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Tema VII
LA REFORMA GREGORIANA
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Esquema
1. La reforma gregoriana:
1.1. La necesidad de reforma en la Iglesia
1.2. Personalidad reformista de Gregorio VII (1073-1085)
1. 3. La cuestión de las investiduras
1. 3. 1. Enfrentamiento entre sacerdocio e imperio:
1. 3. 2. El cisma imperial hasta la muerte de Gregorio VII
2. El pontificado en el siglo XII
2.1. La herencia gregoriana
2.2. Triunfo del papado sobre el imperio
2.3. La reforma de la Iglesia en otros pueblos
3. El cambio interno de la iglesia de Occidente
3.1. La nueva relación del papado con la cristiandad
3.2. La renovación de las fuentes del derecho
3.3. Los ideales cristianos plasmados en las cruzadas
3.4. Renacimiento de la teología medieval
3.5. El nacimiento de nuevas órdenes
La desaparición del imperio romano tardó en ser reemplazada por una forma organizada. El sistema, que se venía
imponiendo desde el siglo VII y que llega a su auge en el siglo X, es el feudalismo. Fue la consecuencia de la fragmentación
del mundo romano y del predominio de las tierras conquistadas sobre las ciudades antiguas. Se identifica soberanía con
propiedad de la tierra, que incluía tanto a sus habitantes como a las instituciones. El poder del emperador se distribuye
entre los señores feudales. El feudalismo había reducido la Iglesia al servilismo, con una secuencia de gravísimos males: se
conferían cargos eclesiales a sujetos plegados al poder; se daban incluso órdenes sagradas por un día; los ministerios eran
objeto de compra-venta (simonía) y el nivel moral no era ejemplar. Estos males eran un obstáculo para la evangelización.
Este sistema no lo promueve la Iglesia, sino que lo padece y se acomoda al mismo. En consecuencia la Iglesia terminó por
perder su propia libertad. El problema no eran ya disputas territoriales o ambiciones de hegemonía, sino la liberación de la
Iglesia de las intromisiones de manos ajenas. El centro y motor de estos procesos lo constituía el enfrentamiento entre el
papa y el emperador. La lucha por la libertad de la Iglesia, como superación de los males del feudalismo, encuentra su
expresión en el papa Gregorio VII, que da nombre a este período.
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1. La reforma gregoriana:
En una sociedad, donde lo religioso y lo político estaban tan íntimamente unidos, era preciso una definición teórica y práctica
de ambos campos. El enfrentamiento entre el poder eclesiástico y el poder laico dio lugar a la querella de las "investiduras",
que se zanjó con una cierta independencia de la Iglesia respecto al poder temporal, pero también liberó otras fuerzas. La
lucha por la libertad de la Iglesia, como superación de los males del feudalismo, crea un amplio movimiento de reforma.
La reforma de la Iglesia es una constante aspiración de los creyentes de todos los tiempos. Pero la forma de llevarla a cabo
ha sido muy diversificada. Por eso, no conviene reducirla a conceptos estereotipados, como ortodoxia, herejía, comunión,
etc.. El problema más complejo de la Iglesia en este tiempo era encauzar las aspiraciones evangélicas, que surgen como
protesta contra ella misma. Esta reforma religiosa y eclesiástica, además de la libertad evangélica de la Iglesia, significó
también la centralización del poder pontificio, la renovación de la vida monástica, el renacimiento del derecho civil y
canónico y de la teología dialéctica.
1.1. La necesidad de reforma en la Iglesia
Los monarcas alemanes, a partir de Otón I, se apoyaban en los obispos para combatir rebeldías y ambiciones de otros
señores feudales. Por eso, repartían los episcopados entre gente de confianza y familiares. El sistema se perfecciona con sus
sucesores, sobre todo con Otón III 983-1002). La Iglesia era el eje de su política. De este modo los obispos son señores
feudales sometidos al emperador. Ruperto (+ 1129), abad de Deutz, podía escribir: “se hacían obispos no por elección, sino
por donación del rey ”. El sistema funcionaba cuando se elegían a personas honestas, pero era un arma peligrosa en manos
de los que abusaban de la confianza o cuando los elegidos eran manejables y caprichosos. Por otra parte, el emperador al
recibir el título de servus Christi quedaba equiparado de alguna manera con el papa. De ahí vienen las luchas de las
investiduras.
La investidura era un acto jurídico por el cual el dueño o propietario de una iglesia la confiaba a título de beneficio al
eclesiástico que debía servirla. No se debe olvidar que en la Edad Media muchas iglesias rurales eran de fundación privada y,
por consiguiente, propiedad de su señor. Era él quien asignaba al ministro que debía servir allí. La entrega solía hacerse por
medio de un símbolo, que cuando se trataba del episcopado era la donación del anillo y el báculo. Al quedar vacante una
plaza el señor buscaba al más fiel o a quien le podía ofrecer más dinero. En todo caso los obispos metropolitanos hacían la
consagración. Este sistema funcionaba en el sacro imperio romano germánico, pero se había extendido también por Francia.
Este conjunto de factores abría los caminos a otros males. La primera consecuencia funesta era la simonía, pues quien
ambicionada un episcopado prometía de antemano cosas injustas o bien lo compraba a precio de oro. Esto llegaba a
hacerse incluso notarialmente. Al entrar en la diócesis el obispo o un abad en el monasterio se endeudaban y se
comprometían a pagar a su acreedor. Para compensar esta especie de contrato vendían a su vez curatos o diaconías y
demás beneficios al mejor postor. La vida eclesiástica se había convertido en una forma de ganarse la vida. Se establecía así
una cadena de injusticias y corrupciones, que hace decir a Ruperto de Deutz de los abades: “se solucionaba con la venta de
la carne y de los huesos de los monjes”.
Otra consecuencia funesta se conoce con el nombre de nicolaitismo, que deriva de la secta aludida en el Apocalipsis 2, 15,
que volvió a las prácticas paganas. Los eclesiásticos eran como funcionarios civiles, puesto que participaban en todas las
tareas sociales, lo cual iba en detrimento de los deberes de su estado. A esta relajación se le da el nombre de clerogamia.
Como dice Anselmo de Lucca: “Todos los sacerdotes y levitas tienen mujer”. Ante el peligro de convertir en hereditarias las
iglesias, en un sínodo celebrado en Rávena en 1018 bajo Benedicto VIII, se endurecen las leyes eclesiásticas hasta el punto
de reducir a esclavitud y servidumbre a los hijos e hijas de sacerdotes concubinarios. La tradición había reconocido el valor
que en el reino tenía la virginidad libre, pero el clima de estos tiempos hace que la iglesia legisle sobre el celibato. La
cuestión queda definitivamente zanjada en el concilio de Letrán I en 1123, donde se afirma que el matrimonio de
sacerdotes, diáconos y subdiáconos es ilícito e inválido.
Las protestas del mundo cristiano contra esta situación provenían del renovado ámbito monástico llevado a cabo por Cluny,
que tiene mucho que ver con este movimiento de reforma. Además, algunos concilios habían expresado con fuerza estas
aspiraciones, denunciando el nepotismo, el tráfico de sentencias y la decadencia romana. También personas privadas como
Pedro Damiani (1007-1072) y Humberto de Silva Cándida denunciaban la situación. Este estado de cosas era descrito con
fogosidad por algunos reformadores, que tachaban al papado de “anticristo que sentándose en el trono en el templo de
Dios... se muestra a los ojos del pueblo”. Así en algunos medios la reforma aparecía como un acto de rebeldía contra el
papado. Era, pues, preciso que una autoridad llena de celo e inteligente canalizase estas ansias de reforma. La reforma
general sólo podía venir de la cabeza y ésta tenía que ser sana y poderosa.
