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Selección de respuestas del Prelado del Opus Dei, Mons. Javier Echevarría, a preguntas realizadas por distintos periodistas del mundo. Un mundo sediento de paz –Monseñor Escrivá sostenía —al considerar la situación del hombre y la sociedad del siglo XX—, que "estas crisis mundiales son crisis de santos". ¿Qué puede decir al respecto? ¿Sigue siendo válido ese dictamen para el hombre y la sociedad del siglo XXI? Sí, desde luego, sigue siendo válido. Añadiría más: pienso que cada día se descubre con más claridad la densidad y la verdad de esas palabras. Basta repasar tantos acontecimientos de la actualidad marcados por la violencia, la corrupción o la injusticia. No me refiero sólo a las guerras y al terrorismo internacional. Aludo también a casos que están muy cerca de cada uno de nosotros, que leemos todos los días en las páginas locales de los periódicos. Estamos comprobando que no guarda límites la agresividad que desarrolla el ser humano cuando se olvida de Dios, de las normas morales, del respeto a la vida y a la dignidad de los demás. Y no se puede combatir el mal sólo con la amenaza del castigo. Es preciso sembrar y proclamar el bien, la verdad, a través de las pequeñas y las grandes acciones de la caridad y de la justicia, cada uno en su lugar, aunque haya que ir contra corriente. Para que abunde la paz en el mundo debe crecer primero la paz en los corazones, decía San Josemaría. Y la paz interior no se obtiene con una vida despreocupada y ególatra, sino con sacrificio, con la renuncia al egoísmo. Santo se hace precisamente quien, siguiendo el modelo de Jesucristo, convierte su vida en una ofrenda a Dios y a los demás: paradójicamente, al declarar la "guerra" a sí mismo, al "hombre viejo", encuentra el sosiego de la propia conciencia, la paz interior, que luego transmite necesariamente a su alrededor. Una respuesta para los que buscan a Dios –Se asiste actualmente a un nuevo interés por la religiosidad. ¿Qué respuesta ofrece la Obra a esta renovada sed interior? El Opus Dei ofrece un camino formativo basado en los Sacramentos –la Confesión, la Eucaristía–, la meditación de la Escritura y del Magisterio de la Iglesia, el estudio de la doctrina católica y de la moral profesional. La Prelatura proporciona los medios de formación cristiana siempre de manera compatible con la vida ordinaria: sin dejar el propio oficio o la propia profesión, al contrario, animando a descubrir la relación que existe entre contemplación y trabajo. Se puede mantener una profunda unión con Dios mientras se cocina un plato de pasta, se cuida a un enfermo o se juega un partido de fútbol, o también mientras se hace una labor de investigación científica. Porque la unión con Dios se produce en el fondo de un corazón libre: es cuestión de Amor. Hijos de Dios –¿Cuáles son los fundamentos del espíritu del Opus Dei? La conciencia viva de ser hijos de Dios por nuestra incorporación a Cristo en el Bautismo y por la acción del Espíritu Santo. Los fieles del Opus Dei procuran que esta convicción, elemento esencial de la fe cristiana, impregne de tal forma su modo de ser y su comportamiento, que se convierta en punto de referencia constante, en cualquier circunstancia de la existencia. Un miembro de la Obra se esforzará para que su trabajo sea el trabajo de un hijo de Dios; por tanto, procurará realizarlo con perfección humana y rectitud de intención, buscando sólo la gloria de Dios y el servicio de los demás. Al rezar, se dirigirá a Dios como a un Padre afectuoso, al que se abre el corazón confiadamente en cualquier tiempo y lugar. Cuando descanse o busque un rato de esparcimiento, tendrá conciencia de encontrarse siempre bajo la mirada complacida de su Padre del cielo, y evitará todo aquello que puede desagradarle. En definitiva, se esmerará —luchando contra las propias limitaciones y defectos— en cumplir todos sus deberes personales y sociales, civiles y religiosos, con la alegría de ser hijo de Dios en Cristo. Con esta perspectiva, la