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La dignidad de los vencidos; por Alejandro Oliveros
Alejandro Oliveros · Saturday, June 13th, 2015
Aquiles pelea con Héctor. Escena en una vasija para mezclar vino y agua hecha en
Atenas entre el 500 y 480 a. C.
No conozco muy bien las razones, pero tengo muchos años que no releo a Borges. Lo
último, sus estudios sobre Dante, lo leí a finales del siglo pasado. Antes de eso,
recuerdo mi fanatismo por todo lo que escribía el argentino. Un sentimiento que me
hizo viajar a Nueva York, en diciembre de 1969, para tratar de conocerlo durante una
presentación suya en L”, como se llamaba el local de la amiga bonaerense Marta
Fernández en el East Side de Manhattan. Por un error en el cable de UPI, llegué con
dos días de retraso.
Para no parecer ingrato, sin embargo, debo agregar que tengo esas lecturas juveniles
como una de las grandes experiencias literarias de mi carrera como poeta y escritor.
No es mucho lo que conservo en la memoria de todo lo que leí, versos aislados de una
lírica que Guillermo Sucre me ayudó a entender (“Si como dice el griego en el
Cratilo/el nombre es arquetipo de la cosa, /en las letras de rosa está la rosa y todo el
Nilo en la palabra Nilo”). Tal vez sea el asunto de varias de sus Ficciones y aisladas
opiniones sobre sus escritores preferidos. Pero si tuviera que escoger una sola de sus
citas citables, seleccionaría aquella que no sé cuándo dijo ni dónde en la que se refiere
a la “dignidad de los vencidos”, ese atributo que nunca le arrebatarán a los
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derrotados.
No sé si todos los vencidos son tan “dignos” como sugiere la frase. Sospecho que no.
También sospecho que al autor se le ocurrió lo que dijo después de leer (o releer) el
recuento que, de la Guerra del Peloponeso, escribió Tucidides en el siglo IV a. C.
*
Para no pocos ilustres especialistas (como von Ranke, como Canfora) sería Tucídides
el creador de la historiografía moderna. Su insistencia en que la historia era cosa de
hombres y no de intervenciones sobrenaturales, así como su convicción de que los
testigos de primera mano eran la mejor fuente de la crónica, lo señalan como fundador
de lo que algunos quieren definir como ciencia. Su realismo es el mismo de
Maquiavelo: nada de leyendas ni de poesía aquí. El propio anti-Homero. El más ateo
de todos los historiadores, antes del autor de El Príncipe. Nietzsche, quien lo leyó de
joven en griego y más tarde en alemán, lo utilizaba como antídoto ante los excesos del
idealismo platónico. No es un autor para lectores de historia: es un historiador para
profesionales, del mismo modo que Poussin es un pintor para pintores. El verdadero
precursor de Gibbon, el primero en acudir a la ironía para distanciarse de los sucesos
de la narrativa. Escéptico y con la aspiración a ser siempre objetivo, una empresa
improbable, incluso para talentos como el suyo, o el de Herodoto.
Toda su obra se limita a un solo libro: su Historia de la Guerra del Peloponeso una
ambiciosa crónica del insensato enfrentamiento entre Atenas y Esparta que terminó
con la caída de la ciudad de Sócrates.
El Quinto Libro de La guerra del Peloponeso concluye con un diálogo entre las
autoridades de la isla de Melos y las de Atenas. El “terrible diálogo”, como lo llamó
Nietszche. Los emisarios de la flota ateniense, en ese momento empeñada en una
guerra contra Esparta, conminan a los insulares a rendirse a la voluntad del imperio
ático, convertirse en su aliada y pagar tributo. El episodio tiene el suspenso de las
grandes aventura épicas. ¿Qué van a responder los melios, ante la clara superioridad
del ejercito invasor? Conocen al enemigo y saben que la rendición terminaría en
esclavitud. Pero la victoria frente a los atenienses no es probable: se trata de una de
las grandes potencias militares del Mediterráneo, esa que encabezó en tres
oportunidades la victoria sobre el infinito ejercito persa.
