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Cronistas contemporáneos.
Historia de los Institutos Etnológicos
de Colombia (1930-1952)
Roberto Pineda Camacho1
A la memoria de Justus Wolfram Schotelius y su esposa Carla
Presentación
Este ensayo se concentra en el estudio de la institucionalización de la Etnología en
Colombia, a partir de la fundación del Instituto Etnológico Nacional2. Se enfoca
en algunos de sus antecedentes en la década de los años treinta del siglo pasado y
en el proceso de creación de una red de centros de investigación etnológica durante la década de los años cuarenta de la misma centuria, señalando algunas de sus
más relevantes contribuciones y resultados. No pretende ser un ensayo exhaustivo
y deja de lado significativos aspectos de la labor de los Institutos Etnológicos o de
sus miembros; por ejemplo, apenas hacemos unos rápidos comentarios sobre la
participación de los noveles etnólogos en el movimiento indigenista colombiano
1Profesor Titular del Departamento de Antropología de la Universidad Nacional. Correo
electrónico: [email protected].
2
Antes de la existencia de dichos institutos hubo en Colombia una tradición significativa de
estudiosos –colombianos y extranjeros– sobre el pasado prehispánico y algunas de las sociedades
indígenas contemporáneas, antecedentes de la labor americanista de los años 1930 y 1940. Al
respecto, pueden consultarse Botero (1994 y 2007); Langebaek (2003 y 2009), entre otros textos.
Sobre la antropología neo tomista de la Regeneración y de la llamada República conservadora,
ver Reyes (2008). En García (2008) se encuentra un reciente balance y la comparación de los
escritos de los académicos vinculados a la Academia Colombiana de Historia –fundada en 1902–
que publicaron diversos escritos relacionados con las “antigüedades de los indios” y los indígenas
contemporáneos, en el ya centenario Boletín de Historia y Antigüedades, de la Academia
Colombiana de Historia, y los textos etnográficos presentados en la Revista de Etnología del
Instituto Etnológico Nacional. El Instituto Pensar de la Universidad Javeriana publicó dos grandes
volúmenes sobre el “Pensamiento social colombiano en el siglo XX” –con múltiples biografías–
relevantes para la historia de la antropología en la primera y segunda mitad del siglo XX.
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Roberto Pineda Camacho
del período que nos ocupa. Hemos omitido, asimismo, el pertinente acápite sobre los estudios de las culturas populares, que bajo el apelativo de folclor fueron
coordinados por dicho Instituto –a partir de 1945–, cuando la Comisión Nacional de Folclor se anexó al mismo3. Tampoco abordamos el estudio del desarrollo
de los museos asociados a los citados institutos, sino sólo tangencialmente. Nos
concentramos sobre todo en la vida y labor de tres de ellos –Nacional de Bogotá,
Cauca (Popayán) y Magdalena (Santa Marta)– como paradigmas de los retos y
problemas de la naciente etnología profesional en Colombia; en menor medida,
aludimos al Servicio Etnológico de Antioquia y al Instituto de Investigación Etnológica del Atlántico.
Los Institutos Etnológicos fueron el fruto de la política educativa y cultural
de la Primera República Liberal (1930-1945) (sobre todo, de los gobiernos de Alfonso López Pumarejo y Eduardo Santos) o del clima intelectual generado por los
gobiernos liberales y la Segunda Guerra Mundial; también fueron el resultado de
las tendencias culturales y de identidad en América Latina y de ciertos sectores
de la sociedad colombiana. La política liberal impulsó la formación de lo que ha
sido llamado por Carl Langebaek “El Estado Etnógrafo” pero el éxito del proyecto
se debió –en el nivel microhistórico– a la vocación y al sacrificio personal de los
investigadores; y al diseño de una política de formación e investigación científica
clara y coherente impulsada por Paul Rivet como director y fundador (junto con
Gregorio Hernández de Alba) del Instituto Etnológico Nacional, en Bogotá.
Aunque forma parte de la historia virtual, uno se pregunta qué hubiese pasado si Paul Rivet no se hubiera exiliado en Colombia, en febrero de 1941, por
invitación del presidente Eduardo Santos, su amigo personal. Desde la llegada
de Rivet hasta la fundación del Instituto Etnológico apenas pasaron unos pocos
meses, tiempo récord en la paquidérmica institucionalidad colombiana. La gran
capacidad organizativa de Rivet, su prestigio, su acceso al presidente Santos, fueron –junto con la presencia de destacados intelectuales y profesores colombianos
y extranjeros– fundamentales para el arranque y éxito del proyecto4.
El gran americanista francés permaneció dos años en nuestro país. No obstante las dificultades, la política concebida por el fundador fue mantenida hasta 1952
por los dos nuevos directores (José de Recasens y Luis Duque Gómez) del Instituto
3Pertinentes observaciones sobre la relevancia de los estudios sobre el folclor durante el período
que nos ocupa y, en particular, sobre la Encuesta Folclórica Nacional de 1942 se encuentran en
Silva (2005).
4
Con relación a la vida y obra de Rivet, Christine Laurière (2008) realizó una profunda biografía,
que es a la vez una amplia historia de la etnología francesa de la primera mitad del siglo XX.
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Etnológico Nacional. A pesar de ciertas diferencias aquí y allá, los nuevos institutos
etnológicos de las otras regiones del país mantuvieron el mismo modelo y entusiasmo inicial; se privilegió la investigación de los “pueblos vivos”, aunque no se
descuidó el trabajo arqueológico, base para la “invención” de la memoria nacional
más allá de los tiempos colombinos. Los Institutos Etnológicos organizaron expediciones etnográficas y arqueológicas, muchas de las cuales conformaron verdaderos
ejemplos de investigación colectiva y multidimensional; la presencia simultánea de
etnólogos y etnólogas les permitió acceder a diferentes dimensiones de la vida colectiva de los pueblos aborígenes y de otras comunidades.
El resultado de estas expediciones fue divulgado en revistas, periódicos,
conferencias, libros, museos y en otros escenarios. También se tradujo, aunque en
menor medida, en políticas sociales y programas de tipo social.
La década de los cuarenta del siglo pasado fue la Edad de Oro de la antropología, no sólo porque allí estuvieron los orígenes de la antropología profesional
en Colombia sino porque es difícil encontrar en la historia de la antropología en
nuestro país –e incluso en América Latina– una contribución mancomunada y
colectiva tan densa y comprometida. La antropología, si bien impulsada por el
Estado o por las universidades o gobernaciones a escala regional, pronto planteó a
ese mismo Estado el reto de abrir nuevos senderos, nuevos caminos, que implicaban la transformación de sus imaginarios, ideologías y prácticas institucionales.
Como es usual, un texto siempre tiene muchas deudas intelectuales. Entre
las personas que más han contribuido a la redacción de este ensayo quisiera destacar a doña Alicia Dussan de Reichel-Dolmatoff, por sus valiosos comentarios
acerca de la formación de los antropólogos en el Instituto Etnológico Nacional, su
propia biografía intelectual y la configuración del Instituto Etnológico del Magdalena; Clara Isabel Botero, directora del Museo del Oro, puso a mi disposición,
de manera generosa, gran parte de la correspondencia enviada por los antropólogos Gregorio Hernández de Alba, Luis Duque y José de Recasens a Paul Rivet,
la que laboriosamente encontró en el Museo del Hombre, en París; Clara Isabel
también me permitió consultar un conjunto de documentos del Instituto Etnológico del Cauca que reposan en el archivo institucional de Universidad del Cauca.
La tesis de Jimena Perry (1994) y sus anexos documentales fueron también pertinentes para este trabajo5: muchos de los comentarios acerca de la vida y obra de
Gregorio Hernández de Alba aquí efectuados han sido tomados de su obra y de
5
El trabajo biográfico fue publicado por la Universidad de los Andes (Perry 2006). Los anexos se
encuentran disponibles en línea en la biblioteca de la misma universidad. Los originales también
reposan en la Biblioteca Luis Ángel Arango, del Banco de la República (Bogotá).
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Roberto Pineda Camacho
los documentos escritos por el citado antropólogo que conforma el segundo volumen de su tesis (aquí referenciado como anexo vol. 2). Carlos Hernández de Alba
gentilmente compartió conmigo sus recuerdos de años de infancia y adolescencia
al lado de Gregorio, su padre, y de Helena Ospina, su madre.
Los informes de los directores del Instituto Etnológico Nacional, del Cauca
y del Magdalena que reposan en la Biblioteca del ICANH –Instituto Colombiano de Antropología e Historia– fueron, asimismo, destacadas fuentes para este
trabajo. Igualmente, debo mencionar la colaboración e información de otros colegas: Carlos Uribe T., Héctor Llanos, Aurita Reyes, Augusto Gómez, Armando
Martínez G., Gloria Isabel Ocampo, Margarita Serje, quienes en diversa forma
me apoyaron con comentarios e indicaciones. Los estudiantes de los cursos de
Antropología en Colombia, en la Universidad Nacional, también tienen su cuota
en este ensayo, así como el Grupo de Historia de la Antropología en América
Latina y Colombia.
Finalmente, quiero destacar que, dada la naturaleza de este ensayo, con fines
principalmente divulgativos, he creído oportuno presentar solamente algunas de
las principales fuentes bibliográficas sobre el período y tema que nos ocupan, las
cuales son referenciadas en el texto solamente cuando ha sido estrictamente necesario. Como toda historia, se construye sobre los hombros de otros investigadores
que desde diferentes perspectivas han enfocado nuestros temas y problemas de
interés.
1935: año mágico de la antropología en Colombia
El gobierno de Alfonso López Pumarejo impulsó políticas novedosas y revolucionarias en el sistema educativo nacional, promoviendo el acceso de la mujer a la
educación secundaria y universitaria. En este marco, se reorganizó la Universidad
Nacional de Colombia; se conformó su actual campus universitario (la Ciudad
Universitaria en Bogotá) y se estableció –en 1936– la Escuela Normal Superior,
que pronto estaría bajo la rectoría de Francisco Socarras, y en cuyo contexto se
impartió una formación avanzada en ciencias sociales; asimismo, en la Facultad
de Derecho de la Universidad Nacional sus estudiantes recibieron cierto grado de
formación en este campo.
Es posible que las luchas de los indígenas del Cauca y del Tolima –y de otras
regiones de Colombia– durante las primeras décadas del siglo XX hayan visibilizado su presencia ante el país nacional. Durante la década de 1910, Quintín Lame
organizó a los terrajeros y a otros indígenas del Cauca, llevando a cabo un verdadero alzamiento indígena en la región. A partir de 1925, en diferentes regiones de
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Colombia los indios se volvieron “comunistas” y sus luchas formaron parte de los
movimientos obreros y campesinos de vanguardia; la expedición de la Ley 200
de Tierras, en 1936, agitó el problema en torno a las tierras de los indios; aunque
en muchos casos dicha disposición paradójicamente llevó a la expulsión de los
aparceros e indios terrajeros, creó cierta sensibilidad entre ciertos funcionarios e
intelectuales, en los niveles regional y nacional, sobre el problema de sus tierras
y comunidades.
El interés porque el Estado desarrollase una aproximación propia hacia los
indios pudo estar mediado igualmente por cierta desconfianza liberal ante el orden religioso católico, y su monopolio de la relación con los indios, debido al
régimen de las misiones católicas, sancionado por la Constitución conservadora
de 1886, el Concordato de 1887 y la firma de los Convenios de Misiones en 1903
y 1928.
Asimismo, los movimientos artísticos y literarios mundiales y continentales
también sensibilizaron a parte de la élite colombiana frente a la condición de los
indígenas. Las vanguardias europeas, el muralismo mexicano y la literatura indigenista influyeron en Colombia (a través del Movimiento Bachué) con respecto a
la significación de los indios y la definición de la identidad nacional (Pineda M.
2003). De otra parte, los Siete ensayos sobre la realidad peruana de Luis Carlos
Mariátegui, de 1928, o Huasipungo, de 1934, de Jorge Icaza, fueron una buena
combinación para fomentar una nueva conciencia sobre la naturaleza social del
problema del indio6.
En este contexto, no debe sorprendernos que entre 1934 y 1937, el Ministerio
de Educación elaborara el Manual compendiado de Etnografía sobre los indígenas de Colombia, que refleja las concepciones modernas de la cultura y de la et6Asimismo, es posible –paradójicamente– que las ideas sobre la supuesta “decadencia” de la raza
–en boga durante los primeros años del siglo XX– hayan influido en las decisiones de estudiar
a los indígenas y a otros grupos sociales. La influencia de esas ideas, que Carlos Páramo ha
llamado fascistas –impregnadas de la convicción de la “decadencia de Occidente”–, indujo a
plantear posibles soluciones para la regeneración de nuestras razas –la “española” la” india”, la
“negra”– mediante selectivas migraciones europeas, que contrarrestarían las deficiencias de las
“razas” existentes en Colombia; sin embargo, se excluyeron de dicha política de inmigración a
los “ judíos” y a otras razas de color, y se propuso evitar la mezcla de “indios” y “negros”, cuyo
producto, los “zambos”, supuestamente heredaría los estigmas de inferioridad de sus progenitores
(Páramo s. f.). No obstante, estas ideas –que en gran parte compartía Luis López de Mesa, el
ministro de Educación del primer gobierno de López Pumarejo y responsable en gran medida de
la nueva política cultural– se vieron enfrentadas, aunque no del todo superadas (en una especie
de coexistencia y de injertos de diferentes grados y naturaleza), por las nuevas mentalidades
que fundarían, como veremos, en el concepto de cultura –y no de raza– unas nuevas formas de
representación del país y de sus gentes.
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nografía de su época: “Desde el primer párrafo se afirmaba –sostiene Carl Langebaek– que la Etnografía era la disciplina que estudiaba la cultura de los pueblos”,
en busca de “las leyes fundamentales del origen de las culturas y su desarrollo”,
y, a reglón seguido, se trataba de establecer de modo conveniente la dirección que
se debía “dar a los primitivos para incorporarlos económica y socialmente de una
u otra forma a la Sociedad” (Langebaek 2009, 187).
El estudio de la cultura se definió en términos de la escuela histórica-cultural: para el efecto, convenía analizar sus préstamos, difusiones, invenciones,
mutuas influencias. Los indios no eran “primitivos sin cultura […] no se trataba
de gente de ‘mal genio’ caracterizada por instintos criminales” (Langebaek 2009,
2: 187). Al contrario, se podía aprender de ellos en algunos campos, por ejemplo, el botánico; pero el Manual también pretendía, finalmente, que el etnógrafo
“cumpliera con la tarea encomendada a las Misiones durante los gobiernos conservadores” (Langebaek 2009, 2: 188).
En 1935 el Ministerio de Educación, bajo la dirección de Luis López de
Mesa, contrató al etnólogo sueco Gustaf Bolinder como profesor de la Universidad Nacional. Bolinder era ya para la época un reconocido investigador que había
realizado un trabajo pionero en Colombia, entre los indios ijka de la Sierra Nevada de Santa Marta. Llegó en 1914, a los 26 años, a San Sebastián de Rábago (hoy
Nabusimake) con su joven esposa y su pequeña hija (que había nacido en Santa
Marta), donde permanecieron durante un año, “para establecerse como indios entre los indios”, legándonos una monografía de gran interés, Los indios de las montañas tropicales cubiertas de nieve, de 1925, sobre este pueblo serrano, y también
visitó otros grupos del norte de Colombia (Uribe 1987). Regresó nuevamente a
San Sebastián de Rábago a finales de 1920, con su esposa, para realizar una película sobre los ijka. Entonces el etnólogo sueco pudo constatar la influencia de la
Misión Capuchina, que había llegado tan sólo unos pocos años atrás:
En otros tiempos los mayores se reunían en la plaza para hacer sus consejos. En esa
misma plaza ahora sus hijos besan el adornado anillo del obispo. La misión capuchina
se ha radicado en el pueblo y todos los niños de la tribu han sido enviados al internado
[…] Seguramente ahora están muy bien dotados para librar las batallas de la vida. Pero
la vida indígena se ha ido para siempre, sostenía. (Uribe 1990, 183)
Entonces –como ha anotado Uribe– pensó que en un tiempo relativamente reciente la cultura ijka sería recordada únicamente en cine y en las fotos que tomara.
Durante esta segunda expedición, Bolinder visitó nuevamente a los chimila, del río Ariguaní, donde igualmente hizo un corto documental etnográfico y
profetizó –también equivocadamente– su “inminente” desaparición (Uribe 1987;
Bolinder [1924] 1987).
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Pero esta vez, en 1936, Bolinder apuntó su interés en otra dirección. Realizó
un viaje etnográfico entre los pueblos del Orinoco colombiano, entre los guahibos, guayaberos y piapocos, acompañado de un fotógrafo colombiano. También
excavó en la sabana de Bogotá, realizando pioneras investigaciones en la localidad de Sopó (1936), cerca de Bogotá; en la Escuela Normal Superior dictó varias
conferencias, participó en un coloquio sobre el concepto de cultura y efectuó un
cursillo de Antropología General. También con el apoyo del Gobierno nacional,
adquirió durante su viaje a los Llanos una colección etnográfica7.
En 1935, Gregorio Hernández de Alba fue delegado por el gobierno colombiano para participar en la Misión de la Universidad de Pensilvania y Columbia a
La Guajira colombiana y venezolana, realizando un verdadero trabajo de campo
–observación participante– sobre diversos aspectos de la vida cultural de dicho
pueblo; su Etnología guajira (1936) constituye la primera etnografía moderna
escrita por un colombiano en nuestro país. A pesar de su brevedad, es un estudio
amplio de diferentes aspectos de la cultura de los wayuu, estrategia de representación fundada también por su propia convicción de encontrarse inmerso en un
equipo de especialistas en diferentes campos de la antropología, y autopercibirse
él mismo como una especie de “generalista”, en función de su formación autodidacta en la disciplina.
Esta experiencia –narrada también en su diario de campo– lo estimuló a
transformarse en etnólogo. Como el mismo comentara, parte de su atención durante su participación en la expedición también se concentró en el estudio y asimilación de los métodos de campo de sus colegas estadounidenses. A la vez,
observaba a los indios y a los antropólogos norteamericanos Ahora, a los treinta
años, había participado en el rito de iniciación y consagración de los antropólogos: el trabajo de campo.
