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Eugenio Barba, Teatro. Soledad, oficio y revuelta, Buenos Aires, Catálogos,
1997, pp. 263-274
LA HERENCIA DE NOSOTROS A NOSOTROS MISMOS
En este artículo el concepto de Tercer Teatro aparece fundamentado en
dos ideas ya formuladas: el rechazo y la búsqueda de un sentido personal.
Pero aquí se articulan de manera simultánea y complementaria: el rechazo
se convierte en la premisa que fundamenta la búsqueda de un sentido
personal para la práctica teatral. Esta complementariedad vuelve a focalizar
el concepto de Tercer Teatro, introduciéndolo en una perspectiva histórica
que revela una genealogía profesional.
Escrito en 1991, ha sido traducido en varias lenguas, revelándose como
uno de los textos clave de Eugenio Barba. Publicado por primera vez en “La
escena latinoamericana”, n.6, Buenos Aires 1991.
El Tercer Teatro indica un modo de modelar los propios “porqués”. No
es un estilo teatral ni una alianza entre grupos, tampoco es un
movimiento o una corporación internacional, ni una escuela, ni una
estética o una técnica. No es ni siquiera una de las “novedades” que
pertenecen a las modas de los años setenta. Críticos y teatrólogos pueden
observarlo tanto con interés y pasión como ignorarlo: el Tercer Teatro
continúa existiendo. El término es reciente. No lo es, sin embargo, la
condición que éste designa.
Louis Jouvet hizo un día una afirmación que resuena como un enigma:
“Existe una herencia de nosotros a nosotros mismos”. De ésta se
desprenden algunas preguntas esenciales: ¿Poseo aún en mis manos la
herencia que yo mismo me he construido? ¿Conozco aún su valor, o
también esto ha sido corroído por el tiempo, por la práctica de la
profesión, por el retorno al centro aplastado del planeta teatral?
Aquel enigma y estas preguntas pertenecen al Tercer Teatro. Podríamos
decir que son el Tercer Teatro. Son la expresión de aquello que, como los
anillos de Saturno, no se deja atraer y aplastar.
1
Algunas veces, la fuerza que aplasta está constituida por una aparente
cordura:
“hacer
teatro
hoy
no
tiene
ya sentido”,
dicen
algunos.
Especialmente cuando viven en aquel hotel de lujo mediocre llamado
Europa, y, mirando a su alrededor después de años de trabajo,
contemplan la indiferencia que los circunda.
Lejos, a menudo más allá del mar, otros parecidos a ellos pero en
contextos profundamente diferentes, se desaniman a veces al confrontar
el empeño que se precisa para hacer teatro con la exigua medida de su
eficacia en una realidad social dramática que amenaza hundirse en la
barbarie.
“EI teatro no tiene sentido”. ¿Quién osaría afirmar lo contrario?
***
Es “el demonio del mediodía”. Así llamaban los antiguos a ese espanto
que coincide con un momento de madurez y claridad. Precisamente
cuando el sol se encuentra a pico e inunda todas las cosas, el hombre
puede sentirse fuera de lugar. La herencia de las elecciones iniciales le
parece ahora insensata. Es como si el instante presente aplastase
cualquier otro valor posible. Cuando pasa el demonio del mediodía, el
monje —decían los antiguos— siente que su vocación no tiene sentido; el
caballero sueña con el arado; el campesino anhela la vida errante de las
armas.
¿Quién osaría afirmar que hacer teatro tenga de por sí un sentido?
Algunas veces nos parece que el sentido se ha escapado de la realidad del
teatro dejando piedras áridas y lodo. Quizás tuvo sentido en un tiempo,
antes de que la industria del espectáculo moderno, la cultura de masas,
los nuevos ritos y mitos juveniles, le quitasen legitimidad y eficacia al
quehacer teatral. Se trata de movimientos históricos más grandes que
nosotros. Por esto no somos capaces de comprender ni de reencontrar los
motivos que nos nutrieron en los primeros días de trabajo. Quizás en
2
aquellos primeros tiempos éramos idealistas. Ahora nos sentimos más
maduros, sin embargo más áridos y a veces desilusionados.
Es precisamente el momento en el cual nos encontramos realmente a
merced de la ilusión. La ilusión de que las cosas y las acciones puedan
tener un sentido de por sí es potentísima. Su sentido parece acrecentarse
o perderse casi sin nuestro conocimiento, por causas externas.
