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Transcript
La crisis financiera mundial y el contrato sexual:
Hacia un cambio de paradigma
M.Sc. María Flórez-Estrada
Ponencia ante la 19 Conferencia Anual de la International Association on Feminist Economics
22 al 24 de julio de 2010
Buenos Aires, Argentina
1
Cuando redacté esta ponencia, aparecían las primeras noticias alentadoras sobre lo que sería una
recuperación más pronta, de lo inicialmente estimado, de la crisis que llevó a la eliminación de
unos 8 millones de empleos solo en Estados Unidos, desde que comenzó, en diciembre de 2007
(Bernanke, 2009: Internet 1).1
Las expectativas catastrofistas sobre el colapso final del capitalismo, tan recurrentes entre
algunos detractores del neoliberalismo, parecían esfumarse, una vez más, con la misma levedad
con que estallan las cíclicas burbujas en los mercados de valores.
¿Qué está pasando? ¿Es tan robusto, a pesar de sus contradicciones internas, el capitalismo?
¿Qué es lo novedoso en la actual crisis financiera mundial? ¿Qué es exactamente y cómo
funciona eso que llamamos capitalismo?
Mi propósito, en este ensayo, es aproximar ideas para, por una parte, tratar de responder a estas
interrogantes y proponer nuevos enfoques para comprender la realidad actual, y por la otra, hacer
una crítica epistemológica a la economía clásica y neo-clásica, así como a las limitaciones del
marxismo para analizar los grandes sesgos androcéntricos que no permiten ver el cambio
paradigmático que estamos viviendo en el capitalismo contemporáneo.
Haré esto a partir de desarrollar cuatro ideas principales:
1. La actual es una crisis financiera producto de una crisis de confianza y no del sector real
de la economía, si bien este sector tiene sus propios problemas y crisis cíclicas.
2. La actual crisis se origina en un problema ético de carácter histórico, no resuelto.
3. El dilema de la economía política sexual y de los géneros está en el centro del problema y
de la solución.
4. La actual crisis debería marcar un cambio de paradigma, pero no es seguro que esto
ocurra tan rápido.
1. Una crisis de confianza real
Un conjunto de señales –la disminuida actividad del mercado inmobiliario, la reducción del
consumo (ambas indicativas de perspectivas pesimistas sobre la economía), y la amenaza
permanente de nuevas alzas en los precios del petróleo-, atizaron, desde comienzos de 2007, las
advertencias sobre el inminente estallido de la crisis en Estados Unidos.
1
En julio de 2009, los empleos perdidos alcanzaban los 6 millones y el desempleo en ese país se ubicaba en 9.5%, el
más alto desde 1983, según el diario The New York Times. (Goodman, NYT: 08/07/2009). A finales de ese año, la
pérdida de empleos se estimaba en 8 millones (La Jornada, 18/11/09).
2
No obstante, cifras oficiales sobre la creación de empleos, dadas a conocer el 7 de julio de ese
año por el Bureau of Labor Statistics (Oficina de Estadísticas de Empleo), devolvieron un, de
todos modos, incierto optimismo al mundo de los negocios: en el mes de junio, los sectores
público y privado contrataron a 132 mil personas, cifra que, si bien era un poco inferior al
promedio histórico de los últimos cinco años -148 mil-, superó las predicciones de las
autoridades.
Como en un paseo en la montaña rusa, el resultado se reflejó en una nueva, aunque no
espectacular, bonanza de las bolsas de valores. Sin embargo, la sensación de que el declive
vendría en cualquier momento fue cada vez más profunda al aproximarse las elecciones de
noviembre de 2008.
Una cosa segura, en la economía real estadounidense, era que los factores estructurales que
afectan al principal mercado de las exportaciones centroamericanas hacían tic tac y amenazaban
con propiciar un aumento de la inflación (incremento sostenido de los precios), debido a que la
capacidad productiva de ese país, principalmente su fuerza de trabajo disponible, estaba
prácticamente utilizada en su totalidad (pleno empleo), y esto no era suficiente para satisfacer la
demanda.
Esta fue la clara advertencia que dio Ben Bernanke, presidente de la Reserva Federal (el Banco
Central de ese país), al Congreso de EE.UU, cuando compareció ante el Comité de Asuntos
Bancarios del Senado, en febrero de ese año, para dar su Informe Semianual de la Política
Monetaria, y que opacó la atención sobre otros dos problemas serios e históricos de la economía
estadounidense: sus hiperbólicos déficit fiscal y comercial.
La crisis en la capacidad productiva, explicó Bernanke, se debe a dos factores: el incremento en
la participación laboral de las mujeres habría alcanzado ya su tope, y la generación del llamado
baby boom comenzaba a jubilarse sin que se esperara un aumento en las tasas de reposición
demográfica, debido a decisiones culturales. (Bernanke, 2007: Internet 2)
Así las cosas, era prácticamente un hecho que el ritmo de crecimiento económico de Estados
Unidos, por el lado de la economía real, tendería a disminuir, después de varios años de una
expansión “sin precedentes” (Bernanke, 2007: Internet 2), que hoy sabemos fue alimentada por
una demanda en buena medida artificial, creada por el manejo financiero irresponsable en un
marco de aplicación de políticas derivadas de la filosofía neo-liberal o neoclásica.
3
Un aumento de la inflación obligaría a la Reserva Federal a subir las tasas de interés (el precio
del dinero), con el fin de restringir el acceso al “dinero barato” -en gran parte ofrecido mediante
créditos hipotecarios- lo cual, a su vez, disminuiría la actividad económica. Precisamente para
exorcizar el fantasma de la inflación, esta entidad aumentó, en ese momento, las tasas de interés,
de 1% al 5,25%, en lo que constituyó el alza número 18 de las tasas en un período de dos años.
(AP, 2007: Internet).
Bernanke también reconoció la presión inflacionaria que ejercían los altos precios del petróleo,
que alcanzaron hitos sin precedentes, pero argumentó que estos son parte de la realidad
incontrolable con la que debe lidiar el país de manera contingente, pues lo central del problema
son las limitaciones más estructurales, de largo plazo, de la capacidad productiva
estadounidense.
“La presión hacia el alza de la inflación se podría materializar si la demanda final excediera la
capacidad productiva de la economía durante un período prolongado. La tasa de utilización de
los recursos es alta, está por encima de su promedio de largo plazo, y puede verse de manera más
evidente en lo ajustado que está el mercado laboral”, dijo entonces.