También en 1935, el etnólogo bogotano fundó, junto con el médico Guillermo
Fischer – cuya tesis de grado en la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional, “Estudio sobre el principio activo del yagé” (1923), demostraba ya una afinidad
con los temas americanistas–, la Sociedad Colombiana de Estudios Arqueológicos
y Etnográficos, a la cual se afiliaron diversos intelectuales y políticos liberales.
En este contexto, no cabe duda de que hacia la mitad de la década de los
treinta del siglo pasado había ya cierta conciencia entre algunos ilustrados fun7Durante los años treinta, otros investigadores extranjeros (S. Linné, H. Wassen, G. Mason,
F. Lunardi, R. Wauvrin, H. Waldde-Waldeg, etc.) realizaron investigaciones arqueológicas
en diversas regiones del país, sin mayor impacto en la conciencia regional y nacional sobre el
patrimonio nacional.
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cionarios e intelectuales de la necesidad de impulsar la etnología y la arqueología
modernas en nuestro país.
Pero el asunto no era exclusivo de la capital. También en 1935, la Universidad
del Cauca envió al ingeniero y geólogo Georg Burg a la región de Tierradentro, en
el departamento del Cauca, con la meta de explorar sus monumentos y otros vestigios culturales, y contrarrestar la acción de los guaqueros, algunos de los cuales
operaban en el Cauca y otras zonas de Colombia con permiso oficial, a pesar de la
existencia de diversas disposiciones legales de protección al patrimonio arqueológico8. Su visita se motivaba en la petición que el gobernador del Cauca, Alfredo
Navia, había hecho a la Universidad del Cauca para que enviase un investigador
a dicha región. Navia había visitado la zona meses antes y penetró en uno de sus
hipogeos, percatándose de la importancia del sitio.
Aunque Tierradentro no era completamente desconocido –por ejemplo, en
1887 el general Carlos Cuervo Márquez (1920) visitó la zona–, la comisión de
Burg era un indicio de los nuevos tiempos, de la necesidad de que los expertos
asumieran su descripción. Su informe preliminar, publicado en la revista Popayán, resaltó la importancia de los hipogeos y la relevancia del sitio para estudiar
la evolución de las razas y las culturas. Allí halló un cráneo antiguo –reproducido
fotográficamente en la revista–, que se atribuyó a un verdadero hombre primitivo
que existió hasta “tiempos relativamente jóvenes” (Burg 1935).
Los informes de Burg tuvieron una repercusión nacional: la Revista de las
Indias, órgano del Ministerio de Educación, divulgó sus descubrimientos, en julio
de 1936, destacando la dificultad de acceso al lugar (de Silvia a Inzá no sólo había
que pasar el páramo de Moras, sino transitar a caballo seis horas a través de un
camino de herradura); asimismo, se resaltó la presencia de una población indígena Páez, pero sobre todo se reprodujeron bellos croquis de las tumbas, detalles de
las decoraciones y de los techos de las tumbas y fotos de algunas estatuas. ¡Eran
verdaderas obras de arte!
Pero también en el año mágico de 1935, un año simbólico de una ruptura
“epistemológica”, el gran Marcelino de Castellví –misionero capuchino fundador
y director del CILEAC (Centro de Investigaciones Lingüísticas y Etnográficas de
la Amazonia Colombia)– publicó, a instancias de diversos intelectuales –Daniel
Samper Ortega (director de la Biblioteca Nacional), el rector del Universidad del
Cauca, el maestro Guillermo Valencia, Arcesio Aragón y Santiago Arroyo (del
Centro de Historia de Popayán)–, en la revista Popayán, un “Plan para una orga8Ver, al respecto, Duque Gómez, t. I, 1955, anexo I.
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nización de investigaciones metódicas en ciencias antropológicas presentado al
Ministro de Educación Nacional”; allí llamó la atención acerca de la necesidad
de estandarizar los métodos de encuesta en terreno (de hecho, él publicaría dos
manuales al respecto) para poder realizar verdaderos estudios comparados; y sobre la urgencia de investigaciones lingüísticas y etnográfica, ante la inminente
desaparición de lenguas y culturas, términos que él mismo utilizó en su informe:
La urgencia de salvar los Archivos de documentos históricos es igual a la de investigar
Archivos vivientes como son no sólo los indígenas de las Comisarías, sino también el
pueblo Civilizado de los Departamentos, cuyo Folklore a veces evoluciona tan rápidamente que amenaza ser ya demasiado tarde para recogerlo […] ¡Ahora o nunca! Es la
proclama de varias ciencias nacionales. (Castellví 1935)
Las reflexiones de Castellví tenían un buen fundamento, ya que como director del CILEAC –establecido en 1933 en el valle del Sibundoy– promovió entre
los misioneros capuchinos del sur de Colombia numerosas investigaciones en el
campo de la lingüística, la historia, la etnografía, el montaje de un museo, una
fototeca, y, como se advirtió, dos manuales de investigación lingüística y etnográfica. También en 1940 fundó la revista Amazonia Colombiana Americanista, que
divulgó los resultados de sus trabajos9.
Una arqueología heroica a caballo o a lomo de mula
Aunque la actividad de la “Sociedad Colombiana de Estudios Arqueológicos y
Etnográficos” fue muy corta –tan efímera como la de la “Sociedad de Naturalistas”, fundada casi 80 atrás por Ezequiel Uricoechea en Bogotá–, su impacto
fue considerable. En su seno se planteó la conveniencia de organizar programas
de formación de etnólogos y otros especialistas, la realización de la Exposición
Arqueológica y Etnográfica del año 1938 (con ocasión del IV Centenario de la
fundación de Bogotá); y, quizás, el establecimiento del Servicio Arqueológico
Nacional, creado en mayo de 1938, con el fin de investigar, divulgar y proteger el
pasado prehispánico.
Por otra parte, el reciente redescubrimiento de Tierradentro llevó a que el
Ministerio de Educación enviara a Gregorio Hernández de Alba, como “perito arqueólogo a metodizar y continuar tales trabajos”10; Gregorio viajó con su esposa y
sus pequeños hijos (Carlos y Gonzalo) y la familia se instaló en Inzá, en una casa
9
Cf. Revista Amazonia Colombiana Americanista , t. I, No. 1-3. 1940.
10
Cf. Pérez de Barradas (1937); Hernández de Alba sobre Tierradentro (1938a y 1938b).
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Roberto Pineda Camacho
con techo de paja. Mientras que Gregorio excavaba, y también tomaba nota de la
vida de los paeces, su esposa, doña Helena Ospina, “Helenita”, no sólo cuidaba
de sus pequeños hijos, les impartía ciertas clases, sino que también interrogaba a
las mujeres indígenas sobre temas “tabús” (por ejemplo, las pautas alrededor de
la menstruación) para los hombres, según instrucciones de su esposo; con ocasión
de la identificación y apertura de una tumba, el arqueólogo, su mujer y sus niños,
junto con trabajadores y otras personas, celebraban con alegría. Con una linterna
o una lámpara de petróleo, enfocaban los interiores y diseños realmente maravillosos de los hipogeos. Al principio, algunas de las estatuas que habían sido
recuperadas y erguidas eran otra vez echadas al suelo por pobladores anónimos;
quizás porque las asociaban a los pijaos, antiguos enemigos de los paeces y símbolos de la contaminación y de la enfermedad (el “sucio”).
Entretanto, el Ministerio de Educación contrató al ya veterano arqueólogo
español José Pérez de Barradas, director del Museo Municipal de Madrid; el
19 de agosto de 1936 Hernández de Alba se enteró sorpresivamente, en Tierradentro, de su arribo a Colombia, por una carta de Jorge Zalamea. El arqueólogo
español –ya cuarentón– pronto se sumó a los trabajos de campo en ese lugar.
Los resultados fueron publicados en la Revista de las Indias o por el Ministerio
de Educación11. Para el arqueólogo español fue la oportunidad de visitar un país
que ya desde joven lo había cautivado, a través de la lectura de algunos grandes
viajeros.
Al año siguiente se organizó una expedición a San Agustín –conformada
por José Pérez de Barradas, jefe de la expedición; Gregorio Hernández de Alba y
Luis Alfonso Sánchez, de la Escuela de Bellas Artes, más dos estudiantes–, de la
cual se obtuvieron relevantes resultados. Previamente, el Gobierno nacional había
comprado algunos terrenos en San Agustín, y era necesario ampliar el conocimiento de la región, visitada 25 años atrás –en 1913– por Teodoro Konrad Preuss
(cuya importante obra, Arte monumental prehistórico, publicada inicialmente en
alemán en 1929, fue traducida al castellano en 1931 por César Uribe Piedrahíta y
Hermann Wadlde-Waldegg).
Preuss gastó 14 días en arribar, en canoa y a caballo, desde la localidad de
Purificación, en el Tolima, hasta el pueblo de San Agustín. Hernández de Alba
11Entre 1918 y 1936, Pérez de Barradas realizó diversos trabajos de campo en el valle de Manzanares,
descubriendo el pasado de esa región. Por entonces, además de sus publicaciones científicas,
escribió un texto introductorio, La infancia de la humanidad, de 1928. Posteriormente, se interesó
en múltiples temas relacionados con el pasado prehispánico de Colombia: el arte rupestre, los
muiscas, la orfebrería, las plantas medicinales y alucinógenas. Fue, sin duda, un investigador
serio y concienzudo.
Cronistas contemporáneos. Historia de los Institutos Etnológicos
123
efectuó el trayecto en tres días: el primer tramo (Bogotá-Neiva) lo hizo en ferrocarril: el segundo día de viaje, con escala final en Pitalito, se realizaba en
automotor (bus, o quizás una chiva); el tercer día, a caballo. Uno de los últimos
trayectos –desde Timaná en adelante– había que recorrerlo a caballo, bordeando
los afilados riscos de la cordillera –arriesgando la vida–, con el río Magdalena
surcando al fondo las montañas todavía cubiertas de bosque.
Pérez de Barradas gastó más tiempo, casi 10 días de viaje: llegó el 27 de
marzo de 1937; Hernández de Alba ya se encontraba en el sitio:
Apenas llegamos y a pesar de la fatiga de viaje –mi mujer montaba por primer vez y
por mi parte no era grande la diferencia–, nuestro primer afán fue averiguar dónde
estaba la plaza para saludar, a la luz de la luna, a las estatuas que allí se encuentran
y que eran viejas conocidas nuestras a través de los libros de Cuervo Márquez y de
Preuss. (Pérez de Barradas 1943, 8)
Igualmente, Hernández de Alba se había trasladado con su esposa y dos
hijos. Los dos investigadores permanecieron en terreno durante varios meses, en
condiciones precarias para la vida familiar. Vivían en sendas casas en San Agustín (que estaba lleno de estatuas, no sólo en la plaza central del pueblo, sino que
éstas servían de cimientos a muchas casas). En el rancho de Pérez de Barradas,
“la casa del español”, doña Pura (su esposa) “tuvo que cocinar a lo indio, sobre
tres piedras, en el santo suelo, hasta que consiguieron unos ladrillos y uno de los
peones de las excavaciones pudo fabricar un hogar o fogón con aspecto de horno
de cal” (Álvarez de Eulate s. f.)12.
Las frecuentes lluvias no impedían el desplazamiento a caballo por los diferentes sitios arqueológicos, ni tampoco detenían, salvo quizás en las temporadas
de mayor pluviosidad, las excavaciones. Los hijos también participaban en las
visitas a los diferentes lugares. Se desplazaban a caballo, en el mismo caballo de
sus padres, recuerda Carlos Hernández de Alba.
12Muchos años más tarde, en Madrid, ya en el ocaso de su vida, Pérez de Barradas y su esposa
recordarían ante un antiguo discípulo algunas de sus “aventuras” en San Agustín. En cierta
temporada, Pérez de Barradas decidió trasladarse a caballo, atravesar el macizo Colombiano (¡!),
durante un recorrido de más de una semana para observar ciertas estatuas de piedra localizadas
en Ecuador; a su regreso se percató de que había olvidado el pasaporte, y tuvo que esperar
pacientemente su llegada; mientras tanto, un “guerrillero” de aquella época intentó extorsionar
a doña Pura: pero ella sacó a relucir, según el testimonio, su “fibra española” –había nacido en
Puerto Rico, hija de un general español protagonista de la guerra de Cuba y Melilla– y lo espantó:
este acto le valió el nombre de “Tigresa de los Andes” entre los “indios del lugar y los miembros
de la cuadrilla de trabajadores”. En otra ocasión, Pérez de Barradas cayó, de noche, en una de
las tumbas que habían abierto; y de no habérsele ocurrido lanzar el sombrero hacia el borde de la
superficie, habría tenido que esperar un buen tiempo para su rescate (Álvarez de Eulate s. f.).
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Roberto Pineda Camacho
Las investigaciones no se concentraron únicamente en el estudio de su estatuaria monumental, como lo había hecho Preuss, sino que por primera vez –en
la historia de la arqueología agustiniana y colombiana– se hizo un bosquejo estratigráfico y se estudió con cierto detalle su cerámica (información personal de
Héctor Llanos). Pérez de Barradas también filmó las enigmáticas estatuas y las
fuentes del río Magdalena.
Pero lo que pudo ser un buen comienzo de colaboración internacional derivó
pronto en una seria polémica entre los dos investigadores, centrada en gran parte
–por lo menos en apariencia– en la autoría del descubrimiento de Lavapatas, que
al parecer cada uno de ellos reivindicaba (todavía en 1971, en su clase en la Universidad de los Andes, Hernández de Alba reiteraba la autoría de este descubrimiento, que en realidad lo atribuía a un miembro de su equipo de la expedición)13.
La polémica se expresó también en acusaciones de parte y parte relacionadas con
el desempeño profesional de cada uno de ellos en San Agustín, diferencias que
alcanzaron a ventilarse públicamente.
Por una carta de octubre de 1937, sabemos que Hernández de Alba decidió
romper con Pérez de Barradas y llevar a cabo sus propias investigaciones. Quizás ya desde entonces había diferencias ideológicas. Tal vez el mismo trabajo de
campo fue un medio de cultivo para los conflictos entre los dos pioneros investigadores, y no sabemos si entre sus esposas14.
A pesar de estos contratiempos, en mayo de 1938 se creó el Servicio Arqueológico Nacional, por iniciativa de Gregorio Hernández de Alba (en la Sección de
Extensión Cultural y Bellas Artes, del Ministerio de Educación, a cargo de Gustavo Santos). Al año siguiente de la exitosa Exposición Arqueológica y Etnográfica
de 1938 (para la cual Hernández de Alba [1938c] elaboró un pionero catálogo de
las principales regiones arqueológicas de Colombia) se conformó el Museo Ar13En su libro sobre San Agustín, Hernández efectuó el siguiente testimonio a este respecto: “En el
transcurso de la Comisión arqueológica de 1937 uno de nuestros trabajadores, Ernesto Gumis,
infatigable pescador y cazador, trabajando un día junto a mí me dijo que había visto en la quebrada de Lavapatas, una rana esculpida y algunos canales. Estábamos a la búsqueda de un sapo
gigantesco que debía, según Preuss, encontrarse en los alrededores de esta quebrada. Se decidió
enviar algunos hombres para que limpiaran el lugar de sedimentos y hojarasca […]” (Hernández
de Alba 1978, 60).
14En 1946, Pérez de Barradas publicó en Madrid un texto titulado Manual de antropología, en
el cual, si bien se adhería a la igualdad de las razas, planteó que la “española” era “la más pura
y homogénea” (Langebaek 2009, 2: 193). Dos años más tarde, en Los mestizos de América, de
1948, sostuvo que el “éxito de los españoles se había dado, en buena medida, gracias a que la
mujer indígena se había sentido atraída sexualmente por el ibérico” (Langebaek 2009, 2: 193); sus
posturas frente a la historia americana serían cada vez más hispanistas.
Cronistas contemporáneos. Historia de los Institutos Etnológicos
125
queológico y Etnográfico de Colombia, con base en los materiales que ya poseía
el Museo Nacional, y en aquellos recopilados por los trabajos arqueológicos mencionados, o incluso con donaciones privadas15.
Con ello se dio paso a la constitución de una arqueología nacionalista, como
diría Marcela Echeverri, que tuvo el reto de modificar la valoración y exaltación
de nuestro pasado prehispánico y nuestro horizonte histórico; y también de investigarlo con herramientas y enfoques nuevos. Para entonces, el mundo prehispánico se había imaginado bajo la oposición pueblos “caribes” (sinónimo de salvajismo) vs. “civilización muisca”, pero pronto los estudios mostraron su mayor
complejidad y diversidad. Quizás Tierradentro y San Agustín también permitían
exhibir cierta monumentabilidad, similar a la mexica y a la inca.
A finales de los treinta del siglo pasado, numerosas revistas de Bogotá y
otras regiones del país dieron cabida a temas “americanistas”; divulgaron los nuevos descubrimientos e, incluso, ensayos más generales de teoría antropológica
(v.gr., Boletín de Estudios Históricos e Idearium, de Pasto; Revista de las Indias,
Pan, Cromos, Boletín de Historia y Antigüedades, de Bogotá, Revista Universidad Católica Bolivariana, de Medellín; Popayán, de la capital caucana; Estudio,
de Bucaramanga).
El viaje de Hernández de Alba a París, en 1939, culminó su esfuerzo de consolidación de formación como primer etnólogo de Colombia. Sus participaciones
en el Museo del Hombre y la recepción de clases en el Instituto de Etnología
de París y en la Sorbona le permitieron apropiarse de los avances teóricos de la
antropología francesa (Emile Durkheim, Marcel Mauss, Marcel Cohen, etc.) y
relacionarse con los americanistas más sobresalientes de Francia, y con otro conjunto de ilustres latinoamericanos que también por esa época estudiaban o vivían
en París. Era una época en la que la etnología se respiraba en la intelectualidad
francesa; lo que ha sido llamado el “surrealismo etnográfico” se percibía en los
institutos de investigación y docencia, en los museos públicos y privados, en las
galerías de arte que exhibían las artes primitivas de África, Oceanía y América,
a pesar de que los vientos de guerra ya se oteaban con fuerza y que la Alemania
nazi y la Guerra Civil española empañaban el horizonte de la vida europea.