La esperanza de los melios consiste en la ayuda de los espartanos; esperanza vana por
las distancias y porque, fatalmente, el dominio del mar es ateniense. La respuesta
melia es inapelable:
“No privaremos de la libertad en un instante a una ciudad fundada hace
setecientos años”
Los atenienses son atenienses y buenos sofistas. Y así quieren convencer a los
asediados de las poco obvias ventajas de convertirse en vasallos:
“Porque les sería provechoso que se sometieran antes de sufrir lo más
terrible, y nosotros saldríamos ganando si no los destruimos”
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A la paradójica lógica ateniense, eso de que someterse y verse privado de la libertad
es algo altamente recomendable, los melios responden con lucidez y coraje. Una
actitud admirable, tanto como detestable es la de los atenienses, expresión de una
desbordada hibris que será la verdadera causa de la caída del imperio de Pericles. En
su comentario al Libro Quinto, Luciano Canfora parece tener razón cuando escribe
que se trata de una “teorización del valor universal de la ley del más fuerte”.
El diálogo, leído y estudiado en las aulas de Oxford y Cambridge, servirá como
fundamento a los desmanes del imperio británico y los demás imperios europeos del
XIX. Lo que cuenta Tucídides es la primera justificación, el primer intento de legitimar
la separación de la política de la moral. El imperio ateniense, tal como se presenta en
el Libro Quinto, no es menos despiadado que los imperios bárbaros. Lo bueno y lo
malo como categorías se desdibujan. A la hora de ejercer el poder, Atenas, como
cualquier país bananero o azucarero o petrolero del XX- XXI, dejó de lado los fines
últimos de la republica para subordinarlos a la permanencia de un partido en el poder.
Algunos fragmentos del “terrible diálogo”:
MELIOS: ¿Cómo puede ser provechoso para nosotros ser esclavos de
ustedes?
ATENIENSES: […] porque es preferible ser esclavos que sufrir todos los
males y daños que les puede ocasionar la guerra. Y para nosotros porque es
mejor gobernarlos y tenerlos por esclavos que matarlos y destruirlos.
MELIOS: ¿Y no les parece bien que nos mantengamos neutrales, sin unirnos
ni a una parte ni a la otra y que quedemos como amigos en lugar de
enemigos?
ATENIENSES: En modo alguno, porque más daño nos haría tenerlos como
amigos que como enemigos; porque si los tomamos como amigos por temor,
sería una señal de debilidad […] Las fuerzas de ustedes son inferiores a las
nuestras […] Por lo tanto, es mejor que se preocupen por sus vidas y no
resistirse a los más fuertes y poderosos.
MELIOS: Es cierto […] pero también lo es que el que se somete a otro ya no
tiene esperanzas de libertad, mientras que el que se defiende nunca deja de
tenerlas.
Y estos son los últimos parlamentos del diálogo:
MELIOS: Varones atenienses, no cambiaremos de parecer ni deseamos
perder una libertad de setecientos años que con la ayuda de los lacedemonios
pensamos mantener. Aunque todavía les proponemos conservar la amistad,
saliendo ustedes de nuestras tierras y dejándonos libres y en paz.
ATENIENSES: Entre todos los que conocemos, sólo ustedes consideran más
seguro el futuro que el presente y toman por seguro lo que no ha ocurrido,
entregándose a los lacedemonios, a la esperanza y la fortuna, lo cual será la
causa de vuestra pérdida y ruina.
La ayuda nunca llegaría. Y esto fue lo que ocurrió, de acuerdo con Tucídides,
ciudadano libre de Atenas:
“Los sitiados, a causa de motines y traiciones, se entregaron a merced de los
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atenienses, los cuales mandaron a ejecutar a todos los melios adultos y
jóvenes mayores de catorce años, y los niños y mujeres fueron vendidos como
esclavos”
El Libro Quinto es uno de los grandes testimonios de la tribu humana. El aterrador
intento de justificar el abuso de poder. La detestable arrogancia de quien no ejerce el
gobierno de modo crítico. La fascinación del rol de conquistador. Y así. Como agrega
Canfora, esta sección de la Historia de Tucídides va más allá de la situación concreta y
se convierte en el “diálogo entre la víctima y su verdugo”.
Joseph Conrad, buen lector de los griegos, seguro estaba pensando en este episodio
cuando escribió los desenlaces de Victoria y Lord Jim. También Borges, cuando se le
ocurrió aquella frase sobre “la dignidad de los vencidos” que retengo en la memoria
desde mi primera lectura, frase que me impresionó tanto como para viajar hasta
Nueva York, en el invierno de 1969, en un frustrado proyecto para conocerlo.
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