La elección de Nicolás II (1058-1061) produjo tales contrastes, que los reformistas vieron claro que era necesario regular el
sistema, para evitar ingerencias ajenas. En 1059 se reúne en la basílica de Letrán un concilio con 112 obispos, casi
exclusivamente italianos, donde, además de prohibir el concubinato y la simonía, se proclama un nuevo sistema de elección
del papa. El decreto restringe el cuerpo electoral a los representantes del clero romano, es decir, a los cardenales,
reservándole al emperador simplemente el “honor y la reverencia”. Se reconocía que la elección podía tener lugar fuera de
Roma y la opción podía caer en “el personal de la Iglesia entera”. Este mismo sínodo prohibió por primera vez que los
eclesiásticos recibieran ningún tipo de investidura por parte de los laicos. Así se abría el camino para la reforma tan deseada.
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1.2. Personalidad reformista de Gregorio VII (1073-1085)
El monje Hildebrando provenía de los ambientes monásticos de Cluny. Oriundo de Toscana, donde nació hacia el 1020,
entra pronto al servicio de la sede romana. Antes de su elección a papa había desempeñado legaciones importantes en los
anteriores seis pontificados. Había promovido el decreto de 1059, que reserva las elecciones de los papas a los cardenales.
Fue intermediario entre la curia romana y la corte imperial para las elecciones papales. Durante el pontificado de su
predecesor Alejandro II (1061-1073) promueve la centralización del gobierno de la Iglesia. Todo esto le hace tomar
conciencia de la actividad pontificia.
El emperador Enrique III (1039-1056) ejerció con rigor todos los derechos reales sobre la Iglesia. En el sínodo de Sutri de
1046 depone a Silvestre III y comienza una directa intervención del emperador en los asuntos eclesiásticos, particularmente
en relación del derecho del “principado en la elección del papa”. El papa Gregorio VI (1045-1046) fue desterrado a Colonia,
donde le acompañó el clérigo Hildebrando. Era claro que el destino de este monje iba a ser enfrentarse al emperador a
causa de estas cuestiones. Por eso es objeto de ironías por parte de los aduladores del emperador Enrique IV, su
contrincante. En estos ambientes se dice que era hijo de madre campesina y padre cabrero. Pero este “hombrecillo de
menguada estatura” es el personaje que, por su capacidad de mando y su tenacidad indomable, da nombre a esta época.
Elegido “vox populi” se propone con toda su energía la tarea más urgente del momento: liberar a la Iglesia de las
consecuencias e intromisiones feudales. Hereda el ideal de Gregorio I y por eso toma el nombre de Gregorio VII. El primer
paso para la reforma era crear unas condiciones pacíficas y estables en el imperio. La situación era conflictiva, porque
Enrique IV (1056-1106), rey de Alemania, estaba excomulgado por Alejandro II por no haber desechado a sus consejeros
contrarios a la reforma ya iniciada. Para el papa seguía siendo necesaria la idea gelasiana de la armonía entre los dos
poderes antes que vivir en permanente rivalidad.
Un hecho político inesperado favoreció la labor de los legados de Gregorio. Los sajones y los turingios se habían sublevado y
las deserciones en el ejército alemán se multiplicaban a causa de la excomunión que pesaba sobre Enrique. El rey se
sometió a hacer profesión de fe con elevados sentimientos de humildad. Aunque los motivos de su confesión podían ser por
lo menos ambiguos dada su evidente debilidad, sin embargo el papa dio crédito a sus palabras y le levantó la excomunión.
Así la sociedad quedaba pacificada y la Iglesia podía ser reformada.
El segundo paso consiste en atacar los males que estaban en el origen de la decadencia eclesiástica. Para ello se dirige por
carta, primero, a los obispos para instarles a predicar la reforma sin descanso. Luego, constituye a sus legados con amplios
poderes, incluso superiores a los de los metropolitanos. Por fin, promueve los sínodos romanos, como órganos de reforma.
Quedan así perfiladas las constantes de la reforma gregoriana: centralismo y dirigismo.
El sínodo de cuaresma del 1074 promulga las primeras decisiones: “todo el que haya sido promovido a las órdenes por
simonía... no podrá desde ahora ejercer ningún ministerio en la santa Iglesia... Los fornicarios no pueden celebrar en el
altar”. La aceptación de estas órdenes, que los legados se encargaban de vigilar, no fue unánime. En España e Inglaterra,
donde no había tantos problemas, las medidas fueron acatadas. Pero en Francia choca en primer lugar con el mismo rey
Felipe I, que era un ejemplo de adúltero y simoníaco. En un sínodo de París los obispos, abades y clérigos declaran
imposibles de seguir las órdenes papales. En Alemania se declara herética la imposición pontificia de la obligación de la
continencia clerical. En la misma Roma se hizo caso omiso de la reforma. Gregorio no acepta la derrota, sino que exhorta y
exige.
1. 3. La cuestión de las investiduras:
Los males atacados eran sólo el síntoma de otro más grave y causa de todos ellos. El problema estaba en liberar a la Iglesia
de la tutela laica, que tenía su expresión en el sistema de las investiduras. Este mal era más notorio en Alemania, donde los
obispos dependían del emperador. Constituidos en grandes señores feudales eran el mejor soporte de la monarquía. El
sistema de la sumisión de los eclesiásticos al rey no dejaba lugar a otras intervenciones. En otros lugares había obispos
señoriales, independientes, pero que daban lugar a transmisiones familiares. Mientras los poderosos no se sintieran
atacados, la empresa reformista podía quedar en simples recomendaciones morales. Pero Gregorio estaba decidido en llegar
a la raíz del mal.
Pero no se debe pensar que el papa pretendiera quitar al emperador la ayuda de los obispos ni a éstos sus feudos. Una
reforma tan radical no era concebible entonces. Más bien se trataba de que no fueran los señores feudales ni los reyes
quienes eligieran a los obispos y les otorgaran la investidura del anillo y el báculo, símbolos de la autoridad ministerial. La
antigua tradición eclesial, también recogida en los cánones conciliares, exigía la elección del ministro por el clero y por el
pueblo. Gregorio quiere salvaguardar este funcionamiento de la Iglesia.
1.3.1. Enfrentamiento entre sacerdocio e imperio:
Para fundamentar sus derechos, tanto en asuntos eclesiásticos como civiles, Gregorio ideó la elaboración de una colección
canónica, cuyo esquema ha llegado con el nombre de Dictatus papae (1074-1075). Son 27 proposiciones sobre el poder
papal, que condensan una teoría sobre el poder pontificio y que definen los derechos y prerrogativas del pontífice en
términos tajantes. Parten del poder de Pedro que es de origen divino y que se ha transmitido a sus sucesores. Las líneas
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fundamentales son la preeminencia de sus legados sobre los obispos y el poder de desligar a los súbditos del juramento de
fidelidad a los soberanos y deponerlos. Era un ataque en toda regla al sistema feudal.
Gregorio aplica estos principios a la práctica. Sus ideas podían ser admitidas en países en crisis, como era el caso de la
península ibérica. Por eso, el papa apelándose a los principios apostólicos podía justificar su intervención para suprimir la
liturgia visigótica e implantar la romana. También amenaza con la excomunión y depone a Felipe I de Francia. Pero en
Alemania Enrique IV, heredero del cesaropapismo otoniano, no podía aceptar semejante control.