Y es que, ya para ese momento, las empresas –en EE.UU y en Costa Rica, por ejemplo- estaban
teniendo dificultad para reclutar a trabajadores bien calificados en ciertas ocupaciones, las
remuneraciones al trabajo mostraban signos de estar en crecimiento, y si las empresas no
absorbían este mayor costo salarial a través de recortar sus ganancias, sino que lo pasaran al
público consumidor mediante un incremento en los precios de los productos, entonces el
escenario para un atizamiento de la inflación estaría dado.
Este era el escenario “real”, en Estados Unidos, sin incluir, todavía, la explosión de la gran
“burbuja” especulativa que se inflaba en sus mercados hipotecario y financiero, y que sería lo
fino por donde se rompería el hilo y estallaría la crisis.
Detengámonos un momento en esta dimensión real. Así como el análisis marxista clásico, del
capitalismo, estuvo impregnado de la epistemología estamental premoderna (en nociones como
las de “conciencia de clase” o “proletariado”), sin duda tiene aciertos decisivos.
Uno de ellos es el haber planteado que las crisis cíclicas del capitalismo son siempre crisis de
sobreproducción y, por tanto, de acumulación del capital. “La razón última de todas las crisis
reales es siempre la pobreza y la limitación del consumo de las masas frente a la tendencia de la
4
producción capitalista a desarrollar las fuerzas productivas como si no tuviesen más límite que la
capacidad absoluta de consumo de la sociedad”, escribió Marx en El Capital. (Marx, 1977: 220)
En el caso de la crisis actual, aparentemente sucedió todo lo contrario en la economía real: se
produjo lo que economistas llaman un “sobrecalentamiento”, solo que, esta vez, “sin
precedentes”, con el máximo uso de recursos como la fuerza de trabajo y la oferta de
combustibles y aun así no se satisfacía la demanda. Sin embargo, esta extraordinaria demanda no
se debió a que el desarrollo de las fuerzas productivas por el capitalismo y la capacidad absoluta
de consumo de la sociedad por fin se encontraran –con la consiguiente eliminación de la
pobreza-, sino a la expansión artificial de la capacidad de consumo, por la economía “virtual”,
mediante crédito otorgado irresponsablemente, esta vez a escala global, dado el libre flujo de
instrumentos financieros y, por tanto, de capitales, facilitado por las nuevas tecnologías, y que –
dada la ética neoliberal- permiten la mundialización de la usura.
Al final, el ciclo culminó en una situación peor que la existente en el punto de partida: el “ajuste”
-en gran medida demandado por los acreedores de los bonos del Tesoro estadounidense, como la
República Popular China, ante la pérdida de valor del dólar- pasó por la eliminación de más de 8
millones de empleos solo en EE.UU, como se dijo al comienzo; la destrucción, como planteara
Marx, de “unos burgueses por otros” (piénsese en la impensable bancarrota de Lehman Brothers
o en la compra de Chrysler por el gobierno estadounidense, por citar solo pocos ejemplos); y una
depreciación de los salarios (por reducción de las horas laboradas), que hoy lleva al premio
Nobel de economía, Paul Krugman, a advertir sobre el riesgo de que, si bien la crisis en tanto
pérdida de confianza y contracción del consumo ya parece estar tocando fondo, la economía
estadounidense podría caer en un largo período de estancamiento. (Krugman, 2009: Internet)
Por supuesto que la actual crisis no es idéntica a las pasadas, ni siquiera a la de 1929, que hasta
hace poco era considerada como la más seria del capitalismo. Y no es igual por diversas razones.
Entre ellas, el hecho de que la producción basada en el petróleo y sus derivados no había tocado
su “techo” en aquellos años y, al mismo tiempo, los efectos del uso de la base industrial
dependiente del petróleo hoy está perdiendo viabilidad y legitimidad social, debido al
sobrecalentamiento del planeta; o porque las mismas nuevas tecnologías que facilitan el flujo de
la información y de los malos instrumentos financieros en tiempo real, permiten la existencia de
mecanismos para suspender las transacciones en las bolsas y evitar el colapso total, por
autoridades económicas mundialmente concertadas; o porque en la coyuntura actual no existe un
5
escenario bipolar que en el imaginario social haga posible o amenace –según quien la mire- con
la alternativa de un sistema socialista y que, en consecuencia, la guerra todavía pueda tener
legitimidad como medio para superar la crisis, máxime cuando la de EE.UU contra Irak, más
bien ha agotado este recurso, etc.
Tensionada, pues, la economía, más allá de su máximo, llegó a su fin el delirio de los mercados,
no solo “libres”, sino tramposos, en su búsqueda de la ganancia fácil e hiperbólica, a partir del
dinero de los demás.
Sin embargo, hoy es imprescindible remarcar que la juerga había comenzado mucho antes, y la
pérdida de confianza en el intercambio –una base fundamental para que exista el mercado- era
creciente desde hacía rato.
Recuérdese el escándalo de la corporación Enron, en 2001, poco antes de los ataques a Nueva
York, el 11 de setiembre, que culminó con su quiebra y que implicó una estafa millonaria, de sus
gerentes y directivos, para decenas de empleados y otras personas que invirtieron sus ahorros y
pensiones en las acciones y fondos mancomunados de la compañía.
Fue a consecuencia de esa debacle que, a instancias de los senadores Paul Sarbanes y Michael
Oxley, el Congreso estadounidense aprobó, en 2002, un Acta, que lleva sus apellidos, y que
cambió, en el sentido de buscar hacer más transparentes las prácticas financieras, y más estrictas,
las regulaciones en ese país.
Hoy sabemos que tal ampliación de reglas y restricciones fue insuficiente y que fue
olímpicamente eludida por los CEO (gerentes corporativos) y las propias autoridades
económicas que, en nombre de la usura, dejaron hacer y pasar.
Una pregunta, ociosa, que cabe hacer es: ¿la fiesta hubiera durado todavía un rato más si los
cálculos no hubieran establecido como muy probable el triunfo de Barack Obama en las
elecciones de noviembre de 2008, esto es, que se previera el posible fin de la institucionalización
del lucro desmedido, como estuvo garantizada durante ocho años por la dupla Bush-Cheney?
De haber continuado los neoliberales republicanos en el poder, quizás el inicio de la crisis solo se
hubiera retardado un poco, pero, sin duda, estaría a la vuelta de la esquina.
2. La usura: un problema ético de carácter histórico, no resuelto
6
La Summa Theologica de Tomás de Aquino (1225-1274) es considerada como una “obra
maestra” de economía. En ella, retomando a Aristóteles, de Aquino establece las reglas éticas
cristianas frente al empuje comercial del naciente capitalismo. Esta ética aristotélica y cristiana
condenaba la acumulación de capital basada en el cobro de intereses, salvo cuando se produjera
un atraso en el pago acordado. Sin embargo, “esta última excepción proporcionó más adelante
una base para la explicación racional de los pagos de interés” (Hahne, 1997:20), gracias a lo
cual, contemporáneamente, el Vaticano o la Conferencia Episcopal costarricense han podido
incursionar en el negocio bancario y financiero sin, aparentemente, transgredir la ética católica.
