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"El pensamiento de Gabriel Marcel"
(Revista de la Universidad de Costa Rica, 16 (San José, CR), 1958)
(Este trabajo resultó de la transcripción de una lección magistral en el curso de Fundamentos de Filosofía
del Departamento de Estudios Generales, lo que explica su estilo marcadamente conversacional).
Claudio Gutiérrez
Gabriel Marcel nació en 1889, en París. Sus estudios de filosofía los realizó en
la Sorbona y los concluyó al cumplir 20 años. Su vida se ha dedicado a dos
tipos de actividades: en primer lugar, a la libre investigación filosófica; la
enseñanza de la filosofía la ha practicado muy poco, sólo ocasionalmente; en
segundo lugar, al teatro y a la crítica literaria. Del pensamiento de Marcel dice
su compatriota Etienne Gilson que es el más directo y el más nuevo de nuestra
época. Si quisiéramos darle un calificativo, en primer lugar nos es imposible
usar el de existencialismo, porque el mismo Marcel nos desautoriza. Marcel
insiste en que a él no se le puede calificar de existencialista. También rechaza
el calificativo de personalismo, diciendo que de la persona se habla sólo
cuando ya no se cree en la persona, y que él cree en la persona. Si le
preguntáramos al mismo Marcel él nos diría que el calificativo que más le
agrada (no le agrada ninguno, pero el que menos le desagrada) es el de neosocratismo y si se quiere neo-socratismo cristiano. Yo me voy a permitir decir
aquí que un calificativo que le va bien al pensamiento de Marcel es el de
"doctrina de la participación"; ya veremos en lo que seguirá por qué es que
considero que le calza bien ese nombre.
Marcel ha dedicado su vida al teatro, entiéndase, a escribir obras de teatro,
también a escenificarlas. Para Marcel, la obra de teatro que él hace, tiene un
sentido de fenomenología de las relaciones personales, Fenomenología quiere
decir el método de conocimiento que trata de describir, en forma racional, el
conjunto de manifestaciones de aquello que en su propio ser permanece
oculto; y en el caso del teatro, una fenomenología vendría a ser la descripción
racional de situaciones personales, de situaciones de personas que en cuanto
tales quedan ocultos, su ser nos es ajeno en alguna forma, no podemos
abarcarlo. Para Marcel, los personajes de teatro son personas, en un sentido
muy propio, y conservan por eso una enorme autonomía, incluso frente al autor
mismo; de tal manera que Marcel se limita a crearlos y ellos actúan, hasta tal
punto –y esto parecerá un poco extraordinario– que las obras filosóficas de
Marcel, en una gran cantidad de casos, se han originado como reflexiones a
posteriori sobre las situaciones vitales que él ha presentado en el teatro; o sea
que, Marcel dramaturgo crea un personaje y dejándolo vivir en una forma
autónoma; después el Marcel filósofo medita sobre estas actuaciones de los
personajes y de ahí sale un libro de filosofía. Esto es importante subrayarlo
para aclararnos que el teatro de Marcel no es un teatro de tesis, o sea, no es
un teatro hecho con el fin de adoctrinar o de defender una determinada
posición filosófica. El mismo Marcel nos dice que sus personajes son vidas
corrientes, son hombres corrientes, con una única diferencia con respecto a
todos los hombres corrientes que conocemos: que tienen un sentido agudo de
la auto-conciencia, son personas que se nos representan como especialmente
transparentes para ellas mismas, de tal modo que se dan cuenta de que están
actuando en determinada forma, aunque nunca puedan ellos mismos justificar
sus actuaciones, porque, si las personas o los personajes de teatro son
misteriosos, son inabarcables, lo son incluso, en primer lugar, para ellos
mismos. De ahí entonces esta observación de que el teatro en Marcel se nos
presenta como una fenomenología, es decir, como un intento de describir el ser
oculto por su manifestación, o sea, por sus actuaciones, sus opiniones sobre sí
mismo y sus propias actuaciones y las actuaciones de los demás. Dentro de la
doctrina de participación –como he calificado la posición general de Marcel– el
teatro representa, sobre todo, el aspecto negativo. La felicidad, o sea el
aspecto positivo de la participación, no se presta para expresarla en una obra
de teatro; es al contrario, la tragedia, el drama, la dificultad, la que nos da
material –se lo da a Marcel– para una obra de teatro. Entonces, esta
fenomenología de las relaciones personales se ejerce, a través del teatro, en
una forma negativa; lo que nos va a describir racionalmente Marcel ahí son las
apariencias o las manifestaciones de sucesos negativos en la participación, por
ejemplo, de las dificultades de los seres para encontrarse, para comunicar,
dificultades que se deben o al orgullo, o a una fidelidad mal entendida, o a la
traición, a la dureza de corazón, todas estas situaciones que pueden llevar a
dos seres a no comunicar, a no participar de una vida en común.
