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El tiempo de los patriarcas
2014-06-12- Testimonios
Fuente: Sociedad Bíblica Católica Internacional
Palestina en el tercer milenio
El desarrollo de la agricultura y la domesticación de animales que había comenzado a
fines del cuarto milenio trajo consigo un aumento de la población. Se multiplican las
ciudades en Palestina central y Palestina del norte; en el sur, en el Negueb,
encontramos en Tel Arad, al norte de Berseba, una ciudad que tuvo entre 2.900 y 2.650
a.C. dos fases de ocupación brillantes.
Las relaciones comerciales se extienden fuera del país, las minas de la Araba de las
cuales se extraía el cobre en los siglos anteriores son abandonadas porque ese metal
es ahora importado. En cambio, el aceite de oliva de Palestina se vende en Egipto.
Dentro de las ciudades la vida se organiza, y se produce una diferenciación de labores:
las ciudades tienen sus templos y sus palacios. Si bien se ha logrado la unidad étnica y
lingística de Siria meridional y de Palestina, esa región continúa sin embargo parcelada
en numerosos pequeños estados que se enfrentan con frecuencia.
Parece que a partir de la tercera dinastía egipcia (hacia el 2.700), los faraones tuvieron
que actuar con autoridad con aquellos a los que los textos egipcios llamaban los
asiáticos. Y así es como el Antiguo Imperio de Egipto, en un último esfuerzo antes de su
derrumbamiento, lanzó bajo el reinado de Pepi I varias expediciones punitivas a
Palestina que tuvieron como resultados el desmantelamiento y la ruina de numerosas
ciudades fortalezas cuyo creciente poder inquietaba a Egipto; eso ocurría alrededor del
2.250 a.C.
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La presión irresistible de los nómadas
Las intervenciones de Egipto en Palestina no bastan para explicar la ruina de la
civilización que se había allí desarrollado durante la mayor parte del tercer milenio, sino
que además todo el Cercano Oriente experimentó un período de graves convulsiones
entre el 2.200 y 1.900 a.C. Tanto en Mesopotamia como en Egipto, el poder y sus
instituciones son barridos: en realidad diferentes son las causas según los países, pero
el origen común de esas crisis políticas se debe a la presión irresistible de los nómadas
del desierto sirio, conocidos bajo el nombre de mar'tu en las epopeyas sumerias, y de
amurru en los textos acadios: son los amorreos. Vilipendiados por los escritos de esa
época como seres incultos y despreciables, que desconocían la agricultura y la vida
urbana, lograron sin embargo imponerse a los viejos estados del Cercano Oriente. Poco
a poco fueron ocupando sus lugares; adoptaron sus formas de vida ciudadana y,
algunos siglos después, ascendieron a los tronos de varios reinos de Mesopotamia.
Es dentro de este marco de movimientos de los nómadas hacia la franja de territorios
cultivables donde hay que situar la migración de Abram llegado de Harrán, o quizás de
más lejos aún, de Ur, a la Tierra prometida. Estudios muy precisos demuestran que los
nombres de Abram, Isaac y Jacob eran de origen amorreo, y permiten ubicarlos
aproximadamente a comienzos del segundo milenio a.C. El texto del Deuteronomio
(26,5) que habla de Abram como de un arameo vagabundo es un anacronismo, al
menos en su formulación. El redactor, que vivió en el primer milenio a. C., recibió sin
duda la tradición referente al origen sirio y nómada de esos grandes antepasados, pero
en los momentos en que escribía, los nómadas que recorrían esa región del Cercano
Oriente eran llamados en los textos con el nombre de arameos; por eso adoptó la
expresión que estaba en uso. Pero los mismos textos bíblicos atestiguan que durante
más de un milenio se ejerció de manera permanente sobre las fronteras de los estados
de la Fértil Medialuna el embate de los nómadas del desierto sirio. Sólo tuvo
consecuencias allí donde el poder en ejercicio era demasiado débil para resistirle.