Como se sabe, el desarrollo del capitalismo comercial selló el fin del sistema artesanal y de
servidumbre de la Edad Media europea, y el movimiento cultural que, hacia los siglos XVI y
XVII culmina en la Reforma protestante y su ética, legitimó el enriquecimiento personal y la
acumulación de capital como “buena a los ojos de Dios”.
En tanto administrador de la moral y mediador de la relación entre los seres humanos y “Dios”,
el clero católico había establecido su propia economía rentista, a partir no solo de cobrar el
diezmo (un 10 por ciento de los ingresos anuales), sino por la realización de matrimonios y
dispensas, bautizos e, inclusive, por el “derecho de llave” a la puerta del Cielo, mediante la venta
de indulgencias.
En realidad, esta economía rentista y medieval de la Iglesia fue solamente la dimensión material
del ejercicio de poder centralizador con que llenó el vacío dejado por el imperio romano, tras su
caída, y con la que luego disputó a los nacientes Estados liberales el control de la organización
social. De hecho, con el empuje del capitalismo, el clivaje histórico más importante de la
modernidad se produjo en torno a una nueva ética: la de los derechos individuales, incluido el de
prosperar económicamente, que se contrapuso a la ética católica, que condenó el enriquecimiento
personal –el excedente debía entregarse a la Iglesia directamente o mediante “obras de caridad”.
En Costa Rica, no fue diferente. La Iglesia Católica terminó por convertirse en una pesada carga
para las comunidades que, de su arduo trabajo, eran obligadas a pagar diezmos, primicias
(prestación de frutos y ganados que, además del diezmo, debían entregar) dispensas
matrimoniales (permisos, por ejemplo, para eludir la prohibición del incesto y permitir el
matrimonio entre hermanos u otros parientes consanguíneos en pueblos alejados con muy pocos
7
habitantes –es decir, de “enmontañados”), así como por muchos otros servicios pastorales,
ingresos que servían para el mantenimiento de la estructura cural.2
El estudio de Max Weber (1978) sobre el papel de la ética calvinista en el desarrollo del
capitalismo, da cuenta de este proceso, que no fue mecánico, es decir, de causa y efecto, no se
trató de que la ética protestante fuera la causante del desarrollo capitalista, sino que, en el
contexto de la expansión del capitalismo comercial y financiero centrado en el trabajo individual,
a diferencia de las prohibiciones tomistas contra la usura, el éxito económico fue interpretado,
por el calvinismo, como una señal de haber recibido la “gracia de Dios”, una predestinación que
“el hombre” no podía alcanzar, sino que, por el contrario, era indicativa de la voluntad arbitraria
de Dios. Al “hombre”, solo le quedaba vivir su destino de manera humilde y virtuosa, tanto en lo
que respecta a su trabajo profesional como a su vida personal, con una disciplina y una ética que
sirvieron al desarrollo del capitalismo.3
Vale la pena recordarlo, pues. La ciencia económica tiene su origen en los debates teológicos
sobre la usura y en las preocupaciones éticas de los filósofos morales escoceses, como Adam
Smith, en un momento histórico en el cual se producía un salto epistemológico sin precedentes
en la historia humana, como fue el abandono de la conciencia estamental antigua y la aparición
del “hombre” (literalmente) moderno, sujeto de derechos, incluido el derecho a la propiedad
privada individual y a la acumulación individual, así como a un “yo”, supuestamente claro y
distinto.
Y, desde entonces, desde la legitimación del derecho a la acumulación privada, el debate ético
está instalado en la economía. Si, con Tomás de Aquino, se aceptó el cobro de intereses sobre el
préstamo de dinero, aunque solo fuese cuando se produjera un atraso en el pago, ¿adónde está el
límite? Si, además, la bonanza económica sería una señal de la complacencia divina,
¿deberíamos erigir altares para individuos como Bill Gates o, en otro extremo, Silvio
Berlusconi? Y los gerentes de la ENRON, ¿no serían algo así como mártires de su destino?
No pretendo aquí entrar en el debate acerca de si el capitalismo solo requiere de mayor
regulación pública o de si es necesario eliminar la propiedad privada de los medios de
producción con el fin de zanjar el problema ético de la usura. No creo que la cosa sea tan simple.
2
Sobre esto puede verse más en González (1997) y Flórez-Estrada (2009).
“Para aquel a quien Dios había negado la gracia, no existía medio mágico alguno ni de otra índole que pudiera
otorgársela”, dice el autor. (Weber, 1978: 67).
3
8
Más bien me interesa llamar la atención sobre los límites androcéntricos con los cuales se
construyó la ciencia económica y en los que, consecuentemente, se enmarcaron tanto el debate
sobre la usura como en torno a la plusvalía -que vendría a ser la máxima forma de usura en el
capitalismo-, y se ignoró una parte fundamental e imprescindible del dilema, del debate y de
cualquier posible solución.
Y esto es que, en el mundo estamental antiguo, la primera forma de organización económica o
modo de producción consistió en la institución de un orden sexual conformado por dos clases de
seres humanos: los hombres y las mujeres (con sus desiguales opciones y libertades socialmente
determinadas), y la primera división del trabajo fue la división sexual del trabajo.
Este orden primario, sobre el cual se construyeron otras formas de opresión y explotación:
esclavismo, servidumbre, capitalismo, nunca fue olvidado por la economía clásica ni lo es ahora
por la neo-clásica –como explicaré-, pero sí lo fue y lo es por el marxismo que, sin embargo, lo
había estudiado inicialmente más que nadie, en trabajos radicalmente críticos como El origen de
la familia, la propiedad privada y el Estado, de Engels (1884), o en La ideología alemana, de
Marx y Engels (1845), por mencionar algunos.
Y, sin embargo, este problema tiene todo que ver con las crisis cíclicas del capitalismo, y se hace
cada vez más evidente ante la creciente significancia de las dimensiones demográfica y cultural
de la crisis actual, como el Secretario del Tesoro estadounidense no tuvo más remedio que
reconocer.
Porque, ¿qué significa, por una parte, que el incremento en la participación laboral de las
mujeres, en Estados Unidos, habría alcanzado ya su tope, de modo que lo que Marx calificó
como “ejército industrial de reserva”, se agotó? Y ¿qué significa, por la otra, que la generación
del llamado baby boom haya comenzado a jubilarse, sin que se espere un incremento en las tasas
de reposición demográfica, debido a decisiones culturales?
