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Luca Chiantore
UN FENÓMENO INTERPRETATIVO SIN IGUAL:
LA LLAMADA ISLÁMICA A LA ORACIÓN.1
Llegué a Egipto por primera vez a finales de julio del año 2001. Viajaba entonces como
simple turista; la tierra del Nilo y las antigüedades faraónicas eran suficiente reclamo como
para lanzarme, por una vez, a unas vacaciones en línea con la oferta de un dépliant de
agencia de viajes: unos días recorriendo las ruinas del Alto Egipto, las exóticas bellezas de
Asuán y Luxor, los paisajes desérticos del lago Nasser y unos días de descanso en el Mar
Rojo. Para terminar, cómo no, una breve estancia en el Cairo: justo el tiempo para visitar las
pirámides, el Museo arqueológico y realizar las últimas compras en medio del bullicio de sus
once millones de habitantes. O, al menos, eso pensaba.
Egipto es un país de tales bellezas y tales atractivos que habitualmente, en los viajes
organizados, la etapa cairota se deja para el final y pasa bastante desapercibida: tantas
imágenes, tantos sabores, tantos aromas llevas acumulados en tu memoria que cuando llegas
a la capital no parece quedar espacio para más. Pero puede suceder, como fue mi caso, que
una serie de coincidencias te desvelen de golpe una realidad diferente, que ilumina
retrospectivamente lo vivido en los días anteriores.
Desde aquel día he vuelto a Egipto muchas veces, he entablado amistades, he visitado
nuevos lugares, he ido comprendiendo algunas de las tantas cosas que no entendí durante
aquel primer viaje. He vuelto a Luxor y he vuelto a Asuán, he navegado una y otra vez por
el Nilo, pero para mí Egipto sigue siendo, como lo fue en aquel primer viaje, El Cairo. Sigo
enamorado como el primer día de esa ciudad y de sus contradicciones, de sus olores y de sus
luces, de sus cafés y de sus calles, siempre imprevisibles. Volver a encontrarme con ella y
con sus gentes se ha convertido en una cita periódica, que despierta en mí una expectación
que no decrece con los años. Y con los años he entendido una cosa: que me enamoré del
Cairo por su voz.
Hay ciudades que saben cantar. Goethe, en su Italienische Reise, describe las antífonas
de los gondoleros venecianos y los desbocados cantos de la plebe de Roma como quien está
describiendo un rasgo de la personalidad de la propia ciudad, no de los individuos que la
forman. Algo de esto sentí en El Cairo el día en que por primera vez oí la llamada a la
1
Este texto fue escrito en verano de 2004, partiendo de la documentación recogida durante cuatro distintas
estancias en Egipto, en julio-agosto de 2002, noviembre de 2002, enero de 2003 y noviembre de 2003.
oración. Nunca había estado en un país islámico, y de lo que era una llamada, un adhan, no
tenía una idea muy precisa. Por ello, tal vez, me quedé boquiabierto la primera vez que oí de
cerca al Sheik Said, en la Mezquita del Sultán Hassan, cantar sin amplificación una llamada a
la oración. Y nunca podré olvidar el momento en que, pocas horas después, por primera vez
pude escuchar una llamada en plena calle, cuando lo que puede oírse no es una voz, sino un
concierto de voces diversas, disparadas todas ellas desde antediluvianos altavoces en
absoluto preparados para la descarga de decibelios que se les exige.
Para mí, la voz del Cairo es el sonido de la llamada a la oración. Cada vez que vuelvo
al Cairo, vuelvo a la Mezquita del Sultán Hassan; a veces entro y me siento en la alfombra de
su patio abierto, a la espera de ese mágico momento; otras veces me quedo fuera, en la
frenética Midan Salah ad-Din, la plaza de Saladino, para escuchar mejor el multitudinario
canon que crean las miles de mezquitas de la ciudad llamando simultáneamente a sus
feligreses, pero desfasadas de unos pocos segundos: un fenómeno indescriptible,
incomparable con cualquier otro.
SORPRESAS
En el paisaje acústico de cualquier ciudad musulmana, la llamada a la oración constituye
una manifestación sonora cotidiana. Un fenómeno de gran interés antropológico y acústico,
impactante para el filósofo de la música y estimulante como ningún otro para quienes
estudiamos la teoría de la interpretación, cautivante por su habilidad de adaptar la tradición
más arcaica a la modernidad del sonido amplificado y, además, aparentemente sencillo de
estudiar, ya que se desarrolla en público, en plena calle y a la vista de todos.
Sería lógico esperarse, pues, que semejante manifestación sonora haya sido objeto de
estudios numerosos y muy diversos. En cambio, no es así. Buscar en el RILM alguna
monografía con referencias a la llamada a la oración es una interesante experiencia. Por muy
increíble que parezca, no hay entradas. Ni adhan, su nombre árabe en la transcripción
fonética más usual, ni su equivalente turco ezan, ni athan o azan, como a veces se encuentra
escrito, ni las fórmulas inglesas call for prayer o call to prayer, ni las correspondientes
expresiones usadas en otros idiomas nos permiten acudir, en el momento de redactar estas
líneas (2004), a un texto de envergadura dedicado a este fenómeno. Tan sólo hallamos
algunas esporádicas referencias a recensiones discográficas; un único artículo publicado en
Ethnomusicology a principios de 19992 dedicado al caso específico de Singapur, y algunas
publicaciones que, sin dedicarse específicamente al tema, contienen algunas referencias a la
Lee, Tong Soon: ‘Technology and the production of Islamic space: The call to prayer in Singapore’.
Ethnomusicology: Journal of the Society for Ethnomusicology, vol. 43, nº 1: pp. 86-100.
2
llamada a la oración.3 Es un fiel reflejo de la realidad: sobre la llamada a la oración hay muy
poco escrito, en Occidente, y no existe ningún estudio de referencia que nos sirva de apoyo
para desarrollar reflexiones de peso. Ningún estudio comparable, por ejemplo, a la
magnífica obra de Kristina Nelson The Art of Reciting the Qur’an dedicada a la cantilación del
Corán.
A diferencia de lo que podría imaginarse, la situación no es muy distinta en los países
musulmanes. Los estudios musicales de tipo académico —cuando no se ciñen la música
occidental y se orientan hacia las tradiciones autóctonas— tienden a centrarse en la música
culta o en el folklore, sin ver en los componentes sonoros de la devoción religiosa un
interesante objeto de estudio. La consecuencia es que tanto en la Music Library of Cairo
como en la Biblioteca Alexandrina no puede hallarse ni un texto que incluya referencias de
peso a este tema, ni menos todavía una monografía. No es, pues, de textos escritos de donde
hemos de empezar nuestro estudio, sino de la observación directa del fenómeno sonoro y de
sus múltiples relaciones con otras manifestaciones musicales.
EL TEXTO Y EL RITUAL
Uno de los cinco pilares del Islam obliga a los musulmanes a rezar, cinco veces al día, con la
frente orientada hacia la Meca. La llamada (adhan) a dicha oración (salat) nace de la
necesidad eminentemente práctica de avisar y congregar a los feligreses. Se repite, pues,
cada día cinco veces, la primera al amanecer y la última ya entrada la noche. La llamada es
efectuada tradicionalmente por el muecín (al-muaddin) desde el alminar de la mezquita, de
quince a treinta minutos antes de la hora establecida para la propia oración y no presenta
variaciones de relieve en función de la hora ni del período del año. El muecín exhorta a los
feligreses a través de un texto convencional que tiene únicamente una pequeña variante en el
caso de la oración del alba, la primera del día, y que depende sólo en mínima parte de las
distintas “escuelas”. Las propias diferencias formales entre las llamadas suníes y chiíes se
Entre ellas, Salah Al-Mahdi: ‘Les formes improvisées de la musique arabe’ (en The-world-of-music/Die-Welt-derMusik/Le-monde-de-la-musique, 1976; XVIII/3, pp. 42-45) y Jacques Porte (ed.): Encyclopedie des musiques sacrees, I.