Nos pertenece la acción, no sus frutos. Estos últimos extraen significado
del contexto, del tiempo y de las contingencias, de los espectadores y de
sus memorias.
Nosotros no podemos definir el valor de nuestros espectáculos, el
mensaje que éstos trasmitirán. A veces, la Historia, con mayúscula, es la
que se encarga de generar el sentido profundo que el fruto de la acción de
hacer teatro puede asumir. Sklovski cuenta acerca de una actuación de
aficionados presentada a los soldados de la retaguardia del frente ruso
durante la primera guerra mundial. Se representó El matrimonio de
Chejov, una farsa de pequeños burgueses, un esbozo satírico y realista sin
ningún intento subversivo. Pero al final, cuando el protagonista huye de la
casa vulgar y opresora de la prometida, todos los soldados de la platea se
alzaron, como si de repente alguien les hubiera abierto los ojos, y
desertaron. Jan Kott cuenta cómo las noticias del XX Congreso del PCUS
que se filtraban en Varsovia dieron de pronto un ardiente significado a una
pieza de vanguardia que, hasta ese momento, aparecía como puro
experimentalismo y ahora se revelaba alegórica y política: Esperando a
Godot. Esta misma pieza fue crudo realismo para los aficionados de la
prisión norteamericana de Saint Quentin. Son ejemplos extremos, casi
parabólicos. La realidad está compuesta por delicados matices. Las
parábolas sirven para recordar las abstracciones que pueden orientarnos.
Es decir: los frutos de la acción de hacer teatro no nos pertenecen. Nos
pertenece la acción.
Es sólo culpa nuestra si nuestro hacer teatro pierde sentido a nuestros
ojos.
3
Sería tonto desalentarse por algo que es obvio desde hace un siglo: el
teatro es una actividad artística en busca de sentido. De por sí es el
residuo arqueológico de otra época. A este residuo arqueológico, que ha
perdido su inmediata utilidad, se le inyectan cada vez distintos valores.
Podemos adoptar aquéllos que siguen el espíritu del tiempo y de la cultura
en la cual vivimos. También podemos vivir desheredados y descubrir
nosotros mismos nuestra herencia. Podemos decirnos que no somos los
herederos de una Gran Tradición. Pero que “existe una herencia de
nosotros a nosotros mismos”.
El teatro que vive esta condición, que no encarna un patrimonio con
orígenes profundos, ni se ata a una tradición para reproducirla o
contradecirla, para negarla dialécticamente o para renovarla, es el Tercer
Teatro.
***
Al hablar de Tercer Teatro algunos entienden una periferia, una
marginalidad fruto de una elección o de una injusta discriminación. No es
esto lo que nos define, aun si muchas veces pesa en nuestra experiencia.
No es sólo el hijo desheredado injustamente (o con justicia) el que está
sin herencia, también lo está el extranjero con las manos desnudas.
Cuando Jouvet hablaba de la herencia de nosotros a nosotros mismos,
reasumía el sentido de muchas historias que habían cambiado el espíritu
del teatro del siglo XX. Eran historias de personas, no de instituciones.
Eran historias de extranjeros en el teatro.
¿Quiénes son estos extranjeros? ¿Qué quiere decir que tienen las manos
desnudas?
A menudo, en nuestros discursos, acuden los nombres de “maestros” y
“padres
fundadores”:
Craig,
Stanislavski,
Copeau,
Brecht,
Artaud,
Meyerhold, Beck y algunos otros. Entre los vivos acude siempre el nombre
de Grotowski. Olvidamos, injustamente, nombres como Joan Littlewood o
los nombres de aquéllos que abrieron nuevos caminos al teatro del otro
4
hemisferio: Atahualpa del Cioppo o Enrique Buenaventura, Vicente
Revuelta o Santiago García. Son nombres de artistas cuyos espectáculos
han dejado un signo en las memorias de muchos de sus espectadores.
Son teóricos y estrategas teatrales originales. Sin embargo, las raíces de
su fuerza son extra-teatrales: todos ellos han entrado en el teatro llevando
una “nostalgia” personal, rebautizándola como una nueva provincia de un
país espiritual perdido, amenazado o amenazante, distinto para cada uno
de ellos: la religión, la anarquía, la revolución, el tiempo del “hombre
nuevo”, una oscura e insensata rebelión individual.
Para “inventarse” el sentido de la propia herencia a sí mismos, todos
ellos han concentrado su atención sobre algunos elementos de la práctica
escénica, descuidando otros. Recorrieron en profundidad una reducida
zona del terreno, más que dispersarse en la superficie.