Pero no es en la reflexión filosófica, ni en el teatro, donde Marcel expresa mejor
su intimidad; no es escribiendo obras filosóficas, ni libretos de teatro, donde él
deja ir la profundidad personal más propia, Esto lo hace en la música. Todos
los días, durante dos o tres horas, él improvisa en el piano, es decir, compone
en una forma ligera, sin preocuparse por grabar en el papel aquellas
composiciones, simplemente como una manifestación de sus sentimientos. El
mismo nos dice en uno de sus libros que, desde muy pequeño, se ha sentido
poseído por un amor apasionado por la música, y que este amor por la música
se traduce, en términos más generales, por un amor incontenible por la
armonía, por la concordia, por la paz. Esta inclinación de Marcel, que él nos
describe como algo ingénito suyo, como algo que trae desde su infancia, lo
lleva en todas sus obras a oponerse a la violencia, casi que en algunas de ellas
nos aparece nítidamente como un pacifista; hay, sobre todo, una de las más
recientes, en que se esfuerza por demostrar el contacto que hay entre la
guerra, es decir la des-armonía, y los principios abstractos que él considera
como los enemigos de la filosofía; o sea, su pasión por la música, por la
armonía, le lleva a una pasión paralela, a la pasión por lo concreto, por aquello
que se ofrece como un todo. La música, además de ser una relación de partes,
es, al mismo tiempo, un todo, una totalidad que se le da al hombre a través de
la contemplación. Y esto también podemos generalizarlo y decir que, lo
concreto, aquello que se opone a esos principios abstractos a que me he
referido, es lo que no se deja separar en partes aisladas, sino que se toma
siempre como una totalidad. Podemos decir, en general, que estos son los dos
motores de la filosofía de Marcel: el amor por la armonía, y la exigencia de lo
concreto. En el fondo no son más que uno solo, porque amar la armonía es
amar lo concreto, no hay armonía abstracta, la armonía siempre se da en el
conjunto real que nosotros encontramos en la existencia. Desde el momento en
que entramos en el plano de las abstracciones, la armonía es negada, porque,
para abstraer algo tengo que separarlo de un conjunto real y ese separarlo de
un conjunto me hace romper la armonía substancial de la cosa, de la realidad.
Estas dos exigencias: la tendencia a la armonía y la tendencia a lo concreto,
las vemos entonces reflejadas en todo el pensamiento de Marcel. Y, antes que
nada, se nos manifiesta en el asistematismo consciente que lo caracteriza; la
filosofía de Marcel es conscientemente asistemática, o sea, Marcel declara que
él no quiere construir un sistema filosófico, que él lo que está realizando es
una, o muchas, o un conjunto, emparentado desde luego, de investigaciones
filosóficas; pero de ninguna manera que él esté edificando o construyendo un
sistema. Se vale de una comparación para señalarnos cuál es la diferencia
entre su intento y el intento de los filósofos sistemáticos, sobre todo de los
racionalistas. Nos dice que el filósofo sistemático lo que quiere es construir una
filosofía, en cambio, él lo que se propone es excavar, de tal manera que no se
trata de edificar, sino más bien de profundizar. Esa profundización es,
entonces, lo que representa la búsqueda filosófica, la investigación filosófica,
que no está predeterminada por un proyecto, hacia una construcción
idealmente adelantada. Aquí, surgen desde luego los problemas para la
filosofía de Marcel, porque si él no quiere hacer una filosofía sistemática lo que
tendrá que ofrecernos es una filosofía concreta; él mismo lo dice así: "mi
filosofía es un intento de filosofía concreta". Pero es que hay algo de
contradictorio en la noción misma de filosofía concreta; lo más normal, lo más
natural, es que liguemos el término de filosofía con el término de abstracción,
sobre todo cuando estamos acostumbrados a tratar con sistemas filosóficos
racionalistas. Es muy difícil lograr una filosofía concreta. Y lo que sucede nos lo
explica muy bien el mismo Marcel; nos dice que la experiencia, aquello que
constituye la vía de acceso a lo concreto, cuando el pensamiento la toca, se
transforma en objetividad, y deja de ser experiencia, deja de ser algo concreto.