Paris: Labergerie, 1968. En realidad, si perfeccionamos la búsqueda extendiéndola a otros términos, el RILM
nos permite alcanzar al menos una entrada que efectivamente tiene relación con el objeto de nuestra
investigación. Se trata de una breve publicación de la Universidad de Cincinnati, Oriental elements in the
invitatorium of the muezzin, escrito por Hakham Kakurdi, 68 páginas que según el RILM incluyen ejemplos
musicales y bibliografía: un texto de escasísima difusión, ausente de la mismísima Library of Congress de
Washington. La irreperibilidad del texto y su evidente marginalidad muestran por sí solas el poco interés que
el tema ha suscitado hasta la fecha en el mundo académico.
3
limitan a la inserción de un octavo verso —con referencias a Alí, yerno de Mahoma— como
añadido al texto básico siguiente:4
Allahu akbar
ash-hadu an la ilaha illa-llah
ash-hadu anna Muhammadan rasulu-llah
hayya ala-s-salah
hayya ala-l-falah
Allahu akbar
la ilaha illa-llah
Dios es el más grande! (4 veces)
Afirmo que no hay más dios que Dios5 (2 veces)
Afirmo que Mahoma es su profeta (2 veces)
Venid a la oración6 (2 veces)
Venid a la salvación (2 veces)
Dios es el más grande! (2 veces)
No hay más dios que Dios
Este adhan debe pronunciarse estando de pie, y los musulmanes presentes, al menos
en teoría, han de repetir en voz baja aquello que va diciendo el muecín. Al terminar, es usual
que los presentes reciten también en voz baja una invocación ritual, la du’a, cuyo texto varía
ligeramente en función del área geográfica y las escuelas coránicas. La versión más usual en
Egipto es:
Allahumma rabba hadihid-da’wati-tammah
was-salatil-qaa’imah
ati Muhammadan al-wasilati
wal-fadila wab’at-hu maqaman mahmudan
alladhi wa’adtah
Oh Dios, Señor de esta perfecta llamada
y de la oración que va a decirse
concede a Mahoma la grandeza
y la dignidad, elevándole al rango más glorioso
como Tú le has prometido
La transcripción fonética y la correspondiente traducción se han realizado a partir de Haláwa (1993: 14-17),
Chevalier (1986: 252) y de las traducciones inglesas publicadas en la página web del Shadhilyya Sufi Center of
North America (http://suficenter.org).
5 La fórmula la ilaha illa-llah, llamada shahada, es una de las fórmulas clave del Islam y presenta importantes
problemas de traducción (cf. Chevalier, 1986: 252-253). El término final, en árabe, es óbviamente Allah, pero una
traducción del tipo “no hay otro Allah que Allah” no habría tenido ningún sentido. La traducción más usual de
este verso —“no hay otro dios que Allah”— tiende a establecer una separación que no hace justicia al elegante
y musical juego de palabras que se establece en el verso árabe original, ni con la auténtica pretensión de este
verso orientado a remarcar el monoteismo del musulmán y no su rechazo de otras confesiones religiosas.
Recordemos que el término Allah es la única palabra que conoce la lengua árabe para nombrar a Dios. No debe
entenderse, pues, como nombre propio, sino como término genérico, aunque la peculiaridad de su significado
impide que pueda adaptarse a ninguna otra situación. Puede resultar interesante recordar que los cristianos
coptos de Egipto, en las plegarias y los sermones realizados en lengua árabe llaman Allah a su propio Dios, el
Dios cristiano.
6 En este punto, durante la oración del alba se añade el insólito verso siguiente (tras él, la llamada sigue el texto
base hasta el final): As-salatu khairum min an-nawm (“orar es mejor que dormir”), repetida 2 veces.
4
Tras la llamada principal, poco antes de la oración y una vez ya congregados los fieles
en la mezquita, tiene lugar una segunda llamada (iqama, o iqamatus-salah). Por lo general, es
más rápida y menos solemne que la primera y su texto es una variante del texto básico del
adhan:
Allahu akbar
ash-hadu an la ilaha illa-llah
ash-hadu anna Muhammadan rasulu-llah
hayya ala-s-salah
hayya ala-l-falah
qad qamati-s-salah,
Allahu akbar
la ilaha illa-llah
Dios es el más grande! (2 veces)
Afirmo que no hay más dios que Dios
Afirmo que Mahoma es su profeta
Venid a la oración
Venid a la salvación
Ahora estamos presentes para la oración (2 veces)
Dios es el más grande! (2 veces)
No hay más dios que Dios
Esta segunda llamada se realiza desde el interior de la mezquita mirando hacia la Meca, y a
continuación tiene lugar la oración propiamente dicha, que incluso en el caso de la oración
del mediodía de los viernes y en las festividades solemnes tiene una dinámica no
particularmente atractiva para el musicólogo. Los textos en ella no se entonan y el único
acontecimiento de relieve es el impactante amin característico de las oraciones solemnes, que
con su imponente sonido largo y tenido al unísono rompe de repente la amortiguada
intensidad sonora de todo el ritual.
FENÓMENOS PLURIFOCALES
El primer elemento característico de la llamada, aparentemente obvio pero decisivo, es que
se trata de un fenómeno público: la voz del muecín se expande en un espacio potencialmente
ilimitado, proyectándose desde la mezquita hacia la población que la rodea con la clara
voluntad de hacerse oír, de entrar en las casas, de impregnar cada esquina de la ciudad. No
obstante, al menos en el medio urbano, el muecín no está solo; su invocación se cruza con
otras llamadas, las que proceden de otras mezquitas cercanas, y que parecen a menudo
respuestas a la llamada del primero. No hay, sin embargo, ninguna voluntad imitativa;
todos responden a la común voluntad de realizar la misma acción en el mismo momento del
día. Un momento que, por otra parte, no se corresponde con precisión milimétrica a ningún
reloj: la tradición determina que las horas de oración no estén contabilizadas de forma
aritmética, sino marcadas por la posición del sol.
Los propios nombres de las oraciones nos recuerdan esta conexión. La primera
oración, o oración del alba (Fayr), debe realizarse entre “el alba y la salida del sol”; la
segunda, Az-Zuhr (mediodía), tiene lugar a penas el sol ha alcanzado su cenit; la tercera, la
oración de la tarde (Asr) se realiza, según la tradición, “desde el momento en que las
sombras de los objetos sean iguales a los mismos, hasta la puesta del sol”; le sigue la oración
del anochecer (Magrib), entre la puesta del sol y el final del crepúsculo; y finalmente la
oración del Isa, la oración de la noche, que debe tener lugar tras la desaparición del
crepúsculo (cf. Haláwa, 1993: 5).
Hoy en día el respeto de una tradición que, como puede apreciarse, deja mucho
margen de movimiento —especialmente en el caso de las oraciones de la tarde y de la
noche— se encuentra matizado por las necesidades de una sociedad profundamente influida
por otros ritmos de vida. En la práctica, las llamadas acaban por tener un horario no tan
variable y según el período del año es posible definir la hora exacta en las que tendrán lugar.
Pero aún a riesgo de establecer incómodos paralelismos, no es impropio decir que las horas
de oración nos recuerdan que gran parte de la sociedad egipcia aún no ha consumado (y
quién sabe si nunca cumplirá) la que Jacques Le Goff en el título de un célebre ensayo (Le
Goff, 1960) definía como la transición del tiempo de la iglesia al tiempo del mercante.
Esta manifestación sonora, originada por distintas fuentes y de una forma de algún
modo coordinada, recuerda experiencias sonoras propias de la música religiosa europea,
desde Gabrieli a Biber, marcadas por precisos espacios físicos. Y recuerda aún más las
investigaciones de autores contemporáneos como Iannis Xenakis, o las ingeniosas puestas en
escena de las óperas de Karlheinz Stockhausen. No obstante, en todos estos casos el
replanteamiento de la relación espacial que se establece tradicionalmente entre el intérprete
y el oyente no abandona la idea de un espacio cerrado, incluso más cerrado de un habitual
auditorio. Ni los conciertos al aire libre (incluyendo tanto los conciertos clásicos como todo
tipo de música moderna) parecen querer o saber renunciar a la tradicional direccionalidad
de la escucha tan arraigada en la cultura occidental.