Prelatura del Opus Dei orienta constantemente la formación doctrinal, espiritual y apostólica que proporciona a sus fieles. El varón, la mujer y la familia –¿En qué sentido afirma que la mujer es la pieza clave en la familia? En mi opinión, es pieza clave en sentido estricto. La familia –célula fundamental de la sociedad– constituye un proyecto común que depende de la aportación de todos: del marido, de la mujer, de los hijos. Opino, concretamente, que en nuestros días resulta muy necesario recordar la grandeza de la paternidad y la responsabilidad del padre en la familia. Pero sin planteamientos excluyentes, porque si el padre es fundamental, lo es igualmente la madre. Negar el valor inmenso e insustituible de la aportación de la mujer en la familia equivale a cerrar los ojos a la realidad. No me refiero a la habilidad para las tareas del hogar, sino más a bien a una serie de cualidades morales, que no pueden resumirse en pocas palabras: se corre el riesgo de simplificar y de quedarse corto. Las madres poseen una maravillosa capacidad de expresar el amor, de hacer felices a los demás, amando a cada uno tal como es, de forma desinteresada, incondicional. Opino que la familia tiene su apoyo y se construye sobre esa forma particular de sabiduría y de intuición tan propia de la mujer. –En su opinión, ¿existe una disyuntiva entre el trabajo de la mujer fuera de casa y el trabajo del hogar? En mi opinión, entre el trabajo en el hogar y el trabajo fuera de casa no existe disyuntiva, pero sí —cuando se da ese pluriempleo— una indudable tensión. Todas las mujeres que están en esas circunstancias notan cómo tira el hogar: atender a un hijo enfermo, llevar al día las mil tareas que genera una casa, por no hablar del embarazo o la maternidad. Otras veces tira el trabajo fuera, porque esos ingresos económicos son necesarios para sacar adelante la familia; porque las empresas, no siempre de forma razonable y flexible, quieren resultados; porque existe mucha competencia profesional y mucho desempleo, etc. De ese doble reclamo nace la tensión. Y para resolverla es preciso replantear ciertas formas de organización social y laboral que hoy se dan por descontadas. Quisiera añadir una consideración que quizá pueda parecer una evasiva, pero que pienso que no lo es. En estos años se ha hablado mucho, justamente, de la necesidad de que la mujer no vea reducida su actividad sólo al trabajo doméstico, de la conveniencia de que las mujeres que lo deseen puedan salir del hogar, trabajar fuera. Pienso que, para completar el razonamiento, habría que mencionar también la obligación que tiene el hombre de entrar en el hogar. El hombre ha de notar también personalmente esa tensión entre su trabajo en el hogar y su trabajo fuera. Sólo si comparte con la mujer esa experiencia, y la resuelve de acuerdo con ella, podrá el hombre adquirir esa sensibilidad —que es lucidez, abnegación y delicadeza— que la familia de nuestros días necesita. Le decía antes que mi respuesta puede parecer a algunos evasiva. Pero yo les preguntaría: ¿cuál es el problema mayor, la tensión que padece la mujer entre el trabajo en el hogar y el trabajo fuera, o el hecho de que la mujer sufra esa inquietud en solitario, porque los hombres se desentienden de sus deberes familiares? San Josemaría –Si pudiera salvar una sola de las máximas de Escrivá, ¿cuál elegiría? Me pone de verdad en un aprieto, ¡es el compromiso de la elección! Nunca me había planteado esta pregunta, ni me la planteo ahora, porque las considero todas oportunas y válidas. Digo la primera que me viene a la cabeza: “Decía un alma de oración: en las intenciones, sea Jesús nuestro fin; en los afectos, nuestro Amor; en la palabra, nuestro asunto; en las acciones, nuestro modelo”. Conservador o progresista –¿El Opus Dei es una institución conservadora? Si se usan los términos "conservador" o "progresista" en sentido político, no podría contestar a la pregunta, porque ese esquema no sirve cuando se habla de la Iglesia. Si se emplea la palabra "conservador" fuera