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El papel de la educación filosófica en la construcción del ciudadano
Jordi RIBA
¿Quién teme a la filosofía? Era la pregunta que un grupo de profesores franceses se hacían
a raíz del proyecto, que en 1973 puso en marcha el Ministerio de Educación francés, con la
intención de reducir la enseñanza de la filosofía en la enseñanza secundaria. El GREPH
(Grupo de investigación sobre la enseñanza de la filosofía), que así se llamaba este
colectivo, puso en marcha una serie de acciones para exigir la vuelta atrás de dicho
proyecto. Objetivo que finalmente se consiguió, gracias a la persistencia y tenacidad de sus
miembros.
Esta no fue ni la última, ni la más virulenta, oposición hacia la enseñanza filosófica. Los
“temerosos” de la filosofía no se detienen. Siempre con objetivos “pragmáticos”: el avance
de las ciencias, la mejora de las enseñanzas técnicas, la eficacia, etc... Todos estos objetivos,
supuestamente más acordes con los tiempos presentes, esconden otros que, para su
consecución, la enseñanza filosófica deviene un obstáculo.
De esta deriva tecnocrática no se han escapado los pocos países que todavía mantienen
los estudios filosóficos dentro de sus programas de secundaria. Estas actitudes de
minimizar los estudios filosóficos chocan, al mismo tiempo, con otros que muestran el
interés, incluso, la necesidad de que hoy, buena parte de la ciudadanía, tiene respecto de la
filosofía. Desde los cafés filosóficos hasta la filosofía para niños, pasando por una cierta
literatura filosófica, confundida a veces con la llamada de autoayuda. Desde el
asesoramiento ético en los campos de la comunicación, la economía hasta los comités de
bioética en los centros sanitarios. Y, también, los grades eventos filosóficos en ciudades
como Lille, Barcelona o Buenos Aires. Se trata de aquello que, de una manera académica,
Jacques Bouveresse ha llamado la demanda de filosofía, la cual jamás había sido tana
intensa, pero, también es cierto, cada vez menos dirigida a las institución especializadas en
su impartición.
Hoy, educar para la emancipación no debería dar miedo. Todo lo contrario, sólo así se
podrá mantener la democracia. Este misma miedo ha impedido entender la democracia
más allá de un cuerpo estático que sólo ofrece cobijo a los individuos. La democracia para
mantenerse necesita ser dinámica, y este dinamismo sólo se consigue con la presencia de
ciudadanos activos que promuevan políticas integradoras de todas las formas de exclusión
que nuestro mundo vive actualmente con una crudeza aguda.
Si lo político no puede estar solo relacionado con el poder, sino que se encuentra
relacionado con el sentido mismo de la vida, la filosofía, su enseñanza y la propia acción
filosófica, devienen la acción política por excelencia. Tan sencillo como, si no enseñamos a
filosofar al ciudadano no habrá política, y si no hay política no habrá democracia.
Para que la filosofía pueda ser vista como un asunto que pertenece a todos debería,
también es cierto, abandonar ciertas concepciones, que han servido para alejarla de la
mayoría. Estas concepciones, elitistas las unas, escépticas las otras, sólo han servido para
que la filosofía sea vista como ajena al proceso vital del que surgió. Si la recuperación de la
filosofía capaz de afrontar los problemas de la ciudadanía es el objetivo primero de toda
educación para la ciudadanía; entonces, ¿qué filosofía enseñar? Aquella que como dijo
Feuerbach tome como objetivo los problemas de la humanidad: “una cosa es una filosofía
que debe su existencia solamente a una necesidad filosófica (...) y otra cosa una filosofía
que se corresponde o coincide con una necesidad de la humanidad.” Enseñar aquella
filosofía que haga del filósofo un Sócrates moderno, capaz de despertar en los ciudadanos
las preocupaciones que la vida lleva en sí y en cada uno de los humanos. Lo que Kant
primero, y tantos otros después, llamaron filosofar.
