Download ensayos éticos - doctoradonayarit

Document related concepts

Deontología (ética) wikipedia , lookup

Moral wikipedia , lookup

Ética laica wikipedia , lookup

Ética wikipedia , lookup

Iuspositivismo wikipedia , lookup

Transcript
1
Curso doctoral del Estado de Nayarit, México.
Antología
La Axiología y su mediación ética.
Dr. Armando Chávez Antúnez.
Marzo de 2009.
Introducción.
La axiología como filosofía de los valores
ENSAYOS ÉTICOS.
2
ÍNDICE
CAPÍTULO I - ETICA Y MORAL
Páginas
1. La Ética en la contemporaneidad
2. La Moral y los valores
3. La Ética, algunas claves para su comprensión
1
24
48
CAPÍTULO II –EL DECURSAR ÉTICO DE LA ANTIGÜEDAD A NUESTROS
DÍAS
1. La verdadera culpa de Sócrates
2. La ética aristotélica
3. La ética kantiana
4. La ética utilitaria
5. La ética analítica
6. La ética de la justicia de John Rawls
7. La ética discursiva
8. La ética comunitaria
9. La ética ecológica
10. La Bioética
11. La ética desde la complejidad
66
71
75
81
85
91
98
104
111
116
123
3
ENSAYOS ÉTICOS
CAPÍTULO I: ÉTICA Y MORAL
1.-LA ÉTICA EN LA CONTEMPORANEIDAD
La Ética es un saber filosófico cuyas conclusiones atañen, directa o
indirectamente, a la práctica social de los seres humanos. La experiencia
vital de la humanidad es para ella un referente insoslayable de incesante
desarrollo. El decursar de la Ética, a través de los siglos, está
indisolublemente vinculado a las necesidades de un mejoramiento
humano, a la fundamentación filosófica de las razones que sustentan la
prioridad de los ideales morales. Dentro del sistema de fuerzas que
impulsan a las personas a la lucha por la libertad y la justicia, el factor
moral cumple un importante papel estimulador; a medida que la sociedad
avanza, su significación acrece cada vez más. La Ética proporciona el
basamento filosófico de la vigencia del factor moral en las distintas
condiciones históricas, partiendo de su esencia humana y sobre la base
de una proyección altruista de los principios e ideales.
A nivel mundial, la Ética está hoy en auge. La Filosofía tiene en la Ética
su expresión más fructífera y promisoria. Lo más representativo del
mundo académico apuesta por una salida ética para la Filosofía. Pero,
esa actualidad no se circunscribe al gremio de los especialistas; la moral,
el objeto de estudio de la Ética se encuentra entre las prioridades de las
grandes masas. La carga que los problemas globales contemporáneos
arroja sobre los pueblos resulta insoportable. No sería aventurado
afirmar que la humanidad sólo podrá salir adelante por medio de una
cruzada moral que oponga valladares y establezca riberas a las
dificultades prevalecientes.
La Ética constituye aquella parte de la Filosofía que se dedica a la
reflexión sobre la moral. Como parte de la Filosofía, la Ética es un tipo
4
de saber que intenta construirse racionalmente, utilizando para ello el rigor
conceptual y los métodos de análisis y explicación propios de la
Filosofía. Como reflexión sobre las cuestiones morales, la Ética pretende
desplegar los conceptos y los argumentos que permitan comprender la
dimensión moral de las relaciones humanas en cuanto tal dimensión
moral, es decir, sin reducirla a sus componentes psicológicos,
sociológicos, económicos o de cualquier otro tipo (aunque, por
supuesto, la Ética no ignora que tales factores condicionan de hecho el
mundo moral).
Desde sus orígenes entre los filósofos de la antigua Grecia, la Ética es un
tipo de saber normativo, esto es, un saber que pretende orientar las
acciones de los seres humanos. También la moral es un saber que ofrece
orientaciones para la acción, pero mientras esta última propone acciones
concretas en casos concretos, la Ética –como Filosofía moral- se remonta
a la reflexión sobre las distintas morales y sobre los distintos modos de
justificar racionalmente la vida moral, de modo que su manera de
orientar la acción es indirecta: a lo sumo puede señalar qué concepción
moral es más razonable para que, a partir de ella, podamos orientar
nuestros comportamientos.
Por tanto, en principio, la Filosofía moral o Ética no tiene por qué tener
una incidencia inmediata en la vida cotidiana, dado que su objetivo
último es el de esclarecer reflexivamente el campo de lo moral. Pero
semejante esclarecimiento sí puede servir de modo indirecto como
orientación moral para quienes pretendan obrar racionalmente en el
conjunto de la vida entera.
Aristóteles, considerado el padre de la Ética, incluía nuestra disciplina en
el entorno de los saberes prácticos que se agrupaban bajo el rótulo de
“filosofía práctica”. Los saberes prácticos (del griego praxis) que
también son normativos, son aquellos que tratan de orientarnos sobre
qué debemos hacer para conducir nuestra vida de un modo bueno y
justo, cómo debemos actuar, qué decisión es la más correcta en cada
caso concreto para que la propia vida sea buena en su conjunto. Tratan
sobre lo que debe haber, sobre lo que debería ser (aunque todavía no
sea), sobre lo que sería bueno que sucediera (conforme a alguna
concepción del bien humano). Intentan mostrarnos cómo obrar bien,
cómo conducirnos adecuadamente en el conjunto de nuestra vida.
No cabe duda de que la Ética, entendida al modo aristotélico como saber
orientado al esclarecimiento de la vida buena, con la mirada puesta en la
realización de la felicidad individual y comunitaria, sigue formando
5
parte de la Filosofía práctica, aunque la cuestión de la felicidad ha dejado de
ser el centro de la reflexión para muchas de las teorías éticas
contemporáneas, cuya preocupación se centra más bien en el concepto
de justicia. Si la pregunta ética para Aristóteles era “¿qué virtudes
morales hemos de practicar para lograr una vida feliz, tanto individual
como comunitariamente?” en la contemporaneidad, en cambio, la
pregunta ética sería más bien esta otra: “¿qué deberes morales básicos
deberían regir la vida de los seres humanos para que sea posible una
convivencia justa, en paz y en libertad, dado el pluralismo existente en
cuanto a los modos de ser feliz?”..
Resulta necesario distinguir entre las doctrinas morales y las teorías
éticas. Las doctrinas morales son sistematizaciones de algún conjunto de
valores, principios y normas concretos, como es el caso de la moral
católica o la protestante, o la moral laicista que establecieron los países
socialistas. Tales “sistemas morales” o “doctrinas morales” no son
propiamente teorías filosóficas, al menos en el sentido estricto de la
palabra “Filosofía”, aunque a veces pueden ser expuestos por los
correspondientes moralistas haciendo uso de herramientas de la Filosofía
para conseguir cierta coherencia lógica y expositiva.
Las teorías éticas, a diferencia de las morales concretas, no buscan de
modo inmediato contestar a preguntas como “¿qué debemos hacer?” o
“¿de qué modo debería organizarse una buena sociedad?”, sino más bien
a estas otras: “¿por qué hay moral?”, “¿qué razones –si las hayjustifican que sigamos utilizando alguna concepción moral concreta para
orientar nuestras vidas?”, “¿qué razones, -si las hay- avalan la elección
de una determinada concepción moral frente a otras concepciones
rivales?”. Las doctrinas morales se ofrecen como orientación inmediata
para la vida moral de las personas, mientras que las teorías éticas
pretenden más bien dar cuenta del fenómeno de la moralidad en genera.
Como puede suponerse, la respuesta ofrecida por los filósofos a estas
cuestiones dista mucho de ser unánime. Cada teoría ofrece una
determinada visión del fenómeno de la moralidad y lo analiza desde una
perspectiva diferente. Todas ellas están construidas prácticamente con
los mismos conceptos, porque no es posible hablar de moral
prescindiendo de valores, bienes, deberes, conciencia, felicidad, fines de
la conducta, libertad, virtudes, etc. La diferencia que observamos entre
las diversas teorías éticas no viene, por tanto, de los conceptos que
manejan, sino del modo como los ordenan en cuanto a su prioridad y de
los métodos filosóficos que emplean.
.

6
La moral desde la perspectiva del pensamiento ético .
El término “moral” se utiliza hoy en día de muy diversas maneras, según
los contextos de que se trate. La palabra “moral” se utiliza unas veces
como sustantivo y otras como adjetivo, ambos usos encierran, a su vez,
distintas significaciones.
El término “moral” se usa a veces como sustantivo (“la moral, con
minúscula y artículo determinado), para referirse a un conjunto de
principios, p0receptos, mandatos, prohibiciones, patrones de conducta,
valores e ideales de vida buena que en su conjunto conforman un sistema
más o menos coherente, propio de un colectivo humano concreto en una
determinada época histórica. En este uso del término, la moral es un
sistema de contenidos que refleja una determinada forma de vida. Tal
modo de vida no suele coincidir totalmente con las convicciones y
hábitos de todos y cada uno de los miembros de la sociedad tomado
aisladamente.
También como sustantivo, el término “moral” puede ser usado para
hacer referencia al código de conducta personal de alguien, como
cuando decimos que “Fulano posee una moral muy estricta o que
“Mengano carece de moral”; hablamos entonces del código moral que
guía los actos de una persona concreta a lo largo de su vida; se trata de
un conjunto de convicciones y pautas de conducta que suelen conformar
un sistema más o menos coherente y sirve de base para los juicios
morales que cada cual hace sobre los demás y sobre sí mismo.
A menudo se usa también el término “Moral” como sustantivo, pero
esta vez con mayúscula, para referirse a una “ciencia que trata del bien
en general y de las acciones humanas en orden a su bondad o malicia”
(Diccionario de la Lengua Española). Ahora bien, esta supuesta “ciencia
del bien en general” en rigor no existe. Lo que existe es una variedad de
doctrinas morales (“moral católica”, “ oral protestante”, “moral
comunista”, etc.) y una disciplina filosófica, la Filosofía moral o Ética,
que a su vez contiene una variedad de teorías éticas diferentes, e incluso
contrapuestas entre sí (“ética aristotélica”, “ética kantiana”, “ética
utilitaria”, etc.).
Existe un uso muy hispánico de la palabra “moral” como sustantivo que
nos parece extraordinariamente importante para comprender la vida
moral: nos referimos a expresiones como “tener la moral muy alta”,
“estar alto de moral” y otras semejantes. Aquí la moral es sinónimo de
7
“buena disposición de ánimo”, “tener fuerza suficientes para hacer frente a
los retos que nos plantea la vida”.
Cabe la posibilidad, por último, de que utilicemos el término “moral”
como sustantivo en género neutro:”lo moral”. De este modo nos
estaremos refiriendo a una dimensión de la vida humana: la dimensión
moral, es decir, esa faceta compartida por todos que consiste en la
necesidad inevitable de tomar decisiones y llevar a cabo acciones de las
que tenemos que responder ante nosotros mismos y ante los demás,
necesidad que nos impulsa a buscar orientaciones en los valores,
principios y preceptos que constituyen la moral.
El término “moral” usado como adjetivo puede adoptar dos significados
muy distintos. En el primero, el adjetivo “moral” se utiliza como opuesto
a “inmoral”. Por ejemplo, se dice que tal o cual comportamiento ha sido
inmoral, mientras que tal otro es un comportamiento realmente moral.
En este sentido es usado como término valorativo, porque significa que
una determinada conducta es aprobada o reprobada; aquí se está
utilizando “moral” e “inmoral” como sinónimo de moralmente
“correcto” e “incorrecto”. Este uso presupone la existencia de algún
código moral que sirve de referencia para emitir el correspondiente
juicio moral.
En su segundo significado como adjetivo, “moral” se emplea como
opuesto a “amoral”. Por ejemplo, la conducta de los animales es amoral,
este es, no tiene relación alguna con la moralidad, puesto que se supone
que los animales no son responsables de sus actos. Menos aún los
vegetales, lo minerales o los astros. En cambio, los seres humanos que
han alcanzado un desarrollo completo, y en la medida en que se les
pueda considerar “dueños de sus actos”, tienen una conducta moral. Sin
duda, esta segunda acepción de “moral” como adjetivo es más básica que
la primera, puesto que sólo puede ser calificado como “inmoral” o como
“moral” en el primer sentido aquello que se pueda considerar como
“moral” en el segundo sentido.
En los últimos años se ha prestado gran atención al estudio de la
estructura de la moral. Esta cuestión reviste un interés relevante desde el
punto de vista teórico y también por su trascendencia en el orden
práctico. No hace mucho tiempo, los especialistas consideraban que a la
moral sólo era procedente estudiarla como fenómeno de conciencia. En
la actualidad prima el criterio acerca de que la moral presenta una
estructura compleja integrada por la actividad moral, la relación moral y
la conciencia moral.
8
Resulta importante puntualizar que cuando afrontamos el estudio de la
moralidad debemos tener presente su integración a partir de ls tres
componentes señalados; ninguno de ellos puede existir al margen de los
demás. La moral es conjuntamente actividad, relación y conciencia. Esta
unidad de sus elementos estructurales genera un modo específico de
asimilación práctico-espiritual de la realidad. si esa asimilación en el
marco de lo científico es en los términos antitéticos de lo verdadero y lo
falso, y en el ámbito de lo artístico mediante la contraposición entre lo
bello y lo feo, en lo atinente a lo moral se expresa en el contrapunteo
entre lo bueno y lo malo.
Todos adoptamos una determinada concepción moral, y con ella
“funcionamos”. Llamamos “concepción moral” en general, a cualquier
sistema, más o menos coherente de valores, principios, normas,
preceptos, actitudes, etc. Que sirve de orientación para la vida de una
persona o grupo. Con esa concepción moral juzgamos lo que hacen los
demás y lo que hacemos nosotros mismos, por ella nos sentimos a veces
orgullosos de nuestros comportamientos y otras veces también pesarosos
y culpables. A lo largo de la vida, las personas pueden adoptar, o bien
una sola o bien una sucesión de concepciones morales personales; si no
nos satisface lo que teníamos hasta ahora en algún aspecto, podemos
apropiarnos de alguna otra en todo o en parte; y esto tantas veces como
lo creamos conveniente. Podemos conocer otras tradiciones morales
ajenas a la que nos haya legado la propia familia, y a partir de ahí
podemos comparar, de modo que la concepción heredada puede verse
modificada e incluso abandonada por completo. Porque en realidad no
existe una única tradición moral desde la cual edificar la propia
concepción del bien y del mal, sino una multiplicidad de tradiciones que
se entrecruzan y se renuevan continuamente a lo largo del tiempo y el
espacio.
Cada tradición, cada concepción moral, pretende que su modo de
entender la vida humana es el modo más adecuado de hacerlo: su
particular manera de orientar a las personas se presenta como el mejor
camino para ser plenamente humanos. En este punto es donde surge la
pregunta: ¿Es posible que toda concepción moral sea igualmente válida?
¿Existen criterios racionales para escoger, entre distintas concepciones
morales, aquellas que pudiéramos considerar como “la mejor”, la más
adecuada para servir de orientación a lo largo de toda la vida?.
Para responder a esas preguntas sin caer en una simplificación estéril
hemos de tener en cuenta una importante distinción conceptual entre la
9
forma y el contenido de las concepciones morales, de modo que afirmaremos
que la universalidad de lo moral pertenece a la forma, mientras que los
contenidos están sujetos a variaciones en el espacio y en el tiempo, sin
que esto suponga que todas las morales posean la misma validez, puesto
que no todas encarnan la forma moral con el mismo grado de
adecuación. Asimismo, resulta necesario examinar los criterios
racionales que cada filosofía propone para discernir cuáles de las
propuestas morales encarna mejor la forma moral, y de este modo
estaremos en condiciones de señalar algunos rasgos que debe reunir una
concepción moral que aspire a la consideración de razonable, pero sobre
todo estaremos en condiciones de mostrar la carencia de validez de
muchas concepciones morales que a menudo pretenden presentarse
como racionales y deseables.
La sucesión de las concepciones morales transcurre como un proceso
complejo y contradictorio. Este decursar está condicionado en el sentido
social e histórico, el contenido de la moral expresa el carácter de
determinadas relaciones sociales y cambia también cuando se modifican
esas relaciones.
El condicionamiento histórico de la moral por las relaciones sociales en
desarrollo, no significa en modo algún que la moral no tenga una
independencia relativa, su propio “automovimiento”. Dentro de los
límites de la dependencia histórico-social general, se van conformando y
actúan en la moral sus tendencias propias, ésta atraviesa fases especiales
de desarrollo, acelerando, o por el contrario, frenando, el avance de toda
la sociedad.
Sólo apoyándose en el principio del historicismo es posible encarar
correctamente la solución de una serie de problemas fundamentales, sin
los cuales no se puede comprender la naturaleza de lo moral como
fenómeno social, si el sentido de sus cambios y perspectivas. ¿Qué
significa el cambio de la moral en la historia?.¿Tiene la conducta
“debida”, fundamentada por una u otra moral, u
contenido
objetivamente significativo? ¿Existe continuidad en el desarrollo de la
moral, y cómo conciliarla con el hecho de que ella tiene singularidad
cualitativas en las distintas épocas históricas?. ¿Significa el movimiento
histórico de la moral un movimiento de lo inferior a lo superior, es decir,
un progreso?. ¿Se pueden comparar las morales de distintas épocas y
sociedades, desde el punto de vista del aporte que hicieron al acervo
común de la experiencia acopiada por la humanidad?.
10
Únicamente el historicismo permite encarar correctamente la solución de
estos problemas, es decir, la expresión teórica de la moral como
proceso. Al reconocer el factor de relatividad en la moral y descubrir la
fuente de su desarrollo, el historicismo permite ver una línea de
continuidad en el decursar de las diferentes moralidades así como trazar
las perspectivas del movimiento de la moral, orientado hacia el futuro.

La axiología moral. El carácter sociohistórico de los valores.
Por valor se entiende la propiedad funcional de los objetos e ideas
consistente en su capacidad de satisfacer determinadas necesidades
humanas y de servir a la actividad práctica del hombre. Valor es la
significación socialmente positiva que adquieren estos objetos,
fenómenos, sucesos, tendencias, conductas, idas, al ser incluidos en el
proceso de actividad humana. Por supuesto no se trata de cualquier
significación, sino de la significación positiva, no para cualquier
individuo tomado aisladamente, sin para las necesidades objetivas del
desarrollo progresivo de la sociedad.
Así entendido, el valor adquiere una dimensión social y a la vez objetiva,
puesto que él depende no de los gustos, deseos e inclinaciones subjetivas
de un individuo aislado, sino de las necesidades objetivas del desarrollo
social. Llamaremos “objetivos” a estos valores, y al conjunto de todos
ellos,. “sistema objetivo de valores”. Este sistema es dinámico,
cambiante, dependiente de las condiciones histórico-concretas y
estructurado de manera jerárquica.
Un segundo plano de análisis de los valores se refiere a la forma en que
esa significación social que constituye el valor objetivo, es reflejada en
la conciencia individual o colectiva. Cada sujeto social, como resultado
de un proceso de valoración, conforma su propio sistema subjetivo de
valores, sistema que puede poseer mayor o menor grado de
correspondencia con el sistema objetivo de valores, en dependencia ante
todo, del nivel de coincidencia de los intereses particulares del sujeto
dado con los intereses generales de a sociedad en su conjunto, pero
también en dependencia de las influencias culturales y educativas que
ese sujeto recibe y de las normas y principios que prevalecen en la
sociedad en que vive. Estos valores subjetivos o valores de la conciencia
cumplen una importante función como reguladores internos de la
actividad humana.
11
Por otro lado, la sociedad debe siempre organizarse y funcionar en la órbita
de un sistema de valores instituido y reconocido oficialmente. Este
sistema puede ser el resultado de la generalización de una de las escalas
subjetivas existentes en la sociedad o de la combinación de varias de
ellas y, por lo tanto, puede también tener un mayor o menor grado de
correspondencia con el sistema objetivo de valores. De ese sistema
institucionalizado de valores emanan la ideología oficial, la política
interna y externa, las normas jurídicas, la educación estatal, etc.
En el ámbito social –y atendiendo a los tres planos de análisis referidoses posible encontrar, además del sistema objetivo de valores, una gran
diversidad de sistemas subjetivos y un sistema socialmente instituido.
El proceso de subjetivación, concientización o de formación de valores
en un sujeto determinado no es ajeno a los otros dos. Los valores que en
la conciencia individual se forman, son el resultado de la influencia, por
un lado, de los valores objetivos de la realidad social, con sus constantes
dictados prácticos y, por el otro, de los valores institucionalizados, que
llegan al individuo en forma de discurso ideológico, político,
pedagógico. Tanto una como otra influencia se realizan a través de
diferentes mediaciones: la familia, la escuela, el barrio, los colectivos
laborales, la cultura artística, los medios de difusión masiva, las
organizaciones e instituciones sociales, etc.
El desarrollo de los valores transcurre como un proceso complejo,
contradictorio, que tiene sus etapas, sistemas y estructuras específicas,
sus tendencias. Este desarrollo está condicionado en el sentido social e
histórico, el contenido de los valores expresa el carácter de determinadas
relaciones sociales y cambia también cuando se modifican esas
relaciones.
El condicionamiento histórico de los valores por las relaciones sociales
en desarrollo, no significa en modo alguno que los valores no tengan una
independencia relativa, su propio “automovimiento”. Dentro de los
límites de la dependencia histórico-social general, se van conforman y
actúan en los valores sus tendencias propias, estos atraviesan fases
especiales de desarrollo, acelerando, o por el contrario, frenando el
avance de toda la sociedad. El destino de la vida valorativa de la
personalidad, de este sujeto del valor, no puede separarse del destino
histórico de la sociedad. No se puede hacer una evaluación correcta de la
estructura de la vida valorativa del hombre contemporáneo al margen de
la vinculación con la historia que ha cambiado esa estructura más de una
vez.
12
En su concepción histórica, los valores descubren la enorme experiencia
de la humanidad, que ha transitado el camino del progreso valorativo.
Para mantenerse firmemente en el terreno de la vida real, la Axiología
debe conservar y desarrollar una visión histórica cabal de su objeto. Pero
para que el objeto del conocimiento (los valores) sea comprendido
históricamente, en desarrollo, es preciso también que el sujeto del
conocimiento sea histórico. Ningún saber puede progresar con éxito si
en él se menoscaba la idea del desarrollo de su contenido. La aceleración
del desarrollo social, la complejización de los procesos de la vida
valorativa, exige de la investigación axiológica una visión histórica,
tanto de las cambiantes costumbres de la gente como del propio hombre,
creador y custodio de ellas, de sus posibilidades y capacidades para
transformar la práctica valorativa existente.
Sólo apoyándose en el principio del historicismo es posible encarar
correctamente la solución de una serie de problemas fundamentales, sin
los cuales no se puede comprender la naturaleza del valor como
fenómeno social, ni el sentido de sus cambios y perspectivas. ¿Qué
significa el cambio de los valores en la historia? ¿Tiene la conducta
“debida”, fundamentada por unos u otros valores, un contenido
objetivamente significativo? ¿Existe continuidad en el desarrollo de los
valores, y cómo conciliarla con el hecho de que ellos tienen singularidad
cualitativa en las distintas épocas históricas? ¿Significa el movimiento
histórico de los valores un movimiento de lo inferior a lo superior, es
decir, un progreso?.- ¿Se pueden comparar los valores de distintas
épocas y sociedades, desde el punto de vista del aporte que hicieron al
acervo común de la experiencia vital recogida por la humanidad?
Únicamente el historicismo permite encarar correctamente la solución de
estos problemas, es decir, la expresión teórica de los valores como
procesos. Al reconocer el factor de relatividad en los valores, destacar
los niveles cualitativos de su desarrollo, descubrir la fuente de su
autodesarrollo, el historicismo permite ver en el proceso valorativo una
única línea de sucesión en los estados cualitativos, la continuidad de
éstos, la conservación en las etapas superiores de los momentos del
movimiento precedente, posibilita trazar las perspectivas y establecer la
dinámica del movimiento histórico de los valores orientada hacia el
futuro.
En la historia del pensamiento axiológico la alternativa del absolutismo y
el relativismo representa soluciones extremas a todos estos problemas.
Los partidarios del absolutismo axiológico parten de que los
13
“verdaderos” valores tienen un carácter eterno. En este enfoque el desarrollo
histórico de los valores aparece como una lamentable acumulación de
“desviaciones” casuales de esos valores, que son los “únicos verdaderos”
e inmutables. En resumidas cuentas todos los absolutistas en Axiología,
en los hechos comparten un enfoque ahistórico de los valores que los
incapacita para entender por qué se producen sus cambios en las variadas
circunstancias de tiempo y lugar.
Parecería que los adeptos del relativismo axiológico ocupan posiciones
radicalmente distintas a las de los absolutistas. Aquellos que afirman
que los valores tienen sólo una significación relativa que corresponde a
las demandas culturales de una u otra sociedad en determinado período.
Todos los sistemas valorativos en la historia –tanto los avanzados como
los reaccionarios- tienen, inevitablemente, para los relativistas, una
misma significación. Voluntaria o involuntariamente esto conduce a
justificar prácticas atrasadas y hasta inhumanas. Igual que los
absolutistas, los relativistas son incapaces de establecer la connotación
objetiva que tiene el desarrollo de los valores, de ver en este proceso una
continuidad y de encontrar las leyes que rigen la transición de un sistema
valorativo a otro.
Sin utilizar el principio del historicismo en Axiología, en la esencia
misma de su metodología, no se pueden solucionar eficientemente las
tareas creativas vinculadas con el estudio de los procesos reales de la
vida valorativa en el presente, tareas que ante los retos de los problemas
globales contemporáneos, tienen una prioridad insoslayable.
Con el desarrollo social, se consolidan en el quehacer humano los
valores morales. Estos valores son componentes de la conciencia moral
que se caracterizan por expresar las exigencias morales de la manera más
generalizada. Ellos tienen una vinculación muy estrecha con las normas
morales, pero mientras que las normas prescriben las acciones que
concretamente el ser humano debe realizar, los valores revelan de
manera global el contenido de un sistema moral determinado. Los
valores morales juegan un papel decisivo desde el punto de vista
orientador y cuando pasan a formar parte de la conciencia individual
ejercen una influencia activa en el ámbito de las relaciones y las
conductas humanas.
En el decursar del pensamiento universal, son innumerables los valores
morales que han sido reconocidos por los estudiosos, desde diversas
perspectivas filosóficas. Entre esos valores, los admitidos con mayor
frecuencia son los siguientes: el humanismo, la solidaridad, el
14
colectivismo, la justicia, la equidad, la libertad, el patriotismo, el
internacionalismo, el bien, el deber, la dignidad, el honor, el ideal, el
sentido de la vida y la felicidad. A nuestro modo de ver, si resulta
necesario desentrañar la esencia de cada uno de ellos, más trascendente
aún es analizar esos valores morales bajo un enfoque sistémico. Hasta
hoy, el tratamiento en sistema de los valores ha sido casi inexistente, no
obstante la importancia teórica y práctica de tal enfoque. Resulta
necesario realizar el estudio de esos valores bajo la óptica sistémica, ya
que en el plano social se presentan con tal especificidad.
En la contemporaneidad, resulta muy importante tener presente las
posibilidades reales de los valores morales, a fin de orientarnos
certeramente en un mundo caracterizado por la multiplicidad y la
complejidad de los vínculos entre las personas, entre el individuo y la
comunidad. en nuestro tiempo, como resultado de las circunstancias
referidas, se impone la realización de una elección efectiva de los modos
de conducta sobre la base de los valores morales.
En el proceso de su actividad vital, el ser humano constantemente coloca
ante sí diferentes objetivos, tareas, aspiraciones hacia cuya realización se
dirige para dar concreción a los valores que se sustentan. A la luz de
estas determinaciones, tendrá una madurez mayor aquella conciencia que
es capaz de plantearse ante sí los objetivos más significativos desde el
punto de vista humano. La existencia de una conciencia moral
individual desarrollada adquiere la forma de elevadas exigencias de la
persona para consigo mismo. Estas exigencias se concretan ante el
individuo en forma de representaciones acerca del deber y la
responsabilidad, el honor y la dignidad, expresándose como verdaderas
órdenes de su conciencia valorativa.
En la literatura axiológica aparecen referencias con respecto a las crisis
de valores. Estas crisis por lo general acompañan a las conmociones
sociales que ocurren en los períodos de transición de la sociedad
(progresivos, regresivos o de reacomodamiento). Se producen cuando
ocurre una ruptura significativa entre los sistemas de valores
pertenecientes a esas tres esferas o planos a los que nos hemos referido,
es decir, entre los valores objetivos de la realidad social, los valores
socialmente instituidos y los valores de la conciencia. Es en esta última
esfera –en la conciencia- donde con mayor plenitud se manifiesta esta
ruptura.
Es necesario tener presente que entre los tres sistemas de valores siempre
existe cierto desfasaje, lógico y natural; pero al aumentar notablemente
15
la aceleración de la dinámica social en períodos de cambios abruptos, este
desfasaje sobrepasa sus límites normales, genera cambios bruscos en los
sistemas subjetivos de valores y provoca la aparición de la crisis.
Entre los síntomas que permiten identificar una situación de crisis de
valores están los siguientes: perplejidad e inseguridad de los sujetos
sociales acerca de cuál es el verdadero sistema de valores, qué considerar
valioso y que antivalioso;: sentimiento de pérdida de validez de aquello
que se consideraba valioso y, en consecuencia, atribución de valor a lo
que hasta ese momento se consideraba indiferente o antivalioso; cambio
de lugar de los valores en el sistema jerárquico subjetivo, otorgándosele
mayor prioridad a valores tradicionalmente más bajos. Todo esto
provoca en loa práctica conductas esencialmente distintas a las
sustentadas con anterioridad. Para afrontar una crisis de valores es
necesario entenderla, conocer sus causas y adoptar una estrategia para
su superación.

Lo social y lo individual, las dos caras de la moral.
En los últimos tiempos, las investigaciones acerca de la moral han
experimentado un significativo avance. Han recibido un notable
desarrollo las teorías en torno a la moral social y la moral individual.
Estos conceptos, aunque muy vinculados entre sí, n son idénticos. Si la
moral social es un conjunto de principios, normas, valores e ideales que
constituyen un reflejo de las condiciones materiales de vida que
caracterizan a un conglomerado humano en una etapa de su desarrollo
histórico; la moral individual es la forma específica e irrepetible en que
las concepciones prevalecientes en una sociedad dada se expresan a nivel
personal.
El desarrollo moral del individuo discurre como un proceso personal de
asimilación de la sociedad, reflejada y consolidada en la moral social.
Esta asimilación se realiza en forma de un proceso que está dirigido
hacia la consecución de determinados objetivos, cuya concreción se
logra por medio de la instrucción y la educación. La esencia de este
proceso consiste en insuflar en la moral de individuo aquellos valores
que se generan por la ideología dominante en la sociedad. Así mismo,
juegan su papel en estas circunstancias la influencia de aquellos
elementos que en forma de tradiciones dejan su impronta en la
mentalidad individual.
La moral del individuo, sobre la base de su biografía personal, no se
limita a ser un remedo en pequeño de la moral social. Quiero expresar
16
con esto que la moral individual n consiste simplemente en la asimilación
de las adquisiciones de la moral social, sino su reelaboración desde el
ángulo de la individualidad. Resulta importante esta precisión
conceptual, pues de lo contrario pudiera inferirse que la diferenciación
entre la moral social y la moral individual sería sólo un problema de
volumen y no de contenido.
La moral individual representa, en primer lugar, el conjunto de
sentimientos, conocimientos y convicciones, en los cuales se resume
parte de la moral social que asimila y transforma la personalidad sobre la
base de su existencia individual La relación. En segundo lugar, la moral
individual presupone siempre una determinada relación del ser human
hacia el mundo, la sociedad y hacia sí mismo.
La relación de la persona hacia el medio social, en sus manifestaciones
extremas, puede expresarse como aceptación o como rechazo de la
realidad en que desenvuelve su vida. En el primer caso, el individuo
acepta íntegramente el orden existente y la normatividad dominante, los
apoya con su conducta, sin pretender modificarlos. En el segundo caso,
la persona no acepta el medio en que vive ni su realidad y entonces,
contrapone al mundo existente otras representaciones en las que
impugna totalmente el sistema prevaleciente. Toda esta situación
conflictiva del individuo con respecto a un medio social que no le
satisface, está caracterizada por un cuestionamiento que deviene agente
de transformación. Si en el primer caso, la persona refleja en su moral el
mundo circundante y tiene una actitud de acomodamiento con respecto
a él; en el segundo caso, el individuo se identifica con la necesidad de
cambiar y rehacer el medio.
Para la formación de la conciencia moral del individuo, resulta
insuficiente la experiencia propia. La actividad individual, con sus
contradicciones y conflictos, genera un cúmulo de experiencias que
impulsan al ser humano a la reflexión acerca del bien, el deber, la
justicia y tros problemas morales de semejante importancia. Sin
embargo, resulta imposible encontrar respuestas idóneas a cuestiones de
tal envergadura sin salir de los límites de los conocimientos adquiridos
en los ámbitos de la experiencia individual. Para hallar respuesta a esos
problemas morales, el individuo debe volverse hacia la experiencia de la
sociedad que aparece reflejada en la conciencia social en forma de
diferentes teorías éticas y doctrinas morales.
Toda teoría ética acerca del desarrollo moral de la sociedad y del ser
humano, presenta una definida tendencia ideológica consistente en
17
abordar el estudio de los problemas desde las posiciones de los intereses
grupales. Cada individuo en la sociedad con antagonismos grupales o es
miembro de determinado grupo o se encuentra bajo la influencia de la
ideología de alguno de los grupos existentes. Ya desde su infancia,
cuando comienza el período educativo, el individuo junto a las demás
concepciones acerca del mundo circundante, se le inculcan las ideas de
aquel grupo en manos del cual se encuentra el sistema de educación e
instrucción.
Para comprender ese influjo ideológico a que se ve sometido el
individuo, quiero llamar la atención con respecto a que en la vida real la
persona no sólo soe encuentra bajo la influencia de la ideología del
agrupamiento social al cual pertenece, sin que también recibe el impacto
ideológico de los grupos contrapuestos. Esta última influencia acrecerá
sobre todo cuando se trate de una ideología que refleja de la manera más
adecuada la necesidad histórica. En este caso, tal ideología ejerce en el
individuo una influencia más fuerte que las ideas emanadas de su propio
grupo. Cuando esto sucede, se opera el tránsito del individuo hacia las
posiciones más progresistas desde el punto de vista ideológico.
La actividad social del individuo, expresión de su esencia humana, se
integra por el conjunto de acciones y conductas, dirigidas a la
consecución de determinados objetivos. Ella incluye en sí un complejo
de valoraciones que guían a la persona en la elección de sus formas de
comportamiento. La actuación conscientemente dirigida que caracteriza
al ser humano determina que sólo en muy raros casos el individuo realice
una u otra conducta sin plantearse de antemano por qué y para qué se
conduce de tal manera. El ser humano opera con una tabla de valores que
caracteriza a su conciencia y que cualificas su modo de vida. El sentido
de la vida del individuo estará determinado por las peculiaridades de sus
orientaciones valorativas.
Con las orientaciones valorativas se enlaza estrechamente la motivación
de la actividad humana. Las acciones individuales en gran medida están
predeterminadas por las circunstancias concretas que la persona
encuentra en el medio en que se desenvuelve. Sin embargo, lo anterior
no quiere decir que el ser human se cruce de brazos ante la realidad
circundante, él aspira a realizar cambios en su entorno, en consonancia
con sus intereses. El ser humano no es un observador imparcial de su
mundo, es el agente activo de las transformaciones que necesita y desea.
Este interés que orienta las acciones del individuo, constituye la relación
subjetiva que como presupuesto de la conducta deviene motivación de la
actividad humana.
18
En la moral individual se refleja no sólo el mundo subjetivo, sino
también la propia vida del sujeto en sus variadas facetas. Este reflejo del
micromundo personal abarca la relación del individuo hacia el mundo
objetivo, el carácter e integralidad de las relaciones entre lo subjetivo y
lo objetivo, el nivel de interés hacia el medio circundante, el grado de
influencia activa del individuo con respecto a la realidad material y
social. En este marco, como indudable mu7estra de nivel de desarrollo
de la moralidad individual,. Aparece no sólo la unidad de la orientación
valorativa y la motivación, sino también la dimensión alcanzada por
estos fenómenos, es decir, el grado de importancia de unas u otras
motivaciones y la real significación que presentan las orientaciones
valorativas para el sujeto.
La elección moral es un proceso práctico-espiritual por medio del cual el
individuo, a partir de sus motivaciones, reflexiona y decide sobre la
conducta a seguir a fin de concretar un resultado que puede implicar un
bien o un mal para sus semejantes. La libertad de elección se basa, en
primer término, en la presencia de condiciones objetivas para ella, que
residen en la complejidad y diferenciación contradictoria de la realidad
social. Esta realidad brinda al hombre la posibilidad de adoptar las más
variadas decisiones para elegir actos distintos por su orientación y
significado social. En esto radica la base objetiva de la libertad de
elección que condiciona su lado subjetivo, caracterizado ante todo en la
actitud valorativa del individuo hacia la realidad social que lo circunda.
La conciencia moral tiene decisiva gravitación en la elección de un acto,
en la orientación de la conducta individual. Los fines, motivos y
orientaciones son los que determinan la elección que responde al nivel
de moralidad y aspiraciones personales. En su unidad, esos lados
objetivo y subjetivo conforman la libertad de elección, en virtud de la
cual el individuo conserva la capacidad de adoptar decisiones y actuar
sin perder la autonomía, la relativa independencia, en las condiciones de
su realidad social. Pero esta interpretación de la libertad de elección no
debe ser confundida con la del libre albedrío que presupone la
absolutización de la subjetividad individual.
La elección moral por parte de las personas no está exenta de situaciones
conflictivas. El conflicto moral es la contradicción que se produce en la
conciencia individual cuando la persona debe elegir entre dos o más
posibilidades de manera alternativa, lo que comporta siempre el
sacrificio de un valor en aras de otro u otros valores. La existencia de
conflictos morales es tan vieja como la moralidad misma, por eso el
19
pensamiento ético ha restado atención a tan importante e interesante
problema.
La cultura moral del individuo tiene una importancia decisiva en la
elección que realiza el sujeto de la moralidad. Cuando la conciencia
moral personal está conformada por contenidos que por tener un carácter
de avanzada, comportan la priorización de los intereses sociales, la
elección del individuo tendrá un sentido profundamente humanista. Por
eso, el proceso educativo que tiene como fin la formación moral de la
personalidad debe proponerse que los individuos posean sólidas
convicciones que les posibiliten elecciones morales de alto valor humano
y social.
La regulación moral de la conducta de los hombres es dialéctica en el
más alto grado, pues en ella la libertad de elección del individuo aparece
como su autolimitación en beneficio de lo social. Se entiende que este
tipo de regulación sólo es posible cuando se dan las condiciones para
que la contradicción “individuo-sociedad” no tenga un carácter
antagónico.
Pero, si la contradicción “individuo-sociedad” se convierte en un
antagonismo, surge una situación que podemos denominar de alineación
moral, en la cual el mecanismo único de regulación moral se
descompone en dos partes aisladas que han perdido la capacidad de
interactuar: las normas morales por un lado y la conducta del hombre, su
actitud práctica hacia los otros hombres por otro.
La ineficacia social de esta ruptura de la moral, en la cual la personalidad
no puede satisfacer sus propios intereses sin infringir los del prójimo y
los de la sociedad en su conjunto, genera el predominio de la hipocresía
y la falsedad en las interrelaciones humanas. Se crean así las bases
sociales para la presencias en la vida cotidiana de la doble moral.
La doble moral guarda una estrecha relación con la crisis de valores. Se
caracteriza porque en determinadas circunstancias la persona piensa y
actúa de una forma y en otras, de acuerdo con su conveniencia, se
proyecta de manera distinta. La doble moral funciona a partir de un
divorcio entre el pensamiento y la conducta, propiciando la simulación,
el formalismo y el engaño en todos los ámbitos del quehacer social.
En la moralidad el medio fundamental para asimilar el mundo es la
exigencia. El concepto exigencia moral registra de un modo concentrado
el hecho de que la moralidad es un medio de reglamentar la actividad
20
humana. La exigencia moral tiene una significación social, pero su
cumplimiento o incumplimiento depende directamente de unidades
humanas individuales. La exigencia moral cobra realidad, se vuelve
realizable sólo cuando es aceptada por el individuo, aprobada por él,
cuando ha tomado la forma de deseo suyo. El medio por el cual se
concreta la exigencia moral expresa la correlación entre lo objetivo y lo
subjetivo, lo social y lo individual en la actividad humana.
La exigencia moral representa la unidad de definiciones contradictorias y
divergentes: en primer lugar, estimula y presupone carácter voluntario,
de responsabilidad individual de las decisiones adoptadas y, en segundo
lugar, orienta hacia los intereses universales, hacia actos que tienen una
naturaleza no egoísta, una significación para todos.
La exigencia moral divide la realidad de la existencia humana en dos
niveles: el ser (la situación vigente, sancionada por la opinión
mayoritaria y la fuerza de la tradición) y el deber ser (aquello que va
surgiendo y no ha llegado a tomar la forma de costumbre). La diferencia
entre el ser y el deber ser, que constituye el contenido esencial y la
particularidad de la exigencia moral, es una expresión de la moral que
subyace en el antagonismo de intereses. El deber ser está implicado en
aquellos intereses comunes de la sociedad. El ser, por el contrario,
aparece como conjunto de intereses privados. Por ello, son dos
características de la existencia humana real.
El deber ser existe sólo en su interrelación con el ser. El sentido de la
orientación moral consiste en ascender de lo que es a lo que debe ser, en
medir la vida real con los criterios del ideal. La exigencia moral no sólo
divida la realidad en dos niveles –el empírico, que existe en los hechos y
el del deber ser, el idealmente deseable- sin que es en sí un puente, un
eslabón de enlace entre ambos, que orienta a superar esta ruptura. Su
énfasis consiste en elevar el ser empírico al nivel del deber ser ideal y
conferir al deber ser ideal la dignidad de modelo de acción real.