Significa que la actual crisis del capitalismo está poniendo en evidencia o, más bien,
reactualizando, el papel central que juegan, en el sistema, el orden sexual y la división sexual del
trabajo. Nada menos que el hecho de que la economía ya no puede seguirse analizando y
comprendiendo sin atender al papel relevante que la clase de las mujeres tiene para el
capitalismo.
El debate entre David Ricardo y Thomas Malthus sobre la relación entre demografía, comercio y
pobreza, en el siglo XIX, es un ejemplo claro de que los clásicos y neoclásicos nunca olvidaron
9
este hecho fundamental (aunque, por supuesto, nunca le dieran protagonismo a las mujeres); la
escuela marginalista de la llamada “nueva economía de la familia” de Gary Becker, otro (aunque
solo lo hicieran para reafirmar la prescripción social sobre las mujeres). Las declaraciones de
Bernanke, también. La razón es sencilla: el orden sexual y su correspondiente división sexual del
trabajo fueron naturalizados al punto que, para la economía ortodoxa, resulta más fácil
incorporar la demografía al análisis económico y argumentar a favor de la eficiencia de este
orden en cuanto a maximizar los beneficios y los costos de oportunidad para la familia (por
supuesto, tomando como típica la familia nuclear del capitalismo industrial), que discutir acerca
de la justicia y naturalización de este orden y de las relaciones de poder implícitas.
En cambio, desde la crítica materialista histórica, el marxismo hegemónico (pues habría que
reivindicar a Alejandra Kollontai y a Rosa Luxemburgo, por ejemplo) tiene una gran deuda de
silencio con las mujeres en la medida que si su principal aporte epistemológico fue desnaturalizar
las relaciones de poder instituidas, no hay excusa para no haberlo hecho, con la misma fuerza y
valentía, en lo que respecta al orden sexual.
Para entender esta dimensión de la crisis actual, retomemos, entonces, desde un enfoque crítico
feminista, la relación entre ética y economía en la ciencia económica clásica y neoclásica, pero
también en la marxista, en lo que tienen en común: su androcentrismo. Hagámoslo en torno a la
definición marxista de plusvalía, que es el principal aporte conceptual del marxismo.
El primero de los Manuscritos Económicos y Filosóficos, de (1844)4, comienza con el análisis
del salario en el sistema capitalista. Afirma que, desde la perspectiva de una sociedad dividida en
clases:
“(I) El salario está determinado por la lucha abierta entre capitalista y obrero. Necesariamente
triunfa el capitalista. El capitalista puede vivir más tiempo sin el obrero que éste sin el capitalista.
La unión entre los capitalistas es habitual y eficaz; la de los obreros está prohibida y tiene
funestas consecuencias para ellos. Además el terrateniente y el capitalista pueden agregar a sus
rentas beneficios industriales, el obrero no puede agregar a su ingreso industrial ni rentas de las
tierras ni intereses del capital. Por eso es tan grande la competencia entre los obreros. Luego sólo
para el obrero es la separación entre capital, tierra y trabajo una separación necesaria y nociva. El
capital y la tierra no necesitan permanecer en esa abstracción, pero sí el trabajo del obrero.
Para el obrero es, pues, mortal la separación de capital, renta de la tierra y trabajo.” (Marx, 2001:
51-52)
4
En este primer manuscrito, Marx analiza los siguientes conceptos: salario, beneficio del capital, renta de la tierra y
trabajo enajenado.
10
Marx hace notar que, en el capitalismo, el obrero es precisamente aquel ser humano que se
encuentra despojado del capital y de la tierra, es decir, de los medios de producción, y cuya
sobrevivencia depende de ofertar su fuerza de trabajo “libremente” en el mercado. Pero, tanto
debido a esta condición de no ser propietario, como a la alta competencia entre los desposeídos,
el capitalista tiene todas las de ganar en la fijación del salario.
No obstante, la descripción marxista de la condición del proletario, en el capitalismo, es inexacta
porque: i) no es cierto que a diferencia del capitalista, el obrero no tenga rentas que agregar a su
salario industrial y ii) tampoco es exacto que en el capitalismo desaparezcan o “se superen” –en
términos históricos- otras formas y relaciones de producción, como la economía doméstica.
En cuanto al punto i) el obrero posee una renta patriarcal –heredada históricamente con la
institución de la división sexual del trabajo y la producción de los géneros (en tanto
disposiciones, habilidades y usos del tiempo socialmente prescritos)-, que es el trabajo gratuito
doméstico o de la reproducción social de la fuerza de trabajo, que es realizado por mujeres.
En lo que respecta al punto ii) esta renta patriarcal que el obrero adquiere en el ámbito de la
economía doméstica también proporciona una plusvalía al capital, en la medida que es,
precisamente, el trabajo gratuito de mujeres el que le permite al capital bajar el costo social de la
producción y reproducción del trabajador libre que concurre al mercado a intercambiar su fuerza
de trabajo.
Luego, no es cierto que “para el obrero es, pues, mortal la separación de capital, renta de la tierra
y trabajo”: no lo es –o en todo caso el salario industrial no es la reserva límite del obrero- porque
el obrero sí tiene una renta adicional para su supervivencia, que es el trabajo gratuito de la mujer
e incluso de los hijos, en la economía doméstica.
La que sí ha sido separada del producto y del valor de su propio trabajo, de la tierra y del capital,
es la mujer –la esposa del proletario, pero también la esposa del burgués-, pues, en el modelo
típico, ni siquiera es dueña de su cuerpo ni de los productos de su cuerpo, es decir, de los hijos
que, por razón patriarcal, “pertenecen” al obrero o “jefe de familia” del capitalismo industrial –
quien reina sobre sus destinos y sobre los ingresos que obtengan.
11
En realidad, no se trata de que Marx no se diera cuenta de la existencia de esta renta patriarcal,
cosa que, como ya dije, se constata, por ejemplo, en La ideología alemana5, sino de que la dejó
de lado en su análisis posterior del capitalismo porque, igual que Adam Smith y los sucesivos
economistas clásicos y neoclásicos, también omitió el hecho de que la economía doméstica es
imprescindible para el funcionamiento del mercado y del capitalismo.