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Una edad de oro en Palestina
Mientras Mesopotamia y Siria del norte se veían afectadas por movimientos de
poblaciones que venían de regiones de más al norte, Palestina en cambio, en donde los
amorreos se habían ya integrado al viejo fondo de población local, conoció una era de
gran prosperidad. Después de un eclipse de dos a tres siglos, las ciudades fueron
reconstruidas, y se levantaron nuevas fortificaciones. Desde la antigua Ugarit en Siria
hasta el sur de Palestina central se desarrolló entonces una notable civilización de la
cual dan testimonio la calidad excepcional de su cerámica y los progresos de la
metalurgia del bronce. Se trabaja el oro y la piedra con una gran habilidad, pero tanto en
eso como en la ebanistería se hace evidente la influencia de los modelos egipcios.
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Los Hicsos
Según toda probabilidad esta región en pleno desarrollo fue el lugar del que salieron los
Hicsos, unos jefes militares que se abalanzaron sobre Egipto durante el siglo 18 a.C.,
fundando allí dinastías extranjeras en el delta y en el curso medio del Nilo. En los textos
egipcios el vocabulario empleado para referirse a esos invasores era el que se utilizaba
desde hacía siglos para designar a los habitantes de Siria y Palestina.
Pero el nombre que llegó hasta nosotros es el de Hicsos. Nos ha sido legado por
Manetón, un sacerdote del santuario de Heliópolis, que escribió las Crónicas de los
Faraones alrededor del año 300.
Durante los dos siglos en que los Hicsos se sentaron en el trono del Bajo Egipto, los
movimientos de los nómadas de Palestina hacia el delta del Nilo se vieron
probablemente facilitados: los habitantes de las arenas, la gente del Retenu, para usar
las expresiones egipcias, aparecían como menos sospechosos a una administración
faraónica al servicio de extranjeros. La migración de Abrahán a Egipto y la promoción
de José en el país del Nilo guardan de alguna manera el recuerdo de esos
acontecimientos. En esos relatos populares, leídos y releídos a lo largo de los siglos, en
contextos culturales a veces muy distintos, la Biblia nos transmite un eco de la situación
de los nómadas del Cercano Oriente durante el segundo milenio, y es allí donde tiene
sus orígenes el Pueblo que Dios llamó a la Alianza.
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Una relectura
Sólo en el curso del primer milenio a.C. fueron puestas por escrito las tradiciones
relativas a los Patriarcas. Pero para ese entonces la experiencia espiritual de Israel
había ya progresado: el tiempo en el desierto, las hostilidades con Canaán, los
comienzos de la monarquía fueron otros tantos lugares donde Dios hablaba por sus
Profetas. La mirada, pues, que se dio a los patriarcas, su historia y su vocación, durante
este período real, estuvo profundamente influenciada por ese enriquecimiento espiritual.
Es lo que se llama el fenómeno de relectura.
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La promesa que juró a nuestros Padres
En esos relatos aparecen los Patriarcas en primer lugar como hombres llamados por
Dios. En efecto, al llamado de Dios Abram deja su país; por una intervención divina
Isaac ve el día, y en un sueño el Eterno le renueva a Jacob la promesa. Una certeza se
advierte a lo largo de todos los relatos populares del Génesis: Dios eligió a nuestros
padres y, en ese llamado, estaba prefigurado el llamado de todo el Pueblo. Los hizo
depositarios y testigos de una promesa que sobrepasaba el tiempo y que hallaría su
cumplimiento en la Encarnación del Hijo de Dios.
El pueblo de Israel proyecta sobre los Patriarcas la experiencia de la protección divina
que ha experimentado a lo largo de su historia: Abrahán, Isaac y Jacob pasarán por
muchas pruebas que parecerán obstaculizar el cumplimiento de la Promesa, pero en
cada oportunidad Dios intervendrá en favor de sus fieles. Desde entonces se concretará
entre Dios y los padres una relación privilegiada: fidelidad de Dios a su palabra y, de
parte de los Patriarcas, confianza inquebrantable. Israel será invitado a ver en ellos, a lo
largo de su camino, tanto las maravillas de Dios en favor de los que se ha elegido como
el ejemplo de una fe indefectible.
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