La importancia actual de las éticas aplicadas. La ética profesional.
Entre las tareas de la Ética no sólo figura la aclaración de lo que es la
moralidad y la fundamentación de la misma, sino la aplicación de sus
descubrimientos a los distintos ámbitos de la vida social: a la política, la
economía, la empresa, la medicina, la ingeniería genética, la ecología, el
periodismo, etc. Si en la tarea de fundamentación se han descubierto
unos principios éticos, como el utilitarista (lograr el mayor placer del
mayor numero), el kantiano (tratar a las personas como fines en sí
21
mismas, y no como simples medios), o el dialógico (no tomar como
correcta una norma si no la deciden todos los afectados por ella, tras un
diálogo celebrado en condiciones de simetría), la tareas de aplicación
consistirá en averiguar cómo pueden esos principios ayudar a orientar los
distintos tipos de actividad.
Sin embargo, no basta con reflexionar sobre cómo aplicar los principios
éticos a cada ámbito concreto, sino que es preciso tener en cuenta que
cada tipo de actividad tiene sus propias exigencias morales y
proporciona sus propios valores específicos. No resulta conveniente
hacer una aplicación mecánica de los principios éticos a los distintos
campos de acción, sino que es necesario averiguar cuáles son los bienes
internos que cada una de esas actividades debe aportar a la sociedad y
qué valores y hábitos es preciso incorporar para alcanzarlas. En esta
tarea no pueden actuar los éticos en solitario, sino que tienen que
desarrollarla cooperativamente con los expertos de cada campo. Por eso,
la Ética Aplicada tiene necesariamente un carácter interdisciplinario.
Para diseñar la Ética Aplicada de cada actividad sería necesario recorrer
los siguientes pasos:
1.
Determinar claramente el fin específico, el bien interno por el
que cobra su sentido y legitimidad social.
2.
Averiguar cuáles son los medios adecuados para producir ese
bien en una sociedad.
3.
Indagar qué virtudes y valores es preciso incorporar para alcanzar
el bien interno.
4.
Descubrir cuáles son los valores de la moral cívica de la sociedad
en la que se inscribe y qué derechos reconoce esa sociedad a las
personas.
En la actividad laboral se forman entre las personas determinadas
relaciones morales. En el conjunto de esos vínculos están incluidas la
relación con el propio trabajo y con los participantes en el proceso
laboral, aquellas relaciones que surgen en el ámbito en que interactúan
los intereses de unos grupos de profesionales con otros y con la sociedad
como un todo. A este entramado de relaciones se le ha llamado moral
profesional. Esta denominación expresa la medida en que la moralidad
de los miembros de un determinado grupo profesional se corresponde
con los principios y valores imperantes en una sociedad específica. La
experiencia histórica testimonia que existe una moral profesional en la
actividad médica, jurídica, pedagógica, periodística, militar, artística e
ingenieril, así como en otros campos del quehacer laboral.
22
La ética profesional, como teoría de la moral profesional y tipo
específico de ética aplicada, no se reduce a la mera descripción de
relaciones y formas de conducta en determinadas esferas laborales, sino
por el contrario, supone un deber ser; constituye un medio decisivo para
superar las nociones, normas y valoraciones caducas, contribuyendo a
afianzar lo progresivo en sentido humano, dentro del contexto de
exigencias morales más elevadas y complejas.
Entre las diversas vertientes que integran el objeto de estudio de la ética
profesional pueden señalarse las siguientes:
1.
Las relaciones que deben establecerse entre los especialistas entre
sí, así como entre los grupos profesionales y la sociedad en general.
2.
Las cualidades morales que deben caracterizar la personalidad del
especialista lo que influirá decisivamente en el mejor cumplimiento del
deber profesional.
3.
El carácter específico de las relaciones morales que deben
establecerse entre los especialistas y las personas implicadas en el
ámbito de su actividad profesional.
4.
El conjunto de principios, normas y valores que deben
caracterizar a la profesión en su especificidad.
5.
Las particularidades referidas a la educación moral profesional,
sus objetivos, métodos, formas y medios correspondientes.
El proceso de surgimiento y desarrollo de la ética profesional puede ser
considerado como una evidencia indiscutible del progreso moral, porque
refleja la preocupación por aumentar el valor de la personalidad, del
humanismo en las relaciones interpersonales en el marco laboral.
El desarrollo de la economía, la ciencia y la cultura de la sociedad, las
crecientes exigencias de calificación y competencias al trabajador
impulsan hoy a hablar, cada vez con más frecuencia, sobre el
profesionalismo como criterio de las cualidades operativas de un
especialista. Pero este concepto de por sí implica una amenazas de
empobrecimiento, si se lo limita sólo al conjunto de conocimientos,
aptitudes y hábitos puramente profesionales. El auténtico
profesionalismo incluye, inevitablemente, la capacidad de comprender a
fondo su responsabilidad profesional y de cumplir con su deber
profesional. De cuán orgánicamente estén fusionados en el trabajador
los principios profesionales y morales depende el éxito de su labor, la
integridad del mundo espiritual de la personalidad del especialista y la
posibilidad de que se autoexprese de un modo creativo y humano.
23
Las distintas actividades laborales se caracterizan por los bienes que sólo
a través de ellas se consiguen, por los valores que en la persecución de
esos fines se descubren y por las virtudes cuyo cultivo exigen. Las
distintas éticas profesionales tienen por tarea averiguar qué valores y
virtudes permiten alcanzar en cada caso los bienes internos. Así mismo,
para alcanzar esos bienes es preciso contar con los mecanismos
específicos de la sociedad de que se trate.
Por otra parte, la legitimidad de cualquier actividad social exige atenerse
a la legislación vigente, que marca las reglas de juego de cuantas
instituciones y actividades tienen metas y efectos sociales y precisan, por
tanto, legitimación. En nuestras sociedades, debe atenerse al marco
constitucional y a la legislación complementaria vigente.
Sin embargo, cumplir la legislación no basta, porque la legalidad no
agota la moralidad. Y no sólo porque el marco legal puede adolecer de
lagunas e insuficiencias, sino por dos razones, al menos: porque una
constitución democrática es dinámica y tiene que ser reinterpretada
históricamente, y porque el ámbito de lo que haga de hacerse no estará
nunca totalmente juridificado ni es conveniente que lo esté. ¿Cuáles son
entonces, las instancias morales a las que debemos atender?
La primera de ellas es la conciencia moral cívica alcanzada en una
sociedad, es decir, su ética civil. Entendemos aquí por ética civil el
conjunto de valores que los ciudadanos de una sociedad ya comparten,
sean cuales fueran sus concepciones de vida buena. El hecho de que ya
los compartan les permite ir construyendo juntos gran parte de su vida en
común. En líneas generales, se trata de tomar en serio los valores de
libertad, igualdad y solidaridad (que se concretan en el respeto y
promoción de las tres generaciones de Derechos Humanos) junto con las
actitudes de tolerancia activa y predisposición al diálogo.
Para obtener legitimidad social una actividad ha de lograr a la vez
producir los bienes que de ella se esperan y respetar los derechos
reconocidos por esa sociedad y los valores que tal sociedad ya comparte.
De ahí que se produzca una interacción entre los valores que surgen de la
actividad correspondiente y los de la sociedad, entre la Ética Profesional
de esa actividad y la ética civil, sin que sea posible prescindir de ninguno
de los dos polos sin quedar deslegitimada.
Pero, no basta con este nivel de moralidad, porque a menudo intereses
espurios pueden ir generando una especie de moralidad difusa, que hace
24
que sean condenados por inmorales precisamente aquellos que más hacen
por la justicia y por los derechos de los hombres. Tenemos en esto una
larguísima historia de ejemplos. Por eso, para tomar decisiones justas es
preciso, como hemos dicho, atender al derecho vigente, a las
convicciones morales imperantes, pero además averiguar qué valores y
derechos han de ser racionalmente respetados. ¿Por qué la ética cívica
mantiene que son tales o cuales los derechos que hay que promover?
Esta indagación nos lleva a una moral crítica, que tiene que
proporcionarnos algún procedimiento para decidir cuáles son esos
valores y derechos.
Esa moral crítica presupone que cualquier actividad o institución que
pretenda ser legítima ha de reconocer que los afectados por las normas
de ese ámbito son interlocutores válidos. Y esto exige considerar que
tales normas serán justas únicamente si pudieran ser aceptadas por todos
ellos tras un diálogo racional. Por lo tanto, obliga a tratar a los afectados
como seres dotados de un conjunto de derechos, que en cada campo
recibirán una especial modulación.
El surgimiento de las diversas profesiones ha comportado la necesidad
de elaborar los llamados códigos de ética profesional. Esos documentos,
contentivos de lo que se debe hacer en las diversas actividades, se
constituyen en un sistema de normas, principios y cánones, dirigidos a
regular la conducta de los profesionales en una esfera específica del
quehacer laboral.
Esos códigos, con su contenido deontológico, no pueden ser impuestos
por decreto. Un código de ética profesional presupone que el especialista
o haga suyo mediante un convencimiento persona, de manera que se
sienta identificado con los contenidos normados en dicho documento
Los conocimientos que en el código se perfilan requieren de la
convicción, de la persuasión, pero nunca de la imposición. La exigencia
que se delimita en estos códigos tiene carácter subjetivo, está centrada
en la conciencia individual. En esto se diferencian de los códigos
jurídicos en los que la regulación demandada se impone al individuo de
manera fundamentalmente externa. De ahí la necesidad de eliminar los
formalismos que entorpezcan el significado y razón de ser de los códigos
de ética profesional.
Debemos admitir que por ahora sólo nos encontramos en las primeras
etapas de desarrollo en lo concerniente a la ética profesional. Partiendo
de los logros actuales en los ámbitos de la ética general, es posible
suponer que en un futuro inmediato, los puntos fundamentales en que
25
han de centrarse los esfuerzos investigativos, estarán dirigidos a perfilar las
tareas que permitan obtener definiciones teóricas precisas de la ética de
las profesiones, revelar lo específico de su objeto, asegurar el despliegue
de su aparato conceptual, que ponga en evidencia la estructura y
funciones de la moral profesional en su conjunto y en sus
manifestaciones ramales.
Sólo al concretar esos objetivos, resultará posible eludir las abstracciones
aisladas de la vida, en la medida en que las investigaciones sobre ética
profesional se apoyen en: 1) un análisis ético-sociológico profundo del
sistema real de las relaciones morales a nivel de la actividad de los
grupos profesionales de la sociedad, en la revelación de las tendencias
rectoras de su desarrollo y en los factores que influyen sobre ellas; 2) un
estudio de las exigencias cambiantes que la sociedad plantea al tipo
específico de actividad; 3) el establecimiento de la correlación entre la
regulación jurídico-administrativa y la regulación moral propiamente
dicha, durante el cumplimiento de esas exigencias.
La implementación de las condiciones mencionadas permitirá eliminar
los peligros de una moralización de recetario, característica de buena
parte de los trabajos sobre Ética Profesional. Esto ayudarás,
posteriormente, a erradicar la propensión a la codificación
de
prescripciones cuidadosamente detalladas, a diversos “juramentos”
deontológico, a la “normomanía” basada en intentos poco exitosos de
deducir por vía directa principios y reglas de la moral profesional de las
tesis normativas de la ética general, con su posterior aplicación al ámbito
de las relaciones morales profesionales.
Nuestro punto de vista no aboga por una “normofobia” o prohibición de
utilizar los “casos”. Nos referimos a que al hacerlo es preciso apoyarse
en el saber teórico desarrollado. Indiscutiblemente, es necesario activar
la investigación de los conflictos morales típicos en la actividad
profesional, destacando en particular el problema de las búsquedas
morales. Esta cuestión tiene una relación directa con la esfera
profesional, donde se forman complejas colisiones morales en las que no
es fácil tomar una decisión acertada ni expresar claramente preferencia
por los intereses en conflicto. Es importante prestar atención a las
contradicciones que surgen entre las distintas fuentes de la actividad
reguladora, a las diversas formas de choque entre la norma y el ideal, a
los desencuentros entre el significado exterior de los actos y su sentido
interno.
26
La superación de las mencionadas deficiencias permitirá concentrar la
atención en proveer de una orientación profesional ajustada a las
condiciones sociohistóricas y fundamentadas en un sentido moral, en
resolver los problemas psicológico-morales de la comunicación en la
esfera de la actividad profesional, en revelar las peculiaridades en que se
forma en ella el temple moral y cívico que debe caracterizar la
personalidad del especialista,. Gracias a los avances que se logren en las
investigaciones sobre ética profesional, resultará posible pasar de cierta
suma de descripciones de unas u otras facetas, momentos e incluso
episodios de la práctica moral-profesional a la elaboración de una teoría
integral de la educación moral de los especialistas.
2. LA MORAL Y LOS VALORES.
El término moral es manejado con mucha profusión. Se caracterizan
como morales o inmorales las concepciones, relaciones y acciones de las
personas. Pero cuando tratamos de aproximarnos al concepto de moral
los resultados son casi infructuosos. Esta dificultad no solamente es
válida para la cotidianidad, sino también la encontramos presente en los
textos especializados. Comúnmente en las enciclopedias, diccionarios,
monografías y manuales se nos dice que la moral está constituida por un
conjunto de principios, reglas, normas, valores e ideales que regulan la
conducta de las personas en una determinada época histórica. En
puridad, la caracterización anterior registra uno de los ángulos
principales de expresión de la moralidad, pero no peculiariza
esencialmente el fenómeno moral. Se trata de una descripción parcial
más que de una definición conceptual.

La moral y la ética.
Para captar con precisión el concepto de moral hay que tener presente la
carencia de sustantividad de la moralidad. Es decir, lo moral no integra
una parcela particular de la vida en sociedad, existe como atributo de las
múltiples relaciones que dan sentido a la existencia humana. Una misma
conducta puede tener una connotación moral o inmoral, según sea la
motivación oy el resultado que concrete. Regar las plantas ornamentales
de un jardín en sí mismo no tiene carácter moral o inmoral, mas si
realizamos esa acción movidos por el propósito de mantenerlas vivas ya
que significan mucho para una persona enferma que se encuentra en el
27
hospital, entonces la referida conducta adquiere un fundamento moral.
Teniendo en cuenta las especificidades aducidas, decimos que la moral
es aquella calidad de los fenómenos sociales que se expresa
esencialmente en la connotación que tienen para el ser humano las
relaciones con sus semejantes.
Por supuesto, la moral no ha sido siempre la misma, ha variado a lo largo
de los siglos. Esa transformación ha estado determinada por los cambios
acaecidos en las distintas sociedades que ha conocido el decursar de la
humanidad. La moral como parte de la totalidad social va a reflejar las
características de la estructura económica y los avatares de las luchas
políticas. De ahí sus variaciones espacio-temporales.
La moral surge en las sociedades primitivas. Entre los estudiosos se ha
discutido y se discute con relación al momento histórico en que surge la
moral. Para algunos, la moralidad que está presente en la vida de las
primeras colectividades que acusaron signo humano al desprenderse del
mundo animal. Contraria a esta opinión se halla la de aquellos autores
que argumentan la existencia de lo moral sólo a partir de la aparición, en
el seno de la sociedad primitiva, de especializaciones de carácter laboral
y por roles desempeñados. Conforme a esta última opinión para poder
hablar de moralidad resulta necesario determinado desarrollo de la
individualidad, un grado incipiente de desgajamiento del universo
personal con respecto a la colectividad.
Con la aparición de las desigualdades sociales, la moral expresa
esencialmente la confrontación entre los agrupamiento humanos con
intereses económicos y políticos contrapuestos. Los distintos grupos
sociales manifiestan a través de la moralidad, en términos de lo bueno y
lo malo, lo que resulta favorable o desfavorable a su integridad. En un
panorama social caracterizado por la existencia de grupos antagónicos, la
moral recoge la visión del ser y el deber ser de cada uno de ellos.
Debemos tener muy presente que la moral de cada agrupamiento social
no existe en forma aislada, sino en un proceso de retroalimentación con
respecto a las diferentes moralidades que forman parte del universo
ideológico de la sociedad. Quiere esto decir que en las sociedades donde
existen grupos sociales con intereses encontrados, la conciencia moral
presenta un carácter heterogéneo, pues se integra por el aporte que
corresponde a la moralidad de esos conglomerados humanos.
Cuando profundizamos en el estudio de la moral, nos percatamos de que
además del componente grupal que la caracteriza, resulta necesario
apropiarnos de su referente humano-universal. Al hablar de lo humanouniversal en los fenómenos morales, tenemos presente los elementos de
continuidad que existen entre los distintos sistemas morales, no obstante
su discontinuidad expresada en las diferenciaciones e intereses grupales.
Algunos autores, al referirse a la cuestión de lo humano-universal en la
28
moral, hablan de que su contenido se integra por simples reglas y normas de
conducta que se encuentran presentes en los diferentes códigos morales.
En este sentido, normas morales tales como “no matar”, “respetar al
prójimo”, “dar de comer y beber al necesitado” formarían parte de ese
contenido humano universal. A nuestro modo de ver, la cuestión no es
tan sencilla, ya que no podemos afirmar que las mencionadas normas
sean de obligada observancia en todo tiempo y lugar. Con la variación de
las circunstancias sociales, cambia su contenido.
Vemos lo humano-universal en la moral más bien vinculado a aquellas
concepciones y relaciones que en la sucesión de las distintas sociedades
han tenido como divisa esencial el bienestar del hombre, su elevación en
una dimensión verdaderamente humana. Hay que tener en cuenta que lo
humano-universal no se presenta en forma pura, sino a través de los
intereses grupales de la moralidad. Por eso, la moral de los grupos
sociales progresistas ha sido portadora de ese contenido humanouniversal. Se ha constatado que cuando un grupo social retrocede
históricamente desde las posiciones progresistas a las reaccionarias, la
carga humano-universal de su mundo moral se reduce ostensiblemente
hasta casi desaparecer.
En los últimos años se ha prestado gran atención al estudio de la
estructura de la moral. Este problema revista un interés relevante desde
el punto de vista teórico y también por su trascendencia en el orden
práctico. No hace muchos tiempo, los especialistas consideraban que a la
moral sólo era procedente estudiarla como fenómeno de conciencia. En
la actualidad prima el criterio acerca de que la moral presenta una
estructura compleja integrada por la actividad moral, la relación moral y
la conciencia moral.
La actividad moral es la particularidad cualitativa que distingue a los
actos humanos por la implicación que tienen para un individuo o una
colectividad. En el universo de las acciones humanas, los diversos actos
pueden tener una connotación moral, inmoral o extramoral, dependiendo
esa especificación del papel que se le conceda al ser humano y a sus
intereses vitales por parte del sujeto de la actividad.
Para comprender la esencia de la actividad moral hay que tener en cuenta
los rasgos fundamentales que la distinguen: la motivación, el resultado y
la valoración correspondiente de ambos aspectos. La motivación, como
su nombre lo indica, es el motor que impulsa la conducta; mientras que
el resultado es la acción moral concretada. La valoración es el proceso
evaluativo de la motivación y del resultado que se realiza por la
colectividad o por el propio sujeto en forma de autovaloración.
En cuanto a la valoración de la moralidad o inmoralidad de una conducta
existen discusiones con relación a si se debe tener en cuenta solamente el
29
resultado o atenernos a la motivación como factor decisivo. Consideramos
que es necesario sopesar la importancia de ambos aspectos de la
actividad moral y no absolutizar la relevancia de uno de ellos, pues en
muchas ocasiones el resultado no coincide con la motivación. En
situaciones donde se expresa esa discordancia, se precisa establecer la
valoración de la conducta a partir del análisis concreto de todos los
componentes de la acción moral.
El segundo componente estructural de la moral como fenómeno social es
la relación moral. Para comprender el alcance de este concepto resulta
imprescindible referirlo al de relación social. Siendo el ser humano el
conjunto de sus relaciones sociales, la relación moral es aquella calidad
de ellas que se expresa en el hecho de implicar una afectación favorable
o desfavorable con respecto a un individuo o un grupo. O sea, la relación
social por sí misma no necesariamente presenta un contenido moral, lo
adquiere en la medida en que el vínculo establecido por el sujeto tiene
implicaciones para sus semejantes.
Las relaciones morales son tan diversas como distintos son los marcos
referenciales en que el ser humano desenvuelve su existencia. Intentar su
clasificación sería una tarea inacabable. Pero, teniendo en cuenta que
estas relaciones existen como contenido de aquellos vínculos y
dependencias que contraen las personas en el proceso de su actividad
vital, podríamos referirnos a los siguientes tipos fundamentales de
relaciones morales: relaciones del individuo con otras personas, con la
colectividad, con la comunidad nacional, con la comunidad planetaria
(humanidad).
Hacemos hincapié en la comprensión de las relaciones morales como
vínculos interpersonales, pues incluso cuando hablamos de la naturaleza
como objeto de moralidad, necesariamente tenemos que recurrir a las
implicaciones que tiene para el ser humano el cuidado o destrucción del
entorno ambiental.
El tercer elemento de la estructura de la moral lo constituye la conciencia
moral. Aunque tradicionalmente se le ha caracterizado como el lado
ideal de la moralidad, debemos tener presente que la conciencia moral es
subjetiva por su forma, pero objetiva por su contenido. Con este
criterio nos pronunciamos en contra del punto de vista que tiende a
caracterizar la actividad moral como objetiva y la conciencia moral
como subjetiva. La actividad moral, la relación moral y la conciencia
moral solamente pueden ser aprehendidas en toda su riqueza si se
comprenden como resultado de la interrelación dialéctiva de lo objetivo
y lo subjetiva.
30
La conciencia moral no existe como una esfera particular del intelecto
humano, sino más bien como un contenido especial que lo peculiariza.
Por esta razón, la conciencia moral es la especificidad que caracteriza a
los fenómenos de la conciencia consistente en reflejar los intereses
individuales o colectivos. Está integrada por el conjnto de
representaciones mentales que expresan las particularidades de las
relaciones sociales y la práctica cotidiana de los seres humanos. La
conciencia moral constituye una forma especial de asimilación espiritual
de la realidad. Si esa asimilación en el marco de la conciencia científica
es en los términos antitéticos de lo verdadero y lo falso, en el ámbito de
la conciencia artística atinente a la conciencia moral se expresa en el
contrapunteo entre lo bueno y lo malo.
Al hablar de la estructura de la moral, hemos relacionado como sus
componentes fundamentales a la actividad moral, la relación moral y la
conciencia moral. Algunos estudiosos se han enfrascado en discusiones
un tanto bizantinas, tratando de delimitar cual de esos tres elementos
tiene carácter primario con relación a los demás. Al respecto, resulta
importante puntualizar que cuando afrontamos el estudio de la moralidad
debemos tener presente su integración a partir de los tres componentes
señalados; ninguno de ellos puede existir al margen de los demás ni
precederlo ni determinarlo. La moral es conjuntamente actividad,
relación y conciencia. Esta unidad de sus elementos estructurales genera
un modo específico de asimilación práctico-espiritual de la realidad que
se concreta en la actividad social de las personas y se expresa a través de
las funciones que cumple la moral.
En torno a las funciones fundamentales de la moral, de manera esencial,
puede hablarse de las siguientes: reguladora, valorativa-orientadora,
cognoscitiva, educadora e ideológica, consideramos que en estos cinco
grandes rubros pueden agruparse la diversidad de roles que la moralidad
puede cumplir y cumple en la vida social.
La función reguladora está referida a la influencia que la moral, como
forma de la conciencia social, ejerce sobre las personas. El individuo
cuando nace no es sujeto moral y es a partir de sus vivencias sociales que
va adecuando la conducta a partir de los patrones de exigencia que
prevalecen en su medio. Desde esta perspectiva reguladora, la
normatividad moral a diferencia de la jurídica, no presupone sanciones
pecuniarias o de privación de libertad, sino la aprobación o el rechazo
por parte de la opinión pública.
31
La función valorativa-orientadora que cumple la moral, muy relacionada
con su papel regulador, tiene su concreción cuando el individuo
estructura una tabla de valoraciones que le sirve de orientación en la
complejidad del mundo social. Así como la función reguladora expresa
las exigencias sociales hacia la individualidad, la función valorativoorientadora manifiesta los criterios de las personas con respecto al
comportamiento que deben observar en su quehacer en la colectividad.
En este caso, la conciencia individual actúa como tribunal moral que
absuelve o condena.
La moral cumplimenta también una función cognoscitiva. La necesidad
social, objetivamente existente, lleva en sí a la necesidad moral. Cuando
la moral, como forma de apropiación práctico-espiritual de la realidad,
permite aprehender esa necesidad, el sujeto puede comportarse como
agente propulsor del progreso de la moralidad. Los problemas
gnoseológicos en este campo, están íntimamente entrelazados con la
libertad moral que se conforma por medio de la conjugación del
conocimiento de la necesidad moral y la actividad práctica del sujeto,
encaminada a transformar el medio a fin de propiciar el desarrollo social
y moral.
A través del tiempo, la moral ha jugado un papel fundamental como
medio activo de formación de la personalidad. Su función educadora es
innegable. La moral va a incidir sobre la individualidad prescribiéndole
por qué y para qué se vive. Es decir, la moral da un sentido a la vida de
las personas. La educación moral se realiza a través de diferentes vías y
medios, institucionales y espontáneos, en un proceso continuado en que
cada integrante de la sociedad resulta simultáneamente sujeto y objeto.
En las sociedades con intereses antagónicos, la moral es un medio de
influencia ideológica. La función ideológica de la moral se expresa en su
contribución a la defensa de determinados intereses grupales. La lucha
ideológica en el ámbito moral es aguda y sutil. Como regla, los grupos
dominantes han pretendido argumentar
la universalidad de su
moralidad. Apelando a este recurso, se ha manifestado que el ataque a la
moral dominante representa la impugnación a todo tipo de moralidad. En
el mundo globalizado contemporáneo, con la polarización de intereses
entre ricos y pobres, la función ideológica de la moral se ha tornado
diáfana y expresa. La moral de los desposeídos expresa con claridad que
defiende los intereses de los pobres de la Tierra y que por ende, resulta
moralmente aceptable todo lo que contribuya a la edificación de un
mundo justo y propenda a la elevación humana.
32
A menudo se utiliza la palabra “ética” como sinónimo de lo que llamamos
“la moral”, es decir, ese conjunto de principios, normas, preceptos y
valores que rigen la vida de los pueblos y de los individuos. La palabra
“ética” procede del griego ethos que significaba originariamente
“morada” “lugar en donde vivimos”, pero posteriormente pasó a
significar “el carácter”, el “modo de ser”, que una persona o grupo va
adquiriendo a lo largo de su vida. Por su parte, el término “moral
procede del latín mos, moris, que originariamente significaba
“costumbre”, pero que luego pasó a significar también “carácter” o
“modo de ser”. De este modo “ética” y “moral” confluyen
etimológicamente en un significado casi idéntico: todo aquello que se
refiere al carácter o modo de ser adquirido como resultado de poner en
práctica unas costumbres o hábitos considerados buenos.
Dadas esas coincidencias etimológicas, no es extraño que los términos
“moral” y “ética” aparezcan como intercambiables, en muchos
contextos cotidianos se habla por ejemplo, de una “actitud ética” para
referirse a una actitud “moralmente correcta” según determinado código
moral o se dice de un comportamiento que “ha sido poco ético”, para
significar que no se ha ajustado a los patrones habituales de la moral
vigente. Este uso de los términos “ética” y “moral” como sinónimos está
tan extendido en español que no vale la pena intentar impugnarlo. Pero
conviene que seamos conscientes de que tal uso denota, en la mayoría de
los casos, lo que llamamos “la moral”, es decir, la referencia a algún
código moral concreto.
No obstante lo anterior, podemos proponernos reservar –en el contexto
académico en que nos movemos aquí- el término “Ética” para referirnos
a la Filosofía de la moral y mantener el término “moral” para denotar los
distintos códigos morales concretos. Esta distinción es útil, puesto que se
trata de dos niveles de reflexión diferentes, dos niveles de pensamiento
y lenguaje acerca de la acción moral, y por ello se hace necesario utilizar
dos términos distintos si n queremos caer en confusiones. Así, llamamos
“moral” a ese conjunto de principios, normas y valores que cada
generación a la siguiente en la confianza de que se trata de un buen
legado de orientaciones sobre el modo de comportarse para llevar una
vida buena y justa. Y llamamos “Ética” a esa disciplina filosófica que
constituye una reflexión teórica sobre los problemas morales.- La
pregunta básica de la moral sería entonces “qué debemos hacer?”,
mientras que la cuestión central de la Ética sería más bien “por qué
debemos?”, es decir, “qué argumentos avalan y sostienen el código
moral que estamos aceptando como guía de conducta?”.
33
Corresponde a la Ética una triple función: 1) aclarar qué es la moral, cuáles
son sus rasgos específicos, 2) fundamentar la moralidad, es decir, tratar
de averiguar cuáles son las razones por las que tiene sentido que los
seres humanos se esfuercen en vivir moralmente; y 3) aplicar a los
distintos ámbitos de la vida social los resultados obtenidos en las dos
primeras funciones, de manera que se adopte en esos ámbitos sociales
una moral crítica, (es decir, racionalmente fundamentada), en lugar de un
código moral dogmáticamente impuesto o de la ausencia de referentes
morales.
A lo largo de la historia de la Filosofía se han ofrecido distintos modelos
éticos que tratan de cumplir las tres funciones anteriores: son las teorías
éticas. La ética aristotélica, la kantiana, la utilitarista o la discursiva son
buenos ejemplos de este tipo de teorías. Son construcciones filosóficas
generalmente dotadas de un alto grado de sistematización, que intentan
dar cuenta del fenómeno de la moralidad en general y de la preferibilidad
de ciertos códigos morales en la medida en que éstos se ajustan a los
principios de racionalidad que rigen en el modelo filosófico de que se
trate.
En efecto, aunque la historia de la Ética recoja una diversidad de teorías,
a menudo contrapuestas, ello no debe llevarnos a la ingenua conclusión
de que cualquiera de ellas puede ser válida para nosotros –los seres
humanos de principios del siglo XXI- ni tampoco a la desesperanzada
inferencia de que ninguna de ellas puede aportar nada a la resolución de
nuestros problemas. Por el contrario, lo que muestra la sucesión histórica
de las teorías es la enorme fecundidad de la Ética que ha sabido a los
problemas de cada época elaborando nuevos conceptos y diseñando
nuevas soluciones. La cuestión que debería ocupar a los éticos de hoy es
la de perfilar nuevas teorías éticas que podamos considerar a la altura de
nuestro tiempo Y para ello resulta útil e insoslayable el conocimiento de
las principales éticas del pasado.
Entre las tareas de la Éticas, como ya hemos dicho, no sólo figura la
aclaración de lo que es la moralidad y la fundamentación de la misma,
sino la aplicación de sus descubrimientos a los distintos ámbitos de la
vida social: a la política, la economía, la ecología , la medicina, la
ingeniería genética, etc., Si en la tarea de fundamentación se descubren
determinados principios éticos, la tarea de aplicación consistirá en
averiguar cómo pueden esos principios ayudar a orientar los distintos
tipos de actividad.
34
Sin embargo, no basta con reflexionar sobre cómo aplicar los principios
éticos a cada ámbito concreto, sino que es preciso tener en cuenta que
cada tipo de actividad tiene sus propias exigencias morales y
proporciona sus propios valores específicos. No resulta conveniente
hacer una aplicación mecánica de los principios éticos a los distintos
campos de acción, sino que es menester averiguar cuáles son los bienes
internos que cada una de esas actividades debe aportar a la sociedad y
qué valores y hábitos es preciso incorporar para alcanzarlos. En esta
tarea no pueden actuar los éticos en solitario, sino que tienen que
desarrollarla cooperativamente con los expertos de cada campo. La ética
aplicada es necesariamente interdisciplinaria.
Trasladando esa caracterización a las actividades sociales, podríamos
decir que el fin específico de la salud pública es el bien del paciente; el
de la empresa económica, la satisfacción de necesidades humanas con
calidad; el de la política, el bien común de los ciudadanos; el de la
docencia, la transmisión de la cultura y la formación de personas
educadas y críticas; el de las biotecnologías, la investigación en pro de
una humanidad más libre, sana y feliz. Quien ingresa en una de estas
actividades n puede proponerse una meta cualquiera, sino que ya le viene
dada y es la que presta a su acción sentido y legitimidad social.
Nuestra tarea consiste en dilucidar qué valores concretos es preciso
asumir para alcanzar esos fines. Precisamente, por eso, en las distintas
actividades humanas se introduce de nuevo la noción de “excelencia”,
porque no todos los que intervienen para alcanzar los bienes internos
tienen la misma predisposición, el mismo grado de virtud. Un mínimo
sentido de la justicia, nos exige reconocer que en cada actividad unas
personas son mas virtuosas que otras. Esas personas son las más
capacitadas por encarnar los valores necesarios para concretar los bienes
internos consustanciales a la actividad social de que se trate.
Las distintas actividades se caracterizan, pues, por los bienes que sólo a
través de ellas se consiguen y por los valores que para la concreción de
esos fines se exigen. Las distintas éticas aplicadas tienen por tarea, a
nuestro juicio, averiguar qué valores permiten alcanzar en cada caso los
bienes internos de la actividad respectiva.
El renacer del movimiento de la ética aplicada que se manifiesta al
comenzar la década de los 70 del siglo XX, responde a la necesidad que
tiene la comunidad planetaria de que la reflexión ética deje de ser
general y abstracta y se centre en problemáticas concretas, dilucidando
35
las razones que podrían ser dadas en apoyo de juicios particulares, en
controversias específicas.

Los valores morales
Con el desarrollo social, se consolidan en el quehacer humano los
valores morales. Los valores son formas de la conciencia moral que se
caracterizan por expresar las exigencias morales de la manera mas
generalizada. Ellos tienen una vinculación muy estrecha con las normas
morales, pero mientras que las normas prescriben las acciones que
concretamente el ser humano debe realizar, los valores revelan de
manera global el contenido de un sistema moral determinado. Los
valores morales juegan un papel decisivo desde el punto de vista
orientador y cuando pasan a formar parte de la conciencia individual
ejercen una influencia activa en el ámbito de las relaciones y las
conductas humanas.
En el decursar del pensamiento universal, son innumerables los valores
morales que han sido reconocidos por los estudiosos, desde diversas
perspectivas filosóficas. Entre esos valores, los admitidos con mayor
frecuencia son los siguientes: el humanismo, la solidaridad, el
colectivismo, la justicia, la equidad, la libertad, el patriotismo, el
internacionalismo, el bien, el deber, la dignidad, el honor, el ideal, el
sentido de la vida y la felicidad. A nuestro modo de ver, si resulta
necesario desentrañar la esencia de cada uno de ellos, más trascendente
aún es analizar esos valores morales bajo un enfoque sistémico. Hasta
hoy, el tratamiento en sistema de los valores, ha sido casi inexistente, no
obstante la importancia teórica y práctica de tal enfoque. Nos
proponemos realizar la exposición de esos valores bajo la óptica
sistémica, ya que en el plano social se presentan con tal especificidad.
El humanismo es el valor moral que postula la consideración del ser
humano como supremo fin y por lo tanto, merecedor de un desarrollo
multilateral. El humanismo constituye el punto de partida del sistema
que conforman los valores morales. La moralidad de signo positivo
exige que el sujeto moral tenga como motivación fundamental la
preocupación por el ser humano en el sentido de posibilitar su desarrollo
y lograr la satisfacción de sus necesidades fundamentales.
El humanismo, como valor moral, comporta la convicción ilimitada en
las posibilidades del ser humano y en su capacidad de
36
perfeccionamiento; presupone la defensa de la dignidad personal; proclama
la concepción de que el individuo tiene derecho a la felicidad y exige
validar el criterio acerca de que la satisfacción de las necesidades e
intereses del ser humano debe constituir el objetivo esencial de la
sociedad, en la búsqueda de un mundo más solidario.
La solidaridad es el valor moral que expresa la necesidad de vincular la
existencia individual al objetivo de potenciar la diversidad de relaciones
que une a los miembros de la sociedad. La solidaridad demanda la
adopción de la causa del humanismo como fundamento primordial de la
vida personal; admite el reconocimiento de nuestros semejantes como
pariguales, a fin de lograr el necesario entendimiento y comprensión
entre todos los miembros de la sociedad; implica la comprensión del
humanismo como actitud del sujeto moral encaminada a potenciar a los
más débiles; sustenta la igualación de oportunidades como condición del
libre desarrollo de cada uno de los seres humanos. El valor moral de la
solidaridad constituye un obligado corolario de la lucha por el ser
humano, por hacer realidad el valor del humanismo.
El humanismo que sólo puede plasmarse como realidad a través del
ejercicio de la solidaridad, se expresa en las relaciones interpersonales en
forma de colectivismo. El colectivismo, negación del individualismo
fomentado por la desigualdad social, promueve la dedicación de la vida
personal a ideales y objetivos que comportan la satisfacción de intereses
humanos.
En su condición de valor moral, el colectivismo fomenta el desarrollo de
capacidades para la ejecución de acciones conjuntas y se caracteriza por
la entrega de la existencia individual a fines que tienen una significación
colectiva. Si bien es verdad que el colectivismo supone la primacía de
los intereses sociales por encima de los intereses personales, esto no
significa que el sujeto moral no pueda concretar sus aspiraciones
individuales, pues hay que tener presente que todo interés personal
racionalmente entendido, tendrá siempre un carácter social.
El colectivismo cumple el rol de aglutinador de todos los demás
componentes del sistema de valores morales. La lucha por la solidaridad
humana, expresión de partida de la fidelidad al humanismo, no puede
concretarse sin un esfuerzo colectivo de singular envergadura. Las
generaciones de hombres de buena voluntad que con sus esfuerzos han
hecho factible el mejoramiento humano en diversas partes del mundo,
brindaron a sus semejantes muestras concluyentes de colectivismo al
sacrificarse en aras de los intereses sociales. El desarrollo humano que
37
constituye una necesidad a escala planetaria, sería inconcebible sin
derroches cotidianos de actitudes colectivistas, propiciadoras de un
entorno social verdaderamente justo.
La justicia, como valor, se refiere a lo que es exigible en el fenómeno
moral; exigible a cualquier ser humano que quiera pensar moralmente.
Será moralmente justo lo que satisface intereses universalizables en
determinada situación histórico-concreta. Cuando tenemos algo por
justo, podemos exigir que cualquier ser humano lo tenga en esa misma
condición, porque estamos ante una alternativa que tiene un referente
objetivo.
Desde la perspectiva moral, los criterios de justicia son universalmente
intersubjetivos. La controvertida universalidad del fenómeno moral
pertenece a la dimensión de justicia, porque no se trata de una invitación
a observarla, sino de una exigencia en cuanto a su cumplimiento. La
estructuración de una moral universal que establezca un valladar a los
subjetivismos, sólo será posible desde aquellas exigencias de justicia que
son inapelables, entre las que sobresale el deber de validar el humanismo
en la diversidad de sus expresiones grupales y culturales en términos de
equidad.
El valor moral de la equidad consiste en dar a cada uno lo que le
corresponde por sus méritos o condiciones. La equidad supone no
favorecer en el trato a uno, perjudicando a otro. La inequidad es
inherente a las sociedades en que impera una polarización entre la
riqueza y la pobreza. En esas sociedades, los patrones distributivos y las
oportunidades están en función de la estructura de dominación y de la
propiedad sobre los medios de producción. Se trata de un mundo de
desiguales, en el que la desigualdad lleva a la dominación de unos por
otros.
Desde el punto de vista moral, la equidad está muy vinculada al
concepto de integración social. El objetivo supremo de la integración
social es la creación de una sociedad para todos, basada en el respeto a
todos los derechos humanos y libertades fundamentales, la diversidad
cultural y religiosa, la justicia social y las necesidades especiales de las
personas que se encuentran en desventaja, la participación democrática y
el respeto a la ley. La equidad, entendida como búsqueda de la
integración social, se expresa como actitud moral dirigida a potenciar a
loso más débiles, ya que es preciso lograr una igualación, si queremos
que todos puedan tener acceso a un desarrollo humano en que puedan
ejercer su libertad.
38
La libertad es un valor consustancial a la especificidad de la moral. Se
encuentra implicada en la esencia misma de la moralidad como
fenómeno social. Si el ser humano carece de libertad para elegir entre
alternativas u opciones diferentes no puede elevarse a la categoría de
sujeto moral. La persona accederá a esa condición cuando su poder
decisorio, con respecto a la conducta a seguir, no sea fruto de la coerción
externa sino resultado de la libre elección.
En el ámbito moral, la libertad no puede entenderse como libre albedrío
que permitiría a la voluntad humana proyectarse en términos de un
subjetivismo extremo. Hay que comprenderla como una
complementación de sus referentes individual y social. Desde el ángulo
individual, la libertad se configura como el derecho a gozar de un ámbito
privado, sin interferencias ajenas, en el que cada quien puede ser feliz a
su manera (libertad negativa). Desde la perspectiva social, la libertad
comporta el derecho a participar como sujeto en las decisiones que le
afectan y conciernen como miembro de la colectividad (libertad
positiva). Así entendida, la libertad vendría a ser una conjugación de dos
expresiones inseparables de un valor moral que fomenta el humanismo,
al dar cauce a las aspiraciones individuales por derroteros de carácter
social.
Cuando ese humanismo que propulsa a las ansias libertarias, se proyecta
como lucha y sacrificio por los intereses comunitarios, estamos en
presencia del patriotismo. El patriotismo es el valor moral que impele al
individuo a identificarse con su pueblo. Presupone la preocupación por
la historia del país y las tradiciones patrias, el amor al pueblo, la lucha
intransigente contra los enemigos de la patria y el sano orgullo por los
avances sociales en los ámbitos local y nacional. El verdadero
patriotismo se contrapone al patrioterismo que utilizando los
sentimientos del pueblo apuntala los intereses de los privilegiados y
fomenta el exclusivismo nacional.
Los tiempos que corren exigen rebasar el humanismo comunitario
llegando a adoptar una perspectiva de humanismo universalista, desde
una conciencia moral que es capaz de ponerse en lugar de cualquier
persona en cuanto tal, en cualquier parte del mundo. El
internacionalismo es el valor moral que postula la vinculación del
individuo con los intereses colectivos en términos de humanidad, como
la expresión más elevada del humanismo real. Este valor que constituye
el escalón más alto del humanismo se caracteriza por propulsar la
igualdad y libertad de todos los pueblos, la intransigencia con el racismo
39
y la xenofobia, la solidaridad mundial en la lucha pr objetivos comunes en
bien de la humanidad, el interés y respeto por las culturas nacionales.
El valor moral del patriotismo no se contrapone al internacionalismo.
Entre ambos existe una estrecha interrelación. Esta inquebrantable
ligazón entre el patriotismo y el internacionalismo ha sido puesta en tela
de juicio por quienes piensan que no es posible ser internacionalista y
patriota al mismo tiempo.
El patriotismo y el internacionalismo tienen un mismo fundamento
moral. Ambos valores constituyen la expresión, a distintos niveles, de la
defensa de los intereses humanos. Sen este sentido, el patriotismo que se
fundamenta en el amor al pueblo, en los marcos comunitarios, se
proyecta a nivel de la humanidad en forma de internacionalismo. Por
eso, los internacionalistas más auténticos son los patriotas más
consecuentes y los verdaderos patriotas son genuinos internacionalistas.
La realización del humanismo mediante la concreción de la solidaridad,
el colectivismo, la justicia, la equidad, la libertad, el patriotismo y el
internacionalismo, nos expresa el contenido del bien como valor moral.
Tradicionalmente el bien y su contrapartida, el mal, han sido
comprendidos como sinónimos de lo moral y lo inmoral. Ahora bien, la
comprensión de lo bueno y lo malo ha variado de época a época y de
pueblo a pueblo, determinando que los hombres caractericen a un mismo
acontecer como moral o inmoral según las circunstancias históricas.
¿Significa esta peculiaridad que no tenemos posibilidades de encontrar
un criterio objetivo para deslindar lo bueno de lo malo?.
La interrelación entre lo grupal y lo humano-universal en la moral
permite resolver el referido problema. Lo humano-universal tiene un
sentido concreto en la medida que se expresa a través de lo grupal.
Mientras existan grupos sociales con intereses contrapuestos, lo humanouniversal sólo tendrá esa forma de manifestación. Cuando el grupo social
desenvuelve un rol históricamente progresista, su moral acusa un
contenido humano-universal incomparablemente superior al portado en
la etapa en que ese mismo grupo transcurre por una fase decadente. De
aquí que la verdad acerca de lo bueno y lo malo no lo puede dar la
conciencia moral del grupo con su cargas de subjetividad, sino los
componentes humano-universales que objetivamente comporta su
moralidad.
Con los presupuestos conceptuales, anteriormente expresados, estamos
en condiciones de caracterizar al bien como valor moral. El bien moral
40
es aquella calidad de las relaciones sociales cuya esencia consiste en que el
ser humano trata a sus semejantes como fin y no como medio,
concibiendo la entrega a sus pariguales con el objetivo supremo de su
conducta. Es la carga del humanismo contenida en el quehacer cotidiano
de los sujetos lo que identifica objetivamente su proceder como
expresión concreta del bien moral.
Estrechamente vinculado al bien y el mal se encuentra el deber, valor
moral de innegable trascendencia. El deber se configura por la relación
existente entre la práctica moral individual y la orientación mormativavalorativa que impele a su cumplimiento. Como puede apreciarse el
código moral prevaleciente deviene fundamento o base del deber. Es
necesario tener presente que cuando el individuo nace no es aún sujeto
moral. Sólo a partir de su inserción en el conjunto de las relaciones
sociales, la individualidad se desarrolla y se conforma la conciencia
moral personal. El punto de referencia para la formación del mundo
moral individual es la conciencia moral social. La moral como forma de
la conciencia social con sus normas, principios e ideales sirve de
fundamento objetivo para la estructuración del deber como valor de la
moralidad personal.
El deber puede concatenarse con el bien o con el mal. Cuando el deber
individual responde al interés humano, la conducta personal está
motivada por el bien moral. Por el contrario, en aquellos casos en que el
cumplimiento de la debido comporta actitudes que denigran al ser
humano o impiden su realización multilateral, el deber tiene sus raíces
afincadas en el mal moral. Esto quiere decir que la postura del sujeto
moral, consciente o inconsciente, de aceptación o rechazo del interés
humano determina la vinculación del deber al bien o al mal.
Cuando en las relaciones morales prima lo humano- universal, el deber
aparece vinculado al bien y la conciencia individual prescribe al sujeto el
respeto a la dignidad del ser humano. La dignidad, como valor, consiste
en la apreciación que establece el individuo en relación consigo mismo y
con sus semejantes por su condición de seres humanos. Al desentrañar el
contenido de este valor, es necesario tener presente su desdoblamiento
en la dignidad propia y la dignidad ajena. La dignidad propia presupone
la conciencia por parte de la persona de que es parte integrante de la
especie humana y como tal merece las consideraciones correspondientes.
El reconocimiento de la dignidad ajena sigue esta misma línea de
pensamiento, pero en este caso específico, el sujeto moral se vuelve
hacia sus semejantes, considerando que toda persona por su condición
humana, debe ser objeto del respeto de los demás.
41
En estrecha relación con la dignidad como valor moral tenemos el valor
del honor. El honor es la valoración que alcanza el individuo ante los
demás semejantes por su ejecutoria en la vida. Debido a su cercanía
conceptual, en ocasiones, se confunden los valores de la dignidad y el
honor. Muchas veces, en el lenguaje conversacional, se utilizan como
sinónimos y así se habla de la dignidad o del honor mancillados, en
términos de equivalencia. No obstante, entre ambos valores existe una
diferencia sustancial: la dignidad se otorga, mientras que el honor se
gana. Decimos que la dignidad se otorga por cuanto la moral humanista
extiende la consideración que ella implica a todas las personas por igual;
expresamos que el honor se gana, pues sólo serán acreedores a los
reconocimientos que comporta, aquellos individuos que se lo merezcan
por su proceder en la vida social, en consonancia con la normatividad
moral comunitaria.
Sobre la base de sus concepciones acerca del humanismo, la justicia, el
bien, el deber y demás valores que tienen relación con la consideración
que le merecen los demás semejantes, el ser humano conforma su ideal
moral. El ideal moral es el programa valorativo que el individuo lucha
por plasmar en la vida y cuyo objetivo fundamental consiste en conjugar
los intereses sociales y los personales. Cada persona conformas su ideal
en correspondencia con la riqueza de su cultura moral. El ideal moral
será más avanzado en la medida que el interés humano prime sobre los
intereses individuales, aunque esto no presupone la subestimación de las
aspiraciones personales racionalmente comprendidas.
En las sociedades en que existen intereses grupales de carácter
antagónico, como tendencia, los ideales morales se fundamentan en el
egoísmo. Lo anterior no quiere decir que en el seno de esos
conglomerados humanos no surjan ideales de avanzada, basados en la
búsqueda del bien moral En la contemporaneidad, esos ideales
únicamente pueden alcanzarse en la lucha por lograr una sociedad más
justa y la formación de un ser humano verdaderamente solidario. La
validación del humanismo constituye el único camino para plasmar el
ideal móvil que posibilite sentar las condiciones que hagan factible el
desarrollo multilateral de las personas.
En correspondencia con el ideal moral de las personas, la vida humana
adquiere sentido. El sentido de la vida es el valor moral que refleja la
caracterización esencial que adquiere la existencia individual en el
complejo batallar cotidiano por hacer realidad los presupuestos
programáticos del ideal moral. Establecemos esta correlación entre los
42
contenidos de ambos valores, porque consideramos que sin un ideal moral
humanista resulta imposible que el proceso vital de las personas adquiera
un verdadero sentido.
Cuando nos referimos a un verdadero sentido de la vida es en
contraposición a un falso sentido de la vida que tiene por fundamento la
absolutización del interés personal, postura egocentrista a la que
acompañan de manera inevitable el individualismo y el egoísmo. El
verdadero sentido de la vida comporta la lucha continuada por la
eliminación de las condiciones que fomentan las desigualdades e
impiden el establecimiento de un orden social en que la persona sea un
auténtico hermano para sus semejantes. De aquí que la batalla por
concretar los ideales humanistas sea el fundamento que da sentido a la
vida de la persona en la contemporaneidad.
La posibilidad de darle sentido a la vida sienta las bases de la felicidad.
Tal vez no exista un valor moral que tenga un contenido más
controvertido que el de felicidad. En torno a la felicidad existen las
interpretaciones más diversas. Algunos criterios la identifican con la
satisfacción de determinadas necesidades materiales, otros puntos de
vista la circunscriben a la concreción de aspiraciones de carácter
espiritual. Así mismo, en el contexto de determinadas interpretaciones se
establece una equivalencia entre alegría y felicidad. A partir de este
panorama interpretativo tan complejo, pudiera colegirse que cada cual es
feliz a su manera, en consonancia con los puntos de vista individuales en
torno a la felicidad.
La felicidad como valor implica una opción de carácter subjetivo. Sería
irracional exigir que todo el mundo tuviese la misma concepción de lo
“felicitante”. Debemos respetar los modelos de felicidad de los distintos
individuos o grupos y culturas. Ahora bien, podemos proponer un
criterio de felicidad que puede ser compartido de manera intersubjetiva.
Nuestro punto de vista acerca de la felicidad parte de concebirla en
estrecha interrelación con el humanismo, la solidaridad, la justicia y la
libertad. Vemos la felicidad como un ámbito específico de la
subjetividad humana, en ligazón estrechas con los componentes
esenciales de la vida social. Argumentamos la existencia de una felicidad
que consiste en la satisfacción experimentada por el individuo como
resultado de la entrega cotidiana a los intereses sociales, lo que daría un
elevado sentido su v ida. Desde esta perspectiva, se alcanza la felicidad
cuando nuestras fuerzas personales están en función del desarrollo
multilateral de los seres humanos.

