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HUMEDICAS 56
7/3/05
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Humanidades médicas
Pedro Gutiérrez Recacha*
Arte y medicina
De los valores humanos
del médico en tiempos
de guerra (civil):
Misión de audaces
E
l cine, al menos el fenómeno que hoy día entendemos como
tal, no puede considerarse una invención de los hermanos
Lumière. Éstos habían reducido la utilidad del novedoso invento
a fines meramente científicos: la reproducción de la Realidad
—la realidad con mayúscula, la realidad de lo objetivo, de lo presente en un determinado momento y lugar—. Pero el cinematógrafo pronto se arrogaría la condición de reflejo de realidades
—realidades, así en plural; realidades que pueden corresponderse con la reinvención de tiempos, lugares extintos o que jamás
existieron, pero también otro tipo de realidades, mentales, subjetivas, creativas... la realidad del artista tras la cámara, la realidad
del autor frente a la del mero observador—. Curiosamente, esta
nueva dimensión cinematográfica, que a priori alejaría el invento
de los Lumière del ámbito empírico, lo torna objeto privilegiado
de la reflexión humana desde las más diversas perspectivas, incluida la científica, y, por qué no, la médica.
Un puñado de realizadores definieron con intuitivo y espontáneo acierto lo que hoy conocemos como narración cinematográfica; entre ellos, merece mención especial la inabarcable figura
de John Ford. Director, poeta, autor, patriota irlandés, investigador de la cultura popular, creador visual, remitificador del Oeste... Ford nos ha legado una extensa filmografía, en la que hoy
destacaremos uno de sus menos conocidos westerns, Misión de
audaces (The Horse Soldiers, 1959). Misión de audaces parece
marcada por el triste destino de muchas obras de los creadores
geniales: si fuera el nombre de cualquier otro realizador el que
apareciera tras los títulos de crédito, el filme se habría hecho merecedor de ser recordado en las listas de los mejores westerns de
la historia. Sin embargo, al pertenecer a la filmografía del maestro indiscutible del cine del Oeste, quedará considerada para
siempre como “obra menor”.
La trama de Misión de audaces describe una incursión bélica
en territorio enemigo, en este caso en territorio sureño, durante
la época más dura de la Guerra de Secesión norteamericana. Un
particular viaje de ida y —sólo para los más afortunados— vuelta
al infierno que iniciará un grupo variopinto de personajes aglutinados bajo la enseña de la Unión. Entre ellos destaquemos, por
su rol protagonista, dos complejos caracteres personalmente enfrentados entre sí: el eficaz y huraño coronel Marlowe (John
Wayne) y el dedicado cirujano mayor Kendall (William Holden).
Detengámonos brevemente sobre este último.
El mayor Kendall se define a sí mismo como “médico y militar”. La conjunción de ambas vocaciones arroja al personaje a un
Psicólogo. Máster en Historia y Estética del Cine. Investigador asociado
al Departamento de Psiquiatría de la Universidad Autónoma de Madrid.
España.
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JANO 18-24 MARZO 2005. VOL. LXVIII N.º 1.556
Misión de audaces parece marcada por el triste destino de muchas obras
de los creadores geniales.
entorno inusitadamente desgarrador: una guerra, quizá, la más
desoladora de las contiendas, una guerra civil. Kendall constituye
casi una personificación cinematográfica del mito prometeico;
parece distinguirse de los demás hombres por el mayor de los saberes, el conocimiento sobre la vida y la muerte, que se diría
arrebatado a los propios dioses. Y este saber marca al personaje
—y, por extensión, al profesional de la salud, podemos reflexionar— con una doble significación: una dimensión positiva, casi
divinizadora, pero también con un estigma fatal, casi luciferino.
El conocimiento, la techné sobre la vida y la muerte, la capacidad de salvar vidas humanas, convierte al médico a ojos de sus
pacientes en un sujeto que casi bordea lo reverenciable. Sólo esta razón da cuenta de que al médico se le permita superar algunas barreras infranqueables para el común de los mortales y Misión de audaces nos proporciona ejemplos notoriamente ilustrativos. Incluso en el corazón de una sociedad tan orgullosamente
intransigente como la sureña, la figura del médico parece elevarse por encima de diferencias y prejuicios raciales: una familia de
color no dudará en acudir a Kendall para que preste su ayuda en
un parto, petición a la que el mayor responderá solícito... Como
médico, a Kendall también parece habérsele concedido el don
de traspasar la frontera que separa lo público de lo privado.