La chispa salta en Milán, ciudad cercana al papa, donde había dos obispos: uno imperial y otro reformador. Ante los
desmanes de la semana santa de 1075 Enrique IV decide nombrar a otro, que es inmediatamente consagrado, lo cual
contravenía la prohibición de Gregorio. Aunque no deseaba romper con Enrique IV, se creyó obligado a notificarle que no
toleraría jamás la presencia en Milán del prelado imperial Teobaldo. El papa reprocha al monarca la desobediencia a los
cánones apostólicos en otros nombramientos, aunque le recuerda que está dispuesto a examinar con él la interpretación del
decreto de febrero del 1075 “para que no le pareciera tan pesado e inicuo”. Esta energía era nueva en un papa.
Enrique había mejorado sus posiciones en Alemania, donde había salido triunfante de la rebelión de Sajonia y podía contar
con el apoyo del alto clero. En Italia habían aumentado los contrarios al papado e incluso en Roma se había creado un
partido hostil al mismo. Aconsejado por sus partidarios Enrique convocó en Worms, el 24 de enero del 1076, una asamblea
de obispos alemanes a quienes se unió el cardenal Hugo Cándido recientemente enemistado con Gregorio. Los cargos contra
Gregorio, ”el falso monje Hildebrando”, son graves. Lo acusan de ser perturbador de la paz, usurpador del poder pontificio
mediante el perjurio, arrogarse poderes ilimitados sobre los obispos e intentar substraer al rey la dignidad que había
heredado. Todos subscriben el texto: “Yo ... obispo... notifico a Hildebrando que, desde este mismo momento le niego mi
sumisión y obediencia, que no le reconozco como papa ni le reconoceré ese título”. El rey acusa al papa de haber
“despreciado el orden establecido por Dios”.
Las ideas de Worms prenden en Lombardía, donde los obispos imperiales envían sus resoluciones a Roma para el próximo
sínodo de cuaresma de 1076. Gregorio pronuncia un discurso histórico donde proclama la medida más radical contra
Enrique: “Substraigo al rey Enrique... del gobierno de Alemania e Italia; absuelvo a todos los cristianos del juramento de
fidelidad a él prestado”. Era la aplicación de la doctrina de los Dictatus, que atacaba la raíz del sistema de las investiduras.
Con esta medida el papado reivindica plenos poderes, no sobre algunos territorios, sino sobre la cristiandad misma.
La sentencia tuvo inmediata repercusión, pues el enfrentamiento entre el absolutismo regio de derecho divino y la teocracia
o gobierno sacerdotal era fatal para Enrique. Su despotismo hace que los señores y obispos lo abandonen y entonces
Gregorio decide emprender viaje a Alemania, aconsejando a los obispos a acoger al rey, si se convierte de corazón. También
Enrique decide ir él mismo ante el papa. En el viaje Gregorio se entera de que el rey había sido depuesto y llegaba a
Lombardía. Por prudencia se refugia en un castillo de la duquesa toscana Matilde, en Canosa. Allí se presentó el rey sin
insignias reales, vestido de penitente y con escasa escolta, el 25 de enero del 1077. Durante tres días, desde el amanecer
hasta la puesta del sol, ante el asombro de los presentes por la dureza desacostumbrada del papa, apareció el monarca
profiriendo lastimeros gemidos y demostrando el más sincero arrepentimiento. “Vencido por fin, cuenta Gregorio, por el
ardor de la compunción y por las súplicas de los que estaban presentes, Nos le hemos admitido, rompiendo los lazos del
anatema, al bien de la comunión”.
Muchos consideran Canosa, a pesar de la humillación aceptada por el monarca, como la derrota de Gregorio, quien con su
gesto de perdón habría renunciado a todas las ventajas penosamente acumuladas a lo largo de 1076. Las pretensiones de
veneración universal de Hildebrando pueden suscitar antipatía en algunos, pero una lectura minuciosa revela que para el
papa la autoridad pontificia sólo debía emplearse para hacer avanzar la justa causa de la libertad de la Iglesia. Gregorio no
se aprovechó de la debilidad del enemigo, y él mismo explicó que en Canosa no había hecho más que levantar la
excomunión, pero no poner en duda la corona. Este asunto debía resolverse en Augsburgo, pero Enrique supo explotar el
perdón conferido como una reposición en el poder y atrajo otra vez el pueblo a su obediencia.
1.3.2. El cisma imperial hasta la muerte de Gregorio VII
Los príncipes alemanes consideraban depuesto al rey y habían elegido a Rodolfo de Suabia. Por eso, se sintieron
consternados ante la absolución de Canosa, pues no habían sido previamente consultados. El papa había dicho que la
cuestión de la corona no entraba dentro de sus propósitos en la absolución de Canosa. Antes bien pensaba en ver cómo
Enrique se hacía de nuevo digno de su corona con sus actos. A partir de 1080 Gregorio juzga que los actos del rey no son
pacificadores, pues seguía nombrando obispos y abades a su antojo e incluso llega a amenazar al pontífice. El papa, a pesar
de la superioridad militar de Enrique sobre Rodolfo, no se atiene a cálculos políticos y fulmina por segunda vez la
excomunión al monarca.
Pero ahora Enrique se siente seguro, porque había logrado la victoria sobre su rival, que perece en la lucha. En una
asamblea en Brixen (Brixia) elige antipapa al arzobispo de Rávena, Guiberto, que toma el nombre de Clemente III. Entra
con determinación en Roma, obligando a Gregorio a refugiarse en el castillo de sant’Angelo. La ceremonia de la coronación,
tan esperada desde hacía tiempo, tuvo lugar el 31 de marzo del 1084 en el día de Pascua en san Pedro, pero es el antipapa
quien coloca sobre la cabeza de Enrique y la reina Berta la corona imperial.
La defensa de Roma era ahora problemática. La condesa Matilde, aliada del papado, no podía hacer frente al emperador.
Los normandos, una fuerza joven, combativa y casi salvaje, no eran aliados fáciles del papa, pues el vandalismo en los
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saqueos era la norma. Pero la desesperada situación no dejaba más alternativa que acudir a ellos. El abad de Montecassino
Desiderio pactó con Juan de Capua y Roberto Guiscardo. Roma fue horriblemente castigada y Gregorio liberado. Los abusos
de los normandos, aliados de Gregorio, y el poder de los imperiales, sus enemigos declarados, parecían aliarse para
humillar al papa reformador.
Ante la inseguridad creada en Roma Gregorio huye a Salerno. Allí muere el 25 de mayo de 1085. Su biógrafo, Pablo
Bernried, pone en aquel emocionante y melancólico momento estas palabras en su boca: “amé la justicia y odié la
impiedad, por eso muero en el destierro”. La muerte del papa como un proscrito no significó la derrota de sus ideas. La
reforma de la Iglesia y la supremacía romana, que Gregorio propuso, encontrarán muchos simpatizantes. Esta reforma hizo
disminuir los males de la simonía y del nicolaísmo, pero sobre todo reforzó los lazos de la cristianad con Roma y sus
legados, que eran bien vistos, incluso en Alemania donde el proceso fue más lento. Todo ello era producto de la clarividente
idea original de liberar a la Iglesia del dominio feudal, por la que este papa luchó con tenacidad hasta el heroísmo.
2. El pontificado en el siglo XII
La muerte de Gregorio dejaba en suspenso la causa de la reforma. Después de un breve pontificado de Víctor III, fue
elegido uno de los predilectos de Gregorio VII, Eudes de Chatillon, que toma el nombre de Urbano II (1088-1099). Vigoroso
gregoriano como su maestro, era sin embargo más flexible y mejor diplomático en el trato con las personas y en su contacto
con las circunstancias políticas. Sin recursos para oponerse él solo a Enrique, fortifica su alianza con los normandos del sur
de Italia y en el norte alienta y propone el matrimonio de la condesa Matilde con el señor de Welf (de donde la latinización
de güelfo), adicto a la causa pontificia.