43
La conciencia moral.
En los últimos tiempos, las investigaciones acerca de la conciencia
moral han experimentado un significativo avance. Han recibido un
notable desarrollo las teorías en torno a la conciencia moral social y la
conciencia moral individual. Estos conceptos, aunque muy vinculados
entre sí, no son idénticos. Si la conciencia moral social es un conjunto de
principios, normas, valores e ideales que constituyen un reflejo de las
condiciones materiales de vida que caracterizan a un conglomerado
humano en una etapa de su desarrollo histórico, la conciencia moral
individual es la forma específica e irrepetible en que las concepciones
prevalecientes en una sociedad dada se expresan a nivel personal.
El desarrollo moral del individuo discurre como un proceso personal de
asimilación de la sociedad, reflejada y consolidada en la conciencia
moral social. Esta asimilación está dirigida hacia la consecución de
determinados objetivos, cuya concreción se logra por medio de la
instrucción y la educación. La esencia de este proceso consiste en
insuflar en la conciencia moral del individuo aquellos valores que se
generan por la ideología dominante en la sociedad. Asimismo, juegan su
papel en estas circunstancias la influencia de aquellos elementos que en
forma de tradiciones dejan su impronta en la mentalidad individual a
partir de la conciencia cotidiano-empírica.
La conciencia moral del individuo, sobre la base de su biografía
personal, no se limita a ser un remedo en pequeño de la conciencia moral
social. Queremos expresar con esto que la conciencia moral individual
no consiste simplemente en la asimilación de las adquisiciones de la
conciencia moral social, sino su reelaboración desde el ángulo de la
individualidad. Resulta importante esta precisión conceptual, pues de lo
contrario pudiera inferirse que la diferenciación entre la conciencia
moral social y la conciencia moral individual sería sólo un problema de
volumen y no de contenido.
La conciencia moral individual representa, en primer lugar, el conjunto
de sentimientos, conocimientos y convicciones, en los cuales se resume
parte de la conciencia moral social que asimila y transforma la
personalidad sobre la base de su existencia individual. En segundo
lugar, la conciencia moral individual presupone siempre una
determinada relación del ser humano hacia el mundo, la sociedad y hacia
sí mismo.
44
La relación de la persona hacia el medio social en sus manifestaciones
extremas, puede expresarse como aceptación o como rechazo de la
realidad en que desenvuelve su v ida. En el primer caso, el individuo
acepta integralmente el orden existente y la normatividad dominante, los
apoya con su conducta, sin pretender modificarlos. En el segundo caso,
la persona no acepta el medio en que vive ni su realidad y entonces,.
Contrapone al mundo existente otras representaciones en las que
impugna totalmente el sistema prevaleciente. Toda esta situación
conflictiva del individuo, con respecto a un medio social que no le
satisface, está caracterizada por un cuestionamiento que deviene agente
de transformación. Si en el primer caso, la persona refleja en su
conciencia moral el mundo circundante y tiene una actitud de
acomodamiento con respecto a él, en el segundo caso el individuo se
identifica con la necesidad de cambiar y rehacer el medio.
La conciencia moral individual es una estructura compleja que para su
estudio puede ser examinada teniendo en cuenta sus aspectos
gnoseológico y sociológico. El análisis de la conciencia del individuo a
partir del estudio de los dos aspectos anteriormente referidos nos permite
profundizar en el conocimiento de la formación y funcionamiento de la
personalidad en su conjunto.
El aspecto gnoseológico comporta el nivel empírico y el nivel racional.
El nivel empírico caracteriza aquel ámbito de la conciencia moral
individual en el cual las representaciones de la persona se han formado
fundamentalmente sobre la base de sus propias experiencias espontáneoempíricas. En este nivel racional, el proceso de formación de la
conciencia moral individual tiene lugar bajo la influencia de los puntos
de vista, ideas y teorías que surgen fuera de la conciencia del individuo
y llegan a ella desde la conciencia moral social. En este nivel se
estructuran los fundamentos de la concepción del mundo del individuo.
En el aspecto sociológico, la conciencia moral individual opera en los
niveles de la conciencia cotidiana y de la teórica. En el nivel cotidiano,
la conciencia moral individual refleja de manera aparencial las
relaciones entre las personas. En este nivel no existe una penetración en
lo esencial que caracteriza a la vida y el desarrollo social, aquí no se
examinan vínculos íntimos que rigen los procesos sociales.
En conjunto, la conciencia moral individual, en su nivel cotidiano, se
fundamenta en hechos únicos que sólo de manera aproximada expresan
la verdadera realidad de las relaciones interpersonales, de los vínculos
entre el individuo y la sociedad. Esta forma de operar que caracteriza a la
45
conciencia moral individual, en su cotidianidad, propicia frecuentemente el
surgimiento de rumores y juicios que, pretendiendo reflejar la esencia de
las motivaciones y actitudes de las personas, tergiversan el carácter de
las conductas individuales. La posibilidad de una distorsión valorativa
tiene su fundamento en que la conciencia cotidiana se apoya
esencialmente en lo casual, en lo que yace en la superficie de los hechos,
propiciando así la apreciación inexacta del contenido de las actitudes
personales.
En el nivel cotidiano, la conciencia moral del individuo no rebasa el
marco de los fenómenos que caracterizan a su medio más inmediato.
Evidentemente que para un conocimiento profundo de la realidad social,
resultan insuficientes las posibilidades que brindan los conocimientos
empíricos y los sentimientos. Para la consecución de este fin, se hacen
necesarios conocimientos en los cuales se generalice la experiencia de
los grupos sociales, de la sociedad en su conjunto. Estos conocimientos
sólo pueden ser adquiridos mediante la instrucción y la educación que se
afincan en la batalla diaria por alcanzar los grandes objetivos sociales.
Resulta conveniente precisar que a la conciencia cotidiana no sólo le son
inherentes los conocimientos empíricos y los sentimientos, sino que
también ella opera igualmente con formas racionales. Es decir, se
fundamenta en determinadas ideas y principios, pero estas ideas existen
en la conciencia cotidiana no en forma teórica, sino a nivel de juicios,
creencias, costumbres que se generan en los límites de la experiencia
diaria. En su quehacer diario, el individuo puede realizar el bien y luchar
por la justicia, no solamente movido por los sentimientos, sino también
por las costumbres, las tradiciones y además, con una elección reflexiva,
consciente.
La cotidianidad de la conciencia moral no consiste en si es racional o
empírica, sino en su incapacidad para decidir los problemas
fundamentales con conocimiento de causa. Problemas de ese tenor, tales
como el de la legitimidad del orden social existente, desde el punto de
vista del humanismo y la justicia, del ideal social, el del sentido de la
vida y otros semejantes, requieren para ser abordados y resueltos
eficazmente de la existencia de una conciencia teórica en el individuo.
Para la formación de la conciencia teórica del individuo, resulta
insuficiente la experiencia propia. La actividad individual, con sus
contradicciones y conflictos, genera un cúmulo de experiencias que
impulsan al ser humano a la reflexión acerca del bien, el deber, la
justicia y otros problemas morales de semejante importancia. Sin
46
embargo, resulta imposible encontrar respuestas idóneas a cuestiones de tal
envergadura sin salir de los límites de los conocimientos adquiridos en
los ámbitos de la experiencia individual. Para hallar respuesta a esos
problemas morales, el individuo debe volverse hacia la experiencia de la
sociedad que aparece reflejada en la conciencia social en forma de
diferentes teorías éticas y doctrinas morales.
Toda teoría ética acerca del desarrollo moral de la sociedad y del ser
humano, presenta una definida tendencia ideológica consistente en
abordar el estudio de los problemas desde las posiciones de los intereses
grupales. Cada individuo en la sociedad antagónica o es miembro de
determinado grupo o se encuentra bajo la influencia de la ideología de
alguno de los conglomerados humanos existentes. Ya desde su infancia,
cuando comienza el período educativo, al individuo, junto a las demás
concepciones acerca del mundo circundante, se le inoculan las ideas de
aquel grupo en manos del cual se encuentra el sistema de educación e
instrucción.
Para comprender ese influjo ideológico a que se ve sometido el
individuo, queremos llamar la atención con respecto a que en la vida
real la persona no sólo se encuentra bajo la influencia de la ideología del
agrupamiento social al cual pertenece, sino que también recibe el
impacto ideológico de los grupos contrapuestos. Esta última influencia
acrecerá sobre todo cuando se trate de una ideología que refleja de la
manera más adecuada la necesidad histórica. En este caso, tal ideología
ejerce en el individuo una influencia más fuerte que las ideas emanadas
de su propio grupo. Cuando esto sucede, se opera el tránsito del
individuo hacia las posiciones más progresistas desde el punto de vista
ideológico.
La ideología que representa el progreso constituye una forma específica
de reflejo del acontecer social. En sus comienzos, esta ideología prende
en la conciencia moral de individuos aislados a los cuales no les
satisfacen las representaciones prevalecientes, las valoraciones
dominantes ni las prescripciones que tienen carácter normativo. Estas
nuevas ideas, enunciadas en forma de hipótesis y teorías, transitan hacia
la conciencia moral social y adquieren carácter de valores sociales.
Resulta importante aclarar que no todas las ideas elaboradas por los
teóricos penetran en la conciencia social como valores.
Desde el punto de vista social, aparecen como valores aquellas ideas en
las cuales está reflejada la necesidad del desarrollo progresivo de la
47
sociedad. Precisamente, esas ideas constituyen la fuerza que activamente
influye sobre la sociedad y la cambia.
La conciencia teórica del individuo constituye un nivel más alto que su
conciencia cotidiana. Cuando el nivel teórico alcanza un rango
apreciable, la persona no sólo adecua su conducta a determinados
parámetros conceptuales, sino que en su actividad realiza lo que exige la
necesidad social en u determinado momento histórico. De esta manera,
el individuo pasa a engrosar las filas de los luchadores por el progreso
social de la humanidad.
La actividad de la conciencia moral individual se realiza en forma
sensorial y en forma racional. Los sentimientos morales constituyen una
reacción interna del individuo hacia las acciones realizadas por él
mismo, así como las concretadas por otras personas. Como expresión de
esta reacción, en el individuo surge determinada relación con respecto a
las acciones referidas que puede expresarse en forma de sufrimientos
internos: sentimientos de vergüenza, arrepentimiento, remordimientos,
satisfacción o en forma de reacciones emocionales dirigidas al exterior:
compasión, odio, amor, indiferencia.
La naturaleza de los sentimientos morales resulta doblemente social. Su
carácter, en gran medida, depende del grupo al que pertenece el
individuo y de aquellos fenómenos sociales que han participado en
calidad de orientaciones valorativas del sujeto en el proceso de su
educación. En cada individuo, la experiencia vital resulta peculiar e
irrepetible, condicionada por las múltiples y variadas circunstancias en
las cuales desenvuelve su existencia. Esta experiencia en unión con la
naturaleza emocional del individuo engendra diferentes sentimientos,
tanto positivos como negativos.
En la vida cotidiana, cuando no existe la posibilidad de meditar
detenidamente acerca de las acciones a realizar, debido a la necesidad de
tomar una rápida decisión, el sentimiento ayuda al ser humano a efectuar
una elección correcta. En este caso, el sentimiento interviene como
motivación de la conducta.
Los sentimientos se encuentran en el escalón inicial del conocimiento
humano. Esta peculiaridad determina que no siempre a través de ellos
puedan reflejarse adecuadamente las situaciones existenciales que
comportan un determinado nivel de complejidad o de situación
conflictiva. Por esta razón, en muchos casos, se habla de que los
sentimientos son ciegos.
48
En la contemporaneidad, resulta muy importante tener presente las
posibilidades reales de los sentimientos morales a fin de orientarnos
certeramente en un mundo caracterizado por la multiplicidad y la
complejidad de los vínculos entre las personas, entre el individuo y la
comunidad. En nuestro tiempo, como resultado de las circunstancias
referidas, en muchas ocasiones se impone la realización de una elección
efectiva de los modos de conducta sobre la base de los sentimientos. Por
eso, los sentimientos morales del individuo deben ser completados con
los conocimientos morales. Conocimientos que permitan a la persona
comprender acertadamente valores morales tales como el bien, el deber,
la solidaridad, la justicia, la libertad; conocimientos acerca de las
normas, principios e ideales sociales.
Sin embargo, los conocimientos, por sí solos, aún no garantizan la
efectividad de la conducta. El individuo puede conocer en qué consiste
su deber, cuales son los valores a los que debe atenerse, pero en la vida
real no actuar en correspondencia con estos conocimientos. En el
proceso educativo es necesario lograr que los conocimientos no sean
para la persona sólo meras abstracciones. Se necesita que esos
conocimientos acompañen sus sentimientos y guíen su conducta
individual.
La unión de los conocimientos y los sentimientos sirve de base a las
convicciones morales que constituyen elementos importantes de la
conciencia moral individual. El individuo que no posee sólidas
convicciones se proyecta en la vida con una endeblez manifiesta y en los
momentos decisivos no suele ocupar las posiciones que demandan las
circunstancias. Fundamentando su modo de vida en convicciones que
poseen un valor insignificante, este individuo jamás podrá elevarse
hasta la comprensión del verdadero sentido de la existencia humana. El
circunscribe su razón de existir al logro de objetivos secundarios, cuya
realización nunca le permitirá constituirse en una personalidad capaz de
revelar en forma plena la genuina esencia de los valores humanos.
Las convicciones morales se forman en cada individuo como resultado
de su participación en la vida social. Este proceso presupone la
influencia de todo el sistema de educación social a fin de forjar en el
individuo un sistema de convicciones. Así mismo se precisa que estas
convicciones orienten al individuo hacia la lucha por el progreso humano
y por la existencia de relaciones justas y solidarias entre las personas.
49
La actividad social del individuo, expresión de su esencia humana, se
integra por el conjunto de acciones y conductas, dirigidas a la
consecución de determinados objetivos. Ella incluye en sí un complejo
de valoraciones que guían a la persona en la elección de sus formas de
comportamiento. La actuación conscientemente dirigida que caracteriza
al ser humano determina que sólo en muy raros casos el individuo
realice una u otra conducta sin plantearse de antemano por qué y para
qué se conduce de tal manera. El ser humano opera con una tabla de
valores que caracteriza a su conciencia y cualifica su modo de vida. El
sentido de la vida del individuo estará determinado por las
peculiaridades de sus orientaciones valorativas.
Con las orientaciones valorativas se enlaza estrechamente la motivación
de la actividad humana. Las acciones individuales en gran medida están
predeterminadas por las circunstancias concretas que la persona
encuentra en el medio en que se desenvuelve. Sin embargo, o anterior no
quiere decir que el ser humano se cruce de brazos ante la realidad
circundante, él aspira a realizar cambios en su entorno, en consonancia
con sus intereses. El ser humano no es un observador imparcial de su
mundo, es el agente activo de las transformaciones que necesita y desea.
Este interés que orienta las acciones del individuo, constituye la relación
subjetiva que como presupuesto de la conducta deviene motivación de
la actividad humana.
En la conciencia moral individual se refleja no sólo el mundo subjetivo,
sino también la propia vida del sujeto en sus variadas facetas. Este
reflejo del micromundo personal abarca la relación del individuo hacia
el mundo objetivo, el carácter e integralidad de las relaciones entre lo
subjetivo y lo objetivo, el nivel de interés hacia el medio circundante, el
grado de influencia activa del individuo con respecto a la realidad
natural y social. En este marco, como indudable muestra del nivel de
desarrollo de la conciencia moral individual, aparece no sólo la unidad
de la orientación valorativa y la motivación, sino también la dimensión
alcanzada por estos fenómenos, es decir, el grado de importancia de unas
u otras motivaciones y la real significación que presentan las
orientaciones valorativas para el sujeto.
En el proceso de su actividad vital, el ser humano constantemente coloca
ante sí diferentes objetivos, tareas, aspiraciones hacia cuya realización se
dirige para dar sentido a su vida. A la luz de estas determinaciones,
tendrá una madurez mayor aquella conciencia que es capaz de plantearse
ante sí los objetivos más significativos, supeditando su alcance a los
50
esfuerzos personales y que examina los asuntos presentes desde el punto
de vista del futuro.
La existencia de una conciencia moral individual desarrollada adquiere
la forma de elevadas exigencias de la persona para consigo mismo. Estas
exigencias se concretan ante el individuo en forma de representaciones
acerca del deber personal y la responsabilidad, el honor y la dignidad,
expresándose como verdaderas órdenes de su conciencia valorativa.
3. "LA ETICA, ALGUNAS CLAVES PARA SU COMPRENSION"
Ética y moral se utilizan como sinónimos o al menos, como palabras que
tienen mucha cercanía. Tal vez, esa equivalencia provenga de que ambos
vocablos tienen sus raíces en términos que significan "costumbre"; ética
proviene del griego "ethos" y moral constituye una derivación del latín
"mores". Algunas veces, la palabra ética es utilizada para designar el
conjunto de principios, normas y formas de pensamiento que guían, o
reclaman autoridad para dirigir, las acciones de un determinado
agrupamiento humano; en otras ocasiones, el término ética se refiere al
estudio sistemático de las argumentaciones acerca de cómo nosotros
debemos actuar. En el primero de estos sentidos, podemos interrogarnos
acerca de la ética laboral de los campesinos en Cuba o hablar acerca de la
manera en que la ética médica en Holanda acepta la eutanasia voluntaria.
En el segundo sentido, ética es el nombre de un campo de estudio y, a
menudo, de una materia que se imparte por los departamentos de Filosofía
de las universidades. Usualmente, el contexto esclarece con qué
connotación se está utilizando el término.
Algunos escritores utilizan el término moral para el primer sentido,
descriptivo, en el que usamos la palabra ética. Ellos hablarían de la moral
de los habitantes de Cuba cuando quieren describir lo que los cubanos
asumen por correcto o incorrecto, y reservarían ética (o en ocasiones
"filosofía de la moral") para el campo de estudio o la materia que se enseña
por los departamentos de Filosofía. El autor de este artículo se inclina a
establecer la distinción terminológica entre ética y moral siempre que sea
posible, aunque hay circunstancias en que la precisión conceptual resulta
muy difícil porque, en realidad, lo ético y lo moral se identifican y
confunden.
 Los orígenes de la moral
¿De dónde viene la moral? Es esta una interrogante que se han planteado
pensadores de diferentes tradiciones a lo largo de miles de años. En
Atenas, hace 2,500 años, el sofista Trasímaco argumentó que la moral es
algo impuesto por el fuerte sobre el débil.
En el diálogo entre
Trasímaco y Sócrates, éste rápidamente se propone amarrar al
desdichado Trasímaco con nudos argumentativos, de esta forma es como
Platón, discípulo de Sócrates, describe la escena. Pero, para todos,
tanto la habilidad discursiva de Sócrates como su victoria pueden ser
consideradas como algo vacío, carentes de una fundamentación de peso.
Sócrates aduce que el soberano, como soberano, no está preocupado por
sus propios intereses, pero sí por los intereses de sus súbditos. Sin
embargo, si eso es lo que hace el soberano como soberano, entonces puede
ser, simplemente, que no haya soberanos como tales en la realidad. El
punto de vista escéptico de Trasímaco acerca de la naturaleza de la moral
se mantiene como una posibilidad.
Más de 2000 años más tarde, bajo la sombra de la Guerra Civil Inglesa,
Thomas Hobbes tuvo una semejante aproximación escéptica hacia la
interrogante referida al origen de la moral, pero concretó una respuesta
diferente. La moral, desde el punto de vista de Hobbes, otorga al soberano
un derecho para mandar y ser obedecido, pero eso es en interés de todos,
no solamente en interés del soberano que tendría tal potestad. Si a nuestro
entender la vida sin un soberano es "solitaria, pobre, fea, brutal e
insuficiente", nosotros podemos colegir que la moral tal como la
concebimos solamente puede existir si todos concordamos en la necesidad
de una suerte de contrato social que requeriría la existencia de un soberano
para hacerlo cumplir.
El debate sobre si los seres humanos son buenos por naturaleza o por la
ejercitación es bastante antiguo. Aristóteles, cuya obra se concreta
inmediatamente después de Platón, pensó que la virtud tiene que ser
enseñada y entonces practicada, sólo así ella puede convertirse en un
hábito. El filósofo chino Mencio, quien vivió en la misma época que
Aristóteles, debatió esta cuestión con los sabios de su tiempo. Al igual que
Aristóteles, ellos argumentaron que la naturaleza humana puede ser
entrenada para hacer el bien así como un tronco de sauce puede ser tallado
para hacer una copa. Sin embargo, Mencio vio a los seres humanos como
dotados de una compasión natural y con un innato sentido acerca de lo
correcto y lo incorrecto. Cuando ellos hacen mal es porque condiciones
adversas han desempeñado un papel corruptor de su naturaleza. Aquí
Mencio anticipa la visión dieciochesca del filósofo francés Rousseau quien
51
52
nos presenta con el clásico retrato del "buen salvaje", un ser humano cuyas
necesidades simples son satisfechas por la generosidad de la naturaleza y
que no tiene motivos para pelear con los otros habitantes del bosque. En
realidad, estos salvajes son, para Rousseau, algo pero salvaje; sus innatos
sentimientos de compasión hacen de ellos seres naturalmente morales. Es
la civilización y, particularmente, la introducción de la propiedad la que
introduce el mal en el mundo.
Rousseau, Hume y Kant forman una especie de tríada del siglo XVIII:
cada uno entre los grandes pensadores de sus países y, asimismo, cada uno
con una concepción distinta acerca del origen de la moral. Hume
compartió con Rousseau la convicción de que el origen de la moral se
encuentra en determinados sentimientos naturales, pero él prestó una
menor atención a la consideración de la naturaleza humana como bien.
Nosotros estamos fragmentados, él pensó, entre nuestros sentimientos de
humanidad y nuestra avaricia y ambición; por eso, la función de la moral
es reforzar aquellos sentimientos que encuentran la aprobación general de
todos y asegurar que nuestros deseos egoístas permanezcan bajo control.
Kant rechazó completamente la vinculación entre la moral y los
sentimientos, sobre lo cual Rousseau y Hume estuvieron de acuerdo. Para
Kant, el origen de la moral no descansa para nada en emociones o
sentimientos. En cambio, la "ley moral pura" es algo completamente
independiente de todo deseo o sentimiento, algo que nosotros podemos
reconocer solamente porque, en nuestra condición de seres racionales,
podemos librarnos de la necesidad causal del ordinario mundo de los
sentimientos y las emociones, y seguir la "ley moral pura" que nos es dada
sólo por la razón.
Cuando se habla del origen de la moral resulta importante analizar los
puntos de vista al respecto de Marx, Darwin, Nietzsche y Freud, los más
influyentes pensadores del siglo XIX y de las primeras décadas del siglo
XX. Para Marx y su compañero de ideales, Engels, la respuesta a la
pregunta acerca de los orígenes de la moral está dada por la concepción
materialista de la historia, la que constituye, probablemente, su más
grande contribución al pensamiento universal. Ellos rechazaron la idea,
abrazada muy claramente por Kant pero asumida también por otros
muchos filósofos de la moral, acerca de que la moralidad en cierto sentido
resulta independiente de las circunstancias materiales de la vida humana.
En cambio, Marx y Engels ven la moralidad, a semejanza de como ven la
religión y otras realizaciones del intelecto humano, como causada y
determinada por las condiciones económicas y sociales bajo las cuales los
seres humanos viven. Considero que es una simplificación comparar los
puntos de vista de Marx con aquellos expuestos por Trasímaco, muchos
53
siglos antes. Mas, si nosotros presentamos a Trasímaco como argumentando
que los conceptos imperantes de justicia e injusticia han sido conformados
para servir al dominio de los poderosos, no resulta difícil verlo como un
precursor de Marx.
Por su parte, Charles Darwin dedicó un capítulo entero de "El Origen del
Hombre" a la génesis del sentido moral. Para él, resultaba importante no
sólo mostrar que la anatomía humana brinda amplias evidencias de nuestra
descendencia con respecto a otros animales, sino también que nuestras
capacidades mentales, incluyendo el sentido moral, son compatibles con
estas hipótesis. De no ser así, entonces sus oponentes tendrían la
posibilidad de argumentar que nosotros, después de todo, debemos
suponer un acto de creación separado -presumiblemente divino- para los
seres humanos.
El enfoque de Darwin, si no su estilo, es
extraordinariamente moderno. Él reunió muchos datos como resultado de
sus observaciones en el mundo animal para mostrar que esos seres vivos
tienen instintos "sociales" que los conducen a tener conductas que -si ellos
fueran seres humanos- podrían, ciertamente, ser caracterizadas como
morales. De este modo, él describe la gradual evolución de la moral desde
las conductas instintivas, en nuestros antecesores animales, hasta las
concepciones éticas más avanzadas, como las argumentadas por filósofos
como Kant.
Nietzsche no está más favorablemente inclinado que Marx hacia las
prevalecientes concepciones de la moral, pero él quiere ir "más allá del
bien y del mal" mediante el enfrentamiento a la razón. Para Nietzsche, la
moral es la creación de "el rebaño", la gran masa de gente ordinaria,
guiada más por sus temores que por sus esperanzas, temerosa de
diferenciarse de la muchedumbre. La moral es el medio por el cual el
rebaño restringe al superior e independiente espíritu humano, de quien sólo
(piensa Nietzsche) puede venir la grandeza, y lo arrastra hacia abajo hasta
su propio nivel.
Freud, el padre del psicoanálisis, escribe principalmente acerca de los
conflictos al interior de las mentes de los seres individuales; sin embargo,
en "La Civilización y sus Insatisfacciones" toma a la sociedad humana en
su conjunto y diagnostica una enfermedad consustancial a ella.
Las
insatisfacciones de la civilización provienen del conflicto entre la
agresividad que, según él, es innata en el ser humano y el "super-ego
cultural", o sea, la autoridad colectiva de la comunidad. En esta situación,
según Freud, la moral surge como "una tentativa terapéutica" para resolver
el conflicto. Dado que Freud postula una natural agresividad en la
naturaleza humana, su análisis tal vez puede ser entendido -si obviamos su
54
metáfora médica- como una variante moderna de la posición expuesta por
Thomas Hobbes.
¿La búsqueda en torno a los orígenes de la moral nos ha proporcionado
suficientes elementos? ¿Nos encontramos en un momento en que esta
temática lo que necesita es el perfeccionamiento y desarrollo del acervo
cognoscitivo acopiado? En cierto sentido, la respuesta es sí. El enfoque
científico y moderno acerca de la génesis de la moral que se inició con "El
origen del Hombre" y la concepción materialista de la historia se ha
tornado mucho más elaborado en las últimas décadas. Nosotros estamos
comenzando a entender el alcance del punto de vista según el cual los
humanos somos morales por nuestra esencia social. Por naturaleza, no
somos ni puramente buenos ni puramente malos, todo dependerá de las
circunstancias sociales. Si bien Darwin y Marx no aclararon todos los
"misterios" en torno a los orígenes de la moral, nos proveyeron de un
esbozo general a partir del cual y de manera segura, podemos encontrar las
respuestas acertadas a las interrogantes que suscita el surgimiento de la
moral.
 El papel de la razón en la moral
La determinación de la importancia de la razón en el ámbito de la
moralidad constituye uno de los problemas claves en la reflexión ética. Si
el mundo moral tiene una peculiaridad que lo distingue, debe ser a causa
del papel que la razón juega en su controvertido entorno. Si no existe este
papel para la razón en la moral o se disminuye su trascendencia, entonces
no será posible resolver las disputas morales entre personas con posiciones
emocionales contrapuestas o diferentes valores y costumbres. Pudiéramos
pensar que como esa es la realidad que nosotros encaramos, simplemente
deberíamos aceptarla. Ciertamente no es fácil concebir cómo pueden
resolver sus diferencias, oponentes con posiciones encontradas, con
respecto a temas polémicos como la eutanasia. Pero en muchos de
nosotros anida el deseo de encontrar soluciones y existe el criterio de que,
al menos en principio, hay una salida para tales desacuerdos. Esta
posibilidad sería factible si los que están a favor y los que se oponen a la
eutanasia entendiesen la naturaleza y las bases racionales de la moral; sólo
así podrían concordar acerca de todos los hechos relevantes de la vida y
llegar a alcanzar las mismas conclusiones acerca de la justificabilidad de la
eutanasia. Por supuesto, resulta difícil poner a prueba este deseo ya que el
acuerdo acerca de todos los hechos relevantes es prácticamente imposible
de obtener, especialmente cuando, como en el caso del ejemplo, se parte
de criterios que se consideran verdades inconmovibles como la
55
consideración de que el límite de la vida humana es competencia de entidades
sobrenaturales.
Con relación a este medular tema acerca del rol de la racionalidad en el
mundo moral, Hume tiene el mérito de iniciar el debate moderno al
plantear que la razón sólo desempeña un papel muy limitado, poco
influyente, a la hora de decidir qué hacer, en términos de conducta
humana. Según él, no es contrario a la razón preferir la destrucción del
mundo entero antes que un rasguño al dedo meñique de uno, o a la inversa,
elegir la ruina personal para lograr algún pequeño beneficio en favor de un
semejante totalmente desconocido. A partir de que la racionalidad juega
un papel limitado en nuestras decisiones prácticas, Hume argumenta que
no es posible para la razón determinar qué es bueno o malo. Así, Hume
concluye que la distinción entre el bien y el mal debe derivar de nuestros
sentimientos y no de nuestra capacidad de razonar. A esto, él añade un
comentario acerca de la dificultad de derivar un juicio de deber de una
serie de afirmaciones sobre lo que es. Esta concisa exposición de la falacia
de deducir valores de hechos, deviene uno de los pasajes más
frecuentemente citado por la moderna Metaética.
Kant es, indudablemente, el más grande oponente del punto de vista de
Hume en lo referente al papel de la razón en la moral. En "Los
fundamentos de la Metafísica de la Moral", él explica el alcance que
otorga a su propuesta de exclusión de todos los sentimientos como
motivaciones morales. Ayudar a otros porque uno tiene sentimientos
bondadosos hacia esas personas, afirma Kant, no configura un valor moral.
Un acto tiene valor moral, únicamente, si está motivado por el sentido del
deber que a su vez explica la ley moral pura en sí misma. Él argumenta
que cuando nos abstraemos de todo sentimiento, nosotros nos quedamos
sólo con la forma pura de la ley moral racional que es patrimonio de todos
los seres racionales y que debe ser universalizada. De este modo, Kant
llega a su famoso imperativo categórico: "Actúa de forma tal que la
máxima de tu conducta pueda convertirse en una ley universal".
Sin embargo, el argumento de Kant acerca del imperativo categórico deja
sin responder una importante cuestión. Para Kant, aunque los seres
humanos toman parte en el mundo de la razón, a través de sus capacidades
intelectuales, ellos deben actuar en el mundo físico, regido por la causa y
el efecto. Incluso, reconociendo que la razón nos guía hacia el imperativo
categórico como el patrón por el cual toda acción moral debe ser juzgada,
quedaría un misterio acerca de cómo este juicio de la razón puede siempre
dirigir a los seres humanos en su actuación. ¿Es la razón sólo un motivo, o
puede ella -como argumentó Hume- únicamente originar la acción si nos
56
muestra cómo alcanzar lo que nosotros queremos? En "La crítica de la Razón
Práctica", Kant trata de superar este problema sugiriendo que nuestro
reconocimiento de la ley moral necesariamente implica a un sentimiento
especial de respeto que sirve como un incentivo para que nosotros sigamos
la referida ley. Por lo tanto, un sentimiento sirve como base de nuestras
acciones, uno que todos los seres racionales deben tener.
El intento de Kant para mostrar que sólo la razón es capaz de guiarnos a
fin de concretar lo que es correcto o debido ha tenido un enorme impacto
en los pensadores posteriores. Pero, ya en las primeras décadas del siglo
XIX, se multiplicaron las dudas acerca de los éxitos de Kant en el campo
de la ética. En ese sentido, Hegel, el más grande de los filósofos alemanes
postkantianos, entiende que la moralidad del deber de Kant resulta
abstracta ya que ella no tiene un contenido real. Aunque, en Hegel, está
presente la referencia a una Idea Absoluta, su comprensión de la moral
tiene indudablemente ribetes sociales. "El deber por el deber" es una
fórmula vacía que no puede aportarnos nada si no se llena con principios
morales sustantivos que, según Hegel, provienen de nuestra inclusión en la
vida moral real de nuestra comunidad. Hegel intentó reconciliar la
moralidad de Kant, basada en la razón universal abstracta, con los más
sustantivos patrones morales dados por nuestra comunidad. La dificultad
radica en mostrar como esta reconciliación es posible sin abandonar la
razón en favor de la obediencia ciega a la costumbre.
En la filosofía posthegeliana se muestra una variedad de posiciones acerca
del papel de la razón en la moral. Henry Sidgwick, el último de los
grandes utilitaristas ingleses del siglo XIX, busca axiomas que sirvan de
base a su filosofía de la moral. Él llamó a estos axiomas "intuiciones",
pero no esa clase de intuición para la cual nosotros necesitamos algún
sentido especial. Más bien, ellos son principios que pueden ser captados
cuando los examinamos cuidadosamente, por ser verdades evidentes en sí
mismas. Edward Westermarck da a conocer su enciclopédico estudio "El
origen y desarrollo de las ideas morales", poco tiempo después que
Sidgwick publicó "Los métodos de la Ética". Westermarck tiene la certeza
de que la gente de diferentes culturas no compartirían el criterio de
Sidgwick de que esos axiomas son verdades evidentes en sí mismas. Para
él, no hay una verdad moral objetiva. La verdad es sólo la costumbre
compartida como expresión de algunos patrones de desenvolvimiento,
basada en la emoción y que experimenta variaciones de una sociedad
a otra.
Ya en pleno siglo XX, resulta importante hacer referencia al positivismo
lógico y sus implicaciones para la ética. Un postulado central de esta
57
corriente filosófica, de tanta influencia en la primera mitad de la centuria,
resulta la perfilada distinción entre las afirmaciones científicas que
describen el estado del mundo y son, en principio, verificables y otras
declaraciones que no nos dicen nada acerca del mundo. Estas últimas no
llegan a integrar verdades lógicas, en cuyo caso son tautologías o meras
experiencias verbales que no tienen sentido. Esto significa para
Wittgenstein que ellas no pueden ser expresadas inteligiblemente y, por
eso, acerca de los tópicos como los de índole moral es mejor permanecer
en silencio. Por otra, Ayer interpreta los juicios morales como expresiones
emotivas al estilo de "¡viva!" y "¡uh!". Desde estas posiciones no es
posible encontrar un papel para la razón en la moral.
La ética emotivista de Ayer vino a convertirse en la concepción filosófica
dominante en el mundo angloparlante después de la Segunda Guerra
Mundial. En Francia, durante este período, tuvo lugar el apogeo del
existencialismo que arribó a conclusiones escépticas semejantes acerca del
papel de la razón. En "El existencialismo es un humanismo", Jean Paul
Sartre explica que si no hay Dios, nosotros no estamos hechos de acuerdo
con plan alguno ni existen principios objetivos que hayan sido establecidos
para guiar nuestra acción. Nosotros somos libres para elegir, y no hay
normas que nos ayuden en nuestras dudas. Este punto Sartre lo desarrolló
con el apoyo de un ejemplo en el que un joven francés, durante la guerra,
tuvo que elegir entre unirse a las fuerzas de la Francia Libre en Inglaterra o
permanecer junto a su madre que había vivido únicamente para él. Este
ejemplo ha ganado celebridad por la frecuencia con que ha sido citado, sin
embargo, su eficacia demostrativa no está a la altura de lo que pensó
Sartre. Incluso, aquellos que parten del criterio de que la moral tiene una
base objetiva, podrían aceptar, fácilmente, la dificultad de tomar decisiones
en tales circunstancias, cuando el resultado probable de cada línea de
acción se presenta con tan poca claridad.
Thomas Nagel es un filósofo norteamericano contemporáneo que por
muchos años ha venido desarrollando argumentos contra el punto de vista
de Hume acerca del limitado papel que la razón puede jugar en nuestras
decisiones prácticas. En "Las bases objetivas de la moralidad", nos brinda
una visión panorámica de uno de los esos argumentos. Nagel trata de
mostrar que los sufrimientos de los otros son malos y que, desde un punto
de vista general, ellos importan, independientemente de como nosotros los
sintamos en el orden personal. Si Nagel está en lo cierto, entonces Hume
debe estar equivocado cuando dice que no es contrario a la razón elegir la
destrucción del mundo entero para evitar un daño a nuestro dedo meñique.
Desde la visión de Nagel, tal elección es errónea porque no da ningún peso
a los sufrimientos de los demás y, por lo tanto, sería contraria a la razón.
58
La idea de Nagel acerca de la razón, aquí expresada, está más cerca del
imperativo categórico de Kant que de la concepción humeana de la razón
como esclava de las pasiones.
Sin embargo, para J. L. Mackie hay algo "raro", inexplicable en la
argumentación de Nagel. Mackie toma el partido de Hume y estructura un
soporte a su posición cuando apunta que si hay algo que es bueno en un
sentido objetivo, la manera en que cada persona lo interioriza resulta
diferente. Y, justamente, en este campo de la individualización de lo
común hay en el mundo muchas cuestiones que nos resultan
incomprensibles. En "La estructura de la Ética y la Moral", R. M. Hare
presenta un conjunto de razonamientos éticos que conduce a una forma de
utilitarismo. La concepción ética que Hare defiende resulta más atractiva
que la de Nagel, porque la hace depender de las especificidades que él
considera inherentes a los conceptos morales más que de cualquier noción
acerca de una razón objetiva. Hare elude las dificultades con respecto a la
posibilidad de una bondad objetiva o su universalización. La cuestión
radica en saber si él limita la aplicación de su punto de vista a aquellas
personas que aceptan de manera común un conjunto de conceptos morales.
Colin McGinn forma parte de un pequeño número de filósofos que ha
tratado de utilizar nuestros crecientes conocimientos acerca de la evolución
social para proporcionar un mejor entendimiento de la naturaleza de la
moral. En "Evolución y bases de la moralidad", él expone un novedoso
argumento contra Hume y sus partidarios. ¿Cómo -pregunta McGinnpudiéramos explicar el proceder altruista que implica el ayudar a personas
desconocidas cuando no existe ninguna perspectiva de reciprocidad? El
considera que sólo es posible una respuesta coherente si se asume que la
moral tiene bases racionales. En este sentido, nosotros podríamos
argumentar que la evolución social comporta el desarrollo de nuestros
poderes racionales y, desde luego, la moral forma parte de esa totalidad.
El ensayo "Realismo" de Michael Smith trae hasta los momentos actuales
la discusión en torno al papel de la razón en la moral. Hoy, en los
departamentos de Filosofía, estos temas aparecen en forma de un debate
acerca del "realismo moral" o como lo expresa Smith, sobre "el criterio
metafísico de que existen hechos morales". En contraposición al
argumento de Mackie de lo extraño o lo raro en el ámbito de la moralidad,
los realistas morales modernos como Smith, ven sólo hechos morales cuyo
misterio radica en que son deseos generados bajo el influjo de
circunstancias particulares. El ensayo de Smith resulta como especie de
una conclusión al debate entre Hume y Kant, porque su noción de los
deseos idealizados como razones para la acción, sugiere una posible
convergencia entre las teorías basadas en los deseos y las fundamentadas
en la razón.
59
 El bien supremo
Las búsquedas conceptuales sobre la naturaleza de la vida buena,
moralmente entendida, caen de lleno en el campo de la ética; esas
indagaciones están basadas en puntos de vista referidos al valor intrínseco
o máximo de la existencia humana. Hay muchas cosas que nosotros
priorizamos, pero son pocas las que nosotros valoramos por ellas mismas.
Vamos a suponer que nosotros valoramos el dinero como lo más preciado.
¿Por qué lo valoramos? A menos que seamos unos avaros, nosotros no
queremos tener dinero con el único fin de recrearnos con su posesión.
¿Queremos tener dinero con el propósito de construir una casa o comprar
un automóvil? Puede ser esa nuestra intención, pero ¿por qué nosotros
queremos esas cosas? ¿Por qué nosotros creemos que dichos objetos nos
harán felices? Pero, ¿son los bienes materiales el camino de la felicidad?
Y, ¿es la felicidad realmente el bien supremo? Si no, ¿cuál otro podría
serlo?
Esas interrogantes fundamentales son parte de la eterna búsqueda por
encontrar el mejor camino para vivir, el verdadero sentido a la existencia
humana. Hoy, tenemos dos razones especiales para examinar las ideas
acerca de qué clase de vida es realmente valiosa. La primera razón es la
necesidad de enfrentar la suposición dominante de que la vida buena
requiere siempre de niveles crecientes de riqueza material. Este criterio
está en oposición a lo sostenido por la inmensa mayoría de los pensadores
de más valía, del pasado y del presente, en diferentes partes del mundo.
Eso no demuestra que la suposición sea errónea, pero nos da una variedad
de argumentos para la reflexión y el análisis, particularmente cuando no
hay evidencias de que, una vez que se tienen satisfechas las necesidades
básicas, el incremento de riquezas nos hace mas felices. La pertinencia
para tal reflexión es grandemente reforzada por la segunda razón que
fundamenta la necesidad de revivir la discusión sobre este tópico. Nuestro
planeta está llegando a los límites de su capacidad para absorber los
deshechos producidos por el derrochador estilo de vida de los seres
humanos. Si deseamos evitar un drástico cambio en el clima global,
tenemos la necesidad de encontrar un nuevo ideal de vida buena que
dependa menos de un alto nivel de consumo material.
Los pensadores antiguos nos legaron ideas muy ingeniosas acerca de la
vida buena. Buda la describe como un término medio entre la búsqueda
del placer físico y la mortificación del cuerpo. Como meta suprema él
sitúa "el cese de la desgracia" que es un estado más allá de toda pasión,
anhelo y deseo. Aristóteles tiene un ideal más positivo. Para el estagirita,
60
la felicidad es el objetivo fundamental que se encuentra y se concreta en el
desarrollo de una vida activa que supone la búsqueda de la sabiduría
filosófica. Esta es la más valiosa vida para una persona, la única que
merece la pena desde el punto de vista de la existencia humana. Epicuro
plantea que el placer es el fin supremo, pero aquellos que sólo tienen una
referencia suya a partir del término "epicureísmo", derivado de su nombre,
se sorprenderán al encontrar en su carta a Meneceo un firme repudio a las
personas que viven para los placeres del comer y el beber. Epicuro se
pronuncia por una vida sencilla en la cual nosotros controlamos nuestros
deseos a fin de lograr un máximo de placer durante un largo período de
tiempo.
Los estoicos, rivales de los epicúreos en la Antigua Roma, fueron todavía
más lejos en la subordinación de los deseos a los dictados de la razón.
Epícteto, esclavo de nacimiento, sugiere que en lugar de desear que la
realidad sea diferente, nosotros debemos cambiar nuestros deseos para
querer lo que realmente ocurre. Sin embargo, a uno le asalta la duda
cuando nos interrogamos acerca de cuántos estoicos fueron capaces de
restar importancia a la pérdida de los miembros de sus familias, tal como
recomendaba Epícteto.
Entre las enseñanzas antiguas acerca de los ideales superiores,
encontramos al Sermón de la Montaña. Su importancia, con relación a
esta temática, se fundamenta en dos razones.
La primera consiste en que ese fragmento bíblico muestra las distintas
virtudes que Jesús elogiaba, las que han configurado una especie de patrón
moral sobre cómo debemos vivir en esta vida. La segunda estriba en que
este pasaje ofrece un tipo diferente de justificación para vivir de acuerdo
con la virtud. Jesús no dice nada con respecto a vincular su lista de
virtudes con una noción de una vida intrínsecamente buena o con cualquier
otro beneficio en este mundo. En cambio, su énfasis está en la virtud
como el único camino para entrar en "el reino de los cielos". Este criterio
contrasta con los puntos de vista de los pensadores griegos y romanos para
quienes, en su mayoría, el vivir virtuosamente lleva en sí su propia
recompensa o constituye un camino para la mejor vida en este mundo.
El predominio de la enseñanza cristiana en la Ética Occidental bien puede
haber tenido la responsabilidad por la declinación del criterio de que el
vivir bien, moralmente, trae su propia recompensa en esta vida. Las
actitudes extremas de algunos santos cristianos de los primeros tiempos,
quienes llevaron a la práctica la idea del sacrificio de los placeres
terrenales en aras del mundo por venir, son vívidamente descritas en la
obra "La historia de la Moral Europea de Augusto a Carlomagno" de W. E.
H. Lecky, uno de los grandes trabajos académicos de la última etapa de la
61
era victoriana. En esa obra, nosotros podemos encontrar un vivo retrato de lo
que, según Lecky, resulta un asombroso "ideal de excelencia" que estuvo
vigente alrededor de dos siglos en la civilización europea.
Con la encantadora "Historia de un buen Brahmán" de Voltaire, nosotros
nos movemos en el escenario de la era moderna en lo referente a la
discusión de los fines de la vida. Aquí el debate gira alrededor del
hedonismo, la idea de que el placer o la felicidad es el bien supremo.
Aunque este punto no ha gozado de una aceptación universal, la
persistencia de su atracción se pone de manifiesto en el hecho de que casi
todos los criterios alternativos se autodefinen por su oposición al
hedonismo. La historia de Voltaire se pregunta acerca de si la sabiduría es
susceptible de ser valorada y si nosotros somos más felices cuando somos
ignorantes.
Jeremías Bentham, el padre fundador del moderno
utilitarismo, no tiene dudas con relación a que la felicidad es el criterio
básico para determinar la vida buena. ¿Podríamos estar de acuerdo con
Bentham acerca de que un simple juego de mesa es tan bueno como la
poesía, en cuanto a las cantidades de placer que ambos proporcionan? ¿O
estaremos al lado del ahijado de Bentham, John Stuart Mill, y
sostendremos que es mejor ser un Sócrates insatisfecho que un tonto
satisfecho? ¿Y es la posición de Mill realmente compatible con el
tratamiento del placer como único bien, como él sostiene? Henry
Sidgwick, a no dudarlo, resulta más cuidadoso que Bentham y Mill al
tratar de establecer que la "conciencia deseable" (que tiene mucha cercanía
con relación al placer, pero no está limitada solamente por él) es el único
valor supremo.
Los retos a la posición hedonística han venido de diversas direcciones. G.
E. Moore, el filósofo de Cambridge que tuvo una profunda influencia del
grupo de Bloomsbury de escritores y artistas, rechaza la insistencia de
Sidgwick acerca de que solamente la conciencia puede ser intrínsecamente
buena. Él concede un lugar destacado, en su jerarquía de cosas valiosas en
sí mismas, a las experiencias conscientes, especialmente las experiencias
de la belleza y la amistad. Pero él también piensa que la belleza es lo
único intrínsecamente bueno, aún
cuando no haya posibilidad de que alguien pueda experimentarla. Lo que
aquí es particularmente interesante (y algo deprimente) no es solamente el
desacuerdo entre Sidgwick y Moore, sino el hecho de que cada uno insiste
en que, por la cuidadosa reflexión llevada a cabo, su punto de vista es
evidentemente correcto por sí mismo. Quizás esto es así porque, si tales
verdades no son evidentes por sí mismas, parece que nadie puede impedir
que cualquiera pueda argumentar en favor de ellas.
62
Las discusiones acerca del valor supremo no están limitadas a los trabajos en
los campos de la filosofía o la religión. En la conclusion de su
autobiografía, Gandhi retoma un antiguo tema de la traición hindú y
postula la meta humana como verdad y ahimsa o el no dañar como fin. El
debate entre el controlador y el salvaje que aparece en "El valiente Nuevo
Mundo" de Aldous Huxley es una expresión, en el ámbito de la literatura
clásica, de las confrontaciones entre el hedonismo y un ideal de vida,
basado en la lucha y el conflicto. Albert Camus al concebir un paradógico
retrato de Sísifo como héroe existencialista, en su ensayo "El mito de
Sísifo", toma este ideal de una vida de lucha y lo lleva aún más lejos.
En la actualidad, ¿qué situación presenta el debate acerca del bien
supremo? En general, hay tres posibilidades principales. Una es, en
términos amplios, el punto de los utilitaristas clásicos: únicamente alguna
forma de conciencia deseable puede configurar intrínsecamente el bien.
Roberto Nozick argumenta que la conciencia no puede tener un monopolio
sobre el valor intrínseco, porque nosotros queremos no solamente tener
ciertas experiencias, sino también hacer ciertas cosas, para vivir nuestras
vidas en contacto con la realidad.
La segunda posibilidad toma en cuenta ese tipo de objeción: ella está
basada en el punto de vista de que nosotros no estamos en posición de
decir a otros qué ellos deben considerar como ser deseable y que, por esa
sola razón, debemos aceptar cualquier preferencia que con respecto al ser
del valor alguien pueda tener a partir de su criterio personal. Este enfoque
ha dado origen a una forma moderna de utilitarismo que se diferencia de
su expresión clásica ya que en lugar de tratar de maximizar la felicidad,
busca producir una satisfacción de las preferencias. Este criterio es
expresado por William James en su ensayo "El bien como satisfacción de
las demandas".
La tercera posibilidad trata de conformar un listado objetivo de bienes
intrínsecos, una relación que puede incluir formas deseables de conciencia,
pero que indudablemente va más allá. Una expresión de este tercer tipo de
teoría es la tradicional ley moral natural, cuyas raíces se proyectan hacia el
pasado por medio de Tomás de Aquino hasta carenar en Aristóteles.
Contemporáneamente, John Finis, en su obra "Ley natural y derechos
naturales", ofrece una moderna versión de esta tercera variante en la
búsqueda de los valores supremos. Derek Parfit, en "Razones y personas",
considera los méritos de cada una de estas tres posibilidades y las
expresiones diferentes que ellas pueden tomar. Cuando comparamos el
estado actual de los debates con las opiniones más antiguas referidas al
63
tema, la discusión muestra lo rigurosa y precisa que se ha tornado la
indagación concerniente a los bienes supremos.
 La acción correcta
En la Ética existe una gran línea divisoria entre los que consideran que un
acto humano es correcto o incorrecto sobre la base de las consecuencias
que de él se derivan y aquellos que juzgan lo correcto y lo incorrecto
teniendo en cuenta algún principio o norma.
Los que valoran los actos por sus resultados son conocidos como
consecuencialistas. El utilitarismo constituye un tipo específico de
consecuencialismo, aquel que juzga las acciones por la cantidad neta de
placer o felicidad que ellas producen. Teniendo en cuenta que la felicidad
no es el único bien intrínsecamente posible, pueden existir otros
consecuencialistas que no sean utilitaristas.
Los oponentes del
consecuencialismo sostienen una diversidad de concepciones. Entre ellas,
las más conocidas son las teoría del derecho natural, la proyección de Kant
y la perspectiva ética del contrato social.
La teoría de la ley natural y los derechos naturales tiene un genuino
representante en Tomás de Aquino, el escolástico medieval, cuyo trabajo
de por vida se encaminó a armonizar la filosofía de Aristóteles con las
enseñanzas cristianas. El resultado de esta labor de Santo Tomás llega
hasta nuestros días como filosofía semioficial de la Iglesia Católica y la
mayoría de los partidarios de la ley natural en ética son católicos romanos.
Como Jhon Stuart Mill señaló, apelar a la "naturaleza" como base del
juicio moral a menudo nos lleva por mal camino. La idea que subyace en
la ley natural en ética es que los seres humanos tenemos, dentro de nuestra
propia naturaleza, una guía que nos indica lo que es bueno para nosotros.
Si seguimos nuestra propia naturaleza, tendremos éxito desde el punto de
vista moral. El problema consiste en conocer qué es lo que nuestra
naturaleza nos indica que es necesario hacer, porque no hay una vía
objetiva o de total coincidencia para decidir lo que es nuestra naturaleza.
Los materiales que poseemos, como herencia conceptual de los teóricos de
la ley natural, nos sirven como punto de partida, aunque debemos tener
presente que esos pensadores nunca tomaron parte en una investigación
empírica encaminada a conocer la naturaleza humana realmente existente.
Si ellos hubieran emprendido esa tarea, se hubieran encontrado, a no
dudarlo, con que la naturaleza humana es compatible con una variedad de
interpretaciones o lecturas, algunas muy diferentes de los presupuestos
teóricos por ellos defendidos.
64
El sistema de la ley natural, desarrollado durante muchos siglos por los
filósofos y teólogos católicos, resulta de gran interés porque revela más
claramente que ninguna otra concepción de la moralidad, las dificultades
que comporta la adhesión a una ética basada en normas que no deben ser
violadas. "Las cartas de Provincia" de Blas Pascal, escritas en 1656-57 en
la forma de cartas imaginarias, a su casa, de un estudiante de teología,
constituyen una devastadora crítica del camino seguido por los jesuítas de
su tiempo al interpretar las normas -por ejemplo, no matar o no mentir- a
fin de regirse por ellas.
Pudiera pensarse que tales argumentos morales jesuíticos sólo existieron
en el siglo XVII, lo que no es cierto. Para demostrar su actualidad,
refirámonos a dos aplicaciones modernas de la ley natural. Una, es la
afirmación del Vaticano que lucha por distinguir la eutanasia que según su
criterio debe ser rechazada, de otras formas de tratamiento humanitario a
pacientes en fase terminal que la máxima autoridad católica no desea
prohibir. La otra, está referida a un criterio sobre la moralidad de la
obtención de semen para pruebas de esterilidad (argumentado por Gerald
Kelly, un jesuíta del siglo XX) que aparece en un manual de Ética Médica.
No queremos sugerir que los jesuítas son más propensos que otros en lo
referente a idear distinciones y buscar matices. Por el contrario, nuestro
punto de vista es que cuando partimos de normas inviolables como
fundamentos de la moral, tenemos que ser muy precisos acerca de los
límites de las normas; de manera tal que al perfilar esos límites, las normas
sean interpretadas en el sentido que nos permitan alcanzar los fines que
nosotros juzgamos deseables. La única alternativa viable consiste en
abandonar la ética de las reglas absolutas.
Existen algunos trabajos sobre derecho que tienen su referente en la ley
natural, moralmente entendida. En "Ley natural y derechos naturales",
John Finnis defiende la procedencia de derechos absolutos a partir de una
ética fundada en la ley natural y la contrasta con enfoques éticos
alternativos. Jhon Locke representa un caso muy diferente dentro de la
tradición que se adscribe a la ley natural. El comienza refiriéndose a los
derechos que existen en un estado de naturaleza y argumenta que esos
derechos son conservados por los ciudadanos aún cuando el estado de
naturaleza sea cosa del pasado. Este punto de vista, acerca de los
derechos, ha tenido mucha influencia en el desarrollo de la constitución
norteamericana, así como sobre el pensamiento ético en los Estados
Unidos donde existe una tendencia, más grande que en cualquier otro país,
a formular argumentaciones en términos de derechos naturales. Robert
Nozick, en "Anarquía, estado y utopía", examina la vía a través de la cual
65
los derechos pueden ser parte de una teoría de la moral que es estructurada de
forma diferente a una ética consecuencialista. Jeremy Bentham toma el
punto de vista opuesto; en su examen de la Declaración de Derechos
promulgada por la Asamblea Nacional Francesa en 1791, él denuncia las
sublimes apelaciones a "los derechos naturales e imprescriptibles" que
realizan los revolucionarios franceses como "lenguaje terrorista" y
"fundamentaciones disparatadas".
Kant presentó su propia forma de ética no consecuencialista en varios
trabajos. En "Los fundamentos de la Metafísica de la Moral", su principal
trabajo sobre la moralidad, aparecen algunos ejemplos de aplicación del
imperativo categórico y de la ética kantiana del deber. El breve ensayo
"Sobre un supuesto derecho a mentir por motivos altruístas", muestra
como Kant rechaza con firmeza cualquier consideración de las
consecuencias, incluso cuando está en juego la vida misma.
Rae Langton explora, críticamente, aspectos de la ética de Kant a la luz de
su impacto sobre la vida de una persona. Este profesor incursiona en una
correspondencia poco conocida, entre Kant y una mujer joven, para
mostrar como el filósofo alemán falla al proponer una respuesta
inadecuada ante un problema moral real. Asimismo, argumenta como una
solución diferente a la de Kant, más abierta en lo concerniente a la
consideración de las consecuencias de las acciones, podría haber dado una
respuesta más adecuada. El ensayo de Jonathan Bennet, "La conciencia de
Huckleberry Finn", no está referido solamente a lo que su título sugiere, el
conocido personaje de ficción, sino que trata también acerca de individuos
reales, el tristemente célebre Heinrich Himmler y el teólogo calvinista
Jonathan Edwards. Este ensayo es una denuncia contra las éticas que
basadas en la idea kantiana de que nuestras acciones deben ser gobernadas
por el sentido del deber, hacen dejación de la sensibilidad humana como
guía de nuestra conducta.
El consecuencialismo más ortodoxo tiene una expresión paradigmática en
la clara afirmación de Jeremy Bentham acerca del principio de la utilidad,
formulada en el capítulo inicial de su obra principal en el campo de la
ética, "Introducción a la teoría de la Moral y la Legislación". William
Godwin en su ensayo "La justicia política", nos ofrece un trabajo basado
en los fundamentos del utilitarismo. En este texto, Godwin aparece
aplicando el principio que aboga porque nuestra conducta tenga como
objetivo la concreción del bien mayor a un caso en que debemos elegir
entre salvar la vida de un hombre importante o la de su criada, que ha
cumplido funciones de madre con respecto al referido señor. Desde la
aparición de "La justicia política" en 1793, la decisión de Godwin en este
66
caso hipotético, siempre ha sido evaluada por los críticos del utilitarismo
como una ilustración de las tendencias inhumanas de esta doctrina.
En su libro "Los métodos de la Ética", Henry Sidgwick considera algunos
problemas difíciles para los utilitaristas. Este autor se interroga acerca del
ámbito de competencia del principio de la utilidad. ¿Debemos tratar de
producir la mayor cantidad de felicidad para los seres humanos o para
todas las criaturas? ¿Es solamente bueno incrementar la felicidad a seres
que son actualmente felices o es también bueno traerla a otros que pueden
ser felices? A la primera interrogante, virtualmente cada utilitarista ha
dado la más afirmativa respuesta, como hace Sidgwick; pero en la segunda
(como plantea Sidgwick aquí, por primera vez) hay un continuo
desacuerdo y cierta cantidad de desconcierto ante la dificultad de encontrar
una respuesta convincente que no introduzca la violencia como agente de
cambio para alcanzar la felicidad futura.
Con respecto a la violencia, Sidgwick estima que puede aceptarse su
posibilidad desde la perspectiva del utilitarismo. Es decir, el utilitarismo
puede cohonestar la violencia en cierto sentido, pero no abogar
abiertamente para que la gente se conduzca por ese camino. En otras
palabras, los utilitaristas (y otros consecuen- cialistas) pueden ser
compelidos, por sus propios principios, a hacer el bien en secreto. Esta
consideración tan paradójica al afrontar este problema, les da la
oportunidad a algunos críticos del utilitarismo de valorarla como causal de
rechazo a esta corriente de pensamiento; sin embargo, para Sidgwick, ello
es meramente una consecuencia del hecho de que no vivimos en "una
comunidad ideal de utilitaristas comprensivos".
R. M. Hare ha hecho más que ningún otro filósofo del siglo XX a fin de
proporcionar el basamento teórico para una forma moderna de
consecuencialismo. En su artículo "La estructura de la Ética y la Moral",
nos da una versión condensada de su posición, desarrollada a lo largo de
cuarenta años en "El lenguaje de la Moral", "Libertad y Razón" y "El
pensamiento moral", así como también en numerosas publicaciones. Si el
argumento de Hare alcanza resonancia se debe a tres resultados
fundamentales: la vindicación del consecuencialismo como una teoría
ética, la reconciliación del consecuencialismo con el método de Kant y la
demostración de que la razón juega un papel sustancial en los ámbitos de
la moralidad.
Entre las más
reiteradas
objeciones, viejas y nuevas, al
consecuencialismo, tenemos las siguientes: el desafío planteado por