En la lógica del materialismo histórico, es decir, del proletariado como “última clase de la
historia”, llamada a redimir de toda opresión a la humanidad en su conjunto, el hecho de que esta
renta patriarcal formase parte del cálculo racional capitalista, y fuese utilizada por éste para tirar
a la baja su salario, debería llevar al obrero -si no por “solidaridad de clase”, por “interés
familiar”- a demandar el reconocimiento salarial del trabajo doméstico socialmente necesario de
su esposa, en particular, y de la “clase” de las mujeres en general. Pero no es esto lo que ocurre ni lo que la “conciencia de clase” proletaria reconoce- precisamente porque se trata una renta
patriarcal –producto del pacto entre hombres-, en los que la contradicción capitalista/obrero
desaparece o, en todo caso, pasa a un segundo plano: en tanto usufructuarios de los privilegios
materiales y simbólicos que significa ocupar el lugar de “hombre” en la división sexual del
trabajo, ambos tienen el interés común de mantener la subordinación de las mujeres. Lo cual solo
tiene sentido porque, para ambos, el costo de oportunidad que significaría que las mujeres no se
encargaran gratuitamente de la plataforma de la reproducción social sería mayor tanto en
términos económicos como simbólicos.
En consecuencia, el marxismo entiende el salario mínimo del obrero exactamente en los mismos
términos que Smith y la economía política clásica, esto es, como:
“(…) lo requerido para mantener al obrero durante el trabajo y para que él pueda alimentar una
familia y no se extinga la raza de los obreros.” (Marx, 2001: 52. Subrayado mío)
5 “Con la división del trabajo, que lleva implícitas todas estas contradicciones y que descansa, a su vez, sobre la
división natural del trabajo en el seno de la familia y en la división de la sociedad en diversas familias contrapuestas,
se da, al mismo tiempo, la distribución, y concretamente la distribución desigual, tanto cuantitativa como
cualitativamente, del trabajo y de sus productos; es decir, la propiedad, cuyo primer germen, cuya forma inicial se
contiene ya en la familia, donde la mujer y los hijos son los esclavos del marido. La esclavitud, todavía muy
rudimentaria, ciertamente, latente en la familia, es la primera forma de propiedad, que por lo demás ya aquí
corresponde perfectamente a la definición de los modernos economistas, según la cual es el derecho a disponer de la
fuerza de trabajo de otros. Por lo demás, división del trabajo y propiedad privada son términos idénticos; uno de
ellos dice, referido a la esclavitud, lo mismo que el otro, referido al producto de esta.” (Marx, 1999: 29)
12
Es decir, entregándole a él, “cabeza de familia”, el salario -conocido como “salario familiar”que en realidad correspondería a la mujer por su trabajo, porque de esta manera se conserva la
jerarquía sexual del orden social.6
Por el contrario, entonces, bien puede parafrasearse a Marx aquí diciendo: “Luego, sólo para la
mujer es la separación entre capital, tierra y trabajo una separación necesaria y nociva. El capital
y la tierra no necesitan permanecer en esa abstracción, pero sí el trabajo de la mujer. Para la
mujer es, pues, mortal la separación de capital, renta de la tierra y trabajo.”
Para la mujer, esta separación o enajenación de los medios de producción y de los productos de
su propio trabajo, ha tenido lugar mucho antes de la formación del capitalismo, mediante la
violencia masculina organizada, y que alcanza su grado pleno de sofisticación cuando se
institucionaliza y naturaliza en la cultura. Es el momento que Engels identificó como el de la
instauración del derecho paterno y de la patrilinealidad de la herencia, y al que llamó “la gran
derrota histórica del sexo femenino”. (Engels, 2003: 56)
Pero, retomemos la crítica. Si, en el capitalismo, “la existencia del obrero está reducida a la
condición de existencia de cualquier otra mercancía”. ¿A qué queda reducida la existencia de las
mujeres cuyo trabajo no es remunerado ni por el obrero ni por el capitalista? ¿Es esclava? ¿Es
sierva? ¿Cómo se define a este factor que produce y reproduce trabajadores pero no recibe por
ello salario ni renta de la tierra ni posee capital y se le ha arrebatado incluso la autonomía de
decidir sobre su propio cuerpo, así como de dejar huella y nombre en los productos de su cuerpo:
sus propias hijas e hijos?
El papel del trabajo de las mujeres en el capitalismo –de su función, valor y precio- quedó “en la
abstracción”, como diría Marx, fue invisibilizado tanto por el liberalismo clásico como por la
economía política marxista. La relación entre la economía doméstica y el capitalismo, quedó
igualmente sin examen, excepto por marxistas críticos prácticamente olvidados, como Claude
Meillaseux (1978).
6
Es el mismo modelo que seguirá también, a finales del siglo XIX, el teórico de la escuela marginalista o neoclásico, Alfred Marshall, cuando recuperó de Smith la idea de que en el cálculo del salario mínimo se incluyera un
“salario familiar” que se pagara a los hombres y que fuera equivalente al costo de mantenimiento de la esposa y los
hijos. Con esta y otras iniciativas Marshall buscó desalentar la participación de las mujeres en el mercado laboral y
fortalecer la relación de poder patriarcal en el seno de la familia. Por ejemplo, en 1896, Marshall también abogó
porque no se concedieran títulos académicos a las mujeres en la Universidad de Cambridge. (Gardiner, 1999: 74 y
75)
13
A esto contribuyó el sesgo teleológico del materialismo histórico, pues, igual que el liberalismo,
cree ver en lo que llamamos “historia”, la idea de “progreso”, en el sentido de una progresión
cualitativa –es decir, en la que un modo de producción se extingue y da paso a otro que es
sintéticamente “superior” en una suerte de “avance” cualitativo dialéctico.
Según esta idea, primero fue el modo de producción esclavista, luego el feudal, luego el
capitalista, y se proyecta como fin de la historia al comunismo o la sociedad sin clases. Pero esta
visión es contradictoria con el hecho real de que modos de producción distintos coexisten
simultánea pero también necesariamente: la economía doméstica, basada en el trabajo gratuito de
mujeres, sustenta cada uno de los cambios en los modos de producción definidos por Marx, y
continúa presente en el capitalismo “post-industrial”.
Es más, como el propio Bernanke reconoce implícitamente para el caso estadounidense, el
capitalismo no podría existir sin ese trabajo gratuito, hoy por hoy realizado mayoritariamente por
mujeres, en la reproducción de la fuerza de trabajo que será intercambiada en el mercado: la
participación de las mujeres en el mercado de trabajo remunerado tiene un límite dictado por esa
necesidad de contar con un cierto número de “amas de casa”, límite que no existe para los
hombres, esto es, para el “trabajador libre” del capitalismo.