Ante estos movimientos defensivos del papa Enrique IV franquea los Alpes y se da un duro enfrentamiento entre ambos
partidos junto al castillo de Canosa. Esta vez las fuerzas de Matilde unidas a las del papa lograron la victoria en 1092. Los
años siguientes el papa recorre el norte de Italia y el sur de Francia en brillante campaña reformista, predicando los
principios gregorianos. En Piacenza se entera, por medio de los embajadores griegos, de que el peligro turco amenaza la
cristiandad y comienza a fraguarse en él la idea de una cruzada.
2.1. La herencia gregoriana
A principios del siglo XII los gregorianos estaban divididos en tres grupos: unos, como Godofredo de Vendome,
consideraban la investidura laica como herética e inválida; otros, como Honorio de Autun, la rechazaban como ilícita, pero
no se atreven a condenarla como inválida; por fin, un nuevo partido, cuyo portavoz es Ivo de Chartres, distingue en los
obispos dos investiduras: una eclesiástica como pastores y otra laica como señores feudales. Con la primera se conferían los
poderes jurisdiccionales eclesiásticos y con la segunda el poder temporal. Ésta última la pueden conferir los reyes y príncipes
temporales. Esta solución se impone en Francia en 1106 con Felipe I, lo cual podía ser un buen precedente para conseguirlo
en Alemania.
Sube entonces al solio pontificio un monje idealista, hipnotizado por la idea de una Iglesia pura y libre de todo señorío
temporal y de toda riqueza. Toma el nombre de Pascual II (1099-1118). Había estado al lado de Enrique V, cuando se
rebeló contra su padre, porque le había prometido libertad absoluta para la Iglesia y la renuncia a toda investidura. Pero
cuando empuña el cetro imperial sigue la conducta de su padre imponiendo en las sedes episcopales a quien más le
convenía. Pascual II lo depone. De nuevo estaba preparado el combate, pues Enrique V impone en Sutri en 1111 su
voluntad y el mismo Pascual II tuvo que reconocer el valor de la investidura laica. El miedo a nuevos cismas hizo claudicar a
Pascual, pero esto produjo malestar entre muchos cristianos.
Calixto II (1119-1124), que se había opuesto al privilegio de Sutri llegando a amenazar con el cisma a Pascual II, si no
rechazaba el pacto con Enrique V, fue otro papa dispuesto a proseguir con energía y diplomacia la causa de la reforma.
Partidario decidido, en todas las circunstancias, de la supremacía y de la independencia del sacerdocio frente al imperio,
inicia las conversaciones con el rey alemán, tratando de convencerlo de la conveniencia para ambos de que firme algo
semejante al rey francés. Por fin Alemania, último y más tenaz bastión de resistencia, también cede, pues muchos obispos
eran del parecer que el monarca debía llegar a un arreglo con el papa. Esta solución se ratificó el 1122 en Worms. En este
tratado los señores feudales renunciaron a investir "con la cruz y el anillo" a los prelados de sus dominios. Fue un acuerdo
entre Calixto II y Enrique V. Un concilio ecuménico, el primero exclusivamente occidental, celebrado en la basílica de Letrán
en presencia del papa en 1123 confirmó lo que era el primer concordato entre la Iglesia y el Estado.
2.2. Triunfo del papado sobre el imperio:
Pero durante el siglo XII se dan las condiciones para constantes cismas y antipapas. El ideal de la supremacía pontificia no
siempre podía realizarse frente a las presiones del emperador. Renace el conflicto entre trono y altar bajo el emperador
Federico Barbarroja (1152-1190). Cuatro antipapas se sucedieron en 20 años, pero ahora las amenazas y las armas no
consiguieran doblegar a los papas. La administración regia tropieza con los obispos defensores de la libertad de la Iglesia,
como es el caso del asesinado Tomás Becket en Inglaterra en 1170. Los prelados feudales se enfrentan a las rebeliones de
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las comunas burguesas, que terminan proclamando contra la voluntad de los papas la república en la misma Roma entre
1144 y 1155.
La lejanía del emperador y la necesidad de protección obligaba al papado a aliarse con los normandos del sur de Italia. Éstos
eran enemigos natos del emperador, lo cual era una dificultad añadida al mantenimiento de los pactos del papado con los
alemanes. Por eso el papa Eugenio III (1145-1153) había prometido al emperador Babarroja no entregarse jamás a los
normandos en el pacto de Constanza de 1152. Pero la conciencia de una Roma civil separada del papado da lugar a otra
fuerza reformista de signo contrario. El papa, en cuanto protegido por el emperador, y los obispos, en cuanto señores del
imperio, fueron objeto de continuos ataques. Entre estos movimientos democráticos y espiritualistas destaca el promovido
por el clérigo Arnaldo de Brescia, discípulo de Abelardo, que consiguió rechazar al obispo de la ciudad e implantar el
gobierno de la comuna. Se dispuso a realizar otro tanto en la Roma en tiempos de Eugenio III, obligándolo a huir y a vivir
fuera de la ciudad pontifica varios años e implantando en el Capitolio un gobierno democrático. Pero el acuerdo de
Constanza ayudó al papado a liberarse de los reformistas radicales. El clérigo reformista Arnaldo fue traicionado por Federico
I Barbarroja, que lo hizo prisionero y lo mandó a la horca en 1155.
Si embargo, el problema seguía sin resolverse, porque el emperador era heredero de las ideas de sus predecesores
otonianos. De nuevo Adriano IV (1154-1159), único papa inglés, hubo de consentir la ayuda de los normandos, iniciando así
otra vez las luchas entre papado e imperio. El conflicto surge de nuevo en 1157, en la Dieta de Besançon, donde el legado
pontificio, Rolando Bandinelli, había exigido al emperador la libertad del arzobispo de Lund, Eskil, apresado por un señor
salteador al atravesar territorio borgoñón en su viaje de Italia a Suecia. La actitud desafiadora de la documentación del
legado pontificio contrasta con la versión imperial. Ese año el enfrentamiento entre Adriano IV y Federico Barbarroja se
decanta hacia el pontificado.
El motivo de la discordia era la interpretación del término "beneficium", utilizado intencionadamente en la carta del papa. En
una correcta traducción o interpretación podía significar desde un simple regalo o favor a un feudo. La cuestión que aquí se
planteaba era decidir si el imperio era un "beneficium", interpretado como "feudo", que los papas concedían. Todo ello
fundamentado en que era el papado el que había transmitido el imperio, primero a los francos y, más tarde, a los alemanes.
El argumento del emperador era diametralmente opuesto, pues basaba las razones de su superioridad en que habían sido
precisamente sus predecesores, quienes habían concedido a los papas el "Patrimonium Petri”. El papado se había liberado
del poder laico durante la "querella de las investiduras" y ahora aspiraba a dominar primero Italia y por supuesto al
emperador. En efecto, lo que se debatía en torno a la teoría del "dominium mundi" era saber quién ostentaba la primacía
sobre la cristiandad.
Este es el marco de referencia del enfrentamiento. El papado se había dotado desde el siglo anterior de una apoyatura
jurídica de sus derechos, que había cristalizado, en 1140, en el Decreto de Graciano, germen del Derecho Canónico. El
emperador comprendió que había que actuar de forma similar. La Dieta de Roncaglia en 1158 lo hizo posible. Allí brillaron
los juristas de la universidad de Bolonia, que presentaron un recuento de los derechos del emperador sobre Italia. La batalla
legal tenía ya sobrados argumentos para que cada uno de los bandos se los pudiera ofrecer a toda la cristiandad en defensa
de su postura. La llegada al solio pontificio de Rolando Bandinelli, que toma el nombre Alejandro III (1159-1181), radicalizó
las posturas.