Si se observan sus historias con ojos libres de prejuicios y de aquella
forma de idolatría respecto a los grandes, nos damos cuenta de que cada
uno de estos “grandes" estaba marcado por una deficiencia, no tenía la
disponibilidad de medios que, en cambio, poseen los artistas que se
convierten en los benjamines de su tiempo. Algunas de estas deficiencias
quedan escondidas bajo el polvo del pasado, otras emergen con particular
viveza:
Stanislavski
no lograba aceptarse
como actor;
Artaud no
conseguía concretar sus visiones; Brecht no sabía vivir sin una ortodoxia,
ni lograba ajustar a ésta la propia práctica artística, cargada de
individualismo y anarquía.
Transformando la “nostalgia” y las deficiencias en un signo de
diversidad, esos maestros del teatro del siglo XX se volvieron extranjeros.
Construyeron un sentido autónomo para su acción de hacer teatro y luego
de que abandonaron, o de que fueron obligados a abandonar algunas de
las protecciones del teatro, podemos hablar de ellos como “extranjeros
con las manos desnudas”. Cuando se volcaron sobre un terreno ignoto no
habían adquirido suficiente fama para resguardarse, ni al abandonar las
prácticas más difundidas las sustituyeron por otras exóticas pero de
prestigio.
5
Es necesario ser preciso: fueron extranjeros, pero no con las manos
desnudas los actores de La Commedia dell’Arte que se dispersaron por
Europa entre los siglos XVI y XVII. Fueron extranjeros, pero no con las
manos desnudas, Sada Yacco y sus actores-danzadores que importaron a
occidente la imagen de una tradición teatral japonesa creada en base a un
inteligente “bricolage” artístico. Fueron “extranjeros”, pero no con las
manos desnudas, Wagner, Eleonora Duse, Nijinskij.
“Extranjeros con las manos desnudas” fueron Stanislavski y los jóvenes
de los teatros agit-prop, no solo Artaud, sino también los grupos teatrales
de mujeres que luchaban por el derecho a votar en la Inglaterra del inicio
de siglo (allí también prevalecía el nombre de Craig: la hermana casi
desconocida del notable inventor de la Dirección). Fue “extranjero con las
manos
desnudas”
Copeau,
y
lo
fueron
los
estudiantes
idealistas,
aficionados que en la Rusia del comienzo del siglo XX dedicaban todo su
tiempo y fuerzas al trabajo teatral, encontrando la respuesta a la
necesidad de un rigor ético o de una religiosidad sin fe.
Cada
planeta
teatral
tiene
sus
zonas
periféricas,
sus
regiones
marginales, divergentes y oprimidas. Estas están lejos del centro, pero no
significa que hayan conquistado una autonomía propia.
Un teatro voluntariamente periférico es, en muchos casos, el teatro de
los aficionados, cuando su sentido consiste en reflejar las imágenes y los
comportamientos del teatro “mayor”. Esto no quita que en determinados
momentos
históricos
se
hayan
constituido,
entre
los
teatros
de
aficionados, los laboratorios más innovadores del arte teatral: basta
pensar en los teatros de los nobles del Setecientos, en los espectáculos
puestos en escena por Voltaire o Vittorio Alfieri, en el teatro de Nohant
donde experimentaban en la mitad del siglo XIX George Sand, su familia,
sus amigos y Frederich Chopin
Cada planeta teatral tiene sus zonas protegidas y elevadas del mismo
modo que tiene sus sectores discriminados. Un teatro discriminado fue el
de las ferias; culturalmente marginados estaban, en la primera mitad del
siglo XIX, los teatritos del Boulevard du Temple de París, en uno de los
6
cuales trabajaba el gran Deburau; marginal pareció el Circo Criollo en
Argentina y para no excederme con ejemplos —el interminable territorio
del
Variedades,
desacreditados,
del
pero
Music-hall,
de
los
de
cuales
la
los
Operetta:
teatros
culturalmente
divergentes y
las
vanguardias, dándoles la espalda a Ibsen, Shakespeare y Sófocles,
tomaron inspiración para delinear una “escritura escénica” moderna.