Cuando el áspero coronel Marlowe ocupe la mansión de la bella
señorita Hannah Hunter, será Kendall quien deba encargarse de
la vigilancia de la joven confinada a sus aposentos, hecho que la
puritana sureña parece aceptar de buen grado sólo por la condición de galeno de éste: “Bueno, supongo que no hay ningún inconveniente siendo como es usted médico”. Kendall puede, como
profesional sanitario, imponerse a la más dramática de las distinciones: la que separa a aliados y enemigos en una contienda. Tras
la cruenta batalla contra un maltrecho destacamento del ejército
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confederado, el cirujano nordista no duda en
poner su habilidad al servicio de quienes hasta
hace unos instantes habían sido sus adversarios.
Son distintos episodios que se suceden en la película y que parecen perfilar la imagen del médico como alguien a quien le es permitido atravesar las más variadas barreras sociales, raciales
o políticas, gozando así de una percepción privilegiada de lo más íntimo de sus pacientes.
Pero ese impulso liberador de las barreras y
los límites convencionales, que le permite al médico llegar a lo esencialmente humano del paciente, tiene un contrapeso casi luciferino: el conocimiento también proporciona poder al que lo
detenta, siquiera sea el poder de aplicar o no ese
conocimiento. Atisbamos este aspecto más siniestro del profesional de la salud en la negativa
de Kendall —aduciendo un socorrido “dolor de
estómago”— a atender a 2 criminales heridos,
desertores de la confederación. Pese a que el espectador aplaude la decisión del mayor —pues
nada grave les sucede y, además, el vejatorio trato que dedican a
un anciano agente de la ley sureño les convierte en seres moralmente réprobos— no deja de esbozarse en el filme una terrible
posibilidad: la del médico que se niega a poner su conocimiento al
servicio de la comunidad. El saber médico nunca puede justificarse como mero episteme, nunca puede olvidarse su dimensión aplicada. Corolario de este postulado puede considerarse la siguiente
advertencia: si el paciente debe desnudar ante el médico lo más
profundo de su ser, al profesional le cumple corresponder de alguna manera a esa confianza porque, de otro modo, correría el riesgo
de perder la visión humana del paciente, de cosificarlo, objetivizándolo como mero sujeto experimental. El filme pone tal advertencia en boca del personaje interpretado por John Wayne. En
una escena de intenso dramatismo, el rudo coronel exorciza sus
demonios internos con la ayuda del whisky. Marlowe, desprovisto
de ese orgullo que le había acompañado casi como marca de fábrica a lo largo de toda la narración, pondrá al descubierto su tragedia
vital, raíz además del odio que profesa a Kendall y, por extensión, a
todo el estamento médico, un odio... ¿injustificado?: “¿Injusto?
Había una muchacha poco mayor que ese chico de antes. Y no fui
injusto entonces, no. Porque esa gente emplea unos términos tan
raros que un profano no puede entender nada. Se la confié a los
médicos para que la operaran. Yo entonces confiaba en los médicos, creía en ellos. Porque estaba enamorado y no quería que muriese. Dijeron que era un tumor, que había que extirparlo enseguida. Le pusieron un pedazo de cuero en la boca para que pudiera
morderlo mientras ellos cortaban allí y allá. ¿Sabe lo que encontraron? ¡Nada! Oh, se disculparon, claro, se habían equivocado.
Tenían que celebrar consultas antes del próximo experimento. ¿Pero cómo quedé yo? ¡Me dejaron pidiéndola que no se muriese!” El
reverso de todo privilegio es una responsabilidad. He aquí una de
las responsabilidades médicas: tratar a lo humano de manera humana. La amarga queja del coronel Marlowe no se refiere tanto al
error médico como al trato ultrajante recibido.