De modo que, si bien es cierto que el “proletario” es explotado por el burgués, quien le “roba” una parte
del salario que le corresponde por el valor producido (plusvalía), en el modelo típico el obrero y el
burgués extraen una plusvalía (simple, el primero, doble, el segundo) del trabajo no pagado que las
mujeres realizan en la producción y reproducción de la fuerza de trabajo, pero que, además, ni siquiera es
reconocido por la ciencia económica ortodoxa como trabajo creador de valor y que, a lo más, es pagado
simbólicamente con amor romántico y reconocimientos que encubren prescripciones sociales, como “El
Día de la Madre”.
Si la Iglesia Católica antigua condenaba el cobro de interés que produjera usura, entendida como
lucro, es decir, como la extracción de un valor superior al equivalente prestado, incluido el costo
de oportunidad y de la depreciación en caso de no pagarse el préstamo a tiempo, es claro que la
extracción de plusvalía, cualquier forma que esta tome, y su equivalente virtual, el interés, es un
acto antiético incluso cuando sea consensuado.
Se me dirá que en un matrimonio que cumpla con la típica división sexual del trabajo existe
“consentimiento informado”. Puedo contra-argumentar que en una relación laboral entre un
capitalista y un obrero, también. Y sin embargo, también sabemos que ciertos consentimientos o
consensos se dan y existen porque no queda más remedio. Se me dirá que el proletario que se
14
identifica con los intereses de su patrón está alienado, no tiene conciencia de clase, esto es,
conciencia de su propia explotación y que, en todo caso, actúa así por sobrevivir en una
correlación de fuerzas desfavorable. Lo mismo podría decirse de la clase de las “amas de casa”.
3. El dilema de la economía política sexual y de los géneros está en el centro del
problema y de la solución
Estamos ya en capacidad de volver a los factores estructurales influyentes en la crisis reciente del
sistema productivo estadounidense. El primero, según Bernanke, es que el incremento en la
participación laboral de las mujeres estadounidenses habría alcanzado ya su tope. Y el segundo,
estrictamente ligado al primero, que la generación del llamado baby boom comienza a jubilarse,
sin que se espere un incremento en las tasas de reposición demográfica, debido a decisiones
culturales.
Es decir, que ambos factores estructurales de la reciente crisis en la economía real
estadounidense, tienen como protagonistas a las mujeres y ponen en cuestión al sistema
tradicional de los géneros.
En el primer caso, porque al incrementarse de manera creciente la participación de las mujeres en
el mercado de trabajo, pero también al ser ellas cada vez más educadas y capacitadas, no solo en
EE.UU sino en el mundo entero, se ha producido un cambio cultural y también demográfico:
cada vez más mujeres postergan la maternidad y la subordinan a otras metas existenciales, como
educarse, trabajar y ganar dinero, comprar una casa, viajar, divertirse y “vivir bien”, o la
rechazan del todo, no quieren ser “amas de casa” como lo fueron sus propias madres. Y esto, a su
vez, está produciendo un cambio demográfico: la tasa neta de fecundidad está al nivel o incluso
por debajo de la tasa de reposición, como ya ocurrió en Costa Rica en el 2007. Por lo tanto,
mientras las y los infantes que nacieron en la generación del llamado baby boom han envejecido
y salen de la fuerza laboral –se jubilan-, las decisiones culturales que están tomando
principalmente las mujeres, no garantizan que esa fuerza laboral pueda ser repuesta con nuevas
generaciones.
Pero, igualmente importante, el jefe de la FED también está reconociendo que el capitalismo
estadounidense actual necesitaría de más mujeres trabajando remuneradamente o, en todo caso,
de una fuerza de trabajo más numerosa (y ya sabemos de sus restricciones migratorias), para
atender la demanda global en tiempos de actividad económica de pleno empleo.
15
Esto significa que el “pacto” sexual implícito en el modelo típico de “burgués y proletario” y de
“proletario-proveedor-con-esposa-trabajadora doméstica gratuita-productora de prole para
intercambiar en el mercado”, del capitalismo industrial, ya no da para más. Y no da para más por
“decisiones culturales”, porque crecientemente las mujeres no quieren ser “amas de casa” y tener
prole y reproducirla como su sentido fundamental en la vida, sino que quieren ser autónomas
económicamente para poder decidir más libremente qué hacer de sus vidas. Y los avances
feministas logrados por las mujeres en sus diferentes luchas han producido una transformación
cultural que a su vez transforma a la economía. Es decir, que no solo es el ser social el que
determina la conciencia, sino también la conciencia la que determina el ser social en un
movimiento concatenado, multidimensional y no causal.
¿Quién se encargará, entonces, de la producción y reproducción gratuita de la fuerza de trabajo
necesaria para el mercado y, con ello, de abaratar el costo de los salarios? ¿Podrá la revolución
científica y tecnológica proveer el incremento en la productividad que se requiere para
compensar la limitada oferta laboral?
He aquí un nudo gordiano que enfrentan, en mayor o menor medida, las economías reales del
capitalismo contemporáneo. Y como está reiterando la crisis actual, el truco de espada que el
sistema tiene regularmente en su repertorio para resolver las crisis de sobreproducción y de
acumulación, es la destrucción de puestos de trabajo, que en el caso actual adquiere proporciones
espeluznantes debido, también, a la extraordinaria, pero en buena medida artificial demanda que
coadyuvó a la creación de esos nuevos puestos de trabajo.
Lo cierto es que no se puede seguir analizando la economía únicamente como “modo de
producción” en sentido clásico, cuya caracterización depende del lugar que ocupen los actores en
cuanto a la propiedad o no de los medios de producción, sino también en cuanto a quiénes, cómo
y a qué precio se hacen socialmente cargo de producir y reproducir a la fuerza de trabajo, lo cual
implica analizar la economía según el lugar que en ella ocupan los hombres y las mujeres.
Simultáneamente, las economistas feministas están estudiando el fenómeno por el cual, en la
globalización actual, la “exportación” masiva de mujeres migrantes de los países más pobres
hacia los de mayor desarrollo industrial y de mayores ingresos, para trabajar como empleadas
domésticas remuneradas, contribuye a sustentar las economías de esos países y a abaratar sus
propios costos de reproducción mientras, simultáneamente, contribuye a estabilizar tanto el
16
entorno macroeconómico de sus países de origen, mediante la importación de remesas, como a
mitigar la pobreza.
Por supuesto, la exportación de esta clase de fuerza de trabajo implica que, gracias a las
trabajadoras domésticas migrantes, muchos hogares pudientes en los países industrializados
pueden seguir viviendo el paradigma de la familia nuclear, mientras que las propias mujeres
migrantes viven en culpa y con el dolor de tener divididas a sus propias familias.