La dinámica del Museo del Hombre le impactó profundamente16. Desde un
principio tuvo la idea de formar en Bogotá un museo-laboratorio –al estilo del
15Al respecto, ver Botero (1994) y Echeverri (1999). Ver también, para una historia de la arqueología
en San Agustín y Tierradentro, el libro de Langebaek (2003).
16Al respecto, ver su descripción del Museo suscrita en París, en junio de 1939 (Perry 1994, anexo
vol. 2.).
126
Roberto Pineda Camacho
dirigido por Rivet– y promover la formación de etnólogos colombianos, más o
menos a semejanza de sus pares en Francia. El estudio con Marcel Mauss –cuyas
copias de sus conferencias sobre etnografía conservaba entre sus archivos personales– también sería un acicate importante para la formación y promoción del
trabajo de campo17.
En este contexto, le envió una carta a Luis López de Mesa, en la que propone
la creación de un museo-laboratorio que comprendiera las diversas áreas de la
etnología (incluidos la historia del arte, el folclor y la historia en general):
Con la iniciación del museo se iniciaría a la vez la instrucción de un grupo de jóvenes
que, me parece pueden formar una sección de especialidad en la Normal Superior […]
La especialidad comprenderá más o menos los cursos que he seguido, con las naturales variaciones para adaptarla a nuestras necesidades de investigación y a nuestra
bibliografía americanista (Perry 2006, 36).
Pero también, a su llegada, en París le alcanzó la antigua polémica con Pérez de Barradas. Achury Valenzuela, que había sucedido a Gustavo Santos en la
Dirección de Extensión Cultural y de Bellas Artes (a la cual estaba adscrito el
Servicio Arqueológico) lo conminó en una carta a entregar los resultados de San
Agustín –incluso, algunos materiales supuestamente del arqueólogo español que
aquél guardaba–, bajo la amenaza de un escándalo en el Congreso o una denuncia
de Pérez de Barradas, que ya por entonces había regresado a la España franquista.
Hernández de Alba contraatacó: el ofendido era él (Perry 2006, 38-39). Ello lo llevaría a guardar indefinidamente su manuscrito sobre San Agustín, su memoria de
grado preparada en París; habría que esperar más de treinta años para que su hijo,
Gonzalo, lo imprimiera en Bogotá de forma póstuma (Hernández de Alba 1978).
La Ciencia del Hombre se siembra en Colombia
Como es sabido, el Instituto Etnológico Nacional se fundó en el marco de la Escuela Normal Superior, que se estableció bajo el modelo de la Normal Superior
de París. Su rector, Francisco Socarrás, hizo un esfuerzo ingente por vincular a la
Normal a los mejores estudiantes de diferentes regiones de Colombia; contó con
la colaboración de un distinguido grupo de profesores colombianos y extranjeros
–en su mayoría exiliados alemanes y españoles– que le dieron un vuelco a la formación en ciencias sociales en Colombia. En el campo de la etnología sobresalió
17
Sobre la dinámica de las colecciones arqueológicas y etnográficas del Museo Nacional, ver Botero
(1994).
Cronistas contemporáneos. Historia de los Institutos Etnológicos
127
Justus Wolfram Schottelius, arqueólogo alemán que se vio forzado a abandonar
la Alemania nazi en 1938, por la condición judía de su esposa, una extraordinaria
pianista. En 1936, antes de abandonar Alemania, habían podido enviar a su joven
hija –Renate Schottelius, de 14 años– a Buenos Aires, donde vivió con algunos
parientes, y se convirtió en una famosa bailarina de danza moderna (comunicación personal de Armado Martínez). En Berlín, Renate había estudiado ya danza
en el Opera Municipal de Berlín, y completaría sus estudios en Argentina. Moriría a los 77 años, en medio de un reconocimiento general.
Schottelius fue profesor de “prehistoria americana” en la Escuela Normal
Superior y realizó por lo menos dos cortas pero fructíferas salidas de campo (en
1940) a Santander, a la Mesa de Los Santos, para explorar la llamada “Cueva del
Indio”; su propósito fue rescatar los textiles de los indios guane, que seguramente
cubrían las momias, y otros artefactos cerámicos, líticos y óseos, saqueados por
guaqueros de “cuello blanco” y otras personas de Bucaramanga, Piedecuesta, y
los mismos pobladores del municipio de Los Santos. Los materiales arqueológicos que recogió de la Cueva –y aquellos que logró adquirir en Bucaramanga– ingresaron al Museo Arqueológico de Bogotá.
Pero, previamente a su viaje a Santander, debió hacerse una colecta entre
amigos, para pagar su desplazamiento, según Lucrecia Maldonado (madre de Alicia Dussan), una verdadera mecenas de Schottelius. También debió endeudarse en
Bucaramanga para pagar su traslado, en una de las ocasiones, a Bogotá, porque
el giro no llegaba.
Pero si la financiación de su trabajo de campo no fue fácil, tampoco lo sería
su situación personal en Bogotá, marcada por una extrema precariedad económica. Tenía solamente algunas horas de clase en la Normal Superior. Su esposa se
vio obligada a coser corbatas para la colonia judía, a diez centavos por pieza. Ello
tampoco satisfacía las necesidades de la pareja18.
El notable americanista alemán alcanzó a dar la bienvenida a Rivet, en el
antiguo aeropuerto de Techo de Bogotá, pero murió a los 48 años, casi enseguida
18La situación emocional de su esposa, en particular, no fue nada fácil. El trauma del exilio, la
separación de la familia y de la joven hija, el deterioro progresivo de la salud de su marido, la
precariedad económica, provocaron en ella una frustración creciente ante las expectativas que la
hija del embajador de Colombia en Berlín le había creado acerca de las posibilidades de su nueva
vida en Colombia. En dos ocasiones le comentó a Lucrecia Maldonado que hubiese sido para ellos
preferible morir en una cámara de gas que enfrentar la miseria en Bogotá, un medio que, en su
opinión, no valoraba suficientemente a su modesto pero profundo esposo (entrevista a Lucrecia
Maldonado de Dussan por Helena Reichel-D., en Dussan de Reichel-Dolmatoff y Martínez 2005,
155-164).
128
Roberto Pineda Camacho
de su llegada; falleció en la Clínica de Marly de Bogotá, víctima de una angina de
pecho, agravada por una condición de desnutrición crónica (comunicación personal de Armando Martínez), pero también se dice que durante sus investigaciones
en la Cueva del Indio, del municipio de Los Santos, adquirió una mortal enfermedad, que desencadenó su muerte prematura.
No le alcanzó la vida para formar parte del nuevo proyecto, para vivir la
América que en Alemania había estudiado en los libros, aunque sí había sembrado sus ideas y valores entre sus discípulos en la Escuela Normal19.
Si hemos de juzgar por algunos de sus escritos, sus enseñanzas hicieron énfasis en la importancia de la escuela histórica cultural alemana y en la necesidad
de efectuar trabajos estratigráficos. Schottelius se refería a las sociedades prehispánicas como civilizaciones, y, seguramente, siguiendo la tradición alemana,
hablaba de Cultura, aunque en sus textos (probablemente traducidos por terceros)
designaba a los artefactos arqueológicos como “reliquias” y “antigüedades”.
La llegada de Paul Rivet a Colombia, a principios de 1941, precipitó, como se comentó en la introducción de este ensayo, la fundación del Instituto Etnológico Nacional. Era ya un hombre mayor, de 65 años, rodeado de un gran prestigio internacional,
lleno de energía. El 21 de junio de 1941 se expidió el decreto de su fundación, “cuyos
fines –reza el Decreto 1126– serán la enseñanza de la etnología en general y de la
americana en particular, la investigación etnológica sistemática del territorio nacional
y la publicación de los trabajos que resulten de dicha investigación”. Se estableció,
además, que el mencionado “Museo Arqueológico y Etnográfico” debía prestar su
colaboración “para el cumplimiento de sus tareas y funciones”.
El pénsum revela sus ideas sobre la etnología como una ciencia integral del
hombre, en la cual se incluyen la Prehistoria, la Lingüística, la Arqueología, la
19
Con ocasión de su muerte, Rivet le confesó a doña Lucrecia: “Llegué tarde para Schottelius, doña
Lucrecia. ¡Llegué tarde!” Y, ciertamente así había ocurrido. No obstante, el presidente Santos
ordenó un funeral casi de Estado: “Hubo cámara ardiente, lluvia de coronas y traslado del cajón
en hombros desde la Escuela Normal Superior al cementerio”. Aquel día de su funeral, su esposa
puso una manojo de rosas encima del ataúd, que aún estaba abierto; doña Carla observó a los
estudiantes de la Normal, quienes lo rodeaban como guardia de honor, y con voz fuerte increpó:
“Esto para mí es nada… Si apreciaban a mi marido: ¿por qué lo dejaron morir de hambre?…
¡Mejor el campo de concentración! ¡Mejor una cámara de gas! Si lo apreciaban: ¿por qué no se
lo manifestaron ?... ¿Por qué lo dejaron morir de hambre?” (Entrevista a Lucrecia Maldonado de
Dussan, Helena Reichel-D, en Alicia Dussan de Reichel-Dolmatoff y Armando Martínez 2005:
155-164). Sus restos fueron exhumados años más tarde y enterrados por Luis Duque, el heredero
por concurso de sus libros y director del Instituto Etnológico en 1945, con ocasión de la apertura
del nuevo Museo Arqueológico y Etnográfico, ¡el 9 de abril 1948!, en el edificio del antiguo
edificio del Panóptico, donde aún reposan en la entrada del actual Museo Nacional de Colombia.
Cronistas contemporáneos. Historia de los Institutos Etnológicos
129
Etnografía y la Etnología (Rivet 1943a) También había cursos sobre Museología
y Tecnología, Técnicas de investigación y Origen del Hombre Americano. Disposiciones posteriores designaron a Paul Rivet como director y establecieron su
planta docente20.
Se estableció que el Instituto se regiría por el reglamento de la Normal Superior, y también se podrían admitir estudiantes que por sus calidades y trabajos
científicos lo ameritaran.
Un grupo minoritario de los estudiantes de Ciencias Sociales de la Escuela Normal ingresó al Instituto con el fin de realizar su especialización en Etnología. Entre
ellos se destacaron unas jóvenes mujeres –Alicia Dussan, Blanca Ochoa, Virginia Gutiérrez, Edith Muñoz– que culminaron de forma brillante sus estudios de bachillerato
y que se contarían entre las primeras mujeres profesionales de Colombia21.
El primer curso encontró ciertas dificultades; por una parte, algunos profesores inicialmente programados no asumieron sus funciones (Schottelius o Casas
Manrique): también hubo problemas de bibliografía. La enseñanza de la teoría
no parece fuerte, quizás por esta razón; gran parte del tiempo se concentró en el
estudio de los cronistas de Indias y en la elaboración de síntesis, en fichas, de las
principales crónicas del Nuevo Reino. El interés en los cronistas se basaba también en la idea –impulsada por Rivet– de una continuidad histórica de los pueblos
amerindios, a pesar de los cambios fruto de la presencia española y la influencia
republicana. La formación de dos años se redujo, en la práctica, a uno.
Como resultado de las labores docentes de los años 41-42, se graduaron, bajo
la supervisión directa de Rivet, 18 alumnos; de la promoción del 43 egresaron cinco estudiantes; de la del 44, de un total de 23 alumnos, 7 de ellos habían logrado
su licenciatura en Etnología a finales del año (Recasens [1945] 2007).
20La nómina inicialmente prevista estaba conformada por los siguientes docentes: “Profesor Paul
Rivet (director): Antropología General, Antropología Americana y Origen del Hombre Americano;
Dr. José Francisco Socarrás (rector de la Normal Superior): Bioantropología General y Americana;
Sr. (sic) Gregorio Hernández de Alba: Etnografía y Sociología Generales y Americanas; Lic.
José Estiliano Acosta: Geología del Cuaternario; Profesor W. Schottelius: Prehistoria General y
Americana y Técnicas de Excavación; Profesor Manuel José Casas Manrique: Lingüística General
y Fonética; Luis A. Sánchez: Museología y Tecnología”. En la resolución No. 687 se estableció el
número de conferencias por cada uno de los temas (por ejemplo, Antropología General se dictaría
en 10 conferencias; Orígenes del Hombre Americano, en 8 sesiones; Lingüística General, en 6
conferencias; Técnicas de Arqueología, 2 conferencias, etc.); asimismo, se determinó que habría
trabajos prácticos, seminarios y “expediciones”, sujetas todas a reglamentación. Esto y otros
documentos relacionados se pueden consultar en Barragán (2001), en el apéndice. Ver también
Perry (1994, anexo vol. 2).
21Sobre el tema de las mujeres antropólogas pioneras se destacan, entre otros, los textos de Marcela
Echeverri (1998, 2007), Amparo Guerrero (1999) y Ligia Echeverri (2007).
130
Roberto Pineda Camacho
Paul Rivet y sus colaboradores lograron que los alumnos tuvieran una buena
formación en técnicas de excavación arqueológica, registros fonéticos y lingüísticos, métodos de análisis serológico y antropométrico, y, armados con estas herramientas, lanzaron a sus estudiantes a campo22.
Los noveles etnólogos practicaron, como ha sido destacado por Héctor García (2008), sus expediciones equipados, además, con nuevos conceptos –los conceptos de cultura, cultura material, civilización material–; estaban impregnados
del relativismo cultural, transmitido también por Rivet, para quien las civilizaciones indígenas eran equiparables a la de la Atenas suramericana (Bogotá). Salieron
a formarse en el “trabajo de campo” dispuestos a servir a la causa de la Ciencia y,
también, de los indígenas y de la Nación.
Rivet impuso una agenda clara de investigación que fue en gran parte continuada, como se anotó, por sus sucesores, en el marco de sus ideas sobre la
Historia Cultural de América, que planteó en su libro Los orígenes del hombre
americano, de 1943; y la revaloración de los pueblos de las tierras bajas de origen
karib, condensada en su ensayo “La influencia karib en Colombia” (1943). Los
estudios serológicos, lingüísticos y socioculturales debían contribuir a una historia del poblamiento americano y, sobre todo, a dilucidar las migraciones transpacíficas a América.
Cronistas contemporáneos
Entre 1942 y 1946, durante las misiones de campo –que, por lo demás, eran anunciadas en la prensa bogotana como “notas sociales” (análogas a las noticias de la
“vida social” de Bogotá de los periódicos El Tiempo y El Espectador, con ocasión
del viaje a Europa de una familia o de la fiesta de presentación en sociedad de
una joven bogotana)– se realizaron múltiples expediciones a diferentes regiones:
Tolima (pijaos), Tierradentro, Caldas, Magdalena (chimilas), Perijá (motilones),
Nariño (kuaiquer), Amazonas, etc. Las investigaciones en el Vaupés, en particular, fueron llevadas a cabo por el alemán Lothar Peterson.
22Ante la muerte de Schottelius el curso de Técnicas Arqueológicas fue asumido por Luis Alberto
Sánchez –según doña Alicia de Reichel-Dolmatoff–, quien les explicaría en un par de horas, y en el
tablero, con gráficos y dibujos en colores, cómo realizar una excavación. Aunque quizás también
José de Recasens –que había tomado cursos de Arqueología en la Universidad de Barcelona y
había sido asistente del abate Breuil en el sur de Francia– pudo haber contribuido a este respecto.
De otra parte, al parecer, Paul Rivet asumió también el curso de Lingüística y las conferencias de
Antropología Física, en cuyas clases se practicaban las medidas antropométricas con los mismos
compañeros.
Cronistas contemporáneos. Historia de los Institutos Etnológicos
131
En su mayoría, estas investigaciones tuvieron el propósito de recoger corpus
lingüísticos, establecer descripciones etnográficas o información arqueológica;
también tenían como finalidad recopilar artefactos etnográficos y arqueológicos,
para alimentar las colecciones del Museo. Con frecuencia hubo que transitar trochas y caminos inhóspitos, exponerse a las enfermedades tropicales o incluso
superar los imaginarios sobre la “naturaleza caribe” de sus habitantes.
Las tempranas investigaciones sobre los grupos sanguíneos intentaron seguir los rastros de los posibles lazos transpacíficos, aunque también tuvieron alguna relevancia en las discusiones sobre el mestizaje y las identidades indígenas.
Ésta fue la situación del trabajo entre los pijaos del Tolima –llevado a cabo por
los esposos y colegas Gerardo Reichel-Dolmatoff y Alicia Dussan–, en los cuales
encontraron no solamente la prevalencia del grupo sanguíneo O –típico indígena– sino también patrones culturales pijaos, en unas localidades donde se había
negado la condición indígena a sus habitantes para acceder al derecho a su tierra
colectiva en forma de reguardo. Esta investigación, en particular, dio herramientas a Quintín Lame para argumentar con más fuerza –esta vez “científica”– su
identidad india y su derecho a la tierra.
Por lo menos hasta 1945, una gran parte de las expediciones fue financiada
con fondos de la República Provisional de Francia, o por cierta ayuda de la Fundación Rockefeller, que a la postre interrumpió su colaboración, debido a una falta
de una contraprestación equivalente de parte de Colombia.
A finales de diciembre del año 41 y hasta mediados del 42, se organizaron
diversas salidas de campo a distintas zonas del país. Por ejemplo, Hernández de
Alba dirigió una expedición a Tierradentro, con la participación, entre otros, de
Eliécer Silva Celis y de Graciliano Arcila Vélez, Blanca Ochoa, Gabriel Ospina, y
una enfermera (Soledad Izquierdo); hicieron simultáneamente investigaciones serológicas, antropométricas, arqueológicas y etnográficas de los indígenas paeces;
se filmó un documental sobre los indígenas de Tierradentro y se “registraron cincuenta discos de lengua y música”; la expedición motivó la organización ulterior
de la primera Exposición sobre Tierradentro en Bogotá y la necesidad de ampliar
el Museo Arqueológico y Etnográfico (Perry 2006, 42). De otra parte, otro grupo
–constituido por el arqueólogo norteamericano James Ford y Luis Alfonso Sánchez– se dirigió al Valle del Cauca; y Luis Duque Gómez se iría a Caldas, a buscar
a los quimbayas (Perry 2006, 42), por instrucciones de Rivet.
