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Aristóteles, Alejandro y el mestizaje
Dos visiones opuestas del diálogo intercultural
Josep Pradas
Alejandro se lanzó a la conquista de Asia predispuesto a la orientalización, mientras
los griegos más tradicionales temían que provocase el fin de la cultura helena. Este
artículo quiere mostrar el papel de la ideología en la percepción de las realidades
sociales. A las puertas del Forum 2004 no se puede olvidar que el mito del mestizaje
puede ocultar las sombras presentes en toda relación intercultural.
Cuando en Atenas se supo de la muerte en extrañas circunstancias de Alejandro,
comenzó a correr el rumor de que Aristóteles había colaborado con los hipotéticos
asesinos del joven emperador macedonio, a quien había educado para ser el mejor
gobernante de los griegos. Se decía que Antípatro, regente de Alejandro en Atenas y
amigo personal de Aristóteles, había ordenado su muerte, que Aristóteles había
proporcionado el veneno (conocedor de los secretos de las plantas), y que un tal Iolo lo
había suministrado a Alejandro, gracias a su cargo de primer escanciador del monarca.
Así lo cuenta Plutarco en su Vida de Alejandro.
A pesar de que el rumor era absolutamente malintencionado, apenas es mencionado
en las biografías del pensador estagirita, y eso que es sobradamente conocida la
distancia que comenzó a haber entre Aristóteles y Alejandro desde que éste mostró
abiertamente sus tendencias imperialistas y a favor del mestizaje entre griegos y persas.
Ni Aristóteles ni muchos de los que efectivamente conspiraron contra él simpatizaban
con los planes de Alejandro. Confiados en la superioridad cultural de los helenos,
recelaban de la facilidad con que el nuevo monarca instalado en el trono persa se había
dejado orientalizar.
Alejandro se consideraba sucesor legítimo de la monarquía persa y tenía planeado
mantener el nuevo imperio mediante una élite macedonia y persa a la vez. Al mismo
tiempo que helenizaba a los persas, iba adoptando maneras orientales, es decir, bárbaras,
que no eran del gusto de los griegos más puristas. Por ejemplo, la prokýnesis, o
adoración de rodillas, que exigía a sus tropas. Aristóteles no podía admitir en su
discípulo una conducta tan contraria a sus enseñanzas (aunque en su filosofía hay
argumentos suficientes para justificar los afanes unificadores de Alejandro), y como
cualquier griego debía ser incapaz de arrodillarse ante otro ser humano como
reconocimiento de una naturaleza superior a la suya propia. Repudiaba sobre todo el
despotismo oriental que podía imponerse a las aún independientes ciudades-estado
griegas, pero también pensaba que un bárbaro nunca podría igualarse a un griego, ni
política ni culturalmente, simplemente porque no era griego. El orgullo helénico
primaba sobre cualquier insinuación de la igualdad universal entre los hombres.
Nuestros actuales prejuicios raciales y culturales no son, pues, tan nuevos.
Aunque la supuesta participación de Aristóteles en el tiranicidio fue una infamia
propagada por sus enemigos en Atenas, que defendían la débil democracia ateniense del
despotismo macedonio y sabían de su larga y estrecha colaboración con los invasores
macedonios, la relación entre maestro y discípulo había comenzado a agriarse cinco
años atrás, precisamente a raíz de la llamada “conspiración de los pajes” (327 a. C.), que
fue un complot urdido contra los desvaríos orientalizantes de Alejandro. El rumor no
debía parecer infundado a los atenienses, porque un sobrino de Aristóteles, Calístenes,
que ejercía de cronista de la expedición alejandrina, fue acusado de complicidad con los
pajes conspiradores y ejecutado por orden de Alejandro. Aristóteles tenía por ello
razones suficientes para desear la muerte de su discípulo más disidente. No obstante, la
muerte de Calístenes también permanece envuelta en el misterio, pues según Plutarco,
unos dicen que efectivamente murió ahorcado por orden de Alejandro, otros dicen que
murió de enfermedad en prisión y otros que fue juzgado en Atenas, en presencia de
Aristóteles y que más tarde, pero aún en vida de Alejandro, murió de obesidad y comido
por los piojos.
Con semejante elemento en la familia de su maestro, Alejandro debió comenzar a
desconfiar también del propio Aristóteles, máximo representante del racismo helénico.
