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Por medio
de la liturgia
queremos
celebrar
nuestra fe
plena y
dignamente;
pero cada
uno dentro
de la función
que tenga
dentro de la
Iglesia.
Todos somos pueblo santo y sacerdotal; pero en la
liturgia no todo se ha de hacer por todos. Y ello no sólo
para llevar un buen orden en la comunidad sino en virtud
de la institución de Cristo y de la naturaleza de la Iglesia.
San Pablo en el capítulo 12 de la primera carta a los
corintios nos dice que lo mismo que un cuerpo tiene
muchos miembros, pero no todos tienen la misma
función, así nosotros, unidos a Cristo, formamos un solo
cuerpo; pero cada miembro con diferentes funciones:
enseñar, servir, exhortar, unos son apóstoles, otros
profetas, etc.
Lo
importante
es que cada
uno haga lo
que tiene
que hacer
lo mejor
posible.
Eso es lo que vale para el Señor. Y el premio que cada
uno tendremos en el cielo no consiste en la categoría
material o social que tengamos, ni en el grado de la
función litúrgica, sino en el grado de perfección con que
desarrollemos nuestra función.
Por eso el
obispo o el
sacerdote no
va a tener más
premio por el
hecho de
serlo, sino si
hace bien lo
que tiene que
hacer.
Dentro de la Iglesia algunos son
llamados por Dios y por la
Iglesia a un servicio especial de
la comunidad. Al ser
consagrados por el sacramento
del Orden, el Espíritu Santo les
hace aptos para actuar en
representación de Cristo Cabeza
para el servicio de todos los
miembros de la Iglesia. El
ministro ordenado es como
Icono y verdadera
representación de Cristo
sacerdote.
Una de las razones principales de por qué las mujeres no
pueden ser sacerdotes, no es porque sean menos que los
varones, especialmente en el sentido de la gracia, que es
lo más importante, sino porque en algunos momentos el
sacerdote, no sólo representa a Cristo en lo vivencial, sino
que hasta en lo físico, como en la consagración de la misa
y en la absolución, está realizando una representación,
podríamos decir teatral;
pero que
cuanto más
espiritual
sea, mucho
mejor.
Una vez más debemos destacar que en la vida cristiana y
en los méritos ante Dios lo más importante es el grado de
gracia que uno haya alcanzado, acercándonos a la
plenitud de la Virgen María. Pero al celebrar la fe en la
liturgia, como tiene una parte visible, debemos considerar
quiénes colaboran en el desarrollo de los diversos actos.
Y vemos
que hay
presidente
y
ministros.
En toda
asamblea
litúrgica debe
haber un
presidente.
Suele ser el
sacerdote
que, como
dice el Vat.II,
preside “en la
persona de
Cristo”.
Este presidente dirige efectivamente toda la asamblea. Es
el jefe o responsable de la oración. Antiguamente y en
muchos sitios era o es quien distribuye las otras
funciones: leer, cantar, etc. Pero eso lo puede hacer otro
u otra.
El
presidente
es
celebrante
No sólo es responsable de un orden, sino que, al ser
celebrante, ora, celebra, realiza acciones sagradas, parte al
pueblo el pan de la palabra de Dios y el pan eucarístico.
El presidente o celebrante en la acción litúrgica no lo es
por designación de la asamblea o por razones de sus
cualidades humanas, ya que en la asamblea puede haber
varios que valgan mucho más y que sepan hablar mucho
mejor,
sino que por
la
Ordenación
posee el
carácter
sacerdotal
de obispo o
de
sacerdote.
El presidente sacerdote, por causa de su carácter del
Orden, desempeña el papel de Cristo. Y por su
identificación con Cristo Cabeza y Mediador,
representa a
toda la
asamblea y
hasta toda la
Iglesia; y es
intérprete de
sus
sentimientos.
De ahí la importancia que atribuye la liturgia a la oración
del celebrante presidente. Hay momentos en que todos
rezan en conjunto, como en el Padrenuestro de la misa.
Pero hay varios momentos para la oración del celebrante
solo; aunque casi siempre es en nombre de toda la
asamblea. Hay momentos de más solo, como en la
consagración de la misa. Ahí está Cristo presente en él.
No basta
que el
celebrante
haya
recibido el
sacramento
del Orden
sacerdotal.
Además debe participar en la unidad de la Iglesia, en la
misión delegada por los apóstoles. Por lo tanto debe
tener una autorización del obispo, quien es el presidente
principal, por tener la misión heredada de los apóstoles.
La celebración
principal sería la del
obispo. Si está
presente, es el que
preside, aunque no
celebre en ese
momento. Pero tiene
un sitio especial que
es como el centro de la
asamblea. Al final sería
él quien diera la
bendición. Si hay una
concelebración y está
presente el obispo, él
debería presidir.
Hay algunos
actos
litúrgicos y
sacramentos
que pueden
ser presididos
por un
diácono. No la
misa ni la
absolución en
la Penitencia.
Puede presidir un bautismo solemne, entierro,
matrimonio. También él ha sido elegido al sacramento del
Orden. Todos, obispo, sacerdote y diácono, han sido
elegidos por Cristo, quien de manera especial les llama:
amigos.