Podríamos proseguir con la larga lista, recordar los teatros considerados
“populares”, enumerar los casos en los cuales los saltimbanquis llevaban
consigo, en las innumerables peregrinaciones, el espíritu de un teatro
futuro. Todo esto constituye el planeta teatro que tiene en su centro los
grandes edificios de la Comédie Française o de los Teatros Imperiales de
la Rusia pre-revolucionaria, del teatro de Weimar dirigido por Goethe o el
de Bayreuth dirigido por Wagner.
Pero el planeta no es todo. Debemos habituarnos a mirar más allá y
descubrir, además de las miles de diferencias que constituyen su
geografía, y de sus zonas centrales o periféricas, aquello que escapa a su
fuerza de atracción y parece moverse alrededor de él como una nebulosa
difícilmente definible.
***
Hemos hablado del demonio del mediodía. Hablemos ahora de Saturno.
En los viejos tiempos se decía que los artistas, los intelectuales y los
pensadores “nacían bajo la influencia de Saturno”. Antes de ser un
planeta, Saturno fue un dios, fuente de genialidad, de melancolía e
indolencia, estrechamente ligado a Lua Mater, también ésta una diosa
ambigua, procreadora y destructora, ya sea de las cosas queridas como de
las perniciosas. Los “nacidos bajo la influencia de Saturno” sentían a
menudo un zumbido en una oreja. Es también por esto, y no sólo por
razones mímicas, que las imágenes de los hombres y de las mujeres
melancólicas, como aquella famosísima de Durero, tienen la cabeza
inclinada, apoyada en una mano que protege la mejilla y la oreja. El
7
zumbido que los atormentaba podía parecerles una voz arcana. Hoy
Saturno se reduce a ser sólo un planeta: gira velozmente sobre sí mismo,
su día dura 10 horas y 14 minutos. Tiene, por lo tanto, una gran fuerza
centrípeta que atrae los cuerpos que vagan en el espacio y los aplasta
sobre su corteza. Debido a esta caída continua de meteoritos, la cara de
Saturno está un poco magullada.
Aquello que vuelve fascinante a este opaco y magullado planeta son sus
anillos,
algo
que
mantiene
las
distancias:
cercos
concéntricos,
aparentemente nebulosos, que escapan a su fuerza centrípeta.
Volvamos entonces a nuestro punto de partida, aquel por el cual
Saturno, ex-dios y planeta, nos resulta instructivo. Los anillos de Saturno
no son niebla, masa informe y gaseosa. Son el conjunto de innumerables
cuerpos sólidos independientes, algunos grandes, otros minúsculos, que
se mueven cada uno con una velocidad propia, una energía propia y con
tiempos propios de rotación y de revolución
Esta falta de uniformidad, estos movimientos diversos de minúsculos
mundos diferentes y este aparente desorden dan la impresión de una
nebulosa. Los anillos del planeta no son masa compacta: es el conjunto de
aquello que escapa a una masa compacta, de aquello que no se deja
reducir a la corteza magullada del mundo central. Pero cada núcleo -no lo
olvidemos-
es
un
mundo
en
sí
mismo,
sólido,
bien
definido
e
independiente. Dentro de la órbita que los une, cada uno se mueve por su
cuenta.
La dificultad de comprender la naturaleza del Tercer Teatro radica en el
intento de encontrar una definición unitaria que fije el sentido de una
realidad teatral diferente. Pero el Tercer Teatro se define precisamente por
la ausencia de un sentido común. Es el conjunto de todos aquellos teatros
que son, cada uno para sí mismo, constructores de sentido y cada uno de
los cuales, por lo tanto, define en forma autónoma el propio sentido
personal de la acción de hacer teatro —aquello que Jouvet llamaba “la
herencia de nosotros a nosotros mismos”. Lo más importante, sin
8
embargo, es que define el sentido y la herencia encarnándolos en
actividades precisas, en una identidad profesional bien diferenciada.
Todos atribuyen un sentido personal, íntimo y privado a las propias
acciones, independientemente del sentido que éstas asuman a nivel
objetivo. Así como, para decirlo en términos stanislavskianos, cada texto
puede tener su subtexto. Los anillos de Saturno son otra cosa: allí, lo que
normalmente queda como subtexto, se vuelve texto; el sentido personal e
irrepetible del propio hacer teatro se traduce en forma reconocible, da
impulso a modos autónomos de organizarse y se transforma en una
identidad separada.
Por esto se equivocan aquéllos que piensan que el Tercer Teatro debe
tener una ideología, una doctrina unitaria, algo que lo transforme en un
movimiento artístico bien definido, una bandera bajo la cual todos puedan
reconocerse. Sería como querer reducir los anillos de Saturno a un nuevo
planeta.