La hipótesis que quiero plantear, entonces, es que –según es consenso ya- la usura causante de la
crisis financiera (expresada en la política de laissez faire, laissez passer neoliberal en tanto
opción ética de las autoridades económicas, pero también como simple y directa corrupción
empresarial, así como de quienes apostaron a lucrar con la usura del sistema, trabajadores
incluidos) no solo está en el sector especulativo y virtual (del valor como abstracción) de la
economía, sino también en el sector real, mediante la extracción de trabajo gratuito,
principalmente de las mujeres, con su consentimiento, mediante los complejos mecanismos de la
violencia simbólica. Esta, según la clara y útil definición de Bourdieu, consiste en ejercer la
dominación con el consentimiento de los dominados en tanto desconocen que están
contribuyendo a ser objeto de tal dominación. (Bourdieu et al, 1995).
Y, sin embargo, este desconocimiento de las mujeres está cambiando y, con ello, el paradigma de
desarrollo capitalista adoptado a raíz de la crisis económica mundial de la segunda mitad de los
años 70 del siglo XX, pero con mayor claridad con el modelo económico iniciado en la década
de los años 80 del siglo XX y que estaría llegando a su final con la actual crisis.
Como he propuesto en otro trabajo (Flórez-Estrada, 2009), lo fundamental de este cambio de
paradigma es que se ha roto el pacto sexual y social sobre el que se construyó el capitalismo de
la posguerra. Mientras que después de la Segunda Guerra Mundial -y de la Guerra Civil de 1948,
en el caso de Costa Rica-, se fundó la Segunda República sobre la base de un pacto social –que a
su vez llevaba un pacto sexual implícito- por el cual Estado, patronos y trabajadores garantizaban
tripartitamente la provisión de garantías sociales o de ese “salario familiar” suficiente para la
reproducción del trabajador (literalmente) y de su familia, a lo largo de sus vidas (la promesa del
Estado del Bienestar), con la puesta en efecto del nuevo modelo aperturista y exportador, en la
década de los 80 del siglo XX, el viejo pacto comenzó a fracturarse.
La decisión política de realizar cambios estructurales en el sentido de retirar al Estado de la
economía –desmontar el “Estado empresario”, en el caso costarricense- y ampliar el espacio para
17
el sector privado, unido al abaratamiento del costo de la fuerza de trabajo, mediante el ataque a
los salarios mínimos -se redujeron de 400 a 90 las categorías ocupacionales para las que el
Consejo Nacional de Salarios fijaba montos mínimos (Lizano, 1999:80),7 y se garantizó “a los
asalariados” (literalmente) un salario mínimo que les permitiera adquirir una “canasta básica
salarial” que cubría “apenas una tercera parte de los bienes y servicios tomados en cuenta para
calcular el Índice de Precios al Consumidor”. (Lizano, 1999: 77-78) 8-, tuvo un impacto en los
ingresos de los hogares, que provocó el efecto de “trabajador añadido”, esto es, que los hogares
no pudieran subsistir con un solo proveedor, y este trabajo remunerado adicional fue y todavía es
provisto principalmente por las mujeres.
Esto quiere decir que el viejo pacto sexual y social se rompió y que aquella crisis se zanjó
mediante la sustitución del “salario familiar” por el salario individual, de modo que mientras el
capital y los trabajadores seguirían obteniendo plusvalía del trabajo gratuito de las mujeres en la
reproducción de la fuerza de trabajo socialmente necesaria para el mercado, los hogares ya no
podrían subsistir únicamente con un proveedor, sino con dos, y con la sobreexplotación del
trabajo (doméstico gratuito y remunerado) de las mujeres.
La expresión económica más directa de este cambio paradigmático fue, como dije, un ataque a
los salarios mínimos. El siguiente gráfico muestra que, mientras que bajo el modelo anterior
Costa Rica tuvo una política pública de salarios mínimos crecientes, desde la crisis de comienzos
de los 80 del siglo XX, pero con mayor claridad desde la puesta en marcha de las reformas
estructurales del modelo neoliberal, los salarios mínimos se estancaron.9
7
Según Gindling y Terrel (2006), citados por la OIT, Costa Rica pasó de 520 categorías fijadas por ocupación,
calificación y sector industrial, en 1987, a 19 categorías determinadas por educación y calificación únicamente, en
1997. (OIT, 2008:13)
8
El mismo autor, y Presidente del Banco Central a lo largo del período de las reformas, explica que superada la
crisis, progresivamente se aumentaron los productos incluidos en la canasta básica y que podían ser adquiridos con
el salario mínimo, hasta tomar como referencia al IPC.
9
Agradezco a Juan Diego Trejos su generosidad de facilitarme esta serie.
18
Fuente: Cálculos Juan Diego Trejos con base en información oficial y Laure (1990).
Notas: Promedio mensual del año. Encadenamiento realizado por Juan Diego Trejos. El IPC del 2005 estimado a partir de
agosto según promedio mensual del año. De 1950 a 1957 corresponde al salario más bajo de los decretos (Laure, 1990). A
partir de 1958 se toma del artículo 2 de los decretos. Promedio anual corresponde a un promedio ponderado según días (1950 1957) o meses (1958 en adelante) en que estuvo vigente cada decreto.
En adelante, para una gran mayoría de hogares, la identidad masculina y la autoridad patriarcal
ya no se podrían construir en torno a la función del “proveedor”, ni las mujeres podrían vivir en
el estado de abstracción de las “amas de casa”, sino que, además de cumplir con el trabajo
doméstico no remunerado, tendrían que salir del claustro doméstico a trabajar remuneradamente
y a convertirse en agentes económicas. El paradigma clásico del homo economicus comenzaría a
enfrentar los dilemas y desafíos de la mulier economicus, lo cual, en términos de la división
sexual del trabajo nos coloca en un escenario más parecido –por supuesto, salvando las
diferencias- al mundo del capitalismo preindustrial, en el cual la distinción hombre
proveedor/mujer “ama de casa” era más difusa. 10
Sin embargo, como esta crisis ha hecho evidente para el caso estadounidense, tampoco la
incorporación de las mujeres al mercado de trabajo es suficiente para garantizar la acumulación
del capital y, a la vez, los avances culturales logrados por ellas colocan en serios aprietos al
sistema.
Nos encontramos, pues, ante la necesidad de cambiar de paradigma, no solo en términos de
Sobre el mito de la “mujer trabajadora” del capitalismo industrial puede verse el excelente trabajo de Scott
(2000).