En otros casos, como se anotó, las expediciones fueron al encuentro de los
karib, a pesar de las grandes dificultades del viaje. Ésta fue la situación, por ejemplo, de la expedición donde los motilones –es decir, los actuales indios yukoyukpa–, de la serranía de Perijá, en enero de 1944, conformada por los esposos
132
Roberto Pineda Camacho
Reichel-Dolmatoff, Roberto Pineda G. y la señorita Virginia Gutiérrez. Esta expedición implicó abrir, en algunos tramos, una verdadera trocha desde Becerril,
en el departamento de Cesar, para acceder al territorio de dichos indígenas –“los
pigmeos de América”–, de habla de filiación karib. Allí, uno de sus investigadores temía, quizás mientras dormían en carpa, que los motilones los atacasen
por sorpresa; los Reichel-Dolmatoff transportaron en un burro su gruesa carpa
–una adecuación de una carpa de camión–, que les acompañaría durante muchas
estadas de campo; en burro, de regreso, debieron además cargar los diversos artefactos de cultura material que recogieron, y, quizás, también en este noble animal
debió de venir doña Alicia, aquejada de una “malaria falciparum” que casi le
cuesta la vida: la “niña moribunda del míster”, la llamaron los pobladores locales.
Durante su estada, pudieron presenciar de forma excepcional un enterramiento
secundario, descrito de manera magistral por Reichel-Dolmatoff, con base también en las notas de Alicia Dussan; además, Pineda G. hizo un ensayo sobre los
problemas de la colonización que ya aquejaban a esta región.
Las dos expediciones al Carare23 estuvieron motivadas por el descubrimiento ocasional de un guaquero de un cementerio indígena en la vereda de Cimitarra,
pero también por el rescate de la lengua de los indígenas opón-carare, hablada
aún por unas pocas personas, y relevante para comprender la historia karib del
Magdalena24.
En 1945, para citar otro ejemplo, se organizó una dramática expedición al
río Yurumanguí, conformada por Gerardo Reichel-Dolmatoff, Milciades Chaves y Fernando Cámara, este último perteneciente al Instituto de Antropología
e Historia de México: “en esta región se sospecha la supervivencia de un grupo
indígena que, según los estudios de Rivet, sobre el vocabulario que se conserva
en unos manuscritos de la Biblioteca Nacional, hablaban una lengua que ofrece
23La primera expedición fue realizada por Roberto Pineda G.; en la segunda participaron Pineda G.
y Miguel Fornaguera.
24La expedición a la región de La Belleza (Santander) –en diciembre de 1943– también fue motivada
por informaciones locales. Estuvo constituida por José de Recasens, su esposa María Rosa
Mallol, Eliécer Silva Celis y Miguel Fornaguera. La región albergaba un número sorprendente
de cuevas, en las cuales se encontraron multitudes de figuras humanas muy esquematizadas:
“El número de cuevas es extraordinario, muchas de ellas han sido transitadas por las gentes del
país y se han estropeado completamente; no obstante, nosotros penetramos en algunas de ellas,
que, prácticamente por su difícil acceso o por haber sido descubiertas hace poco, se hallan aún
en buen estado de conservación”. En dos de ellas se localizaron 394 esculturas, mientras que
en otras cuevas se hallaba gran número de dichas representaciones humanas esquematizadas
en la superficie de la cueva, a flor de suelo, “tumbadas o contra el suelo”. Recasens veía en sus
diferentes tipos un desarrollo estético de gran interés para la antropología. Recasens, carta a Paul
Rivet, ms1/7917, 2 de enero de 1944.
Cronistas contemporáneos. Historia de los Institutos Etnológicos
133
excepcional interés por tener muchas semejanzas en su estructura con lenguas
oceánicas del Pacífico” (Duque Gómez 1946, 25). La expedición fracasó, debido
a las dificultades de la topografía, a pesar de abrir una trocha durante doce días
entre los ríos Naya y Yurumanguí. Los filos de la cordillera les impidieron continuar. Los expedicionarios regresaron, no sin antes realizar algunas observaciones
etnográficas y lingüísticas, y una película etnográfica, entre un grupo chocó del
río Calima.
Poco tiempo después se insistió en la misma misión, dada –reiteremos– su
importancia comparativa con las lenguas del Pacífico y de Estados Unidos (lengua hoka); sus miembros fueron Ernesto Guhl, Gerardo Reichel-Dolmatoff y Roberto Pineda Giraldo. A pesar de las nuevas previsiones, los consejos sobre el
terreno por parte de un concejal del municipio de Buenos Aires (Cauca), la asesoría del Ejército nacional –por instrucciones del Ministerio de Guerra–, el acompañamiento de un capitán del Ejército, un sargento, un cabo y cuatro soldados; y la
promesa de apoyo, incluso, hasta de la Fuerza Aérea colombiana (lamentablemente, imposibilitada por las condiciones meteorológicas) el grupo volvió a fracasar,
por las condiciones orográficas, descartándose la presencia de un grupo indígena
en la región. No obstante, Ernesto Guhl elaboró un relevante estudio geográfico
sobre esta hasta entonces prácticamente desconocida zona (Duque 1945b, Archivo ICANH).
Entretanto, las expediciones arqueológicas también habían continuado: por
ejemplo, en 1943, Luis Duque, con la colaboración de Alberto Ceballos, realizó
trabajos en San Agustín: hicieron más de cien excavaciones, recopilando diversos
tipos cerámicos y recuperando gran número de restos humanos, que ayudaron a
comprender las características anatómicas del hombre agustiniano25. Las excavaciones de Duque implicaban, de otra parte, meterse en el terreno de Hernández de
Alba, quien, entretanto, como veremos, había caído en desgracia ante Rivet y los
jóvenes etnólogos colombianos.
Pero la labor de los noveles etnógrafos no se limitó a la descripción científica
o académica. Como corolario de su trabajo etnográfico, muchos de ellos realizaron, en el ámbito del Instituto Indigenista Colombiano (fundado en 1941 por Antonio García y Gregorio Hernández de Alba), diversos informes de su situación
25A principios de los años cuarenta, Juan Friede se instaló en San José de Isnos, en medio de grandes
tumbas agustinianas. Friede constató que todavía la situación de la protección del patrimonio
arqueológico era muy precaria y realizó una película sobre San Agustín, con el fin de despertar,
en los círculos de Bogotá, incluido el presidente Santos, la necesidad de salvaguardarlo. También
patrocinó la visita de destacados artistas (Pedro Nel Ospina y Carlos Correa) al Alto Magdalena,
y donó, posteriormente, su predio al Instituto Etnológico Nacional (Rueda 2009).
Roberto Pineda Camacho
134
económica y social, tanto local como regionalmente, publicados en su mayoría en
el Boletín de Arqueología del Servicio Arqueológico Nacional. En 1944 se opusieron a la división de los resguardos de Tierradentro y terciaron a favor del uso
tradicional de la coca, que también intentaba prohibir el Gobierno central26.
También por ese entonces se iniciaron las excavaciones de Silva Celis en
Sogamoso (Boyacá), que darían pie a la fundación del Museo y la reconstrucción
del Templo del Sol en esa ciudad boyacense (Rodríguez 2007).
La juventud llega al poder
En 1945 se fundieron en una sola entidad el Servicio Arqueológico Nacional y el
Instituto Etnológico Nacional, y se le concedió una autonomía propia con relación a la
Escuela Normal Superior. Para entonces, se designó a Luis Duque como director de la
nueva entidad, quien continuó –como se advirtió– el proyecto de Rivet. Duque, a los
29 años, aceptó el reto; tenía a su favor el haber estudiado ciertos cursos de Derecho,
la confianza a distancia de Rivet y, sobre todo, el apoyo de sus compañeros.
El informe del nuevo Director, de mediados de 1945, al Ministerio de Educación, en particular, al director del Departamento de Extensión Cultural, Achury
Valenzuela, revela una sensibilidad frente a las poblaciones indígenas contemporáneas de Colombia; señaló la pertinencia de tener en cuenta sus aportes a la sociedad
colombiana en diversos campos, llamando la atención de los estudiosos sobre las
costumbres de los indígenas y campesinos del Cauca y Nariño, las condiciones de
vida de los resguardos, las fiestas tradicionales de Santander, entre otros aspectos.
Reiteró como objetivo principal del Instituto Etnológico, el estudio de los pueblos
indígenas, los estudios arqueológicos, “sincronizados con la labor de preservación y
reconstrucción de las altas culturas”; la prioridad, sin embargo, debía ser (aun contra cierta opinión en el Ministerio de Educación) el estudio de los pueblos indígenas
vivos, en rápido proceso de transformación, y cuya comprensión de sus elementos
culturales tradicionales “puede llegar a aclarar problemas que hoy plantean serias
incógnitas a los prehistoriadores americanos” (Duque Gómez 1945, 6)27.
26
Una historia del indigenismo en Colombia se encuentra en García (1945) y Pineda C. (1984). En
un trabajo reciente de Correa (2009) se hace un balance de sus ideas y contribuciones.
27
Bajo su dirección se reestructuraron internamente el Instituto Etnológico y el Servicio Arqueológico, en secciones de Museología, Lingüística y Etnografía, Arqueología, Dibujo técnico y Cartografía, Fotografía y, finalmente, Sección de modelo y reconstrucción de piezas arqueológicas.
También se dictaron en ese año diversas conferencias, algunas de ellas explicando las teorías funcionalistas y difusionistas en antropología. El Instituto mejoró su presupuesto, lo que le permitió
contratar, en términos razonables, diversos investigadores y patrocinar diversas investigaciones.
Cronistas contemporáneos. Historia de los Institutos Etnológicos
135
En 1946 se abrió una nueva promoción del Instituto Etnológico Nacional; se
matricularon más de 20 estudiantes provenientes de la Universidad Nacional, de
la Escuela Normal y de otros centros docentes privados y públicos. Para entonces
se inauguró un nuevo pénsum, también de dos años, con una filosofía amplia de
todas las ramas de la antropología, aunque habían aparecido nuevas materias:
Política indigenista americana, Sociología de los pueblos americanos, Fuentes e
instituciones para la historia de América y de Colombia, Estadística aplicada a
la antropología general, huellas de la experiencias y expectativas de los nuevos
etnólogos colombianos y de su interés en impactar en las condiciones socioeconómicas de los grupos indígenas coetáneos que habían estudiado y visitado.
Ahora los docentes eran, en gran medida, los primeros egresados del mismo
Instituto Etnológico; para 1948, por ejemplo, la planta profesoral estaba conformada principalmente por Milciades Chaves, Roberto Pineda Giraldo, Virginia
Gutiérrez, Eliécer Silva, José de Recasens, María Rosa Mallol de Recasens, quienes, un año antes, habían participado en la famosa Expedición a La Guajira, que
nos legaría una pionera descripción de su organización social y religiosa, un examen de los problemas sociales y humanos del pueblo wayuu.
La etnología se toma las tierras de Benalcázar
En 1942 ocurrió un singular acontecimiento que afectó el curso de la antropología
colombiana. En el periódico El Espectador se exhibió una foto en la cual Gregorio
Hernández de Alba se encontraba junto con el embajador francés del gobierno colaboracionista (con los nazis) de Vichy, en un acto organizado –según narraría años
después el etnólogo colombiano– en la legación francesa a propósito de la presentación de un grupo de niños cantores de la catedral de Nuestra Señora. Quizás no
haya existido una foto con mayor impacto en la antropología colombiana.
La foto enfureció a Rivet, quien increpó fuertemente a Hernández de Alba su
actitud, e, incluso, según algún testimonio presencial, llegó a golpearlo. Rivet consideró ese acto como una verdadera traición, y se fracturó para siempre su amistad. Y la
“ulceración” de Rivet –según la expresión atribuida por el mismo Gregorio a Eduardo
Santos– contra Hernández de Alba se mantuvo hasta el final de sus días28.
28Este rompimiento no deja de ser por lo menos paradójico. Rivet tuvo que huir de París, para
evitar ser capturado por los nazis, que pocas horas después allanaron su apartamento. Después
de conseguir un pasaporte del gobierno de Vichy, se dirigió con Hernández de Alba y familia
hacia España. Durante horas viajaron conjuntamente en tren por la campiña francesa, hasta
Biarritz, en la frontera con el país vasco, en donde las autoridades revisaron su pasaporte. Los
jóvenes Hernández de Alba-Ospina fueron advertidos para no dar ningún indicio de la verdadera
136
Roberto Pineda Camacho
En estas circunstancias, Hernández de Alba renunció –el 8 de mayo de
1942– a su cargo de profesor del Instituto Etnológico; consideró que había sido
desautorizado por Rivet ante sus propios discípulos y se concentró, entonces,
en sus funciones como director del Servicio Arqueológico Nacional; y, también, presumiblemente, en sus tareas de codirector del Instituto Indigenista de
Colombia.
A finales de 1943, Hernández de Alba recibió una invitación para visitar el
Smithsonian Institution, en Washington; ello constituyó, en su propia perspectiva, una especie de resarcimiento moral ante la situación planteada por el encono
de Rivet. La visita a Estados Unidos amplió sus horizontes, ya previamente marcados por una mirada indigenista, sobre las posibilidades de la etnología como
ciencia social aplicada.
De esta visita resultó no sólo su participación en algunos capítulos del famoso Handbook of South American Indians, editado por Julian Steward, sino una
comprensión mayor de la importancia de los estudios de transculturación, según
la definición del antropólogo cubano Fernando Ortiz.
De otra parte, como sabe, en Estados Unidos la antropología tuvo una gran
trascendencia durante la Segunda Guerra Mundial en los problemas relacionados, como el internamiento de japoneses en Estados Unidos, la incorporación de
mujeres y grupos raciales a la industria con fines militares, la definición de la
política norteamericana frente a Japón, etc. En 1946, por ejemplo, Ruth Benedict
publicó su libro El Crisantemo y la Espada, previamente contratado por la Office
of War Information, que fue muy relevante en torno a la definición de la política
norteamericana frente al incondicionalmente vencido Japón. Se sostiene que por
su lectura, el general MacArthur se inhibió de suprimir la figura del Emperador
del país del Sol Naciente.
identidad del profesor. Con alborozo se celebró el paso de la frontera, que para Rivet significaba
escapar de las manos de la Gestapo y, en este caso, eventualmente, ser fusilado o confinado al
menos en un campo de concentración.
Después, Rivet y su esposa y el etnólogo colombiano y familia tomaron un barco, el Magallanes,
hacia Nueva York, un navío de bandera española, neutral en el conflicto. Luego se dirigieron
–pasando por La Habana– a Barranquilla. Allí tomaron un avión al aeropuerto de Techo, en
Bogotá, donde fueron recibidos por el presidente Santos (Perry 2006). El viaje no había estado
exento de riesgos. Durante dos ocasiones fueron interceptados por un submarino británico y otro
alemán, recuerda aún Carlos Hernández de Alba.
El incidente de la Embajada francesa afectó de forma profunda a Hernández de Alba, no sólo
de forma personal sino profesionalmente. Los alumnos del instituto Etnológico Nacional, aunque
discípulos de Rivet y también de Hernández de Alba, se solidarizaron con el Director y criticaron
acremente a su antiguo maestro colombiano.
Cronistas contemporáneos. Historia de los Institutos Etnológicos
137
A su regreso a Colombia, en 1944, Hernández de Alba se vinculó como
profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional; publicó dos cortos pero pertinentes ensayos –“La antropología aplicada” (1944a) y “Función social de la antropología” (1944b)–, que explicaban la relevancia de la antropología
como ciencia social aplicada.
Pero aquí las cosas irían de mal en peor. Cierta animadversión de Achury
Valenzuela, el ya conocido director de Extensión Cultural y Bellas Artes del Ministerio, y quizás la falta de apoyo del nuevo Ministro de Educación, lo llevaron
a renunciar también a la Dirección del Servicio Arqueológico Nacional; mientras
tanto, Achury Valenzuela, en cierta medida, había puesto, al menos esa es mi
interpretación, sus ojos en el joven Duque Gómez como posible candidato para
sucederlo en el cargo; el etnólogo antioqueño era apoyado –a pesar de su filiación
conservadora– por gran parte de sus compañeros y fue elegido, como se advirtió,
nuevo director del Instituto Etnológico, en una especie de golpe de Estado generacional. Recasens también apoyó su designación, e incluso sostiene en carta a
Rivet que él mismo lo había candidatizado.
Sin embargo, para Hernández de Alba no todo fue negativo. Al parecer, el
rector de la Universidad del Cauca, Luis Carlos Zambrano, le ofreció la posibilidad de abrir un Instituto Etnológico en Popayán. Helo entonces fundando dicho
Instituto en 1946: era la oportunidad de rehacer su carrera académica y desarrollar otro esquema de formación para la antropología en Colombia.
Con anterioridad, en el mismo departamento del Cauca se estableció una
oficina de Asuntos Indígenas, a cargo de Gerardo Cabrera Moreno, que tenía
como función contribuir a la resolución del problema indígena de la región, marcado en diversas zonas por una fuerte presencia de la terrajería, la expansión de
la hacienda y la expropiación de la tierra de los indios. Para aquella época todavía
en norte del Cauca subsistían numerosos cabildos de indios pero sus comuneros
carecían de tierra comunal o individual.
Con anterioridad a la fundación del Instituto Etnológico, en la Universidad
se estableció, en gran parte por iniciativa del etnólogo francés Henri Lehmann,
antiguo integrante del Museo del Hombre, el Museo Arqueológico, que contó
con el apoyo –a través de la Sociedad de Amigos del Museo– de parte de la élite
payanesa. El mismo Maestro Valencia, gran patriarca de la élite payanesa, describió interesantes piezas orfebres –los Hombres Pájaro– de Popayán. Lehmann
había llevado a cabo, por otra parte, relevantes investigaciones arqueológicas en
la región (por ejemplo, sobre la estatuaria lítica de Moscopán), o trabajos etnográficos en Guambía, al norte de Popayán, entre los indígenas guambianos; también
138
Roberto Pineda Camacho
dirigió una expedición, con el patrocinio del Instituto Etnológico Nacional, donde
los kuaiquer (awa), del departamento de Nariño.
