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DESTELLOS EN LA NIEBLA
1
Hoy, fui a la casa a llorar.
Cruzando la pálida niebla,
plena de gris y un pájaro muerto.
Hoy, la noche encendía su abrazo entre espinos,
una falsa nieve,
un camino roto hacia el peñasco.
(La niebla gris y el pájaro muerto.)
Lejos, escucho mi voz cansada.
Me acuesto y lloro, y la nieve es real, y la noche me pincha la piel blanca y sin defensa.
Hay tanta humedad que se me sale por los poros.
Ahora, hay sol, y se extiende la sequía, un calor me busca, salgo a la calle.
Tengo hambre y me como un nudo sin espinos y sin nieve.
Ahora, hay sol, el sol de siempre antes de las lluvias.
2
En la tarde, me despido.
Me desvisto de las hojas secas y crujientes como lágrimas
al sur de mi cuerpo de agua.
Atravieso el otoño con luces.
Niebla y niebla.
Un pájaro, a lo lejos, grita por mí.
Soy esa coma entre la sílaba y el tiempo.
Ahora, llueve.
La intemperie, el adiós contemporáneo a todo,
el clima húmedo y brutal.
Es larga la tarde, y aquel pájaro ya no está.
Quedo yo, afable, afásico, despidiéndome en silencio.
3
Nací en mayo.
Estoy hecho de árboles secos, vereda de piedras rojas y días grises.
Al fondo, el horizonte frío de la ciudad.
Aquí, la infancia cargada con frutos de paraísos y lluvias.
Este otoño es aquel, este viento del sur es el mismo de las tardes de sueño y destiempo.
La nieve, no la vi, pero soñaba.
Y traigo conmigo todavía una hoja seca
del barrio helado y gris de un rosado atardecer.
Nací en otoño, soy otoño.
Y mis pétalos se caen.
4
Veo tiempo sobre tiempo, como capas de hojas muertas.
Pisando en él entre mis parques,
voy tejiendo un hilo de agua
hecho de cristales y otoño.
Yo mismo de cristal, frágil y liso,
resbalando perplejo por la niebla
de mi piel, el claro enigma.
Y en cada paso hay un ruido vivo,
mi cuerpo vulnerable a tierra y piedra,
como un lirio en el invierno.
Entro en la niebla, la cruzo.
Y más allá, en la potencia abierta del camino,
encuentro mi opaco alumbramiento.
5
Estoy en la alameda de flores congeladas.
Camino sin sustancia, como esa luz marchita a encender tropiezos.
Paseo y siento los pétalos diáfanos y duros, sin calor, llorando.
Todos los otoños el otoño.
Fuera de mí, todo es compacto silencio,
menos un pétalo,
menos el roce blanco y cristalino que
una flor desprende al despedirse,
cálida y ausente.
6
Hoy es jueves, día en que el tiempo paró
como un tren cansado.
Camino por las vías, las calles desiertas,
y su silencio de pájaros mudos.
El cielo está pleno, en su consistencia de frío y plomo.
Entonces, un frágil ruido me alcanza.
Alguna hormiga, un mínimo helecho entre las ruinas.
Estoy ciego.
Pero allí, en el medio de la niebla,
un fragmento de voz, casi presente,
me distrae.
7
Hay nieve.
La sábana del sueño me abraza,
fría, en ese campo blanco.
Aún no desperté.
Pero ya siento los pájaros furiosos en el ventanal.
Ya espero la ráfaga de horas
desde esa pampa oblicua
alrededor de mi cama.
El campo en Buenos Aires es verde y húmedo en este otoño.
Mi voz no sale, gris, entre almohadas blancas.
Y mi cuerpo, metido en la nieve,
sueña con un café lejano.
8
Le dije adiós a la piedra.
En el vasto desierto blanco,
entre voces apagadas,
la piedra solitaria.
La miré como un puma enmudecido.
Un espejo de piedra en el largo atardecer cobalto.
Los vientos se fueron. El cielo se agrieta
en preanuncio de nieve.
Es cuando la piedra, por primera vez,
me mira, la primera estrella,
el alacrán que inaugura la noche sin vuelta y sin comienzo.
“Hola, piedra”, me escucho.
Y adiós.
9
El tren partió a las seis, vacío.
El tren y yo.
Apenas el día tocaba la sustancia del tiempo,
fuera de todo,
y yo al margen de la vía,
dentro,
dentro de la niebla gris y húmeda de esperas.