Plutarco se refiere a una carta de Alejandro a su regente, Antípatro, en la que declara su
intención de castigar a Calístenes y “a los que acá le enviaron y a los que dan acogida en
las ciudades a los traidores contra mí”, cosa que, según Plutarco, alude directamente a
Aristóteles. Sin embargo, tal desconfianza no puede demostrarse históricamente, pues
las fuentes del imaginativo Plutarco son tan poco fiables como él mismo. Por otros
autores coetáneos sabemos que la relación de Aristóteles con Alejandro fue siempre
buena al margen de su diferente concepción de lo helénico. Por lo demás, Alejandro ni
siquiera confiaba en su regente. No obstante, los problemas que Aristóteles tuvo en
Atenas desde la muerte de Alejandro no fueron debidos al rumor sobre su participación
en su asesinato, sino más bien a su reconocido colaboracionismo con los macedonios.
Las sombras del mestizaje
La cuestión de fondo de este asunto no nos es en absoluto ajena: se trata del
mestizaje y de los problemas que comporta, tanto para las sociedades receptoras como
para las invasoras. Hoy el mestizaje es una divisa de gran valor en el panel ideológico
de la posmodernidad, cosa que sirve de aliento a pacifistas y espiritualistas varios
(último refugio del progresismo): si occidente es receptivo ante la llegada de nuevas
culturas a su territorio, al menos hay un reducto de occidentales dispuestos a mezclarse
con los recién llegados e intercambiar sus diferentes jugos culturales.
Si el mestizaje y el diálogo intercultural son apreciados como valores positivos en la
actualidad (y en pro de esos valores se invertirán millones de euros en el Forum 2004),
es síntoma de que la cultura europea se dirige hacia una apertura sin precedentes. El
hombre occidental es, sin embargo, reacio a dejarse invadir (y proclive a invadir a
otros). Teme la invasión del Sur (y también la del Este), y olvida la enorme dependencia
que tiene de estos procesos la pervivencia de toda cultura. Ante la evidencia empírica de
la inmigración, el europeo advierte que el ideal no está exento de inconvenientes, y
como ocurre con todos los ideales, el primero de los inconvenientes es su irrealidad: la
experiencia de todos los tiempos muestra que los colectivos humanos son proclives al
intercambio y al roce, pero nunca a costa de su disolución en un magma uniforme que
rompa las diferencias que se consideran sustanciales. El discurso idealista es el más fácil
de proclamar y a la vez el más difícil de realizar, sobre todo porque nunca hay un
equilibrio en la interacción y la balanza siempre se inclina hacia un lado bajo el peso de
la supremacía. La supremacía, al contrario de lo que pueda parecer, no es el resultado de
la interacción, sino que se da como actitud previa en una cultura que se entiende a sí
misma como superior. Es lo que Sophie Bessis llama cultura de la supremacía,
refiriéndose a la actitud occidental respecto de los otros pueblos del mundo (Occidente y
los otros, 2002).
Los inconvenientes del mestizaje son advertidos sobre todo por quienes temen la
expansión de la cultura occidental hacia el resto del mundo. Hay también un cierto
miedo intelectual (curiosamente también muy progresista) a que la cultura basura
occidental estropee lo auténtico que hay en las culturas indígenas invadidas por los
occidentales. En un interesante articulo de Polly Toynbee, titulado “¿Quién teme a la
cultura global?”, e incluido por Giddens y Hutton en su recopilación En el límite. La
vida en el capitalismo global (2001), la autora afirma que tal pánico es un exagerado y
viejo prejuicio intelectual ante lo nuevo. Para Toynbee, Occidente representa libertad
por encima de riqueza y oportunidades. El lado salvaje del capitalismo es el lado oscuro
de la libertad que Occidente ofrece a las otras culturas, pero frente a una vida sofocante
en comunidades rígidamente jerarquizadas por la religión y las costumbres, la libertad
occidental es una genuina alternativa, sobre todo si se transforma políticamente en un
régimen democrático, que es con seguridad el mejor que ha podido ofrecer el desarrollo
cultural humano. Esa occidentalización no debería avergonzarnos, a pesar de ser
conscientes de que va acompañada de enormes beneficios para Nike o Coca-Cola y
supone el fin de ancestrales tradiciones que ya no sirven para nada, opina Toynbee. La
contaminación está en la esencia de la cultura, y una cultura pura es una cultura muerta,
por muy virgen que permanezca.