Por entonces se acuñaron las expresiones güelfos y gibelinos. La línea política de los gibelinos, a cuya cabeza estaba el
emperador Federico Barbarroja, fortalecía la dignidad imperial, el dominio de Italia y del papado. Por su parte, los güelfos,
que tenían a su frente a Enrique León, defendían una línea de concordia con el pontificado, al que apoyaban, y relegan a
segundo plano los problemas italianos. Preferían orientar los esfuerzos bélicos de los alemanes hacia la frontera oriental,
para proseguir la colonización y cristianización de los eslavos. Aunque se da una diferencia inicial en la prioridad de
objetivos, sin embargo sus propósitos no son estables ni constantes, pues las mentalidades y comportamientos se modifican
a consecuencia del enfrentamiento entre el papa y el emperador.
Las ciudades italianas, con Milán a la cabeza, se pusieron al lado del papa con el deseo de librarse de la presión del
emperador. La convicción de que el papa nunca tendría los medios de acción necesarios para imponerles un férreo dominio,
como el que pretendía el emperador a través de la figura del "podestà", los animaba a luchar para independizarse del poder
imperial. Pero el problema no era solamente italiano. Toda la cristiandad se veía directa o indirectamente implicada. En
efecto, el papado a través de los legados pontificios mantenía una presencia constante en toda la cristiandad, y ello obligaba
a las distintas monarquías a tomar postura. Ya muy pronto, en 1161, Castilla, con Aragón y Hungría se habían puesto al
lado de Alejandro III, y con él se mantuvieron durante todo el conflicto.
Alejandro III fortificó las ciudades del norte de Italia y formó una Liga para que hicieran frente común al enemigo y, cuando
Barbarroja se presentó nuevamente en Italia en 1174, acompañado de un poderoso ejército, encontró una fuerte
resistencia. Fue obligado a refugiarse en Pavía a la espera de nuevos refuerzos alemanes. Los güelfos, en vez de apoyar a
su rey, le niegan la ayuda y le recriminan su excesiva preocupación por los problemas italianos en detrimento de los
alemanes. En 1176 Barbarroja es derrotado en Legnano por los confederados. No quedaba más camino que la negociación
y ante la imposibilidad de separar a la Liga del Papa, hubo de plegarse a la negociación. Se firma entonces la paz de Venecia
en 1177, en la que se reconocen los derechos de la Iglesia y el emperador se compromete a una cruzada en Oriente contra
los enemigos de la fe. La paz de Venecia, república que hospedó a ambos contendientes, representaba la claudicación del
emperador ante el papa y sus aliados. Pero significó, sobre todo, el fracaso de su concepto de la teoría del "dominium
mundi" y de su política italiana. Hacía un siglo que su antecesor Enrique IV, en Canosa, se había humillado ante Gregorio
VII.
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No obstante, la suerte de Federico Barbarroja no estaba totalmente echada, ya que derrotado consigue, de forma
paradójica, sus mejores éxitos. Su vuelta a Alemania le permite reforzar su posición e iniciar el castigo de los güelfos por
haberle negado el auxilio que les había pedido desde Italia. Por otra parte, con su derrota, logra sin ningún esfuerzo lo que
con tanto empeño había pretendido: separar al papa de la Liga de las ciudades italianas. Una vez firmada la paz y alejado el
peligro, la unión de las ciudades se deshizo, volviéndose al sistema de Ligas rivales alejadas del papado. En estas
circunstancias alguna de ellas buscó la especial protección del emperador. Así, cuando Sicilia firma la paz, se acordó el
matrimonio del hijo Federico, Enrique VI, con la heredera siciliana Constanza. De este modo Alemania consigue de forma
pacífica la unión de Sicilia, objetivo de los emperadores alemanes desde mediados del sigo X.
En 1195 el nuevo emperador Enrique VI comienza la predicación de una cruzada dirigida por él dentro de un magno
proyecto de construir la "monarquía universal". Esta idea política pretendía unir la tradición germánica, según la cual estaba
reservado a los alemanes realizar en su día el imperio del mundo (regnum teutonicum). A esta idea se unía otra de origen
siciliano, según la cual por haber recibido la corona de los normandos le estaba reservado el dominio del Mediterráneo y la
conquista del imperio bizantino. La muerte del emperador Enrique VI (+ 1197) impidió la culminación de una empresa sin
duda transcendental entonces, pero este proyecto lo heredará su hijo Federico II.
2.3. La reforma de la Iglesia en otros pueblos:
Las fronteras de la cristiandad occidental estaban delimitadas al sur por los árabes y al este por el imperio bizantino. Pero en
el seno de Occidente las fronteras de los pueblos cristianos estuvieron sometidas a la conquista de los escandinavos o
vikingos, como les llamaron las primeras víctimas. Entre ellos el grupo más dinámico estaba constituido por los normandos,
protagonistas de esta época de la historia en diversos territorios. Partiendo de la pequeña porción de tierra que cabalga
sobre las dos orillas del río Sena, cercana al canal de la Mancha, unos salieron para apoderarse de las fértiles regiones en
Inglaterra e Irlanda. Otros conquistaron y ocuparon Sicilia y la mitad meridional de Italia. Algunos llegan a Grecia, Chipre y
Palestina. En estos países establecieron formas de gobierno y de administración cuya eficacia era superior a la de otros
países de Occidente. De hecho, sin los normandos, las cruzadas y las catedrales de esta época no hubieran sido lo que son.
Se habían convertido al cristianismo en el siglo XI y construyeron grandes iglesias. Los obispos y abades cayeron en la red
del sistema feudal. Cuando el duque Guillermo se dispone a invadir Inglaterra, con el pretexto de hacer valer su título de
sucesión y castigar al perjuro, obtuvo la bendición de Alejandro II (1061-1073). Por mediación de normandos actuaron en
las islas británicas Lanfranco y Anselmo, los mejores teólogos del siglo XI. Pero las islas británicas tenían una iglesia muy
particular, con aspiraciones a convertirse en un patriarcado.
En Inglaterra el problema adquiría en estos años matices muy particulares, pues toda la querella se polariza en el problema
interno y, casi personal, entre Enrique II y Tomás Becket. En 1162, Enrique II había elevado a la sede de Canterbury al
brillante cortesano y canciller Tomás, que desde este momento se convierte en severo asceta y puntual defensor de los
derechos de su Iglesia. Las causas de estos amigos de juventud se acoplan perfectamente con lo que en estos momentos
era el gran debate de la cristiandad: primacía del poder laical sobre la Iglesia o viceversa.
La causa del enfrentamiento fue la exigencia del rey de que todos aquellos clérigos criminales (culpables de asesinato o de
robo), a los que la jurisdicción eclesiástica solamente condenaba a la degradación, fueran juzgados luego por la justicia real.
En el pensamiento de Enrique II tal determinación se ajustaba a su política de reforma del sistema jurídico administrativo.
Para Tomás, desde su reciente condición de primado, era una ingerencia del poder real en los privilegios de la Iglesia. El
problema se agravó cuando en 1164 el rey promulgó las Constituciones de Clarendon, que, en sus 16 artículos, establecen
diversas formas de control permanente de la monarquía sobre el clero. La huida de Inglaterra del arzobispo y el apoyo de
Roma dejan en suspenso el problema, pero el enfrentamiento era inevitable.