Afuera, todo el campo invisible, imposible.
El tren y yo partiendo a algún lugar, quizás.
Vacíos, como esa hora cargada
de niebla y espera.
10
Sueño con un tanque.
A su lado, un único árbol seco,
en la vasta llanura amarilla.
Ninguna oveja.
Pero allí, contrastando con el cielo blanco,
el verdor oscuro de un pequeño musgo.
Tengo la garganta fría y húmeda.
El tanque y su lisa plenitud de agua,
silenciosa y inmóvil,
convidando la sed a nadie.
Entonces, saco mis heladas manos
del tapado, vacías de sed y misterio,
y las sumerjo en el tanque.
Ay, la calidez del agua
penetrándome...
Y tiemblo entre el verdor y la blancura,
hasta despertar.
11
El invierno me agarra
por la garganta.
Me sale un frío desde adentro,
calor de almendra y ausencia,
y cierra mi boca.
Afuera, la garúa indiferente.
En la cama,
mi habla que dispera sílabas
como un saxo ronco,
entre el espejo y yo.
La niebla invade la habitación,
yo grito hacia adentro.
En este instante, lejos de aquí,
en un canasto viejo y cálido,
un gato me escucha.
12
Tengo toda la noche del mundo.
Abro los brazos hacia el monte
–niebla sólida de troncos–,
pero sigo sin luces.
Allá afuera, es silencio.
Sólo yo imagino a un perro perdido, hambriento
como alguien sin sílabas.
Entonces, ladro.
No hay eco en el monte oscuro.
Pero acá dentro,
con la llama del hacha quemando
entre piedras,
vislumbro, frágil,
un reflejo naranja en mis ojos.
13
Escribo para la nada:
todo eso que aúlla,
silencioso,
en un alrededor de otoño:
las flores secas, los árboles negros,
la humedad del pasto en el alba,
el fugaz atardecer, partiendo...
Escribo dentro de un caracol de tiempo
frente al río
desde donde lanzo semillas muertas.
Ahora, llega el invierno.
Voy por entre nieblas
con las manos vacías de palabras,
alimentando pájaros.
14
Mañana de tres grados.
Miro, por los vidrios helados,
el cañón invisible detrás de la niebla.
Y mastico una pérdida.
Cuando agarro (¿tomo?) la taza vacía,
me duelen los dedos de frío.
A esa hora temprana,
no hay pájaros.
Trago el café caliente
como una espera.
Traigo la boca sedienta
del sol que saldrá a las diez, quizás.
Y entonces, cuando grite el primer pájaro,
cuspiré mi pérdida.
15
Por vez primera,
agarré un puñado de nieve.
Vengo pedaleando por montañas azules,
entre silencio y ventisqueros.
Ahora, a aquella helada imagen,
la atrapé como a un pájaro.
El tiempo se derretía
entre mis manos.
El tiempo gris de plomo,
que aplasté
bajo las ruedas.
16
Destellos:
algo con qué tejer la incertidumbre del decir.
Acá, en la mañana helada,
donde nada se ve
bajo el cielo ceniciento,
yo intento callar.
Mis pies están fríos
en el pasto húmedo.
Mi boca lanza sílabas
que no alcanzo a descifrar.
Eso es todo: lo que la memoria no olvida,
una traición, una herida
como destellos de cristal.
17
Hoy, paré de vivir.
Miro mi cuerpo de lejos,
resecado por la fricción
con tanto mundo y espera.
Mi corazón
más vasto que el mundo
y débil como una vocal.
Los pies, quietos.
Pero mi boca sigue articulando
pétalos de áspero rocío,
frases de aves,
destellos de poemas...
Hoy, casi soñé.
18
La primavera asusta.
Todo lo que huye al del tiempo y de la mentira
la clara calidez de la flor,
los lapachos, la copa sin pudor,
la frase en melodía de un zorzal,
todo en el rocío me alucina
como destellos de
velada belleza.
19
Por la mañana,
la más pura helada.
El silencio compacto,
y todo por empezar.
Pero, en el medio de la blancura,
los ojitos de un pájaro me distraen.
(El pájaro indiferente a todo blanco, a todo tiempo.)
Yo, entonces, penetro en el olvido.
20
Quiero amanecer ciego.
Entrar en la penumbra más querida
con mis manos de nada.