Para encontrar una situación que recuerde aunque sea de lejos la realidad de una
llamada a la oración hemos de dirigirnos a los márgenes de los cánones “oficiales” de
nuestra música. La mejor definición de lo que representa el fenómeno sonoro de una
llamada a la oración la encontramos en un texto del semiólogo Rubén López Cano, Música
Plurifocal. Los conciertos de ciudades de Llorenç Barber (1997), dedicado a reflexionar sobre los
conciertos de campanas de este conocido músico valenciano. Como en el caso de las
invocaciones de los muecines, también las campanas de Llorenç Barber esparcen su sonido
hacia la ciudad, sin contar con un espectador localizado en un lugar concreto sino con la
voluntad de llenar el espacio circundante con sonidos provenientes de distintos lugares. Y es
particularmente importante subrayar la dimensión urbana de estas músicas plurifocales, que
no tendrían sentido en un medio rural. De hecho, la naturaleza polifónica y plurifocal de la
llamada a la oración sólo se manifiesta como tal en las ciudades de cierta dimensión: en los
pequeños poblados donde sólo hay una mezquita el fenómeno es totalmente distinto.
¿UN CANON HETEROFÓNICO?
En ámbito etnomusicológico se ha subrayado a menudo la importancia de la heterofonía en
numerosas culturas musicales incluso muy próximas a nosotros. Sabemos bien cuán
característico resultado sonoro puede producir esta propensión a realizar simultáneamente
“versiones” ligeramente distintas de una melodía dada, introduciendo las que según la
música clásica occidental serían ornamentaciones o cambios de afinación sin más coherencia
que el hecho de tener todas un mismo punto de partida.
No es difícil aplicar a la llamada a la oración esta misma definición. La llamada se
realiza a partir de un texto de base, igual para todos y totalmente codificado. Pero la
entonación no está marcada por ninguna pauta escrita, ni por una tradición totalmente
vinculante, de modo que el componente sonoro en todos sus aspectos puede variar
profundamente de un muecín a otro. Simultáneamente puede oírse una llamada más
uniforme y otra ingeniosamente ornamentada, una más extrovertida y otra más íntima. En
nuestro oído se acumulan tercios, cuartos y sextos de tono mezclados con intervalos que
reconocemos infaliblemente como segundas mayores, terceras menores y quintas justas.
El aspecto más cautivante de esta peculiar heterofonía es que las voces que la
componen no empiezan ni terminan en el mismo momento, sino proceden por lo general con
cierto ligero desfase, un desfase que adquiere dimensiones colosales precisamente en el caso
del Cairo, donde los muecines son, literalmente, decenas de miles. De este modo, lo que
oímos es una especie de canon, un inmenso canon de dimensiones descomunales que
aunque no nazca con esa intención acaba por presentarse como tal a nuestro oído.
La naturaleza “imitativa” de esta peculiar polifonía se hace aún más sugerente para el
observador occidental por otra característica sólo aparentemente obvia: en cada caso, las
llamadas tienen no sólo una distinta interválica y una ornamentación variada, sino una
extensión en el tiempo que también depende de las predilecciones individuales del muecín.
El texto, por supuesto, es invariable, pero no así la duración proporcional de las sílabas, de
modo que la llamada desde el alminar de una mezquita puede extenderse durante un
tiempo que sea el doble o el triple que el que llama a la mezquita vecina. En los trabajos de
campo que hemos efectuado en Egipto, así como en las observaciones sobre los documentos
recogidos y publicados por distintos investigadores, la sola cuádrupla repetición del “Allahu
akbar” inicial, principio de toda llamada, puede variar hasta diez veces su extensión.
Esta duración variable en la emisión de un mismo texto vocal rememora
inevitablemente un capítulo muy concreto de la historia de la polifonía occidental: la
práctica de los cánones mensurales. Obviamente, la milimétrica organización de la Missa
Prolationum de Ockeghem y los juegos de encaje de Pierre de la Rue distan mucho de la
anárquica belleza de una llamada del mediodía de un viernes, la más solemne y por tanto la
más compleja y heterogénea. No obstante, la complejidad sigue estando allí: más parecida,
en este segundo caso, al caos organizado del cálculo fractal que a la aritmética precisión de
los polifonistas flamencos del siglo XV, pero siempre basada en la idea de que la variedad en
la imitación puede residir precisamente en la duración de los valores. Un supremo homenaje
a la dimensión temporal de la realidad de la que la música y la religión saben más que
ninguna otra faceta de la existencia humana.
ENCUENTRO DE CULTURAS
Un canon heterofónico, mensural y plurifocal: así podríamos definir la llamada a la oración.
Se trata de una provocación, por supuesto, ya que términos como éstos intentan explicar
fenómenos cuya intención es totalmente distinta del que es nuestro objeto de estudio.
Mantienen, esto sí, una similitud formal, y esto es un hecho. Pero lo que esta fórmula no dice
es que esta variedad de emisiones, intervalos y ornamentos sintetiza el aspecto más
extraordinario de la relación entre música y religión islámica. Valdrá la pena profundizar en
ello con atención.
Hemos subrayado la enorme variedad de formas que puede asumir en Egipto la
llamada a la oración. Esta variedad es especialmente evidente en el norte, tierra que desde la
llegada del Islam, en el siglo VII, no ha dejado de acoger gentes de culturas musicales
diversas, desde árabes y palestinos hasta beduinos del desierto libio y nubios del sur: todos
ellos musulmanes, pero de etnias y tradiciones muy distintas. Obviamente, la influencia
árabe es predominante en El Cairo. Pero El Cairo es también un polo de atracción para
jóvenes universitarios de todo el mundo musulmán, y en la Universidad de Al-Azhar, la más
antigua del mundo, siguen formándose los imames de la mayoría de los países de África y
Asia. Nigerianos, malienses, paquistaníes o indonesios acuden al célebre centro de estudios,
residen durante años en la capital egipcia y a veces ni siquiera vuelven a sus países de origen
una vez terminados sus estudios, lo que contribuye a hacer de la ciudad un fascinante crisol
de culturas.
Por otra parte, existe el fundamental influjo otomano. La élite política en Egipto ha
sido de origen turco durante más siete siglos, y musicalmente hablando este predominio no
ha dejado sólo huellas fundamentales en la producción instrumental (el qanun, el
instrumento por excelencia de la música popular egipcia, es de origen otomano) sino
también en la devoción religiosa. Las hermandades sufíes de raíz turca, en particular, siguen
presentes hoy en día en el Cairo, y con ellas la tradición de los derviches giratorios —
conservada sobre todo como atracción turística (inevitable aquí como en la propia
Estambul)— junto con otras prácticas devocionales arraigadas en importantes segmentos de
la población.
Todo esto, sin moverse del Cairo. Pero si además viajamos por Egipto, esta misma
variedad adquiere una nueva dimensión, microcosmos a su vez de la fascinante
heterogeneidad del mundo islámico en su conjunto. Las llamadas a la oración en Ismailia y
en las otras ciudades del canal de Suez, se hacen eco de la importante presencia de
comerciantes orientales, indios y persas, que hasta allí llegaban incluso mucho antes de la
construcción del canal. En la península del Sinaí, las pocas áreas habitadas aún no totalmente
desfiguradas por el turismo de “sol y playa” del Mar Rojo denotan la influencia de las
poblaciones tradicionalmente nómadas de la península arábiga, tan distintas, por otra parte,
de las culturas beduinas del desierto occidental, en cuyas oasis se llegan a hablar (como en el
caso de Siwa, cerca de la frontera con Libia) lenguas que no mantienen ninguna relación con
el árabe.
Aún más impactante es el caso del llamado Alto Nilo, en el sur, donde la población es
mayoritariamente producto de ancestrales cruces entre árabes y negros de los actuales
Sudán, Etiopia y Chad. La etnia más importante y definida de esta zona, los nubios, tienen
una cultura musical de increíble riqueza pero totalmente distinta de la árabe. Su sistema
musical se organiza entorno a escalas pentatónicas, descartando casi completamente los
melismas microinterválicos tan característicos de la música árabe, y sus frases simétricas, en
compás por lo general binario y con una base rítmica muy marcada, muestran con precisión
sus vínculos con las culturas del África subsahariana.