Esta actividad del espíritu que desde la perspectiva individual, Kant quiso poner en
evidencia, cuando formuló como una de las cuestiones fundamentales a las que debe
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intentar responder a la filosofía: ¿qué debo hacer? Con esta pregunta nace la concepción
moderna del ciudadano y tal como Monique Castillo ha señalado en el prefacio de la
edición francesa de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, la ausencia de respuesta
es la que hace que deliberemos permanentemente la cuestión. En este sentido se hace
patente la idea de que la enseñanza de la actividad filosófica, el filosofar, entendida como
una actividad racional y por tan humana se convierte en un derecho que debe ir hacia la
universalización.
Esta cuestión, lo hemos notado anteriormente, choca frontalmente con la progresiva
desaparición de las enseñanzas filosóficas de los currículos escolares. Parece que el
inseparable futuro de progreso material, no sólo no hiciera caso a la expresión de Rousseau,
sino que la contradijera. Parece que el progreso moral entorpece al progreso material. Pero
también hemos visto que, a medida que el mundo se hace más complicado, por decirlo con
palabras sencillas, aumenta la demanda de respuestas a las preguntas que los ciudadanos se
hace permanentemente. Nunca como ahora había sido tan de actualidad la cuestión de
Kant sobre el atreverse a pensar por uno mismo. Por eso el ciudadano moderno encarna,
mejor que nadie, el individuo que se pregunta por la forma en que debe actuar. Y,
excepción hecha de la razón, no encuentra elementos que le garanticen la mejor manera de
hacerlo.
Nuestro mundo sin referentes, tiene como alternativas el retraimiento de la acción
ciudadana o el ejercicio racional de la acción. La primera de las opciones lleva hacia la
desaparición de la democracia. Sin acciones libres no hay política, no hay democracia. Es
evidente que, optar por la democracia, es optar por la segunda de las alternativas.
El ciudadano es aquel que ejerce la libertad. No debe reivindicarla, la posee. Por este
motivo, la ciudadanía es un modelo utópicamente opuesto a los modelos deterministas e
ideológicos que predominan tanto en el espacio individual como en el espacio público.
En este aspecto, el paso de un modelo ideológico en un modelo ético en el que el
ciudadano ejerce su propia autonomía, hay que llamar la atención sobre la idea de cultura
filosófica introducida por Jules Barni, traductor francés de Kant en el siglo XIX, con la
intención de optimizar la democracia. Para Barni son tres los elementos que intervienen en
la constitución de la sociedad democrática. En primer lugar, el elemento económico, que
tiene como función dar el bienestar a los ciudadanos. En segundo lugar, el elemento
político, que tiene como función asegurar la libertad. Finalmente, el elemento moral,
asociado a los otros dos. Barni, todavía en calidad de kantiano, hace un listado de virtudes
que ejercidas por los ciudadanos garantizan la democracia. Lo más interesante de las ideas
de Barni es que para todas las virtudes hay que empezar por las virtudes individuales, que
considera indispensables para la construcción del ciudadano. Sin una buena disposición
hacia uno mismo difícilmente, dice Barni, podremos ejercer como ciudadanos. Por Barni,
todas las virtudes de la moral individual pueden ser agrupadas en tres grandes bloques:
cultura de la humanidad, respeto a la dignidad humana y perfeccionamiento moral.
Esta ultima se emparenta más con la idea de una ciudadanía activa que es la base de la
construcción de la ciudadanía. Construcción que se produce desde tres perspectivas
simultáneas. La construcción del personaje filosófico. Lo que han hecho, entre otros, Gilles
Deleuze o Patrice Vermeren. La construcción del nuevo ciudadano en la educación de los
jóvenes. Y, finalmente, la construcción del ciudadano por sí mismo mediante las acciones
ciudadanos. Es evidente que la filosofía tiene un papel protagonista en cada una de ellas.
En la primera, como el elemento teórico indispensable para el logro de las otras dos. En la
segunda, en la educación filosófica del nuevo ciudadano. Y en la tercera, la acción
ciudadana surgida del ejercicio racional que otorga la razón.
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