La objetividad es el correlato de la ciencia, o el correlato necesario del
pensamiento abstracto; en la medida en que yo pienso algo, que al principio,
antes que yo comenzara a pensarlo, formaba parte de una totalidad mayor, en
el momento en que yo lo pienso se separa de esa totalidad, se abstrae de esa
totalidad para ser objeto, porque objeto es aquello que yo puedo rodear de
alguna manera, y no puedo rodear algo que está integrado a un conjunto; lo
que sucede es que lo concreto siempre está integrado a un conjunto –
recuerden lo que dijimos hace unos momentos sobre la relación entre
concreteidad y armonía–; además, objeto es siempre lo que está delante de mí,
aquello que no tiene un nexo necesario con mi propio ser personal; la
objetividad vale lo mismo cualquiera sea la persona que esté frente a esa
objetividad. Pues bien, en el momento en que pienso, en que yo ejerzo mi
pensamiento, la experiencia, que es tocada por ese pensamiento, se objetiviza,
es decir, se fracciona y se separa de mí al mismo tiempo. Estas serían las dos
características de la objetividad: su fraccionamiento y su estar delante de mí,
distinguiéndose u oponiéndose a mí. Se hace entonces necesario que el
pensamiento adopte una postura diferente, o emprenda lo que podríamos
llamar –con Marcel mismo– una segunda reflexión. La primera reflexión es esa
espontánea que hace que la experiencia se trueque en objetividad; la segunda
reflexión debe ser una reflexión recuperadora, o sea una reflexión que le
devuelva a la experiencia lo que perdió al ser tocada por el pensamiento, dicho
de otra manera, esa armonía con el conjunto, y ese calor de lo ligado
espontáneamente a mí. Esta segunda reflexión recuperadora es
completamente necesaria, dice Marcel; si no la ejercemos, no llegaremos a
filosofar válidamente. Esa armonía, esa concreteidad propia de la experiencia
se pierde por el ejercicio de la primera reflexión, y debe ser recuperada por el
ejercicio de la segunda reflexión. Al cabo de ello encontraremos a la
experiencia transformada o transmutada en pensamiento, y eso es, en
definitiva, la filosofía –nos dice Marcel–, o sea, esa filosofía concreta que él
busca. La filosofía concreta no es otra sino la experiencia transmutada en
pensamiento. Fíjense qué cosa más difícil: la filosofía concreta no es algo
distinto de la experiencia, no es algo que se contraponga a la experiencia,
porque eso sería una filosofía abstracta; no, es más bien la experiencia misma
pero transmutada, transformada, es decir, cambiada su sustancia y hecha
pensamiento; podríamos decir también: la experiencia clarificada o aclarada
por el pensamiento.
Dispuesto así el terreno, o definida así la filosofía, comienza a ejercerse esa
marcha filosófica personal de Marcel, esa investigación, esa excavación en el
terreno de la filosofía concreta. Y, como Descartes, quiere partir Marcel, tal vez
por ser francés también, de un indubitable, de algo que no ofrezca dudas, de
un punto de partida esencialmente sólido. Pero, desde luego, siendo fiel a sus
deseos de concreteidad, ese indubitable de que va a partir su filosofía, no
puede ser abstracto, no puede ser del tipo del indubitable cartesiano, no puede
ser por ejemplo esa afirmación de "pienso, luego existo"; no, porque es
abstracta. El indubitable que busca Marcel tiene que ser un indubitable
existencial, y ese indubitable existencial lo encuentra Marcel en la encarnación,
en el concepto de que somos (o tenemos) un cuerpo. La encarnación no es
sino el hecho –digámoslo así– de que yo tenga cuerpo o sea cuerpo. Pero ante
todo conviene aclarar que esto no es un hecho, porque un hecho es algo que
sucede, algo que me sucede, pero a mí no me sucede el encarnarme; no, sino
que debo encarnarme, o debo suponer que estoy encarnando para que sea
posible que me suceda algo. Es decir, la encarnación es el supuesto metafísico
de los hechos, y ella misma no es un hecho; no hay hechos antes de la
encarnación, los hechos, lo que sucede, lo que pasa, me pasa a mí como ser
encarnado. Pues bien, ese indubitable, ese no poder ir más allá, ese no poder
buscar (recuerden la metáfora de la excavación) un cimiento más profundo ni
más sólido, eso lo encontramos en el concepto de encarnación. Y nos dice
Marcel que, en todo juicio de existencia, es decir siempre que yo califico algo
de existente, se da implícita, sobreentendida, la relación que me une a mí con
mi cuerpo; desde que yo digo que una cosa existe es que la considero, a esa
cosa, religada a mí de alguna manera semejante a cómo mi cuerpo me está
religado a mí. En otras palabras, la encarnación, o el cuerpo, es el mediador
universal de la existencia; la existencia se nos da a través del cuerpo; nosotros
llegamos a palpar la existencia, logramos surgir a la existencia, por el hecho de
que tenemos cuerpo, o, de que somos cuerpo.