Dostoievski en "Los hermanos Karamazov", la propuesta de W. D. Ross
67
referida a las intuiciones del "hombre sencillo" acerca del carácter específico
de nuestros deberes, la aseveración de John Rawls con respecto a que el
utilitarismo falla en lo concerniente a la individualidad de las personas y la
reclamación de Bernard Williams de que en el utilitarismo no hay lugar
para el valor de la honestidad.
El contrato social irrumpe en los predios de la ética como una explicación
para fundamentar el origen de la moral. Sin embargo, el resurgimiento del
interés de lo contractual para la ética, en el siglo XX, no se debe a ninguna
creencia acerca de que la moralidad ha tenido su origen en un contrato
social, explícito o tácito. En cambio, el interés es debido al deseo de que el
modelo de contrato social pueda ayudarnos a la aprehensión de los
principios básicos de un justificable sistema moral y, además, porque la
idea del contrato al partir de la necesidad de alcanzar un acuerdo entre
individuos independientes, puede proporcionar una alternativa a las teorías
consecuencialistas que desatienden lo concerniente a la individualidad de
las personas. En este sentido, demostrar que un conjunto particular de
principios morales podría ser acordado por sujetos independientes,
negociando desde una posición inicial de igualdad, daría a esos principios
una especial significación. No obstante, los sujetos independientes en esa
situación podrían elegir cualesquiera principios que tiendan a maximizar
sus expectativas de alcanzar lo que ellos quieren. En ese caso, el contrato
moral se encaminaría rectamente hacia un forma de consecuencialismo,
pero una variante caracterizada por el propósito fundamental de
proporcionar el mayor bien a las partes contratantes. Por lo tanto, no es
sorprendente que algunos autores sostengan que el modelo del contrato
puede dejar de tomar en cuenta aspectos importantes de carácter moral.
En el decursar del pensamiento ético se han producido intentos
encaminados a llenar el vacío entre aquellos que juzgan lo correcto y lo
incorrecto sobre la base de los principios y aquellos que prestan atención
solamente a las consecuencias de acciones. Con ese propósito, algunos
defensores de una moral basada en reglas han reconocido la necesidad de
las excepciones, cuando el seguimiento de los principios puede comportar
consecuencias catastróficas; otros están preparados para ir más allá y
enfocar las reglas o principios como quien lleva un peso, pero no
precisamente un peso que aplasta, de ahí que la consideración de las
consecuencias de nuestros actos es siempre parte del proceso de formación
de un juicio moral. Al mismo tiempo, los consecuencialistas han insistido
en que ellos pueden reconocer los buenos resultados que comporta el
tratamiento de algunos derechos básicos y reglas morales como si ellos
fueran inviolables, para todos los propósitos prácticos. Aunque los pasos
de avance resultan todavía muy modestos, nos muestran la necesidad de
68
una Ética que necesariamente debe ser una conjugación, sin exclusiones, de
los aportes más valiosos del pensamiento universal desde la antigüedad
hasta nuestros días.
CAPÍTULO II. EL DECURSAR ÉTICO. DE LA ANTIGÜEDAD A
NUESTROS DÍAS.
1. LA VERDADERA CULPA DE SÓCRATES
Sócrates fue una figura en extremo polémica. Se vio enfrentado por los
conservadores que empleaban un vocabulario incoherente como si
estuvieran seguros de su significado, y por los sofistas, cuyas
innovaciones Sócrates consideró igualmente sospechosas. Por
consiguiente, no sorprende mucho que muestre un rostro distinto desde
diferentes puntos de vista. En los escritos de Jenofonte aparece como si
fuera meramente un sosegado doctor del siglo V A.N.E.; en los de
Aristófanes puede mostrarse como un sofista particularmente penoso, en
Platón es muchas cosas y, sobre todo, un vocero de Platón. Es evidente,
por lo tanto, que la tarea de delinear al Sócrates histórico está abierta a
una controversia intrínseca. Pero, quizás se pueda no resolver, sino
evitar el problema mediante el intento de pintar un retrato de Sócrates a
partir de dos referencias básicas. La primera es la exposición de
Aristóteles en la Metafísica, donde el autor, a diferencia de Platón,
Jenofonte o Aristófanes, parece no tener fines interesados. La segunda es
el conjunto de diálogos platónicos que se aceptan como
cronológicamente primeros y en los que las propias doctrinas metafísicas
de Platón sobre el alma y las formas aún no han sido elaboradas.
La personalidad extraordinaria, fascinante y enigmática de Sócrates debe
ser estudiada dentro de su marco epocal. Nacido hacia el 470 A.N.E. en
la misma Atenas, era unos quince años más joven que Eurípides y unos
diez mayor que Tucídides, por situarlo entre dos compatriotas
significativos. Ese rasgo de su ciudadanía ateniense, y su firme
enraizamiento en la ciudad, es uno de los trazos determinantes de su
biografía. Sócrates vivió su juventud en una época de esplendor, cuando
en la política se había afirmado el gobierno de Pericles, y cuando Atenas
se había convertido ya en la metrópolis cultural de Grecia. Allí pudo
escuchar a los grandes sofistas –a Protágoras, a Gorgias, a Pródico, (de
69
quien, quizás con cierta ironía, se decía alumno) y a Hipias, entre otros –y
allí leyó el tratado famoso de Anaxágoras, y pudo asistir a las grandes
representaciones trágicas, a apasionados debates oratorios.
En su madurez y senectud, Sócrates fue testigo de las turbulencias
cívicas en los años de la guerra del Peloponeso. Peleó como buen
soldado, y a no ser por motivo de alguna expedición vivió siempre en su
ciudad. Sobrevivió a los rigores de la guerra y al gobierno despótico de
los Treinta; y fue condenado a muerte por un tribunal popular en unos
momentos de restauración democrática, reo en un proceso de impiedad.
Lo escandaloso de esa muerte pone un colofón heroico en el perfil
biográfico de este personaje, revelando así la trágica tensión de su
relación con Atenas.
Para muchos atenienses, Sócrates les resultaría un tipo familiar, de trazos
físicos bien conocidos: grueso, con cabeza grande, con amplia frente y
nariz chata, ojos abultados de miope, manto tosco y pies descalzos;
sabio e inquieto, resultaba un tanto pintoresco en algún rasgo, como ese
de tratar gratis con discípulos un tanto inclasificables. Callejeador
incesante, frecuentaba los gimnasios y otros lugares de reunión de los
jóvenes. Y dialogaba con todos, preguntando e inquietando en sus
cuestiones a sus contertulios. Era, como él mismo decía, como un tábano
que aguijoneaba a los demás. “Una vida sin examen no es digna de ser
vivida para un ser humano”, nos dice en la Apología platónica. Había
convertido la suya en una constante indagación en torno a la condición
humana y sus conocimientos.
Después de haber sido condenado, declaró a sus jueces que ni siquiera si
le perdonaran la vida a condición de abandonar esa tarea inquisitiva, se
avendría a ello, porque esa era la misión que se había impuesto en
beneficio de sus ciudadanos. La lealtad hacia ese destino filosófico la
llevó a su extremo rigor, y bebió las cicuta , tal como legalmente se lo
impusieron sus mismos conciudadanos atenienses.
El periplo intelectual de Sócrates está en sintonía con su época. Después
de una etapa en que se interesó por temas de Física –según atestigua el
Fedón- centró su investigación en las cuestiones de ética y, en un cierto
afán metodológico, de “lógica”. Pero lo que singulariza la enseñanza de
Sócrates es su actitud radical de buscador de la verdad, su posición
radicalmente crítica. Y no sólo frente a los postulados tradicionales, sino
también frente a las respuestas con las que otros pensadores se
satisfacían después de un intento teorizador nuevo e ingenuo. Con su
método interrogatorio que conduce a la aporía, Sócrates conmueve a sus
70
interlocutores y les obliga a seguir buscando la verdad, y la precisión
conceptual y la adecuación de sus vidas a lo racional. Sin dudas, un
arduo y difícil camino.
Es por esa actitud por lo que Sócrates se define. Implacable, sin aceptar
excusas ni compromisos, Sócrates pregunta y muestra cuán insuficientes
son las respuestas. A diferencia de los sofistas, Sócrates no cobra por sus
enseñanzas y desprecia esa habilidad comercial de quienes venden sus
conocimientos. Pero, ¿qué enseñaba Sócrates?. “Esta es la sabiduría de
Sócrates: no estar dispuesto a enseñar, sino a aprender de los demás
yendo de un lado a otro”, le reprocha agriamente Trasímaco (Rep, 338b).
Sócrates busca el saber, mediante la dialéctica; de ahí su divergencia
metódica frente a los sofistas. Por ese empeñado cuestionarse y
cuestionar a los demás, se define como philosophos, calificación a la par
modesta y orgullosa. Con su actitud va más allá de la sabiduría admitida
como válida, y pone a la filosofía, tal vez sin saber adónde iba, en una
nueva dirección.
Ese “sólo sé que no sé nada”, docta ignorancia, se acompaña con un
precepto que no es nuevo, sino que recoge una máxima délfica:
“conócete a ti mismo”. Frente al saber del mundo, Sócrates insiste en lo
esencial y auténtico del conocimiento propio. Y, ya en este enfoque,
propone una respuesta: la tarea del hombre consiste en velar por su alma.
La duda metódica que él combinaba con su irónica ignorancia concluía,
acaso provisionalmente, en muchos casos, en esa fase de perplejidad ante
la ausencia de solución, cuando ya las respuestas ensayadas se habían
mostrado inválidas y había que pensar en volver a plantear la cuestión
para intentar algún camino nuevo. La aporía en que concluyen tanto
diálogos es, en el método socrático, ya una ganancia y un primer
peldaño hacia el conocimiento verdadero. Sólo tras un cauteloso viaje
discursivo cabe arribar a un puerto seguro; pero Sócrates está interesado
no sólo en la llegada, sino en el mismo viaje.
El “cuidado del alma” es para Sócrates el objetivo fundamental del
hombre. En tal sentido “hacer mejores a los ciudadanos”, como es su
propósito, resulta algo muy distinto de lo que han intentado los políticos,
incluso los mejores según el aprecio general, como Pericles.
La educación tal como Sócrates la entiende, es algo notablemente
distinto de lo que practican los sofistas. Lo que estos maestros de areté
ofrecen a sus discípulos es una formación para el éxito, aceptando las
valoraciones consolidadas. Los sofistas se mueven en el mundo de las
71
opiniones admitidas y el triunfo que prometen a sus clientes está sometido a
la aceptación de los valores vigentes. Sócrates va más allá de las
valoraciones aceptadas, discute todos los conceptos heredados o forjados
de acuerdo con una opinión, muchas veces, asimilada acríticamente.
Sócrates se proyecta como defensor de la autonomía individual al
interiorizar el criterio valorativo. En más de un significativo texto
platónico, Sócrates nos viene a decir: “¿Qué nos importan las opiniones
de los otros, aunque sean la mayoría?. Lo importante es lo que tú y yo en
nuestro coloquio razonado concluyamos”. Todo está sometido a
discusión y crítica. No debemos aceptar las valoraciones tradicionales ni
someternos a la opinión establecida. Sócrates predicó con el ejemplo.
Sus discursos en la Apología son una muestra de esa independencia de
pensamiento y actuación en el individuo.
La lección moral de Sócrates –que es a la vez lección cívica, y en ese
sentido política- se expresa en su vida, de manera ejemplar. El hecho de
que Sócrates no escribiera nada resulta muy fácil de entender. Estaba
interesado en una acción educativa inmediata, en sus conciudadanos, de
una manera directa y personal. No es extraño que desconfiara de la
escritura, donde el diálogo del lector con el autor del texto queda
truncado por la incapacidad de éste para responder a las preguntas y
críticas. Por otro lado, la doctrina de Sócrates no estaba fijada, ni podía
fijarse en unas fórmulas enseñables; consistía ante todo en un método de
cuestionar las opiniones admitidas y en una inquietud intelectual sin
límites.
La condena de Sócrates constituye el último gesto aleccionador en su
vida. Con la aceptación resuelta, tras una apología que tiene mucho de
provocación, ofrece el viejo filósofo su última lección ética. Resulta
paradójico que la justicia de una democracia haya sentenciado a muerte
al más justo de los hombres de la época. ¿Qué mejor acicate podía legar
el filósofo a sus discípulos que el mostrarles cómo un jurado
democrático decidía, por mayoría, el aniquilamiento de un hombre justo
que, fundamentalmente, había querido ser una llamada a la reflexión
sobre la vida auténtica?.
En el Critón, Sócrates expone sus motivos para acatar la pena capital y
no huir de la cárcel y de Atenas. Sócrates, siempre ejemplar, quiere ser
fiel a las leyes de su ciudad, aun cuando en ello le va la vida. A
diferencia de los sofistas, viajeros y extranjeros, Sócrates es,
esencialmente, un ateniense; este inveterado crítico está ligado a su polis
y no podría, afirma, vivir en otra parte, traicionando esa consuetudinaria
72
lealtad. Desde este punto de vista, el gesto arrogante del acatamiento de la
pena máxima es un estupendo colofón a la tarea de toda una vida. Es el
mejor ejemplo de la valentía del hombre sabio que no se deja apartar de
su misión por presiones externas.
Han transcurrido 24 siglos de la condena a muerte de Sócrates. Hoy
como ayer, resulta pertinente preguntarse acerca de su inocencia o
culpabilidad. En este sentido Hegel en sus Lecciones sobre la historia de
la filosofía, nos dice: “El destino de Sócrates es, pues, el de la suprema
tragedia. Su muerte puede aparecer como una suprema injusticia, puesto
que había cumplido perfectamente sus deberes para con la patria y había
abierto a su pueblo un mundo interior. Mas, por otro lado, también el
pueblo ateniense tenía perfecta razón, al sentir la profunda conciencia de
que esta interioridad debilitaba la autoridad de la ley del Estado y
minaba el Estado ateniense”.
El quehacer socrático devino subversivo y Sócrates resultó culpable por
traer a la conciencia la necesidad y posibilidad de la subjetividad,
potenciar el mundo interior de la individualidad, elevar a primer plano la
libertad de elección, complementar el concepto de persona con la
autonomía individual, comprender la identidad ciudadana como ejercicio
consciente del individuo, conmover con sus preguntas el fundamento de
la autoridad de la polis y poner en tela de juicio la asimilación acrítica de
las tradiciones comunitaristas. He ahí la verdadera culpa de Sócrates:
descubrir a sus semejantes la dimensión espiritual de la existencia
humana.
Con la
trágica muerte de Sócrates quedan evidenciadas las
contradicciones del Estado ateniense. La polis, en pleno uso de sus
atribuciones democráticas, ha destruido al más noble de sus ciudadanos,
como en un acto de venganza. Sócrates en su búsqueda de respuestas
firmes y argumentadas a las cuestiones existenciales ha resultado tan
perturbador o aún más que los enemigos jurados de la polis. Sólo el
individuo, autónomamente, puede dar razón de su conducta, y esa
apelación a su razón como juez definitivo es una liberación de todos los
vínculos tradicionales. La actuación de Sócrates preludia, pues, con
siglos de anticipación, la crítica ilustrada que caracteriza a la
Modernidad.
73
2. LA ÉTICA ARISTOTÉLICA
Los aportes de Aristóteles (384-322 a.n.e.) al acervo ético universal son
de tal valía que se le considera el padre de la Ética. Nadie, antes que él,
tuvo resultados tan relevantes en lo referente a la constitución de la Ética
como disciplina filosófica. Sus esfuerzos por sistematizar el
conocimiento del fenómeno moral, contenidos en la “Ética a Nicómaco”,
nos asombran aún en la contemporaneidad.
El mensaje ético aristotélico nos llega en tres obras: la Ética Eudemia, la
Ética a Nicómaco y la Gran Ética o Magna Moralia. La Ética a
Nicómaco recoge las concepciones éticas del Aristóteles maduro; esta
obra resulta inobjetablemente superior a las otras dos por lo acabado de
la construcción, la claridad del estilo y la profundidad del pensamiento.
Por estas razones es que desde la antigüedad se consideró por los
estudiosos que la comprensión del pensamiento ético del estagirita
decididamente hay que buscarlo en la Ética a Nicómaco.
La Ética a Nicómaco consta de 10 libros y 112 capítulos breves. En sus
páginas se abordan temáticas tales como la teoría del bien y la felicidad,
la teoría de la virtud, acerca del valor y la templanza, el análisis de las
diferentes virtudes, la teoría de la justicia, la teoría de las virtudes
intelectuales, la teoría de la intemperancia y del placer, la teoría de la
amistad y sobre el placer y la verdadera felicidad. La aparición de este
trabajo, dedicado íntegra y directamente al estudio de la moralidad,
constituyó en justicia el acta de nacimiento de la Ética.
Aristóteles desarrolla y sigue de modo consecuente la idea de que el
saber ético posee un carácter eminentemente práctico. La Ética, según el
criterio aristotélico, prescribe qué se debe hacer y de qué es preciso
abstenerse. Esto engendra la necesidad de dar una fundamentación moral
al bien supremo, con el cual los hombres deben cotejar sus aspiraciones
personales.
Asimismo, el contenido de la Ética a Nicómaco indica que la teoría
ética se forma como disciplina normativa. En la obra se expone un
sistema de normas que el autor recomienda utilizar a fin de alcanzar el
bien. Lo característico estriba en que el hecho de guiarse por normas se
hace depender de la razón y de la voluntad del hombre, como sujeto de
la actividad moral. En este aspecto, la teoría de las virtudes pone en claro
la naturaleza específica de la Ética que no impone sus recomendaciones
a los hombres, sino que las dirige a la razón y a la voluntad humanas. La
consiguiente voluntariedad de las acciones humanas, basadas en la libre
elección y orientadas al logro del bien, caracteriza la especificidad de la
moral.
74
En la ética aristotélica el principio de partida es el bien moral. Según
Aristóteles cada cosa, sobre todo cada instrumento, tiene su peculiar ser
y sentido cuando llena su misión y cumple su cometido, entonces la cosa
es buena. De igual manera ocurre con el hombre. Si se comporta según
su naturaleza y cumple los cometidos fundados en su esencia, llenando
así el sentido de su ser, llamamos al hombre bueno. El hombre bueno es
el que concreta el bien moral al actuar en consonancia con la naturaleza
humana general, es decir, la naturaleza humana ideal.
Aristóteles analiza el contenido de la naturaleza humana ideal y explota
ese análisis para trazar conceptualmente el camino de las virtudes éticas.
Lo bueno coincidirá con lo virtuoso. Bajo el nombre de virtud
comprende Aristóteles lo que designamos hoy con el nombre de valores.
Su concepción del hombre se ilumina al confrontarla con la tabla de
valores de su cuadro teórico de virtudes. Esta tabla de valores constituye
un componente clave en la ética aristotélica porque de no existir, el
principio moral se convertirá en una mera norma formalista, genérica y
vacía.
La virtud es para Aristóteles aquella actividad en nuestro querer que se
decide por el recto medio, y determina este recto medio tal como suele
entenderlo el hombre inteligente y juicioso. Dicho en forma más breve,
la virtud es el natural obrar del hombre en la vía de su perfección. Y
puesto que la naturaleza específica del hombre consiste en su ser
racional, y este ser racional se escinde en pensar y querer, tenemos,
según Aristóteles, los dos grandes grupos de virtudes: las virtudes
dianoéticas y las virtudes éticas.
Las virtudes dianoéticas son las perfecciones del puro entendimiento, tal
como se dan en la sabiduría, en la razón y en el saber. El concepto de
virtud ética persigue expresamente el fin de hacer justicia al hecho del
querer, como peculiar facultad espiritual fundamentalmente distinta del
mero saber. Las virtudes éticas tienen efectivamente su campo de acción
en el sometimiento del cuerpo y de sus apetitos al dominio del alma. Le
cabe a Aristóteles el mérito personal de haber enfocado esta realidad,
dirigiendo su mirada al campo de las virtudes éticas las que describe en
sus específicas propiedades, caracterizando así con mano maestra la
valentía, el dominio de sí, la liberalidad, la magnanimidad, la grandeza
de alma, el pundonor, la mansedumbre, la veracidad, la cortesía, la
justicia y la amistad.
La moralidad, según Aristóteles, se asienta en un trípode conceptual
constituido por el bien, la virtud y la felicidad. La observancia de una
vida virtuosa hace al hombre bueno y dichoso. Claro está que la
felicidad, en sentido aristotélico, no puede consistir en el placer y el gozo
corporales, pues esto estaría también al alcance del animal y nuestro bien
no pasaría de un bienestar corpóreo. SI la felicidad se fundamenta en el
75
placer corporal, tendríamos que proclamar con encomio la dicha del buey
que pace a su satisfacción en un campo de guisantes, había dicho ya
Heráclito.
Aristóteles no condena de manera absoluta al placer. Cuando se trata del
placer, hay que distinguir entre placer equivalente a deseo,
concupiscencia, y placer en el sentido de dicha beatificante sobre algo.
El placer, en el segundo sentido, está vinculado a la perfección moral y a
la felicidad. Aristóteles llega a una jerarquización de los placeres. En la
cima está el placer vinculado al puro pensar, le sigue el placer enlazado
con las virtudes éticas; y en ínfimo grado están los placeres sensibles
corpóreos, en la medida que éstos se hacen necesarios, es decir, corren
por los cauces y según la medida prescritos por la naturaleza misma.
La consideración de Aristóteles acerca de la moral como un fenómeno
humano, se pone de manifiesto al tocar el tema del nacimiento y
desarrollo de la virtud. En este sentido, el estagirita tiene en alta estima
el conocimiento de las virtudes como prerrequisito para orientarse
moralmente en la vida; hace especial hincapié en el consciente esfuerzo
personal hacia el bien; considera muy importante la aportación al
perfeccionamiento moral que significa una buena educación, y apunta
sobre todo a la ejercitación de las virtudes y a los hábitos adquiridos en
este campo como factores decisivos. Aristóteles pensaba que así como
un hombre se hace constructor de casas construyendo y se hace buen
constructor construyendo bien, igualmente se hará un hombre justo
pensando y obrando rectamente, ejercitándose prácticamente en el
cultivo cotidiano de la justicia.
Un aporte relevante de Aristóteles al pensamiento ético estriba en la
consideración de la virtud no solamente como un saber, sino también
como un acto de voluntad, un proceder, una conducta. Este punto de
vista que permitió la comprensión del fenómeno moral como
conjugación de conciencia y actividad significó un considerable paso de
avance en la consecución de la Ética como disciplina filosófica. En la
ética aristotélica habrá un nuevo capítulo, el que desarrolla la doctrina
del querer. Querer, entendido como actuación voluntaria del sujeto de la
moralidad.
Para Aristóteles, el acto moral exige en su tipificación no solamente la
actuación de la voluntad, sino que esa voluntad esté avalada por la libre
elección. En los niños sin uso de razón y en los mayores en acciones que
realizamos a la fuerza está presente la voluntad en el obrar, pero hay
ausencia de libertad de elección. El acto moral debe ser una acción
específicamente humana, es decir, una acción del hombre mentalmente
sano que concreta una conducta de libre elección. La voluntad libre es
algo superior a la mera actuación de la voluntad. El principio del obrar
de tal manera está en nosotros, que podemos con dominio del acto
76
disponer sobre nuestro obrar o no obrar. Aristóteles suscribe, pues, la
libertad de la voluntad como sello distintivo que matiza moralmente a la
conducta humana.
Aristóteles consideraba que la virtud superior es la justicia, que reúne en
sí a todas las demás y mediante la cual se logra la armonía entre el
bienestar personal y el general. Esta peculiaridad se aprecia en las dos
vertientes de la justicia que distinguía Aristóteles, es decir, la
conmutativa y la distributiva. La justicia conmutativa establece que
todos los ciudadanos del Estado, por el hecho de serlos, se encuentran en
igualdad de condiciones, merecimientos y oportunidades. Y la justicia
distributiva postula que aquellos ciudadanos que brindaron servicios
especiales al Estado o se distinguieron por sus capacidades
excepcionales y virtudes fuera de lo común, deben ser objeto de
reconocimientos y grandes honores. Si bien el concepto aristotélico de
justicia se nos presenta más que como virtud del ser humano como virtud
del Estado, no debe pasarse por alto el fondo humano-universal que
comporta el reconocimiento de la igualdad por la igualdad, y de lo
desigual para los méritos desiguales.
Otra particularidad de la ética aristotélica consistió en que no estableció
una contraposición absoluta entre las virtudes y los vicios. Veía la
relatividad de sus respectivos límites, y la posibilidad de que las virtudes
y los vicios se transformasen recíprocamente bajo el influjo de
determinadas circunstancias. El original pensamiento de Aristóteles
estriba en que él analizó la virtud y el vicio como dos partes de una
misma determinación cualitativa, sólo expresadas con diferencias
cuantitativas. La virtud es la medida, el vicio la misma cualidad sólo en
su extremo, es decir, en una forma exagerada o por el contrario en una
forma atenuada.
Con el concepto de medida incorpora Aristóteles a su doctrina ética un
elemento que era corriente, desde mucho antes, en el pensamiento
griego. Él lo reelabora inteligentemente, mostrando que las virtudes se
sitúan en un cierto medio entre dos extremos. Aunque es justo consignar
que para el estagirita no se trataba de un medio mecánico o geométrico,
sino de un medio concretamente proporcionado a las especificidades de
cada caso. Así, por ejemplo, la valentía no está enteramente en el medio
entre la cobardía y la temeridad, sino está un poco más cerca de la
temeridad, como al revés la parsimonia está un poco más cerca de la
avaricia que de la prodigalidad. Aristóteles exaltaba la medida, el
término medio como ideal de conducta del hombre sabio, y condenaba
los extremos, el exceso y el defecto.
La ética aristotélica es esencialmente eudemonística. Pero este
eudemonismo es de tipo racionalista y a la vez social. El estagirita se
planteó la cuestión de cómo el individuo puede alcanzar la felicidad
77
viviendo en la sociedad y sin entrar en antagonismo con el bienestar
público. Aristóteles consideraba el bien común como el bien del estado
y al ser humano sólo un ciudadano del estado esclavista; los esclavos no
se tomaban en consideración debido a que ellos no eran ciudadanos de la
antigua polis. De esta forma, la moral estaba subordinada a la política y
la ética devenía la ciencia de la conducta correcta del ciudadano en el
estado lo que implicaba conjugar acertadamente la felicidad personal con
el bienestar estatal. Así, Aristóteles se convierte en uno de los primeros
filósofos en considerar que el camino a la felicidad del individuo se
encontraba en la comprensión de los objetivos e intereses de toda la
sociedad.
Visto con una perspectiva actual, el eudemonismo racionalista de
Aristóteles con toda su carga social, padeció de una ostensible limitación
clasista. La ética aristotélica tenía como objetivo la moralidad del heleno
libre, del esclavista. Los esclavos, así como los “bárbaros” no eran
considerados como sujetos de la referida moralidad. Aunque en las
concepciones aristotélicas se destacaba la naturaleza social del hombre,
que el estagirita denominaba “animal político”, lo cierto es que
Aristóteles entendía esta naturaleza muy unilateralmente, como un
conjunto de características inherentes a un miembro idealizado del
estado esclavista de la antigua Grecia.
El esfuerzo aristotélico en el estudio de la moral dejó un saldo para la
posteridad que resulta insoslayable e imperecedero. La ética de
Aristóteles se esforzó por hacer predominar el sentido de lo real en la
moralidad. Quiso mostrar que el sujeto moral es el hombre de carne y
hueso, que las ideas morales no están separadas de los seres humanos, y
que la virtud debe encontrar su regla y su recompensa en el mundo de los
hombres. Por sus esfuerzos sistematizadores, por los avances que logró
en la concreción del aparato conceptual de la Ética y por la connotación
humana que le insufló a la moralidad, Aristóteles deviene una de las
figuras cimeras en el pensamiento ético universal.
3. LA ÉTICA KANTIANA
Kant (1724-1804) constituye una de las figuras cumbres de la historia
de la ética. Según él, la naturaleza es completamente impersonal y no
moral. Por eso, tenemos que buscar el reino de la moral fuera del reino
de la naturaleza. La moral tiene que ser independiente de lo que sucede
en el mundo natural, porque lo que sucede en el mundo natural es ajeno
a la moral. Además, el procedimiento de Kant no consiste nunca en
buscar una base para el conocimiento, es decir, un conjunto de primeros
78
principios o datos sólidos, con el fin de reivindicar nuestra pretensión de
conocimiento contra algún hipotético escepticismo. Kant da por supuesta
la existencia de una conciencia moral ordinaria. Esta conciencia de la
naturaleza humana ordinaria proporciona al filósofo un objeto de
análisis, y la tarea del filósofo no es buscar una base o una
reivindicación, sino averiguar cuál debe ser el carácter de nuestros
conceptos y preceptos morales para que la moralidad sea posible tal
como es.
Kant se ubica, por lo tanto, entre los filósofos que consideran que su
tarea es un análisis post eventum: la moralidad es lo que es, y nada
puede hacerse al respecto. Pero mucho más importante es el hecho de
que Kant concibió su tarea como el aislamiento de los elementos a priori
–y, por lo tanto, inmutables- de la moralidad. En diferentes sociedades
quizás haya diferentes esquemas morales, y Kant insistió en que sus
propios estudiantes se familiarizaran con el estudio empírico de la
naturaleza humana. Pero, ¿qué es lo que convierte en morales a estos
esquemas? ¿Qué forma debe tener un precepto para que sea reconocido
como precepto moral?
Kant emprende el examen de esta cuestión a partir de la aseveración
inicial de que no hay nada incondicionalmente bueno, excepto una buena
voluntad. La salud, la riqueza o el intelecto son buenos sólo en la medida
en que son bien empleados. Pero la buena voluntad es buena y
“resplandece como una piedra preciosa” aun cuando “por la mezquindad
de una naturaleza madrastra” el agente no tenga la fuerza, la riqueza o la
habilidad suficientes para producir el estado de cosas deseable. Así, la
atención se centra desde el comienzo en la voluntad del agente, en sus
móviles o intenciones, y no en lo que realmente hace. ¿Qué móviles o
intenciones hacen buena a la buena voluntad? El único móvil de la buena
voluntad es el cumplimiento de su deber por amor al cumplimiento de su
deber. Todo lo que intenta hacer obedece a la intención de cumplir con
su deber.
En el ámbito moral, desde la perspectiva kantiana, el punto de partida
para la reflexión es un hecho de razón, el hecho de que todos los
humanos tenemos conciencia de ciertos mandatos que experimentamos
como incondicionados; todos somos conscientes del deber de cumplir
algún conjunto de reglas por más que no siempre nos acompañen las
ganas de cumplirlas; las inclinaciones naturales, como todos sabemos
por propia experiencia, pueden ser tanto un buen aliado como un
obstáculo, según los casos, para cumplir aquello que la razón nos
presenta como un deber. En esto consiste el “giro copernicano” de Kant
en el ámbito moral, el punto de partida de su ética no es el bien que
apetecemos como criaturas naturales, sino el deber que reconocemos
interiormente como criaturas racionales; porque el deber no es deducible
79
del bien, sino que el bien propio y específico de la moral no consiste en otra
cosa que el cumplimiento del deber.
Los rasgos fundamentales de la ética kantiana son el formalismo, el
rigorismo, el apriorismo y la autonomía. Nada expresa mejor el
formalismo de la ética kantiana que la “ley fundamental de la pura razón
práctica”. Dice así: “Obra de modo que la máxima de tu voluntad pueda
siempre valer como principio de una legislación general”. No señala
Kant una serie de virtudes o de valores de determinado contenido, como
la fidelidad, la veracidad, la honradez, etc. Sino que nos da como regla
para saber qué es bueno o malo, el preguntarnos simplemente ante
cualquier acción: ¿puedes querer que tu máxima (juicio práctico
determinado) se convierta en ley general?
En la ética de Kant, el rigorismo se expresa cuando lo moral nos sale al
encuentro como ley, como imperativo, y el imperativo es categórico, no
tolera ningún “si” ni ningún “pero”, ni consideración alguna con las
naturales inclinaciones e intereses personales; pues en estos casos
dependería el precepto de una inclinación o de fines particulares o
intereses, y entonces no tendríamos un imperativo categórico,
incondicionado, sino sólo un imperativo hipotético. Con ello, la ética de
Kant se convierte declaradamente en una ética del deber. Toda la moral
descansa única y exclusivamente en el obrar por el deber. Sólo cuando
nuestra acción nace “del deber” y se ejecuta “por amor al deber” es
nuestro obrar moral.
El formalismo racional está enlazado con el apriorismo. La razón
impera por sí misma y al margen de toda experiencia relativa a lo que ha
de acaecer, es decir, acciones de las que el mundo posiblemente no ha
dado ningún ejemplo. Aun cuando no se hubiera dado hasta ahora en la
vida un solo amigo honrado, no obstante, la honradez como deber
existiría “antes de toda experiencia, en la idea de una razón determinante
de la voluntad por motivos a priori”. Lo que persigue Kant con el
apriorismo de la razón es el seguro de intemporalidad para la ley moral.
El hombre se da a sí mismo la ley moral, como suele decirse; es él
mismo la ley moral con su pura razón práctica. La autonomía, en la ética
kantiana, no es en realidad más que puro formalismo. Dado que el
principio de la moralidad descansa en la pura legislabilidad
universalmente valedera, la razón es por sí misma práctica y, con ello,
esa razón se convierte en ley para todos los seres racionales. A esta ética
autónoma, se opone la ética heterónoma en la que la moralidad del
hombre cae en dependencia respecto de algún referente de carácter
externo.
Según Kant, el “faktum” de lo moral consta de dos elementos
específicos que lo diferencian perfectamente de toda otra clase de
fenómenos. Estos elementos son el deber y la libertad. En la
80
Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres se nos revela, ya en el
Prefacio, que ese “faktum” del deber fue la piedra angular y punto de
arranque de la ética kantiana. Kant nos dice allí que su intención es
darnos una filosofía moral “pura”, totalmente limpia de todo lo
meramente empírico; “pues que deba darse tal (filosofía moral pura)
resulta evidente por la común idea del deber y de las leyes morales”.
Todo el mundo reconocerá, asevera Kant en la obra referida, que una
ley moral tiene que llevar consigo una necesidad absoluta y “que
consiguientemente, el fundamento de esta obligación (absoluta) no
puede buscarse en la naturaleza del hombre o en las circunstancias del
mundo en que se encuentra metido, sino que se ha de buscar a priori
únicamente en los conceptos de la razón pura. De manera parecida, la
Crítica de la Razón Práctica empieza comprobando la existencia de leyes
que son válidas para todo ser racional, como imperativos “categóricos”
absolutamente incondicionados.
Al igual que el deber, la libertad, entendida como libertad moral de
elección, es también para Kant un “hecho” de la razón práctica. Libertad
y ley incondicionada del deber se implican mutuamente. Y, de modo
semejante al deber, esta libertad tiene, como característica suya, la
incondicionalidad. No sacamos la idea de la libertad del mundo de la
experiencia; nunca la podríamos descubrir allí, pues en ese mundo
impera el determinismo causal; la libertad moral es un “faktum a priori”
de la razón misma, que, al igual que la ley del deber, se enfrenta con la
realidad espacio-temporal, como algo absoluto. Podrá el hombre desoír
la voz de su conciencia, podrá adormecerla, hasta podrá ser que el
mundo entero no nos dé ejemplo alguno de lo que debe ser; a pesar de
todo, el hombre debe y puede lo que debe; pues el deber y la libertad no
se los procura el hombre, simplemente los tiene; están incorporados a la
esencia del hombre.
La dignidad del hombre es el vértice al que apunta Kant en su doctrina
sobre la autonomía. Según su criterio, la autonomía es el fundamento de
la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional. Sólo
así se salvan la libertad y el deber, los dos hechos fundamentales de la
moralidad. De no darse el hombre la ley a sí mismo, se haría esclavo de
la materia del mundo sensible o del querer arbitrario de un Dios
trascendente. Con ello se anularía a sí mismo. Según Kant, el hombre no
debe jamás ser utilizado como medio, es decir subordinado a un ulterior
fin extraño; ha de ser siempre un “fin en sí”. Esto puede resumir para
Kant toda la moralidad.
Así entendemos la segunda fórmula que propone Kant para expresar la
ley fundamental de la razón práctica: “obra de tal suerte que siempre
tomes a la humanidad como fin y jamás la utilices como simple medio,
ya en tu persona, ya en la persona de cualquier otro”.
81
Kant advierte que los imperativos morales se hallan ya presentes en la vida
cotidiana, no son un invento de los filósofos. La misión de la Ética es
descubrir los rasgos formales que dichos imperativos han de poseer para
que percibamos en ellos la forma de la razón y que, por tanto, son
normas morales. Para descubrir dichos rasgos formales propone Kant un
procedimiento que expone a través de lo que él denomina “las
formulaciones del imperativo categórico”. De acuerdo con ese
procedimiento cada vez que queramos saber si una máxima puede
considerarse “ley moral”, habremos de preguntarnos si reúne los
siguientes rasgos, propios de la razón:
1)
Universalidad. Será ley moral aquella que comprendo que todos
deberíamos cumplir.
2)
Referirse a seres que son fines en sí mismos.
3)
Valer como norma para una legislación universal en un reino de
los fines.
“Dos cosas hay que llenan el ánimo de admiración y respeto siempre
nuevos y siempre crecientes cuanto más veces y con más detenimiento
se consideran: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí”,
escribe Kant al cerrar la Crítica de la Razón Práctica. La vista del cielo
tachonado de estrellas le recuerda al hombre que es una parte de este
mundo material y sensible, con cuya grandeza comparado no es más que
un pequeño e insignificante fragmento. Pero la ley moral dentro de
nosotros arranca de nuestra interioridad y mismidad, y ensalza
infinitamente el valor de nuestro ser dotado de inteligencia mediante
nuestra personalidad, pues esa ley revela una vida independiente del
mundo entero.
Todo el enorme esfuerzo de reflexión que llevó a cabo Kant en su obra
filosófica tuvo siempre el objetivo de estudiar por separado dos ámbitos
que ya había distinguido Aristóteles siglos atrás: el ámbito teórico,
correspondiente a lo que ocurre de hecho en el universo conforme a su
propia dinámica, y el ámbito de lo práctico, correspondiente a lo que
puede ocurrir por obra de la voluntad libre de los seres humanos. El
quehacer ético kantiano tuvo como propósito coadyuvar a que la razón
saliera de la ignorancia proponiendo medidas para disciplinar la
reflexión moral de sus semejantes.
En Kant, el deber no sólo ocupa una posición central, sino que absorbe
todo lo demás. La palabra deber no sólo se separa por completo de su
conexión básica con el cumplimiento de un papel determinado o la
realización de las funciones de algo particular. Se vuelve singular más
bien que plural, y se define en términos de la obediencia a los
imperativos morales categóricos, es decir, en términos de mandatos
contenidos en el deber respectivo. Esta misma separación del imperativo
categórico de acontecimientos y necesidades contingentes y de las
82
circunstancias sociales lo convierte al menos en dos sentidos en una forma
aceptable de precepto moral para la emergente sociedad liberal e
individualista.
Hace ese imperativo que el individuo sea moralmente soberano, y le
permite rechazar todas las autoridades exteriores. Y le da la libertad de
perseguir lo que quiere sin insinuar que debe hacer otra cosa. Esto último
quizás sea menos obvio que lo primero. Los ejemplos típicos dados por
Kant de pretendidos imperativos categóricos nos dicen lo que no
debemos hacer: no violar promesas, no mentir, no suicidarse, etc. Pero
en lo que se refiere a las actividades a las que debemos dedicarnos y a
los fines que debemos perseguir, el imperativo categórico parece
quedarse en silencio. La moralidad limita las formas en que conducimos
nuestras vidas y los medios con que lo hacemos, pero no les da una
dirección. Así, la moralidad sanciona, al parecer, cualquier forma de vida
que sea compatible con el mantenimiento de las promesas, la expresión
de la verdad, etc.
Puesto que la noción kantiana de deber es tan formal que puede dársele
casi cualquier contenido, queda a nuestra disposición para proporcionar
una sanción y un móvil a los deberes específicos que pueda proponer
cualquier tradición social y moral particular. Puesto que separa la noción
de deber de los fines, propósitos, deseos y necesidades, sugiere que sólo
puedo preguntar al seguir un curso de acción propuesto, si es posible
querer consistentemente que sea universalizado, y no a qué fines o
propósitos sirve. Hasta aquí, cualquiera que haya sido educado en la
noción kantiana del deber habrá sido educado en un fácil conformismo
con la autoridad.
Nada podría estar más lejos, por cierto, de las intenciones y del espíritu
de Kant. Su deseo es exhibir al individuo moral como si fuera un punto
de vista y un criterio superior y exterior a cualquier orden social real.
Kant simpatiza con la Revolución Francesa. Odia el servilismo y valora
la independencia de espíritu. Según él, el paternalismo es la forma más
grosera de despotismo. Pero las consecuencias de su doctrina hacen
pensar que el intento de encontrar un punto de vista moral
completamente independiente del orden social puede identificarse con la
búsqueda de una ilusión, y con una búsqueda que nos convierte en meros
servidores conformistas del orden social en mucho mayor grado que la
moralidad de aquellos que reconocen la imposibilidad de un código que
no exprese, por lo menos en alguna medida, los deseos y las necesidades
de los hombres en circunstancias sociales particulares.
83
4. LA ÉTICA UTILITARIA
El utilitarismo además de ser una teoría teleológica de la ética, que pone
su acento en los fines a perseguir, y de constituir una de las múltiples
variantes del consecuencialismo, que pone el énfasis en las
consecuencias de las acciones más que en las motivaciones que las
llevaron a cabo, presenta en su formulación clásica de Bentham (17481832) y Mill (1806-1873) una voluntad transformadora de la sociedad,
un ánimo de proseguir y completar la tarea de los ilustrados, colocando
al hombre como individuo como fin último de la reforma y
transformación de la sociedad.
Por utilitarismo se entiende la doctrina que considera como correcto lo
que proporciona la mayor felicidad general e incorrecto lo que va en
detrimento de ella (“la mayor felicidad del mayor número”). Bentham es
el primer utilitarista importante de la historia al haber identificado,
precisamente, el “principio de utilidad” con el “principio de la mayor
felicidad”, es decir el principio que, según él, establece que la mayor
felicidad de todos aquellos cuyos intereses están en cuestión es el fin
correcto y adecuado, y por añadidura el único correcto, adecuado y
universalmente deseable de toda acción humana.
En el capítulo I de su obra ética más acabada, An Introduction to the
Principles of Moral and Legislation, Bentham indica que un hombre es
partidario del utilitarismo “cuando la aprobación o desaprobación que
adjudica a cualquier acción, o a cualquier medida, está determinada por,
y proporcionada a, la tendencia que él considera que tiene que aumentar
o disminuir la felicidad de la comunidad” o, como indica en el mismo
capítulo: “Se dice que una acción es conforme con el principio de la
utilidad, o, para abreviar, con la utilidad,... cuando la tendencia que tiene
a aumentar la felicidad de la comunidad es mayor que la de disminuirla”.
Los rasgos fundamentales de la ética utilitaria son: a) el teleologismo.
No hay ningún deber imperativo, nada es bueno o justo en sí mismo y
para todos los tiempos, sino aquello que contribuye a ciertos fines
generales; b) el consecuencialismo. El énfasis se pone en las
consecuencias de las acciones más que en las motivaciones; c) el
hedonismo. La búsqueda de lo placentero como fundamento de la
felicidad; d) la calculabilidad del bien. El bienestar humano hay que
maximizarlo (cuantificarlo) a fin de alcanzar “la mayor felicidad del
mayor número”.
Bentham se había marcado dos claros objetivos: asegurar la máxima
felicidad de cada individuo y garantizar, al propio tiempo, la máxima
felicidad colectiva; por lo que cabría preguntarse si se trataba de dos
objetivos contrapuestos y distintos, o simplemente complementarios. En
el referido capítulo I de An Introduction to Principles of Moral and
84
Legislation, Bentham reduce a sus justos términos el sentido y significado
de los “intereses generales” o “intereses de la comunidad”, al asegurar:
“El interés de la comunidad es una de las expresiones más generales que
puedan darse en el vocabulario moral, por lo cual no es de extrañarse que
a menudo pierda su sentido. Cuando posee sentido es éste: la comunidad
es un cuerpo ficticio, compuesto por las personas individuales que se
consideran miembros suyos. Entonces ¿qué es el interés de la
comunidad?: la suma de los intereses de los diversos individuos que la
componen”.
Resulta palmario el interés por parte de Bentham de preservar al
individuo libre de las exigencias derivadas de entidades superpuestas y
ficticias, distintas de las personas particulares y reales. Hasta tal punto
llega Bentham a estimar los derechos inalienables de todo individuo a
perseguir sus propios fines y buscar la felicidad por sus propios medios,
que hace de ello una de las metas inexcusables de la ética. Lo cual, no
obstante, no significa poner el “egoísmo” en lugar del altruismo o el
universalismo, sino sustituir o suprimir el paternalismo en la medida de
lo posible. En este sentido, afirmará Bentham que nadie sabe como uno
mismo lo que le hace feliz, por lo que nadie como uno mismo puede
buscar y asegurar su propia felicidad.
Ahora bien, ¿significa esto que en la persecución de la propia felicidad
uno pueda lícita y moralmente desestimar, obstaculizar u obstruir la
felicidad de los demás, y que sea sólo tarea del legislador, no de la ética,
ocuparse de la armonización de los intereses generales? Al respecto
Bentham plantea: “La ética puede ser denominada el arte de cumplir con
los deberes para con uno mismo, y la cualidad que un hombre manifiesta
mediante el cumplimiento de esta rama del deber (si deber puede
llamársele) es la de la prudencia. En la medida en que su felicidad y la de
cualquier otra persona o personas cuyos intereses se consideren dependa
de formas de conducta que puedan afectar a quienes le rodean, puede
decirse que tiene un deber para con los demás o, por usar una expresión
un tanto anticuada, un deber para con el prójimo. La ética, pues, en la
medida en que es el arte de dirigir las acciones del hombre en este
sentido, puede ser denominada el arte de cumplir nuestros deberes para
con nuestro prójimo. (Bentham, An Introduction to the Principles of
Moral and Legislation).
John Stuart Mill ha de ser considerado como el perfeccionador de la
filosofía utilitarista. De sus obras, El utilitarismo (1863) constituye con
toda seguridad su obra más importante desde el punto de vista de la
filosofía moral, seguida muy de cerca por Sobre la libertad (1859) y un
poco más lejos por Consideraciones sobre el gobierno representativo
(1861), Tres ensayos sobre la religión (1874), Principios de economía
política (1848), Capítulos sobre el socialismo (1876), etc.
85
Para comprender el pensamiento ético de Mill es necesario percatarse de
qué tipo de felicidad está hablando cuando la propone como criterio
último a tenor del cual han de ser juzgadas las acciones. El capítulo II de
El utilitarismo nos pone en la pista sobre ello. Allí afirma: “El credo que
acepta como fundamento la utilidad, o principio de la mayor felicidad,
mantiene que las acciones son correctas en la medida en que tienden a
promover la felicidad, incorrectas en cuanto tienden a producir lo
contrario a la felicidad”.
Habrá que tener en cuenta que no se habla, como puntualizó Mill, de la
felicidad de los “puercos” sino de la felicidad de los humanos. Así,
quienes han criticado a Epicuro, o pudieran criticar a Mill, como
postuladores de una doctrina rastrera propia para puercos yerran
totalmente: “Resulta degradante la comparación de la vida epicúrea con
la de las bestias precisamente porque los placeres de una bestia no
satisfacen la concepción de felicidad de un ser humano. Los seres
humanos poseen facultades más elevadas que los apetitos animales y una
vez que son conscientes de su existencia no consideran como felicidad
nada que no incluya la gratificación de aquellas facultades” (Mill, El
utilitarismo).
Los seres humanos para Mill son seres que poseen un sentido de la
dignidad en mayor o menor grado. Para muchos críticos de Mill, este
sentido de la dignidad o de autorrespeto parecería suponer precisamente
la renuncia a la felicidad. Mill, por el contrario, está tan deseoso de
afirmar que la felicidad del hombre es una felicidad peculiar, propia de
un ser autodesarrollado, ilustrado, libre, en pleno ejercicio de sus
facultades intelectuales, con sentido de su dignidad, como de afirmar que
esos ingredientes, precisamente: autodesarrollo, autorrespeto, sentido de
la dignidad propia, etc., constituyen la parte más valiosa de la felicidad;
es decir, no la acompañan, no la suponen, no se derivan de la felicidad,
son la felicidad.
Se le ha imputado al utilitarismo la “no distinción entre personas”,
debido a que supuestamente para el utilitarismo sólo existe un enorme
montón de deseos cuya maximización ha de ser conseguida, cuando
desde el punto de vista que Mill postula, por el contrario, la exigencia
del componente de la dignidad a fin de ser felices incluye el respeto por
los demás y por uno mismo. Son significativos en este sentido dos
aspectos de la doctrina contenida en El utilitarismo: a) en primer lugar su
distinción entre felicidad y contento y b) en segundo lugar, su
introducción de la noción de la calidad de los placeres.
a)
La felicidad supone el goce solidario experimentado por personas
autodesarrolladas, libres y dignas, mientras que el contento no exige sino
la mera conformidad, la aceptación de cualquier estado de cosas en
86
alguna medida “gratificante”, por degradante o humillante que resulte para
el ser humano de que se trate, o para sus semejantes.
El contento sería algo semejante al goce experimentado por las personas
que no hubieran alcanzado el grado de anatomía, de libertad, personas
que no fueran enteramente “morales”, en una palabra. Vendría a resultar
el contrapunto no moral de la felicidad: algo no semejante a ella, sino su
opuesto y contrario.
b)
La distinción entre la diversa calidad de los placeres abunda en
este supuesto que expresa Mill de modo tajante: “Es del todo compatible
con el principio de utilidad el reconocer el hecho de que algunos tipos de
placer son más deseables y valiosos que otros” (Mill, El utilitarismo).
Por lo tanto, no es el placer considerado indiscriminadamente el objetivo
a perseguir por el utilitarismo en la versión que Mill ofrece, sino un
placer “cualificado” que produzca individuos autosatisfechos,
autorrespetados y con sentido de la dignidad propia.
Un aspecto de carácter polémico entre los especialistas está referido al
tema de hasta qué punto cometió Mill la falacia naturalista como Moore
pretende. Para dilucidar esta cuestión abordaremos la relación entre lo
deseado y lo deseable. En ética, lo deseado podría considerarse como
perteneciente al mundo de los hechos y las descripciones, mientras que
lo deseable se inscribe en el mundo de los valores y las prescripciones.
Mill buscó un tipo de puente entre deseado y deseable. Desde su punto
de vista, la felicidad deseable no es sino la felicidad deseada por los
individuos autónomos, libres y autodesarrollados que él toma como
modelo de la naturaleza humana educada y madura.
La “felicidad” aparece como sinónimo de “felicidad moral”, la felicidad
deseada es el fundamento de la felicidad deseable, pues el mundo de los
valores no puede proceder de un mundo de nociones apriorísticas, ni
equivalen a cualidades “no naturales”, sino generarse o emerger
directamente de las actitudes cualificadas de los seres humanos. Así, la
idea del ser humano como ser en progreso y desarrollo hace que Mill
encuentre en el es de la facticidad el nexo adecuado que enlaza el
mundo de los hechos con el debe de la prescriptividad. Lo que los seres
humanos llegan a ser cuando se desarrollan libre e ilustradamente, eso es
lo que los seres humanos deben llegar a ser.
El gran reto que se le presentaba a John Stuart Mill era el de conciliar el
desarrollo de la autonomía individual con la solidaridad en el disfrute de
los bienes producidos por todos. Habría que afirmar que para Mill no
solamente la mayor felicidad de cada persona radica en la mayor
felicidad de todo el mundo sino que la felicidad de todo el conjunto sólo
es posible si cada persona en particular es tratada como un ser libre,
autónomo e irrepetible.
87
La tensión minorías-mayorías, individuo-sociedad, libertad-solidaridad,
constituye el tema recurrente de la filosofía moral y política de Mill. El
intento de hacer justicia a las demandas de ambas partes realizado por
Mill, sin sacrificar ni los intereses individuales a los del conjunto, ni los
del conjunto a los caprichos o intereses puramente individuales,
constituye uno de los mayores esfuerzos históricos por ser justo con las
exigencias de las partes en litigio. Por todo lo cual, no alcanza a Mill, la
mayor parte de las críticas contemporáneas que prefieren elegir, como
fácilmente refutable oponente, un utilitarismo primitivo y sin
matizaciones que Mill nunca defendió, y que ofende a la más elemental
sensibilidad respecto a los derechos individuales de las personas.
Mill postuló la defensa de los derechos de todos los seres humanos
relativos a tener una opinión propia, que pudieran difundir y defender, a
ser dueños de sus vidas, sus cuerpos y sus mentes sin que ningún Estado
o institución social puedan arrogarse la función paternalista de velar por
la felicidad particular de los individuos, limitando las restricciones de la
libertad a aquellos casos en que vaya en detrimento de las libertades o el
bienestar ajeno, al tiempo que postulaba una propuesta original en favor
del goce solidario, o libertad solidaria, consistente en afianzar las
relaciones de solidaridad de tal suerte que, mediante un proceso de
educación de los pueblos, logremos de ellos que se desarrollen
libremente los movimientos espontáneos de cooperación, que generen a
la larga una sociedad solidaria y libre.
La religión de la humanidad, propuesta por Mill, intenta fomentar el
sentido de unidad con el género humano y un profundo sentimiento por
el bien común, inculcándose así una “moralidad fundamentada en
amplias y prudentes opiniones sobre el bien común, sin sacrificar
totalmente los derechos del individuo en favor de la comunidad, ni los de
la comunidad en favor del individuo: una moralidad que reconozca, de
una parte, los compromisos del deber y, de otra, los de la libertad y la
espontaneidad, ejercería su poder en las naturalezas mejor dotadas,
despertando en ellas las virtudes de la generosidad y de la benevolencia,
además de la pasión por alcanzar altísimos ideales” (Mill, La utilidad de
la religión).
5. LA ÉTICA ANALÍTICA.
La filosofía moral analítica comienza con G. E. Moore (1873-1958).
Comienza, concretamente, en 1903 con sus Principia Ethica. Dicha
filosofía moral es una especie de un género filosófico más amplio: el del
“análisis” o la “filosofía analítica”. La filosofía analítica es, ante todo,
una tendencia y una continuidad con una manera de hacer filosofía. La
88
tendencia es la de orientarse partiendo de datos simples y construir, paso a
paso desde ellos, mediante el instrumental lógico-lingüístico. Es una
continuidad de la tradición empirista en cuanto que desconfía de las
generalizaciones, las totalizaciones rápidas o poco detalladas y del valor
constructivo de lo apriorístico.
Moore aplicó el análisis a la moral. Así rompía con la escuela metafísica
que le era contemporánea y que disolvía la ética en la metafísica. La
moral, para ésta, no sería sino una parte de la metafísica: la realización
de un bien por medio del ajuste al mundo. Moore, por tanto, comenzará
su ética atacando directamente al naturalismo ético en el que se incluye
no sólo la metafísica clásica sino el empirismo no menos clásico. Al
naturalismo ético le acusará de haber cometido la “falacia naturalista”.
Falacia que consiste en intentar deducir proposiciones morales de otras
que se supone que no son morales.
La falacia naturalista, de manera más concreta, no es sino definir lo que
es bueno en términos de propiedades naturales (“lo que da placer”, “lo
que aprueba la mayoría”, “lo que reporta más utilidad”, etc.). Dicho de
otra manera: confunde el es atributivo con el es de la identidad. Porque
el placer sea bueno (es atributivo) no se sigue que lo bueno sea (es de
identidad) lo placentero. Necesitamos, primero, según Moore, saber qué
es lo bueno. En su intento de definición, Moore llegará a la conclusión
de que lo bueno no es definible sino que se trata de una cualidad simple,
que no es natural y que se conoce de modo directo a modo de intuición.
La ética de Moore, en consecuencia, no es naturalista puesto que la
bondad, que es objeto principal de la ética, no es cualidad natural; es
decir, no existe en el tiempo ni se encuentra en la experiencia sensible.
Pero tampoco se puede definir en términos de cualidades no naturales, lo
cual sería caer en un error metafísico. No queda, por tanto, más
alternativa que la intuición de una cualidad que no es, sin embargo,
natural.
El emotivismo sucederá al intuicionismo. Tiene el emotivismo, a su vez,
un antecedente decisivo en el Tractatus de L. Wittgenstein (1889-1951),
propagador de los ecos de Moore en el campo de la ética. En la referida
obra, Wittgenstein proclama lo siguiente. “Es claro que la ética no se
puede expresar. La ética es trascendental. (Ética y estética son lo
mismo)”. Dicho en otras palabras: las proposiciones sobre el mundo no
nos permiten hablar sobre la ética puesto que no son valorativas sino
fácticas. La ética, además, atañe al sujeto y no a los objetos del mundo,
incluye todo lo valorativo. Wittgenstein ha puesto las bases no sólo para
evitar caer en la falacia naturalista sino para mucho más: para convertirla
en el eje de lo que distingue lo que es la moral de lo que no lo es.
Resulta procedente hablar de dos períodos en la filosofía
wittgensteiniana. A cada uno de dichos períodos le correspondería una
89
diversa concepción de la ética. La primera época, la que excluye la ética del
lenguaje, será la que mayor influencia ejercerá por lo que,
paradógicamente, la eliminación wittgensteiniana del lenguaje moral
será la raíz de no poco lenguaje sobre la moral. De ética, efectivamente,
bien poco habló Wittgenstein I. Sólo algunas frases en el Tractatus y la
impartición de una breve conferencia sobre ética. Por distintas que sean
las dos épocas en cuestión hay, sin embargo, aspectos que son comunes.
Wittgenstein nunca estableció tesis alguna sobre la moral. Primero,
porque en Wittgenstein I la moral es indecible y en Wittgenstein II
porque sólo es discernible como un juego de lenguaje que hay que jugar.
Y, segundo, porque en ninguno de “los” Wittgenstein hay filosofía en el
sentido sustantivo de la palabra. Quiere Wittgenstein que las cosas se
muestren por sí mismas.
La ética estará presente en Wittgenstein II como juego de lenguaje
distinto a otros como podría ser, por ejemplo, el científico. La obra de
Wittgenstein fue un excelente punto de partida para el emotivismo.
Wittgenstein ofrecía al emotivismo una teoría del lenguaje que dejaba la
moral fuera del campo de los hechos. Y era ésta, justamente, una
doctrina pronta a ser recibida por el neopositivismo en general y por el
Círculo de Viena en particular. La moral, así, no sería ni verdadera ni
falsa al no estar en el terreno de los hechos. De esta manera, el
emotivismo tendrá en Wittgenstein el esquema central que forma parte
de su esquema conceptual. El emotivismo tiene en Wittgenstein un punto
de apoyo innegable.
¿Qué es el emotivismo? Emotivismo viene de emoción y a pesar de que
emoción, sentimiento o pasión son palabras con significados distintos no
es raro verlas usadas como sinónimos en la tradición. Para la teoría ética
conocida con el nombre de emotivismo, se trata de preguntarse qué
relación guardan las palabras con las acciones morales y responder, si se
es emotivista, que la relación es esencialmente emotiva. Y por tal se
entiende que no es una relación intelectual, es decir, cognoscitiva. R.
Carnap y B. Russell se encuentran entre los representantes más
destacados del emotivismo, aunque fueron A. Ayer y Ch. Stevenson los
que formularon con mayor claridad los presupuestos de esta corriente.
A. Ayer, en su célebre “Lenguaje, verdad y lógica”, expone con sencillez
y convicción su tesis emotivista. Su dilema se puede exponer así: los
juicios aparentes de valor si son significativos (cognoscitivos) son
proposiciones reales y si no son proposiciones científicas son
expresiones de sentimientos o emociones que, en cuanto tales, no son
susceptibles de verdad o falsedad. Desde esta perspectiva analiza Ayer
los términos éticos de los que constan los juicios éticos. El resultado,
para Ayer, consistirá en afirmar que no existen, en verdad, tales juicios o
90
proposiciones. En realidad, se trata de pseudojuicios y pseudoproposiciones.
La teoría de Ayer es quizás la formulación más simple y cruda del
emotivismo, partiendo de la noción neopositivista de las proposiciones
significativas. Estas o son analíticas o son empíricas. Como las
evaluaciones morales no caerían en ninguno de los dos campos, serían
literalmente, carentes de significado cognoscitivo. Las llamadas
proposiciones éticas serían, por un lado, autoexpresivas y, por otro,
persuasivas en el sentido de influenciar la conducta de los demás.
Se cita a Ch. Stevenson como el punto culminante del emotivismo. Este
alcanzaría, con Stevenson, su cenit en cuanto a perfección y
sofisticación. En una primera aproximación habrá que decir que la
noción fundamental de Stevenson es que la valoración no se reduce a los
conocimientos. Que no hay, en suma, hilación lógica entre las emociones
o actitudes morales y las expresiones cognoscitivas. Esto era esencial al
emotivismo. Y esto lo defenderá pacientemente Stevenson. Asimismo, la
delimitación cuidadosa entre la ética y la metaética es terminante. Desde