En Asuán, capital del sur desde tiempos inmemoriales, es fácil constatar la influencia
de estas tradiciones sobre la llamada a la oración: los melismas frecuentes en el norte a
menudo dejan paso a intervalos simples y exactos; una sonoridad gutural sustituye la
tradicional emisión de cabeza y —lo que es más sorprendente— la métrica de los versos
tiende a una simetría prácticamente desconocida en El Cairo. La influencia de la música
nubia está fuera de toda duda.
El caso egipcio es, por supuesto, un modelo a pequeña escala de la realidad de
conjunto de la sociedad islámica a nivel planetario. Las barrocas llamadas de Pakistán, las
rocosas y severas voces nigerianas, la tímbrica peculiarísima de los muecines de Indonesia o
la ingeniosa diversidad de las llamadas turcas y magrebíes (que podemos apreciar en las
grabaciones publicadas en diversas colecciones de documentos etnográficos) son otros tantos
ejemplos del infinito potencial de un género que es ejemplo de flexibilidad y adaptación.
Aún así, Egipto se nos presenta como una tierra de insustituible riqueza, tanto por la
diversidad de sus tradiciones como por el profundo sentimiento religioso de sus gentes.
UNA “BUENA VOZ”
La libertad de la que dispone el muecín pone de manifiesto su cultura, sus orígenes, sus
predilecciones. Pone de manifiesto el entorno musical que le vio crecer, pero también sus
estudios y su propio itinerario formativo. De ahí que, incluso lejos del Cairo, los muecines
que han estudiado en la capital egipcia o tienen una educación más completa tiendan a
manifestar con menos intensidad los rasgos autóctonos, adecuándose frecuentemente al
modelo ecuménico representado por las autoridades religiosas de la Universidad de AlAzhar. Pero las sorpresas no faltan, hasta el punto que una de las llamadas más
sorprendentemente distintas que he podido escucharse recientemente en Egipto es
precisamente la de la propia mezquita de Al-Azhar, con sus fantasiosos melismas encajados
en intervalos de chocante asimetría.
Puede parecer una contradicción, y lo sería si la manera de realizar la llamada entrara
de algún modo dentro de la formación coránica. Pero no es así. La figura del muecín es una
peculiarísima muestra de la unicidad de la religión islámica. Los muecines no pertenecen a
ninguna jerarquía religiosa; de hecho, ni siquiera existe el cargo de muecín: lo único que se
exige para desempeñarlo, como todo musulmán sabe, es tener “buena voz”. ¿Qué se
entiende con ello? Es inevitable pensar en algún modelo estético, relacionado con el timbre y
el tipo de emisión. Por el contrario, la “buena voz” es, por encima de todo, una voz potente,
una voz capaz de llegar lejos y alcanzar así todos los rincones del barrio. La belleza del
timbre es secundaria, en todo caso subordinada no sólo a la intensidad sino a la capacidad
de sostener notas largas y potentes gracias a una adecuada respiración.
El simple requisito de una “buena voz” nos recuerda la importancia de la aceptación
del muecín por parte de la comunidad. No se trata de una tarea especialmente prestigiosa,
sino de un cargo que se desempeña por iniciativa propia, con la tácita pero indispensable
aceptación de los feligreses. En efecto, el muecín se limita a llamar a la oración: la oración
propiamente dicha la dirige otra persona. Una persona que, a su vez, puede ser el imam de
la mezquita o también otro feligrés, por lo general mayor y de comprobada devoción. Como
puede apreciarse, la organización de estas tareas es el fiel reflejo de una forma muy
comunitaria y en absoluto jerarquizada de vivir la religión. Los muecines no pertenecen a
ninguna estructura religiosa. El Islam no tiene una Iglesia en el sentido cristiano del término:
predica un contacto directo entre Dios y el individuo, de modo que ni siquiera la única
autoridad existente, el imam, tiene valor de “intermediario” ante la divinidad, siendo un
simple coordinador de las actividades de la mezquita y un punto de referencia para cada
miembro de la comunidad en asuntos religiosos.
Esta realidad, aplicada al caso de la llamada a la oración, tiene una especial
trascendencia. El hecho de que la realización de la llamada se aprenda por simple imitación
y reelaboración propia —consciente o inconsciente— de lo oído impide que existan
“escuelas” en el sentido académico del término. No hay maestros, no hay clases donde
aprender o perfeccionarse. Todo lo que el muecín hace es producto de su iniciativa personal,
reflejo de su personalidad y sus preferencias. Incluso no es difícil reconocer las tendencias en
su mismo nacer: la creciente proximidad de una parte importante de la juventud egipcia por
las posiciones wahabíes predominantes en Arabia Saudí se ve perfectamente reflejada por la
creciente similitud entre las llamadas de la Meca y las que escuchamos en los barrios
periféricos del Cairo o en ciudades de provincia como Beni Suef o Al-Minya. Cada vez es
más fácil escuchar, a través de la televisión vía satélite, las oraciones desde la propia ciudad
santa del Islam, y la fascinación por el mensaje ultraconservador del wahabismo ejerce sobre
los jóvenes más alejados de la fascinación capitalista un indudable atractivo que se ve
perfectamente reflejado también en las costumbres de oración.
LLAMADA A LA ORACIÓN Y RECITACIÓN CORÁNICA
En el posfacio preparado para la segunda edición de su texto sobre la recitación del Corán,
Kristina Nelson subrayaba la creciente influencia de los hábitos de origen saudí en relación
con la lectura del texto sagrado entre los egipcios:
El estilo de recitación de Arabia Saudí añade una nueva voz al paisaje sonoro. Este estilo se
caracteriza por un tiempo rápido y un ámbito melódico reducido en el estilo murattal, pero con
algunos melismas y ornamentaciones y sin la intensidad estética del estilo mujawwad. [...] El
atractivo reside en una imagen de Arabia Saudí como una tierra de peregrinación, la tierra natal
del Islam, el lugar donde el profeta Mahoma caminó y predicó. La sociedad saudí está también
innegablemente fundada en la sharia, la ley islámica: muchos egipcios miran hacia Arabia Saudí
como hacia una nación que practica los ideales islámicos con profundidad y en su totalidad. La
voz saudí es, por tanto, “más segura”, más libre de inadecuadas influencias ajenas [...]. No ha de
sorprender, pues, si la audiencia por esta voz es una generación más joven de egipcios que han
crecido animados por un espíritu de un Islam militante [...]. El sonido saudí no sólo desafía el
monopolio de la tradición egipcia [de recitación], sino que también parecen generar un cambio
en las costumbres de la gente que configuran la propia tradición egipcia. El número creciente de
media egipcios que programan el estilo murattal parecen confirmar este cambio (Nelson, 2001:
235-236).
La estudiosa americana escribía estas líneas en mayo de 2001. Desde entonces la
situación ha evolucionado rápidamente, marcada por los acontecimientos del 11 de
septiembre, las simpatías suscitadas por los movimientos integristas, el unánime rechazo por
las presiones occidentales sobre la sociedad árabe y, al mismo tiempo, por las inquietudes de
unas jóvenes generaciones que parecen no conformarse con acatar acríticamente la tradición.
Los sonidos son, una vez más, un fascinante reflejo de la sensibilidad y las pasiones
de quien los produce, y la recitación coránica es un magnífico ejemplo de ello. Pero la
llamada a la oración presenta significativas diferencias con respecto a la recitación entonada
del texto sagrado, diferencias que la hacen aún más fascinante como objeto de estudio. Tres
aspectos, en particular, deben ser tenidos en cuenta:
En primer lugar, la llamada está menos codificada que la recitación. Sobre la recitación
existen escuelas y discusiones teóricas desde tiempos inmemoriales y por encima de ellas
un sistema de reglas intocable, el tajwid, que establece el marco dentro del cual debe
situarse todo tipo de lectura (cf. Nelson, 2001: 14-31). Sobre la recitación los estudios
coránicos se entretienen y forman a los discípulos marcando pautas precisas que son el
punto de partida de las elecciones individuales de cada musulmán. Nada de esto acontece
con la llamada a la oración.
En segundo lugar, la llamada tiene una funcionalidad precisa. No es un acto devocional o
un ritual cíclico que cumplir: la llamada tiene el objetivo preciso de avisar a los fieles y
animarlos a acudir a la mezquita (o en su caso rezar en su propio domicilio). Esta
funcionalidad otorga a la llamada un rango de algún modo “inferior” con respecto a la
recitación coránica, pero la vincula a elementos contingentes que han condicionado y
siguen condicionando su evolución.