de ese contexto político, se podría decir que toda la Iglesia es "conservadora", porque conserva y transmite el Evangelio de Cristo, los sacramentos, el tesoro de la vida de los santos, sus obras de caridad. Por razones análogas, toda la Iglesia es "progresista", porque mira al futuro, cree en los jóvenes, no busca privilegios, está cerca de los pobres y de los necesitados. O sea, el Opus Dei es conservador y progresista como lo es toda la Iglesia, ni más ni menos. La influencia del Opus Dei –¿En qué medida el Opus Dei puede influir sobre los acontecimientos del mundo y, en particular, de la Iglesia? ¿De qué modo influye la situación actual sobre la Prelatura? El principal influjo que los fieles del Opus Dei ejercen es por medio de la oración: todos los laicos y sacerdotes de la Prelatura, rezan diariamente por el Papa, por los obispos, por la unidad de los cristianos, por este mundo que aman apasionadamente. Estoy convencido que esta súplica individual, y al mismo tiempo compacta, que se eleva continuamente a Dios desde los cinco continentes, es un gran bien para la Iglesia y para la sociedad. Por otra parte, el Opus Dei no tiene una estrategia global de acción en la sociedad. Sin embargo, el espíritu de santificación del trabajo ordinario que anima a los fieles del Opus Dei, constituye un estímulo en sus vidas que los empuja a hacer de su propio trabajo un servicio eficaz a los demás y un instrumento para promover la justicia y ejercer la caridad con sus semejantes. Al mismo tiempo, el trabajo es ocasión de apostolado personal con nuestros semejantes y, por consiguiente, de servicio a la Iglesia. La situación actual del mundo influye en el Opus Dei del mismo modo que influye en la Iglesia entera, porque la Prelatura del Opus Dei es una porción de la Iglesia. La difusión actual de la secularización y del espíritu de autosuficiencia representa hoy una dificultad real —o al menos un desafío— para nuestros apostolados como para el de toda la Iglesia. Pero también existen elementos positivos y, de hecho, en el Opus Dei comprobamos diariamente que en todo el mundo se cuentan por miles los jóvenes —también mujeres y hombres de todas las edades— deseosos de responder con generosidad y entusiasmo al ideal de un cristianismo vivo y exigente que los fieles de la Prelatura procuran transmitir. –¿Los miembros del Opus Dei tienen el deber de destacar en el trabajo, de ser los mejores? ¿Es necesario triunfar para ser santos? Sucede más bien lo contrario: hacerse santos es el único triunfo que importa de veras para la vida eterna. Y como esto equivale a identificarse cada día más con Cristo —a pesar de las debilidades de cada uno, siempre que se procure combatirlas—, se descubre la gran responsabilidad que tenemos ante el mundo: nos importa seriamente lo que sucede a nuestro alrededor, y deseamos contribuir, en la medida de lo posible, a mejorarlo. La perfección humana es una componente importante del trabajo cristiano. Pero eso no significa ni perfeccionismo ni búsqueda del éxito por el éxito. Significa trabajar bien, ser generosos, ponerse de verdad al servicio de los demás. El éxito no es la cima de las aspiraciones personales: lo que da valor a la propia vida es algo muy distinto. –Un aspecto que caracteriza al Opus Dei es la santificación del trabajo profesional. ¿Cómo hay que entender esta realidad? ¿No hay peligro de excederse en la dedicación al trabajo? Sí, ese peligro existe. Por desgracia, en el mundo actual hay personas que no encuentran trabajo y, a la vez, hay también muchos que quizá trabajan más horas de las que sería conveniente. Lo hacen para sobrevivir o por un afán desmedido de éxito personal. Es penoso ver, por ejemplo, que hay gente a la que no le importa descuidar sus obligaciones familiares para poder contar con una jornada laboral de doce o catorce horas. El trabajo no es un fin, sino un medio: el fin es Dios. Por eso, santificar el trabajo no significa tener éxito, sino acercarse a Dios por medio del trabajo, sea éste humilde o brillante. Dios nos