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El desafío, por William Ospina
William Ospina · Monday, November 12th, 2012
Es extraño
que una especie que lleva un millón de años en este planeta, que hace cuarenta mil
años inventó el lenguaje y el arte, que hace quince mil ya construía poblados, que
hace diez mil en Ecuador y en Mesopotamia cultivaba la tierra para obtener alimentos,
que hace nueve mil empujaba ganados por el África, que hace seis mil ya tenía
ciudades, que hace cinco mil ya andaba sobre ruedas, que hace cuatro mil quinientos
producía seda con los capullos de los gusanos, guardaba reyes en pirámides y
sistematizaba alfabetos, que hace cuatro mil años ya levantaba imperios, todavía
tenga que preguntarse cada día cómo educar a la siguiente generación.
Casi todas las culturas anteriores supieron transmitir sus costumbres y sus destrezas,
porque sus filosofías y religiones siempre creyeron en el futuro; pero en nuestro
tiempo cunde por el planeta una suerte de carnaval del presente puro que
menosprecia el pasado y desconfía del porvenir. Tal vez por eso nos atrae más la
información que el conocimiento, más el conocimiento que la sabiduría. Los medios se
alimentan de esa curiosa fiebre de actualidad que hace que los diarios sólo sean
importantes si llevan la fecha de hoy, que los acontecimientos históricos sólo atraigan
la atención mientras están ocurriendo: después se arrojan al olvido y tienen que llegar
otras novedades a saciar nuestra curiosidad, a conmovernos con su belleza o con su
horror.
En la política, la mera lucha por el poder termina siendo más urgente que la
responsabilidad de ese poder; nadie les pide cuentas a los que se fueron y lo
imperativo es decidir quiénes los reemplazarán. Los liderazgos personales eclipsan en
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todo el mundo la atención sobre los programas, el debate sobre los principios. Los
líderes se preguntan de qué manera recibirán los electores tal o cual promesa, si se
decepcionarán de ellos por proponer esto o aquello, y la tiranía de lo conveniente
reemplaza principios y convicciones.
Nadie habría pensado en otros tiempos que los pastores sólo pudieran decir lo que
está dispuesto a escuchar el rebaño, y la palabra liderazgo va perdiendo su sentido de
orientación y de conocimiento para ser reemplazada por la mera astucia de la
seducción, por todos los sutiles halagos y señuelos de la publicidad.
Ello no significa que sean los pueblos los que ahora deciden: poderes cotidianos
gobiernan sus emociones, modelan sus gustos y dirigen sus opiniones. Fuerzas muy
poderosas gobiernan el mundo, y pasa con ellas lo que con las letras más grandes que
hay en los mapas: resultan ser las menos visibles, porque las separan ríos y montañas,
meridianos y paralelos. ¿En qué consiste esta aparente seducción de las multitudes,
que sólo quiere decirles lo que están dispuestas a oír, aunque se gobierne a sus
espaldas y no siempre a favor de sus intereses?
Nietzsche decía que cualquier costumbre es preferible a la falta de costumbres.
Nuestra época es la de la muerte de las costumbres: cambiamos tradiciones por
modas, conocimientos comprobados por saberes improvisados, arquitecturas
hermosas por adefesios sin alma, saberes milenarios por fanatismos de los últimos
días, alimentos con cincuenta siglos de seguro por engendros de la ingeniería genética
que no son necesariamente monstruosos, pero de los que no podemos estar seguros,
porque más tardan en ser inventados que en ser incorporados a la dieta mundial antes
de que sepamos qué efectos producirán en una o varias generaciones, todo por
decisión de oscuros funcionarios que no siempre pueden demostrar que trabajan para
el interés público. El doctor Frankenstein es ahora nuestro dietista y el Hombre
Invisible toma decisiones delicadas que tienen que ver con nuestra salud y con nuestra
seguridad.
Tenemos a veces un sentimiento que no tenían las generaciones del pasado: el de
estar viviendo en un mundo desconocido. Mientras el maíz que comíamos era el
mismo que comieron nuestros antepasados durante milenios, no teníamos por qué
sentir esa aprensión. Mientras los alimentos obedecían a una dieta largamente
probada por abuelos y trasabuelos, podía haber confianza en el mundo.
Nos preguntamos si pasaron los tiempos en que se podía hablar del ser humano
utilizando las palabras de Hamlet: “¡Qué obra maestra es el hombre!, ¡Cuán noble por
su razón!, ¡cuán infinito en facultades! En su forma y movimientos ¡cuán expresivo y
maravilloso! En sus acciones, ¡qué parecido a un ángel!, en su inteligencia, ¡qué
semejante a un dios! ¡La maravilla del mundo! ¡El arquetipo de los seres!”.
Gradualmente se incorporan al mundo cosas que no proceden de la tradición ni de la
memoria, sino de una sed extraña por abandonar el pasado, por renunciar a todo lo
conocido, por refugiarnos en el presente puro, en sus espectáculos e innovaciones, en
sus mercados sin descanso y en la prisa inexplicable de sus muchedumbres. El mundo
ya no parece estar para ser conocido, sino sólo para ser retratado, las ideas no piden
ser profundizadas y combinadas, sino ser transmitidas; una manía no de la sentencia,
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sino del eslogan, parece apoderarse del mundo, y la humanidad tiende a verse
arrojada a un hipermercado que sólo pertenece momentáneamente a quien pueda
pagarlo: por último refugio los centros comerciales, por último alimento del espíritu
los espectáculos, por toda escuela las pantallas de la televisión, por toda religión el
consumo, por todo saber la opinión.
El último hombre bien podría ser aquel que, al preguntarle por sus ambiciones,
contestó: “He vivido como todos, quiero morir como todos, quiero ir a donde van
todos”.
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Texto publicado en El Espectador y en Prodavinci bajo autorización del autor.
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on Monday, November 12th, 2012 at 9:49 am and is filed under Actualidad
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