su perspectiva, aunque las cuestiones de tipo normativo constituyen, sin
duda, la parte más importante de la ética y ocupan gran parte del
quehacer profesional de los legisladores, editorialistas, novelistas,
sacerdotes y filósofos morales, tales cuestiones deben quedar, para el
emotivismo, sin respuesta. Al igual que en Ayer, la neutralidad del
análisis ha de ser salvaguardada contra toda interferencia subjetiva.
El emotivismo es el esfuerzo metaético que busca explicar la acción
moral sin caer en los supuestos fallos del cognitivismo, tanto del que
afirma que los predicados morales son cualidades naturales como del que
afirma que son no naturales. R. Hare marcará con su prescriptivismo una
nueva época más allá del emotivismo. Con éste comparte la idea de que
hay que rechazar el descriptivismo como insuficiente para explicar el
comportamiento moral. Si quisiéramos dar, rápidamente, una visión de
las ideas de Hare tendríamos que decir lo siguiente: los juicios de valor
implican imperativos y son universales. Y, por otra parte, son racionales
en cuanto que hay principios que proveen una razón al juicio moral en
cuestión. Todo ello preservando la autonomía de la moral y evitando, así,
caer en la falacia señalada por Moore. La moral es autónoma, puesto que
no se derivan conclusiones morales desde premisas fácticas.
En 1952, R. Hare publicó su primer y decisivo libro “El Lenguaje de la
Moral”. Desde su aparición, este texto se convirtió en punto de
referencia en la filosofía moral. En ese trabajo aparecen los tres rasgos
que constituyen la base del sistema de Hare. Son estos supuestos
fundamentales los siguientes: Los juicios morales son una especie de un
género mayor y que no es otro sino el de los juicios prescriptivos. En
segundo lugar, la característica que diferenciará a los juicios morales del
91
resto de los juicios prescriptivos es que los morales son universalizables de
una singular manera. Y, finalmente, es posible el razonamiento o
argumentación moral dado que es posible la relación lógica en los juicios
prescriptivos.
La ética analítica constituye una tendencia formalista en la filosofía
moral del siglo XX que reduce el campo de lo ético al análisis lógico del
lenguaje moral. Examinando este último como una construcción
“neutral”, significativa por sí misma y fuera de la correlación con el lado
objetivo de la moralidad, la ética analítica desemboca en el punto de
vista del subjetivismo. Desde esta perspectiva, la moralidad realmente
existente cae fuera de los marcos de la competencia científica por no
someterse a la descripción rigurosa, a la generalización. Ella se relaciona
con la esfera de los gustos, de las inclinaciones y preferencias
personales. Para la ética analítica, las cuestiones propiamente morales
han sido declaradas asuntos del arbitrio individual de las personas.
En la ética analítica, el interés teórico fundamental se concentra en torno
a la correlación de los valores morales y los hechos. Pese a todas las
diferencias entre sus distintas tendencias y representantes, la ética
analítica postula de manera unánime la imposibilidad de reducir a hechos
los juicios morales. La esfera de “los hechos” y la esfera de “los valores”
están separadas entre sí de un modo absoluto, las transiciones aquí son
imposibles. Este planteamiento metodológico que considera al
conocimiento verdadero como carente de significación valorativa y a los
problemas morales como no susceptibles de ser objeto de análisis
científico, abre en la Ética el camino al relativismo, el escepticismo y el
nihilismo.
En el decursar de la ética analítica, el emotivismo se planteó la tarea de
hacer el análisis “científico” del lenguaje moral. Las conclusiones a que
llegaron sus partidarios resultaron profundamente negativas: los juicios
morales no se pueden verificar en el sentido científico de la palabra, para
ellos son inaplicables los conceptos de veracidad y falsedad. Los juicios
morales, por su propia naturaleza, se diferencian de los conceptos y
proposiciones de la ciencia. Sobre esta base, ellos fueron declarados
“pseudoconceptos” y “pseudoproposiciones”.
Los emotivistas, en su afán de aplicar el rasero del lenguaje científico al
campo de la moralidad, no repararon en que si la moral y la ciencia son
diferentes formas de asimilación del mundo, sus lenguajes tienen
peculiaridades distintas y son irreductibles entre sí. Mas, no hay
fundamento para sacar de esta diversidad conclusiones nihilistas en
relación con la moral y condenarla simplemente porque ella no es
ciencia. Para esta corriente de la ética analítica, los juicios morales
encierran en sí solamente una significación emotiva, expresan las
tendencias emocionales, los estados de ánimo y los sentimientos del
92
hablante. Están llamados a influir en el estado emocional del oyente, a
propiciar en él determinados sentimientos y a impulsarlo a la
consecución de los correspondientes actos.
Desde la perspectiva emotivista, el análisis del lenguaje conduce al
individualismo y el relativismo en la filosofía moral. La elección de tal o
cual valor se considera justificada y las decisiones morales serán
legítimas, si corresponden a determinado estado emocional. El complejo
problema de la transformación de la idea en convicción y acción queda
reducido a la sugestión personal.
La orientación relativista que caracterizó al intuicionismo y al
emotivismo fue perdiendo popularidad. Su inutilidad e incapacidad para
hacer el análisis de los procesos morales reales puso en evidencia la
esterilidad de esta tendencia. Las concepciones de la ética analítica
experimentaron determinada evolución, fue así que el lugar del
emotivismo pasó a ser ocupado por el prescriptivismo.
Los partidarios del prescriptivismo se plantearon la tarea de superar la
ruptura entre la moral real y la filosofía moral, así como crear una
metodología de análisis ético que pudiera asegurar el nexo con la vida.
Ellos tomaron como punto de partida el lenguaje cotidiano de la moral y,
a diferencia de los emotivistas, que habían reparado en él a través del
prisma del lenguaje de la ciencia, se propusieron sacar a la luz la
especificidad del mismo lenguaje moral.
La orientación hacia la revelación de la lógica propia del lenguaje moral
permitió hasta cierto punto aliviar el extremismo de los esquemas lógicoformales del emotivismo. El prescriptivismo cambia el tono, el acento y
la formulación; pero el espíritu teórico general y las conclusiones finales
continuaron siendo los mismos de toda la ética analítica.
El prescriptivismo permite la posibilidad de fundamentar los juicios
morales. En este sentido, los razonamientos de sus partidarios se reducen
a los siguientes: en los marcos de determinado medio cultural existen
fundamentos tradicionales aceptados para las valoraciones y
prescripciones morales; las prescripciones particulares pueden deducirse
de principios más generales que son mutuamente admisibles; los
enunciados normativos-valorativos se pueden fundamentar por medio de
hechos, pero a condición de que estos mismos hechos hayan sido ya
interpretados con determinada significación valorativa.
En los razonamientos anteriores está incluido no sólo el contenido
básico, sino también el vicio fundamental del prescriptivismo. Sus
concepciones se quedan en el terreno de la metodología característica de
la ética analítica. Como realidad única y superior se reconoce el lenguaje
de la propia moral, y todos los problemas se reducen al esclarecimiento
de sus significados en la misma conciencia moral. Los enunciados
morales se reconocen como el único dato, como el mundo auténtico de la
93
moral. Sin embargo, la realidad social que sirve de fundamento a los juicios
y los conceptos morales se desconoce o se considera como un
pseudoproblema.
Si bien es verdad que desde las posiciones prescriptivistas se reconoce,
dentro de ciertos límites, la significación general de los juicios morales,
también resulta necesario puntualizar su inefectividad para explicar
científicamente el referente objetivo de los sujetos morales y la
pertinencia sociohistórica de los sistemas morales. El programa del
prescriptivismo, encaminado a superar el divorcio entre la ética analítica
y la moral real, no fue cumplido.
6. LA ÉTICA DE LA JUSTICIA DE JOHN RAWLS
La aparición del libro Una teoría de la justicia en 1971, causó un
impacto extraordinario en el panorama editorial de teoría moral y
política. Ya desde su aparición fue aclamado como la mayor aportación a
la tradición anglosajona de filosofía moral y política desde J. S. Mill. El
autor de este libro, John Rawls, con sede académica en la universidad de
Harvard, culmina así un largo esfuerzo, esparcido en numerosos
artículos anteriores, por buscarle una salida a la filosofía moral
utilitarista. Salida que sólo encontraría su consumación tras una ruptura
frontal con la misma: mediante la revitalización y reinterpretación de la
teoría clásica del Contrato Social.
El punto de partida básico desde el que Rawls comienza a elaborar su
teoría, consiste en establecer la “prioridad absoluta” de la justicia como
primera virtud de las instituciones sociales. En el fondo de esta
afirmación yace otra de las ideas básicas de su teoría: la visión de la
sociedad como sistema de cooperación dirigido a la satisfacción óptima
de los intereses de todos y cada uno de sus miembros.
Rawls siempre ha preferido seguir trabajando con el mismo ritmo
pausado y paciente que le condujera a la sistematización de su teoría de
la justicia. Puede afirmarse que todos los trabajos de Ralws posteriores a
Una teoría de la justicia permiten, a modo de plantilla hermenéutica, una
“nueva” lectura de tan complejo libro capaz de extraer del mismo
consecuencias o desarrollos que allí apenas se dejaban entrever, no eran
llevados hasta sus últimos efectos o parecían incongruentes con
argumentaciones anteriores.
El mérito esencial de la obra de Rawls radica en haber sabido establecer
y desarrollar con claridad meridiana lo que sin duda constituye el
problema básico de la filosofía moral y política en los momentos
actuales. Este no es otro que el relativo a la fundamentación racional de
94
las bases de la convivencia social y política. O, si se quiere el tan
traído y llevado problema de la legitimación del orden político.
El problema a que aquí estamos haciendo referencia gira alrededor
de la clásica cuestión de la filosofía moral y política: ¿cuáles son los
límites y las condiciones de posibilidad de la justificación racional
de las teorías políticas y de los presupuestos normativos sobre los
que se asientan? Para responder a esta pregunta, Rawls recurre a la
teoría del Contrato Social. Con ello no hace sino revivir y abundar
en lo que constituye el mismo origen del problema que acabamos de
formular. Fue Hobbes, efectivamente, quien por primera vez suscitó
el problema de legitimación y la fundamentación racional del poder
de un modo moderno.
La legitimación del poder y de las normas entra así, por definición,
en el enunciado de toda teoría contractual, y desde Hobbes ofrece un
buen conjunto de formulaciones distintas. Permanece, eso sí, el
problema de ver hasta qué punto tales formulaciones son, como diría
Rawls, “racionalmente aceptables y racionalmente aceptadas”. Ahí
reside precisamente la originalidad de este autor: en haber intentado
buscar un mecanismo de justificación de los principios básicos que
regulan las instituciones sociales recurriendo a un esquema de
argumentación “clásico y bien conocido”. Rawls se enmarca dentro
de una determinada tradición que descansa sobre determinados
presupuestos a los que él trata de dotar de una nueva fuerza
argumentativa.
Según Rawls, dado que se trata de ordenar la vida en sociedad,
hemos de llegar a una concepción pública de la justicia, esto es, a
una concepción que pueda ser reconocida como mutuamente
aceptable por todos sus miembros, cualesquiera que sean sus
posiciones sociales
o intereses particulares. El problema
fundamental de una teoría de la justicia reside así en la necesidad de
“buscar los principios más adecuados para realizar la libertad y la
igualdad, una vez que la sociedad es concebida como un sistema de
cooperación entre personas libres e iguales”.1
En algunos de sus trabajos de los años ochenta, Rawls se encarga de
subrayar que se trata de una teoría de justicia política, no metafísica;
es decir, la pretensión de la teoría es práctica y no metafísica o
epistemológica. No se busca aplicar al orden político ninguna teoría
moral “general y comprehensiva”, sino una teoría moral que sea
congruente con “una comprensión más profunda de nosotros mismos
y de nuestras aspiraciones” y nos permita determinar que “dadas
nuestra historia y las tradiciones arraigadas en nuestra vida pública,
1
Rawls, J. Teoría de la Justicia. Fondo de Cultura Económica, México, 1978, p. 235.
95
es la doctrina más razonable para nosotros”.2 No en vano se trata de
una teoría diseñada para un tipo de objeto específico: la estructura
básica de la sociedad, las instituciones sociales, políticas y
económicas de una democracia constitucional moderna.3
Desde luego que no es John Rawls el primero ni el único que elabora
una teoría en torno a la justicia. Mucho tiempo antes que él ya los
jurisconsultos romanos habían definido el principio general de la
justicia como “Dar a cada uno lo suyo”. Se actúa justamente cuando
se da a cada uno lo suyo, e injustamente en caso contrario. Las
distintas teorías de la justicia coinciden en cuanto a esa fórmula
abstracta, pero tal criterio convencional no da respuesta concreta a
qué es realmente lo que se debe dar. Las teorías de la justicia tratan
de especificar lo que le corresponde a cada cual; es decir, intentan
impartir especificidad y contenido al principio formal, agregando
concreciones a ese referente abstracto.
A lo largo de la historia de Occidente ha habido tres concepciones
principales, distintas y contrapuestas, que han interpretado la justicia
de manera respectiva como propiedad natural, libertad individual e
igualdad social. Procedamos a caracterizarlas del modo más esencial
posible.
La concepción naturalista de la justicia la entiende como
proporcionalidad natural. Según ella, la justicia es una propiedad
natural de las cosas que el hombre no tiene más que conocer y
respetar. En tanto que naturales, las cosas son justas, y cualquier tipo
de desajuste constituye una desnaturalización. Iniciada esta
concepción naturalista de la justicia por los pensadores griegos hacia
el siglo VI a.n.e., no conoció rival hasta bien entrado el siglo XVII.
La concepción libertaria de la justicia es fruto de la modernidad.
Esta concepción introdujo novedades fundamentales en el tema de la
justicia al insistir cada vez más en la importancia de la libertad como
base de todos los deberes al respecto. De este modo, la justicia
concebida como mero ajuste natural, pasó a convertirse en una
estricta decisión moral. El hombre está por encima de la naturaleza y
es la única fuente de derechos.
Si para la concepción libertaria, la justicia es esencialmente la
protección de la autonomía personal, para la concepción igualitaria
la justicia es esencialmente igualdad. Se hace justicia cuando se
asignan recursos a las personas que más lo necesitan, con el fin de
acabar las disparidades y de lograr la máxima igualdad posible.
Mientras que las teorías libertarias se basan en las visiones
individualistas de la vida, los igualitaristas tienden a compartir una
2
3
“El constructivismo kantiano en la Teoría Moral”. Revista de Filosofía, 77 (1980), p. 519
“La estructura básica como sujeto”. Revista trimestral de filosofía americana, XIV, (1977).
96
visión más solidaria, que pide a las personas algo más que reconocer
la dimensión de sorteo que tiene la vida al distribuir los beneficios y
los cargos en forma desigual. La tarea de la justicia se centra en
trabajar para vencer las desigualdades naturales y sociales mediante
políticas altruistas racionales.
John Rawls hereda todo ese acervo conceptual aportado por las
diferentes teorías de la justicia y propone una construcción teórica
diseñada para un tipo de objeto específico: la estructura básica de la
sociedad, las instituciones sociales, políticas y económicas de una
democracia constitucional moderna. El mérito esencial de la obra de
Rawls radica en haber fijado su atención en lo que sin duda
constituye el problema básico de la filosofía moral y política en los
momentos actuales. Este no es otro que el relativo a la
fundamentación racional de las bases de una convivencia social y
política basada en la justicia.
Rawls elabora una teoría que pretende fundamentar los principios de
justicia de toda sociedad “bien ordenada”, es decir de toda sociedad
que quiera actuar justamente. Para ello reconstruye la clásica teoría
del contrato social postulando, como hicieran en su tiempo Hobbes,
Locke o Rousseau, un supuesto y previo estado de naturaleza.
En el referido estado o “situación originaria” los futuros ciudadanos
se hallan cubiertos por un “velo de ignorancia” que les impide saber
cuál será su suerte o su condición en la sociedad en que van a vivir.
Tal situación de ignorancia es la garantía que les permitirá escoger
imparcialmente los principios que deberán servir de guía a la
sociedad justa.
La argumentación de Rawls, dirigida a demostrar porqué a partir de
esos supuestos, acabaríamos aceptando sus principios de la justicia,
sigue dos pasos, o, si se quiere, dos estrategias metodológicas
distintas. Una busca afianzar la idea de que tales principios serían
“elegidos” unánimemente desde una situación heurística o posición
original sujeta a determinados condicionamientos formales. Y la otra
está destinada a justificar, a su vez, los condicionamientos y demás
circunstancias procedimentales que se dan en la posición original y
conducen casi inexorablemente a la elección de tales principios.
La posición original es una mera situación hipotética o construcción
heurística, muy en la línea del “estado de naturaleza” del
contractualismo clásico. Este esquema conceptual de la posición
original se puede simplificar de la siguiente manera: las partes
aparecen motivadas para promover su concepción del bien, pero
sometidas a una serie de condicionantes formales que les fuerzan a
mantenerse en el umbral de la imparcialidad. Se les presenta
entonces una serie de alternativas entre distintas concepciones de la
97
justicia, y de entre éstas han de seleccionar unánimemente una de
ellas.
Vamos a obviar aquí ahora todo el elenco de restricciones que
operan en esta situación electiva, para fijarnos en el elemento que
quizás sea más decisivo y polémico, aquel que limita el
"conocimiento” y la información de las partes. Nos referimos al velo
de la ignorancia, que hace posible la unánime elección de una
determinada concepción de la justicia, al dejar fuera de su
consideración evaluativa todos los aspectos particulares que afectan
a las partes: el lugar social que ocupan, sus habilidades y dotes
naturales, su concepción del bien y las particularidades de sus planes
de vida, los distintos aspectos de su psicología, etc.
De lo que se trata fundamentalmente es de que toda persona, por el
hecho de ubicarse detrás de las restricciones de la posición original,
pueda hacer suyos los principios elegidos en la misma, manifestando
así su autonomía plena dentro de una sociedad bien ordenada. La
razón de ser del “velo de la ignorancia” no estriba sólo en
representar a las partes como seres “noumenales” reducidos a su
naturaleza de puros seres racionales libres e iguales, sino en poner de
manifiesto también el carácter práctico y el papel social que debe
cumplir toda concepción de la justicia social: constituir un punto de
vista compartido por todos los ciudadanos de una determinada
sociedad a pesar de las distintas convicciones morales, filosóficas o
religiosas y las diversas concepciones del bien que puedan sostener
en cada momento.
Ante las limitaciones que se imponen sobre el conocimiento, es
difícil imaginar cómo puede operar el elemento motivacional.
¿Cómo son capaces de decidir realmente qué concepción de la
justicia les es más ventajosa? No hay que olvidar que dentro de esas
restricciones cada cual intenta avanzar su propio interés. Para hacer
frente a esta dificultad, Rawls diseña su teoría de los bienes
primarios, que son todos aquellos bienes que cabe presumir que son
deseados más por exceso que por defecto, y ello como consecuencia
de su instrumentalidad para satisfacer la consecución de las distintas
metas o proyectos básicos, los “planes de vida”, que dotan de
sentido a la existencia en sociedad y dentro de los cuales se encauza
la armoniosa satisfacción de los intereses de las personas. Estos
bienes primarios serían los derechos y libertades, las oportunidades y
poderes, los ingresos y las riquezas, así como el autorrespeto o la
autoestima.
Al decir de Rawls, los participantes en la posición original se
encuentran en un típico supuesto de decisión bajo incertidumbre que
favorece la maximización del mínimo; o si se quiere, la
98
minimización del perjuicio derivado de encontrarse en la situación
más desfavorable. Esto se traduce en la preferencia por una
distribución de los bienes primarios que, de hecho, tome como punto
de referencia el interés de los menos aventajados (ante el temor por
parte de los “contratantes” de acabar encontrándose dentro de este
grupo). Otro tema son ya los ingresos y la riqueza u otros bienes
socioeconómicos, respecto a los cuales se acepta una regla de
distribución desigualitaria sólo si ello va en beneficio de los menos
aventajados. Se presume que el estímulo de mayores ingresos y
riquezas no sólo incrementaría la producción sin perjudicar a nadie,
sino que saldrían todos beneficiados. De no ser así tal admisión
carecería de sentido.
El resultado se concretaría, pues, en los siguientes principios:
Primer principio:
toda persona debe tener igual derecho al más
extenso sistema total de libertades básicas iguales, compatible con
un sistema similar de libertad para todos.
Segundo principio: las desigualdades sociales y económicas deben
estar ordenadas de tal forma que ambas estén:
a) dirigidas hacia el mayor beneficio del menos aventajado.
b) vinculadas a cargos y posiciones abiertos a todos bajo las
condiciones de una equitativa igualdad de oportunidades.
A estos principios van unidas algunas reglas de prioridad, que casi
constituyen un tercer principio. Se manifiestan en la prioridad del
primer principio sobre el segundo, y de la segunda parte del segundo
principio, la igualdad de oportunidades, sobre la primera parte del
mismo. Este orden significa que ningún principio puede intervenir a
menos que los colocados previamente hayan sido satisfechos o
vayan a ser aplicables. Es decir, que hasta que no se consiga el nivel
adecuado en uno de los principios, el siguiente no entra en juego.
Con ello la jerarquización entre distintos bienes primarios se hace
evidente.
Como puede apreciarse, de hecho, los principios son tres: 1) libertad
igual para todos; 2) igualdad de oportunidades; 3) el llamado
“principio de la diferencia”, que ordena distribuir los bienes básicos
desigualmente, de forma que los individuos menos aventajados
acaben siendo los más favorecidos por el reparto. Dichos principios
que configuran una concepción pública de la justicia, necesariamente
acordada por los individuos reunidos en la situación originaria,
deberán regir la actuación de las instituciones democráticas –
legislativa, ejecutiva y judicial-. Son los mínimos que hay que
aceptar como criterios de redistribución de los bienes básicos, a fin
99
de que, a partir de esa base, los individuos puedan escoger la forma
de vida que más les agrade.
Queda por abordar el espinoso y debatido problema del tipo de
sociedad y sistema político capaz de honrar estos principios. Rawls
es tremendamente ambiguo al respecto y da pie a todo tipo de
posibilidades y combinaciones entre los regímenes políticos
existentes. En esencia, lo que Rawls viene a decir es, pura y
simplemente, que cualquier sistema político que acepte las libertades
contenidas en el primer principio y aplique una política
socioeconómica dirigida a propiciar la igualdad de oportunidades y
la preservación de un mínimo vital para todos los sectores sociales,
podría encajar en sus criterios de la justicia.
Una vez elegidos los principios, estamos en condiciones de abordar
la segunda estrategia metodológica. De lo que se trata es de buscar
argumentos convincentes que nos permitan aceptar como válidos,
tanto el procedimiento como los principios derivados de él. A estos
efectos, Rawls introduce un elemento justificador que consiste en lo
siguiente: toda persona tiene una idea intuitiva sobre la justicia que,
confrontada y añadida a la de los demás, nos permite definirnos
sobre ella. De la abstracción de estas ideas y representaciones de lo
que común y cotidianamente entendemos por justicia deducimos
algunos principios vagos y generales que podemos contrastar con los
principios elegidos en la posición original, así como con los
principales elementos que la configuran. Esta confrontación se
entiende como un proceso de ajuste y reajuste continuo hasta que se
logra una perfecta concordancia o conformidad entre todos ellos. En
esto estriba el equilibrio reflexivo.
Con este mecanismo, Rawls no pretende, sin embargo, que estemos
todos de acuerdo con todas y cada una de sus premisas, sino,
simplemente, que seamos capaces de “razonar conjuntamente” sobre
determinados problemas morales dentro de un determinado
procedimiento donde han de ponerse a prueba los juicios éticos que
intuitivamente consideramos como más razonables, ya sea porque
los hemos heredado de una determinada tradición histórica, o porque
son los más congruentes con un orden moral concreto del que todos
participamos por una común educación, o por otro motivo. Lo que
Rawls hace es proponer un modelo en el que se avanza ya un
esquema que compartimos todos nosotros a la hora de razonar sobre
la moral, o que, al menos podemos ser persuadidos de compartir tras
una reflexión crítica.
Rawls cree que su teoría de la justicia tiene la doble virtud de
respetar las opciones individuales de felicidad –algo que no debe ser
regulado- y poner, al mismo tiempo, las condiciones necesarias para
100
que estas opciones sean reales y no abstractas o formales. Piensa que
las concepciones de la felicidad deben depender de preferencias
individuales y no puede imponerlas ningún poder político, mientras
que la concepción de la justicia debe ser la misma para todos, pues
sin ella los bienes preferidos podrían ser inalcanzables para muchos,
dada la desigualdad existente de hecho.
En los Estados Unidos de Norteamérica, los seguidores de un
liberalismo como el que se deriva de la teoría de Rawls no son
multitud. De ahí que la reacción contra sus ideas no se hiciera
esperar. Vino de la misma Universidad de Harvard, la universidad
donde también enseña Rawls, y de la mano de Robert Nozick, quien
diseña la estructura moral del neoliberalismo.
En los años transcurridos desde la aparición de “Una teoría de la
justicia”, Rawls ha recibido críticas desde las más diversas
tendencias de pensamiento. Sin embargo, su propuesta sobre la
justicia ha tenido el mérito de haber animado hasta extremos
insospechados la filosofía moral y política de nuestro tiempo, al
punto que cabría hablar en la historia de las concepciones sobre la
justicia de un antes y después de John Rawls.
7. LA ÉTICA DISCURSIVA
Esta ética, surgida a comienzos de los años setenta del pasado siglo
en Alemania, bajo el liderazgo intelectual de K. O. Apel y J.
Habermas, se propone encarnar los valores de libertad, solidaridad y
justicia a través del diálogo, como único procedimiento capaz de
respetar la individualidad de las personas y, a la, su insoslayable
dimensión solidaria. Este diálogo nos permitirá poner a prueba las
normas vigentes en una sociedad y distinguir cuáles son moralmente
válidas, porque realmente humanizan las relaciones interpersonales.
Apel y Habermas han designado a esta ética con diversos nombres:
ética dialógica”, “ética comunicativa”, “ética de la responsabilidad
solidaria”, “ética discursiva”. El primero de ellos pretende expresar
el hecho de que esta ética conceda a un principio dialógico el puesto
de principio moral, mientras que con la denominación “ética
comunicativa” se refleja el intento de formular de nuevo la teoría
moral kantiana sobre la fundamentación de normas, utilizando para
ello elementos de la teoría de la comunicación. Con la expresión
“ética de la responsabilidad solidaria” se sitúa esta ética en las filas
de la weberiana ética de la responsabilidad que descubre en esa
101
forma de comportamiento la actitud racional propia del logos
humano.
Sin embargo, aun siendo esos nombres adecuados para la ética
que nos ocupa, se ha impuesto en los últimos tiempos el de “ética
discursiva”. Con él, se hace referencia a una fundamentación de la
ética que recurre a una razón práctica en términos de una racionalidad
consensual-comunicativa, presupuesta en el uso del lenguaje –y por
tanto del pensamiento- y que accede a la reflexión a través de la
racionalidad discursiva. En definitiva, el principio de esta ética se
mostrará en la estructura del discurso racional, que prolonga
reflexivamente el acto del habla.
Autonomía, igualdad y solidaridad son claves de la ética
discursiva, que tiene sus orígenes en Kant, pero asume la idea de
reconocimiento recíproco de otros pensadores (Hegel, por ejemplo).
Por eso, la idea kantiana de persona, como individuo autolegislador
que comprueba monológicamente la capacidad universalizadora de
sus máximas, se transforma en la ética discursiva, en la idea de un ser
dotado de competencia comunicativa, a quien nadie puede privar
racionalmente de su derecho a defender sus pretensiones racionales
mediante el diálogo.
La ética discursiva constituye una construcción filosófica que se
basa en principios éticos universales y adopta una perspectiva
procedimental. Desde ella es posible reconstruir un concepto de razón
práctica que, al decir de sus partidarios, permite afrontar solidaria y
universalmente las consecuencias planetarias que hoy tiene el
desarrollo
científico-técnico,
pero
también
asegurar
la
intersubjetividad humana y hacer efectivamente posible el respeto a la
diversidad.
Asimismo, la ética discursiva prolonga un proyecto ilustrado
propio de la Modernidad Crítica, que no se resigna a admitir el giro
instrumentalista dado fácticamente por la razón ilustrada, sino que se
pronuncia a favor de la razón moral como clave para construir la
historia. A tal proyecto pertenecen ideales de libertad, igualdad y
fraternidad, que van a expresarse de la manera siguiente: La libertad
se revelará como autonomía por parte de cuantos elevan pretensiones
de validez a través de los actos de habla y están legitimados para
defenderlas argumentativamente; la igualdad se fundará en el hecho
de que no haya justificación trascendental alguna para establecer
desigualdades entre los afectados por las decisiones de un discurso a
la hora de contar efectivamente con ellos; y la fraternidad se entenderá
como potenciación de las redes sociales, sin las que es imposible
proteger a los individuos, porque, como recuerda Habermas, “somos
lo que somos gracias a nuestra relación con otros”.
102
Prolongar el proyecto ilustrado en la línea descrita supone
reconstruir nociones como las de racionalidad, universalidad, unidad e
incondicionalidad, y la ética discursiva asume esta tarea, aunque no ya
desde la filosofía del ser o de la conciencia, sino desde la pragmática
del lenguaje. Desde tales ideas, así concebidas, no sólo es capaz de
rechazar con fundamento cualquier acusación de dogmatismo, sino
también de convertirse en uno de los pocos antídotos que hoy existen
contra el dogmatismo. “Dogmático” es cualquier enunciado o
mandato que se inmuniza frente a la crítica racional, y por ello el
ejercicio de la crítica exige un criterio. Y es desde una racionalidad
práctica –no estratégica- desde la unidad de tal razón, implícita en el
mundo de la vida, desde la incondicionalidad del principio ético en
ella entrañado, desde donde la ética discursiva podrá oponerse a todo
dogmatismo, ofreciendo un criterio de validez que permita superar la
mera vigencia fáctica. Por otra parte, el recurso a la dimensión
pragmática del lenguaje posibilita evitar las unilateralidades abstractas
que surgen por olvidar tal dimensión.
Según los propugnadores de la ética discursiva, frente al
cientificismo, que reserva la racionalidad para el saber científicotécnica, amplía esta ética la capacidad de argumentar el ámbito ético;
frente al solipsismo metódico, propio de la filosofía de la conciencia
de Descartes a Husserl, que entiende la formación del juicio y la
voluntad abstractamente como producto de la conciencia individual,
descubre la reflexión pragmática el carácter dialógico de la formación
de la conciencia; frente al liberalismo contractualista –expresión
política del solipsismo metódico-, que entiende la justicia desde un
pacto de individuos egoístas, defensores de sus derechos subjetivos, y
se muestra incapaz de reconstruir las nociones de racionalidad práctica
y solidaridad, revela el “socialismo pragmático” que el télos del
lenguaje es el consenso y no el pacto; frente al racionalismo crítico,
que desemboca en el decisionismo al negar toda posibilidad de
fundamentar el conocimiento y la decisión, por tener una idea
abstracta de fundamentación, muestra la pragmática formal que el
método propio de la filosofía es la reflexión trascendental; frente al
pensar postmoderno, que disuelve la unidad de la razón en las
diferencias, abriendo la puerta al poder de cualquier fuerza que no sea
la del mejor argumento, proporciona la ética comunicativa una noción
de racionalidad que exige la pluralidad de formas de vida y
desautoriza por irracional la violencia no argumentativa.
Entre las tareas que le corresponden a la ética discursiva se
encuentra la de dirigir indirectamente la acción mediante la aplicación
del principio moral. Una ética de la responsabilidad, que pretenda
superar el utopismo de las éticas de la intención, debe diseñar los
103
principios mediadores, a cuya luz han de transformarse las
condiciones sociales para que el cumplimiento del principio moral sea
responsablemente exigible. De esta manera, la razón moral presupone
una teleología, que es menester realizar solidariamente en la historia.
En consecuencia con lo apuntado anteriormente, Apel insiste en
la necesidad de dividir su ética en dos parte: la parte A tiene por
objeto fundamentar racionalmente el principio ético, mientras que la
parte B se ocupa en bosquejar el marco formal necesario para aplicar a
la acción tal principio. Si la clave de la parte A es la fundamentación
racional, la de la parte B es la responsabilidad al exigir su
cumplimiento. Si la parte A nos revela el télos del lenguaje, la parte B
nos exige mediar la razón moral con la estratégica al hilo de una
teleología moral. Por eso la ética discursiva ordena su tarea en dos
partes: una dedicada a la fundamentación (al descubrimiento del
principio ético) y otra, a la aplicación del mismo a la vida cotidiana.
En su parte A, fundamentación del principio ético, la ética
discursiva se esfuerza en descubrir los presupuestos que hacen
racional la argumentación sobre normas, de manera que el diálogo
tenga sentido, como una búsqueda cooperativa de la justicia y la
corrección. En esa búsqueda, esta ética llega a conclusiones en las que
postula que cualquiera que pretenda argumentar en serio sobre normas
tiene que presuponer:
1) Que todos los seres capaces de comunicarse son interlocutores
válidos –es decir, personas- y que, por tanto, cuando se dialoga sobre
normas que les afectan, sus intereses deben ser tenidos en cuenta y
defendidos, de ser posible, por ellos mismos. Excluir del diálogo a
cualquier afectado por la norma desvirtúa el presunto diálogo y lo
convierte en una farsa.
2) Que no cualquier diálogo nos permite descubrir si una norma es
correcta, sino sólo el que se atenga a unas reglas determinadas, que
permitan celebrarlo en condiciones de simetría entre los
interlocutores. A este diálogo llamamos "discurso” .
Las reglas del discurso son fundamentalmente las siguientes:
- “Cualquier sujeto capaz de lenguaje y acción puede participar en el
discurso”.
- “Cualquiera puede problematizar cualquier afirmación”.
- “Cualquiera puede expresar sus posiciones, deseos y necesidades”.
- “No puede impedirse a ningún hablante hacer valer sus derechos,
establecidos en las reglas anteriores, mediante coacción interna o
externa al discurso”.
(J. Habermas, Conciencia moral y acción comunicativa, pp. 112 y
113).
104
3) Ahora bien, para comprobar, tras el discurso, si la norma es
correcta, habrá de atenerse a dos principios:
- El principio de la universalización, que es una reformulación
dialógica del imperativo kantiano de la universalidad, y dice así:
“Una norma será válida cuando todos los afectados por ella puedan
aceptar libremente las consecuencias y efectos secundarios que se
seguirían, previsiblemente, de su cumplimiento general para la
satisfacción de los intereses de cada uno”.
- El principio de la ética del discurso, según el cual:
“Sólo pueden pretender validez las normas que encuentran (o podrían
encontrar) aceptación por parte de todos los afectados, como
participantes en un discurso práctico”.(1)
Por lo tanto, la norma sólo se declarará correcta si todos los afectados
por ella están de acuerdo en darle su consentimiento, porque satisface,
no los intereses de un grupo o de un individuo, sino intereses
universalizables. Con lo cual, el acuerdo o consenso al que lleguemos
diferiría totalmente de los pactos estratégicos, de las negociaciones.
Porque en una negociación los interlocutores se instrumentalizan
recíprocamente para alcanzar cada uno de sus metas individuales,
mientras que en un diálogo se aprecian recíprocamente como
interlocutores igualmente facultados, y tratan de llegar a un acuerdo
que satisfaga intereses universalizables. La meta de la negociación es
el pacto de intereses particulares; la meta del diálogo, la satisfacción
de intereses universalizables, y por eso la racionalidad de los pactos es
instrumental, mientras que la racionalidad presente en los diálogos es
comunicativa.
La parte B de la ética discursiva se concreta como ética aplicada. A fin
de entender la especificidad de esa aplicación, tengamos presente que
el discurso referido con anterioridad tiene un carácter ideal, bastante
distinto de los diálogos reales, que suelen darse en condiciones de
asimetría y coacción. En ellos, los participantes no buscan satisfacer
intereses universalizables, sino individuales y grupales. Sin embargo,
cualquiera que argumenta en serio sobre la corrección de normas
morales presupone que ese discurso ideal es posible y necesario, y por
eso la situación ideal de habla a la que nos hemos referido es una idea
regulativa, es decir, una meta para nuestros diálogos reales y un
criterio para criticarlos cuando no se ajustan al ideal.
Urge, pues, tomar en serio en las distintas esferas de la vida social la
idea de que todas las personas son interlocutores válidos, que han de
ser tenidas en cuenta en las decisiones que les afectan, de modo que
puedan participar en ellas tras un diálogo celebrado en las condiciones
(1) J. Habermas, Conciencia moral y acción comunicativa, pp. 116 y
117.
105
más próximas posible a la simetría, y que serán decisiones
moralmente correctas, no las que se tomen por mayoría, sino aquellas
en que todos y cada uno de los afectados están dispuestos a dar su
consentimiento, porque satisfacen intereses universalizables. Una
aplicación semejante da lugar a las llamadas éticas aplicadas que hoy
en día cubren diversidad de ámbitos referidos a la economía, la
política, la ciencia, la tecnología, la ecología, la ingeniería genética, la
información y las profesiones.
La ética discursiva se presenta como deontológica, en la medida en
que se ocupa de la vertiente normativa del fenómeno moral y
prescinde de las cuestiones referentes a la felicidad y la vida buena.
Los enunciados normativos constituyen su objeto –no los evaluativosporque componen la dimensión universalizable del fenómeno moral:
proyectar ideales de vida buena es cosa de los individuos y los grupos
–de la eticidad concreta-, porque las formas de vida son
inconmensurables, pero precisamente la defensa de un pluralismo
semejante exige eludir el relativismo, el contextualismo o el
irracionalismo ético, fundamentando racionalmente principios
universales de la justicia; un mínimo normativo universal es necesario
para posibilitar el pluralismo de las formas de vida. Sin embargo, el
deontologismo de la ética discursiva no la alinea en las filas de la
kantiana ética de la intención, ajena a las consecuencias, porque en el
mismo principio de esta ética aparece entrañado el consecuencialismo.
El presupuesto de una teleología moral que debe realizarse en la
historia permite a la ética discursiva repasar las pretensiones de una
ética que se limita a ofrecer un procedimiento para la legitimación de
normas y le capacita para construir una filosofía moral, apta para
hablar de valores, de móviles y de actitudes. La ética discursiva será
deontológica por teleológica y desde esta perspectiva se difuminarán
los límites entre éticas deontológicas y teleológicas, sustancialistas y
procedimentalistas, de normas y de virtudes.
La ética discursiva es una ética universalista, pero en ella el principio
de universalización –de igual modo que en Kant- no es el principio
moral, sino una regla de la argumentación, mediante la que
comprobamos que el principio ético se aplica correctamente. Sin
embargo, frente a la formulación kantiana del imperativo de la
universalización, el principio de esta ética llevará incorporado el
consecuencialismo en su mismo seno, al postular que cada norma
válida habrá de satisfacer la condición de que las consecuencias y
efectos secundarios que se seguirían de su acatamiento universal para
106
la satisfacción de los intereses de cada uno puedan resultar aceptados
por todos los afectados.
Nos encontramos, pues, con una reformulación del imperativo
kantiano de la universalización, en la que se expresa una razón
dialógica, y cuya prueba de fuego no es la contradicción con el
pensamiento, sino con el querer las consecuencias que se seguirían en
el caso de que la norma entrara en vigor. La voluntad racional, lo que
“todos podrían querer”, sigue siendo el criterio para legitimizar
normas morales, pero desde el diálogo real y el cálculo de las
consecuencias. Semejante norma nos dirá quienes son todos los
incluidos en el concepto de voluntad racional que no serán todos los
seres racionales y no serán todos los participantes de facto en el
diálogo, sino todos los afectados por la entrada en vigor de la norma.
La ética discursiva se autoinserta en la taxonomía ética como
cognitivista, deontológica, formal y universalista. Desde las
posiciones de esta ética, el cognitivismo enraizará como
argumentación racional acerca de la corrección de las normas
prácticas, el deontologismo estará preñado de teleologismo, el
formalismo dará lugar a una ética de actitudes y el universalismo no
pretenderá en modo alguno homogeneidad. La ética discursiva sabe
que no es lo suyo prescribir formas concretas de vida, ideales de
felicidad, modelos de virtud, sino proporcionar aquellos
procedimientos que nos permiten legitimar normas y, por tanto,
prescribirlas con una validez universal.
La ética discursiva, adentrándose en los vericuetos de la lógica del
discurso práctico, descubre reglas necesarias de reconocimiento
recíproco entre los interlocutores, e incluso la configuración
contrafácticamente presupuesta, de una situación ideal de habla, que
diseña las condiciones ideales de la racionalidad. Asimismo, el
principio de la ética discursiva hace depender la validez de toda norma
del consenso racional entre los afectados por ella, un consenso en que
se muestra la coincidencia entre los intereses individuales y los
universales.
8. LA ÉTICA COMUNITARIA
A partir de la década de los ochenta del pasado siglo, se extiende el
uso del término “comunitarismo” entre los estudiosos de la Ética,
especialmente en el ámbito anglosajón. Algunos filósofos de la moral
y de la política como A. MacIntyre, Ch. Taylor, M. Sandel y M.
Walzer son a menudo calificados como comunitaristas, sin que ellos
mismos hayan aceptado explícitamente una calificación semejante.
Son autores muy distintos en muchos aspectos, pero todos coinciden
107
en una idea básica: la filosofía moral y política de nuestro tiempo debe
romper con el esquema universalista de la ilustración. Nuestras raíces
morales son más diversas de lo que prejuzgan los valores racionalistas
ilustrados –libertad, igualdad y fraternidad- o el cómputo de derechos
humanos. Esos principios abstractos y universales, por otra parte, no
consiguen movernos a actuar, cuando la acción es el objetivo último
de la moral. Conviene pues, cambiar de modelo y pensar o reconstruir
“nuestra” moral, descubrir sus raíces concretas y los vínculos que
realmente nos unen con los otros.
Entre los muchos y variados comunitaristas se puede encontrar cierto
“aire de familia”, en cuanto a que ellos han elaborado críticas al
individualismo contemporáneo y han insistido en el valor de los
vínculos comunitarios como fuente de la identidad personal. Estamos,
por consiguiente, ante una denominación genérica que abarca en su
seno a autores muy heterogéneos, tanto en lo que se refiere a las
fuentes de inspiración- en unos casos es Aristóteles, en otros es Hegelcomo en lo referente a las propuestas políticas de transformación de la
sociedad, unos son conservadores, otros reformistas y otros radicales.
En principio, el comunitarismo ético contemporáneo constituye una
réplica al liberalismo, o al menos a ciertas variantes del mismo que
producen efectos considerados como indeseables: individualismo,
desarraigo afectivo, devaluación de los lazos interpersonales y pérdida
de la identidad cultural.
En el libro Tras la virtud, MacIntyre no se anda con rodeos: El
proyecto ilustrado ha sido un fracaso porque dependía de un supuesto
falso, el supuesto de que teníamos una concepción definida y clara de
la persona. No era así. A diferencia de los griegos que entendieron al
hombre libre como ciudadano, o de los filósofos cristianos que lo
concebían como criatura divina, los modernos partieron de un
individualismo en el que el único atributo de la persona era su libertad
para poseer y escoger su propia vida. Desde tal perspectiva es difícil
construir una noción común de justicia convincente, satisfactoria y
racional. MacIntyre entiende que hace falta algo más que el supuesto y
enigmático “Estado de naturaleza” para justificar las obligaciones
morales. Ese algo más puede proporcionarlo una religión, una
ideología, algo que provoque la adhesión y la agregación de las
voluntades humanas. Los derechos fundamentales, porque pretender
valer para toda la humanidad, no cumplen desgraciadamente esa
función.
De un modo similar discurre Sandel, en una crítica profunda a las
concepciones de Rawls, en su libro Liberalism and the Limits of
Justice. También aquí lo que centra las críticas es la idea de persona.
Aunque Rawls dice partir de una concepción de la persona en la que
108
confluyen el individualismo y el altruismo, en realidad –le objeta
Sandel su punto de partida es “liberal e individualista”: el desinterés
mutuo y la ausencia de sentimientos comunitarios como la
benevolencia y el altruismo es lo que caracteriza a las personas que
deben decidir sobre los criterios de la justicia. Es esa concepción
individualista y liberal la que lleva a pensar en la justicia distributiva
como la virtud fundamental de la sociedad. Tampoco la concepción de
Nozick es acertada. Si Rawls parte de un sujeto desposeído, sin otros
bienes que aquellos que por justicia le corresponde, Nozick, por su
parte, es víctima de una concepción del sujeto, en la que éste y sus
méritos son una misma cosa. ¿No sería más sencillo –concluye
Sandel- si en lugar de contemplarnos como sujetos individuales, lo
hiciéramos como participantes de una identidad: familia, clase,
nación, religión? Sabemos qué significa defender intereses sociales
concretos. No sabemos, en cambio, qué es servir al interés social en
general.
En suma, el individuo que actúa con vistas a unos fines, no puede ser
visto independientemente de la comunidad a la que pertenece. Para
saber qué fines tengo o debo tener, debo saber antes quién soy, de
dónde vengo, cómo han ido calando en mí las valoraciones que
constituyen mi cultura moral. Los comunitaristas no aceptan que el
problema moral se solvente definiendo lo justo, pues no hay forma de
descubrir qué es justo sin saber de antemano, o al mismo tiempo, qué
es bueno para nosotros. El liberalismo proyecta un supuesto Estado de
naturaleza para deducir de él los contenidos de la justicia. El
comunitarismo invierte los términos: cree que la justicia no es
deducible de hipótesis imaginarias, sino de nuestras concepciones
reales del bien. Dicho hegelianamente: sin “eticidad” no hay
“moralidad”.
Por ese camino transita Charles Taylor que ve con escepticismo que
los conceptos universales sirvan para orientarnos moralmente. Sólo el
intercambio social, la relación con los otros, el choque incluso de
distintas concepciones del bien, nos permiten entender el significado
moral. Pues los valores superiores que compartimos no son nada
desligados de los valores de la comunidad en que vivimos y en la que
adquiere uso nuestro bagaje valorativo. Dicho de otra forma: Kant
queda incompleto sin Aristóteles. No sólo hacen falta principios,
también son necesarias las virtudes. Sin las llamadas virtudes cívicas o
virtudes republicanas no podrá lograrse la cohesión social y moral
indispensable para convivir pacífica y justamente. Michael Walzer, a
su vez, relativiza la noción de justicia. Aduce que no todos los bienes
son iguales ni todos merecen una igual distribución. La igualdad que
buscamos es una igualdad compleja, para alcanzarla hay que
109
compartir antes el sentido de lo que es bueno para la comunidad. Para
los comunitaristas, la noción de lo bueno es condición para decidir lo
justo.
Más allá del liberalismo, el comunitarismo ofrece, en ocasiones, una
crítica o incluso un complemento a teorías excesivamente
especulativas y abstractas, y un tanto anacrónicas por el prejuicio
individualista que las sustenta. Pero el sesgo que proponen hacia la
comunidad puede ser conservador. En efecto, el individuo comunitario
está hecho de tradiciones, tiene una identidad cultural o religiosa, es
inseparable del territorio. No es que toda tendencia a conservar el
pasado sea desechable sin más, pero lo es si ese pasado sólo vale por
su capacidad para unir a los individuos. Por otra parte, y ése es el lado
bueno del comunitarismo, la insistencia en la necesidad de compartir
concepciones de lo bueno pone de relieve el papel de la socialización
y de la educación hacia unos fines mínimamente claros para que la
ética no se nutra sólo de conceptos vacíos.
Las críticas comunitaristas al pensamiento liberal pueden resumirse en
cinco puntos: 1) Los liberales devalúan, descuidan y socavan los
compromisos con la propia comunidad, no obstante que la comunidad
es un ingrediente irremplazable en la vida buena de los seres humanos.
2) El liberalismo minusvalora la vida política, puesto que contempla la
asociación política como un bien puramente instrumental, y por ello
ignora la importancia fundamental de la participación plena en la
comunidad política para la vida buena de las personas. 3) El
pensamiento liberal no da cuenta de la importancia de ciertas
obligaciones y compromisos –aquellos que no son elegidos o
contraídos explícitamente por un contrato o por una promesa- tales
como las obligaciones familiares y las de apoyo a la propia comunidad
o país. 4) El liberalismo presupone una concepción defectuosa de la
persona, porque no es capaz de reconocer que el ser humano está
“instalado” en los compromisos y en los valores comunitarios, que le
constituyen parcialmente a él mismo, y que no son objeto de elección
alguna. 5) La filosofía política liberal exalta erróneamente la virtud de
la justicia como la primera virtud de las instituciones sociales y no se
da cuenta de que, en el mejor de los casos, la justicia es una virtud
reparadora, sólo necesaria en circunstancias en las que ha hecho
quiebra la virtud más elevada de la comunidad.
Estas críticas que los comunitaristas han venido haciendo a las teorías
liberales han sido atendidas en gran medida por los más relevantes
teóricos del liberalismo de los últimos años, como J. Rawls, R.
Dworkin, R. Rorty y J. Paz, entre otros. De hecho, la evolución interna
del pensamiento de algunos de ellos –particularmente del de Rawls, a
quien se considera generalmente como el paradigma del nuevo
110
liberalismo ético- se puede interpretar como un intento de asumir las
críticas comunitaristas rectificando algunos puntos de sus propuestas
anteriores. No obstante, un análisis detallado de los textos
comunitaristas muestra que la mayor parte de las ideas que se
rechazan en ellos también serían rechazados por la mayor parte de los
liberales.
Los argumentos críticos que esgrimen los autores considerados
comunitaristas frente al liberalismo contemporáneo son, en realidad,
argumentos recurrentes, que no dejan de ponerse sobre el tapete
periódicamente (bajo una u otra denominación) para expresar el
descontento que aparece en las sociedades liberales cuando se alcanza
en ellas cierto grado de desarraigo de las personas respecto a las
comunidades familiares y locales. El comunitarismo no sería otra cosa
que un rasgo intermitente del propio liberalismo, una señal de alarma
que se dispara de tarde en tarde para corregir ciertas consecuencias
indeseables que aparecen inevitablemente en la larga marcha de la
humanidad en pos de un mundo menos alienante.
Los comunitaristas tienen parte de razón cuando exponen los dos
principales argumentos que poseen en contra del liberalismo. El
primero defiende que la teoría política liberal representa exactamente
la práctica social liberal, es decir, consagra en la teoría un modelo
asocial de sociedad, una sociedad en la que viven individuos
radicalmente aislados, egoístas racionales, hombres y mujeres
protegidos y divididos por sus derechos inalienables que buscan
asegurar su propio egoísmo. Este argumento es repetido con diversas
variantes por todos los comunitarismos contemporáneos.
El segundo argumento mantiene que la teoría liberal desfigura la vida
real. El mundo no es ni puede ser como los liberales dicen que es:
hombres y mujeres desligados de todo tipo de lazos sociales,
literalmente sin compromisos, cada cual el solo y único inventor de su
propia vida, sin criterios ni patrones comunes para guiar la invención.
No hay tales figuras míticas, cada uno nace de unos padres; y luego
tiene amigos, parientes, vecinos, compañeros de trabajo y
conciudadanos; todos esos vínculos, de hecho, más bien no se eligen,
sino que se trasmiten y se heredan; en consecuencia, los individuos
reales son seres comunitarios, que nada tienen que ver con la imagen
que de ellos nos presenta el liberalismo.
El primer argumento es verdad, en buena medida, en sociedades como
las occidentales en donde los individuos están continuamente
separándose unos de otros, moviéndose en una o en varias de las
cuatro movilidades siguientes: 1) La movilidad geográfica (nos
mudamos con tanta frecuencia que la comunidad de lugar se hace más
difícil, el desarraigo más fácil). 2) La movilidad social (por ejemplo,
111
la mayoría de los hijos no están en la misma situación social que
tuvieron los padres, con todo lo que ello implica de pérdida de
costumbres, normas y modos de vida). 3) La movilidad matrimonial
(altísimas tasas de separaciones, divorcios y nuevas nupcias, con sus
consecuencias de deterioro de la comunidad familiar). Y 4) la
movilidad política (continuos cambios en el seguimiento a líderes, a
partidos y a ideologías políticas, con el consiguiente riesgo de
inestabilidad institucional). Además, los efectos atomizadores de esas
cuatro movilidades serían potenciados por otros factores, como el
avance de los conocimientos y el desarrollo tecnológico. El
liberalismo, visto de la forma más simple, sería el respaldo teórico y la
justificación de todo ese continuo movimiento. En la visión liberal, las
cuatro movilidades representan la consagración de la libertad, y la
búsqueda de la felicidad (privada o personal).
Sin embargo, estas movilidades tienen otra cara de maldad y
descontento que se expresa de modo articulado periódicamente, y el
comunitarismo es, visto del modo más simple, esa intermitente
articulación de los sentimientos de protesta que se generan al cobrar
conciencia del desarraigo. Refleja un sentimiento de pérdida de los
vínculos comunales, y esa perdida es real. Las personas no siempre
dejan su vecindario o su pueblo natal de un modo voluntario y feliz.
Moverse puede ser una aventura personal, pero a menudo es un
trauma en la vida real.
El segundo argumento (en su versión más simple: que todos nosotros
somos realmente, en última instancia, criaturas comunitarias) resulta
verdadero. La vida demuestra que los vínculos de lugar, de familia, de
clase social o de estatus, e incluso las simpatías políticas, sobreviven
en cierta medida a las cuatro movilidades. Además, parece claro que
esas movilidades no nos apartan tanto unos de otros como para que ya
no podamos hablarnos y entendernos. Sin embargo, el liberalismo nos
impide contraer o consolidar los vínculos que nos mantienen unidos,
porque es una doctrina que parece socavarse a sí misma
continuamente, que desprecia sus propias tradiciones, y que produce
en cada generación renovadas esperanzas de una libertad absoluta,
tanto en la sociedad como en la historia. Existe cierto ideal liberal de
un sujeto enteramente transgresor, y en la medida en que triunfa ese
ideal, lo comunicativo retrocede. Porque, si el comunitarismo es la
antítesis de algo, es la antítesis de la transgresión. Y el yo transgresor
es antitético incluso de la comunidad liberal que ha creado y
patrocina. El liberalismo es una doctrina autosubversiva; por esa razón
requiere de veras la periódica corrección comunitarista.
Por otra parte, la crítica comunitarista no debe olvidar que estamos
insertados en una tradición liberal, que utiliza un bagaje de derechos
112
individuales –asociación voluntaria, pluralismo, tolerancia,
privacidad, libertad de expresión, oportunidades abiertas a los
talentos, etc.- que ya consideramos ineludible. La corrección
comunitarista del liberalismo no puede echar en saco roto esa
tradición, por el contrario debe favorecer un reforzamiento selectivo
de esos mismos valores, dado que ningún modelo de comunidad
preliberal o antiliberal posee el atractivo suficiente como para aspirar
a sustituir a ese mundo ideal de individuos portadores de derechos,
que se asocian voluntariamente y que se expresan libremente. Sería
algo positivo que el correctivo comunitarista nos enseñara a todos a
vernos a nosotros mismos como seres sociales, como productos
históricos de los valores liberales y como constituidos en parte por
esos mismos valores.
La polémica entre comunitaristas y liberales muestra la necesidad de
alejarse de ciertos extremismos si se desea hacer justicia a la realidad
de las personas y a los proyectos de liberación que éstas mantienen.
Un extremo rechazable estaría constituido por ciertas versiones del
liberalismo que presentan una visión de la persona como un ser
concebible al margen de todo tipo de compromisos con la comunidad
que le rodea, como si fuese posible conformar una identidad personal
sin la solidaridad continuada de quienes nos ayudan a crecer desde la
más tierna infancia, proporcionándonos todo el bagaje material y
cultural que se necesita para alcanzar una vida humana que merezca
ese nombre.
El otro extremo igualmente detestable lo constituyen dos tipos de
colectivismo. Por una parte, aquellas posiciones etnocéntricas que
confunden el hecho de que toda persona crezca en una determinada
comunidad concreta (familia, etnia, nación, clase social, etc.) con el
imperativo de servir incondicionalmente los intereses de tal
comunidad so pena de perder todo tipo de identidad personal. Por otra
parte, aquellas otras posiciones colectivistas que consagran una
determinada visión excluyente del mundo social y político como única
alternativa al denostado individualismo burgués. Tanto unos como
otros simplifican excesivamente las cosas, ignorando aspectos
fundamentales de la vida humana. Porque si bien es cierto que
contraemos una deuda de gratitud con las comunidades en las que
nacemos, también es cierto que esa deuda no debería hipotecarnos
hasta el punto de no poder elegir racionalmente otros modos de
identificación personal que podamos llegar a considerar más
adecuados. Y aunque también es cierto –por otro lado que el concepto
liberal de persona puede, en algunos casos, dar lugar a cierto tipo de
individualismo, no parece que un colectivismo absolutizador sea
mejor remedio que esa enfermedad.
113
En resumen, podemos decir que el comunitarismo contemporáneo nos
ayuda, en general, a reflexionar sobre los riesgos que lleva consigo la
aceptación acrítica de la visión liberal de la vida humana. Por otra
parte, la insistencia del comunitarismo en la necesidad de compartir
concepciones de lo bueno pone de relieve el papel de la socialización
y de la educación hacia unos fines mínimamente claros para que la
ética no se nutra sólo de conceptos vacíos. Teniendo en cuenta los
aportes e insuficiencias respectivos, resulta encomiable y atractivo el
punto de vista que se desmarca de unos y otros para apostar por una
síntesis de liberalismo y comunitarismo.
9. LA ÉTICA ECOLÓGICA. PROBLEMAS Y PERSPECTIVAS
Asistimos en la actualidad a una situación crítica desde el punto de
vista medioambiental. La interacción entre la sociedad y la naturaleza
ha generado, en la condición de problema global, la denominada crisis
ecológica. Esta crisis tiene como expresiones alarmantes las
siguientes:
 Empeoramiento de la calidad del medio ambiente
 Agotamiento de los recursos energéticos y materias primas
 Destrucción de los mecanismos de autorregulación de la
Biosfera
Desaparición de especies animales y vegetales.
La utilización intensiva de los recursos naturales como resultado del
progreso científico-técnico ha creado una situación explosiva en la
interacción entre la sociedad y la naturaleza. Al transformar la
naturaleza, el hombre debilitó los fundamentos naturales del quehacer
humano, dando lugar al denominado problema ambiental.
El progreso ilimitado como esencia del crecimiento y desarrollo
económicos, característico del modo de producción capitalista, ha
comportado la dominación despótica de la naturaleza. Este estilo o
modelo de desarrollo tiene como lógico corolario la destrucción del
medio ambiente y el agotamiento de los recursos no renovables.
114
En nuestros días, son numerosas las señales indicadoras de que la
actividad humana excede los límites de la autogeneración de la
biosfera. Entre ellas podemos relacionar las siguientes:
 Los ritmos decrecientes de las áreas agrícolas, la
destrucción de los bosques y el aumento de la
desertificación
 La contaminación de las aguas subterráneas y superficiales,
de los mares y las zonas costeras
 El agotamiento de los recursos pesqueros con estancamiento
de las capturas

