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NOVENO Y DECIMO MANDAMIENTO, 1
Los dos últimos mandamientos se fijan en el interior del hombre. Suponen un avance en la exposición de los deberes morales. Mt 15, 19: “del
corazón proceden los malos pensamientos, los
homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los
robos, los falsos testimonios y las blasfemias”.
Condenan los malos pensamientos y deseos contra las virtudes
de la castidad y de la pobreza. Pero, indirectamente, se contemplan también los pecados internos contra las demás virtudes,
especialmente contra la caridad y la humildad, como son el odio
y el rencor, la envidia y el afán de venganza.
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NOVENO Y DECIMO MANDAMIENTO, 2
Noveno mandamiento
Dt 5, 21: “No desearás la mujer de tu prójimo” (cfr. Ex 20, 17).
Mt 5, 27: “Habéis oído que se dijo a los antiguos: No adulterarás.
Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya
adulteró en su corazón”. El “limpio de corazón” goza de una especial aptitud para descubrir a Dios y sabe valorar el sentido real de
la sexualidad humana.
CCE 2519: “A los limpios de corazón se les promete que verán a Dios cara a cara y que serán semejantes a Él. La pureza de corazón es el preámbulo de la
visión. Ya desde ahora esta pureza nos concede ver
según Dios, recibir al otro como un ‘prójimo’; nos
permite considerar el cuerpo humano, el nuestro y
el del prójimo, como templo del Espíritu Santo,
una manifestación de la belleza divina”.
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NOVENO Y DECIMO MANDAMIENTO, 3
Décimo mandamiento
Dt 5, 21: “No desearás su casa, ni su campo, ni su siervo ni su
sierva, ni su buey ni su asno, ni nada de lo que pertenezca a tu
prójimo” (cfr. Ex 20-17).
Jesús enseña la disposición interior
que ha de tener el creyente en relación
a estos bienes: “No os inquietéis por
vuestra vida, por lo que habéis de comer o beber, ni por vuestro cuerpo, por
lo que habéis de vestir” (Mt 6, 25).
Mt 6, 32-34: “Los gentiles se afanan por todo eso; pero bien sabe
vuestro Padre celestial que de todo eso tenéis necesidad. Buscad
primero el reino de Dios y su justicia, y todo eso se os dará por
añadidura. No os inquietéis, pues, por el mañana”.
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NOVENO Y DECIMO MANDAMIENTO, 4
a
b
c
En el hecho de elevar la moral al ámbito de los pensamientos y de los deseos se descubre la grandeza de la moral
cristiana, que responde a la totalidad de la persona.
Un pensamiento o un deseo no sólo se inicia en la inteligencia y en el corazón, sino que se manifiesta en gestos
perceptibles: necesidad del dominio de sí para no exteriorizar el enfado, el orgullo, la envidia o la pereza en actos
externos de ira, impaciencia, orgullo, envidia o pereza.
Los pecados internos no son sólo producto de la imaginación, sino que en ellos intervienen también el entendimiento, la voluntad y la memoria. Por ello son graves si se consiente y se trata de una materia grave: hay que combatirlos. Es fácil acostumbrarse a ellos y no darles la importancia ética que tienen.
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El hombre está herido por el pecado
original, lo que da lugar a la lucha
entre el “espíritu” y la “carne”.
Para que los malos pensamientos y deseos sean pecados, se requiere que sean consentidos por la voluntad. Mientras no haya consentimiento, no cabe hablar de pecado: sentir no es consentir.
Con la enseñanza del origen interior del mal y del bien moral, Jesús
eliminó la tentación de quedarse en una moral externa, de lo que se
ve, o de aprecio o negativa social. Suprime el fariseísmo.
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NOVENO Y DECIMO MANDAMIENTO, 6
El cultivo del interior (inteligencia y corazón) rescata al hombre
y a la mujer de su egoísmo y los enriquece:
Respecto a la virtud de la pureza: en la vida matrimonial, los
esposos que viven la castidad conyugal no sólo evitan los pecados externos e internos contra la castidad (“no desear la mujer
de tu prójimo”), sino que, al mismo tiempo, no buscan en exclusiva sus propias satisfacciones.
Respecto a la virtud de la pobreza: “A los ricos de este mundo
encárgales que no sean altivos ni pongan su confianza en la incertidumbre de las riquezas, sino en Dios, que abundantemente
nos provee de todo para que lo disfrutemos, practicando el bien,
enriqueciéndonos de buenas obras, siendo liberales y dadivosos
y atesorando para el futuro, con que alcanzar la verdadera vida”
(1 Tim 6, 17-19).
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Los pecados externos añaden a la malicia interior la ejecución de
la acción y los malos efectos y el escándalo que pueden seguirse de
ellos. La primera batalla de la moralidad tiene lugar en el corazón.
El logro de la propia perfección depende
del cumplimiento amoroso de los mandamientos. Asimismo, éste colma las ansias
de felicidad escritas en el corazón mismo
del hombre.
La santidad del individuo produce un bien
extraordinario en la Iglesia, Pueblo de
Dios, y repercute en la entera sociedad.