De otra parte, para entonces, en la Universidad del Cauca el profesor de
prehistoria, Jesús María Otero, realizaba importantes trabajos relacionados con
las poblaciones indígenas del departamento del Cauca; José María Llorente, el
director del Archivo Central del Cauca, llevaba a cabo una excepcional labor de
preservación de las fuentes históricas coloniales y republicanas. En 1944, Juan
Friede generó una viva polémica con este ilustre historiador caucano, cuando
Friede publicó su libro El indio en lucha por la tierra, con el patrocinio del Instituto Indigenista de Colombia.
La Universidad del Cauca vivía un clima liberal, iniciado con la rectoría de
César Uribe Piedrahíta. La relevancia de la cultura de Tierradentro también ejerció, como vimos, cierto impacto en la intelectualidad payanesa y, en particular, en
sus hombres vinculados a la Universidad. Es probable que la influencia indigenista ecuatoriana y las ideas indoamericanas se hiciesen todavía sentir en la colonial
ciudad, como había pasado años atrás cuando Antonio García, a la sazón profesor
del Colegio de la Universidad y estudiante en la Facultad de Derecho, fundó un
primer centro de estudios marxistas, crisol de sus estudios indigenistas.
El nuevo Instituto Etnológico siguió el modelo del Etnológico Nacional. El
mismo contemplaba la vinculación con un museo, concebido a imagen y semejanza del Museo del Hombre (museo-laboratorio), y un claro componente de prácticas. Asimismo, los objetivos del Instituto comprendían la enseñanza de las diversas ramas de la etnología, como la perspectiva rivetiana (concepción que Rivet
había tomado de Franz Boas), pero difería del pénsum del Etnológico Nacional,
en cuanto era más enfático en el estudio de todo tipo de poblaciones pasadas y
contemporáneas, y en su dimensión práctica y aplicada29.
29El pénsum se desarrollaba en dos años. En el primer años se veían “Introducción a las Culturas
Humanas” (Hernández de Alba y Rowe); “Introducción a la Antropología Física”, a cargo de
Hernández de Alba y Rowe); “Lingüística Descriptiva” (Rowe), en la que se estudiarían ejemplos
tomados del quechua, el guambiano y el español; “Museología”; “Bibliografía” (Rowe), “Métodos
de Arqueología” (Rowe); durante el segundo año, se estudiaban “Teorías de la Etnología” (otra
vez Hernández de Alba y Rowe); “Problemas de Antropología Física” (Hernández de Alba);
“Lingüística Histórica y Comparativa” (Rowe); “Pueblos y Culturas de América” (Hernández de
Alba y Rowe); “Pueblos de Colombia” (Hernández de Alba y Rowe), “Introducción a la Historia
Americana” (Hernández de Alba y Rowe), y “Arqueología del Viejo Mundo” (Hernández de Alba
y Rowe). Como ocurriría en el Instituto Etnológico Nacional, donde Recasens se vio forzado en
un momento determinado a dictar casi todo, allí los dos profesores citados debieron asumir, por lo
menos inicialmente, casi la totalidad de la carga docente, y sin quejarse demasiado –por lo menos
no hay evidencia de ello–, o simplemente sin desesperarse.
Cronistas contemporáneos. Historia de los Institutos Etnológicos
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Con alguna frecuencia, en su correspondencia de Popayán, Hernández de
Alba marcó esta diferencia con el proyecto rivetiano, en el sentido de que al etnólogo colombiano le interesaba más el presente que una búsqueda de los orígenes,
más la funcionalidad de los componentes contemporáneos de un grupo social
que el ensamblaje de elementos culturales de diversa procedencia histórica, o la
historia profunda de la civilización americana.
Pese a lo que podría pensarse, las relaciones con Luis Duque mejoraron ostensiblemente. Tres cuartas partes del sueldo de Hernández de Alba, como director, eran pagados por el Instituto Etnológico Nacional; Lehmann se había retirado, y ahora el Instituto contaba, sobre todo, con la presencia y colaboración
de un joven y brillante antropólogo norteamericano, John Rowe, graduado en la
Universidad de Harvard, quien poseía alguna experiencia previa en los Andes
peruanos. Con el paso de los años, Rowe se convirtió en una famoso andinista
norteamericano de la Universidad de California; para entonces, se dice que era
un joven medio hippie, para los estándares de la ciudad, pero con una capacidad
de trabajo admirable. Su estada era pagada por el Smithsonian Institution, cuyo
Instituto de Antropología Social era dirigido por Julian Steward; el Smithsonian
también contribuyó con un número significativo de publicaciones para la Biblioteca, que hicieron que pronto el Instituto Etnológico del Cauca estuviese al tanto
de muchas de las más actuales producciones de la antropología norteamericana y,
por qué no, mundial (Perry 2006).
En un informe del 17 de junio de 1947, destinado al Instituto Etnológico
Nacional, se consignó que los estudiantes provenían no sólo del Cauca, sino del
Chocó y Caldas (dos de cada sección, por lo demás becados). Se afirma, además, que las materias del primer año habían sido dictadas, además del director y
Rowe, por el ingeniero Marco Tulio Aponte y por Henry Valencia (con el tiempo,
también notable antropólogo colombiano, con una destacadísima presencia en la
Algunos cursos –por lo menos en sus descriptores– hicieron énfasis en las metodologías y
prácticas; por ejemplo, el curso de “Métodos de Arqueología” contemplaba el estudio de los sitios
arqueológicos, técnicas de reconocimiento y excavación, topografía y planimetría arqueológica, y
“prácticas y excursiones al campo los domingos y días feriados”. El curso de teorías en etnología
se dictaba –de acuerdo con el programa– como un seminario, en el que los estudiantes debían
leer libros como El hombre y la cultura de Ruth Benedict; Nuestros contemporáneos primitivos
de George Murdock; Yucatán de Robert Redfied; La historia de la etnología de Robert Lowie;
Cultura y personalidad de Ralph Linton, o su texto El estudio del hombre; y El hombre y la
sociedad de Adam Kardiner, además de la etnología cuna, del barón de Nordenskjöld (Perry
1994, anexo vol. 2). Como puede observarse, la flor y nata de la teoría antropológica de Cultura
y personalidad, la teoría de moda del momento en Estados Unidos, se debía leer, al menos en
“teoría”, como también Yucatán, el pionero trabajo de Redfield sobre las interacciones y procesos
de transición entre diferentes comunidades en Yucatán, comenzando por la misma ciudad de
Mérida.
140
Roberto Pineda Camacho
antropología mexicana y, además, con un significativo rol en los primeros años
del Departamento de Antropología de la Universidad Nacional)30.
A mediados de junio de 1948 se graduaron los primeros egresados –según
un informe al Instituto Etnológico Nacional del 13 de julio de dicho año–: Libia
Arango, Tomás Issa y Rogelio Velásquez, quien, en particular realizaría sus estudios sobre los pueblos afroamericanos y el folclor negro del Chocó (Perry 2006).
El estudio de los procesos de transculturación y la antropología
aplicada
El Instituto Etnológico del Cauca concentró sus esfuerzos –iniciados, como se
dijo, por Lehmann– entre los guambianos de Silvia: Rowe hizo una grafía de su
lengua, un diccionario de más de 1.000 palabras, unos “apuntes de gramática” y
materiales básicos de textos basados en “discos” grabados por Lehmann.
Entre otros aspectos, en el Parque Arqueológico de Tierradentro, bajo la
supervisión del Instituto Etnológico Nacional, se compró un significativo terreno de la hacienda Segovia, con “monumentos”, en coordinación con el etnólogo Ceballos, pagado por el Instituto Etnológico Nacional. Además, al parecer,
el Cabildo Indígena cedió algunos terrenos para el futuro parque. En diversos
Informes se reiteró la prioridad de la construcción de una Casa, para la residencia de las futuras comisiones de investigadores; se enfatizó la necesidad de
investigar a los paeces de la región, “cuyo estudio y solución deben abocarse sin
tardanza. Aconsejable es el establecimiento de una escuela tipo como dependencia del Parque y del Instituto Etnológico. En Colombia, urge no sólo conocer
la etnografía sino aplicarla a las necesidades humanas” (en Perry 1994, anexo
vol. 2).
En realidad, durante los años 1946-50, el Instituto Etnológico del Cauca se
concentró en el estudio de los guambianos, tomados como campo de investigación, de entrenamiento de sus estudiantes y también de acción. En 1947 el guambiano Francisco Tamaña Pillimué fue incorporado al Instituto como informante
de lingüística y etnografía y portero del edificio. Tumiñá (quien había sido “for30En los años subsiguientes (1948-49), la planta profesoral se amplió con nuevos profesores
invitados, como Raymond Christ, famoso geógrafo del Instituto de Antropología Social del
Smithsonian, Alberto Ceballos, Miliciades Chaves, Eliécer Silva Celis, etc. En un informe de
1949 se anota que Popayán había sido visitada por ilustres antropólogos como George Foster,
a la sazón director del Instituto de Antropología Social del Smithsoniam; Ralph Beals, George
Kubler, Henry Wassen, entre otros (Hernández de Alba 1949, en Perry 1994, anexo vol. 2).
Cronistas contemporáneos. Historia de los Institutos Etnológicos
141
mado” por las hermanas misioneras) se adaptó plenamente a la vida payanesa,
aprendió castellano, aritmética, etnografía general, etc.; todo ello lo hacía el candidato ideal como docente de una proyectada escuela rural del Instituto Etnológico en la vereda de Pueblito, en el resguardo de Guambía31.
Por un informe de 1950 sabemos que, efectivamente, tuvo gran éxito en
su labor docente en Guambía y que en la escuela se montó una planta eléctrica
que permitía el funcionamiento de una radio local (en Perry 1994, anexo vol.
2).
En 1949, Tumiñá publicó, en coautoría con Hernández de Alba, un libro
de historia y relatos guambianos, acompañado de bellos dibujos: Namuy Misag.
Nuestra Gente es, de otra parte, el primer proyecto colaborativo realizado en Colombia (Hernández de Alba, agosto de 1949, en Perry 1994, anexo vol. 2). El texto
era del antropólogo, los dibujos, de Tumiñá. Sus imágenes también fueron expuestas en una galería de arte en Bogotá. Un año antes, el Instituto había asesorado al Cabildo de Guambía en la elaboración de un censo de población (Hernández
de Alba, carta del 13 de julio de 1948, en Perry 1994, anexo vol. 2).
En diferentes documentos, el director del Instituto Etnológico de Cauca enfatizó la importancia de estudiar otros grupos diferentes a los indígenas –v.gr.,
las poblaciones negras, las comunidades mestizas e incluso urbanas– y entender
a cabalidad los procesos de transculturación; y promover proyectos educativos y
económicos que favoreciesen a las diversas comunidades.
Con relación a la población negra, Hernández de Alba expresó: “Poco, casi
nada se ha estudiado el negro en Colombia. Se halla en el Cauca en grupos provenientes de antiguos esclavos trabajadores de minas de oro o de haciendas, o bien
sirvientes de las grandes casas de ciudades […] Un pequeño quiste también negro
se halla localizado en Tierradentro, Municipio de Páez, en el corazón de una zona
de indios, presentando por esto un caso interesante y bien digno de estudio” (Hernández de Alba, agosto de 1949, en Perry 1994, anexo vol. 2).
31Según Luis Eduardo Rueda, Tumiñá no sólo aprendió a escribir a máquina, en español y en
guambiano, sino que su vida en Popayán cambió su estilo de vida; adquirió un reloj de pulsera,
una lámpara de petróleo, un radio de pilas, usaba gafas oscuras; compró también muebles, escritorios, estanterías y hasta mandó pavimentar el frente de su blanqueada casa; y, por si fuera poco,
bailaba “diferentes ritmos de moda y los interpretaba siempre con los vestidos tradicionales de su
etnia guambiana” (Rueda 2009, 270). Rueda percibe este cambio de identidad como una especie
de “deculturación”; de esta manera, Tumiñá sería un agente ideal como punta de lanza de la sociedad blanca entre los indígenas. Pero quizás las cosas se puedan ver de otra manera. ¿Por qué
habríamos de impedirle a Tumiñá que viviese en Popayán o, incluso, en Guambía como quisiera?
¿Por eso dejaba de ser indígena?
142
Roberto Pineda Camacho
En reiterados escritos Hernández de Alba enfatizó la importancia de los estudios de “aculturación”32 o de cambio cultural como consecuencia del choque y
asimilación –muchas veces asimétrica– de dos o más culturas. En un bosquejo
inicial del Plan de Estudios se contempló incluso este tema como materia de estudio en el curso “Colonización Española y Transculturación” (que se daría durante
el segundo año y comprendía temas como “Fusión y superposición de culturas,
mecánica y mecanismo de la transculturación en Colombia. Las misiones religiosas. La imposición civil”).
En 1946, el director del Instituto publicó, en la Revista de la Universidad del
Cauca, un ensayo titulado “Función de las culturas antiguas en la vida moderna”, en el cual resaltó el valor del análisis funcionalista para la comprensión de
la dinámica cultural, criticando el enfoque histórico-cultural, que se limitaba a
efectuar, según su opinión, un inventario de préstamos y difusiones de elementos,
en una referencia –como se mencionó– al enfoque rivetiano. Basado en Linton,
Steward, Redfield pero también en Durkheim, esbozó un esquema analítico para
la interpretación de los cambios culturales y la presencia funcional de los mundos
indígenas en la Colombia contemporánea. Esta aproximación era necesaria para
comprender a cabalidad la “cultura nacional”, tan ignorada y desconocida, según
su punto de vista, en el país (Hernández de Alba 1946, 119).
A finales de la década de los cuarenta, el profesor A. Whiteffort, del Belloit College, con el apoyo de Roberto Pineda Giraldo y Virginia Gutiérrez de
Pineda, del Instituto Etnológico Nacional, realizó con un equipo de estudiantes
de posgrado un pionero trabajo de campo sobre las clases sociales y la condición
urbana de la población de Popayán. Con base en dicho trabajo el antropólogo norteamericano redactó su novedoso estudio sobre la sociedad payanesa (An Andean
City. A Traditional Urban Society, Universidad de Michigan, 1977) y luego el
también clásico Popayán y Querétaro, publicado años más tarde en castellano por
la Facultad de Sociología de la Universidad Nacional de Colombia (1963) (Pineda
Giraldo 1999).
En muy pocos años, el Instituto Etnológico de Cauca se puso, en cierta manera, a la vanguardia de la antropología colombiana en su enfoque de enseñanza,
en su interés por los estudios aplicados y de diferentes comunidades “socio ra32
Hernández de Alba reiteradamente utilizaba el concepto de “transculturación”, en vez de “aculturación”.
La diferencia no es sólo formal. Aquel concepto –que incluso Malinowski reconoce haber
tomado de Fernando Ortiz, en el prólogo de Contrapunteo cubano del tabaco y del azúcar (1940)–
implica una dinámica de formación de nuevas culturas, de nuevas sociedades, y no meramente un
proceso de cambio unidireccional, debido a la imposición de una cultura sobre otras.
Cronistas contemporáneos. Historia de los Institutos Etnológicos
143
ciales”. El pionero museo abierto por Henri Lehmann también se fortaleció; así
como el Parque Arqueológico de Tierradentro, estaba igualmente en proceso de
consolidarse. Las expediciones por diferentes regiones del Cauca continuaron: se
realizaron trabajos en Guambía, Totoró, Inzá, Tierradentro, y otros lugares. También el Director fue, en muchos casos, acompañado de sus hijos, ya adolescentes,
y por otro grupo de estudiantes y profesores.
El Tesoro Nacional giraba para realizar estas excursiones; para comprar los
víveres que se llevaba a la “montaña” (por ejemplo, al “Pueblito de Guambía”),
para pagar la carne, los transportes en carro y a caballo; para comprar los cuadernos de notas, o los rollos de fotos Kodak; para pagar la alimentación recibida
en ciertas haciendas; para remunerar a los “informadores”; para revelar las fotos;
para cancelar los hoteles; para coser los colchones. Y ya desde entonces el Alcalde
municipal y la autoridad competente debían dar la constancia de la permanencia
del grupo en el terreno, para legalizar las cuentas. Pero no se crea que la administración pública era tan eficiente. Con frecuencia, Hernández de Alba y otros investigadores tuvieron que sacar de su propio bolsillo para pagar a las cuadrillas de
trabajadores o financiar ciertas operaciones de las expediciones; o debían esperar
con paciencia la llegada de sueldos y “viáticos”. Aquí, como en otras regiones, los
etnólogos podrían decir: “el Estado Etnógrafo, soy yo”.
Los trabajos de campo por el Cauca seguían siendo a finales de la década
de los años cuarenta verdaderas expediciones, aunque quizás más domesticadas,
más “civilizadas”. Ya en 1950, los medios de movilización se habían modernizado
y ahora se contaba con un jeep donado por el Smithsonian para recorrer los caminos de las montañas caucanas. Toda una revolución en los transportes.
La cooperación del Instituto de Antropología Social del Smithsonian y del
Instituto Etnológico Nacional y, en particular, de su director, Luis Duque, y algunos de sus investigadores, fue decisiva en la marcha de la docencia e investigación
en el Cauca. Los etnólogos colombianos circulaban en los ámbitos nacional y regional, apoyando proyectos de investigación y la docencia. En cierta medida, las
cicatrices abiertas por la disputa con Rivet habían en parte sanado.
Una bomba vuela la puerta de su casa
La fundación y las actividades del Instituto Etnológico del Cauca supusieron
que la familia Hernández de Alba viviera en la apacible ciudad de Popayán,
cuya tranquilidad solamente había sido sacudida años atrás por la amenaza de
la toma de Popayán por Quintín Lame y los “indios amotinados”. La morada
de Hernández de Alba cerca de la iglesia de San Agustín se convirtió en una
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Roberto Pineda Camacho
verdadera casa colectiva; allí vivieron, al menos por un tiempo, Rowe, su joven
esposa gringa y su hija. También allí se hospedaron sus diversos colegas que
pasaban por Popayán, o que venían a laborar en el Instituto del Cauca. “Helenita” los acogía como si fuesen una gran familia. Pero ella, quien en su juventud
había estudiado por iniciativa de su padre en Europa y en Estados Unidos, que
había vivido con verdadera alegría las estadas en Tierradentro y San Agustín,
sin embargo, aquí no se sentía del todo cómoda. Quizás el estilo de las señoras
de la élite payanesa chocaba con el suyo, quizás notaba alguna animadversión
contra los indios que circulaban con frecuencia en las calles de Popayán, y que,
incluso, los sectores de clases bajas no veían con buenos ojos. Quizás presentía
lo que podría ocurrir y acontecería.