10
19
“modelo de desarrollo”, sino en cuanto al orden sexual tradicional, pues es bastante dudoso que,
tras la destrucción masiva de empleos, las mujeres que se han educado y capacitado y que
quieren ser autónomas económicamente, a través del trabajo remunerado, acepten volver al viejo
rol de “amas de casa” y cerrar sus horizontes a los que muestra la ventana de su casa, incluso si
esta se ubica en un confortable barrio residencial de clase media.
Y, a no dudar, debido a los prejuicios androcéntricos, los empleos de las mujeres corren, en la
actualidad, mayor peligro que los de los hombres, en la medida que en épocas de alto desempleo
se tiende a dar preferencia al supuesto “proveedor” al tiempo que -con ese criterio de
“eficiencia” marginalista- se quiere devolver a las mujeres al ámbito de la economía doméstica.11
Pero, ya no se puede ignorar la profundidad de los cambios que están ocurriendo en el orden
sexual: a pesar de las amenazas que enfrentan las mujeres en cuanto a su derecho al trabajo y a
la autonomía económica, y si bien con la presente crisis estamos viendo la facilidad con que el
capitalismo puede destruir millones de empleos en nombre de la acumulación, es dudoso que el
sistema pueda revertir, con la misma facilidad, los cambios culturales que están afectando al
tradicional sistema de géneros.
4. El cambio de paradigma: la crisis como oportunidad
La crisis, afirmé al comienzo, obliga a cambiar de paradigma en muchos sentidos: ambiental,
porque la ecología del planeta no resiste más una producción organizada a partir del uso de
recursos que lo trastornan hasta un punto peligroso y de un consumo muchas veces irracional y
artificialmente construido, en nombre de la ganancia; financiero, porque la cowboyada que hizo
Estados Unidos en la economía virtual abusando de su hegemonía militar, pero también
monetaria, ha dañado al conjunto de la economía globalizada; en la economía real, porque con la
destrucción de empleos en todo el mundo, se agrava el problema de la pobreza y se amenaza la
“paz social” requerida por el propio capital para acumular; ético, porque la crisis ha demostrado
que el laissez faire, laissez passer en busca de lucro -el viejo problema de la usura-, atenta contra
los derechos humanos, que son la base de la modernidad occidental a la que, hasta donde
11
La OIT estimaba que, en 2009, la tasa de desempleo mundial de las mujeres podría aumentar hasta 7,4 por ciento,
comparada con 7,0 por ciento la de los hombres. (OIT, 2009). Sin embargo, en Costa Rica, según la Encuesta de
Hogares de Propósitos Múltiples, en 2008, antes de la crisis, el desempleo de las mujeres ya alcanzaba 6,2% frente
al 4,2% de los hombres.
20
sabemos, no se quiere renunciar. Pero, también y sobre todo, impone la necesidad de un cambio
cultural que transforme el orden social construido a partir de la jerarquía sexual y de su
consecuente división sexual del trabajo, que sobreexplota de manera naturalizada a la mitad de la
humanidad, que son las mujeres.
Todas estas dimensiones están, por supuesto, interrelacionadas y se alimentan las unas de las
otras. Y nos encontramos ante un escenario inédito que obliga a reflexionar y proponer salidas
creativas y que por eso mismo exigen valentía.
Mientras los países con mayor poder reconfiguran las regulaciones monetarias y financieras, de
modo que no pueda ocurrir otra debacle como la actual en la economía especulativa (pues es
poco probable que lo sucedido ponga sobre la mesa el tan necesario debate sobre la usura);
mientras los jefes de los organismos multilaterales y las autoridades monetarias nacionales se
señalan responsabilidades entre sí (porque lo cierto es que hasta ahora se ponen serios en cuanto
a acabar con la banca off shore y los paraísos fiscales, incluida Costa Rica), pongámosle
atención a cómo se puede potenciar la economía real para crear más empleos, para hombres y
mujeres, y para dotarles de condiciones que les impidan caer en la pobreza como consecuencia
de esta crisis.
¿Por qué no comenzar por reconocer que la reproducción de la fuerza de trabajo, y el cuido de la
infancia y de las personas adultas mayores es una responsabilidad que debe ser atendida
socialmente?
La banca pública y semi-pública, y las municipalidades, podrían promover y brindar capital
semilla a cooperativas y/o empresas que, en una primera instancia, seguramente terminarán
estando integradas mayoritariamente por mujeres y por personas adultas mayores, para crear una
oferta diversa de cuido tanto de infantes como de otras personas adultas mayores o dependientes,
que esté dirigida a distintos segmentos socio económicos de la población, y que darían empleo a
una variedad de profesionales y otro personal capacitado.
Lo anterior, independientemente de que la sociedad en su conjunto debería reconocer y valorar
monetariamente el trabajo socialmente necesario que realizan las “amas o amos de casa”
(esperamos que progresivamente esta sea una responsabilidad asumida tanto por hombres como
por mujeres), y pagarlo de una forma u otra. Además, estas personas deberían tener derecho a
una pensión y cotizar para ello en función de la paga que socialmente se les asigne por este
trabajo.
21
La crisis también ha puesto en el centro de la discusión la necesidad de fortalecer la producción
de alimentos y la seguridad alimentaria de los países pobres, como los centroamericanos. Parece
haber llegado la hora de volver a enfatizar en el “desarrollo hacia adentro”, sin que esto
signifique cerrarse al comercio internacional. Por eso mismo, ya es hora de que la banca pública
y privada y los movimientos cooperativos revisen sus políticas androcéntricas en el otorgamiento
de facilidades de crédito, títulos de propiedad y apoyo técnico.
¿Y qué decir de la sobrecarga de trabajo que tienen las madres que deben responsabilizarse de
que los subsidios directos de los programas de transferencias condicionadas lleguen a su destino
y cumplan su finalidad? Estas madres deberían recibir un pago que reconozca este trabajo, que
no solo garantiza la capacitación inicial de la futura fuerza de trabajo, sino que ahorra dinero al
Estado porque le evita realizar la mitad de la tarea para que el programa sea eficiente.
Mundialmente se reconoce que la productividad del país sería mayor y los sistemas de seguridad
social serían más solventes si las mujeres se convirtieran en agentes económicas en igualdad de
condiciones que los hombres. Empecemos por reconocer y pagar el trabajo que ya hacen y
construyamos las condiciones para que todos los seres humanos tengan acceso al poder y la
autonomía que dan la capacidad de tener acceso a bienes y servicios, y a intercambiarlos. Y, por
supuesto, saquemos a discusión el viejo problema de la usura, pues es necesario definir si el
nuevo modelo de sociedad que queremos construir sobre las cenizas que deje esta crisis, tendrá
como propósito el lucro sin límites o una perspectiva más modesta, pero más real, que vaya
asegurando el bienestar conjunto.
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