En 1170 se reconcilian los antiguos compañeros en Freteval y Tomás vuelve con el beneplácito del rey. En cierta medida
aparecía como un triunfo de los postulados pontificios, pero la auténtica victoria de la Iglesia viene con su asesinato el 29 de
diciembre de 1170. Será el mártir de la causa pontificia. El papado interviene en Inglaterra demostrando su fuerza mediante
el entredicho, que solamente será levantado cuando los culpables del asesinato sean castigados y el mismo Enrique II haga
pública penitencia. Tomás Becket se convierte así en el símbolo del triunfo del papado. Las luchas intestinas, que se
sucedieron, debilitan el papel de Enrique II como adversario del papado.
En Francia, tras la división del reino carolingio, el príncipe vio declinar sus poderes para resistir a las invasiones de otros
pueblos. La carencia de una autoridad secular central reforzó el influjo del cuerpo episcopal. Durante el eclipse del poder
real, el cuerpo episcopal manifestó una gran actividad reuniendo concilios y predicando la “tregua de Dios” y la suspensión
de las guerras feudales. A partir de 1030 el rey afianzó su autoridad y comenzó una nueva época. Sin embargo la
monarquía era aún débil, mientas que el papado iba extendiendo su influjo. Durante los siglos XI y XII el episcopado no
reivindicó en general sus derechos frente a las pretensiones pontificas. La reforma gregoriana se extendió por Francia a
través de los legados pontificios, que ejercieron una vigilancia muy estrecha.
En España surgen a lo largo de la costa septentrional pequeños reinos, que acabaron por llegar al interior de la península. A
mediados del siglo XI existían los reinos de Castilla-León, Aragón y Navarra, que ya tenían relaciones con los reinos
cristianos más allá de los Pirineos. La reorganización eclesiástica avanzaba con la reconquista, y poco a poco la iglesia
española ocupó su lugar dentro de la cristiandad medieval. La reforma gregoriana, con sus aspiraciones a la uniformidad,
terminó con la liturgia hispánica, que se había mantenido con dificultades bajo los señores islámicos los siglos anteriores. En
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España la batalla de Alarcos en 1195, significó la gran derrota de Alfonso VIII a manos de los almohades, pues no esperó a
que llegaran los refuerzos de otros reinos. Este desastre produjo honda preocupación en los reinos peninsulares. El papado
sensible a todo lo relacionado con los musulmanes en España insta a la unidad de los reinos cristianos y así arranca la
política contra los almohades, que es apoyada con energía por la Curia.
3. El cambio interno de la iglesia de Occidente
El ideal del retorno a la antigua Iglesia pura y al libre juego de las fuerzas peculiares de la sociedad eran las inspiraciones
profundas de los reformadores. La lucha por la libertad de la iglesia tenía como objetivo algo más universal que la mera
liberación de la autoridad temporal. Este ideal movilizó fuerzas en diversos campos. Unas son más espectaculares, como la
organización de las cruzadas, mientras que otras son más profundas e influyentes, como la renovación del derecho, de la
teología y de la vida religiosa. Entre estos cambios, sin embargo, el que más repercusión tuvo en aquel ambiente fue el
afianzamiento del papado, que actuaba como motor de todos ellos. Entre los siglos XI y XII se aceleró la transformación de
Occidente. La imagen de la historia de la Iglesia de este período hay que completarla, por tanto, estudiando estos diversos
aspectos.
3.1. La nueva relación del papado con la cristiandad
La inestabilidad de Roma repercutía en el afianzamiento del papado, como fuerza directora de la cristiandad. La autonomía
política de Roma, aneja a la formación de los Estados pontificios (754), fue mermada por los emperadores francos y
alemanes y por la misma nobleza romana, pero no fue nunca abolida. En el siglo VIII la autonomía del papado se manifestó
tanto en reclamaciones territoriales como en el empleo de insignias y derechos imperiales. Para ambas cosas se halló la
justificación en las celebres falsificaciones de la donatio Constantini. Los papas reivindican este patrimonium, que poco a
poco se va imponiendo. La consecuencia fue que el papa aparece como un emperador con una política independiente. La
expresión regalia beati Petri (realezas de san Pedro) aparece en 1059. Ahora alcanza nueva importancia, a pesar de la
resistencia de la comuna romana y de los emperadores germánicos Staufen.
La dirección política y espiritual de la cristiandad occidental era la verdadera tarea ante la cual pasaban a segundo término
la política feudal y territorial. La universalidad del papado se fundaba en la autoridad primacial sobre la Iglesia o populus
christianus. No es que el papa estuviera a la cabeza de una Estado universal, como todavía hoy se afirma en muchos libros,
pues nunca llegó a ese objetivo ni antes ni después de la reforma. Una cruzada, por ejemplo, podía ser dirigida por el papa,
si los príncipes respondían a su llamamiento. La autonomía de los respectivos órdenes rompía la unidad de fines entre la
voluntad política espirital y la secular anteriormente mantenida. Pero era necesario mantener la unidad de la cristiandad,
porque la formación de dos órdenes del derecho perjudicaba al papado y a las monarquías nacionales. Aunque Gregorio
quería mantener esa unidad, pidiendo a los reyes que subordinaran totalmente sus intereses al fin espiritual y político, sin
embargo estas directrices chocaban con el ejercicio del poder temporal.
El principio jerárquico afectó a la ecclesia universalis en cuanto institución capaz de integrar también a los gobiernos
temporales. La Iglesia se equiparaba a la sociedad, entendida como populus christianus. Estas ideas venían de la temprana
Edad Media, y los reformadores mantuvieron en toda su amplitud esta unidad religiosa y política. Esta concepción jerárquica
de la sociedad creaba una nueva relación también con los reyes. La teocracia de los soberanos seculares aparecía como una
perversión del recto orden, porque el oficio sacerdotal era superior. Esta superioridad se expresa con viejos simbolismos
comparativos como oro-plomo, sol-luna y alma-cuerpo. Además se negó todo carácter sacramental de la consagración de la
realeza. Sólo el sacerdocio participa de la realeza de Cristo. En virtud del principio jerárquico el soberano era un laico que,
en cuanto funcionario importante de la ecclesia universalis, no podía estar por encima ni a la par de los sacerdotes.
Sin embargo, el curso de las querellas lleva a distinguir ambos poderes cada vez más. Los defensores del rey manifestaban
buen olfato, cuando a las pretensiones de los reformadores oponen el principio gelasiano sobre los dos poderes, que no
había sido abandonado, y recalcaban que la autoridad la recibía directamente de Dios el sacerdote y también el rey. La
unidad de los dos poderes, sólo funcionalmente distintos, fue substituida lentamente por el contraste más preciso entre dos
autoridades derivadas inmediatamente de Dios, que mandan sobre órdenes autónomos de derecho público. Así el proceso
de separación del regnum et sacerdotium se va afianzando con el tiempo. Pero no debe entenderse como la configuración
de dos comunidades contrapuestas ontológicamente, pues la unidad superior del mundo cristiano todavía inspira aquella
sociedad y será preciso andar mucho para que en Occidente se llegue a esa meta. La unidad superior de la ecclesia
universalis (christianitas), que abarca a ambos órdenes de derecho, siguió operando como un factor básico de la vida social
y política en la Edad Media.
La unidad occidental, que hasta entonces había dejado en la penumbra el brillo del imperio, aparece ahora en su verdadera
dimensión: la verdadera unidad estribaba en la fe común y en la común pertenencia a la Iglesia. Este fundamento tenía sus
expresiones en la unión internacional de la jerarquía eclesiástica y en la formación de un derecho canónico válido para todos
los países cristianos. De este modo la Iglesia vino a ser la verdadera representante de la cristiandad y el papa, a la cabeza
de la Iglesia, el guía de la misma.