¿Qué significan en el fondo estas ansias de poseer una definición, una
categoría, una bandera unitaria? Son las ansias de que algo perdure en el
tiempo. Por una deformación del pensamiento, tan profunda que nos
parece instintiva, hemos llegado a creer que las doctrinas son más
concretas y duraderas que las biografías.
Sin embargo, cuando recordamos el teatro del pasado, recordamos con
más
frecuencia los
anillos
del
planeta
que
las
zonas
eminentes.
Recordamos casi siempre personas y no movimientos o banderas. Son las
historias de las personas las que nutren nuestra memoria artística y se
nos ofrecen como antepasados a nuestra profesión y a nuestra búsqueda.
Más que los potentes teatros imperiales rusos llenos de espectáculos y
objeto constante de atención por parte de los críticos y de la sociedad
”que cuenta”, recordamos aquellos “estudios” semiaficionados formados
por jóvenes anónimos, con ensayos larguísimos y escasos espectadores,
entre
los
cuales
obraban
Sulerzhitski,
Vachtangov,
Stanislavski
y
Meyerhold. Los espectáculos que recibían ovaciones cada noche, dejando
grandes trazas en los periódicos, han desaparecido luego como el viento
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de la conciencia teatral, mientras que en ésta aún campea la larga figura
de Gordon Craig en Florencia, trabajador solitario, decidido a no hacer
más espectáculos, inagotable constructor del propio sentido de hacer
teatro. O aun más: es a Artaud, con su alma herida, al que hoy
recordamos como representante del teatro de su tiempo y no las grandes
actrices y a los grandes actores de la Comédie Française.
¿Fueron todos ellos Tercer Teatro?
Cuando en 1976 comencé a hablar de un Tercer Teatro, intuía que no se
trataba de una categoría estética o sociológica de teatros no alineados.
Hoy me queda claro que el carácter esencial del Tercer Teatro es la
construcción autónoma de un sentido que no reconoce los confines que la
sociedad y la cultura circundante asignan al arte escénico. Esta búsqueda
de sentido asocia muchos teatros y artistas de hoy y de ayer. No importa
bajo qué nombre se reúnan, ni que algunos de ellos sean considerados
“grandes” y otros “pequeños” “menores” u “oscuros”. Importa que todos
ellos estén asociados por el hecho de resistir a la fuerza centrípeta del
planeta teatral. Son, en su conjunto, la imagen del teatro que responde de
manera vital al espanto y a la angustia del demonio del mediodía: el
teatro que no sucumbe a la última y más peligrosa ilusión —la de su
pequeñez— y que a partir de este conocimiento extrae fuerza e
inteligencia para trascenderse.
El Tercer Teatro tiene, por lo tanto, muchos antepasados.
Algunos
fueron
personajes
que
hoy
la
historia
reconoce
como
fundamentales por la calidad de la vida teatral; otros se esconden
anónimos detrás de nombres y etiquetas genéricas. Por ejemplo, detrás
del término “studijnost” se fugan los rostros de aquellos jóvenes a los
cuales ya nos hemos referido varias veces, aquéllos que en el inicio del
siglo XX, en Rusia, crearon un archipiélago teatral que trascendía con sus
valores y sus intentos los límites normales del teatro. También se fugan
los rostros de aquéllos que en la Italia de la segunda posguerra fundaron
el Teatro de Masas. Detrás de este nombre existió una realidad muy
diferente en su forma, pero análoga en sustancia, a muchas experiencias
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del teatro de grupo de los años setenta: una reinvención del teatro, de su
organización, de su contexto social, de su calificación profesional, de sus
fines culturales, de su dramaturgia, de su modo de transmitir un saber
técnico. El Teatro de Masas fue, sobre todo, el modo en el cual centenares
de jóvenes usaron la cáscara del teatro para construir su identidad
personal y política, y para crear relaciones sociales que correspondiesen a
sus ideales y a sus sueños.
El Teatro de Masas duró poquísimos años y casi no quedan rastros en la
memoria escrita que constituye la así llamada “historia del teatro”. Lo he
elegido precisamente por su aparente evanescencia. En el archipiélago de
los pequeños y grandes teatros que constituyen el anillo del planeta
teatral existen zonas de silencio al lado de individuos famosos. La herencia
que cada uno de nosotros puede establecer para sí mismo implica no sólo
el reconocimiento de puntos luminosos de referencia, sino, también, el
rescate de los injustamente olvidados.