El monólogo de Marlowe puede interpretarse como una amonestación al estamento médico en su conjunto. Será el personaje
de Kendall el encargado de recoger el guante lanzado por el coronel y confirmar con sus acciones la dignidad de la profesión. Si el
coronel reclamaba un trato humano del profesional al paciente,
aún queda por dilucidar una cuestión fundamental: ¿en qué consiste ese trato humano? La respuesta fílmica a esta pregunta que
nos ofrece Misión de audaces se concreta en una sórdida secuencia, en la que el doctor Kendall debe operar a un joven soldado de
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la Unión herido en una pierna. Infectado de
gangrena, la única posibilidad de salvación radica en la amputación de la extremidad, operación
harto difícil habida cuenta de la precariedad de
medios. No menos compleja resulta la situación
considerada desde una perspectiva humana. El
cirujano la solventa sin sustraer la verdad al desafortunado soldado: “Tengo que cortarte
la pierna. (...) La infección se ha extendido. Morirías pronto”. Incluso llega a responderle un sucinto: “Te daré lo que tengo” cuando aquél le
exige morfina para evitar los rigores de la intervención. No hay palabras amables en el lacónico
discurso de Kendall. Difícil hallar rasgos de lo
que hoy día denominaríamos empatía... ¿en qué
radica, entonces, el “trato humano”? Tal vez en
algo tan sencillo como transmitir al paciente que
el profesional médico va a hacer todo lo que está
en su mano, va a aplicar todo su conocimiento,
va a dar lo mejor de sí mismo, aunque, desgraciadamente, pueda resultar insuficiente. Siguiendo con la metáfora prometeica aludida anteriormente, el paciente parece consciente de que el médico posee un conocimiento
“robado a los dioses”, que no forma parte de su naturaleza y que
escapa a su voluntad, puesto que él mismo sigue siendo humano y,
lógicamente, falible. Su responsabilidad, por tanto, queda limitada
a aplicar ese saber de la mejor forma posible; no puede exigírsele
más. Eso parece sugerirnos el argumento del filme: frente a las
frías acciones de los cirujanos que operaron a la esposa de Marlowe, censuradas por el monólogo de éste, la actuación de Kendall
se verá moralmente refrendada, incluso aunque también la muerte reclame al final a su paciente. Refrendada por el mismo herido
agonizante que, tras sus desesperadas quejas iniciales, acepta con
estoicismo la intervención, convencido de que es el menor de los
males posibles, pero, lo que es aún más significativo, refrendada
también por la figura del descreído coronel Marlowe, que presencia la operación, por primera vez en el filme, sin realizar la menor
objeción al médico. La antigua rivalidad entre los 2 protagonistas
irá dando paso a un sentimiento de admiración mutua que llegará
a su máxima expresión en la conclusión de la película: Kendall, en
un acto final de heroísmo, renunciará a regresar al territorio norteño con Marlowe y sus hombres para hacerse cargo de los heridos
incapaces de continuar..., aunque tal acción supondrá su captura
por parte de las tropas confederadas y, tal vez, un viaje sin retorno
a la temida prisión de Andersonville. Pocos ejemplos cinematográficos de abnegación médica igualan en intensidad a la conclusión
del filme fordiano.
Comentábamos a lo largo de este artículo, sucintamente, la
posible pertinencia del mito de Prometeo como metáfora del conocimiento médico... Curiosamente, la metáfora nos ha venido
servida desde el universo del western cinematográfico, que, para
muchos, constituye la gran mitología épica del siglo XX. Pero
¿qué sentido tiene volver nuestra vista a los mitos hoy día, cuando la medicina ha alcanzado una posición privilegiada en el ámbito de lo científico? Sería ingenuo pensar que un profesional actual de la medicina pueda creerse tocado por un conocimiento
divino, pero ¿estamos seguros de que sus pacientes opinan lo
mismo? Las exigencias de los pacientes de nuestra sociedad actual no parecen muy distintas de las que los pacientes del doctor
Kendall muestran, bajo la maestra mirada de John Ford, en Misión de audaces. Un trato humano. Puede que el filme no proporcione una respuesta clara al espectador a este respecto, pero
constituye, sin duda, una buena base para una posterior reflexión
por parte de los profesionales sanitarios.
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