de los prejuicios y
las tradiciones. Ser tolerantes con toda opinión contraria a la propia suponía para los ilustrados
una prueba de madurez democrática (los fisiócratas vinculaban opinión pública y verdad,
siempre que se pudiera discutir abiertamente). De la mano de Jürgen Habermas iríamos más
lejos porque la opinión pública implica algo más que la capacidad de “decir”, representa la
capacidad de “elegir”.
La ciudadanía social. La extensión de la democracia en Europa después de la II Guerra
Mundial es el momento político favorable para reflexionar sobre los derechos individuales de
los ciudadanos. En 1949 una serie de ensayos convierten a Thomas Humphrey Marshall en
el responsable del concepto de ciudadanía social (Ciudadanía y Clase Social), obligada
referencia sobre el Estado de Bienestar. Marshall consigue desplazar el término “abstracto”
de ciudadanía hacía una experiencia en la vida del sujeto, un sujeto que disfruta de su
condición de ciudadano al compartir una herencia social cuya suma de logros: la ciudadanía
política (siglos XVII y XVIII) más la ciudadanía civil (siglo XIX), ha posibilitado disfrutar de las
prerrogativas inherentes al estatus de ciudadano. Marshall estipula tres tipos de derechos:
los derechos civiles (un conjunto de libertades: de expresión, de residencia, de igualdad ante
la ley), los derechos políticos (la extensión del sufragio universal y la participación en cargos
públicos, fundamentalmente) y los derechos sociales (acceso a servicios sociales y
educativos). Derechos que permiten obtener un estado de bienestar y seguridad sin que los
ciudadanos tengan que gastar sus energías en procurárselos de forma privada.
Aprovechando la ocasión que nos da Marshall, diferenciaremos tres conceptos: los derechos
sociales, que se basan en una demanda de atención pública que está garantizada por el
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Estado, los servicios sociales, que son una provisión de asistencia ofertada por el sistema
político, mientras que las políticas sociales juegan su papel en la integración social para
favorecer el acceso a las oportunidades vitales. Volviendo a Marshall y sin restarle méritos,
cabría hacerle algunas mejoras. La primera, que estos derechos se administran a través de
la familia, siendo ésta la unidad receptora del beneficio y no los individuos y, la segunda, que
al tratarse de situaciones de necesidad, el empleo computa como máximo criterio en la
concesión de la subvención, dejando otros trabajos, no denominados como tales, fuera de la
protección social (el doméstico, que incluye la responsabilidad del cuidado –nada
desdeñable si pensamos en la esperanza de vida de los países desarrollados-).
Aún con algunas fisuras, es necesario tutelar la extensión de la ciudadanía social porque
representa, además de todo el repertorio de derechos, la valoración social de los ciudadanos
como tales. Por ejemplo, el concepto de ciudadanía social no debe quedar expuesto a las
particulares formas gubernamentales de entender el alcance del Estado de Bienestar
(especialmente en el recorte de las políticas públicas de las tendencias neoliberales) o
quedar reservado a aquellos individuos cuya identidad sexual sea la mayoritaria, me refiero a
la vindicación de una ciudadanía plena que demandan los grupos de homosexuales,
lesbianas, transexuales, bisexuales, entre otros; al reclamar la concreción del principio de
igualdad en el terreno de los derechos civiles: como el matrimonio, adopciones, derechos
patrimoniales cuya concreción cuenta con los obstáculos propios de la defensa de un modelo
de familia, como único modelo de reproducción social y de transmisión patrimonial.
Globalización y ciudadanía
Asistimos a una nueva fase del capitalismo denominado global porque las operaciones
comerciales se verifican en el marco de una internacionalización económica. La pérdida del
concepto de Estado favorece que el capital multinacional opere sin control. La regulación del
mercado ya no se pliega a criterios nacionales, los estados carecen de autoridad para
imponer barreras y, por otra parte, la economía y el mundo financiero han encontrado en la
dimensión trasnacional el confortable paraíso desde el cual tomar decisiones (el FMI, el
Banco Mundial intervienen en los asunto públicos de países, como la órbita del Tercer
Mundo, o Argentina, con mayor autoridad que sus respectivos gobiernos). Esta “tierra de
nadie” es el comodín instrumentado por las estrategias fuertes del mercado: la fusión de
capitales, las políticas de flexibilidad, el desmantelamiento de factorías, dejando fuera de
toda negociación los derechos adquiridos por los trabajadores. La movilización de capital en
una espiral voraz circula sólo en función de la obtención de beneficios, lo que implica
desentenderse de las graves consecuencias que origina en las comunidades donde se
instala, por ejemplo, la emergencia de nuevas desigualdades sociales causantes de los
grandes flujos migratorios. En la actualidad con la (im)permeabilidad de las fronteras se
precisa de una respuesta política en cuanto a la definición de ciudadanía. Más que volver
sobre los derechos que disfruta el ciudadano (residente en una ciudad, no olvidemos que
este era el verdadero origen del término ciudadanía), se impone reflexionar sobre quién tiene
derecho a la ciudadanía.