En tercer lugar (casi como consecuencia implícita del punto anterior), la llamada se canta,
no es simple recitación entonada. Un hecho obvio, tal vez, pero absolutamente decisivo.
Más allá de las tradicionales discusiones sobre la posibilidad de aplicar el concepto de
música a la lectura del Corán, no cabe duda que para llegar lejos las palabras del texto de
la llamada deben emitirse apoyando firmemente la voz. Es decir, el texto se debe cantar,
con una emisión impostada que responda a los requisitos esenciales de intensidad y
claridad que la función impone.
Este último elemento, que para el oído occidental representa un indudable punto a
favor, es en realidad irrelevante para la sensibilidad musulmana. Los informantes
consultados para este estudio, cuyas edades y niveles educativos eran muy variados, han
coincidido en la incapacidad para entender mi entusiasmo por unas u otras soluciones
melódicas elegidas por los diversos muecines e incluso mi propia curiosidad hacia el
fenómeno de la llamada a la oración. El hecho de que una llamada tenga unas u otras
características rítmicas o interválicas es para el musulmán medio un elemento secundario: lo
importante es que cumpla con la función básica de animar a la oración, y sólo a partir de allí
puede apreciarse la ejecución llevada a cabo en un momento dado.
La comparación con la recitación coránica es, de nuevo, inevitable. También en ese
caso la “sacralidad” del texto está muy por encima de la lectura que de él pueda hacerse en
cada ocasión. Pero existe una diferencia. En el caso del Corán la complejidad del texto, con
su extensión y sus múltiples niveles de significado hacen que la lectura resulte decisiva para
la comprensión de las frases: la comprensión que empieza por una adecuada pronunciación
de los fonemas —fundamental en la lengua árabe—, continúa por una correcta reproducción
de la estructura gramatical y sintáctica para prolongarse en la necesaria variedad de efectos
y acentos necesarios especialmente para las suras simbólicamente más elaboradas.
Este margen de intervención desaparece bruscamente en el caso de la llamada a la
oración. Allí no hay mucho que descubrir (o, al menos, eso parece): el texto es conocido por
todos, no tiene ambigüedades y vive en primer lugar de la repetición iterada de fórmulas
convencionales. El muecín no parece intervenir tanto en el significado de las cosas sino en su
presentación exterior, un hecho que desclasa inmediatamente el valor del gesto
interpretativo. No es casual que en cualquier ciudad musulmana sea increíblemente fácil
comprar grabaciones de suras del Corán, mientras que resulta a menudo imposible hacerse
con la grabación de una llamada a la oración. La población conoce los nombres de decenas
de célebres recitadores y manifiesta con fervor sus opiniones sobre la voz y el estilo de unos
y otros. Nada de ello sucede con la llamada a la oración.
Esto choca especialmente si pensamos que la diversidad de formas que el oído
occidental aprecia en las llamadas a la oración es mucho mayor que la que presenciamos en
la lectura del Corán. Sólo muy contadas suras, por su estructura y su sofisticada retórica,
pueden acercarse a la potencialidad del texto del adhan: es el caso, por ejemplo, de la
elegantísima sura Al-Qaf, especialmente apreciada entre los egipcios. Pero en el escaso
interés que parecen mostrar los propios nativos no les impide ser concientes del impacto que
este peculiar fenómeno sonoro genera en quienes no han nacido en el seno de una sociedad
islámica.
La sabiduría popular quiere que haya sido precisamente la llamada a la oración la que
hechizó a Layla Murad, célebre cantante egipcia de origen judío que triunfó en los años
cuarenta y cincuenta con una serie de afortunadas películas musicales. Layla Murad fue de
las pocas cantantes que consiguieron recortarse un espacio propio en los años del ascenso
imparable de Um Kalthum, la más célebre cantante de la historia musical árabe. Sin tener el
carisma de esa inolvidable artista, la hermosa y refinada Layla era en muchos sentidos su
alter ego. Um Kalthum era la voz del pueblo, la portavoz de aquel Egipto rural en el que ella
había crecido y que en los años de Nasser buscaba el difícil equilibrio entre la tradición y la
modernidad. Layla Murad era la otra cara de aquellos mismos años. Su sangre era judía, y
en la difícil época de la guerra de los seis días, en 1967, y la posterior revancha en la guerra
del Kippur, Layla Murad, judía convertida al Islam, devino todo un símbolo.
PALABRAS MÁGICAS
Para nosotros es especialmente significativo que la tradición popular atribuya a la llamada a
la oración poderes casi mágicos como el de haber convertido a Layla Murad (una conversión
por otra parte controvertida, que no le evitó duras acusaciones por haber respaldado al
gobierno del recién creado Estado de Israel). El propio texto de la llamada recuerda, de
hecho, una fórmula mágica, más que un texto extraído de algún libro sagrado. Fórmulas de
este tipo existen en todas las religiones: bastará pensar en las repeticiones iteradas del
rosario católico o en el Kyrie eleison, que ha resistido así, con texto griego y una precisa
simbología numérica, durante casi dos milenios. Pero en el Islam —religión muy austera en
lo que a devoción se refiere— la apariencia taumatúrgica de esta llamada a la oración
adquiere especiales significados.
La tradición en que se fundamenta la práctica de llamar a la oración añade nuevos
elementos en esta misma dirección. A diferencia de tantas prácticas vinculadas al culto
musulmán, la llamada no aparece mencionada en el Corán. Se trata de un hecho
trascendental, ya que por mucha autoridad que lleguen a tener las tradiciones sólo aquello
que aparece en el libro sagrado es “palabra de Dios”. De la llamada habla, en cambio, la
Sunna, el conjunto de dichos y relatos sobre la vida del profeta Mahoma que tanta
importancia reviste en la interpretación del Corán. La Sunna nos ofrece, entre otras cosas,
dos interesantes versiones del proceso que condujo a la creación de la llamada, que sin duda
se remonta a los inicios del Islam. Detengámonos un momento sobre este interesante detalle.
La descripción más antigua nos la ofrece Al-Bukhari (194-256 A.H.) en su inmenso
texto conocido como Sahih Al-Bukhari, una de las dos secciones más importantes de todo el
corpus de la Sunna:
Cuando los musulmanes llegaron a Medina, solían reunirse para la oración, y solían adivinar el
horario en que hacerlo. En esos días, la práctica de la llamada a la oración no había sido todavía
introducida. Una vez, discutieron el problema de cómo convocar la oración. Algunos sugirieron
el uso de una campana, como los cristianos; otros propusieron una trompeta como el cuerno
usado por los judíos. Fue Umar el primero en proponer que un hombre debía convocar a la
oración. Entonces el Profeta ordenó a Bilal que se levantara y pronunciara el adhan. (Sahih AlBukhari, vol. 1, libro 11, párrafo 578)
Este relato pertenece a la vasta sección que Al-Bukhari dedica a la oración (libros 816), y es de extrema relevancia por dos motivos:
1) Por un lado, la comparación con las campanas cristianas y el shofar judío subraya la
idea típicamente islámica de que la palabra humana es el único e irrenunciable
vehículo de oración, una propuesta acorde con la percepción del Islam como religión
que dignifica la dimensión humana frente al mundo animal (el cuerno) y al mineral
(la campana).7
2) Por otro —y es lo más importante— la institución de la llamada no se nos presenta
como dictamen divino y ni tan siquiera es una propuesta del Profeta, sino de uno de
sus seguidores.
En un párrafo poco posterior Al-Bukhari cita otro testimonio análogo, donde se menciona otra propuesta: la
de encender un pequeño fuego a la entrada del lugar de oración (vol. 1, libro 11, párrafo 580). También en este
caso, la idea fue descartada en favor de la llamada oral.
7
Al-Bukhari reúne numerosas tradiciones ligadas a la institución y a la práctica de la
llamada, pero no es el único cronista que, en la Sunna, nos habla de los orígenes del adhan.
