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Benedicto XVI, el Papa de la Modernidad
Editorial Humanitas 70 El anuncio con que el lunes 11 de febrero de 2013 Benedicto
XVI asombró a la Iglesia y al mundo, precedido por las palabras “después de haber examinado
ante Dios una y otra vez mi conciencia”, vino a revelar nuevamente, a la misma Iglesia y al
mundo entero, con mucha más fuerza que “un relámpago en cielo sereno” —expresión con la
que recogió su renuncia en nombre de la Iglesia el Cardenal Decano, Angelo Sodano—, la
magnitud de esta personalidad
que gobernó a la barca de
Pedro en los últimos ocho años, y que asistió antes por dos décadas el gobierno de su
predecesor, Juan Pablo II. Siempre, en efecto, un rasgo evidente en Joseph Ratzinger fue su
fidelidad a la conciencia, entendida ciertamente en la huella de su maestro, el beato Cardenal
John Henry Newman, ordenada a Dios y coherente con la razón y la verdad. Sólo bajo esta luz
puede entendérsele en los momentos más luminosos y también más dramáticos de su
pontificado, como asimismo en su largo servicio que parte con la cátedra universitaria,
atraviesa su participación como experto en el Concilio, su gobierno episcopal en Baviera y que
concluye, antes de su pontificado, con su histórica prefectura de la Congregación para la
Doctrina
de la Fe, el más
importante de los dicasterios romanos.
A diferencia de la anterior renuncia de san Celestino V en el siglo XIII, la noticia de ésta, en
seguida y en muy pocos segundos, dio varias veces la vuelta al planeta. El mundo había
perdido la memoria de un hecho así y no era éste algo esperable ni por sus más próximos
colaboradores. Pero Ratzinger-Benedicto XVI, cuyo pensar y hacer refleja en todo su constante
diálogo con Dios, no ha declinado nunca su libertad interior, nacida de ese diálogo, ante ningún
poder ni circunstancia humanos. Es allí donde hace radicar la responsabilidad de lo que dice y
actúa. Es pues consistente con ello que, luego de haber razonado sobre su estado, haya
expresado entonces que “ahora, confiamos la Iglesia al cuidado de su Sumo Pastor,
Jesucristo”.
Las principales autoridades del mundo y por cierto también las de la Iglesia católica en el
orbe entero —como humildemente y desde el fondo del corazón lo hacemos también
nosotros— manifestaron en seguida su agradecimiento y respeto a Benedicto XVI, no habiendo
faltado quienes se han lamentado porque echarán de menos su voz llena de sabiduría. Tienen
toda la razón. Aunque, por otra parte, también es verdad que tardaremos todos mucho tiempo
en asimilar enteramente su legado. Pues, para enseñar el Concilio Vaticano II a la Iglesia y al
convulsionado mundo al que le fue entregado, la Providencia quiso juntar —en la coyuntura de
un cambio de milenio— a un papa profeta y a este papa doctor, constituyendo entre ambos un
hito histórico, no repetible por cálculos o estrategias humanas.
El marco que rodeó su anuncio, es justo ponderarlo, constituyó una invitación a los cristianos
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Benedicto XVI, el Papa de la Modernidad
a centrarse en la oración y a cuidar, suplicando la ayuda de Dios, la comunión de la Iglesia en
la esperanza y la fe. No es un hecho que pase desapercibido que Benedicto XVI escogiese
para presentar su renuncia al Consistorio de los Cardenales, la conmemoración de la Virgen de
Lourdes, día lunes de una semana en que se daba inicio a la Cuaresma, tiempo por tanto de
conversión y penitencia. A nadie debió sorprender, en sintonía con ello, el alto clima espiritual
palpable entre el 11 y el 28 de febrero, cuando se declaró Sede Vacante.
Mientras tanto, toneles de tinta sobre papel prensa e incontables horas de transmisión
televisiva, como era de preverlo, se gastaron y se siguen gastando en todo el mundo, en querer
convencernos, a los cristianos, que con la renuncia y término del pontificado de Benedicto XVI
—supuestamente concluida ahora la era Wojtyla-Ratzinger— ha llegado el momento de que la
Iglesia entre, de una vez por todas, en la modernidad (lo cual suele encubrirse en términos más
simples y atractivos tales como “renovación”, “transparencia”, “funcionalidad”, etc.). Un
problema obvio radica, sin embargo, en que la “modernidad” que esas voces reclaman para la
Iglesia no es distinta en el fondo de la que conciben y dictan los propio medios de
comunicación de la era secularista a través de la cual se vocifera, lo que nada tiene que ver
con las categorías que en rigor la constituyen.
La modernidad, se sabe a partir de la enseñanza escolar, queda definida por un hombre que
sustenta su razón de ser en una clarividencia de pensamiento capaz de otorgarle una
equilibrada autonomía. La misma autonomía que, pensando
en el hombre moderno, defiende para la persona humana, por ejemplo, la constitución
conciliar “Gaudium et spes” (n. 35-36), mientras advierte que ésta se trastorna y se pierde
cuando se la entiende como “un disponer de todo sin referirlo al Creador”.
Ahora bien, en una época en que al tenor de un discurrir totalísticamente técnico o
tecnológico las personas y las cosas pierden su valor, la mentalidad utilitaria pone a todo un
precio —y la razón moderna cede ante la irracionalidad posmoderna—, paradójicamente surge,
en la confusión de la sinrazón, una voz suave y poderosa que, por más de medio siglo, se
constituye en la más fuerte defensa de la auténtica racionalidad, pivote de la modernidad.
¿Quién puede negar, sinceramente, que desde “Introducción al cristianismo”, libro infinitas
veces traducido a las más variadas lenguas, pasando por el definitivo discurso de la
Universidad de Ratisbona en septiembre de 2006, y hasta hoy, no existe pensador
contemporáneo alguno comparable al teólogo Joseph Ratzinger en orden a explicar la
importancia y necesidad de “ampliar la razón” del hombre moderno? No la “praxis”, sino que el
“Logos” (la razón) precede al “ethos”, dijo él en una entrevista, más de veinte años atrás (cfr.
“El problema de fondo”, entrevista realizada por Jaime Antúnez, en Humanitas, número
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Benedicto XVI, el Papa de la Modernidad
especial Habemus Papam, mayo 2005). Precisamente lo que a vista del mundo entero tuvo la
clarividencia y valentía de obrar.
Cuando se mide el legado de los dos últimos Papas según el baremo de esa razón, no
reductiva sino ampliada a los horizontes trascendentes que reclama el alma humana, no puede
negársele a la Iglesia católica, iluminada por ese magisterio que fluye del Concilio Vaticano II,
el justo título de adelantada de la modernidad. En este caminar, verdadera travesía del Mar
Rojo, Benedicto XVI ha tenido largamente que ver. La ruta hacia Jerusalén que luego se
avizora, será probablemente la de una purificadora marcha por el desierto (cfr. “¿Bajo qué
aspecto se presentará la Iglesia el año 2000?”, por Joseph Ratzinger [1969], en Humanitas n°
59, julio-septiembre 2010).
JAIME ANTÚNEZ ALDUNATE
Director Revista HUMANITAS
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