Con el advenimiento del gobierno conservador acecharon en el horizonte
nuevas amenazas. La muerte de Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948, polarizó al país. Hernández de Alba, un admirador del líder popular liberal, sintió
profundamente su muerte. El 2 de mayo dirigió una carta al ministro de Gobierno, el ya por él conocido Darío Echandía, sobre la utilidad de la etnología como
herramienta del cambio, de su relevancia para el “mejoramiento de la población
indígena y mestiza del país”. Al respecto, escribió:
Misioneros y administradores han hecho y hacen ensayos por transculturar a los indígenas, pero los resultados son negativos, porque carecen de conocimientos sobre lo
que pudiéramos llamar las “humanidades americanas”. (Carta de Gregorio Hernández
de Alba 1948, Archivo Institucional Universidad del Cauca).
El 15 de mayo de dicho año remitió otra carta, esta vez al presidente Mariano Ospina Pérez, reiterando la relevancia de la etnología para la solución de los
problemas sociales del país.
Pero, con el paso de los meses, la violencia partidista fue invadiendo más
las zonas rurales de Colombia, entre ellas, el departamento del Cauca. En Tierradentro, por ejemplo, fue masacrado –se dice que degollados con alambres de
púas– un grupo de indígenas paeces. Fiel a sus convicciones, Hernández de Alba
protestó y denunció con fuerza el lamentable suceso.
Una bomba que voló la puerta de su casa, en la noche, evidenció su situación
de ciudadano incómodo. Un tiempo después fue interrogado por la Policía secreta
en un hotel de Popayán. Además, su casa fue requisada en dos ocasiones por las
autoridades. Como su hijo mayor, Carlos, ya demostraba su vocación de químico
–lo que efectivamente estudiaría después en el Belloit College, Wisconsin (Estados Unidos )–, Gregorio debió explicarles a los inquisidores de su morada que el
“laboratorio” de su hijo no era nada terrible ni sospechoso.
Cronistas contemporáneos. Historia de los Institutos Etnológicos
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En realidad, las posturas indigenistas de Hernández de Alba –su apoyo a la
integridad del resguardo, sus ideas acerca de la dignidad del indio, su respaldo a
que también accedieran a la educación, su acceso a la “modernidad”, su compromiso con los “inditos”– no eran, al parecer, bien vistas en la ciudad de Popayán
por gran parte de la élite payanesa, y menos por ciertos políticos payaneses liberales y conservadores (Víctor Mosquera Chaux, Guillermo León Valencia, entre
otros). Lo que para algunos de los antropólogos es hoy leído –con una perspectiva
“presentista”, ausente de una valoración contextual histórica– como un intento de
“aculturarlos”, era percibido por la élite payanesa como una forma de desafío a su
poder hegemónico tradicional en el Cauca indígena.
Algunas de las actividades del Instituto Etnológico Nacional eran, posiblemente, sospechosas, “comunistas”, de acuerdo con los estándares de los años cincuenta; Seguramente, el malestar venía desde tiempo atrás –desde la expedición
de la Ley 200 de Tierras– pero ahora llegaba la hora de expresarse y desquitarse.
Hernández de Alba no salió corriendo. Resistió hasta cuando pudo. Graduó
una nueva promoción. Pero la señal definitiva de su partida vino cuando encontró obstáculos de parte de la Administración Central de la Universidad; lo que
podríamos llamar hoy su Consejo Superior había cambiado –no obstante recibir
algunos reconocimientos por parte del nuevo rector–; también para ellos, o al
menos así lo interpretó, Hernández de Alba era una “ficha” incomoda. Así que en
1950 regresó Bogotá, donde se encontró nuevamente sin trabajo; los indigenistas
también se habían dispersado o distanciado entre sí por razones políticas.
De todos modos, Hernández de Alba salió de Popayán con la cabeza en alto
del deber cumplido. Gran satisfacción debió de darle el homenaje que presumiblemente el Cabildo de Guambía, enterado del atentado a su casa, le hizo algún
tiempo después: lo nombraría “presidente honorario del Cabildo”, “le entregó el
bastón de mando de plata y lo designó como su embajador extraordinario ante las
autoridades nacionales y ante todos los países del mundo” (Rueda 2009, 271).
La expectativa, quizás ingenua, de encontrar un trabajo en el Instituto Etnológico Nacional tampoco se concretó. Debió, entonces, refugiarse en las colinas
de Suba y vivir, durante varios años, en una especie de exilio interno, a costa de
la venta de algunos lotes del predio que había heredado su esposa.
El Instituto Etnológico no desapareció. El antropólogo Julio César Cubillo
asumió la dirección del herido Instituto y lo mantuvo a flote. También hizo importantes trabajos arqueológicos en Tumaco y en el Morro de Tulcán, donde se
erige actualmente la estatua de Benalcázar, en Popayán; continuó el trabajo en el
barrio Alfonso López de esa ciudad, uno de los más pobres de la ciudad. Pero si
bien el Instituto sobrevivió, fue menguado por razones políticas. La docencia se
146
Roberto Pineda Camacho
interrumpió, y, quizás con ello, la oportunidad de realizar de manera sistemática
estudios sobre procesos de transculturación de mestizos, indios y negros del Cauca y de otras regiones de Colombia.
En tierras de los antiguos tairona
En 1946, Alicia Dussan Maldonado y su esposo Gerardo Reichel-Dolmatoff partieron en barco por el río de La Magdalena hacia Santa Marta, travesía de por lo
menos una semana, que implicaba recorrer grandes zona selváticas. No era la
primera vez que se enfrentaban al estudio de sociedades indígenas del norte de
Colombia. Como vimos, en 1943, Dussan y Reichel-Dolmatoff fueron contratados para realizar una expedición al Perijá comprometiéndose a llevar por entonces
a dos estudiantes del Instituto Etnológico Nacional (Roberto Pineda G. y Virginia
Gutiérrez); en 1944 Reichel-Dolmatoff y Milciades Chaves hicieron una expedición entre los Chimila, del río Ariguaní; en esta ocasión se trataba de averiguar,
incluso, ¡si los chimila todavía existían! El trabajo en el Caribe estaba insertado
en la agenda de expediciones etnográficas de Rivet, para quien los pueblos indios
de las riberas del Magdalena se inscribían –como se mencionó– en el marco del
estudio de las civilizaciones karib.
Pero esta vez el destino no sería solamente investigar un grupo, excavar un
yacimiento arqueológico o tomar muestras sanguíneas, sino que los llevaría a
fundar un Instituto de Investigaciones Etnológicas, dependiente directamente de
la Secretaría de Educación de la Gobernación del Magdalena, con el apoyo de diversos intelectuales, profesores y funcionarios samarios que comprendían, como
en el caso del Cauca, su pertinencia y relevancia.
La idea de fundar otro instituto fue totalmente casual. Fue en una playa de
Santa Marta, en la para entonces maravillosa e incontaminada playa del Rodadero, sin torres ni turistas, sin vendedores de todo tipo de cachivaches, agua de coco
o rones, y seguramente llena de conchas de todas las formas, tamaños y colores,
cuando en una conversación con un destacado intelectual samario (el abogado
Rafael Martínez Sarmiento) surgió la chispa, la idea de fundar un instituto en la
apacible Santa Marta, al lado del mar y de la imponente Sierra Nevada de Santa
Marta.
Pero, además de las motivaciones académicas que daban racionalidad a la
idea de salir de Chía, también existían otros motivos. En Bogotá, en particular, el
ambiente oficial del Ministerio de Educación Nacional hacia la pareja de etnólogos era francamente hostil. Sin ningún motivo, Darío Achury Valenzuela –quien
sin quererlo se me ha convertido en el malo de esta historia (y a quien, de hecho,
Cronistas contemporáneos. Historia de los Institutos Etnológicos
147
admiraba como funcionario de la política cultural liberal)– les había prohibido
a los Reichel-Dolmatoff simplemente investigar, aquí o en Cafarnaum. Gerardo
Reichel-Dolmatoff, por demás, era ya un ciudadano colombiano, nacionalizado
en 1943, poco tiempo antes de su matrimonio –con Rivet a bordo como padrino–
con Alicia Dussan Maldonado.
También por aquellos años se presentó una agria confrontación con el recién
posesionado director del Instituto Etnológico, Luis Duque Gómez, con relación
a los compromisos de horario de Reichel-Dolmatoff como jefe de Expediciones,
que a la postre produjo su retiro del cargo; Reichel-Dolmatoff se negaba a estar las
ocho horas sin remedio en la oficina; incluso estaba dispuesto a trabajar gratis, a
cambio de que se le quitara esta exigencia. Por si fuera poco, la fracasada Expedición a Yurumanguí también caldeó los ánimos entre Duque y Reichel-Dolmatoff,
dos figuras sin duda con temperamentos fuertes (Duque a Rivet, 11 de julio de
1945, Archivo Museo del Hombre, París)33.
Así que, en un momento determinado, incluso Reichel-Dolmatoff pensó
–para escapar de la “jaula de micos”, o del “manicomio”, como llamara Recasens
la situación de transición del Instituto en 1945– regresarse a París (carta de José
de Recasens a Rivet, 31 de julio de 1945, Archivo Museo del Hombre).
De esta forma, ya fuera por uno u otro motivo, irse para Santa Marta no caía
mal, más para la pareja de investigadores, que para entonces se habían revelado
como incansables trabajadores de campo, en arqueología, antropología física y
etnografía.
Ubicarse en Santa Marta no fue fácil, pero por fin los esposos Reichel-Dolmatoff lograron arrendar una amplia casa (la Quinta Pérez) que les dio albergue
durante cuatro años a ellos y a su familia.
Rápidamente, se logró la fundación del Instituto Etnológico del Magdalena
en 1946. Los Reichel-Dolmatoff también crearon un museo en el Instituto Etnológico del Magdalena, para albergar las colecciones arqueológicas, etnográficas y
folclóricas que obtuvieron en los años subsiguientes, y se estableció una Sociedad
de Amigos del Museo34. También se hizo una serie de publicaciones titulada “Di33Los Reichel-Dolmatoff no tenían carro y vivían en el municipio de Chía, que para entonces se
comunicaba con Bogotá a través de una precaria carretera, o por tren, cuya estación de partida y
llegada era la de la Sabana, en el centro de la ciudad.
34El Museo contaba con tres o cuatro salas de arqueología, una de etnografía (con muestras desde
La Guajira hasta los cuna, del golfo de Urabá) y una de folclor costeño. También disponía de un
laboratorio y de una ceramoteca. El Museo, pionero en su ceramoteca en Colombia, contrastaba,
sin duda, con los hábitos de muchos samarios de la élite local que poseían en sus casas bellas
148
Roberto Pineda Camacho
vulgaciones Etnológicas”: se inició con una crónica sobre la llegada de Rodrigo
de Bastidas y la fundación de Santa Marta, y también se publicaría, entre otros,
un escrito de Paul Rivet, Etnología: Ciencia del Hombre, en 1943.
Los fondos de funcionamiento del Instituto regional provenían de la Secretaría de Educación de la Gobernación del Magdalena, aunque también el Instituto
Etnológico Nacional hizo su aporte y envió inicialmente a Milciades Chaves –colega siempre jovial y de gran humor– como investigador delegado y asociado a la
nueva entidad. También Blanca Ochoa hizo una muy corta estada en Santa Marta,
colaborando durante un mes en las excavaciones en Pueblito.
La Quinta Pérez era visitada con frecuencia por familias kogi que llegaban a
Santa Marta, apenas con un precario conocimiento de la lengua castellana, cuando no nulo, en el caso de las mujeres. Los indígenas serranos –llamados “pebos”
por los samarios– deambulaban por las calles de la ciudad, visitando quizás el
mercado, o tal vez a algunos conocidos; pero en la Santa Marta de entonces muy
poca gente conocía la Sierra adentro o las aldeas de los indios serranos. De otra
parte, la presencia de un museo y de una pareja interesada en los vestigios tairona
–sus “antepasados”– y en sus lenguas y costumbres debió de ser sorprendente
para algunos kogi.
En 1975, en un encuentro de historiadores y antropólogos en San Marta,
Gerardo Reichel-Dolmatoff describió de la siguiente forma la estrategia inicial en
aquellos años de la década de los cuarenta del siglo pasado:
La primera fase consistió en reconocimientos regionales, tratando de localizar sitios o
de obtener Informaciones básicas sobre las tribus indígenas aún sobrevivientes. En la
segunda fase se efectuaron investigaciones intensivas, sea en forma de excavaciones
estratigráficas o de estudios prolongados entre ciertos grupos indígenas. (ReichelDolmatoff 1977, 98)
En realidad, en 1946, Reichel-Dolmatoff –según sus propios informes al Instituto Etnológico Nacional– pensaba que debía darse una especie de solución de
compromiso entre la investigación extensiva y la intensiva, dada la escasez de
fondos y de personal.
De esta forma, los colegas Reichel-Dolmatoff se dedicaron, en primera instancia, a investigar –con el apoyo inicial de Milciades Chaves– durante el segundo
piezas tairona a manera de floreros. El museo estaba situado en los “locales” –así los designaba
su dueño– del primer piso de la casa colonial de José Leiva. El propietario de este inmueble,
desconfiando del pago puntual de la Gobernación, sólo aceptó hacer el contrato directamente con
el profesor Reichel-Dolmatoff.
Cronistas contemporáneos. Historia de los Institutos Etnológicos
149
semestre de 1946, el antiguo asentamiento tairona de Pueblito, en el hoy Parque
Natural Tairona. Pueblito –colonialmente conocido con el nombre de Chairama–
había sido excavado entre 1922 y 1923 por el arqueólogo norteamericano L. Alden
Mason, del Field Museum de Chicago, quien hizo allí y en otros sitios de la Sierra
investigaciones de campo, con miras a su tesis de doctorado. Pero al regresar a Estados Unidos, Mason se llevó todo su material, y no existían registros cerámicos
de esta área en los museos de Colombia.
Llegar y trabajar en la zona del cabo de San Juan de Guía, donde Pueblito
está situado, no era nada fácil: había que hacer el trayecto por mar; el sitio –recuerda aún doña Alicia– estaba infestado de jejenes y culebras, y completamente
recubierto por la selva, de manera que hubo necesidad de limpiarlo, “desmontarlo”, para poner en evidencia las construcciones prehispánicas; también se levantó
un campamento, con la consabida carpa y lámparas de petróleo. Las siguientes
expediciones se pudieron hacer por trocha, mientras que simultáneamente se presentaba una colonización del área y algunos de los nuevos pobladores se instalaban encima de los sitios prehispánicos.
A finales de 1947, se disponía de “un detallado plano de la zona central” (elaborado por Pepe Tamayo, en ese entonces estudiante de ingeniería y etnología);
como consecuencia de estas actividades, se identificaron 600 viviendas y se logró
su declaratoria como Parque Arqueológico, ¡lo que significaba, administrativamente, poder contar por lo menos con un celador para todo el parque!
Al cabo de estas primeras estadas de campo, Reichel-Dolmatoff y Dussan
lograron apropiarse del manejo de los tipos cerámicos y tener una idea, con más
o menos detalle, de la significación de la cultura tairona. Pueblito representaba
realmente una “Alta Cultura”, sin par en Colombia:
El redescubrimiento de la cultura tairona representada en Pueblito traslada ahora
rápidamente el centro de gravedad del interés arqueológico al Norte de Colombia.
(Reichel-Dolmatoff 1946, 2)
También desde 1946, los esposos Reichel-Dolmatoff –inicialmente también
con Milciades Chaves– se treparon a la Sierra Nevada, sobre todo a su sector
occidental, para investigar las aldeas kogi o kágaba; pero como comentamos, según advierte Alicia de Reichel-Dolmatoff, no era fácil conocer para esa época en
Santa Marta la ubicación de sus aldeas: a través de una samaria que poseía una
finca en el río Frío supieron de la existencia del pueblo kogi de San Andrés, en las
cabeceras del mismo río (quizás los kogi bajaban hasta su predio e interactuaban
de diversa forma con sus moradores). De todas maneras, helos a los tres investigadores llegando, en 1946, desde la mencionada finca a la aldea kogi de San Andrés,
150
Roberto Pineda Camacho
después de transitar por varias horas una trocha a lomo de mula. Llevaban también algunos bienes para el intercambio. Alicia Dussan disponía de un minucioso
cuestionario sobre prácticas de crianza y socialización, redactado por Margaret
Mead; lo había conocido por intermedio del antropólogo norteamericano Preston
Holder, e hizo una cuidadosa traducción del mismo35.
A su llegada, el pueblo estaba vacío. ¡Ni un alma, ni un perro! Así permaneció San Andrés durante uno o dos días, en una seguramente ansiosa soledad
para los jóvenes etnólogos (Reichel-Dolmatoff tenía 34 años; Alicia de ReichelDolmatoff, 26, Milciades Chaves, 31 años), que se instalaron en una de las casas
de la aldea.
De manera súbita, San Andrés se llenó de sus pobladores. Llegaron todos
sus habitantes al mismo tiempo, como un grupo de abejas; se aproximaron callada
y silenciosamente; los niños no lloraban, tal vez los perros no ladraban. La discreción, la “finura”, la “suavidad” (son las palabras de doña Alicia) de los kogi los
impresionaron. Tampoco vinieron a hablarles, a interrogarlos sobre su presencia,
simplemente, por lo menos al comienzo, los “ignoraron”, pero con altura. Quizá
la mayoría no conocía el castellano.
Entre los moradores de San Andrés se encontraba Miguel Niño. Aunque de
padres ijkas, vestía como kogi. Niño había sido enviado por un famoso sacerdote
kogi –líder de un movimiento “renacentista” que tomaba brío en la Sierra en ese
entonces– a buscar y llevar niños aptos para ser educados como mamas. Miguel
hablaba kogi, ijka y castellano; los había aprendido de sus padres, que a la vez
habían aprendido el castellano en la Misión Capuchina en San Sebastián. Niño
fue el “informante” de doña Alicia, más exactamente, el intermediario en la comunicación (el intérprete) con las mujeres, a quienes la joven etnóloga interrogó,
siguiendo las pautas del cuestionario de Margaret Mead. Mientras tanto, ReichelDolmatoff y Chaves también prosiguieron sus propios trabajos, interactuando con
otros pobladores. Chaves, en particular, se dedicaría a la antropología física, aunque también hizo una descripción del pueblo y recolectaría relatos y tradiciones
orales.