Los cambios climáticos y daños a la salud debidos a la
contaminación de la atmósfera
Los conceptos dominantes de desarrollo siempre tuvieron como
base la abundancia de los recursos, lo cual ha sido una de las
causas fundamentales del deterioro ambiental. El desarrollo
científico-técnico ha estado dirigido, principalmente, a la
búsqueda de beneficios coyunturales a corto y mediano plazo
sin que fueran creadas las condiciones necesarias para que ese
propio desarrollo no derivara en un problema mayor a largo
plazo. Justamente eso es lo que ha ocurrido.
Desde los años sesenta del pasado siglo se ha venido apreciando
un deterioro ambiental progresivo, lo cual ha sido reflejado con
gran claridad en diversos estudios efectuados al respecto donde
fueron mostrados los límites de tal concepción de desarrollo.
Resulta evidente hoy día la necesidad de establecer modelos de
desarrollo que tengan como base la sustentabilidad ambiental.
Esto significa que la problemática medioambiental debe
convertirse en un objetivo prioritario para toda la humanidad.
En los marcos de los grandes esfuerzos que hay que realizar para
evitar o detener el deterioro ambiental, el referente moral debe
desempeñar un papel de primer orden, pues el desarrollo que
necesitamos tendrá un carácter humano, vale decir ético, o no
habrá desarrollo ni sobrevivencia para nuestra especie.
En los últimos años, el pensamiento ecologista ha contribuido
sustancialmente a la toma de conciencia a nivel mundial acerca
de la magnitud del problema ambiental y sus consecuencias
actuales y futuras si los sistemas productivos vigentes y la
sociedad humana, en su conjunto, no cambian su modo de
115
relacionarse con la naturaleza. Sin embargo, la labor de los
partidarios de esta corriente de pensamiento, no puede concluir
con la formulación de la nueva idea; entenderla y hacerla
culturalmente dominante es parte de su compromiso social
actual.
Al abandonarse, a finales del siglo XX, las estrategias de
“reparación” del daño causado y dirigir la atención hacia la
eliminación del modelo de relación con la naturaleza, se ha
planteado la prioridad de un nuevo estilo de desarrollo que
aborde coherentemente las dimensiones económica, social y
ambiental, o lo que es lo mismo, un desarrollo que satisfaga las
necesidades de la generación presente sin comprometer la
capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias
necesidades.
La idea de un desarrollo sostenible vulnera el fundamento
espiritual del capitalismo. Como fenómeno espiritual, el
capitalismo ha producido modos de concebir la vida y ha dotado
al hombre moderno de una eticidad incompatible con el modelo
de solución del problema ambiental que se propone ahora como
técnicamente viable. Contrarrestar estos puntos de vista,
constituye el asunto medular para la educación ambiental de las
nuevas y viejas generaciones.
Emprender el camino del desarrollo sostenible no sólo depende
de directrices o acuerdos en el campo económico o político, sino
esencialmente de profundos cambios sociales y culturales a
escala planetaria que permitan asumir un modelo de progreso
esencialmente humano. Esto requiere de una nueva ética que
teniendo por fundamento la justicia, la solidaridad y la
responsabilidad, destierre el individualismo y el egoísmo. En
esta trascendental tarea para los destinos de la Humanidad, la
ética ecológica con su sentido ambientalista y saber de la
supervivencia, debe aportar su contribución. En este sentido, la
ética ecológica puede participar de forma efectiva, con sus
resultados investigativos, en el complejo proceso de
consolidación de nuevos presupuestos conceptuales que tributen
a la necesaria educación ambiental.
El nuevo enfoque que comporta la ética ecológica, se
fundamenta en argumentos como los siguientes:
116
1)
Existe interdependencia entre todos los seres del planeta,
de suerte que no pueden abordarse los problemas de la
naturaleza de manera unilateral sino de forma global, holística.
2)
Los seres humanos pertenecemos a una comunidad
natural junto con el suelo, el agua, las plantas y las especies
animales. Cada persona es ciudadana, no sólo de una comunidad
político-social, sino de una comunidad natural, cuya integridad y
belleza debe defender.
3)
La naturaleza no existe para ser usada y disfrutada
arbitrariamente por el hombre. Los fenómenos naturales deben
ser objeto de admiración y respeto y, por tanto, han de utilizarse
de forma responsable.
4)
Naturaleza y ser humano tienen un referente común, en
términos de universalidad, es necesaria una comunión del
hombre con la naturaleza.
5)
La naturaleza evoluciona y el ser humano tiene el poder
de ayudar a orientar el curso de esa evolución, Las
biotecnologías abren caminos insospechados en este sentido.
6)
Es necesario regresar a un fundamento objetivo de la
ética, porque la Modernidad con el triunfo de la razón
instrumental, ha provocado el triunfo de la subjetividad en el
panorama ético de los últimos siglos.
7)
El marco interpersonal que ha caracterizado a las éticas
hasta nuestros días debe ampliarse, integrando las relaciones con
las generaciones futuras, con los animales, las plantas y los seres
inanimados.
8)
El desarrollo sostenible a escala global requiere una
educación orientada a la naturaleza, de manera que las personas
se sientan obligadas a respetar el entorno natural por la alegría y
el gozo que produce salvaguardar aquello a lo que se tiene
aprecio profundo.
9)
Es preciso lograr que las personas estén dispuestas a
defender su “yo ecológico” y no sólo su “yo social”, de tal suerte
que la defensa de su yo ecológico se constituya en un deber
moral prioritario
10) El desarrollo de un país no es sostenible si no es
ecológicamente sostenible.
11) Resulta necesario esforzarse por mantener la riqueza y
diversidad de la naturaleza más que invertir energías en reparar
el mal hecho.
117
12)
Es imprescindible transitar a una ética de la
responsabilidad y el cuidado por lo vulnerable y necesitado de
ayuda: la Tierra, los débiles, las generaciones futuras.
13) Para el auténtico desarrollo es fundamental la autocrítica
de la producción y el consumo de los países desarrollados, que
confunde el desarrollo con un irreflexivo e imparable
incremento tecnológico a favor del consumo de una quinta parte
de la humanidad.
La ética ecológica es una ética de la responsabilidad por las
consecuencias de nuestras acciones, incluso las imprevisibles;
una ética que cuida del futuro, de proteger a nuestros
descendientes frente a las acciones actuales. Ante el débil e
inerme, se sienten responsables los que tienen poder para
protegerlo; ante algo que es bueno y, por tanto, debe ser, el que
tiene el poder de conservarlo se siente abochornado de su
egoísmo si no lo hace. Al comprobar que algo es bueno y
además vulnerable, quien tiene poder para protegerlo, para
cuidar de ello, debe hacerlo, debe hacerse responsable de su
suerte.
Por consiguiente, dos factores son indispensables para una ética
ecológica: que la existencia de la naturaleza y la especie humana
sean valoradas como buenas, y que nos sintamos motivados por
nuestro sentimiento de responsabilidad a protegerlas, al
percatarnos de que podemos hacerlo. El ser humano, moralmente
responsable, es el que vive cuidando lo que precisa cuidado, en
este caso de la Tierra que ha de conservarse en su integridad.
El principio de responsabilidad, como presupuesto esencial de la
ética ecológica, proponer preservar la integridad del mundo. Esta
situación comporta imperativos morales, incondicionales y
fundamentados objetivamente, que se expresan a través de
formulaciones como las siguientes:

Condúcete de tal modo que los efectos de tu acción sean
compatibles con la existencia de una vida verdaderamente
humana en nuestro planeta.

Considera como un deber legar a las futuras generaciones
el universo en condiciones no peores a como lo hemos
encontrado.

Incorpora a tu actividad actual, como objetivo también de
tu querer, la integridad futura del ser humano.
118

Procede de tal manera que los resultados de tu quehacer
no sean destructivos para la futura posibilidad de la vida humana
en la Tierra.
Existe un amplio consenso en que el problema ecológico, como
ocurre con los demás problemas globales, no es un problema
técnico, sino moral. Se sabe en gran medida todo lo que hace
falta saber para evitar la contaminación ambiental, pero no se
han puesto aún, al nivel requerido, los medios adecuados para
hacerlo. La conciencia moral más lúcida, en las sociedades
contemporáneas, incluye el imperativo de avanzar en el
reconocimiento efectivo del derecho a gozar de un medio
ambiente sano que forma parte de los llamados derechos
humanos de la tercera generación. Sin embargo, ha faltado la
voluntad política de los máximos responsables del deterioro
ambiental para llevar a vías de hecho el referido imperativo
moral.
Como se sabe, la cuestión de fondo de los problemas
ambientales es la situación de injusticia que padece la mayor
parte de la humanidad. Por ello es preciso insistir en que, si se
toma en serio el reconocimiento de la dignidad humana, las
cuestiones ecológicas han de ser enfocadas como cuestiones en
las que están en juego, en realidad, los derechos elementales de
millones de personas a las que no se les trata como seres
humanos, Solo en la medida en que se haga efectiva la justicia y
la solidaridad, tanto a nivel planetario como en el interior de
cada sociedad, puede haber una verdadera solución al gravísimo
problema del deterioro ambiental.
10. LA BIOÉTICA
A partir de la segunda mitad del siglo XX comienzan a expresarse, de
manera reiterada, voces de alarma sobre el hecho innegable de que es
preciso poner límites a la explotación indiscriminada de la naturaleza. En el
año de 1972 el Club de Roma dio a conocer su célebre informe sobre “Los
límites del crecimiento”, en el que auguraba que, si se mantenían las
tendencias del consumo, antes del año 2100 el mundo se colapsaría por
haberse agotado los recursos renovables.
119
Los datos son escalofriantes. Desde el 1956 el consumo se ha multiplicado
por seis, en los últimos cincuenta años el consumo de combustibles fósiles
se ha multiplicado por cinco, las capturas marinas se han cuadruplicado, el
consumo de madera y de agua dulce se ha duplicado, mientras que las
emisiones de desecho se han triplicado en los países industrializados (1).
Como señala el Informe del Fondo Mundial de la Naturaleza, el nivel de
consumo de los países ricos es insostenible, pero además tampoco es
generalizable: si el mundo en su conjunto consumiera como lo hace el 20
por ciento de la población más favorecida, necesitaríamos tres planetas
Tierra para dar abasto.
Ante datos como éstos buena parte de los expertos, movimientos sociales,
partidos y responsables de instituciones internacionales y nacionales
pronuncian el “basta ya”. El deterioro actual del medio ambiente es
innegable y las generaciones futuras encontrarán un planeta exhausto,
contaminado, en condiciones muy inferiores a aquellas en que lo hemos
recibido nosotros. De ahí que sea necesario forjar un auténtico ethos, un
carácter personal y social predispuesto a no expoliar la naturaleza, sino a
colaborar en su desarrollo.
En ese sentido, desde los años cincuenta de la pasada centuria han ido
surgiendo diferentes movimientos teóricos para una acción ecológica.
Todos ellos convergen en un punto de suma importancia: para resolver los
problemas medioambientales no basta con buscar nuevas soluciones
tecnológicas en una desesperada huida hacia delante; la tecnología resuelve
unos problemas creando otros nuevos. Lo que urge es cultivar una nueva
actitud en las personas y en los grupos, una nueva forma de acercarse a la
naturaleza, no expoliadora, no manipuladora y además, explicitar
públicamente los rasgos de esa actitud.
En el conjunto de las éticas que se ocupan de estos problemas, la
perspectiva que ha adquirido mayor predicamento es aquella que postula la
necesidad de una ética radicalmente nueva, no centrada en los seres
humanos, sino en la naturaleza. Fue Aldo Leopold quien dio voz a esta
nueva ética al afirmar que necesitamos una land ethics, que amplíe los
miembros de la comunidad moral, incluyendo a todos los elementos de la
naturaleza. Desde esta concepción, es correcto lo que tiende a preservar la
integridad, estabilidad y belleza de la comunidad bioética; es incorrecto lo
que tiende a lo contrario (2). Esta perspectiva comporta un nuevo marco de
interpretación y comprensión del mundo que tiene por centro la vida y no a
los seres humanos(3).
120
Son esas circunstancias sociohistóricas y teóricas las que sirven de
referente a los aportes de Van Rensselaert Potter, fundador de la Bioética y
creador del término. La Bioética se formula como una ética de la vida,
orientada hacia el futuro y hacia el entorno natural de lo humano. Las
razones de su surgimiento las explicita Potter en 1998, al afirmar: “En
nuestros días, al acercarnos al nuevo milenio, no existe una ética
establecida en la filosofía clásica que pueda proporcionar orientaciones
para la solución ética de las preocupaciones para la solución ética de las
preocupaciones actuales sobre el futuro”. (4). Es en esta suerte de “vacío
teórico” donde aparece la propuesta conceptual de este oncólogo devenido
fundador de una corriente ética contemporánea.
Algunos autores como John Passmore han argumentado que no es
necesario crear una nueva ética para abordar los problemas bioéticos, sino
que basta con las tradicionales. Según su criterio, lo que se necesita no es
una ética nueva, sino una mayor adhesión a una ética muy familiar, porque
la mayor parte de las causas de nuestros desastres en relación con la
naturaleza, además de la ignorancia, son la avaricia y la miopía, y no es
nuevo afirmar que la avaricia es mala, no necesitamos una ética nueva que
nos lo diga”(5).
En contraposición a este criterio, considero que la pertinencia de una nueva
ética viene dada por la necesidad de percatarse de que lo que “ocurre” en
la naturaleza es debido a las acciones humanas y que, por tanto, los seres
humanos son responsables de prevenir y controlar sus actuaciones para
evitar daños irreversibles, que a menudo son imprevisibles. El concepto de
responsabilidad es el centro, y se amplía a lo no intencionado, que puede
llevar a la extinción de especies, la destrucción de bosques y distintos
recursos naturales, y a la destrucción del ecosistema. Una ética responsable
debe tener en cuenta las consecuencias de las acciones, tanto las
intencionadas como las no intencionadas, para el ecosistema y para las
generaciones futuras. La necesidad de una nueva ética que afrontase esas
demandas epocales estaba en el orden del día. El pensamiento ético
tradicional no satisfizo ese imperativo y vino la Bioética, gestada en sus
riberas conceptuales, a dar respuesta a esos problemas golpeantes de la
moralidad contemporánea.
El pensamiento bioético de Potter se destaca por su sentido abierto y en
permanente desarrollo. El periplo de maduración que discurre desde la
Bioética Puente, pasando por la Bioética Global, hasta la Bioética
Profunda, expresa la frescura de un cuerpo de ideas que se enriquece
paulatinamente con los aportes provenientes de diversas tendencias. Al
respecto, Potter expresa: “...les pido que piensen en la Bioética como una
121
nueva ética científica que combina la humildad, las responsabilidad y la
competencia, que es interdisciplinaria e intercultural, y que intensifica el
sentido de la humanidad”.(6). Esa vocación antisectaria es lo que le permite
a la Bioética de Potter desembocar de manera definitiva en el ecologismo
de forma tal que actualmente es prácticamente imposible establecer límites
separadores entre su ética y la ética ambiental.
Esta nueva perspectiva ética, propia de una Bioética Profunda, contiene
elementos como los siguientes:
1) El “holismo” que postula la interdependencia entre todos los seres y
lugares del planeta, de manera que no pueden abordarse los
problemas de la naturaleza de manera unilateral, como ha hecho la
técnica, sino de forma global, holística.
2) El “biocentrismo” que argumenta la necesidad de respetar a la vida y
a la naturaleza por derecho propio. En este sentido es en el que se
habla de la “comunidad biótica” a la que pertenecemos, junto con el
suelo, el agua, las plantas y las especies animales; cada persona es
ciudadana, no sólo de una comunidad política, sino de una
comunidad biótica, cuya integridad y belleza debe defender.
3) La naturaleza no existe para ser usada y disfrutada por el hombre,
sino que es valiosa en sí misma: los fenómenos naturales son objeto
de admiración y respeto y, por tanto, han de manipularse de forma
responsable.
4) La naturaleza y los seres humanos están penetrados de un espíritu
común, es necesaria una experiencia de unión del hombre con la
naturaleza.
5) Es necesarios regresar a un fundamento ontológico de la ética,
recuperar el elemento “objetivo”, ya que la Modernidad ha
comportado el triunfo de la razón instrumental en este campo.
6) El marco de las éticas “interpersonales” debe ampliarse, integrando
las relaciones con las generaciones futuras, con los animales, las
plantas y los seres inanimados. Con la naturaleza en su conjunto.
7) Es preciso esforzarse por mantener la riqueza y diversidad de la vida
más que invertir energías en “reparar” el mal hecho.
8) Las éticas de los “derechos” y “deberes” nacidos de un “contrato”
entre “iguales”, que pactan en una supuesta situación de “simetría”,
son insuficientes. Es preciso
transitar a una ética de la
“responsabilidad” y el “cuidado” por lo vulnerable, necesitado de
ayuda: la Tierra, los débiles, las generaciones futuras.
9) El desarrollo auténtico a escala global requiere una “educación
orientada a la vida”, de suerte que las personas se sientan inclinadas
122
a respetar la naturaleza por su valor mismo, por la alegría y el gozo
que produce salvaguardar aquello a lo que se tiene aprecio profundo.
Las argumentaciones y sugerencias de la Bioética tienen gran poder de
convicción y atraen la atención de la opinión académica especializada,
sobre todo en su conclusión de que no son las nuevas tecnologías las que
resuelven los problemas medioambientales, sino un “cambio de actitud”, un
nuevo ethos que priorice la responsabilidad por las consecuencias de
nuestras acciones, incluso las imprevisibles, una ética que cuida al futuro,
protegiendo a los descendientes frente a las acciones actuales.
No obstante, la Bioética plantea un problema que convoca a la polémica,
que es el de sustituir una ética antropocéntrica por una ética biocéntrica.
Porque una cosa es afirmar que también los seres naturales no humanos
tienen un valor y, por tanto, no se les debe maltratar, y otra bien diferente
declarar que lo valioso es el fenómeno de la vida en todas sus
manifestaciones, y que la vida humana lo es por ser un a de esas
manifestaciones.
Pudiera pensarse que el antropocentrismo ha fracasado cuando en realidad
nunca ha podido implementarse. El proyecto moral de la Ilustración que
comportaba construir un mundo en el que todos los seres humanos fueran
tratados con la dignidad que les corresponde por ser fines en sí mismos, y
en cuidar de los restantes seres naturales, nunca fue llevado a feliz término.
Ese proyecto moral no vio la luz porque la razón técnica progresó
extraordinariamente, mientras que la moral quedó totalmente rezagada.
No es el antropocentrismo moral la causa de los problemas ambientales,
sino el “oligarquismo”, el poner la capacidad técnica al servicio del
bienestar de unos pocos. Pero el oligarquismo no se supera transitando al
biocentrismo, de forma que la preocupación la constituyan todos los seres
humanos, y además los animales y las plantas. ¿Dónde queda la
preocupación por esa mayoría de seres humanos a la que nunca le llega la
hora, ni con el supuesto fracaso del antropocentrismo ni con la
proclamación del biocentrismo?
A mi modo de ver, las propuestas de un cambio de forma de vida “en el
reino
De este mundo”, no deben obviar en lo ético, la centralidad de los seres
humanos en el universo. Podemos, sin duda, pedir cuidado y
responsabilidad por cuanto es vulnerable y nos está encomendado,
animales, plantas naturaleza inerte, pero sólo el ser humano posee la
condición de sujeto moral… Las posiciones biocentristas han realizado
123
aportes muy valiosos al pensamiento ético en los últimos tiempos, pero la
Ética para ser considerada como tal debe tener un referente esencialmente
humano, vale decir antropocéntrico.
Como he apuntado anteriormente, el término bioética empezó a utilizarse
a comienzos de los años setenta del pasado siglo, para referirse a una serie
de trabajos científicos que tienen por objeto la reflexión sobre una variada
gama de fenómenos vitales: desde las cuestiones ecológicas a las clínicas,
desde el problema de la investigación en humanos a la pregunta por los
presuntos derechos de los animales. De aquí que para algunos la bioética
sería una ética que interpreta todo el saber ético desde la perspectiva de la
vida amenazada. Otros, acotando con más concreción los diversos ámbitos
de problemas, han llevado a reservar el término bioética para las cuestiones
relacionadas con las ciencias de la salud y las biotecnologías. Estos dos
enfoques han comportado que, unas veces, se considere a la Bioética como
un saber ético y en otras, como una ética aplicada.
Desde mi punto de vista, caracterizar a la Bioética de Potter como una
ética aplicada sería desacertado, ya que la misma confluye en el caudal de
aportes que a lo largo de la historia han ofrecidos distintos modelos éticos
que tratan de fundamentar la moralidad. La Bioética de Potter con sus
propósitos de establecer un nexo entre la revolución biológica, la
tecnológica, el medio ambiente y la conducta humana vertebra con las
construcciones conceptuales de carácter ético que intentan dar cuenta del
fenómeno moral. En este caso, no se trata de aplicar a los distintos ámbitos
de la vida social los referentes éticos, sino más bien fundamentar la
moralidad, es decir, argumentar las razones por las que tiene sentido que
los seres humanos se esfuercen en vivir moralmente.
En sus orígenes, la Bioética surgió como pensamiento ético. El sustrato
holista con que Potter caracterizó a sus reflexiones nos permiten otorgarle
esa dimensión. Pero muy rápidamente, la Bioética alcanzó su mayor
popularidad en los marcos de los planteos y soluciones de los problemas
clínicos. Es por estas circunstancias que para muchos la bioética médica o
clínica es la Bioética, cuando en realidad se trata de éticas aplicadas que no
tienen ni pueden tener la pretensión universalista de la Bioética holista de
Potter.
En el contexto académico en que nos encontramos aquí, podemos
proponernos reservar el término “bioética” para referirnos a una reflexión
ética abarcadora que integre la ciencia y la vida, así como los problemas
vitales del hombre con perspectiva de presente y futuro, y mantener el
124
término “bioética médica o clínica” para denotar un ámbito concreto de
aplicación bioética.
Esa distinción es útil, puesto que se trata de dos niveles de reflexión
diferentes, dos niveles de pensamiento acerca de los problemas bioéticos.
La pregunta básica de la bioética aplicada sería entonces : “¿qué debemos
hacer?”, mientras que la cuestión central de la Bioética sería más bien:
“¿por qué debemos?”, es decir, “¿qué argumentos avalan y sostienen los
presupuestos morales que estamos aceptando como guía de conducta?”.
Para contribuir modestamente a resolver el diferendo existente entre el
creador de la Bioética y el desarrollo ulterior de los bioeticistas
“profesionales”, así como las diversas interpretaciones al respecto, sería
muy saludable que se comprendiese la interrelación entre la Bioética, como
pensamiento ético en general, y sus diversas expresiones particulares como
éticas aplicadas.
RELACIÓN DE CITAS
1) Temas para el Debate (2001). “Los límites del crecimiento y la ética
del consumo”. No. 76,3.
2) Leopold, Aldo (1966). A Sand County Almanac. Nueva York,
Oxford University Press, 240.
3) Gafo, Javier (1999). Diez palabras claves en Ecología, Estella, V. D.,
347-381.
4) Potter, V. (1998). Bioética Puente, Bioética Global y Bioética
Profunda. En Cuadernos del Programa Regional de Bioética, No. 7,
diciembre de 1998, 27.
5) Passmore, John (1974). Man s Responsability for Nature, Londres,
Duckworth, 187.
6) Potter, V. (1998). Bioética Puente, Bioética Global y Bioética
Profunda. En Cuadernos del Programa Regional de Bioética, No. 7,
diciembre de 1998, 32.
125
11. LA ÉTICA DESDE LA COMPLEJIDAD.
La sucesión histórica de las teorías éticas nos muestra la enorme
fecundidad de una disciplina filosófica –la Ética- que ha sabido
adaptarse a los problemas de cada época elaborando nuevos
conceptos y diseñando nuevas soluciones. Las teorías éticas han
pretendido dar cuenta del fenómeno de la moralidad en
circunstancias sociohistóricas diversas, por lo que las respuestas
ofrecidas distan mucho de ser unánimes. Cada teoría ética ofrece
una determinada visión del fenómeno de la moralidad y lo
analiza desde una perspectiva diferente. Todas ellas están
construidas prácticamente con los mismos conceptos, porque no
es posible hablar de moral prescindiendo de valores, virtudes,
bienes, deberes, felicidad, libertad, conciencia, fines de la
conducta, etc. La diferencia que observamos entre las diversas
éticas no viene, por tanto, de los conceptos que manejan, sino
del modo como los ordenan en cuanto a su prioridad y de los
métodos que emplean para vertebrar las elaboraciones teóricas.
Aunque la historia de la Ética recoja una diversidad de teorías, a
menudo contrapuestas, ella no debe llevarnos a la ingenua
conclusión de que cualquiera de ellos puede ser válida para
nosotros –los seres humanos de principios del siglo XXI-ni
tampoco a la desesperanzada inferencia de que ninguna de ellas
uede aportar nada a la solución de nuestros problemas. P?or el
contrario, los principales aportes de las corrientes éticas
precedentes constituyen un referente insoslayable para perfilar
nuevas teorías éticas que podamos considerar a la altura de
nuestro
tiempo.
En esta perspectiva, el enfoque de la complejidad se inserta en el
devenir del pensamiento ético con aportes renovadores que
responden
a las exigencias epocales, situadas ante la
Humanidad, en los comienzos de un nuevo milenio. El
pensamiento complejo incorpora la herencia conceptual acopiada
en el pasado, teniendo muy presente el contexto planetario
contemporáneo, para brindarnos así una ética fundamentadora
de la moralidad que nuestra especie necesita, a fin de convertir
al cosmos terrestre en un mundo verdaderamente humano.
126
 Presupuestos éticos del pensamiento complejo
La ética propugnada por el pensamiento complejo tiene como
referencia básica al género humano, lo que presupone
reconocernos en nuestra humanidad común y, al mismo tiempo,
reconocer la diversidad inherente a todo cuanto es humano.
Conocer lo humano es, principalmente, situarlo en el universo y
a la vez separarlos de él. Interrogar nuestra condición humana es,
entonces, interrogar primero nuestra situación en el mundo.
Postula el pensamiento complejo que debemos reconocer nuestro
doble arraigamiento en el cosmos físico y en la esfera viviente.
Nosotros, vivientes, constituimos una partícula de la diáspora
cósmica, unas migajas de la existencia solar, un menudo brote de
la existencia terrenal. Somos a la vez seres cósmicos y terrestres.
Como seres vivos de este planeta, dependemos vitalmente de la
biosfera terrestre; debemos reconocer nuestra muy física y muy
biológica identidad terrenal.
Desde la perspectiva de la complejidad, la hominización es muy
importante para la comprensión de la humana condición, porque
ella nos muestra como la animalidad y la humanidad constituyen
juntas nuestra condición humana. La hominización es una
aventura de millones de años que desemboca en un nuevo
comienzo. El homínido se humaniza. Desde allí, el concepto de
hombre tiene un doble principio: un principio biofísico y uno
psico-socio-cultural, ambos principios se remiten el uno al otro.
Somos resultado del cosmos, de la naturaleza, de la vida. Como
si fuera un punto de un holograma, llevamos en el seno de
nuestra singularidad, no solamente toda la humanidad, toda la
vida, sino también casi todo el cosmos. Sin embargo, debido a
nuestra humanidad misma, a nuestra cultura, a nuestra mente, a
nuestra conciencia, nos hemos vuelto extraños a este cosmos que
nos es raigalmente íntimo.
Al discernir lo humano del humano, el pensamiento complejo
sostiene que el hombre es un ser plenamente biológico y
plenamente cultural que lleva en sí esta unidualidad originaria.
El humano es pues un ser plenamente biológico, pero si no
dispusiera plenamente de la cultura sería un primate del más
bajo rango. La cultura acumula en sí lo que se aprende, conserva
127
y transmite. El hombre sólo se completa como ser plenamente
humano por y en la cultura.
Como criterio clave en su concepción de la condición humana,
punto de partida de su reflexión ética, el pensamiento complejo
plantea que hay una relación de triada individuo-sociedadespecie. Las interacciones entre individuos producen la sociedad
y ésta, que certifica el surgimiento de la cultura, tiene efecto
retroactivo sobre los individuos por la misma cultura. Asimismo,
nos dice que no se puede absolutizar a la sociedad o a la
especie. En el ámbito antropológico, la sociedad vive para el
individuo, el cual vive para la sociedad; la sociedad y el
individuo viven para la especie la cual vive para el individuo y la
sociedad.
Al adentrarnos en la especificidad de esta tríada, el pensamiento
complejo argumenta que cada uno de sus términos es a la vez
medio y fin: son la cultura y la sociedad las que permiten la
realización de los individuos y son las interacciones entre los
individuos las que permiten la p0erpetuidad de la cultura y la
auto-organización de la sociedad. La complejidad humana no se
comprendería separada de estos elementos triádicos que la
constituyen, argumentando en ese sentido, el pensamiento
complejo expresa que todo desarrollo verdaderamente humano
significa desarrollo conjunto de las autonomías individuales, de
las participaciones comunitarias y del sentido ded pertenencia a
la especie humana.
Con singular énfasis, el pensamiento complejo puntualiza que a
los ciudadanos del nuevo milenio nos hace falta comprender
tanto la condición humana en el mundo, como la condición del
mundo humano que a través de la historia moderna se ha vuelto
la de la era planetaria. La exigencia de la era planetaria es
pensar la globalidad, la relación todo-partes, su
multidimensionalidad, su complejidad. Es lo que nos lleva a la
reforma de pensamiento necesaria para concebir el contexto, lo
global, lo multidimensional, lo complejo. Necesitamos, desde
ahora, concebir la complejidad del mundo en el sentido en que
hay que considerar tanto la unidad como la diversidad del
proceso planetario, sus complementariedades y también sus
antagonismos.
Sobre la base de esa complejidad, se afirma que nuestro planeta
necesita un pensamiento policéntrico capaz de apuntar a un
128
universalismo no abstracto sino consciente de la
unidad/diversidad de la humana condición; un pensamiento
policéntrico alimentado de las culturas del mundo.
Educar para este pensamiento es la finalidad de la educación del
futuro que debe trabajar en la era planetaria para la identidad y la
conciencia terrenal.
En las concepciones éticas de la complejidad, la identidad
terrenal y su conciencia respectiva juegan un papel articulador
de la moral universal que necesitamos. En esta línea de
pensamiento nos dice que la unión planetaria es la exigencia
racional mínima de un mundo limitado e interdependiente.
Subraya que tal unión necesita de una conciencia y de un sentido
de pertenencia mutuo que nos ligue a nuestra Tierra considerada
como primera y última Patria. Nos hace falta ahora aprender a
ser, vivir, compartir, comulgar también como humanos del
Planeta Tierra. No solamente ser de una cultura sino también ser
habitantes de la Tierra.
Con el ánimo de explicitarnos, aún más, las especificidades de
esa conciencia terrenal, el pensamiento complejo nos sitúa que
debemos inscribir en nosotros la conciencia antropológica que
reconoce nuestra unidad en nuestra diversiad; la conciencia
ecológica, es decir, la conciencia de habitar con todos los seres
mortales una misma esfera viviente (biosfera); la conciencia
cívica terrenal de la responsabilidad y de la solidaridad para los
hijos de la Tierra y la conciencia espiritual de la humana
condición, que viene del ejercicio complejo del pensamiento y
que nos permite a la vez criticarnos mutuamente, autocriticarnos y comprendernos entre nosotros. Es necesario
enseñar ya no a oponer el universo a las partes sino a ligar de
manera concéntrica nuestras patrias familiares, regionales,
nacionales y a integrarlas en el universo concreto de la patria
terrenal.
En lo concerniente a esa urgente identidad terrenal, el
pensamiento complejo puntualiza que los estados pueden jugar
un papel decisivo con la condición de aceptar, en su propio
beneficio, el abandono de su soberanía absoluta sobre todos los
grandes problemas de interés común, sobre todo los problemas
de vida o de muerte que sobrepasan su competencia aislada. Se
subraya desde la complejidad que la era de la fecundidad de los
Estados-nación dotados de un poder absoluto está revaluada, lo
129
que significa que es necesario,
no desintegrarlos, sino
respetarlos integrándolos en conjunto y haciéndoles respetar el
conjunto del cual hacen parte. El mundo confederado debe ser
policéntrico y acéntrico, no sólo en el ámbito cultural sino
también político.
Apunta el enfoque complejo que la unidad, el mestizaje y la
diversidad deben desarrollarse en contra de la homogeneización
y el hermetismo. En realidad, cada uno puede y debe, en la era
planetaria, cultivar su poli-identidad permitiendo la integración
de la identidad familiar, de la identidad regional, de la identidad
étnica, de la identidad nacional, religiosa o filosófica, de la
identidad continental y de la identidad terrenal. El doble
imperativo antropológico se impone: salvar la unidad humana y
salvar la diversidad humana. Desarrollar nuestras identidades
concéntricas y plurales; la de nuestra patria, la de nuestra
comunidad de civilización, en fin, la de ciudadanos terrestres.
Al resumir los criterios en torno a la moralidad universal
sustentados por el pensamiento complejo, su proyección
ecuménica precisa que estamos comprometidos con la
humanidad planetaria y en la obra esencial de la vida que
consiste en resistir a la muerte. Civilizar y solidarizar la Tierra;
transformar la especie humana en verdadera humanidad se
vuelve el objetivo fundamental y global de toda educación,
aspirando no sólo al progreso sino a la supervivencia de la
humanidad, la conciencia de nuestra humanidad en esta era
planetaria nos debería conducir a una solidaridad y a una
conmiseración del uno para el otro, de todos para todos. La
educación del futuro debería aprender una ética de la
comprensión planetaria.
La comprensión se constituye así en uno de los ejes
fundamentales del pensamiento ético de la complejidad. En su
afán por explicitar una ética de la comprensión, el pensamiento
complejo afirma que la situación en nuestra Tierra es paradójica
ya que si bien es verdad la multiplicación de las
interdependencias y el triunfo de la comunicación, sin embargo,
la incomprensión sigue siendo general. Nos enseña que hay
grandes y múltiples progresos de la comprensión, pero los
progresos de la incomprensión parecen aún más grandes. Así el
problema de la comprensión se ha vuelto crucial para los
humanos por lo que enseñar la comprensión entre las personas
130
como condición y garantía de la solidaridad moral de la
humanidad se ha convertido en una misión insoslayable.
Según el pensamiento complejo, la ética de la comprensión es un
arte de vivir que nos pide, en primer lugar, comprender de
manera desinteresada. Pide un gran esfuerzo ya que no puede
esperar ninguna reciprocidad: aquel que está amenazado de
muerte por un fanático comprende por que el fanático quiere
matarlo, sabiendo que éste no lo comprenderá jamás.
Comprender al fanático que es incapaz de comprendernos, es
comprender las raíces, las formas y las manifestaciones del
fanatismo humano. Es comprender por qué y cómo se odia o se
desprecia. La ética de la comprensión nos pide comprender la
incomprensión, pide argumentar y refutar en vez de excomulgar
y anatematizar, nos pide evitar la condena perentoria e
irremediable. Proclama el pensamiento complejo que si sabemos
comprender antes de condenar estaremos en la vía de la
humanización de las relaciones humanas.
La comprensión hacia los demás necesita la conciencia de la
complejidad humana, nos expresa rotundamente el pensamiento
complejo. Y enfatiza que reducir el conocimiento de lo complejo
al de uno de sus elementos, considerado como el más
significativo, tiene consecuencias peores en ética que en estudios
de física. El modo
de pensar dominante, reductor y
simplificador aliado a los mecanismos de incomprensión es el
que determina la reducción de una personalidad múltiple por
naturaleza a uno solo de sus rasgos. Si el rasgo es favorable,
habrá desconocimiento de los aspectos negativos de esta
personalidad. Si es desfavorable, habrá desconocimiento de sus
rasgos positivos. En ambos casos habrá incomprensión.
El pensamiento complejo puntualiza que las incomprensiones
constituyen obstáculos mayores para el mejoramiento de las
relaciones entre los individuos, grupos, pueblos y naciones. No
son solamente las vías económicas, jurídicas, sociales,
culturales las que facilitarán las vías de la comprensión, también
son necesarias vías éticas, las cuales podrán desarrollar la
comprensión humana.
La comprensión tiene en la tolerancia uno de sus pilares
fundamentales. Desde la perspectiva de la complejidad, la
131
verdadera tolerancia no es indiferente a las ideas o escepticismos
generalizados; ésta supone una convicción, una fe, una elección
moral y al mismo tiempo loa aceptación de la expresión de las
ideas, convicciones, elecciones contrarias a las nuestras. La
tolerancia supone un sufrimiento al soportar la expresión de
ideas negativas o nefastas y una voluntad de asumir este
sufrimiento. La tolerancia vale, claro está, para las ideas no para
los insultos, agresiones o actos homicidas.
Debemos ligar la ética de la comprensión entre las personas,
propone el pensamiento complejo, la ética de la era planetaria
que no cesa de mundializar la comprensión. La única y
verdadera mundialización que estaría al servicio del género
humano es la de la comprensión, de la solidaridad intelectual y
moral de la humanidad.
El enfoque complejo justiprecia la importancia de la
comprensión para la ética planetaria, así señala que las culturales
deben aprender las unas de las otras y en este sentido, la
orgullosa cultura occidental que se estableció como cultura
formadora debe también volverse una cultura que aprenda.
Comprender es también aprender y re-aprender de manera
permanente. Occidente también debe integrar en él las virtudes
de las otras culturas con el fin de corregir el pragmatismo, el
cuentativismo,
el consumismo desenfrenado
que ha
desencadenado dentro y fuera de él. Pero también debe
salvaguardar, regenerar y propagar lo mejor de su cultura que ha
producido la democracia, los derechos humanos, la protección
de la esfera privada del ciudadano. Indica el pensamiento
complejo de la comprensión es a la vez medio y fin de la
comunicación humana y que el planeta necesita comprensiones
mutuas en todos los sentidos.
Como hemos expuesto anteriormente, la concepción compleja
del género humano comprende la tríada individuo-sociedadespecie. Así, individuo-sociedad-especie son no solamente
inseparables sino coproductos el uno del otro. Cada uno de estos
términos es a la vez medio y fin de los otros. Estos elementos no
se podrían comprender de manera disociada: toda concepción del
género humano significa desarrollo conjunto de las autonomías
individuales, de las participaciones comunitarias y del sentido
de pertenencia a la especie humana. Plantea el pensamiento
complejo que una ética propiamente humana, es decir, una
132
antropo-ética de be considerarse como una ética fundamentada
en los tres términos individuo-sociedad-especie, de donde surge
nuestra conciencia propiamente humana. Esa es la base de la
ética del género humano.
La antropo-ética que nos propone el pensamiento complejo,
supone la decisión consciente y clara de asimilar la humana
condición (individuo-sociedad-especie) en la complejidad
prevaleciente en nuestra era, de lograr la humanidad en nosotros
mismos, de asumir el destino humano en sus antinomias y su
plenitud. Esta antropo-ética nos pide asumir la misión
antropológica del milenio que consiste en trabajar para la
humanización de la humanidad, obedecer y guiar la vida, lograr
la unidad planetaria en la diversidad, respetar en el otro tanto la
diferencia como la identidad consigo mismo, desarrollar la ética
de la solidaridad, propulsar la ética de la comprensión y enseñar
la ética del género humano. Además, la antropo-ética comporta
la esperanza de lograr la humanidad como conciencia y
ciudadanía planetaria. Por consiguiente, comprende como toda
ética una aspiración y una voluntad, pero también una apuesta a
lo incierto.
La antropo-ética de la complejidad propende a que la especie
humana se desarrolle con la participación de los individuos y de
las sociedades, dando nacimiento a la Humanidad como
conciencia común y solidaridad planetaria del género humano.
Expresa el pensamiento complejo que la Humanidad dejó de ser
una noción meramente biológica debiendo ser plenamente
reconocida con su inclusión indisociable en la biósfera; la
Humanidad dejó de ser una noción sin raíces; ella se enraizó en
una “Patria”, la Tierra y la Tierra es una Patria en peligro. La
Humanidad dejó de ser una noción abstracta: es una realidad
vital ya que desde ahora está amenazada de muerte por primera
vez. La Humanidad ha dejado de ser una noción solamente ideal,
se ha vuelto una comunidad de destino y sólo la conciencia de
esta comunidad la puede conducir a una comunidad de vida; en
fin, la Humanidad ha devenido noción ética: ella es lo que debe
ser realizado por todos y en cada uno.
Mientras que la especie humana continúa su aventura bajo la
amenaza de la autodestrucción, nos aclara el pensamiento
complejo que el imperativo es: salvar a la Humanidad
realizándola. En realidad, la dominación, la opresión, las
133
barbaries humanas permanecen en el planeta y se agravan. Ante
este panorama, se plantea que una política del hombre, una
política de civilización, una reforma de pensamiento, la atropoética, el verdadero humanismo, la conciencia de Tierra-Patria
reducirían la ignomia en el mundo. Ello supone a la vez el
desarrollo de la relación individuo-sociedad en el sentido
democrático, y el desarrollo de la relación individuo-especie en
el sentido de la realización de la Humanidad, así los individuos
permanecen integrados en el desarrollo mutuo de los términos
de la tríada individuo-sociedad-especie.
Finalmente, como colofón de su propuesta ética,
el
pensamiento complejo no se considera poseedor de las llaves
que abran las puertas de un futuro mejor, pues no conocemos un
camino trazado. Pero sugiere que con esta estrategia podemos
comprender nuestras finalidades: la continuación de la
hominización en humanización, por la vía ascensional de la
ciudadanía terrestre, a fin de alcanzar una comunidad planetaria
organizada, como aspiración cenital de la ética del género
humano.
 Ilusión y razón en la moral. Hacia una ética de la
complejidad.
La victoria de la justicia, el triunfo de los buenos y la eficacia de
la lógica prudencial pertenecen a esas ilusiones morales útiles
que la humanidad ha ido creando para sobrevivir. Tal parecería
que ningún ser humano puede soportar la riqueza de lo real y
necesita reducir su complejidad para seguir viviendo. Con ese
propósito, los hombres hemos creado esas ilusiones útiles desde
una lógica identificadora que prescinde de las diferencias, una
lógica universalizadora que ignora lo particular, una lógica
abstracta que es ajena a lo concreto. Esa lógica resulta
encubridora de un secreto interés: crear la confianza de que en
nuestro mundo triunfan a la postre la justicia y la bondad.
Creadores de tales ilusiones –según Nietzsche- son los filósofos
que desde Zaratrusta, se han empeñado en la tarea de fingir un
orden moral del mundo. Desde Zaratrusta, pasando por Sócrates
y Platón, caracterizando la religión judía y cristiana, y
prolongándose en esas éticas de la justicia, que intentan consolar
a cuantos no pueden dirigir lo caótico de nuestro mundo con la
134
promesa de algún Juicio Final, en que se pronuncia el veredicto
justo, seguido del justo premio o el justo castigo. Todas esas
éticas que, junto a nuestro mundo de hombres desiguales,
pretenden la existencia de otro “realmente real” en el que se
muestran como iguales: como hijos de Zeus (dirán los estoicos),
como hijos de Dios (dirán judíos y cristianos), como seres
nouménicos (en versión kantiana),
como productores y
autolegisladores (completarán el marxismo y el liberalismo),
como sujetos de derechos que, por corresponder a todos, de e
calificar de humanos: como iguales ante la ley, rezará el dogma
democrático.
Ilusiones, todo ilusiones para ordenar mediante leyes necesarias
un mundo caótico en que reinan el azar y la contingencia, un
mundo en que la desigualdad es la mayor de las evidencias
antropológicas. Bien supo ver Kant (apreciaría Nietzsche) que, a
fin de cuentas, es todo cuestión de perspectiva: los hombres
podemos asumir la perspectiva unificadora del mundo
nouménico, desde la que aparecemos como iguales y capaces de
superar el egoísmo, pero también la perspectiva del mundo
fenoménico, en la que son patentes desigualdad y egoísmo.
Desde la primera, avistamos el mundo como
Si fuéramos libres e iguales, y entonces cobran sentido la moral
autónoma, el derecho moderno, que restringe la libertad externa
para que cada quien pueda ejercer su libertad interna, y el
Estado de derecho encaminado a proteger la libertad de todos.
Cierto que esa perspectiva sería tachada más tarde de visión
deformada y deformante de la realidad, que la clase burguesa
esgrime para justificar unilateralmente la moral, el derecho y el
Estado burgués, cuadros para defender de un modo abstracto la
moral que realmente les caracteriza: la del individualismo
posesivo. El orden moral legado por la Modernidad –dirá el
marxismo- es una ilusión clasista que desfigura unilateral e
interesadamente la realidad.
Y ciertamente, ¿quién negará hoy que todo conocimiento viene
movido por un interés? Sin embargo, sin olvidar que cualquier
perspectiva puede ser perspectiva adoptada desde un interés
racional adecuado tiene sentido incluso la crítica de las
elaboraciones ideológicas. En buena ley, sólo cabe denunciar el
individualismo posesivo como moral ilegítima desde la
convicción racionalmente justificada de que una moral, un
135
derecho y un Estado racionales no tienen por misión defender el
derecho de los propietarios, sino el de todo hombre al ejercicio
de su autonomía. Sólo la perspectiva de la igual libertad y del
derecho igual rompe el esquema de cualquier individualismo
posesivo. Pero ¿es ésta una perspectiva racional o únicamente
una ilusión?.
Para Kant y sus seguidores, quien adopta moral y políticamente
la perspectiva de la libertad y la igualdad se sitúa en el punto de
vista racional, mientras que Nietzsche ve en ella una ilusión que
demiurgos fraudulentos se han empeñado en identificar con la
realidad. Y a fe que hasta ahora ha cumplido su misión, porque
los hombres han asumido los deberes que desde tal ilusión les
han impuesto: deberes morales, jurídicos, políticos y religiosos.
A cambio de su sumisión han recibido la garantía de una justicia
última y un final feliz. Y vaya lo uno por lo otro en un mundo en
que, más que felicidad, importa encontrar sentido.
Ese sentido antaño lo proporcionaron las religiones, regalando a
las sociedades una cosmovisión en que la justicia acabaría
abriéndose paso. La necesidad de una justicia, que juzga desde la
imparcialidad que ningún hombre puede encarnar, se revela en
aquel sentimiento moral del que Kant da ba cuenta en la tercera
Crítica, y que incitaba a la razón a disolver el absurdo lógicomoral que se seguiría si no hubiera más justicia que la humana.
Es el sentimiento de rebelión ante el absurdo de que los
virtuosos sean desgraciados el que ha ido labrando la idea de
una justicia radicalmente imparcial y por eso trascendente.
Las religiones nacieron del afán de inmortalidad, decía
Unamuno. Pero también es cierto que la idea de que no puede
acabar todo en este mundo, nació de la exigencia moral de que
en algún lugar –ya que no aquí- elbien hacer se vea reconocido
y recompensado, y el mal obrar, sentenciado y castigado. Como
sabemos, esta conexión con una trascendencia imparcial,
insobornable en sus veredictos, eterna en sus castigos y premios,
prestó sus servicios a la moral. Buenos servicios prestaron, pues,
las religiones al mundo moral, al darle, no sólo un legislador
sino también un juez interior, que lee en lo íntimo de los
corazones y premia o castiga con poder y sin error.
Ya desde el alboreo de la Modernidad, un buen número de
filósofos fue aprestándose a la tarea de humanizar el referente
136
racionalista en detrimento de su perspectiva religiosa. En estas
circunstancias, el legislador infalible vino a identificarse con la
razón humana, y el juez insobornable de nuestros actos, con la
conciencia personal. Todo un mundo de “in”-falibilidad, que
señalaba los hitos del orden religioso-moral, pierde su hogar
trascendente y trata de buscar su lugar racional en la
inmanencia. Y ante tal traducción de un orden divino a un
orden humano, es necesario intentar responder desde la ética al
gran reto legado por Nietzsche: averiguar si el orden moral
desde el que cobran sentido la autonomía personal, la igualdad
entre los semejantes y la forma de vida solidaria tiene realidad o
es un orden ilusorio.
Ciertamente,
las éticas de nuestro momento, con mayor o
menor conciencia de ello, han tomado postura ante tal
disyuntiva. Prolongadores de la Modernidad, como kantianos y
utilitaristas, emplean sus fuerzas en mostrar la racionalidad –
clásica- del “punto de vista moral”, aunque el eje de su ética sea,
en principio, distinto. Pero, frente a ellos es sin duda uno de los
tópicos más llevados y traidos denunciar el fracaso de la
Modernidad.
Postmodernos,
ahitos de grandes metarrelatos, intentan
reconciliarse –tras la huella de Nietzsche y Heidedgger- con un
mundo fragmentario. Premodernos, insatisfechos con el rumbo
dado a la historia por la Modernidad moral, convencidos de que
no ha sido capaz de crear más que ilusiones, propugnan el
retorno a una racionalidad anterior a ella, no acuñada por
deberes y derechos iguales.
Por otra parte, un indeterminado género de filósofos se enfrenta
a un incómodo dilema: las resulta molesta la Modernidad moral
por su afán fundamentador y, sin embargo, no pueden prescindir
del orden jurídico y político por ella fundamentado, porque a fin
de cuentas el público no parece dispuesto a liquidarlo. Se trata
entonces de oficiar de equilibrista y subir a la cuerda floja
ensayando el difícil equilibrio de exhortar a las masas a guardar
el orden moral, aunque fuera ilusorio, a encarnar la tolerancia y
demás virtudes cívicas, aunque no hubiera para ello ningún
fundamento en la razón.
La pobre ética ha ido perdiendo sus antiguos supuestos y ahora
se está viendo privada de su objeto. Por “pre”, por “post”, por
137
pragmatismo o por afán de desorientada originalidad, nos
estamos quedando sin moral. Y, lo que es todavía peor,
posiblemente las mismas éticas contemporáneas estén
contribuyendo a liquidarla.
Entusiasmados los utilitaristas con la idea de dar a la moral una
base científica piden en préstamo a la psicología un fin con el
que adquirir un cierto barniz de cientificidad y también a la
economía algún procedimiento calculador con el que computar
utilidades. Pertrechados de su ábaco y de su fin, terminan en una
especie de economía psicológica, que calcula ávidamente
utilidades y recibe un fresco hálito de moralidad al tomar
sigilosamente de las éticas de la justicia principios como el de
imparcialidad.
Por su parte, las éticas kantianas de la justicia, gozosas de
poder dar razón, estructural y trascendentalmente, de la
corrección de normas y del sentido de la justicia desde la
imparcialidad de lo que todos podrían querer, presenten ya visos
de reducir lo moral a derecho y política, como no intenten ir más
allá de sus actuales ofertas. Que no en vano son éticas kantianas
y llevan incorporado ese esquema –más jurídico que moral o
religioso- de la ley y la justicia, para seguir ordenando el mundo
práctico y social. Si bien es cierto que Kant lo trascendió con
creces las éticas kantianas han supuesto un retroceso en este
punto.
En efecto, Rawls reconoce abiertamente que su teoría moral
versa únicamente sobre la virtud de la justicia, aplicada al
ámbito político, si bien no niega que la esfera moral sea más
amplia que la de la justicia. Sin embargo, Kohlberg, Apel y
Habermas hacen de la norma y la justicia el tema exclusivo de la
ética, con lo cual invitan al lector a preguntarse si los principios
de las éticas kantianas, que se precian de reconstruir de algún
modo el imperativo categórico, no reconstruyen más bien el
también kantiano –y rousseauniano- principio del Derecho
político.
No sería en tal caso ningún misterio que las éticas kantianas
resultaran idóneas para fundamentar el derecho moderno y las
formas de vida política: el misterio sería más bien qué queda de
la moral en tales principios legitimadores de normas. ¿O es la
nuestra una época “postmoral”, a la que bastan el derecho y la
138
política para resolver conflictos humanos? ¿Han absorbido las
razones jurídica y política las tareas que antaño desempeñara la
razón moral?.
Ciertamente así parece en sobradas ocasiones, al considerar no
sólo actitudes cotidianas, sino también trabajos de filosofía
moral. Por citar, en principio, éticas que creen aun posible dar
razón de lo moral, se tiene en ellas lo moral por economía
psicológica, como sucede con los utilitaristas, por teoría de la
justicia en las éticas kantianas, por doctrina comunitaria de las
virtudes que ha de ser tabla rasa del orden moral contemporáneo
en textos neoaristotélicos. Mientras que el resto trata a la moral o
con la convicción de que no existe, o con la circunspección de
quien, sabedor de que carece de raíces racionales, tiene por
prudente inculcarla cívicamente sin indagar sus fundamentos, no
sea cosa que se desvanezca entre los dedos.
Sin embargo, mientras los hombres, a diferencia de los restantes
seres, sigamos
viéndonos obligados a justificar nuestras
elecciones, porque el ajustamiento a la realidad no nos viene
dado. Mientras sigamos calificando a determinadas