No se trataba ya de un territorio, sino que todos los estamentos podían llevar directamente sus pleitos a Roma. En los siglos
XII y XIII se deja sentir más aún la doctrina según la cual el Estado y la sociedad están obligados a la ley de Dios y a la ley
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moral de la Iglesia. Por eso, la Iglesia daba leyes importantes para la convivencia humana: licitud del interés, margen
comercial y cobro de tributos; las cuestiones matrimoniales eran casi de su exclusiva incumbencia; regula el juramento, tan
importante en la vida pública y privada de entonces; lo mismo se puede decir del campo de la cultura y de las instituciones
caritativas y asistenciales; por fin las incitativas de la paz, que desde comienzo del siglo XI había proclamado el clero franco
con la “tregua de Dios”. El papa Urbano II (1088-1099) recoge estas iniciativas pacíficas y promueve la “paz de Dios” en los
sínodos generales.
Un campo en el que el poder de la Iglesia adquiere extraordinario relieve es el campo penal y coactivo. La excomunión y el
entredicho aplicados ahora al mismo rey tenían graves repercusiones conforme se afianzaban las relaciones jurídicas. A
pesar de las dificultades de aplicar estas medidas a los soberanos, sin embargo tenían reconocimiento jurídico teórico. A
partir del siglo XII estas penas se aplican a los herejes. En este caso la autoridad penal de la Iglesia y del Estado se alían
ante este enemigo común, pues no se distinguía entre herejía y peligro social.
El afianzamiento del papado, como fuerza ideal de la Edad Media, precisaba de un reglamento claro, para poner fin a las
elecciones arbitrarias de sus representantes. Ya a principios del siglo XII la iglesia de Occidente había comenzado a celebrar
concilios ecuménicos, inspirados en la antigua tradición cristiana, para resolver los graves problemas pendientes. Este
sistema se hacía necesario para terminar con los cismas frecuentes del papado y para imponerse a las rebeliones
democráticas. Es lo que va a suceder con el concilio III de Letrán. Después de la paz de Venecia con Barbarroja el papa
pudo volver a Roma y convocar un nuevo concilio, que se abrió el 5 de marzo de 1179 y que ofreció al papado la posibilidad
de plasmar su triunfo. La obra del concilio no se ha conservado, aunque se pueden reproducir algunos cánones por
alusiones de otros autores.
En este concilio se ratificaron las medidas para acabar con los cismas, que habían tenido en jaque durante el siglo XII al
pontificado. Para cerrar la puerta a nuevas divisiones en la constitución Licet de vitanda discordia, se restringe el derecho de
elección al colegio cardenalicio en su conjunto, sin las distinciones anteriores. Sobre el modo de elección hay una novedad:
“si por cualquier motivo, no se puede conseguir la plena concordia entre los cardenales para la elección... sea considerado
romano pontífice de la Iglesia universal, sin ninguna reserva, quien haya sido elegido por dos tercios”. Ley todavía vigente.
Además, declara nulas todas las ordenaciones y disposiciones de los antipapas y corrige los males morales clásicos. La
creación de los cardenales había sido una medida decisiva en este tiempo. Este concilio, además de dar disposiciones sobre
el procedimiento de elección pontificia, sirvió de plataforma para expresar el triunfo del papado sobre el emperador. El
canon 27 es la carta magna para las cruzadas contra herejes. Se recordó también que cada catedral debía tener su escuela,
que ningún clérigo debe estar sin beneficio y que el obispo ha de promover al clero.
3.2. La renovación de las fuentes del derecho
Un fenómeno típico de estos tiempos son la luchas jurídicas sobre los fundamentos de la causa gregoriana. Por eso, el siglo
XII pasa por ser el siglo del renacimiento del derecho, pues no bastaban las fuentes corrientes para fundamentar
jurídicamente los hechos. El esfuerzo por lograr un sistema de derecho canónico, sostenido por la intuición de que no
bastaba la norma medieval de la costumbre, tuvo como consecuencia que la Iglesia tomó la iniciativa sobre los poderes
temporales. A las ideas de la unidad de la cristiandad basabas en la supremacía papal se opusieron los partidarios de la
realeza temporal. Todo esto da lugar a una nueva teoría, en oposición a la gregoriana, sobre la soberanía de los reyes. Es la
corriente que se conoce como regalista, pues defiende la supremacía del imperio sobre el sacerdocio.
En el origen de estas ideas tiene una influyente formulación el Anónimo Normando, de principios del siglo XII. Este
documento discutía los poderes de la monarquía papal e intentaba con audaz y extrema dialéctica la defensa de la vieja
teocracia. Se inspiraban en el derecho romano, cuando el emperador no tenía límites de autoridad ni en el orden civil ni en
el religioso. Afirmaba que el primado no es de institución divina, sino creado por los hombres por ser Roma capital imperial
y, por tanto, no es de necesidad para salvarse. Todos los obispos son vicarios de Cristo y, consiguientemente, nadie los
puede juzgar. La verdadera madre de todas las iglesia es Jerusalén, no Roma. Esta teoría lleva a la separación de los dos
poderes y al absolutismo regio de derecho divino. Aunque estas formulaciones tan inauditas no fueron muy oídas, sin
embargo darán lugar al movimiento gibelino.
Este lenguaje era rechazado tanto por reformistas como por los contrarios, ya que todos eran partidarios de la supremacía
de Roma y de su misión unificadora. Las discusiones teóricas estaban polarizadas en dos posiciones. Los monistas (Honorio
de Autún (hacia 1122), Hugo de san Víctor (+ 1141), Juan de Salisbury 1180) que, admitiendo que los reinos de la tierra
vienen de Dios, defendían la superioridad del sacerdocio y concedían al poder pontificio el derecho de aprobación e incluso
de traslación del imperio. Frente a ellos los dualistas (Ivo de Chartres, Pedro Craso), con sus obras destinadas a atraer a los
partidarios de Urbano II hacia el antipapa, propugnaban la validez e independencia de los dos poderes.
Las teorías del teólogo y moralista inglés Juan de Salisbury van a triunfar posteriormente. Había estudiado en Chartres y
París y conocía el comportamiento de la Curia. En 1159 había dedicado a Tomás Becket, que lo vincula a su persona como
secretario, su obra Policraticus. Juan se sentía víctima de la "tiranía" de Enrique II, que lo había privado de sus prebendas
por su independencia de espíritu. Esta obra es el primer libro del mundo medieval que desarrolla una amplia teoría política
con orden y cohesión. Se va a convertir en el manual de la doctrina de la Iglesia sobre los gobiernos humanos y sobre las
relaciones que deben existir entre los poderes: "El príncipe es, pues, ministro del sacerdocio; ejerce la parte de los santos
deberes que no es digna de las manos del sacerdocio". Este concepto incide directamente en la forma de sucesión de la
corona. Juan de Salisbury prefiere respetar la herencia. Pero cuando el rey se aparte de las directrices divinas, entonces
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habrá que optar por la elección. En ese momento el candidato del clero será sin duda el mejor. Tal concepción política lleva
incluso a exponer tácticas contra la tiranía, recomendando en un primer momento la paciencia, pero no descartando, en
modo alguno, el regicidio como solución posterior, si fuere necesario. Así se plasma el dominio del poder eclesiástico sobre
el civil o teoría del "dominium mundi" de Alejandro III.
Pero los canonistas necesitaban un sistema que pudiera transmitir el derecho. Este trabajo fue llevado a cabo por el monje
camaldulense Graciano (+ hacia 1140) Concordia discordantium canonum (Armonía de las leyes contradictorias), acabado
poco después del Lateranense II de 1139. El Decreto de Graciano repetía la doctrina del papa Gelasio sobre la preeminencia
moral, pero no jurídica, del poder eclesiástico y el derecho a deponer príncipes.