Abu Da’ud (202-275 A.H.), menos de una generación después, recoge otros interesantes
testimonios, y una narración, en particular, atrae nuestra atención. En principio parece
tratarse de una versión novelada del relato anterior: encontramos de nuevo las propuestas
de imitar a judíos y cristianos, junto con otras opciones sistemáticamente descartadas por el
propio profeta. Pero el desenlace es significativamente distinto: la idea y el propio texto de la
llamada a la oración son revelados en sueño al antes mencionado Umar y sucesivamente a
un nuevo personaje, Abdullah Ibn Zayd, quien se encargaría de hablar de ello al Profeta,
teniendo finalmente el cometido de enseñar el contenido de la revelación a Bilal, primer
muecín (Sunan Abu Da’ud, libro 2, párrafo 498).
Esta revelación en sueño, de importantes implicaciones, es detallada en otro
testimonio recogido por el mismo Abu Da’ud, atribuido a Muadh Ibn Jabal, que nos muestra
a Ibn Zayd relatando al Profeta el texto completo de la revelación recibida en sueño, que es
al pie de la letra el texto actual de la llamada. La respuesta de Mahoma es reveladora:
“Enseña esto a Bilal, para que recite el adhan con estas mismas palabras” (Sunan Abu Da’ud,
libro 2, párrafo 507). El hecho de atribuir el texto de la llamada a un sueño tiene la evidente
intención de remarcar su origen sobrenatural, aunque Abu Da’ud no haga mención explícita
al origen divino de este sueño. No puede ser casual, sin embargo, que esta versión de Abu
Da’ud sea posterior a la anterior de Al-Bukhari, quien goza de mayor autoridad también
gracias a la mayor proximidad cronológica con la predicación de Mahoma.
FÓRMULAS RITUALES
El carácter mágico de la llamada se manifiesta también en otros fragmentos de la Sunna. AlBukhari, por ejemplo, recuerda que aunque uno se encuentre sólo es conveniente que antes
de orar declame el texto del adhan, para que quienes lo oigan, ya sean “otros seres humanos,
genios o cualquier otra criatura”, puedan ser “testigos el día de la Resurrección” (Sahih AlBukhari, vol. 1, libro 11, párrafo 583). Pero la mención a los genios se acompaña, también en
Al-Bukhari, con otra muy distinta y complementaria: la acción de Satanás para contrarrestar
el poder benéfico de la llamada:
Cuando se pronuncia el adhan, Satanás mueve sus alas y envía ruidosas ventadas para que ésta
no pueda oírse. Cuando el adhan termina, vuelve y de nuevo mueve sus alas cuando se está
pronunciando el iqama. Al finalizar vuelve de nuevo para insinuarse en el corazón de la persona
y hacerle recordar cosas que no recordaba antes de la oración, para que olvide todo lo que ha
rezado. (Sahih Al-Bukhari, vol. 1, libro 11, párrafo 582)
En este texto la llamada parece un exorcismo: el diablo que intenta interferir en la
escucha y se introduce en los corazones de las personas para contrarrestar el poder benigno
de la oración nos remite a una religiosidad mágica de remotos orígenes. Esto no debe
extrañarnos: el propio centro geográfico del Islam es una piedra negra que es un recuerdo
explícito del pasado preislámico y a la vez manifestación palpable de la voluntad cósmica
del propio culto. Y si de estas manifestaciones públicas pasamos a una dimensión privada,
seguimos encontrando fórmulas y rituales capaces de dar una dimensión sacra a los
momentos más diversos de la existencia. Un ejemplo emblemático de esta religiosidad es la
célebre basmala, el versículo inicial de todas las suras del Corán (menos una, la número
nueve): bismillah Al-Rahman Al-Rahim. Que estemos delante de una fórmula especialmente
delicada y de compleja simbología lo entendemos enseguida, con tan sólo buscar una
traducción adecuada. En su Comprender el Islam, Frithjof Schuon dedica tres largas páginas a
explicar con detalle el significado de estas tres palabras que habitualmente traducimos como
“En el nombre de Dios [Allah], el Clemente, el Misericordioso”. Y las relaciona con otra
omnipresente fórmula, la shahada “No hay más dios que Dios”, parte integrante de la propia
llamada a la oración. Leamos algunos fragmentos de su explicación antes de vincular esta
fórmula con los fenómenos sonoros que frecuentemente la acompañan:
La basmala es una suerte de complemento de la shahada: ésta es una “ascensión” intelectual y
aquélla un “descendimiento” ontológico [...]. Los nombres Rahman y Rahim, que derivan de
Rahma, “Misericordia”, significan, el primero, la Misericordia intrínseca y, el segundo, la
Misericordia extrínseca de Dios; el primero indica, pues, una cualidad infinita y, el segundo, una
manifestación ilimitada de esta cualidad. Se podrían traducir también, respectivamente,
“Creador por Amor” y “Salvador por Misericordia”, o comentar de la manera siguiente [...]: AlRahman es el Creador del mundo en cuanto ha proporcionado a priori y de una vez por todas los
elementos del bienestar de este mundo, y Al-Rahim es el Salvador de los hombres en cuanto les
confiere la beatitud del más allá, o en cuanto da en este mundo los gérmenes de aquélla, o en
cuanto dispensa favores. En los nombres Rahman y Rahim está la divina Misericordia frente a la
incapacidad humana, en el sentido de que la conciencia de nuestra incapacidad, combinada con
la confianza, es el receptáculo moral de la Misericordia. (Schuon, 2001: 58-59)
Todo esto y más puede verse en esa breve fórmula habitual para cualquier musulmán.
Pero, para nosotros, resulta especialmente interesante observar qué papel desempeña el
sonido en esta riqueza de significados. La basmala es una presencia sorprendentemente
frecuente en la vida diaria de los países árabes. En Egipto, concretamente, nos cruzamos con
ella docenas de veces al día: las comidas se bendicen con esta breve fórmula, los discursos
públicos, hasta los noticiarios de la radio y las crónicas de fútbol empiezan con la invocación
a Dios, “clemente y misericordioso”. En todos estos casos, sin embargo, la declamación es
hablada, no entonada. Diferente es el caso de la recitación de la basmala cuando introduce la
lectura de una sura del Corán: aquí la entonación es obligada, señal explícita de que estamos
ante una situación muy distinta y espiritualmente más elevada.
MUSIQA Y GINA
Las evidencias nos llevan a la conclusión de que precisamente el sonido otorga profundidad
a las palabras de la basmala, adecuándolas a situaciones tan distintas que oscilan desde el
gesto más cotidiano hasta la solemne declamación de la revelación divina. Y esto nos obliga
a abordar, aunque sea durante unos instantes, el delicado tema del sama, o “audición”, que
resume perfectamente la desconfianza de sectores muy extendidos de la sociedad islámica
hacia el poder y la seducción de la música en relación con los textos sagrados. La capacidad
del sonido para potenciar el sentido y el efecto de la palabra ha sido desde siempre el núcleo
de las polémicas en torno a la legitimidad de la música, que ha generado posturas
históricamente contrapuestas que siguen siendo frecuentemente banalizadas en Occidente.
El tema adquiere un especial significado si lo relacionamos con la terminología árabe,
visto que en árabe clásico no hay un vocablo que cubra el conjunto de significados que el
occidente cristiano ha atribuido históricamente a la palabra música. Existen, en cambio, dos
términos, significativamente complementarios, cuyos significados son al menos
aparentemente sorprendentes:
musiqa, que indica la música teórica y la música instrumental
gina, que por contraposición sirve para definir la música práctica y el canto
Como podemos apreciar, se trata de una división para la cual los modernos
vocabularios occidentales no tienen una terminología adecuada. Pero nos hallamos también
muy lejos del antiguo musiké griego y helenístico, que indicaba esa fusión de palabra y
sonido que más tarde se rompería irremediablemente, a pesar de que el término musiqa se
incorporó al vocabulario árabe precisamente por influencia griega.