Pero aquí se presenta un problema. ¿Cómo explicar, cómo clarificar ese
fenómeno –llamémoslo de alguna manera– de la encarnación? ¿La
encarnación es que yo tengo un cuerpo, o es que yo soy un cuerpo? Y aquí se
plantea el asunto en términos de primera reflexión. Fíjense que ya
comenzamos a aplicar los mismos principios previos –digamos así– de la
metafísica, o de la teoría del conocimiento en este caso, de Marcel. Nos
encontramos con que lo primero que podemos hacer con la encarnación es
aplicarle una reflexión primera; es el primer contacto del entendimiento, del
pensamiento con la experiencia. La experiencia en este caso es una
experiencia particularísima, una experiencia sui generis, porque es la base de
todas las experiencias, o sea, el hecho de que yo tenga (o sea) cuerpo. Sin
embargo, podemos también, a este tipo de experiencia, aplicarle la primera
reflexión, y entonces, nos preguntamos: ¿La encarnación es un tener, o es más
bien un ser? ¿Yo soy mi cuerpo, o yo tengo cuerpo? Si digo que yo tengo
cuerpo, entonces lo que estoy haciendo es planteando el problema de la
encarnación en términos de objetividad; y fíjense qué era esto de objetividad:
objetividad es, ante todo, una distancia que yo pongo entre la cosa, que es el
objeto, y yo, como ser de conocimiento. En el caso de la encarnación, si yo
digo "yo tengo cuerpo", ahí, como Uds. ven, yo me estoy considerando como
algo distinto de mi cuerpo, y estoy considerando a mi cuerpo como algo
separado de mí, pero, por ese mismo hecho ya ese cuerpo no es mi cuerpo,
sino un cuerpo, entre otros. De tal manera que el nexo que me une a mí a mi
cuerpo, ese "mi" de mi cuerpo, es una relación inobjetivable, porque en el
momento en que yo la trato como una relación objetiva entonces yo ya no
puedo entenderla, ya se me desvanece ese particular fenómeno que estoy
tratando de explicar, o sea la encarnación. Lo dice con una frase muy
espectacular Marcel: dice que desde el momento en que yo trato a mi cuerpo
como a un cuerpo cualquiera, (y tengo que tratarlo así al afirmar que yo tengo
un cuerpo, como podría decir que tengo un vestido o que tengo una casa),
desde ese momento yo me exilo al infinito. Es una expresión tan extraña que
realmente significa tomarme a mí mismo y mandarme al infinito para desde ahí
contemplarme a mí mismo, en cuanto ser encarnado, lo cual es radicalmente
imposible.
No puedo plantearme en términos de objetividad la relación entre yo y mi
cuerpo, sencillamente porque soy parte de esa relación, y en el momento en
que la planteo en términos de objetividad estoy excluyéndome de ella para
ponerme al frente –por así decirlo– de la propia relación que trato de examinar.
Vemos cómo entonces fracasa la reflexión primera en esta objetivación o en
este intento de racionalizar esa experiencia básica que es la encarnación.
Surgirá enseguida el otro posible conducto de solución, o sea, si ya no puedo
decir que tengo cuerpo, tal vez pueda decir que soy cuerpo; pero en este caso
ya no es el cuerpo como mío lo que se pierde, sino que me pierdo yo mismo,
porque al identificarme con mi cuerpo ya el mi tampoco tiene sentido en cuanto
yo soy idéntico a un cuerpo. Aquí desembocamos necesariamente en algo más
grave que la objetividad: en la falta absoluta del sujeto. Entonces –nos dice
Marcel– la reflexión segunda no tiene más remedio que decir: "yo soy mi
cuerpo y yo no soy mi cuerpo". Y aquí nos encontramos con algo que parece
ser una contradicción, y que sin embargo no lo es, porque cuando yo llego a
afirmaciones existenciales, profundas, y quiero expresarlas en términos lógicos,
éstos tienen necesariamente que ser contradictorios; o sea, cuando yo ya no
estoy en el plano abstracto, entonces yo no puedo expresar lo que siento o lo
que veo por una sola idea si quiero que ésta sea clara; tengo que elegir entre
presentar una idea oscura (una metáfora) a recurrir a dos ideas claras pero
contrapuestas. Esta es la única manera de dar razón lógica de la existencia:
por medió de la paradoja, de la contradicción. En una obra de teatro uno de los
personajes de Marcel dice: "Sí y no; es la única respuesta cuando estamos
implicados"; o sea, cuando nosotros estamos dentro del problema no podemos
decir simplemente "sí" o simplemente "no", porque lo cierto es que aquel
problema no tiene solución objetiva en la medida en que yo permanezco metido
dentro
de
él.
Y así, llegamos a una distinción capital en la filosofía de Marcel: la distinción
entre problema y misterio (misterio en un sentido filosófico, no necesariamente
en un sentido religioso). ¿Qué es un problema? Problema es una dificultad que
se me presenta a mí en términos de exterioridad completa; o sea, es algo
atravesado en mi camino, que yo de alguna manera puedo rodear, puedo darla
la vuelta o puedo remover, por ejemplo una piedra; una piedra para el
caminante es un problema, porque está ahí arrojada delante. Esa es la
etimología de problema, muy parecido a la etimología de objeto. Pues bien, el
problema es aquél cuyos datos son siempre exteriores, y en consecuencia,
como son exteriores, yo los tengo a la mano, puedo jugar con ellos y extraer de
ellos necesariamente una solución. Misterio, por el contrario, es un problema
que me incluye a mí como uno de sus datos, y en la medida que yo soy uno de
los datos del problema entonces ya no puedo colocarme fuera del problema
para resolverlo. Marcel nos dice, en una forma muy estricta, diría hasta muy
técnica, que misterio es un problema que sobrepasa sus propios datos, o sea,
un problema en el cual los datos no son rodeables, no son manejables por mí
enteramente. Nos dice también –y esto se aplica bastante claramente al caso
de la encarnación– que, en la esfera de lo misterioso, el adentro y el afuera es
una distinción que pierde sentido; en realidad, cuando hablamos de lo
misterioso nos encontramos en una zona en que ya no cabe hablar ni de datos
exteriores ni interiores; hay aquí una zona de ambigüedad fundamental y
ontológica; yo no puedo decir que soy mi cuerpo ni que no lo soy, en cierta
forma lo que yo estoy obligado a decir es ambas cosas: yo soy y no soy mi
cuerpo.