Temas sumamente complejos que se dirimen en el marco de los acuerdos formales, como el
Proyecto UNESCO-MOST (políticas multiculturales y formas de ciudadanía en las ciudades
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Europeas de 1996), o el Tratado de Niza firmado por la Unión Europea en febrero de 2001,
compatible, a su vez, con el Convenio de Schengen, que autoriza la discrecionalidad de
cualquier país para establecer controles sobre los criterios de acceso y permisos de
residencia. Bajo este esquema se esquiva articular una nueva ley de ciudadanía, tarea
propia de una Unión Europa Política (aunque es en la instancia económica donde sí se
esmeran los respectivos miembros). Estos diferentes tratamientos ofrecen para Ralph
Dahrendorf la oportunidad de establecer una división, entre una ciudadanía blanda o teórica,
cuyos elementos son de corte simbólico, y a la medida de la categoría ciudadano occidental
y, por otro lado, la ciudadanía dura o concreta, donde se entra de lleno en el plano de los
derechos fuertes como la decisión, la elegibilidad, la participación, que incluye al extranjero
residente, mientras que al otro lado queda el no residente. En esta tensión se aprecia mucho
más el modelo de entendimiento que defiende Jürgen Habermas, una suerte de ciudadanía
hacía afuera (La inclusión del otro. Estudio de Teoría Política).
El derecho a la ciudadanía Los derechos sociales deberían gozar del mismo rango que los
civiles y políticos, lo que nos llevaría a preguntarnos cómo coexisten los derechos humanos
con los derechos de las minorías. Las respuestas abarcan desde la visión de una sociedad
multicultural, sin menoscabar los principios democráticos, a la rígida obstinación de blindar
fronteras. Inmigrantes y minorías étnicas han logrado acceder a las áreas y procesos de
decisión por ser extranjeros residentes a largo plazo. En otras palabras mantienen el
derecho a la participación en la vida económica y social, pero “otros” no gozan del acceso a
la situación legal de ciudadanía, aunque se beneficien de la asistencia social o de los
recursos comunitarios básicos.
Es evidente que ya no bastan principios universales porque los nuevos valores democráticos
son impensables fuera de la noción de pluralidad, lo que supone preguntarse una y otra vez
por los límites y contenidos del concepto de representatividad. Por ejemplo, cómo se
gestiona la presencia de grupos extranjeros que aspiran a convertirse en ciudadanos (los
trabajos de Jasemin N.Soysal se especializan en las modalidades de participación de los
trabajadores extranjeros en países europeos desarrollados). De semejantes preocupaciones
surgen nuevas definiciones al concepto de ciudadanía: cosmopolita (Martha Nussbaum),
multicultural (Will Kymlicka), ciudadanía y diversidad (Sheyla Benhabib), ciudadanía y
diferencia (Iris Young) o la neo-republicana (Van Gusteren).
Además de estos factores, la representatividad viene aquejada de otros males, la
democracia representativa ya no se instituye como el un único referente político. A muchos
ciudadanos no les basta con ejercer un puntual derecho de participación electoral, la
ciudadanía contemporánea está más próxima a representarse como una ciudadanía activa,
la cual lleva consigo disponer de mecanismos de participación para llevar a la práctica la
democracia deliberativa. Esta se entiende como un marco de discusión, deliberación y toma
de decisiones: foros ciudadanos, consejos ciudadanos, talleres, jurados ciudadanos que
adoptan el papel de interlocutores sociales –de distinta índole que los partidos políticos y
sindicatos- son los nuevos elementos que la definen.
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La participación implica algo más que una recomendación moral, significa consolidar la idea
de democracia. Participar es una demanda urgente, especialmente en el marco de los
poderes locales, si tenemos en cuenta que las políticas municipales han depositado el peso
de la representación en los partidos políticos, que por su estructura interna se especializan
en mantener el incremento de votos con las correspondientes estrategias de partido (la
oportunidad política de una propuesta, la lealtad institucional, la democracia interna o la
disciplina con el aparato). Una lógica de funcionamiento que no siempre coincide con las
demandas ciudadanas, sino que está más orientada en consolidar posiciones de cara
obtener el poder, o mantenerlo.
Por estos motivos, la representatividad ha de extenderse a la ciudadanía, lo que equivale a
saberse “parte” competente para actuar en el espacio público (otro tema digno de mención,
es la tasa de tiempo disponible para acometer tal fin). Aún así, la necesidad de compartir la
soberanía está provocando una paulatina descentralización del poder; no es casual que los
intereses de los ciudadanos, más que por los avatares de la gran política, se centren sobre
los pormenores de la gestión de su entorno inmediato (actitud compatible con acceder a las
múltiples webs ciudadanas que ofrece la red). Asistimos a un cambio de escala: la
democracia local, lo que explica el incremento de espacios de autogobierno, como el tejido
asociativo, o los espacios consultivos y de participación que representan los Consejos
Ciudadanos, en los que se concitan las demandas ciudadanas sobre calidad de vida,
desarrollo sostenible en ámbitos sectoriales y de distritos (experiencias como las de
Cataluña, Andalucía, País Vasco).