Ni el concepto de musiqa ni el de gina tienen nada que ver con la recitación entonada
del Corán. Pero ¿y la llamada a la oración? No es “música” en el sentido árabe del término,
pero su propia existencia muestra de una manera implícita la confianza en el poder de
seducción de la voz humana. Además, a menudo —especialmente en los días más
solemnes— la llamada está precedida e íntimamente asociada a las llamadas “alabanzas”,
cantos ligados a la tradición sufí que a su vez custodia desde hace siglos la práctica del sama,
la declamación ritual de los nombres de Dios que a través del éxtasis persigue la unión
mística con el propio Dios. Las discusiones en torno al sama y a la legitimidad de una
escucha del fenómeno sonoro que apele a la estimulación de los sentidos se relacionan
directamente con la declamación de la palabra sagrada: discusiones aún plenamente vivas en
el sino de la sociedad islámicas e imposibles de abarcar en pocas páginas. Pero sí vale la
pena subrayar el aspecto que más puede cautivar al estudioso occidental actual: el hecho que
en el centro de la controversia no está tanto el fenómeno sonoro en sí mismo como su
recepción.
En juego está, como es lógico, la delicada relación entre los sonidos y el significado de
las palabras, un tema fundamental en cualquier aproximación a las músicas sacras de
cualquier cultura. Es inevitable pensar, en particular, en el caso de las otras religiones del
Libro, que también tienen una secular tradición en la lectura pública de los textos sagrados,
y en particular con la tradición hebraica. Como hemos visto, la propia Sunna nos recuerda
que la tradición judía de convocar para la plegaria a través del shofar, el cuerno de carnero
utilizado todavía hoy en día en la liturgia sinagogal. El shofar desempeñaba tradicionalmente
diferentes funciones de tipo social y militar, y tenía un explícito poder mágico; lo
encontramos en la Biblia, entre otras ocasiones, asociado al sacrificio de Isaac (Génesis XXII,
13), a la aparición de Dios en el Sinaí (Éxodo XIX, 6, 19) y al traslado del arca de la Alianza (II
Samuel VI, 15), y lo hallamos todavía en el siglo XIX ligado a prácticas mágicas y a
exorcismos (Basso 1984: 339).
Las similitudes con la llamada son evidentes, pero también lo son las diferencias. Las
escasísimas posibilidades musicales del shofar limitan sus recursos a un manojo de posibles
efectos alrededor de dos únicas notas. Dos notas, eso sí, nada casuales: aunque el pitch varía
según el instrumento, el intervalo clave es siempre el salto de quinta ascendente (Sadie 1980:
261-262).
CREATIVIDAD Y REITERACIÓN
El adhan, como la llamada del shofar, está a menudo ligado al mismo intervalo de quinta,
pero la creatividad de los muecines a la hora de realizar la llamada supera ampliamente las
codificadas fórmulas instrumentales judías. Los recursos expresivos de la voz humana,
aplicados a un texto de notable riqueza fonética, generan una enorme diversidad de matices,
que se hace especialmente palpable ante las numerosas repeticiones de las mismas frases que
caracterizan el texto del adhan. Los textos cargados de repeticiones de los mismos versos, tan
frecuentes en tantas manifestaciones rituales, son a menudo un terreno de estudio
especialmente fértil, y en el caso de la música islámica los ejemplos son numerosos y muy
diversos. La tradición mística sufí ha convertido la pronunciación reiterada de los distintos
nombres de Dios en un género (el dhikr) con características propias y una inmensa riqueza
espiritual y musical.8 Y la recitación entonada del Corán muestra todo su potencial allá
8
Cf., en particular, Ernst (1999): 112-117.
donde se repiten una y otra vez las mismas frases, como en el caso de la citada sura AlRahman.9
Pero no hemos de llegar tan lejos para observar el enorme potencial de textos pasados
en la repetición: en la propia llamada a la oración los versos principales se repiten dos y
cuatro veces. Entre ellos se encuentra la shahada (“no hay más dios que Dios”) —tan amada
por los sufíes y tan cautivante por sus densísimas aliteraciones— y el inicial Allahu-akbar, que
por lo general es donde mejor se manifiesta la creatividad del muecín. La cuádrupla
repetición de este primer verso (“Allah es grande”) raras veces supone la repetición de una
misma estructura rítmico-melódica. Al contrario, las tendencias mayoritarias en Egipto
favorecen los versos pares, y en particular el último de los cuatro. Podemos, pues,
encontrarnos con una rápida y uniforme declamación del primer verso que termina en un
segundo verso caracterizado por un largo Allah y un más rápido u-akbar (tras lo cual un
silencio más o menos prolongado da paso a una repetición más o menos similar de los
primeros dos versos). Pero no es insólito escuchar otra espectacular alternativa, que consiste
en pronunciar muy rápidamente los primeros tres versos, uno tras otro y sin interrupción,
para terminar abalanzándose en la última y triunfal cuarta repetición.
La curva melódica, a su vez, presenta una imponente variedad, potenciada por la
posibilidad de introducir melismas de distinto tipo que sólo a veces los muecines exploran
de lleno. En el Cairo, las llamadas se desarrollan frecuentemente a partir de un esquema
tradicional semifijo, pero no podemos hablar de una versión ideal sino únicamente de
tendencias: la línea melódica inicial es por lo general ascendente, frecuentemente se
estabiliza una cuarta o una quinta por encima de la fundamental y desde allí toma origen la
parte más melismática, para terminar volviendo normalmente al tono de inicio. Las llamadas
parecen buscar frecuentemente un preciso punto culminante, pero dicho punto culminante
no está siempre localizado en el mismo sitio, ni tiene por qué ser único, ni debe alcanzarse
necesariamente por grado conjunto.
Ningún elemento es suficientemente fijo como para hablar de un “texto” musical de
referencia, y falta hasta la fecha un estudio estadísticamente fiable como para hablar con
fundamento de esta diversidad. Los propios modos en que se realizan pueden variar: los
más frecuentes son los modos rast e higaz, entre los más comunes de la música árabe, pero no
faltan incursiones en modos menos frecuentes así como importantes concesiones a las
En esta célebre sura, el verso 13 vuelve a presentarse en las frases sucesivas otras treinta veces, alternando
dicho verso con otros siempre distintos y creando de este modo un efecto casi hipnótico, especialmente
característico. La pronunciación de este verso varía tanto de un recitador a otro que unas veces parece tratarse
de una especie de refrán siempre idéntico, mientras que otros recitadores prefieren encadenarlo cada vez con
los versos que lo preceden, haciendo que éstos le impregnen con su variedad de acentos, primero con su
creciente dramatismo y más tarde con su imaginativa descripción de la gloria del Paraíso.
9
sugerencias del momento.10 De hecho, como recuerda Frédéric Lagrange en su Músicas de
Egipto, “es verosímil que la llamada a la oración constituyera en el siglo XIX un arte mucho
más variado que en nuestros días: en la gran mezquita Al-Hussein, situada en el centro
histórico de El Cairo, el adhan del sábado estaba en modo ‘ushshaq, el domingo en higaz, el
primer lunes del mes en sikah, y así sucesivamente según un procedimiento codificado para
cada día del mes”11. Una reflexión importante sobre todo porque la llamada es una
manifestación sonora que ha mostrado a lo largo de toda su historia una impactante
capacidad de transformación, hoy más evidente que nunca.
EL PAISAJE SONORO URBANO
En el caso de la llamada a la oración, los límites al despliegue de toda esta creatividad no
parecen dictados tanto por la tradición, sino por las propias condiciones materiales ligadas a
su realización. En primer lugar, una llamada en su conjunto deberá ser suficientemente larga
como para avisar al más despistado y al tiempo lo bastante breve como para dar tiempo a
acudir a la mezquita antes del iqama, la segunda llamada. Pero una llamada que llegue lejos
deberá realizarse, sobre todo, con voz firme y potente; deberá tener notas largas y
penetrantes, indispensables para poderse oír en la distancia, y al mismo tiempo hacer
inteligible el texto, cuyo significado tiene una relación tan directa con el ritual que anuncia.
Desde tiempos inmemoriales, el problema de la llamada, especialmente en las
grandes ciudades, fue el de la intensidad de la emisión. Las grandes mezquitas tenían altos
alminares, para que el muecín fuera visible y audible por todos; pero llamar a la oración
desde 30 o más metros de altura suponía un desafío nada despreciable incluso para los mejor
dotados. Durante siglos, a pesar de que la formación religiosa no implicaba un estudio
específico relacionado con el adhan, los muecines de las mayores mezquitas fueron
desarrollando técnicas especiales de emisión. Las históricas grabaciones realizadas en 1932
en ocasión del Congreso de Música Árabe del Cairo nos permiten apreciar voces forzadas y
artificiales pero potentísimas, muestras de un uso muy peculiar de los recursos vocales. Y
nos permiten compararlas con el estado actual de esa misma práctica, confirmando lo que
podíamos sospechar: en dos generaciones la llamada se ha transformado completamente. De
aquella técnica vocal no queda más que algún esporádico rastro, mientras que nuevos e
inesperados timbres se mueven entre las calles de la ciudad.