Volviendo al tema de la encarnación, nos encontramos con una distinción
importante cuya enunciación incluso le ha servido a Marcel para título de uno
de sus principales libros: Ser y tener. Fíjense que en la reflexión primera sobre
la encarnación nosotros nos hemos preguntado: "¿Tengo yo un cuerpo?";
fíjense que esta pregunta está ligada a la objetividad; en efecto, lo que yo tengo
es siempre algo objetivo, algo que puedo manejar, que es exterior, por
definición, a mí; como es algo exterior, algo que está ahí enfrente, podemos
decir que es un objeto, o que pertenece a la categoría de los objetos. En
cambio, en la reflexión segunda ya yo me interrogo no por el "tengo" sino por el
"soy", o sea, ya me pregunto por el ser. La reflexión que objetiva es una
reflexión que se mueve en el plano del "tener"; la reflexión que recupera, es
decir, que realcanza aquella concreteidad, aquella armonía, aquella totalidad
perdidas, esa reflexión es una reflexión que corresponde al "ser". El cuerpo, o
la encarnación, no es algo que yo tenga, hemos llegado a esa conclusión; pero
el hecho de que no sea algo que yo tenga, no quiere decir que no esté ligado
directamente con el "haber", con el "tener". En efecto, no es algo que yo tenga,
pero es la base y la raíz de todas mis posibilidades de tener; de hecho, yo
"tengo" a través de mi cuerpo, y por eso el orden del tener es también el orden
de
lo
material.
A Marcel le gusta decir que el orden del tener es el orden de lo inventariable, es
decir, de lo contable, de lo numerable; pero es interesante que no haya
empleado simplemente esta palabra "numerable" o "cuantitativo", sino que dice
"lo inventariable"; aquí esto huele un poco a contabilidad, y es que en efecto,
Marcel le da una gran importancia a la metáfora contable en este orden del
tener, porque lo inventariable es aquello con que yo cuento, no es el sentido de
numerar, sino de contar para poder sobrevivir, (por ejemplo, yo cuento con mi
sueldo, yo cuento con una herencia que me viene, yo cuento con el resultado
de un negocio o de una cosecha). Aquí nos encontramos en el orden de lo
inventariable porque podemos hacer un "inventario" de nuestras posibilidades
de tener, de nuestras cosas efectivamente poseídas, o de las cosas que se nos
ofrecen, de nuestras posibilidades de poseer. Nos dice Marcel que el orden de
lo inventariable es el lugar de la desesperación. Aquí nos encontramos con una
afirmación de fondo, una afirmación ya radicalmente metafísica, dada en las
puertas mismas de la reflexión metafísica. Estamos todavía en el orden
objetivo, estamos colocados en el plano del tener, y ya ahí mismo viene una
afirmación concreta de Marcel: ese orden de lo inventariable es el terreno de la
desesperación. El poseedor, –o sea, yo en cuanto ser encarnado que poseo
cosas– en cierta forma es un ser para el cual su propio ser no se da, no es
visible, hay una opacidad fundamental en la conciencia del poseedor; yo, en
cuanta poseo cosas, no me veo a mí mismo, porque vea las cosas, porque
estoy en una relación de tener y no de ser, y yo no "me tengo" sino que "me
soy", de tal manera que la conciencia está ligada con el ser, y no con el tener;
es decir, la conciencia como conocimiento del propio yo es forma de ser –y no
haber–
del
yo.