35
Preston Holder, antropólogo norteamericano y doctor de la Universidad de Columbia –discípulo
de Mead, Benedict y Kardiner en dicha universidad– vino a Colombia a mediados de los años
cuarenta del siglo pasado contratado por una petrolera para “pacificar” a los motilones “bravos”
del Catatumbo, que se oponían a su presencia; llegó con verdaderas credenciales por su papel como
antropólogo, posiblemente en Okinawa, Japón, en el período final de la Segunda Guerra Mundial.
(A pesar de ello, los aguerridos bari continuarían obstinada y legítimamente oponiéndose a la
presencia petrolera con flechas y otros medios a su alcance). Por su intermedio, fueron conocidos
por Gerardo y Alicia en los libros y textos de la Escuela de Cultura y Personalidad, durante una
estada de Holder en su casa en Santa Marta.
Cronistas contemporáneos. Historia de los Institutos Etnológicos
151
Después de un mes, los tres investigadores regresaron a Santa Marta; doña
Alicia no pudo seguir ascendiendo la Sierra, por su nuevo embarazo; no obstante,
en su casa continuó entrevistando, sobre todo, a los hombres kogi, quienes –como
se dijo– conocían precariamente el castellano.
El aporte de doña Alicia a la etnografía de los kogi fue, según nos comentó,
muy relevante: recopiló y, en cierto sentido, reconstruyó relatos y mitos transmitidos por sus interlocutores indios.
Durante julio y agosto de 1947, G. Reichel-Dolmatoff volvió al campo y
recorrió la parte norte de la Sierra, partiendo desde Dibulla; tuvo la oportunidad de visitar pueblos o aldeas kogi, de acceder también a sus templos, estudiar
su dinámica de forma comparativa. Se concentró en su “economía básica, en su
alimentación, organización social (mítica, histórica, actual)”. También se dedicó
a estudiar su proceso de adaptación (Informe del 1 de julio de 1948, BICANH),
temas sin duda caros a la Escuela de Cultura y Personalidad, y, en particular, a
las reflexiones de Margaret Mead. Realizó en todas las poblaciones visitadas un
minucioso censo de “las familias acerca de sus actividades económicas, propiedades, matrimonios, fertilidad y mortalidad infantil, industrias, alimentación”, etc.
Igualmente, analizó aspectos de la “organización social […] Análisis de poblaciones, comercio intertribal y genealogía”. Por si fuera poco, recogió materiales
lingüísticos, aplicó el test psicodiagnóstico Rorschach , filmó 200 pies de película
en kodachcrome, tomó más de 200 fotografías, levantó “planos de casas, cultivos,
terrazas y croquis de la región”.
En enero del 48 G. Reichel-Dolmatoff estudió, junto con otro investigador
del Instituto del Magdalena, la zona oriental de la Sierra, la región de los ríos
Guatapurí y Badillo: desde Santa Marta se desplazaron a Valledupar; pasaron
por Atánquez y se localizaron en el poblado kogi de Maruámeke, no sin cierta
tensión con sus habitantes, hasta su regreso. Viajaron en burro o visitaron a pie
algunos centros ceremoniales. Reichel-Dolmatoff tomó nota de los ijkas, de los
sanká (que se consideraban ellos mismos “más cultos que los kogi”) y de los
kankuamos, quienes para entonces habían olvidado ya la lengua ancestral; ni siquiera las mujeres entre 60 y 80 años la recordaban. No obstante, algunas pocas
mujeres vestían –nos cuenta– a la manera tradicional. Durante el trayecto también
tiene la oportunidad de visitar algunos sitios arqueológicos y observar la relación
de los indios con el pasado de las terrazas, los sitios de habitación de los antiguos
“tairona”.
Los colegas Reichel-Dolmatoff y Dussan del Instituto Etnológico del Magdalena lograron que se constituyera un resguardo a favor de los indígenas de San
Andrés; pero desde la expedición legal hasta las primeras medidas efectivas de
152
Roberto Pineda Camacho
protección pasó un buen tiempo, de manera que en el ínterin los kogi abandonaron
la población de San Andrés.
En julio de 1948, los Reichel-Dolmatoff eran ya unos jóvenes etnólogos plenamente realizados: los dos años de trabajo les habían dado la oportunidad de
penetrar en el mundo tairona y en el mundo kogi, sus dos objetivos iniciales:
Cuando día por día, mes por mes se penetra en la estructura íntima de una cultura, las
leyes complejas de su sociedad, las pautas propias de su conducta, entonces viene un
momento cuando súbitamente se levanta el velo y empezamos a “comprender” la “cultura”. De golpe se encuentra el denominador común entre investigador e investigado,
entre dos culturas, entre dos mundos y se sabe que ellos no son sino un gran esfuerzo
humano más para enfrentar necesidades que todos tenemos, solucionar problemas
que a todos se nos presentan y encontrar gratificaciones que todos anhelamos […]
En el campo de la arqueología hemos experimentado lo mismo. Ocupándonos intensivamente de una determinada zona y sus propios, hemos logrado la comprensión
de su contenido. Lo que antes eran sitios sin conexión, forman hoy en día conjuntos
en espacio y tiempo. (Reichel-Dolmatoff, Informe general, 1 de julio 1947-1 de julio
1948, BICANH)
Desde un principio los etnólogos Reichel-Dolmatoff se dieron cuenta de la
unidad e integralidad del estudio de la región. ¿Cuál era la conexión entre el
mundo tairona y los kogi actuales? ¿Cómo no intentar estudiar la etnohistoria serrana para comprender los procesos de transformación de pueblos y culturas? Era
indispensable estudiar los archivos, por lo que hemos de ver a Reichel-Dolmatoff,
en febrero del 48, en la ciudad Bogotá, en la sala del Archivo Nacional, leyendo
folios, manuscritos y documentos del siglo XVI y otros períodos, relativos a la
Provincia de Santa Marta en la época colonial.
Mientras tanto, durante 1947 y 1948, la profesora Alicia se dedicó también a
estudiar la población de Taganga, los roles masculinos y femeninos, su dinámica
de cambio cultural. Observó su vida doméstica, las pautas de crianza, el comportamiento infantil. A Taganga había que desplazarse en cayuco, por mar, ante la
inexistencia, por esa época, de una carretera –siquiera un camino– que la uniera
con Santa Marta. Mientras que sus hombres se dedicaban a la pesca, las mujeres
diariamente frecuentaban el mercado de Santa Marta y vendían el pescado. A
través de ellas se filtraba en la “india” Taganga la cultura moderna al estilo costeño. Día a día, también doña Alicia se desplazaba en los cayucos que venían de
Taganga con las mujeres y el producto de la pesca; y llevaban, en la tarde, a las
vendedoras de regreso a casa. Hizo un censo de toda la población y aspiraba a
hacer un “estudio de comunidad”, por entonces en boga en la antropología norteamericana (con notables trabajos en México y Perú), auspiciado por un fondo
francés; basada en un cuestionario muy amplio (casi tan amplio como el que utilizó después en Atánquez), se concentró en el estudio de sus grupos domésticos,
Cronistas contemporáneos. Historia de los Institutos Etnológicos
153
publicando solamente una pequeña parte de los resultados; también utilizaba el ya
mencionado cuestionario de Margaret Mead y realizaba observación participante
de la vida local (por ejemplo, los juegos sexuales de los niños). Doña Alicia, entretanto, gozaba asimismo en la paradisíaca Taganga (ajena por aquella época a los
hoteles turísticos y a los estruendosos equipos de sonido); se bañaba en el mar y se
asoleaba en su fina playa, donde abundaban los cayucos y uno que otro marrano.
Notó que los niños aprendían primero que todo a nadar, ¡y nadie sembraba nada!
En junio de 1950, Gerardo Reichel-Dolmatoff presentó al Instituto Etnológico Nacional uno de sus últimos, si no el último, informes de gestión. Casi cinco
años de trabajo habían dejado numerosos frutos, aún sin publicar: Los kogi; Datos
histórico culturales sobre las tribus de la antigua Provincia de Santa Marta;
Taganga: un estudio socioeconómico, y varios volúmenes sobre la Arqueología
del departamento del Magdalena (que incluía al Cesar). Estos últimos presentan
sus investigaciones en los ríos Ranchería y Cesar, donde por fin encontraron numerosos sitios estratigráficos que les permitieron responder –siguiendo las pistas
del geólogo Víctor Oppenheimer– sus inquietudes y plantear un esquema espaciotemporal de la historia prehispánica del Magdalena. Pero el costo de esta nueva
investigación fue grande: si hizo necesaria la venta de un carro Buick, último
modelo, para realizarlas.
La experiencia de más de cuatro años había valido la pena. En tan poco
tiempo se había transformado la visión de la historia cultural del Caribe, de la
gran región del antiguo Estado Soberano del Magdalena. Se había redescubierto
la Cultura Tairona y, de paso, puesto en evidencia la gran tragedia de los indios
de Santa Marta y de la SierraNevada ante la conquista española, que los desalojó
a sangre y fuego, con perros y caballos, con espadas y arcabuces, de sus grandes
ciudades, algunas de más de 10.000 habitantes; que los obligó a desplazarse, a remontar la Sierra, la Madre Universal, para sobrevivir y transformarse –durante el
siglo XVII– en los arhuacos del siglo XVIII, y ahora, en los “kogi”, “los ijkas”, los
“sanka” los “kankuamos”, categorías étnicas nuevas para referirse y organizar o
dar un cierto orden clasificatorio a los centenares de pueblos, grandes o pequeños,
que pululan en la Sierra. Se habían descrito y analizado los patrones culturales
de los indios kogi, sus dimensiones socioeconómicas y religiosas, sus pautas de
crianza, sus mitos y leyendas.
Aunque la marea no le era adversa, el Museo, que había llegado a tener
cinco salas, seguía siendo frágil: carecía de una casa propia; vivía en arriendo,
que debía con frecuencia pagar doña Alicia, que contaba con el respaldo de su
madre, doña Lucrecia, ante los bancos de Santa Marta. Además, el pago mensual
del director del Instituto Etnológico del Magdalena no siempre llegó a tiempo; y
cuando llegaba, se debía cambiar –como ocurría con muchos otros funcionarios
154
Roberto Pineda Camacho
departamentales y municipales– donde una reconocida samaria, doña Otilia, que
cobraba una buena comisión por ello.
Ahora, en 1950, cuando era la hora de partir para Bogotá con por lo menos
tres pequeños hijos (René, Inés y Elizabeth) para elaborar los materiales –como
decíamos a propósito de los productos del trabajo de campo–, el Instituto quedaba en otras manos, en las del etnólogo Joaquín Parra Rojas, que había venido
dos años atrás desde Bogotá, con la venia del Instituto Etnológico Nacional; inicialmente, llegó como estudiante del Instituto Etnológico para colaborar en las
investigaciones en el Ranchería, y con el tiempo se convirtió en un maravilloso
colaborador, como dice doña Alicia. Pero quizás este Instituto, esta verdadera
flor rara en medio del trópico, era de todas maneras muy frágil. Después de un
tiempo, la dirección del Instituto pasó a manos samarias, a las de Ignacio Díaz
Granados.
Al cabo de los años, ocurrió lo que se podía temer: la Gobernación no pagó o
se retrasó en el arriendo: no había en Santa Marta un verdadero doliente; sucedió
el desalojo de los “locales” del primer piso de la casa del señor Leiva mencionado,
donde se encontraba situado el Museo; los artefactos etnográficos, arqueológicos
y folclóricos, muchos de ellos verdaderas obras de arte, fueron a parar a la calle, a
la casa de los que pudieron recogerlos. Pero ya no había dónde retornarlos: éstos
habían quedado irremediablemente huérfanos.
Las escasas piezas arqueológicas y etnográficas sobrevivientes de la hecatombe del Museo del Instituto Etnológico del Magdalena se encuentran, por
fortuna, en el nuevo museo arqueológico de la Universidad del Magdalena, con
unas pocas y bellas fotos, con unos centenares de fichas (ahora roídas) que los
Reichel-Dolmatoff llenaron en aquellos tiempos, con el inventario de cada uno de
los objetos del Museo y otros aspectos.
De regreso a Bogotá, tampoco la situación les fue favorable. No encontraron acogida en el Instituto Etnológico Nacional, en una época –la del presidente
Laureano Gómez– en la que portar un libro de Freud era equiparable a cargar El
capital de Karl Marx. El primer volumen de Los kogi –una de las obras más destacadas en la etnografía colombiana hasta la fecha– vio su luz en la Revista del
Instituto Etnológico Nacional en 1951. Pero frente al segundo volumen hubo un
abierto rechazo; el director del Instituto Etnológico, Luis Duque, se negó a publicarlo, argumentando que el presidente Laureano Gómez lo consideraba “inmoral”
y “anticatólico” (aunque Enrique Gómez Hurtado aseguraría años más tarde a los
Reichel-Dolmatoff que el manuscrito nunca había llegado a manos del presidente
Gómez, su padre). Fue preciso que doña Alicia sacara de su propio peculio para
su edición.
Cronistas contemporáneos. Historia de los Institutos Etnológicos
155
Pero, paradójicamente, con el apoyo de la Universidad Javeriana, en particular, del antropólogo jesuita Rafael Arboleda, director del Instituto de Sociogeografía, se aprestaron a otra temporada de campo; entre 1951 y 1953, los ReichelDolmatoff estuvieron de nuevo de regreso en la Sierra Nevada; llegaron a la población “mestiza” de Atánquez, donde realizaron una estada ininterrumpida de 14
meses; compraron un rancho de techo de paja, frente al río, donde tenían un bello
paisaje. Su “choza” tenía un dormitorio y un espacio grande, en el que colocaron
una gran mesa que les servía de puesto de trabajo; a un lado de la casa, por fuera,
se encontraban la cocina y la letrina.
Durante el día, cada uno investigaba por su cuenta: Reichel-Dolmatoff trabajaba con los hombres; doña Alicia, con las mujeres. Los dos “charlaban” (sic)
durante largas horas con los habitantes del pueblo, todos los días, en sus propias
casas. También tenían unos “informantes” especiales (la “india” Icha Romero sería la principal colaboradora de la antropóloga). Todo ello le valió a doña Alicia el
apelativo de la “preguntona”; en la noche se dedicaban a pasar en limpio los datos
(Gerardo Reichel-Dolmatoff los escribía a máquina, mientras que doña Alicia le
dictaba la información recogida).
A los dos investigadores los llamaban “los protestantes que van a misa”, una
designación que revela que en cierta forma eran unos “bichos” raros, unos personajes cuya labor era extraña y no bien comprendida.
Al cabo de un tiempo se enteraron de que se habían asentado en el barrio de
“los huérfanos”, un barrio “indígena”; no solamente se encontraban en el barrio
de los “indios”, en la “arribería”, sino en la zona de menos prestigio social de este
sector, percibida en la más extrema condición de pobreza; por ello fueron criticados por la élite del pueblo, “los españoles”, que vivían alrededor de la plaza del
pueblo, en la “bajaría”.
Hubo una particular resistencia frente a la investigación sobre aspectos alimenticios, que contrastaba con la forma libre que les hablaban sobre la vida familiar o sexual. La comida era un factor sobre el cual la población prefería no hablar;
incluso sus entrevistados llegaron a cambiar algunas de sus pautas de comida,
cuando al final del año doña Alicia se propuso en las familias más amistosas
pesar y cuantificar los alimentos de consumo diario; entonces todos introdujeron
en sus dietas diarias productos alimenticios usuales sólo en los días de fiesta. De
otra parte, en la localidad también se vivía cierta tensión política, entre liberales y
conservadores, sin alcanzar los niveles de otras regiones del interior. Para algunas
personas, algún vestido rojo, o incluso unos botones de este color, eran un indicio de su filiación liberal. Pero la situación política no afectó de manera notable
su estada, aunque rápidamente comprendieron que debían inhibirse de hablar de
“política”.
156
Roberto Pineda Camacho
Como fruto de esta nueva estada de campo fue publicado un gran número de
escritos firmados de manera individual o de forma colectiva por ambos espososcolegas; el grueso de la publicación se hizo, en 1961, con el título The People of
Aritama. The Cultural Personality of a Colombian Mestizo Village, un minucioso
trabajo sobre esta antigua aldea indígena kankuama en proceso de transición;
Atánquez era una nueva sociedad, donde “españoles” e “indios” creaban una nueva red social y un mundo simbólico anclado en los ritmos de la vida cotidiana y
en las exigencias de la reproducción social, la alimentación, la vida sexual, las
conexiones con el mercado regional36.
Por aquella época, los “indios kankuamo” se percibían a sí mismos, ante
todo, como atanqueros; era una ofensa denominarlos kankuamos; por lo menos
algunos, incluso, criticaron a los Reichel-Dolmatoff por haber puesto frente a
su casa una tabla de madera con la inscripción “Kankuamos”; eso era cosa del
pasado.
Con ello se cerraba el círculo de sus estudios sobre las sociedades pasadas y
presentes de la Sierra Nevada: arqueología, etnohistoria, etnografía, antropología
social de una sociedad en proceso de transición contemporánea. Un aporte excepcional a la investigación antropológica no sólo en Colombia, sino en América
Latina y en el mundo. Habían hecho un obra integral, comparable –aunque más
compleja– con el gran estudio del valle de Teotihuacán, del mexicano Manuel
Gamio.
La etnología retoña en las montañas de Antioquia y otra vez en el
litoral
El departamento de Antioquia y la región del Gran Caldas han tenido una larga
trayectoria en el campo de los estudios arqueológicos. En la segunda mitad del
siglo XIX, con la “guaquería” en el Gran Caldas y otras regiones del río Cauca,
se desenterraron miles de piezas orfebres y cerámicas de las grandes culturas de
la región. “Los comerciantes-guaqueros”, que conformaron una verdadera profesión, se trasladaban con frecuencia –y a veces con sus familias como si fuesen
gitanos– a diferentes sitios; con la media caña identificaban los enterramientos
de grandes caciques prehispánicos, cuyas riquezas orfebres pudieron admirar los
36
El libro fue publicado en inglés porque no encontró, en ese tiempo, un editor en
Colombia. El Instituto Colombiano de Antropología tampoco, como en el caso de
los kogi, mostró, al parecer, interés en su publicación.