Una trascripción de tres llamadas significativamente distintas, una síria, una turca y otra bosníaca, se
encuentra en Shiloah (2002): pp. 111-119. La mejor toma de contacto con la apabullante diversidad de formas
que la llamada puede adquirir es, no obstante, la escucha directa. En la conclusión de este artículo podrá
encontrarse una selección de grabaciones comerciales y otras propuestas de escucha.
11 Lagrange (1997): 57.
10
La responsable de tan radical cambio es, por supuesto, la amplificación: esa
amplificación que permite al muecín llamar a la oración desde el interior de la mezquita y no
desde el balcón circular del alminar, sin forzar la voz si no lo desea. Quien se encarga de que
el sonido llegue lejos ya no es él, sino el altavoz que reproduce su voz, casi siempre
saturando la señal pero con una intensidad inalcanzable para cualquier garganta humana.
Pero la amplificación no ha transfigurado sólo la técnica vocal: ha cambiado el perfil mismo
de la figura del muecín. Antiguamente, al menos para las mezquitas de mayores
dimensiones, ejercer esta función suponía por lo menos unas cualidades vocales de
excepción y un entrenamiento específico para adaptarlas a este fin. Tener una voz fuera de lo
común era un requisito realmente indispensable, y esto suponía inevitablemente una
especialización. Hoy en día todo esto ya no tiene sentido. Sigue siendo importante tener una
voz potente, pero los requisitos para acoplarse adecuadamente a un micrófono y a un
aparato de reproducción ya no son los mismos de antaño. Además, para llegar al balcón del
alminar, el muecín tardaba un tiempo considerable recorriendo cientos de peldaños en
empinadas escaleras, cinco veces al día. Un tiempo que hoy sería casi impensable incluso en
una sociedad que vive a otra velocidad como es la egipcia. La amplificación permite que un
mercader (o un camarero, o un barrendero, poco importa) se encargue de la llamada al
minuto de haber abandonado temporalmente su lugar de trabajo.
Pero la amplificación no se ha impuesto sólo por comodidad: se ha impuesto en
primer lugar por su capacidad de competir con el creciente ruido urbano. Para la voz del
muecín, competir con las voces, los carros y los ruidos de los animales en El Cairo de 1920
era perfectamente posible. Hoy en día El Cairo es una ciudad infernal, con cláxones y
motores en perenne funcionamiento, donde ningún sonido producido por el hombre llegaría
a proyectarse tan sólo al otro lado de cualquier calle principal. Los altavoces permiten que la
llamada se eleve por encima de este ensordecedor umbral sonoro y que la voz del muecín
cumpla con la que es su verdadera y única función: que los fieles estén avisados de que ha
llegado la hora de la oración.
Por supuesto, mucho se ha perdido en este proceso. En pocas décadas, una técnica de
emisión con siglos de antigüedad ha desaparecido al quedarse de repente obsoleta, y el
sonido que la ha sustituido, tal como resulta emitido por los raquíticos altavoces de tantas
mezquitas, tiene poco en común con el ideal sonoro de los propios muecines. Pero en Egipto
nadie se inquieta por ello: el adhan existe porque existe una tarea que desempeñar y lo único
que realmente importa es poderla llevar a cabo. Tímbricamente, los altavoces (esos altavoces)
se cobran un pesado tributo, llevándose consigo gran parte de la formidable riqueza de
armónicos propia de la voz de tantos muecines. Sin embargo no olvidemos que sin esa
uniformidad artificialmente alcanzada no tendríamos el efecto de extraordinaria caótica
homogeneidad que hace tan sobrecogedora la llamada a la oración en una gran ciudad como
El Cairo.
TECNOLOGÍA Y TRADICIÓN
Una vez más, el mundo islámico muestra su inalcanzada capacidad para compaginar las
tradiciones más arraigadas con los adelantos tecnológicos que el mundo moderno pone a su
disposición. Pero tal vez no sea ésta la mejor forma de enfocar la cuestión. Lo que está
desesperadamente intentando hacer el Islam en estos tiempos difíciles no es fundir la
tradición con la modernidad, sino poner la modernidad al servicio de la tradición, lo que es
muy distinto. No se trata de hacer pactos con la modernidad: para el musulmán (y para el
musulmán árabe, en particular) la tradición es intocable. Pero su historia y su cultura le
enseñan que las formas concretas en que esta tradición se manifiesta pueden adaptarse a las
condiciones más diversas, y sigue coherente a este cometido.
La tecnología es un buen ejemplo de ello. Los egipcios, por lo general, son bastante
reacios a lo que es “última moda”. Por mencionar tan sólo un par de ejemplos, en el
momento de escribir estas líneas (2004) todavía es difícil comprar en el Cairo un aparato
para la reproducción de DVDs o un MiniDisc: no parecen ofrecer nada realmente nuevo con
respecto al video VHS y a las viejas cintas de cassette, y casi nadie está interesado en un
gasto que parece inútil. Pero no así en el caso de los teléfonos móviles: aquí hablamos de
comunicación, de un objeto que nos permite mantenernos en contacto con aquellos seres
queridos que los nuevos ritmos de vida tienden a alejar de nuestro lado. El móvil es, pues,
un medio para no perder los valores tradicionales de la familia, de aquella familia extensa
todavía tan arraigada en los países árabes, y también de mantener una comunicación
constante con las personas de tu misma generación, algo especialmente importante en un
país con una población especialmente joven.
La propia devoción religiosa se ha puesto fácilmente al día. Según una tradición
musulmana muy arraigada en Egipto es especialmente beneficioso (sobre todo durante el
mes de Ramadán) recitar el Corán en las casas o en otros ambientes comunitarios. Las
familias adineradas frecuentemente se sirven de los servicios de hombres que viven de ello,
sin que sea necesario que nadie escuche la recitación: lo importante es ahuyentar a los
demonios y bendecir de este modo las estancias. Una simple radio puede ser un válido
sucedáneo de estos recitadores profesionales: basta con sintonizarla en la Ida’at Al-Qur’an AlKarim, la emisora religiosa que emite ininterrumpidamente lecturas del Corán 24 horas al
día, y que con la ayuda de estas prácticas es actualmente la emisora más oída de Egipto. No
es difícil, pues, ver a los creyentes encender la radio justo antes de salir de casa,
especialmente en Ramadán, para que la casa se mantenga a salvo de las intervenciones de
Satanás.
Con la llamada a la oración, la situación no es distinta. Cada vez son más los
musulmanes residentes en países no musulmanes, países donde oír un muecín con
regularidad es prácticamente imposible. ¿Cómo recibir, entonces, el aviso? Para todo hay
una solución. Por ejemplo, en este mismo momento es posible localizar y descargar
gratuitamente desde Internet al menos cinco softwares diferentes pensados expresamente
para que el propio avise automáticamente de los momentos de oración. Un adhan
personalizado gracias a sencillos programas informáticos, todos ellos, cómo no, con sus
actualizaciones automáticas y sus múltiples versiones en función del sistema operativo. Y
para demostrar que todo evoluciona realmente al día, el más evolucionado de estos
softwares, Al-Muezzin, existe incluso en una modernísima versión para todo tipo de aparatos
electrónicos, para que el muecín vaya realmente siempre con nosotros.
La llamada a la oración es, una vez más, el mejor emblema de esta formidable
capacidad de adaptación. El Islam, como todos nosotros, se asoma a un futuro incierto, y su
mayor aportación a ese futuro podría residir en la flexibilidad de la que sabe ser capaz con
tal de preservar sus valores esenciales. La libertad que el adhan confiere al muecín, dentro del
respeto absoluto de una tradición, es el fiel reflejo de esta actitud. Una simple llamada a la
oración, por tanto, pero también una muestra de un estilo de vida y, tal vez, una propuesta
para el futuro de todos.
 Luca Chiantore, 2004
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