Entre los antepasados del Tercer Teatro también los anónimos nos
influencian.
***
La búsqueda en el cielo de las ideas es un modo para escrutar, como en
un espejo, los secretos de nuestra biografía. A menudo uso metáforas: la
herencia de cada uno de nosotros a sí mismo es irrepetible. Se puede
intentar capturar el perfil de algunas imágenes, que luego los otros
deberán traducir con las facciones de su propia experiencia profesional y
de su vida.
Los teatros de piedra, aquéllos que se identifican con el nombre de una
institución, se representan a sí mismos y no a los hombres que lo habitan.
Perduran imperturbables en el tiempo. Los habitantes del momento
celebran cincuentenarios y centenarios y nutren la ilusión de que en esta
duración existe también un sentido de continuidad preciosa, el valor de
una tradición y de una historia.
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Los teatros que se identifican con las relaciones entre un puñado de
hombres
-grupos,
compañías,
conjuntos,
“ensembles”-
desaparecen
mucho más velozmente. No porque su sentido sea débil, sino porque no
son piedras ni instituciones o banderas: son teatro-en-vida.
Numerosos grupos renuncian o se desintegran por dificultades externas,
por discordias internas o por relaciones personales marchitas. La
experiencia enseña que es muy difícil para un grupo mantenerse con vida
por más de diez años. No son sus desapariciones las que pueden
sorprendernos. Deberían, en cambio, sorprendernos los grupos longevos,
y deberían hacernos reflexionar sobre las causas de su longevidad.
Inventar el sentido de la propia acción de hacer teatro implica la
voluntad y la capacidad de alejarse de los valores en auge del centro del
planeta teatral, implica la fuerza necesaria para penetrar en la órbita de
los anillos.
Pero si algunos se alejan, obedeciendo a un impulso invencible,
empujados por un ansia artística y existencial que no los vuelve
adecuados a las prácticas del presente, otros, en cambio, han nacido lejos
de la cara magullada del planeta, conocen sólo la realidad de los anillos de
Saturno, e ignoran casi todo acerca del imponente planeta en torno al cual
rotan, cada uno con su propia velocidad. Algunas veces son atraídos y
fascinados por la estabilidad, por la consistencia del planeta y por el hecho
de que en su centro el sentido parece establecido de una vez por todas. Y
aspiran, en vano, a identificarse con la corteza.
La condición del Tercer Teatro es, consciente o inconscientemente, la
búsqueda del sentido. Pero no nos dejemos seducir por la nobleza de las
palabras: búsqueda del sentido quiere decir un descubrimiento personal
del oficio.
Es fácil banalizar la palabra “oficio” y asociarla a “técnica” o “rutina”.
Oficio quiere decir algo muy diferente: la construcción paciente de una
propia relación física, mental, intelectual y emotiva con los textos y con
los espectadores, sin uniformarse con los modelos que regulan las
equilibradas y convalidadas relaciones vigentes del centro del teatro.
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Quiere decir componer espectáculos que sepan renunciar al público teatral
usual y sepan inventar los propios espectadores. Quiere decir saber buscar
y encontrar dinero sin encarnar los valores del teatro previstos por
aquéllos que por motivos económicos, ideológicos o culturales, invierten
recursos para favorecer el desarrollo de la vida teatral.
Todo esto es “oficio”: técnica del actor, de la escena, de la dramaturgia;
competencia administrativa. Sólo un pequeño resto es fuerza del ideal y
espíritu de rebelión.
Inventar el sentido quiere decir saber buscar el modo de encontrarlo.
Es cierto: aquello que he llamado “el pequeño resto” es lo esencial. Sin
embargo, éste tiene que ver con una parte de nosotros sujeta a continuas
obnubilaciones, a períodos de silencio, de cansancio, de desaliento. Es un
mar fértil y tenebroso que a veces aparece inundado de luces, y otras nos
espanta y se reduce a la infecunda amargura de la sal.
No se puede resistir largo tiempo manteniendo los ojos fijos en las
estrellas y abandonando el corazón al mar. Es necesario el puente bien
construido de un barco.
Cada uno debería ser capaz de traducir estas metáforas a su lenguaje
personal. También esto es parte del oficio.
Es la eficacia del oficio la que transforma una condición en una vocación
personal, y, a los ojos de los demás, en un destino que es una herencia.
Traducción: Rina Skeel
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