Cronistas contemporáneos. Historia de los Institutos Etnológicos
157
primeros españoles, tal como lo describe Cieza de León en su famosa Crónica del
Perú, de 1557; el destino de sus antiguos portadores, los caciques dorados, era
transformarse en “cadáveres vivientes”, ataviados con máscaras y otra parafernalia orfebre. Muchas de estas piezas fueron vendidas y fundidas, desde la época
colonial, en las Casas de Moneda, y, más recientemente, por los comerciantes de
oro. Pero algunos de estos guaqueros trascendieron su negocio y comenzaron a
interesarse en el pasado prehispánico; otros vendieron sus colecciones a ilustres
empresarios que tenían ya una notable curiosidad por las “antigüedades”, y que
conformaron con ellas sus propias colecciones privadas.
Ésta fue la condición de Leocadio María Arango –ilustre banquero y hombre
de negocios de Medellín–, quien atesoraría la más rica colección arqueológica de
Antioquia, y que albergó en un museo de su propiedad. Su colección fue, posteriormente, la base de la colección cerámica de la Universidad de Antioquia y parte importante de las piezas orfebres del Museo del Oro del Banco de la República.
Leocadio María Arango no fue un “guaquero de cuello blanco”, sino un hombre
realmente interesado en el pasado americano. También en Antioquia encontramos
otros estudiosos del pasado, como Andrés Posada Arango, vinculado a la Sociedad de Antropología de París y miembro de la Sociedad Protectora de Aborígenes
de Colombia. Cuando Adolf Bastian –el célebre americanista alemán, director del
Museo Etnográfico de Berlín– estuvo en Colombia, hacia 1870, pudo contar con
buenos interlocutores en Antioquia. Vicente Restrepo y su hijo, Ernesto Restrepo
Tirado, de origen antioqueño, fueron también figuras muy sobresalientes en los
estudios arqueológicos y etnohistóricos durante las últimas décadas del siglo XIX
y en las primeras del siglo XX, respectivamente37.
Con ocasión de la fundación del Instituto Etnológico Nacional, la región del
río Cauca, Antioquia y el Gran Caldas no podía estar ausente de los intereses y
preocupaciones del gran americanista francés. En este sentido, como se advirtió,
Rivet envió al joven Duque Gómez a buscar a los quimbayas, en 1943; Duque realizó un trabajo arqueológico en Supía, el primer estudio –de acuerdo con nuestro
conocimientos– hecho por un colombiano en el que se realizó una excavación
estratigráfica. También por esa época el mismo Duque efectuó un análisis de los
grupos sanguíneos entre los indígenas de Caldas.
En 1943 Paul Rivet convenció, a raíz de algunas conferencias suyas en
Medellín, al rector de la Universidad de Antioquia, Julio César García (que
también tenía previamente interés en los estudios americanistas) que designase
a Graciliano Arcila, egresado del Etnológico, como docente del Liceo de la
37Al respecto, ver Clara Isabel Botero (2007).
158
Roberto Pineda Camacho
Universidad de Antioquia; la idea de nombrar a un etnólogo en el marco de una
Facultad era extraña al ambiente académico de la Universidad en esa época, de
manera que la solución, aunque no ideal, fue un primer paso. No obstante, Arcila pronto también enseñaría en el prestigioso Instituto de Filología y Literatura
de la Universidad.
En 1945 por iniciativa de Graciliano Arcila, se estableció el Servicio Etnológico de Antioquia; al año siguiente se abrió, en la Facultad de Derecho, un primer
Museo de Arqueología, con 300 piezas (cerámicas y en piedra) quimbaya que
había adquirido el mismo Paul Rivet; ese mismo año se fundó la Sociedad Etnológica de Antioquia, por iniciativa de Julio César García, pero su dirección recayó
en manos de Arcila, el único miembro profesional en etnología de la Sociedad,
aparte de los miembros honorarios residentes fuera de Medellín.
Los tres primeros años en la Universidad no fueron fáciles, nos cuenta Arcila; si
bien tenía el compromiso institucional de disponer parte de su tiempo para la investigación, la docencia le demandó gran parte de sus energías; aprovechaba las vacaciones para sus proyectos de investigación, junto con estudiantes de otras disciplinas.
A pesar del apoyo de la Universidad y de prestantes personajes de la intelectualidad antioqueña miembros de la Sociedad Etnológica, tengo la impresión
de que el trabajo de Arcila, como etnólogo, fue relativamente solitario, aunque
contó con el apoyo del Instituto Etnológico Nacional. En este marco, Arcila –cuya
esposa, Inés Solano, también había estudiado en el Instituto Etnológico Nacional, aunque no se había graduado– realizó diversas investigaciones de carácter
arqueológico, de antropología física y de antropología social en el ámbito del
departamento de Antioquia o de su área de influencia.
En 1944 efectuó un estudio sobre la vivienda campesina; ese mismo año
publicó un conjunto de artículos –en la Revista de la Universidad de Antioquia–
sobre los indígenas Caramanta –sus características serológicas y sociales–; en los
años siguientes (1945-1950) exploró la arqueología del Bajo Cauca y del golfo de
Urabá (excavó posteriormente, de manera pionera, Santa María del Darién). Sus
tareas docentes e investigativas no sólo divulgaron la pertinencia de la etnología,
sino que también despejaron relevantes interrogantes con relación al pasado arqueológico de la región del Cauca y de Urabá, aunque no hizo, al parecer, excavaciones estratigráficas.
En 1953, con el apoyo de Cristino Andrade, director del Instituto Colombiano
de Antropología (nuevo nombre del Instituto Etnológico Nacional), con ocasión
de los 150 años de la Universidad Antioquia, fundó el Instituto de Antropología
de la Universidad de Antioquia, que consolidó la presencia de la antropología en
Medellín y en el departamento de Antioquia. Muchos años más tarde, Arcila re-
Cronistas contemporáneos. Historia de los Institutos Etnológicos
159
flexionaría sobre su decisión de internarse y permanecer en Antioquia, a pesar de
la oportunidad de desplazarse a París, una vez terminada la guerra, como becario
del Museo del Hombre, “pero esta decisión –declaró en una entrevista– nunca me
ha pesado porque yo fui el primero y el único que hizo alboroto en la antropología
en Antioquia” (Álvarez y Pimiento 1992).
Más o menos de manera paralela, en 1947 se fundó el Instituto de Investigación Etnológica del Atlántico, en la ciudad de Barranquilla, en el contexto de la
Universidad del Atlántico, bajo los auspicios del rector Rafael Tovar Ariza, egresado del Instituto Etnológico Nacional, y del arqueólogo Carlos Angulo Valdés,
también antiguo estudiante de este centro docente. Adoptó la misma estructura
de los otros institutos gemelos: fue un centro de investigación y de divulgación,
asociado al cual se organizaron un museo (arqueológico y etnográfico) y una biblioteca especializada. Sin embargo, no impartió labores de docencia.
En realidad, dicho Instituto tuvo dos frentes de trabajo: el arqueológico, a
cargo del ya citado Carlos Angulo Valdés, su primer director, y el de antropología social, llevado a cabo por Aquiles Escalante, quien se sumó muy pronto
a su equipo de trabajo. También contó con la colaboración del Instituto Etnológico Nacional y del Instituto Etnológico del Magdalena, que envió a uno de
sus investigadores para adelantar las excavaciones de Tubará y otras zonas de
Barranquilla y del Atlántico (más tarde, Angulo excavó en el canal del Dique y,
especialmente, en Malambo). Aquiles Escalante dedicó, asimismo, sus energías
al estudio etnohistórico de los indios mocaná, los indígenas del Atlántico, pero
durante la década de los cincuenta también se concentró en el estudio de las
culturas “criollas”, vale decir, los procesos de mestizaje cultural entre indios,
blancos y negros, según su propia perspectiva. Igualmente, en 1949 se estableció la Sociedad de Amigos de la Etnología, grupo de apoyo a las actividades de
dicho centro académico.
En 1947 Aquiles Escalante fue becado por la Guggenheim Foundation; ello le
permitió visitar las universidades Northwestern University y Columbia, en Estados
Unidos, ocasión que aprovechó, nos cuenta él mismo, para recopilar información
relativa a la “etnohistoria del negro” y tener contacto personal con Melville Herskovitz, especialista y pionero de las investigaciones afroamericanas en ese país.
El Instituto también editó una revista, Divulgaciones Etnológicas, la cual
dio cabida a los informes de sus investigadores y otros antropólogos colombianos
o extranjeros.
Carlos Angulo Valdés y Aquiles Escalante se convirtieron, en poco tiempo,
en verdaderos especialistas del pasado prehispánico del departamento del Atlántico o de la población de origen criollo-afroamericano localizada en el Palenque de
160
Roberto Pineda Camacho
San Basilio. En 1954 Aquiles Escalante publicó su escrito Notas sobre el Palenque de San Basilio: una comunidad negra en Colombia, resultado de un trabajo
de campo pionero en esta comunidad, de aproximadamente dos meses. Este estudio constituye la primera etnografía sobre una comunidad afrocolombiana, con
un lenguaje criollo. Escalante nos introduce inicialmente a la historia del negro
y luego describe diferentes aspectos de la antigua comunidad palenquera (de esclavos cimarrones). También incluye, en dos apéndices, relatos palenqueros y un
vocabulario de su lengua criolla.
El ciclo se cierra
Como ya se mencionó, la situación política nacional después del Nueve de Abril
afectó notablemente la dinámica del Instituto Etnológico del Cauca y también del
de Bogotá. A medida que se desmontaba la política cultural liberal, se afectaron
los proyectos etnológicos nacionales y regionales. No fue algo automático, y, a
pesar de ello, se continuaron expandiendo los campos de investigación.
Hacia los años cincuenta, por ejemplo, se iniciaron destacados trabajos en
asocio con antropólogos norteamericanos en las aldeas de las altas montañas,
particularmente en el lago de Tota, en Boyacá; en esos mismos años, el Instituto
Etnológico Nacional planeaba incursionar en las poblaciones negras. También regresó al país el mencionado padre Rafael Arboleda, destacado sacerdote jesuita
colombiano que había realizado estudios de maestría en antropología en North
Westhern University con Melville Herskovitz (Pulido 2009). En el Instituto Etnológico se inició una investigación sobre la violencia, bajo el esquema de Cultura
y Personalidad, dirigida por el profesor José de Recasens. La idea era estudiar la
violencia a través del tratamiento comparado de las muñecas y otros juguetes en
los niños de ciertas regiones de Colombia, trabajo lamentablemente interrumpido;
pero el logotipo de la muñeca desbarajustada sería utilizado como carátula en la
edición del libro La Violencia en Colombia, de 1962, de Germán Guzmán, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna.
Luis Duque, como director del instituto Etnológico Nacional, logró mantener cierto equilibrio inestable durante estos tormentosos años, a pesar de las
dificultades con algunos investigadores, que también renunciaron porque se les
exigía marcar tarjeta. Algunos antropólogos fueron percibidos como “comunistas” (el mismo Rivet había sido acusado en 1948 de manera infame de haber
robado una gramática muisca colonial de la Biblioteca Nacional, como represalia
por sus comentarios que criticaban la versión oficial del Nueve de Abril como una
supuesta confabulación comunista).
Cronistas contemporáneos. Historia de los Institutos Etnológicos
161
De otra parte, el trabajo de campo se hizo cada vez más difícil, excepto en
ciertas regiones no afectadas por la violencia partidista, como la Costa Atlántica.
La cuerda se reventó cuando Luis Duque, cercano a la Casa Ospina (facción del
Partido Conservador opuesta al gobierno de Laureano Gómez), se vio obligado
a renunciar por presiones políticas del Gobierno central, dimisión que acompañó
publicando su libro Instituto Etnológico Nacional. Balance de una tarea cultural
(1952).
Bajo las nuevas circunstancias políticas, los etnólogos tomaron diversos
rumbos: un destacado grupo conformó la Sociedad Colombiana de Etnología, en
cuyas reuniones, después de discutir un tema, tomaban chocolate y, quizás, y por
qué no, bailaban. A pesar de las diferencias, su paso por la Normal y por el Instituto Etnológico Nacional les había dado un cierto esprit de corps, que muchos de
ellos mantuvieron a lo largo de su vida, sobre todo “el grupo antioqueño”.
Pero el Instituto Etnológico Nacional, ahora en nuevas manos, estaba también a punto de transformarse. Seguramente –como la antigua Normal Superior–
estaba en la mira del gobierno laureanista, cuyo proyecto abogaba nuevamente
por una Colombia católica, hispanista y corporativista.
La Escuela Normal fue escindida en dos; la sección masculina fue trasladada a
la ciudad de Tunja (Boyacá). En 1952 el Instituto Etnológico Nacional se transformó
en Instituto Colombiano de Antropología, una mutación que en realidad fue más
de forma que de fondo. Mientras tanto, los etnólogos tomaron diversos destinos:
Blanca Ochoa viajó a Europa, donde, además de estudiar en París, se casó con Gerardo Molina. Los esposos Pineda y Luis Duque obtuvieron becas para estadas en
la Universidad de California o en Boston. El golpe militar del general Rojas Pinilla
abrió nuevas oportunidades para los antropólogos, ahora muchos de ellos reunidos
en la Oficina Técnica de Seguridad Campesina, bajo la dirección de Ernesto Guhl.
Los años de experiencia y las estadas en Estados Unidos y otros países también los
habían madurado, y algunos de ellos llegaron con nuevos bríos y proyectos.
Hacia 1957, los tiempos habían cambiado otra vez. Duque Gómez fue nuevamente nombrado director del Instituto Colombiano de Antropología; entonces le
escribió una carta a su maestro Rivet, en la que le comunica38:
38Rivet moriría al año siguiente, a los 85 años. Los etnólogos colombianos elaboraron, efectivamente,
un libro de homenaje, editado por la Academia Colombiana de Historia, en el cual colaboraron
Luis Duque, Gregorio Hernández de Alba, el padre Enrique Rochereau, José de Recasens y María
Rosa Mallol, Sergio Elías Ortiz, Gerardo Reichel-Dolmatoff, Víctor Bedoya, Virginia Gutiérrez,
Roberto Pineda G. y Miguel Fornaguera P., Julio C. Cubillos, Milciades Chaves y Anna Kipper
(Academia Colombiana de Historia 1958). Rivet fue miembro correspondiente de la Academia
Colombiana de Historia.
162
Roberto Pineda Camacho
[...] Por varias fuentes ha llegado a nuestro conocimiento su delicado estado de salud.
[...] Hemos entrado en un periodo de reintegración del grupo de los antropólogos colombianos y el panorama vuelve a despejarse por completo para todos. De mi parte, no
ahorraré esfuerzo alguno para lograr este objetivo desde la dirección del instituto, que
sirvo nuevamente desde marzo del presente año. Trabajo actualmente con Gerardo y
Alicia Reichel-Dolmatoff, Roberto y Virginia Pineda, Sergio Elías Ortiz, Gregorio
Hernández de Alba, Carlos Angulo y Aquiles Escalante, Cubillos, Arcila, Rogelio
Velásquez, Víctor Bedoya, Eliécer Silva, Recasens, Edith Jiménez de Muñoz y Blanca Ochoa. [...] Todos, absolutamente todos preparamos ahora un modesto pero justo
homenaje al gran maestro de Colombia y América, profesor Paul Rivet; consiste en
un libro. El abanderado del proyecto ha sido Gregorio Hernández de Alba seguido por
Reichel. [...] (Carta de Luis Duque Gómez a Paul Rivet, 30 de agosto de 1957, AMH,
París)
Los pioneros de la antropología en Colombia lograron cuestionar “la ciencia de las razas” –que sostenía la decadencia de las “razas” como clave para la
interpretación de nuestra historia y cultura– y sustituirla por una “ciencia de las
culturas”, base del reconocimiento de la pluralidad lingüística, étnica y regional
de Colombia. La etnografía que hicieron sobre los pueblos indígenas no los situó
en un tiempo pasado ni los convirtió en algo exótico. Los indios “vivos” eran sus
contemporáneos, con problemas económicos y sociales, de educación y de salud,
a los cuales había que reconocer sus derechos. Tenían una historia y formaban
parte de la historia de Colombia. También en pocos años se abrieron a nuevas
poblaciones y temáticas de la antropología, incluidas las poblaciones afrocolombianas.
La labor de los Institutos Etnológicos Nacionales revolucionó la ciencia social en Colombia, veinte años antes de la conformación de la sociología profesional en Colombia. Muchos de sus integrantes, hombres y mujeres, eran ya a
mediados de los años cincuenta reconocidos profesionales en el nivel latinoamericano. En unos pocos años, algunos de ellos se aprestarían a otra grande labor: a
contribuir a formar la Facultad de Sociología de la Universidad Nacional, fundada
por Orlando Fals Borda y Camilo Torres Restrepo, y a la apertura de los nuevos
departamentos de Antropología en Colombia. Pero eso ya es otra historia, la historia de la antropología bajo el Frente Nacional.
Fuentes documentales editadas
y no editadas y literatura secundaria
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2. Hernández de Alba, Gregorio. Correspondencia enviada a Paul Rivet. Archivo
Museo del Hombre.
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Ms 1/3493: Bogotá, 14 de mayo de 1943.
3. Recasens, José de. Correspondencia enviada a Paul Rivet, Archivo Museo del
Hombre (París).
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MS 1/7913: Bogotá, 3 de septiembre de 1943.
MS 1/7914: Bogotá, 3 de diciembre de1943.
MS 1/7915: Bogotá, 26 de diciembre de 1943.
MS 1/7917: Bogotá, 2 de enero de 1944.
MS 1/7918: Bogotá, 3 de mayo de 1944.
MS 1/7919: Bogotá, 13 de mayo de 1944.
MS 1/7920: Bogotá, 19 de julio de 1944.
MS 1/7921: Bogotá, 30 de agosto de 1944.
MS 1/7922 BIS: Bogotá, 31 de diciembre de 1944.
Cronistas contemporáneos. Historia de los Institutos Etnológicos
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MS 1/7922: 1 de enero de 1945.
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