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EL INFIERNO. “Yo no moriré”. Aurelio Fernández. Pág. 241. Edic. Palabra. El Infierno, con la ausencia de Dios y la presencia del demonio, representa el lugar de la desesperación, del fracaso de una vida y de intenso dolor: Como lo describe santa Teresa de Jesús, el infierno es algo “pestilencial, sin poder esperar consuelo alguno. No hay luz, sino todo tinieblas oscurísimas. Yo no entiendo cómo puede ser esto, pues, a pesar de no ver la luz, se ve todo aquello con una gran luz que da pena a la vista”. Y concluye: “Yo quedé tan espantada y aún lo estoy ahora escribiéndolo, pues, a pesar que aconteció hace seis años, es tal que me parece me falta el calor natural de temor aquí donde estoy”. Tal es el infierno descrito por la revelación cristiana y experimentado en visión mística por santa Teresa de Jesús. Cualquier otro intento que pretenda reinterpretar el infierno con categorías más o menos sentimentales de compasión y perdón, no hace más que aumentar las dificultades: desde una recta interpretación de la existencia humana y desde la realidad del mal a lo largo de la historia, las razones a favor de una condena eterna son más lógicas que cualquier otra propuesta. Y es que la verdad es más lógica que el error: El infierno no son “los otros”, como afirmó Sartre, sino que es una situación del “yo”, de cada condenado en un estado de sufrimiento sumo. A los “otros” -¡y los “otros” somos todos! – es urgente advertirles del riesgo que corre su vida futura cuando aquí se comete el mal y se aleja de Dios, porque, en tal supuesto, la vida acabará en llanto y en desesperación. En este final, como escribe León Felipe: “Todo es turbio … Y ya no vi más que mis lágrimas”. Y lo peor es el frontispicio que Dante puso a las puertas del infierno: “¡Oh vosotros que entráis, abandonad toda esperanza!”. El infierno es la desesperanza que Jesús señaló con este lúgubre epitafio: “allí será el llanto y el rechinar de dientes”. A pesar de esta descripción tan negativa, sombría y tétrica, la doctrina católica sobre el infierno se ajusta a los criterios que hemos enunciado sobre la veracidad de aquellas realidades que a primera vista resultan opuestas a la “razón bien pensante”. En efecto, afirmar la existencia del infierno no es un “absurdo”, sino que está cargado de realismo, pues es un ejercicio ejemplar de la justicia que demanda que se dé a cada uno lo suyo, tal como ya demostró Platón. En consecuencia, premiar al bueno y castigar al malo no solo “tiene sentido”, sino que es “razonable”. Y las razones que lo justifican son las situaciones que acompañan la condena, pues el infierno no es un castigo vengativo impuesto por la justicia implacable de Dios, sino que es consecuencia de que el individuo ha orientado su vida por derroteros que le conducen a la condenación. El Catecismo de la Iglesia Católica sintetiza la doctrina católica en estos términos: “Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios significa permanecer separado de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra “infierno” Consecuentemente, el hombre es culpable de su condenación eterna, pues, dado que es consciente del destino de su vida, se le exige que actúe con responsabilidad, máxime cuando es advertido del riesgo de que el final de su existencia finalice en el desastre. También estas circunstancias ayudan a considerar el infierno no como un “ajuste de cuentas”, sino como una decisión irresponsable del condenado. También el Catecismo de la Iglesia Católica subraya estas circunstancias: “Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno. Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión” Y para eliminar cualquier imputación a Dios en la condena del hombre, el Catecismo añade: “Dios no predestina a nadie a ir al infierno, para que suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal) y persistir en él hasta el final” Así de racional se presenta la realidad del infierno, como de irracional es la decisión libre del hombre de orientar su vida por caminos alejados de su destino en el bien y desorientarse en la práctica del mal. Tal estilo de vida le aleja de su origen y le desvía de su destino final que es Dios, el cual “quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión”. Esta es la finalidad de que Dios se haya hecho hombre, el dato cumbre de la historia de la humanidad: salvar a todos. Así lo define el evangelio de san Juan: “Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio a su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” Como escribe el cardenal Kasper, “a la misericordia divina le es inherente no puentear la libertad humana. Dios aconseja, pero no obliga; nos urge, pero no se nos impone ni nos abruma. La misericordia divina apela a la responsabilidad del ser humano, la corteja sin cesar”.
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