justificaciones de “justas” o buenas” frente a otras, no importa
ahora cuáles sean unas y otras y si en tiempos distintos y en
diferentes lugares podemos calificar de diverso modo
justificaciones semejantes. Mientras “esto es justo” o “esto es
bueno” siga significando algo diferente de “apruebo esto, haga
usted lo mismo” o de “a mí me agrada” mientras unas formas de
vida sigan pareciéndonos más humanas que otras, seguirá
habiendo una dimensión del hombre, de su conciencia y de su
lenguaje, que merecerá por su especificidad el nombre de
“moral”. Y será necesaria para legitimar el derecho y la política,
que no son autosuficientes en menesteres de legitimidad.
Genético-estructuralmente, el orden moral legado por las
generaciones precedentes ha quedado incorporado a nuestros
esquemas cognitivos, de modo que sabemos moralmente a
través de ellos. Trascendentalmente, en alguna versión
determinada, tiene su sede en la razón. Porque las sociedades
aprenden no sólo a nivel científico, técnico o artístico, sino
también a nivel moral. El reconocimiento de la autonomía
personal, la dignidad que, en consecuencia, a todo hombre
compete, la búsqueda de la igualdad entre los semejantes, la
necesidad de la solidaridad se han incorporado a nuestro saber
139
moral en un proceso que resulta ya irreversible, de modo que
renunciar a todo ello significa ya renunciar a nuestra propia
humanidad.
Pero para dar razón de todo ello es insuficiente la ética tal como
se nos presenta en la contemporaneidad, porque en la versión
formal de corte kantiano termina por reducir la razón moral a
razón jurídica y política, y las restantes éticas, como hemos
referido, no dan cuenta satisfactoria de la moralidad.
Estamos urgidos de una ética que sin echar en saco roto el orden
moral que, basado en una racionalidad clásica, heredamos de la
Ilustración, se abra a la perspectiva de una racionalidad compleja
que tenga en cuenta lo contingente,
lo incalculable y
inconmensurable; que conjugue la causalidad y la probabilidad,
lo universal y lo particular, la lógica y el azar, el cosmos moral
y el caos; que se preocupe por las normas correctas y la justicia,
pero también por fines, móviles, actitudes y virtudes. Para ello,
es preciso sobrepasar las unilateralidades hasta ahora vividas, los
enfrentamientos entre fines y móviles, deberes y virtudes,
normas y vida buena, individualismo y colectivismo, para
acceder a un tercer momento que sea la síntesis de los anteriores.
Sólo así, la ética cumplirá su tarea crítica, en lo social y lo
individual, expresada en la idea de que debe ser de otro modo,
porque nuestro mundo práctico no tiene todavía altura humana.
BIBLIOGRAFÍA
Apel, K. O. La transformación de la filosofía, Taurus, Madrid,
1985.
Aristóteles, Ética a Nicómaco. Centro de Estudios
Constitucionales, Madrid, 1985.
Ayer, A. J. Lenguaje, verdad y lógica, Ed. Martínez Roca,
Barcelona, 1971.
Camps, V. (Ed.), Historia de la Ética, tres vols., Crítica,
Barcelona, 1988.
Habermas, J., conciencia moral y acción comunicativa,
Península, Barcelona, 1985.
140
Kant, I., Crítica de la razón práctica, Sígueme, Salamanca, 1996.
_____ Fundamentación de la metafísica de las costumbres,
Espasa Calpe, Madrid, 1995.
Macintyre, A., Tras la Virtud, Crítica, Barcelona, 1986.
Mill, J.S., Sobre la libertad, Alianza, Madrid, 1981.
Mulhall, S. y Swift, A., El individuo frente a la comunidad. El
debate entre liberales y comunitaristas, Temas de Hoy, Madrid,
1996.
Rawls, J., Teoría de la justicia, Fondo de Cultura Económica,
México, 1978.
141
ANEXO.
LA AXIOLOGIA COMO FILOSOFIA DE LOS VALORES
SUMARIO.
INTRODUCCIÓN.
I.- ANTECEDENTES HISTORICOS. HISTORIA Y TEORIA
1. Definición de valor. Aproximaciones
2. Los valores en la Filosofía antigua.
3. La escolástica medieval y la jerarquía valorativa.
4. Los valores en la filosofa moderna.
4.1 Hobbes y la noción subjetiva de los valores
4.2 Kant y el valor como bien.
4.3 H. Lotze y su concepción coherente de los valores.
4.4 Nietzsche y la filosofía de los valores.
4.5 Meinong y su subjetivismo valorativo.
5. F. Brentano. Aportes a la axiología.
6. La dirección psicologista del Kantismo. El Neokantismo. La Escuela de Baden.
Windelband y Rickert.
6.1 Windelband, Rickert, el a priorismo kantiano y los valores.
6.2 Rickert y los dominios de los valores.
6.3 Rickert y la mediación entre la realidad y los valores El concepto de sentido.
6.4 Otras concepciones semejantes y contradicciones sin resolver.
7. Reacción de Ehrenfels ante la tesis de Meimong y coincidencia de B. Perry.
8. Historicismo y relativismo de los valores: Dilthey, Simmel y otros.
8.1 El método fenomenológico y los valores. Max Scheler y N. Hartmann.
8.2 Max Scheler confía la intuición del valor a una experiencia sui- géneris de
naturaleza sentimental.
8.3 Max Scheler y la constitución de la jerarquía objetiva de los valores.
8.4 N. Hartamann y la relacionalidad y ser en sí de los valores.
9. Carlos Astrada y la bancarrota de la filosofía de los valores
10. ¿Fue el historicismo alemán unánime en su relativismo histórico de los valores?
11. Max Weber y la pluralidad de los valores.
12. Dewey y la filosofía como crítica de los valores.
13. Frondizi y la relación entre valor y situación.
14. Abbagnano y sus conclusiones suscitadoras.
142
15. Reflexiones actuales (contemporáneos) de la filosofía de los valores.
15.1 El concepto de valor. Sus notas y características.
15.2 Clasificación y jerarquización de los valores.
16. El problema de la fundamentación del valor.
16.1 La fundamentación psicológica.
16.2 La fundamentación lógica.
16.3 La fundamentación metafísica.
16.4 La fundamentación fenomenológica.
16.5 La ciencia fundamental de los valores.
16.6 La sociología de los valores.
16.7 La fundamentación fronética de los valores.
17. Fundamentos marxistas de la Axiología.
INTRODUCCIÓN:
El objetivo central de esta clase introductoria es exponer el devenir histórico-teórico de la
Filosofía de los valores o Axiología.
La Teoría de los valores fue reconocida, hace algunos decenios como parte importante de la
filosofía; aún más, se la consideró como totalidad de la filosofía denominada Filosofía de los
valores, y direcciones conexas , cuando a principios de nuestro siglo, se comenzó a usar; para
indicarla, la expresión axiología. Los primeros escritos en los que se encuentra tal expresión son
los: P. Lapie, Logique de la volonté, 1902, E. Von Hartmann. Compendio de Axiología, 1908;
W.M.Urban, Valuatión, 1909.
El término tuvo fortuna, no así el de Timología propuesto para la misma ciencia
“Fundamentación psicológica de un sistema de la teoría del valor, 1902.
Antecedentes Históricos. Historia y Teoría
Tomado en su formulación filosófica y sistemática, la filosofía de los valores es una tendencia de
muy reciente adquisición.
Pero el valor en cuanto tal siempre ha existido. Entre los sofistas griegos
se separan los valores objetivos de los subjetivos. Sócrates (470-399
a.n.e), también establece una valoración, basada en el criterio de
eudemonía.
143
En la teoría de la ideas de Platón (427-347 a .c) las hace culminar en la Idea del Bien con lo que
ya se determina una jerarquización axiológica.
Aristóteles (324-322 a.c) refiere a lo ético con carácter de adjetivo.
1.-Definición de Valor. Aproximaciones.
Todo objeto de preferencia o de elección.
2.- Los valores en la Filosofía Antigua.: Para indicar la utilidad o el precio de los bienes
materiales y la dignidad o el mérito de las personas – sin sentido filosófico, porque no ha dado
origen a problemas filosóficos.
Sentido filosófico:- Su significado se generaliza para indicar cualquier objeto de preferencia o de
selección.
El Estoicismo: Introduce el término en el ámbito de la Ética—Valor = objetos de las
selecciones morales. Entienden el Bien en sentido subjetivo.
Diógenes Laercio.: Valor: Toda contribución a una vida conforme a la razón.
Cicerón: Valor. Lo conforme a la naturaleza o lo digno de elección.
¿Qué es lo conforme a la naturaleza?
Lo que debe ser elegido siempre, en todos los
casos: virtud.
¿Y lo digno de elección?
Los bienes que deben preferirse: el ingenio,
el arte, el progreso(cosas espirituales); la
riqueza, la fama, la salud, la fuerza, la
belleza (cosas corporales); la riqueza, la
fama, la nobleza (cosas externas). Más tarde
división de Valores obligatorios y
preferenciales.
Valores obligatorios: Valores intrínsecos o
finales.
Valores preferenciales: valores extrínsecos o
Instrumentales.
3.- La Escolástica medieval y la jerarquía valorativa.
La escolástica medieval conoce una jerarquización axiológica que remata en la idea del
bonum. Hasta esta etapa no hay concepto y sentido coherentes .No hay una teoría
axiológica.
144
Es necesario llegar hasta de “placer inmediato” de Shafterbury (1671-1713) para encontrar
la problemática de lo valioso.
La denominación de valor procede de la Economía Política, en particular en Adam Smith
que define el valor de la siguiente manera: “Sentido que toman para nosotros los bienes
concretos en cuanto tenemos conciencia del papel que representan para la satisfacción de
nuestras necesidades.
4. Los valores en la Filosofía Moderna.
4.1 Hobbes y la noción subjetiva de los valores.
Con Hobbes reaparece la noción subjetiva del Valor. Así escribe en Leviatán “El valor o
estimación de un hombre, es como el de todas las demás cosas, su precio; es decir, tanto
como sería dado por el uso del poder. Por consiguiente, no es absoluto, sino una
consecuencia de la necesidad y del juicio de otro. Un hábil conductor de soldado es de
gran precio en tiempo de guerra presente o inminente; pero no lo es en tiempo de paz.
4.2. Kant y el valor como bien:
La noción de valor sustituye a la noción de bien.
Tiene lugar en las discusiones morales del siglo XIX ¿Por qué? Por una extensión del
significado económico del término, que mientras tanto se había convertido en fundamento
de la ciencia económica.
Kant, establece una total identificación del valor con el bien en general. En Crítica del Juicio,
escribe “cada uno denomina bien a lo que aprecia o aprueba, o sea, aquello en lo que existe un
valor objetivo”, y agregaba que el bien en este sentido es tal para todos los seres racionales.
Pero Kant reducía la palabra valor al bien objetivo, excluyendo lo placentero y lo bello.
En Kant hay consideraciones axiológicas. En Crítica a la Razón Práctica, escribe:“suponiendo
que existiese una cosa cuya existencia tomada en sí misma tuviese un valor absoluto, es en ella
y sólo en ella donde podríamos hallar el fundamento de un imperativo categórico, es decir,
una ley práctica”.
H. Taine (1828-1893) hace del valor la idea central de su estética y trata de establecer una
escala o tabla de ellas, jerarquizando los valores morales según la importancia y beneficio de
sus resultados, concepción realizada al hilo de un punto de vista estético-moral.
4.3. H. Lotze y su concepción coherente de los valores.
La concepción más coherente hasta el momento la encontramos en el filósofo alemán H. lotze
(1817- 1881, gran conocedor de las ciencias naturales y de gran capacidad filosófica y
práctica. En su obra “Microcosmos”, señala: “Nuestra razón posee, en la sensibilidad para el
valor de las cosas una facultad de notificación, tan perentoria, como dispone de un
indispensable instrumento de la experiencia de los principios de la investigación racional”.
Distingue entre verdad y valor de un conocimiento cualquiera: En su filosofía intenta superar
el empirismo que sirve de base al relativismo axiológico.
Para Lotze, los valores no son; simplemente valen. Su forma de ser es justamente esa: valer.
Además de fundamento de toda filosofía, el valor subsume dentro de sí a toda Lógica, Ética o
Metafísica. Sus ideas influyeron en Windelband, Rickert y otros.
145
Después de las investigaciones de Lotze, las expresiones tablas de valores, transmutación e
inversión de los valores, son expresiones que se popularizan, sobre todo por obra de F.
Nietzsche (1844-1900). Pero en él no encontramos una doctrina axiológica constitutiva. Le
interesa más tomar una posición frente al valor. Dicho concepto nace en él, a través de una
continuada crítica sobre la moral de Europa, crítica realizada en medio de agudos e incisivos
análisis de los valores que el filósofo ve representado en el cristianismo, en la democracia y en
el socialismo.
Aboga por una moral más allá del bien y del mal, a través de la inversión de los valores.
Su filosofía en general culmina como un absoluto intelectualismo y un biologismo
voluntarista. La verdadera expresión de la vida es la voluntad del poder.
4.4. Nietzsche y la filosofía de los valores
Nietzsche y sus obras.”Más allá del bien y el mal” (1886) y Genealogía de la moral (1887).
Este filósofo convierte el concepto del valor en uno de los conceptos fundamentales de la
filosofía y las discusiones en su torno agotaron casi por completo el campo de los problemas
morales.
Al igual que en la teoría del bien, con la teoría del valor se produce una oposición entre el
concepto metafísico (absoluto) o empirista (subjetivista)
1º-Los valores son absolutos, independientes del hombre y el mundo humano. Existen como
absolutos.
2do. Los valores son relativos, dependen del hombre y su mundo.
Ante la moral cristiana que postula valores, fundados en el resentimiento, la renuncia y el
ascetismo, Nietzsche aboga por los valores vitales, que nacen de la afirmación de la vida, o sea
de su aceptación dionisíaca (Genealogía de la moral).
Esto ha determinado que se haya acusado a Nietzsche de relativista por parte de los absolutistas,
sin embargo, de acuerdo con Abbagnano:”En realidad hay en Nietzsche escasas huellas de una
relatividad de los valores. Su intento es más bien el de restablecer la tabla auténtica de los
valores, que es la de los valores vitales, en vez de los valores ficticios que la moral del
resentimiento ha hecho propia
La tesis auténtica de Nietzsche es la de la estrecha relación del ser del valor con el hombre, y de
tal manera no existe un valor que no sea una posibilidad o un modo de ser del hombre mismo. Es
esta la tesis característica de la interpretación del valor que hemos denominado empirista o
subjetivista”(Diccionario de Filosofía, p 1116.)
Nietzsche y la inversión de los valores: Ecce Homo irónicamente llama abrir nueva voluntad a
los milenios.
La inversión de los valores tradicionales (eternos) la que
fue considerada por Nietzsche la tarea de su filosofía. ECCE Homo.
4.5. Meinong y su subjetivismo valorativo.
146
Meinong y su subjetivismo valorativo ======= Fue el primero en presentar de modo explícito
el subjetivismo en la concepción de los valores.
En su obra “Acerca de la actitud de valor y el
valor, 1895, escribe: “El valor de un objeto esta en su fuerza de motivación. Más adelante
profundizaremos en él, como seguidor de Bretano.
J.M Gullau(1854-1888) expone ideas muy parecidas. Propone una superación de la moral
común. Aboga por una ética científica, fundada en los hechos y en la naturaleza con exclusión de
toda idea trascendente. Trata de conciliar el egoísmo con el altruismo. Obligación suprema:
puedo, luego debo, sé social y sociable.
Al igual que en Nietzsche en Gullau se critica la moral tradicional en nombre de los valores
esenciales de la vida.
5.- F. Brentano. Aportes a la Axiología. Sus seguidores.
F. Bretano (1838-1917). En la investigación filosófica de la Axiología, sus aportes son
esenciales.
Para él, el valor se funda en un sentimiento de existencia que envuelve un juicio también
existencial. Los juicios de valor se enlazan con los fenómenos de amor y de odio, cuya
aceptación o negación tiene su aplicación en la esfera del conocimiento moral. De esta manera se
abre el camino hacia la moderna concepción de los valores, particularmente a favor del
pensamiento Scheleriano.
A.V Meinong (1853-1926) Recibe la influencia de Brentano. En su criterio, toda apreciación de
valor, envuelve un elemento de juicio y toma la forma de un juicio afectivo; Estos seguidores de
Brentano tienen como él, formación psicologista.
Así, también para F Urban, el valor de un objeto es una determinada significación que se
presenta en este y que se halla en relación con el sentimiento.
Para otro seguidor de esta línea, Ehrenfels, el valor no tiene realidad objetiva, es una mera
relación resultado de la interdependencia entre un objeto y un sujeto. Se determina mediante el
deseo y es proporcional a la fuerza del mismo. Deseo y sentimiento se hallan estrechamente
relacionados. Este puede es de tres clases: Deseo propiamente dicho, tendencia y voluntad. Lo
que sí, siempre expresa una relación entre los estados efectivos. El deseo, en su criterio, en
cuanto tal, no es algo facultativo o anímico, sino la representación misma del objeto y la utilidad
del objeto siempre es la medida de la estimación de su valor.
R. Eisler: Su concepción de los valores es de carácter teleológico .Deberá ser descriptiva e
histórica y de ninguna manera normativa. Para él, la inteligencia no crearía en absoluto valores,
sino que los descubriría a través del acontecer biológico.
H. Munsterberg. Para él, la teoría del valor tendría carácter absoluto y se halla fundamentada
sobre una metafísica. El representa el papel preponderante por una especie de autoafirmación,
acto volitivo absoluto referido al mundo y mediante el que se le presta una existencia
independiente. Diferencia los valores éticos, lógicos y estéticos. Vincula la metafísica con la
psicología. Desarrolla el voluntarismo ético.
R. Eucken.(1846-1926)- desarrolla la línea metafísica. Es maestro de Scheler e influyó mucho
en él. Su teoría general está ligada a una ética, a una teoría de los valores y a una filosofía de la
religión. Le interesa por sobre todo, el espíritu(última realidad). El reino del espíritu se
147
superpone al de los valores. Se le atribuye un activismo idealista que concibe en el hombre una
dicha espiritual distinta y superior a la psíquica.
H. Hoffding (1843-1931). Psicólogo danés. No admite la posibilidad de los valores absolutos,
sostiene que para diferentes, individuos y para un mismo individuo, en momentos diferentes,
valen diferentes valores.
6. La dirección psicologista del kantismo. El neokantismo. La Escuela de Baden: Windelband
y Rickert.
La dirección psicologista del kantismo:
Extiende el término de valor no sólo al bien , sino lo verdadero y a lo bello.
Así Beneke, en Fundamentos del derecho natural (1838), afirma que la moralidad no puede
determinar una ley universal de la conducta, sino que sólo debe y puede determinar el orden de
los valores que deben preferirse en las elecciones individuales, así pues los valores están
determinados por los sentimientos.
Windelband. La orientación psicologista de los seguidores de Kant se debe la extensión de la
ética hacia los valores (orientación subjetivista del bien). Sin embargo fue Wildelband quien
distinguió en sus ensayos, posteriormente recogidos en los Preludios (1884) entre un valor de
verdad y de un valor de belleza, además de un valor del bien.
Desde el punto de vista histórico y teórico un lugar especial ocupa la Escuela de Baden
“Widelband (1848-1915, H Rickert (1863-1936) , E. Lask (1875-1915), B.Bauch(1971) y J
Cohn(1869), autores todos que siguen la tendencia lógica.
Para Windelband lo fundamental es la cultura y los valores, fundamento a su vez de toda posible
concepción del mundo. Como el valor subsume todo dentro de sí, incluyendo la verdad, se
infiere que aun la misma ciencia natural encuentra lugar dentro de esta teoría del valor. A la
filosofía le interesa los valores que valen universalmente y, necesariamente, toda concepción del
mundo deberá reconocer tales valores.
Para Rickert los valores son entes de los cuales sólo puede predicarse que valen. Reconoce los
valores en las ciencias naturales, puesto que allí se da la necesidad axiológica: el “deber ser
verdadero”. Los valores, al llevar la dignidad y jerarquía de la ciencia cultural, la dotan de una
objetividad en que la coloca al lado de la ciencia natural.
Se pone en duda el a priori kantiano por su ineficacia para explicar los valores.
No resulte idóneo como modelo para una solución de las contradicciones vistas
anteriormente.
8.1- El método fenomenológico y los valores: Dos son los autores más sobresalientes:
Max Scheler (1875- 1928 N.Hartmann (1882- ).
Scheler caracteriza los valores por su intencionalidad. A diferencia de Husserl que sólo
refiere al plano intelectual, este ha tomado la región de lo emocionalmente dado. Tales
valores poseen significado de esencias, aunque no son intelectualizados, sino meramente
aprehendidos en forma emocional .Define su punto de vista como unión de lo “a priori” con
lo material en el terreno de lo de lo emocionalmente dado”. Él trata de eliminar todo posible
relativismo axiológico, a la vez que elevar la auténtica dignidad del valor.
Hartmann continúa a Scheler. Para él la teoría de los valores se funda en el “ser espiritual,
concepción encontrada con la tradición clásica (Hegel, Scheler y Dilthey). Para él el espíritu
148
es el lugar donde irrumpen los valores en el individuo. A diferencia de Scheler, para
Hartmann, los valores son tan ideales como lo lógico y lo matemático.
La relación de los valores con la historia y la llamada bancarrota de los valores.
G. Radbruch. El autor más brillante en la aplicación de la noción del valor en la cultura. Para
él, el fin de la filosofía no es el ser, sino el deber ser. Por medio de la concepción –realidadvalor llega a la idea de la cultura, región que participa, por una parte de la esfera del ser en
cuanto tal esfera totalmente ciega para lo valioso, y por otra, del reino de los valores.
Para él el carácter esencial de la cultura, consiste en ser una conducta orientada hacia
valores, independientemente de su realización o de su fracaso.
8.2. Max Scheler confía la intuición del valor a una experiencia sui-géneris
naturaleza sentimental.
de
Max Scheler intenta otro tipo de solución: confiar la intuición del valor a una experiencia sui
géneris, de naturaleza sentimental.
El sentimiento según Scheler, es “una forma de experiencia cuyos objetos son
completamente inaccesibles al entendimiento, que es ciego a su respecto, como la oreja y el
oído con respecto a los colores. Esta forma de experiencia nos presenta auténticos objetos
dispuestos en un orden jerárquico, que son los valores.
Esta tesis se desarrolla en su obra “del formalismo en la ética, 1927”.
Para Scheler el valor es el objetivo intencional del sentimiento, como la realidad es el objeto
intencional del conocer, y este objeto es aprehendido en su relación jerárquica con los demás
objetos de la misma especie.
En su concepción la intuición sentimental del valor, es también un acto de elección
preferencial: elección que sigue la jerarquía objetiva de los valores.
8.3 Max Scheler y la constitución de la jerarquía objetiva de los valores
Constitución de la jerarquía objetiva de los valores :
Cuatro grupos la integran a, saber:
1-valor de lo agradable y lo desagradable (correspondiente a las funciones de gozar y sufrir)
2- Valores vitales (correspondiente a los modos de sentimiento vital (salud, enfermedad, etc).
3- Valores espirituales (estéticos y cognoscitivos)
4- Valores religiosos.
Esta propuesta resultó ser ineficaz. En la intuición fundamental de Scheler, aparece la misma
autonomía de la interpretación neokantiana o trascendental del valor.
8.4. N. Hatmann y la relacionalidad y ser en sí de los valores.
Hartmann, en pos de la solución del problema: Relacionalidad y ser en sí de los valores.
En su Ética (1949) Hartmann afirma que los valores son tales sólo con referencia al ser del sujeto
y por lo tanto reconoce su relacionalidad (no relatividad). Por otro lado afirma que los valores
tienen un “ser en sí” independiente de las opiniones del sujeto y constituyen auténticos objetos,
149
que, si bien no son reales como los objetos de las ciencias naturales, tienen un modo de ser
igualmente inmutable y absoluto.
Le Senne con terminología diferente coincide con Hartmann (su obras obstacle et valeur,
1934)
Expresa teológicamente los mismos dos aspectos antinómicos del valor, al señalar que el
valor es un Dios-con- nosotros; como Dios es único y trascendente como con-nosotros, está
en relación con el hombre y es capaz de guiarlo.
7.- Reacción de Ehrenfels ante la tesis de Meinong y coincidencia de B. Perry.
Reacción de Ehrenfels ante la tesis de Meinong.
Según él, si nos atenemos a “la definición de Meinong, sólo poseerían valor los objetos
existentes. Por eso define el valor como simple deseabilidad (sistema de la teoría de los
Valores, 1897).
Abbagnano valora con fuerza la tesis de Ehrenfels. En su criterio, esta definición (…)
importante ya que introduce explícitamente por primera vez en la nación de valor
connotación de la posibilidad. Valor no es la cosa deseada-recalca Abbagnano - sino
objeto deseable; no es cosa en el sentido de que no es necesariamente un objeto real, no
deseado porque simplemente puede serlo (Ibídem, p.1176)
es
la
el
es
Coincidencia de Perry. En su obra teoría general del valor escribe:“Todo objeto, cualquiera
que sea, adquiere valor cuando está revestido de un interés cualquiera.
8.- Historicismo y Relativismos de los valores:
Dilthey, Símmel, y otros…: Sobre la base de las concepciones anteriores aparece el
relativismo de los valores en el seno
del historicismo.
En su obra “El mundo histórico” (1940, México) Dilthey muestra su relativismo valorativo
historicista “La historia misma – enfatiza Dilthey – es la fuerza productiva que engendra las
determinaciones de valores, las ideales, los fines con los que se mide el significado de
hombres y de acontecimientos” (…). Por, lo tanto continua el filosofo(…) lo valioso, etc ¿
existe en la historia únicamente en la medida que nace actúa y perece en esta conexión?,
¿existe una determinación de valor desprendida de este curso histórico ?(…) el patrón de
todo juicio lo encontramos en los conceptos relativos de valor, significado y fin de nación y
de época ( …), esto quiere decir el reconocimiento (…) de la inmanencia(…) de aquellos
valores y normas que se presentan como absolutos en la conciencia histórica”.
¿Y Simmel y su extremo relativismo?). Partiendo de la relatividad del valor económico,
afirma la relatividad de todo valor .
9.- Carlos Astrada y la bancarrota de la filosofía de los valores.
Hace una revisión del pensamiento axiológico a partir de las primigenias ideas de H. Lotze,
de Nitzsche y de Max Scheler, a quien acredita una mentalidad prodigiosa (poderosa) por
medio de la cual lo limpia de todo elemento contigente, de todo logicismo, psicologismo o
150
realismo. Hecho cosa intemporal, pura sustancia valiosa, el valor impera en un trasmundo
objetivo, supeditando la actividad humana. El hombre es mero medio para realizar el valor.
Sin embargo, el valor que en Scheler mantiene cierta relación con el devenir histórico, deja
de tenerla para la concepción de Hartamann, quien en el terreno de la ética corta todo lazo
entre el valor y el carácter histórico del ethos viviente e inclusive emancipa la ética de las
formas históricas en que el ethos alcanza concreción. El espacio axiológico intelegible de la
visión hartmanniana se halla poblado por los valores, algunos de los cuales son accesibles al
hombre, otros de ellos total y en principio eternamente desconocidos.
Después de señalar varias paradojas del pensamiento de Scheler, Astrada trata de negar la
inmutalidad de los valores. Propugna que en lugar de una antropología de los valores, debe
formularse una axiología del hombre, es decir, como deben se concebidos estos, a fin de que
el hombre, sin tener que renunciar a su realidad y esencia intrínsecas, pueda aprehenderlos y
realizarlos. Para ello asume el concepto Sentido de la vida. “Sentido es lo que torna
inteligible nuestra vida, es el carácter existencial lo que se mantiene y se articula la
comprensión de nosotros mismos, de nuestro ser y hacer (…). El sentido de la vida es la
inteligibilidad y compresión de los fines inmanentes de la vida misma y por derivación de
los productos y objetivaciones programáticos. Para Astrada sólo la vida puede tener sentido
o carecer de él, o con más precisión, la existencia humana. Por esta razón debe hablarse de
una génesis existencial de los valores.
¿Cual fue el error de Max Scheler que lleva a la bancarrota de su teoría de los valores?:
Ontologizar y transcendentalizar el valor.
¿Qué hacer? Buscar un nuevo camino, al camino existencial del valor. === El sentido de la
existencia que es lo único que pueda dar a la vida dirección y sentido === Sentido
existencial de la vida humana. Según su criterio hiperbolizador del relativismo, considera
que el valor nunca es una entidad objetiva, si no que su objetividad resulta solamente de la
correlación entre sujeto y objeto. No subsisten, por tanto, valores absolutos y son valores sólo
los que los hombres reconocen como tales en determinadas condiciones. En su obra La
filosofía del dinero (1900), esta clara su concepción extrema relativista: La esfera de los
valores se distingue de la esfera de la realidad, no por su status ontológico, sino por una
calificación categorial, que puede investir cualquier objeto. (Dic.Filos. P.1127).
10.- ¿Fue el historicismo alemán unánime en su relativismo histórico de los valores?
¿Y Troeltsch?
Fue Troeltsch el primero en formular claramente la antítesis entre relatividad histórica y
absolutismo de los valores y al mismo tiempo, recuperar este absolutismo en el ámbito
mismo del historicismo.
En su obra “El Historicismo y sus problemas (1922), considera que “cada punto de la historia
está en relación directa con la esfera de los valores absolutos y contiene en sí tales valores,
sin relativizarlos al extremo.
Meinecke? En su obra “El Historicismo y su génesis (1736), afirma que la relación con el
absoluto es constitutiva de la historia, pero que esta relación va de lo infinito a lo finito y no
viceversa y , de tal manera, mientras la historia encuentra su fundamento en los valores que
151
realiza, el MODO DE SER de estos valores es irreducible a la relatividad histórica y
conserva su validez incondicionada “ Ibíd. P. 1177).
De este modo se atribuye a los valores dos caracteres que contrastan, el absolutismo y la
relatividad. El primero (lo absoluto) constituiría el modo de ser del valor en sí mismo, el
segundo (lo relativo), su modo de ser en la historia.
Por lo tanto- enfatiza Abbagnano “(….) no hay huellas del relativismo de los valores, donde
no hay trazos del relativismo histórico y donde se tiene una concepción menos superficial y
diletante de la historia misma.
11.-Max Weber y la pluralidad de los valores.
En sus Escritos políticos reunidos” a pesar de insistir en torno a la pluralidad de los valores y
de las esferas de valor, vio en la historia no una incesante creación de valores, cada uno con
referencia a un fugaz momento de ella, ni una relación fugaz con los valores absolutos, sino
una lucha entre valores diferentes ofrecidos a la elección del hombre.
12.- Dewey y la filosofía como crítica de los valores.
El mismo reconocimiento de la multiplicidad de los valores y de la importancia de la
elección que de continuo tal multiplicidad exige al hombre, se encuentra en Dewey que
precisamente por esto ha definido a la filosofía como crítica de los valores.
En sus obras “Experiencia y Naturaleza “(1926) y “ Teoría del Valor “(1939) el ilustre
filósofo norteamericano ha tratado su teoría del valor. Así escribe “La confusión no menos
que universal reinante en las teorías del valor- recalca Dewey- de determinada posición en la
relación causal o de sucesión con el valor propiamente tal, es un testimonio indirecto del
hecho de que toda estimación inteligente es también crítica, juicio, acerca de la cosa que
tiene un valor inmediato. Toda teoría del valor es por fuerza un entrar en el campo de la
crítica” (Ibídem). Pero la crítica de los valores (…) no es más que la disciplina inteligente de
las elecciones humanas. Tal disciplina implica, en primer lugar, la consideración de la
relación que hay entre medios y fines y de tal manera no se puede juzgar acerca de los fines
sino juzgando al mismo tiempo acerca de los medios que sirven para conseguirlos”(Ibíd.).
13.- Frondizi y su aporte a la filosofía como crítica de los valores: La relación entre
valor y situación.
En su obra ¿Qué son los valores? (1958) escribe : “La organización económica, jurídica, las
costumbres, la tradición, las creencias religiosas y muchas otras formas de vida que
trasciende la ética, son las que han contribuido a configurar determinados valores morales
que luego son afirmados como existentes en un mundo ajeno a la verdad del hombre. Si bien
el valor no puede derivarse exclusivamente de elementos fácticos, tampoco puede cortarse
toda conexión con la realidad. Un corte semejante condena a quien lo ejecuta a mantenerse
en el plano descarnado de las esencias.
14.- Abbagnano y sus conclusiones suscitadoras.
152
1ro. El valor no es siempre la preferencia o el objeto de la preferencia misma, sino más bien
lo preferible, lo deseable, el objeto de una anticipación o de una espera normativa. (Ver
Dewey “El campo del valor (1949).
2do. Por otro lado, no es un mero ideal, del que puedan prescindir completa o casi
completamente las preferencias o las elecciones efectivas, sino que es más bien la guía o
la norma(no siempre seguida) de las elecciones mismas y , en todo caso, su criterio de
juicio(C. Morris, Varieties of Human Value, 1956.
3ro. Por consiguiente, la mejor definición es la que lo considera como una posibilidad de
elección, o sea como una disciplina inteligente de las elecciones, que puede conducir a
eliminar algunas o a declararlas irracionales o dañosas, y puede conducir (y conduce) a dar
privilegio o tras, prescribiendo la repetición cada vez que determinadas condiciones se
verifiquen. En otros términos, una teoría del valor como critica de los valores, tiende a
determinar las auténticas posibilidades de elección, o sea, las elecciones que, pudiendo
siempre volverse a presentar como posibles en las mismas circunstancias, constituyan la
pretensión del valor a la universalidad y a la permanencia.” (Ibíd.).
15.- Reflexión actual de la filosofía de los valores.
Ya conocemos la crítica de Carlos Astrada y la propuesta que aporta. Oigamos otra: “Por eso
se prefieren otros caminos-escribe F. Klimke- y se pide el afecto, al sentimiento, la intuición,
la voluntad o la fe subjetiva que faciliten el acceso al mundo de la verdad, aunque se conoce
la índole subjetiva de estas vías. Así nacieron el fideísmo moderno, el intuicionismo y la
teoría de los valores, última tentativa, frustrada como las anteriores, encaminadas a lograr la
unión de ciencia y vida, religión y filosofía.
En fin la Filosofía de los Valores es una evidente vuelta hacia la espiritualidad negada por
casi todo el intelectualismo que avasalló al siglo XIX. Esta filosofía intentó unir la metafísica
con la moral, superadas irreconciliablemente desde Kant. La misma teoría del conocimiento
abre una puerta a la moderna axiología. El conocimiento de esencias es casa de gnoseología y
los valores. Recordar la obra famosa de Brentano “Orígenes del conocimiento moral. “
Lotze, al popularizar la división entre esencia y valor, dejó abierto un resquicio por donde
podía introducirse la estimación de una esencia con respecto al fenómeno que definía.
En la filosofía antigua no estaba ausente el valor, a pesar de que la reflexión axiológica se
halla supeditada a la Ontología y a la Metafísica, dirección que predomina sobre las otras. Y
en la gran mayoría de los casos, el valor se identifica con el ser. En cambio, en la filosofía
contemporánea, el valor y su esencia forman una disciplina independiente.
Las Escuelas actuales aceptan la existencia del valor. Sólo difieren en su fundamentación:
Metafísica, Lógica, Fenomenológica.También la reflexión axiológica da mucha preeminencia
a las consideraciones morales. Para algunos el valor sólo se refiere a lo ético. Esto, por
supuesto, cercena la realidad misma del valor, ya que tan valioso es lo ético como lo
estético, lo santo como lo jurídico.
15.1 El concepto de valor. Sus notas y características.
JUICIOS DE EXISTENCIA
Indep. Juicios de valor.
153
El autor los separa y da las características conceptuales que se han dado a los valores.
1.- Se dan es intuitivamente.
2.- Son no independiente.
3.- No derivan de lo real
4.- Son objetivos.
5.- No se dan en forma de relación (diferencia, semejanza, etc.)
6.- Son esenciales.
7.- Son a priori.
8.- Cabe un preferir o un posponer.
9.- se dan polarmente y
10.- son universales.
Las características que se dan ut supra, más o menos, son reconocidas por los distintos
autores.
15.2. Clasificación y jerarquización de los valores.
La clasificación y jerarquización de los valores depende del sistema filosófico a que
pertenece quien clasifica y jerarquiza. Existen varias. (Ver pág. 614-618.Dic.Filos.).
16.- El problema de la fundametación del valor.
Ninguna de las actuales escuelas niega la existencia de los valores. Pero sí hay aquiescencia
cuando se trata la determinar su esencia y fundamentar su especial modo de ser. Depende de
su posición filosófica.
16.1- La fundamentación psicológica.
Siguiendo a Lotze, Bretano dio importancia al valor. Su obra “Origen del conocimiento
moral” hizo época por su importancia.
Según el pensador austríaco las normas lógicas son elementos directrices para evitar que el
pensamiento se contradiga. Y en lo moral debe existir también una regla (referencia
intencional) para lograr la objetividad interna, aunque se refiera a lo irreal.
Llega a la conclusión que primero se prefiere, luego se conoce (verdadera revolución
copernicana en la axiología).
Meinong es el primero que ensaya una teoría de los valores fundada en lo psicológico: lo que
interesa no son los objetos axiológicos, sino nuestra posición frente a ellos. El valor Aparece
como un elemento de relación. Lo fundamental es el acto psíquico de tener algo por valioso.
La presencia del valor depende (…) de la actitud valorativa.
Para Ehrenfels “la magnitud del valor es proporcional a la intensidad del deseo.
F. Kruger. La retoca haciendo al deseo constante el verdadero fundamento del valor, es decir
una relación constante entre contenidos psíquicos.
Para Kreibig, muy influido por Meinong, la significación objetiva es la base del valor.
Acepta valores positivos y negativos. Los valores para él, son subjetivos. Niega toda
objetividad de lo valioso.
154
La concepción psicologista relacional niega la objetividad del valor. Después de la existencia
de la relación psíquica entre el sujeto y el objeto ,debe darse la “puesta del valor”, es decir, la
aceptación o no aceptación, aprobar o reprobar , preferir o posponer(relativismo axiológico).
16.2 La fundamentación lógica.
Frente al psicologismo y relativismo axiológico se levante la concepción logicista de los
valores, tratando de hallar el suelo firma donde asentar la objetividad de lo valioso.
La necesidad teleológica—Sólo se llega a los valores por medio de la historicidad.
Windelband ve que en el juicio tiene lugar dos contenidos representaciones: la conciencia
que juzga el objeto representado. En el segundo interviene una conciencia axiológica, donde
se dan los valores (un aceptar o negar en la conciencia) Se llega a los valores por medio de la
historicidad.
Rickert, seguidor de Windelband cree que éste, no se liberó de las ideas kantianas. Aboga por
un sujeto teórico (gnoseológico). El juicio es una toma de posición frente a los valores (debe
ser).
Para E. Lask, siguiendo a sus maestros, la estructura primaria objetiva recibe la significación
de arquetipo y unidad de valor y sentido.Es decir, lo suprasensible.
16.3 La Fundamentación Metafísica. (Munsterberg, R. Eucken).
Frente al deber ser absoluto de la Escuela logicista de Baden se enfrenta el intento metafísico
a quienes le interesa la realidad misma del valor. Hay que introducirse en el dominio mismo
de lo valioso. Deben coordinarse valiosas todas las relaciones que resultan de la
autoconservación de las vivencias.
Eucken exalta el valor de la vida. Sustantividad e independencia de la vida espiritual activa.
La fundamentación en la metafísica realista parte el ser de los valores. El valor se da en las
cosas transformándola en bienes portadores de valor. Captación vivencial del valor.
La fundamentación personalista (Stern). El ser es una jerarquía de personas, dadas en forma
individual y concreta. No se puede decir que esto es valor, sino que tiene valor o es valioso.
16.4- La fundamentación fenomenológica: (Scheler y Hildebrand).
Para Scheler al valor no se llaga por medio de la inferencia, sino por la intuición, a través de
un moverse hacia el valor.
16.5. La ciencia fundamental de los valores (J.E.Heyde)
El valor es una relación. El valor es objetivo, subjetivo, relativo. Los valores pueden ser
también absolutos y relativos. Acepta la subjetividad y no niega lo absoluto del valor.
La Axiomática de los valores (Th.Lessing), siguiendo a Brentano y Scheler se propone crear
una axiomática de los valores, en tanto Ciencia del valor de los valores.
16.6- La sociología de los valores. (A. Vierkandt)
Para Vierkandt, el fundamento de todo valor se halla en el sentimiento, los que pueden ser o
bien virtuales o actualizarse frente a la práctica.
155
Procesos en la formación de los valores:
1.- Tradición (Valores trasmitidos)
2.- Condensación (el sentimiento que produce un objeto se concentra tomando así una nueva
dimensión (escudo, bandera).
3.-Desplazamiento (por semejanza, cuando la estimación se extiende hacia seres u objetos
parecidos, por contigüidad, asociar hechos o acontecimientos).
16.7.- La fundamentación fronética:
La fundamentación axiológica de Stern se denomina fronética, porque como él mismo
declara,” lo hace a fin de acentuar su oposición al logicismo y al racionalismo por una parte
y al empirismo corriente por otra.
Para él todo conocimiento presupone un sujeto que conoce y un objeto conocido, mutatis
mutandis, en el valor se da un objeto apreciado frente a un sujeto que estima. “Clasifica los
valores en objetivos y subjetivos.
Para él la verdad no es un valor comparable a lo ético o lo estético. Es un soporte de un valor
cognoscitivo. Niega que la verdad sea un valor === algo es más o menos bello que otra cosa,
más o menos buena que otra. Pero un juicio no es más o menos verdadero que otro. Y así, la
verdad es propiedad del juicio, lo bueno y lo bello se refieren a los contenidos del juicio.
Lo que en la historia deviene son los contenidos hacia los que el ser orienta la valoración.
O, dicho de otro modo, “de donde resulta que sólo los soportes de los valores cognoscitivos,
estéticos, éticos, religiosos,, dependen de condiciones históricas, etnológicas, etc. y no el
principio de esos valores, establecidos por nuestra filosofía ”.
156
INSTITUTO DE EDUCACIÓN SUPERIOR “JOSÉ MARTÍ”
MONTERREY
PROGRAMA
ASIGNATURA: LA AXIOLOGÍA Y SU MEDIACIÓN ÉTICA
DOCENTE: DR. ARMANDO CHÁVEZ ANTÚNEZ
OBJETIVO GENERAL: REVELAR LA ESENCIA ÉTICA DE LA AXIOLOGÍA.
OBJETIVOS ESPECÍFICOS:
1. Revelar el desarrollo del pensamiento ético en sus particularidades y
condicionamientos.
2. Mostrar las principales expresiones del pensamiento ético universal
3. Contribuir al desarrollo ético-filosófico de los doctorantes
4. Develar con sentido multilateral la trascendencia de las corrientes éticas de
mayor relevancia
5. Aportar fundamentos conceptuales para comprender las especificidades del
pensamiento ético contemporáneo
6. Demostrar la vinculación del pensamiento ético con la diversidad de saberes
humanos en las distintas épocas.
SISTEMA DE CONOCIMIENTOS
I. La Axiología como filosofía de los valores.
1. Ética y moral
1.1 El objeto de estudio de la Ética
1.2 Los conceptos de Moral y Ética
1.3 Las tareas de la Ética
1.4 La especificidad de la Moral
1.5 Las éticas aplicadas
2. La ética aristotélica
2.1 El aporte de Aristóteles
2.2 La relación entre lo bueno y lo virtuoso
2.3 Las virtudes dianoéticas y las virtudes éticas
2.4 El perfeccionamiento moral como ejercitación de las virtudes
2.5 La relación entre moral y política en Aristóteles
3. La ética kantiana
3.1 La producción intelectual de Kant en el campo de la Ética
3.2 Los rasgos fundamentales de la ética kantiana
3.3 El deber y la libertad en el fenómeno moral
3.4 El hombre como valor absoluto
3.5 La importancia de la moralidad
157
4. La ética utilitaria
4.1 Algunas tergiversaciones en torno al utilitarismo
4.2 Las características esenciales de la ética utilitaria
4.3 El interés de la comunidad y el interés individual
4.4 La libertad y la solidaridad
4.5 La religión de la humanidad
5. La ética analítica
5.1 La ética analítica como contraposición al naturalismo ético
5.2 Las principales tendencias de la ética analítica
5.3 El lenguaje moral como realidad única y superior
5.4 Los problemas éticos se reducen al esclarecimiento del lenguaje moral
5.5 Los esenciales morales constituyen el mundo “auténtico” de lo moral
6. La ética de John Rawls
6.1 La “prioridad absoluta” de la justicia como punto de partida
6.2 La importancia metodológica de la “posición original”
6.3 El “velo de la ignorancia” como garantía de la imparcialidad
6.4 La ética de los bienes primarios
6.5 La igualdad de libertades y de oportunidades como principios de justicia
fundamentales.
7. La ética comunitaria
7.1 La caracterización del comunitarismo ético
7.2 Las críticas comunitaristas del liberalismo
7.3 La corrección comunitarista del liberalismo
7.4 El comunitarismo y los aportes del liberalismo
7.5 Los peligros que acechan al comunitarismo
8. La ética discursiva
8.1 El surgimiento y la diversidad de nombres de la ética discursiva
8.2 La ética discursiva como ética de la responsabilidad
8.3 La ética discursiva y los ideales de libertad, igualdad y fraternidad
8.4 La unidad de lo teleológico y lo deontológico en la ética discursiva
8.5 Los rasgos caracterizadores de la ética discursiva
9. El nuevo saber ético
9.1 El mundo natural en la perspectiva ética
9.2 La reflexión ética en torno a la humanidad planetaria
9.3 La Ética Ecológica
9.4 La Bioética
9.5 La Ética Compleja
158
BIBLIOGRAFÍA
Aristóteles. Ética a Nicómaco, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1985
Ayer, A.J.- Lenguaje, verdad y lógica. Ed. Martínez Roca, Barcelona 1971
Camps, V. (Edit.) Historia de la Ética, tres vols, Crítica, Barcelona, 1988
Chávez, A. La Ética, algunas claves para su comprensión. Ética y Sociedad, Tomo I,
Pág. 47, Ed. Félix Varela, La Habana, 2002.
Chávez, A. La Ética Anglosajona en el siglo XX. Ética y Sociedad, Tomo I, Ed. Félix
Varela, La Habana, 2002.
Chávez, A. Las teorías de la justicia. Una reflexión desde la ética. Ética, política y
Cultura desde Cuba, México, 2005.
Chávez, A. Las grandes líneas de la Filosofía Moral Contemporánea Trabajo inédito. En
soporte electrónico. La Habana,. 2006.
Haberlas, J. Conciencia moral y acción comunicativa. Península, Barcelona, 1985.
McIntyre, A. Tras la Virtud, Crítica, Barcelona, 1986.
Mill, J.S. Sobre la Libertad, Alianza, Madrid, 1981.
Rawls, J. Teoría de la Justicia, Fondo de Cultura Económica, México, 1978.
SISTEMA DE EVALUACIÓN
La evaluación será efectuada mediante la participación sistemática de los alumnos en el
decursar de la actividad docente. Se tendrán en cuenta las formas de la comunicación
oral en los debates como vía para el desarrollo de habilidades, mediante las preguntas y
las reflexiones correspondientes. Se concluirá con un seminario final donde e integren
los contenidos y se exprese el cumplimiento de los objetivos del programa.