Otras iniciativas son impulsadas por entidades que prestan servicios, conocidas también
como el Tercer Sector, éstas son organizaciones sin ánimo de lucro, no gubernamentales y
al margen de las administraciones públicas. Sus esfuerzos se centran en medio ambiente,
apoyo social, cooperación internacional y manifiestan, entre sus objetivos, actuar no sólo
como observadores, sino también como agentes de cambio. Estas organizaciones han
proliferado de tal modo, que su complejidad no está sólo en función de las tareas que
emprenden, sino en su funcionamiento interno: formas de gestión, grado de autonomía
respecto a los sistemas de financiación y políticas de intervención que merecen una
constante revisión para no caer en el alejamiento de los movimientos sociales de los que
surgieron o evitar una excesiva burocratización (punto débil de las redes de expertos).
Las ONGs han potenciado espacios de ciudadanía en países con una débil salvaguarda de
los derechos civiles y políticos, fomentando redes y cubriendo algunas de las necesidades
de la sociedad civil, en particular de sus aspectos humanitarios. Crean, también, nuevas
formas especializadas de solidaridad a partir de profesiones que combinan su saber con
fines de ayuda (médicos, abogados, sociólogos, sin fronteras). Actuar donde se necesita
parece ser una práctica social muy extendida en los países más prósperos, a juzgar por la
proliferación de redes de trabajo voluntario. Donde ya el propio concepto “voluntario” genera
polémicas sobre su estimación –en la contabilidad nacional, en cuanto a su valoración como
trabajo no retribuido- y en la cuenta personal –en lo relativo a computarlo como mérito
curricular-.
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Si bien es cierto que este tipo de ciudadanía activa representa una respuesta organizada a
un severo déficit democrático de los poderes públicos, también sabemos que, por su propia
dinámica de intervención, podría generarse una nueva ciudadanía cualificada, compuesta
por aquellas organizaciones que recogieran la opinión de los ciudadanos en una trama
asociativa de élite (en cuanto a información, conocimiento y tiempo sobre la gestión de los
poderes públicos) capaz de arrogarse la competencia general de participación sobre los
asuntos locales. Pero este “exceso” de protagonismo bien pudiera asumirse como parte del
riesgo que supone toda experiencia innovadora porque lo importante es generar redes de
actores sociales, organizados o no, y fomentar los beneficios de cultura participativa.
Una cultura todavía insuficiente en el caso español debido a su reciente transición
democrática, como se manifiesta en la pervivencia de viejos estilos de interlocución, más
próximos a la confrontación que a la cooperación. Y, en lo que concierne a las instituciones,
se registra una marcada resistencia, por parte de los gobiernos locales para articular
iniciativas de participación ciudadana de modo que suponga una valiosa información
institucional, en vez de una escena temida de encuentro con los ciudadanos. O, en los casos
donde la administración se relaciona con las asociaciones en función del reparto de las
subvenciones públicas, instrumentándolas como formas de adhesión política. Una partida sin
ganadores, porque son las asociaciones quienes hacen provisión de los diferentes servicios
de bienestar para la comunidad que los consistorios no realizan. La condición práctica de
este tipo de relaciones de poder impide reconceptualizar el concepto de participación
ciudadana en un juego donde todos obtengan beneficios.
Los problemas que se debaten en torno a la ciudadanía son varios. Primero, saber cómo se
resuelve el déficit de participación del tejido asociativo, donde es fácil observar un escaso
relevo generacional, especialmente en la interlocución y negociación con autoridades
locales. Segundo, impulsar la presencia de ciudadanos no organizados para que puedan
elevar sus opiniones, avanzando en los modelos de participación estratégica (Joan Font).
Tercero, establecer qué metodologías podrían aplicarse para dar cuenta de la pluralidad de
sensibilidades y procesos de participación manteniendo los protocolos científicos. Y, sobre
todo, el principal reto estaría en mantener la dimensión política del ejercicio de participación,
sin el cual la ciudadanía activa estaría centrada en soluciones de corto alcance. Reforzar el
contenido político de las iniciativas ciudadanas podría colocar en el centro del debate
establecer un nuevo Contrato Social, donde se dieran cita diferentes intereses y contenidos
tanto en la definición de ciudadanía(s) como de los pactos en los que se vea comprometida.
Bibliografía
Sheyla Benhabib. (2002) The claims of Cultura. Equality and Diversity in The Global Era.
Princeton University. University Press.
Soledad García y Steven Lukes (comps.) Ciudadanía: justicia social, identidad y
participación. Siglo XXI. Madrid. 1999.
Joan Font (comp.) Ciudadanos y decisiones públicas. Ariel. Barcelona. 2001
Chantal Mouffe. El retorno de lo político. Comunidad, ciudadanía, pluralismo y democracia
radical. Paidos. Barcelona. 1999.
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