Nos dice Marcel que el poseedor es un ser ciego para su propio yo, y esto en la
medida en que permanece atenazado bajo una polaridad esencial del tener, del
orden del tener; es la polaridad entre el extremo del deseo y el extremo del
temor; en la medida en que yo permanezco en el orden del tener, yo estoy
siendo movido por deseo de poseer algo, o temor de perder algo. En ambos
casos este "algo" es contable, es numerable, es inventariable, y entonces, nos
dice Marcel, que de ahí es donde arranca la posibilidad de desesperación, que
estaría expresada en esta frase: "yo he contado (en el sentido de número), y se
que no cuento (en el sentido de recurso) con lo necesario para sobrevivir". Por
ejemplo, yo he contado las cosas que tengo, y he contado las que espero; y he
contado también los temores que tengo, y de ahí resulta, por un balance
contable, que yo no dispongo de lo suficiente para hacer frente a la crisis, que
no puedo subsistir (entiéndase en la vida en un sentido fisiológico o biológico
puramente, o en la vida tal y como yo he querido fabricármela, con cierto
número de comodidades, o de confort). De ahí que, agitado yo entre esos dos
extremos: el temor y el deseo, llegue a desesperar en el momento –y este
momento puede surgir en cualquier época de la vida, o en cualquier estado de
la reflexión– en que veo que no cuento con lo suficiente para sobrevivir. En
cierta forma entonces, el ser del poseedor se reduce al tener, y ese tener –si es
reducido por circunstancias fortuitas y llega a disolverse aunque sea en mi
imaginación– me llevará a la conclusión de que yo no soy, de que he dejado de
ser. Fíjense cómo el hombre se coloca aquí en un plano puramente objetivo y
se cataloga como semejante a las cosas poseídas, de modo que en cierta
forma las cosas poseídas devoran al ser que las posee.
Aquí, entonces, nos encontramos con una liga muy fuerte entre la riqueza, o
sea el orden del tener (y esta riqueza puede ser negativa, puede ser la riqueza
que me falta pero que deseo apasionadamente) y una cierta opacidad interior
del hombre. El hombre que pone su corazón en las riquezas –sea que las
tenga o sea porque no las tenga– está ciego para su propia realidad, es más,
está ciego para toda realidad verdadera, para todo ser verdadero; es un tipo de
hombre que todavía no ha ascendido a la categoría de persona propiamente,
es una pre-persona en realidad. ¿Cuándo es que sucede el surgimiento del
hombre a la personalidad o a la vida personal, o a la vida del ser? Esto sucede
cuando se realiza integralmente la segunda reflexión, y ésta se realiza
precisamente en el momento en que yo despierto a la realidad de que existen
otros seres personales, de que existe el prójimo. El descubrimiento del prójimo
es la puerta de entrada hacia el ser, nos dice Marcel. Recuerden lo que dijimos
al principio sobre el nombre de su doctrina: doctrina de la participación. En la
medida en que el hombre está solo, con sus cosas, con sus temores, con sus
inventarios, no ha despertado a la realidad; despierta a la realidad en el
momento en que se da cuenta de la existencia del otro, y en el momento en
que la existencia del otro le impone a él ciertas responsabilidades; hasta ese
momento no es persona moral, en el sentido propio de la palabra. Se ve aquí
una relación muy directa que se complace Marcel en señalar, entre la pobreza
y la caridad, o sea, entre el amor al prójimo y la no posesión. Esta relación, dice
Marcel, ha sido señalada desde siempre por el Cristianismo. El pobre –y
entiéndase el pobre de espíritu, el que no pone su corazón en las riquezas, ni
positiva ni negativamente, o sea, ni deseándolas ni poseyéndolas
propiamente–, el pobre está más cerca de la realidad porque está más cerca
de los otros, y está más cerca de los otros simplemente porque está
metafísicamente más desocupado, porque las cosas no le absorben, porque el
temor no consume toda su atención: porque está "disponible".
Es entonces esta disponibilidad para el otro, disponibilidad que está ligada con
el "no tener" o con el superar las categorías del tener, es esta disponibilidad la
que nos abre al ser, la que nos abre a la realidad propiamente dicha que
Marcel identifica con la relación interpersonal plena, o sea la participación. Esta
participación implica también, desde luego, un acto de conocimiento, pero ya
no es un acto de conocimiento objetivo, no es ese acto de conocimiento que
separa la cosa conocida, que la pone del otro lado de la calle para verla mejor,
no es eso; el acto de conocimiento que se revela en la participación, no es otro
que la contemplación. Contemplar a un ser es admirarlo como totalidad y no
por partes, es decir, no separándolo, no disgregándolo; aquí la liga entre
armonía y concreteidad es evidente; la contemplación es al mismo tiempo
contemplación de un ser concreto, pero es también contemplación de un ser
total. Dice Marcel que la admiración –que es el tipo principal de contemplación,
por lo menos el que se manifiesta mejor– es un poner en tensión el todo de la
persona frente al todo de la otra persona; hay allí un intercambio de totalidades
–digámoslo así–, y la admiración o contemplación nos coloca desde luego en
una situación que no es la nuestra exclusiva, sino la del "nosotros"; y aquí una
comparación con el arte se impone y que es muy ilustrativa y la hace el propio
Marcel: cuando nosotros oímos una obra musical, que ya conocemos, entonces
entra muy fácilmente en nuestras categorías mentales, y sentimos un placer
fácil, un placer que lo es, pero que en todo caso no nos enriquece, no nos
aporta nada nuevo; y aquí fíjense que es muy interesante el parecido entre el
conocimiento personal, el conocimiento de una persona, y el conocimiento de
una obra de arte; en ambos casos nos dice Marcel que de lo que se trata es de
una contemplación, o sea ese captar la totalidad, de ese pasar del todo de lo
conocido al todo del conocedor. Pues bien, cuando yo escucho una obra
musical por primera vez, aquella obra de arte no entra en mis categorías
previas, de tal manera que, para contemplarla con fruto, para asimilarla –
digamos así– tengo que hacer una especie de transformación interior de mis
categorías, hay ahí un "abrirse" del ser mío al ser de lo otro, un abrirse que
implica un hacerse capaz de recibir, (en el sentido de hospitalidad) pero al
mismo tiempo un hacerse capaz de enriquecerse con este mismo generoso
recibir.