ha puesto en el mundo para que trabajemos, como se lee en el libro del Génesis. Santificar el trabajo es, en primer lugar, trabajar con amor, es decir, trabajar para dar gloria a Dios y para servir a los demás. Un trabajo egoísta, por muy perfecto que se técnicamente y por muchas horas de esfuerzo que haya requerido, no es un trabajo que se pueda santificar. El feminismo auténtico –En alguna oportunidad Ud. ha hecho mención a un feminismo auténtico. ¿Qué quiere decir? Juan Pablo II —en la Carta que dirigió a las mujeres— señalaba que el feminismo ha sido una realidad sustancialmente positiva. Es cierto que algunos excesos se han mostrado, a la postre, dañinos para la mujer. Pero podríamos decir que han sido los efectos secundarios. Lo importante es que se han conseguido muchas mejoras relativas a la condición de la mujer en el mundo. Cuando he hablado de feminismo auténtico he querido referirme a todo aquello que supone servir a la causa de la mujer. Pienso que en el camino del feminismo se han atravesado otras reivindicaciones (la revolución sexual, el miedo demográfico) que han terminado por desviar el movimiento para la liberación de la mujer de sus verdaderos fines. Por eso, considero que el verdadero feminismo tiene todavía muchos objetivos que alcanzar. Son aún frecuentes las situaciones degradantes para la mujer, que han de ser modificadas: violencia —en el ámbito social y en el ámbito doméstico—, discriminación en el acceso a la educación y a la cultura, situaciones de dominación o falta de respeto. El núcleo del verdadero feminismo es, como resulta obvio, la progresiva toma de conciencia de la dignidad de la mujer. Muy distinto es, en cambio, el núcleo de otros feminismos —de ordinario, agresivos—, que lo que pretenden es afirmar que el sexo es antropológicamente y socialmente irrelevante, limitándose su relevancia a lo puramente fisiológico. La toma de conciencia de la dignidad de la mujer ha de difundirse entre las propias mujeres, erradicando toda forma de complejo de inferioridad. Y teniendo la valentía de llamar a las cosas por su nombre: rebelándose también, por ejemplo, ante los estragos que causa el vergonzoso negocio de la pornografía; ante la triste y equivocada afirmación del derecho a provocar el aborto; ante la desgracia social —no es otra cosa, además de la ofensa a Dios— del divorcio. Pero esa toma de conciencia de la dignidad de la mujer ha de difundirse también entre los hombres, hasta eliminar todo engañoso pensamiento de superioridad y todo deseo de dominio. Es cierto que el feminismo está configurando un nuevo modelo de mujer, pero —en el fondo— está interpelando al hombre, que tiene que aprender a mirar y a tratar a la mujer de un modo nuevo. Nuestro Señor, que es infinitamente Justo e infinitamente Sabio, creó al hombre y a la mujer con misiones distintas, teniendo la misma posibilidad de santificarse. Tratar de alterar ese orden es poco consecuente, y estamos viendo a qué resultados conduce: falta de comprensión y de convivencia, ausencia de entendimiento de la humanidad. La alegría y el dolor –¿Cómo se puede tener alegría en un mundo como el nuestro, donde está tan presente el dolor y la injusticia? La Iglesia, en su liturgia, se atreve a cantar con alegría el Misterio de la Cruz de Cristo. El dolor no cancela la alegría, si se vive unido a la entrega de Jesucristo por nuestra salvación. La alegría se agosta por el egoísmo del pecado, por el olvido de amar a Dios y amar al prójimo, junto con la falta de arrepentimiento. Quien vive dominado por un ambiente donde lo principal es el culto de la buena imagen, del éxito, del poder, se deprime ante un fracaso, ante un traspiés económico, incluso ante unas arrugas en la cara. Desde luego, la alegría, para un cristiano, no está ligada a una presunta impecabilidad, que no existe, sino a la disponibilidad para pedir perdón, para arrepentirnos. La alegría es la del hijo pródigo. Cada vez comprendo mejor que San Escrivá llamara al sacramento de la Penitencia «el sacramento de la alegría».