Pasaste a
mi lado,
me
llamaste
amigo;
Automático
Dijiste:
Ven,
amigo,
ven
conmigo.
Contaste
conmigo
como fiel
amigo.
Dijiste:
Dijiste:
Amigo,
soy
amigo;
Amigo,
soy
amigo;
Me
repartes
tu vida y
tu pan
como
amigo.
Hacer CLICK
Además del sacerdote o del presidente en un acto
litúrgico, hay ministros o ministerios particulares. Entre
estos sobresale el diácono, cuya palabra significa
ministro.
En las misas
más solemnes
y pontificales,
si hay
diácono,
ayuda
directamente
al presidente.
Hay
otros
ministerios:
acólitos,
lectores,
comentadores,
cantores.
De estos trataremos más ampliamente, sobre todo de los
lectores por la importancia que tiene la Sagrada Escritura
en las celebraciones litúrgicas. Igualmente sobre los
cantores por la importancia de la música.
Hay otros ministerios que se relacionan con la
celebración. Para una buena o solemne celebración hay
quienes participan no directamente. Entre estos están los
que preparan la ornamentación en flores y luces.
Deben
conocer
sobre
liturgia,
tiempos y
culturas.
Deben
procurar
que el acto
se celebre
con decoro
y belleza.
Tienen un ministerio, al margen externo de la liturgia, los
que reciben y acomodan a la gente. Estos se llamaban
“ostiarios” y hasta había una ordenación especial en el
camino hacia el sacerdocio. Se trataba de abrir o cerrar la
casa de Dios a las personas.
Es decir, que
no a todos se
les podía
admitir; pero el
deseo era de
poder abrir a
todos la
verdadera casa
de Dios.
Un
ministerio,
instituido
por la Iglesia
en el camino
al
sacerdocio
es el del
acólito.
“El acólito es instituido para el servicio del altar y para
ayudar al sacerdote y al diácono. Al él compete
principalmente preparar el altar y los vasos sagrados y, si
fuere necesario, distribuir a los fieles la Eucaristía, de la
cual es ministro extraordinario”, dice el concilio.
La palabra “acólito” viene de un nombre griego, que
significa “el que acompaña”. Cuando no hay acólitos
instituidos, pueden destinarse para el servicio del altar y
para ayudar al sacerdote y al diácono, ministros laicos
que lleven la cruz, los cirios, el incensario, el pan, el vino,
el agua.
Son
diversos
ayudantes
para el
esplendor de
las
ceremonias,
que pueden
ser varones
o mujeres.
Otro de los ministerios, que entran dentro de la categoría
de acólitos, es el de aquellos que ayudan a distribuir la
comunión. Normalmente han recibido una bendición
especial para ser “ministros extraordinarios de la
comunión”.
Pueden ser
hombres o
mujeres.
Este
ministerio
se extiende
para llevar
la
comunión a
los
enfermos.
Tradicionalmente la palabra “acólito” se ha empleado
para los que sirven directamente en el altar. Y vienen a
ser gente joven y en muchos sitios sólo niños. Se les
llama también “monaguillos”. La palabra monaguillo
proviene de monjes pequeños.
Por eso de que los ministros principales eran varones,
también lo eran los acólitos.
Hoy en
muchas
partes
algunas
mujeres,
especialmente
niñas,
sirven
también al
altar.
Hay una norma de que la institución del ministerio de
acólitos debe ser para niños y niñas que hayan
completado la iniciación católica; es decir, que hayan
hecho la primera comunión.
Hay niños que servían en
el altar con tanto amor a
Dios que fueron santos.
El patrono de los acólitos
es san Tarsicio. Servía al
papa en las ceremonias
que se celebraban en las
catacumbas por causa
de las persecuciones. Él
mismo se ofreció para
llevar la comunión a los
que estaban en la cárcel;
pero por el camino fue
muerto entregando su
vida a Dios.
Otro acólito célebre
fue san Pedro
Pascual. Fue
sacerdote, religioso
mercedario y obispo;
pero de niño ayudaba
en la misa con mucho
fervor. Prácticamente
la mayoría de
sacerdotes y obispos
santos comenzaron
sirviendo en el altar
como acólitos niños o
jóvenes.
Cada uno debe
desempeñar su ministerio
lo más íntimamente unido
a Cristo y a favor de la
asamblea. De esa manera
podrá contribuir para que
se dé un aumento de
gracia y amor de Dios.
Quien esté más unido a
Cristo será “más grande”,
aunque tenga el
ministerio más humilde,
mirándolo en el sentido
material.
Dios nos espera a
todos en la asamblea
litúrgica; pero a los
que tienen algún
oficio cerca del altar
les espera para
llevarles de la mano.
Vayamos con la sed
de mejorar y
sentiremos la mirada
salvadora del Señor.
Automático
vamos todos hasta Él,
llevemos
nuestra
sonrisa,
la
inquietud,
nuestra
hambre y
nuestra
sed.
Dios
sobre
todo es
amor,
para ir de
la mano
hasta
Dios.
Al entrar
en la
casa de
Dios,
llevar el
alma
tranquila
y pensar
que al
salir más
he de
amar.
Ese es
Cristo,
ese es
Dios.
Ese es
Cristo,
nuestro
Dios.
Ese es
Cristo,
ese es
Dios.
AMÉN