Así pues, el enriquecimiento que nos produce la contemplación de una obra de
arte nueva, o la contemplación de una persona nueva (y toda persona distinta
de mí es nueva, en este sentido), este tipo de contemplación difícil o de placer
difícil de la contemplación, nos produce una desarticulación interior; hay algo
que se desintegra dentro de nosotros para integrarse de nuevo en una unidad
mayor o mejor. Pues bien, esa desarticulación nos produce dolor, hay un
sufrimiento ligado necesariamente al hecho de amar –dice Marcel– y este
sufrimiento es producto de ese acomodamiento interior que nos capacita para
la participación, para la contemplación, para integrarnos al ser del otro. Así
vamos entonces haciendo una serie de asociaciones interesantes: asociamos
ya pobreza y caridad; ahora tendríamos que asociar dolor y caridad, también
para ésta el ascetismo cristiano nos da la pauta. Pero hay algo más; cuando yo
contemplo a la otra persona, se me pide que haga un acto de renuncia de algo
muy importante, porque es la renuncia a un derecho –digámoslo así– del
pensamiento objetivo; se me pide que renuncie a juzgar al otro. Quince años
antes de su conversión al Cristianismo Marcel decía que la frase evangélica "no
juzgarás" era una de las más fecundas afirmaciones metafísicas; claro que,
tomando literalmente el sentido del Evangelio, él se refería al juzgar al otro, al
no juzgar a la persona. Yo juzgo las cosas, y ese es el derecho innato del
pensamiento objetivo: el derecho al juicio. Pues bien, cuando yo me enfrento
con otra persona yo tengo que renunciar a eso, renunciar a tratarle como una
cosa, renunciar a juzgarla y reconocer, por un acto de humildad inicial que el
otro es inabarcable, que yo no podría nunca tener todos los elementos para
juzgar al otro; nunca, no por una imposibilidad accidental, sino por una razón
fundamental, intrínseca, metafísica, porque el otro es una libertad. Aquí vemos
ligarse humildad con caridad. Esa humildad que nos lleva a renunciar al orgullo
del pensamiento objetivo, es un sacrificio en aras de la totalidad, que yo insisto
en reconocer en el otro. Ante un tercero yo no puedo aceptar conversación
sobre las cualidades o los defectos de la persona que amo absolutamente; y no
puedo aceptarle porque para mí esta conversación no tiene sentido ya que yo
no veo en el otro una suma de cualidades o defectos: yo veo siempre, en todo
caso,
una
totalidad
y
una
promesa
de
su
libertad.
Hemos completado ese trinomio de pobreza, humildad y sufrimiento, que
asociamos, o hemos descubierto que en el pensamiento de Marcel se asocia
con la idea de participación o caridad. Casi que esto nos lleva a decir que la
idea de participación metafísica de Marcel se asemeja mucho a la idea cristiana
de santidad, y esto que podríamos llegar a descubrir en esa forma sintética, es
decir, recogiendo datos de aquí y de allá en la obra de Marcel, también nos lo
encontramos dicho con sus propias palabras. Él nos dice que la actitud del
metafísico y la actitud del santo son fundamentalmente iguales, son la misma
actitud: en ambos casos se trata de un separarse de la realidad, dentro de la
realidad misma, nos dice Marcel; hay un separarse de la realidad, porque, de
alguna manera, tiene que haberlo, desde que hay pensamiento, y pensamiento
no es lo mismo que realidad; hay entonces ahí una dualidad esencial. Pero esa
separación no se da "por afuera de lo real", como se daría en el caso del
pensamiento científico, en que la realidad queda afuera, o mejor dicho, el
científico se va afuera de la realidad; no, esta separación es interior a la
realidad misma, es dentro del ser mismo que yo me separo de él para
conocerlo mejor, sin abandonarlo, sino al ~ contrario, haciéndolo más mío en la
medida en que más lo aclaro, en que más distintamente lo veo. Esto está en
contraposición con la posición de espectador que caracteriza al científico, pero
que también ha caracterizado a la filosofía en muchísimas épocas de la
historia. Concretamente dice Marcel que esta es la tragedia fundamental de la
filosofía helénica, que es esencialmente espectacular. Lo importante, para
hacer filosofía, y hacer filosofía concreta, es no separarse de la realidad; pero
es más, podríamos decir que lo importante es comprometerse a fondo con ella.