Es cierto que la cultura occidental se ha universalizado, y que la uniformidad
americana invade y acaba con muchas culturas. Aunque la invasión griega de Asia tiene
muchos rasgos comunes con la invasión norteamericana del resto del mundo, en este
caso las limitaciones espaciales han sido superadas con creces y la cuestión del lugar ya
no es de esencial trascendencia. No lo es porque la cultura occidental está en todas
partes. La cuestión del mestizaje es ya un fenómeno de globalización cultural. Polly
Toynbee muestra lo sorprendentemente fácil que es pasar elementos de una cultura a
otra, por distanciadas que estén entre sí. Y eso ocurre muchas veces sin la necesidad de
imponer nada, sólo por el atractivo propio de una cultura para los receptores de otra.
En su indagación sobre la cultura de la supremacía occidental, Sophie Bessis escribe
con una actitud mucho más combativa que Toynbee, en un libro apasionado y a la vez
riguroso. Bessis es tunecina de origen judío, educada en el sistema escolar de la
entonces aún colonia francesa. La autora reconoce los beneficios de la
occidentalización, sobre todo a partir de la idea de la universalidad de la igualdad y la
libertad para los individuos. Pero su condición colonial le ha permitido ver la cultura de
la supremacía ensombreciendo las buenas palabras de sus colonizadores. La cultura de
la supremacía reside, como un virus latente, incluso en las mentes de esos sabios
temerosos de alterar las formas indígenas que aún perviven dispersas en lugares
recónditos y alejados de toda contaminación. No es tan grave que los indígenas
tibetanos capten por satélite películas occidentales subidas de tono, pero no es
absolutamente inocuo para su cultura.
Bessis sugiere que la supremacía occidental comienza a discutirse, pero con la
insuficiente fuerza como para neutralizarla, aunque sí con capacidad para hacer que
Occidente replantee su posición en el mundo y comience a contar con los otros en la
nueva configuración de un sistema mundial de relaciones. Eso sería una victoria moral
para los pueblos que nunca han sido escuchados.
El miedo a los bárbaros
Alejandro carecía de la prevención conservacionista tan frecuente en los
antropólogos, ese pánico intelectual descrito por Toynbee, sobre todo porque estaba
convencido de la superioridad del griego sobre el bárbaro. En tales casos ocurre que una
cultura no duda en superponerse a otra y mezclarse, sabedora de que va a recibir (y por
tanto, perder) menos de lo que va a transmitir a los otros. Pero Alejandro llega a Oriente
preparado para ceder y orientalizarse mucho más de lo que los ideólogos helenos
habrían previsto. Aristóteles también daba por segura la superioridad griega, pero se
oponía al mestizaje porque sabía que lo heleno podía contagiarse fácilmente de
cualquier otro pueblo, simplemente por entrar en contacto con él. Sin embargo, ni
Alejandro ni Aristóteles acertaron totalmente en sus previsiones.
Las bodas de griegos con persas ordenadas por Alejandro son el mejor ejemplo del
escaso riesgo que corrió la cultura helena en su contacto con los pueblos orientales. El
episodio es relatado con detalle por Plutarco: al regresar a Susa, e inspirado en una
costumbre hindú, pensó en casar a diez mil macedonios con otras tantas señoritas
persas, para así sellar una relación y realizar la unión entre Europa y Asia en un solo
pueblo. Sin embargo, la mayoría de estos matrimonios se disolvieron cuando Alejandro
murió, porque los macedonios abandonaron a sus esposas. Quizá de haber vivido
Alejandro más años en Persia hubiese fructificado su esfuerzo, pero lo ocurrido tras su
desaparición es indicativo de que la unión se había producido precisamente bajo la
supremacía de los griegos sobre los persas.
Al margen de la corriente orientalizadora que tras la conquista alejandrina llegó a
Grecia y pasó incluso a Roma (corriente que ya fluía antes de Alejandro), Grecia siguió
siendo la misma cosa que fue siempre, un conjunto de ciudades independientes
obligadas ahora a estar unidas bajo el imperio macedonio, a su vez dividido en las
llamadas monarquías helenísticas. Grecia dio más a los persas de lo que recibió de ellos,
y en este sentido tanto Aristóteles (apocalíptico) como Alejandro (intregado) erraron
respecto de las posibilidades de orientalización de los griegos. Pero hay que puntualizar
lo siguiente: lo que recibieron los persas de Grecia no fue lo mejor, la democracia de las
ciudades del Egeo, sino la monarquía de esos semibárbaros que eran los macedonios.
BIBLIOGRAFÍA
Sophie Bessis, Occidente y los otros. Historia de una supremacía. Madrid, Alianza,
2002.
A. Giddens & W. Hutton (eds.), En el límite. La vida en el capitalismo global.
Barcelona, Tusquets, 2001.
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PUBLICADO EN LATERAL EN MAYO DE 2004