Hartarme de vacío como toda felicidad imposible,
ésta,
que se despeja en humo y en silencio.
Hasta que, adentro,
la negra luz, una vez más, me lleve
a ver lo que me sueña
detrás de las palabras.
21
Hablo,
y la nube de sílabas se espesa,
opaca y blanca.
Hablo para nada,
a la textura fría de otra piel,
todo espesor y áspera presencia
de alguna clara lejanía.
Entonces, ya mudo en medio de un hueco puro,
empiezo a escribir.
22
Miro alrededor
y me espanto:
todo trae la sequía
arrugada del presente,
inmerso en lo que se habla
y se anuncia.
Todo.
Menos la pluma del zorzal,
volando sin tiempo.
Menos esa pluma que agarro,
frente a la blancura
y escribo, volando, un pensamiento.
23
Escucho al zorzal.
El campo está abierto: es infinito.
El sendero de tierra y largas horas.
El patio desierto y sin límites.
La puerta abierta,
la luz que entra tenue en tonos grises.
El piso de baldosas, blanco y negro.
La mesa sin flores, sin nada.
El cuaderno blanco y eterno.
Mi mano extendida a la birome, impaciente.
Y el tiempo, que intento agarrar
en el hueco del día.
Allá afuera, el zorzal que parte.
24
Tarde jazmín.
Se duermen los zorzales.
El viento se detuvo con la lluvia.
Son las cuatro, y tengo sed.
(La amplia cocina, el piso fresco, las horas vacías.)
No hay nada que hacer.
A no ser esto, grabar la voz ausente y reseca.
A no ser la falta,
el núcleo del instante sin viento,
sin voz
y sin zorzales.
25
El campo abierto al horizonte,
pálido y vacío.
El árbol viejo, único,
plantado en ningún lugar.
La sombra del árbol
sobre ningún sendero o ruta, dónde, cómo...
Pero es esta sombra seca donde se acuesta,
exhausto,
el viejo gato solitario.
26
Salgo a la calle sin nadie.
Amanece, y el gris del otoño me abraza, opaco.
Miro todas las hojas caídas: el tiempo.
Camino sin porqué,
como un benteveo sin hambre.
¿Dónde está el parque verde,
sin temores, que imaginé por años?
Llego a una esquina en ruinas.
Hay una plaza, sí. Abandonada.
Tengo que cruzarla para enfrentar el otoño sin pájaros.
Y entonces, cuando llego al fin,
abrazo el único árbol intacto,
negro,
todavía repleto de hojas.
27
Escucho al gris de la lluvia.
Allá afuera, voces sin mí,
mojadas de vida.
Cierro los ojos y siento el tiempo como un cactus.
Intento agarrarlo,
y él me hiere, silencioso.
Sigue el temporal.
Y acá,
más adentro de la espera,
mi soledad se levanta.
28
Son las siete de una mañana inmersa en niebla.
En el parque con restos de noche,
paseo mi lento silencio.
De pronto, me acechan dos ojos despiertos, vigilantes.
Detengo mis pasos,
mi destino,
y encuentro dos ojos más,
como chispas dentro del día.
Inmóvil, dispuesto a esperar por todo,
los veo acercarse:
del fondo de la noche muerta,
veo nacer a los gatos
con su húmedo brillo de pelo adamascado
y su visión de ágata.
Los veo crecer como arbustos,
entumecidos de sueño,
cercándome de silencios.
Entonces, se disipa la niebla,
el sol enciende el oro de sus ojos,
y yo,
para olvidarme de todo,
me dejo llevar hacia
el jardín de las promesas perdidas.
29
Tengo una pluma aguda
sobre la áspera blancura.
Entonces, rasco,
rasco,
hasta frotar el borde
del cansado instante.
Nngún fuego nace
de esa irritada fricción
con el tiempo,
ningún avance hacia el futuro.
Pero en el verso del papel
–como un antirrelieve
tímido y fugaz–,
se desatan,
sin ruido, sin control,
ávidos destellos.
30
Domingo a las once
miro el desierto:
adoquines grises,
hojas secas,
imaginadas voces
en una soñada lejanía.
Intento hablar,
pero tengo la voz perdida.
el otoño me agarra,
apretándome,
y tiemblo de frío e impaciencia.
Entonces, me levanto,
mi cuerpo listo para abrazar los temporales,
y lanzo al viento,
como plumas desgarradas,
poemas blancos.