La idea del compromiso es tal vez uno de los aspectos más fecundos y
conclusivos, de coronación, de la filosofía de la participación marceliana. Nos
dice que el hombre llega a la plenitud de su vida personal en el momento en
que se compromete; pero este compromiso debe hacerse salvando el escollo
del orgullo, no debe ser un compromiso temerario: yo debo comprometerme a
aquello a que mi propia reflexión me lleva a creer que puedo cumplir, y no a
aquello con lo que, como castigo a mi pretensión, pueda ser llevado a renegar
o fallar. Y, para asegurar esto, dice Marcel que la promesa –que es el
instrumento del compromiso– debe convertirse o transformarse en llamado, en
oración, y en oración a Dios; la forma del compromiso, la forma de la promesa,
su forma perfecta, es ésta: "Señor, que no llegue yo un día a renegar de mi
compromiso bajo el pretexto de que las circunstancias en que me comprometí
han variado". Y aquí ve, en este compromiso, el triunfo definitivo de la persona
sobre la vida, sobre su propia vida, que es tiempo, que es historicidad que
puede traer nuevas condiciones, nuevas situaciones, distintas a aquellas que
me llevaron a comprometerme. Eso no es posible más que si el hombre no se
identifica con su vida; Marcel sostiene que el único modo de evitar esta
identificación es la fidelidad, o sea el cumplimiento de la promesa. Pero, por
otra parte, está la respuesta al compromiso, que yo también tengo que dar
puesto que mi compromiso generalmente se toma al frente de un compromiso
correspondiente de otra persona; pues bien, lo que yo tengo que dar al otro
frente a su compromiso es crédito, yo tengo que aceptar su compromiso, o sea,
suponer firmemente –y aquí el término de suponer no viene bien–, creer
firmemente, que el otro va a cumplir su promesa; ese es el crédito. Y fíjense
que aquí vuelve Marcel a una metáfora monetaria o contable, pero ya con un
sentido diferente, yo tengo que esperar en el otro, que darle crédito, que abrirle
una cuenta corriente; él puede girar ahí, incluso en descubierto; muchas de sus
faltas yo las abandonaré a esa cuenta, y diré: no importa, ahí está esa cuenta,
ahí
está
mi
crédito
para
garantizar
su
fidelidad.
La situación se hace dramática cuando la planteamos negativamente: no
esperar más de alguien, negarle el crédito a alguien, es en definitiva condenar
a esa persona a ser lo que ahora espero que sea; o sea, en la medida en que
yo me niego a darle crédito a una persona, yo empujo a esa persona a ser esa
categoría de existencia inferior que yo estoy ya suponiendo anticipadamente
que llegará a ser. Aquí es interesante ver el efecto positivo que tuvo el crédito
en la misma persona de Marcel. Resulta que allá por el año de 1929, y con
ocasión de un comentario que hizo a una obra escrita por Mauriac, éste le
escribió una carta a Marcel, y le dijo en ella a propósito de ese comentario:
"Pero, señor Marcel, ¿por qué no es Ud. de los nuestros?" Se refería, desde
luego, a los católicos. Marcel, en este momento sintió un llamado personal al
catolicismo y además sintió un crédito que se le habría, el crédito que ley abría
Mauriac diciéndole: "Ud. es ya un católico. ¿Por qué no lo es
conscientemente?" Y al mismo tiempo sintió, como un efecto de la Comunión
de los Santos en una forma pareja, abrírsele un crédito en otra cuenta, una
cuenta sobrenatural, un crédito que le abría Cristo con su sangre: la gracia. En
un diario metafísico que llevaba en ese tiempo apuntó uno de esos días: "He
experimentado hoy, por primera vez, la sensación de la gracia". Y, ¿qué es la
gracia para Marcel y en general para el Cristianismo? La gracia no es sino un
crédito infinito que da Dios al hombre, un llamado de Dios a la fidelidad
humana, a una fidelidad absoluta, a una fidelidad incluso, superior a las fuerzas
humanas; pero es que ese crédito es al mismo tiempo un don, una dádiva, lo
que, decíamos hace un momento: en la medida en que yo creo o espero en el
otro, en esa misma medida yo hago al otro llegar a ser lo que yo espero que
sea. Pues bien, Dios espera en nosotros, eso es la gracia, esa es la Redención
en definitiva; un mensaje de esperanza, desde luego de esperanza para
nosotros; pero sobre todo y en primer lugar, de esperanza de Dios en nosotros:
Y ante ese crédito ilimitado que le abre Dios, Marcel responde
comprometiéndose definitivamente dándole un voto de fidelidad absoluta:
recibiendo el bautismo.