3.3. Los ideales cristianos plasmados en las cruzadas
Las cruzadas son un hecho característico de esta sociedad cargada de luchas, pues son expresión de la conciencia de la
superior unidad del mundo cristiano. El ideal de la defensa y reconquista de los territorios cristianos es el resultado de una
larga evolución. Muchos habían sido los invasores, que sin embargo habían entrado en la cristiandad, pero ahora los nuevos
pueblos infieles eran los turcos y sarracenos, que arrebataban territorios a los cristianos. Las causas de las cruzadas
medievales radican en la amenaza de los pueblos no cristianos a la cristiandad. La primera es el peligro turco a las puertas
de Bizancio, que era una grave amenaza a las ideas de la cristiandad y que sirve para transformar la guerra en cruzada
religiosa. La segunda, mucho más profunda, fue el corte de las peregrinaciones a los lugares santos debido a la ocupación
de los mismos por los enemigos del mundo cristiano. Las peregrinaciones como práctica penitencial eran consideradas como
fuente de remisión de los pecados. Otros motivos más políticos hay que buscarlos en la necesidad de encontrar para los
señores feudales ideales para lucha, quedando así despejado el campo para la autoridad pontifica y el emperador.
Los obispos, obligados a la propia defensa, se habían visto en la necesidad de emprender “guerras santas” contra los
perturbadores de la paz. En este contexto se desarrolla en la Edad Media una moral de caballería cristiana, que obligaba a
defender con la espada a iglesias y cristianos oprimidos. En la reconquista española esto quedó patente el 1050, cuando
también tomaron parte caballeros franceses. El carácter de “guerra santa”de estas expediciones deriva del hecho de intentar
liberar a los cristianos del yugo infiel y de ser dirigidos por un jefe religioso. Todos estos ideales fueron acogidos por el
papado de la reforma, que ligó todos ellos y los dirigió finalmente hacia Oriente. Con estas expediciones el papado toma las
riendas de la cristiandad occidental.
Las cruzadas medievales son el punto máximo de la evolución del concepto de la guerra en el campo cristiano. Al principio
se consideraba contraria al espíritu del evangelio, y se aconsejaba a los convertidos a que se retirasen del ejército. A partir
del siglo IV se considera lícita, cuando es defensiva. Ya desde las invasiones de los bárbaros los eclesiásticos, como
Ambrosio, habían llamado a la lucha contra invasores. Estas incursiones fueron abriendo el camino a la teoría de la guerra
defensiva como legítima. Desde las invasiones de los bárbaros, la Iglesia, cuya doctrina es contraria a la guerra, se vio
llevada a cambiar de postura. A partir del siglo VII, cuando va dirigida contra los enemigos de la fe, se considera la guerra
como digna de recibir bendiciones y se decora con una liturgia. Luego se comenzó a bendecir estandartes y a encomendarse
a protectores en la batalla como san Miguel o Santiago en España. A finales del siglo XI la guerra contra el infiel se va a
convertir en un medio de remisión de la pena temporal derivada de los pecados cometidos. La indulgencia impartida por el
romano pontífice era el medio de esta condonación. Esto es lo que define las cruzadas medievales. La guerra fue
paulatinamente cristianizándose y la cruzada representó el lógico final de esta evolución.
Las cruzadas deben comprenderse en el contexto de la fe medieval y de la sociedad unitaria o cristiandad, conde no se
distinguían las dimensiones eclesiásticas y civiles. El papa gregoriano Urbano II (1088-1099), en su campaña victoriosa
contra el emperador en 1092, comienza a pensar en la idea de cruzada ante el peligro turco. La idea de la guerra contra el
infiel había dado en España buenos resultados: conquista de Toledo el 1085, de Valencia el 1092 y Lisboa el 1093. Del
mismo modo se podía pensar en Antioquía y Jerusalén. La idea de la liberación de la Tierra Santa en manos de infieles era el
señuelo pontificio para los caballeros cristianos. La búsqueda de una nueva utopía reproduce en la Edad Media este
fenómeno del éxodo de las masas azuzadas por fogosos predicadores. Urbano II, iniciador de estas expediciones, era
consciente de que los occidentales no darían un paso por salvar a Constantinopla del poder de los turcos. Para ello alza el
punto de mira hacia Jerusalén. En 1095 en Clermont predica estas ideas, que cristalizan en la primera cruzada. El
desarrollo histórico da cuenta de siete cruzadas, que se desarrollan entre los siglos XI y XIII.
Los territorios conquistados en las primeras cruzadas tuvieron una existencia precaria, porque Saladino, en 1187, tras la
batalla de Hattin, consigue recuperar para los musulmanes la práctica totalidad de los territorios cristianos de Oriente.
Además, los papas piensan en expediciones dirigidas a proteger a los hermanos oprimidos, pero no prevén los desmanes
que provocarían. Prueba de ello es la llamada cuarta cruzada en 1204. Pronto venecianos, pisanos y genoveses se
establecen en Constantinopla. Después de la derrota a manos de Saladino varios señores feudales se reunieron para
reconquistar Jerusalén, pero el dux de Venecia, Enrique Dándolo, dirige a los cruzados a Constantinopla. Se apoderan de la
ciudad, en la que entran a saco en la ciudad, con violaciones y profanaciones, rompen iconos y sientan a una prostituta en
la sede patriarcal. Terminaron fundando en sus territorios un imperio latino en Oriente, breve y funesta experiencia (12041261). Esto supuso un duro golpe para los orientales cristianos, para quienes las cruzadas son uno de los males más
funestos cometidos por Occidente contra ellos. La idea de cruzada había quedado definitivamente desplazada, si es que
alguna vez pudo mantenerse incontaminada.
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Las expediciones que se realizan a partir de ahora estarán señaladas por el desánimo y la frustración. Quizá haya que
buscar la excepción en un espontáneo movimiento que, en torno a 1212, se produce en toda Europa, y que consiste en la
formación de grupos de niños, principalmente franceses y alemanes. Por separado deciden dirigirse a Tierra Santa. Lo cierto
es que en el plano militar, su importancia fue nula, pues la mayoría se quedaron a lo largo del camino y los pocos que
llegaron a embarcarse fueron hechos prisioneros por los musulmanes. Este movimiento, al que ha dado en llamarse
Cruzada Infantil refleja la nueva espiritualidad que se está viviendo. Otras cruzadas terminaron en el fracaso, pues ahora ya
no podían esperar ayuda de los cristianos bizantinos, que preferían vivir bajo el turbante turco antes que bajo la tiara
romana. La última cruzada en 1270 fue acaudillada por Luis IX, rey de Francia, pero terminó con la vida del mismo rey por
la peste declarada en el campamento franco.
Estos movimientos terminaron en fracasos militares y con grandes pérdidas de vidas, pero tuvieron repercusiones en la vida
política medieval. Las cruzadas hicieron pasar a segundo plano las luchas entre el pontificado y el imperio, contribuyendo a
la unidad de Occidente y dando al papado un prestigio mayor para resolver las querellas internas. También facilitaron el
centralismo de las monarquías en menoscabo de los señores feudales. Pero el mayor problema fue que crearon con Oriente
cristiano una enemistad insuperable. En cambio, para Occidente se convierten en motivo de literatura épica, como el héroe
Ricardo Corazón de León.
Pero el pontificado es el gran protagonista de estas cruzadas. Adquiere prestigio y es el principal director de los estados
nacidos de estas expediciones. Además el diezmo de cruzada, introducido por Inocencio III, da al papa un gran poder
financiero. También sirvieron para comprender los límites del pontificado, que debía acudir a los señores para resolver toda
esta serie de asuntos. Seguramente ningún otro fenómeno histórico demuestra mejor la ambigüedad del fundamento de la
doctrina del papa como guía y conductor de la cristiandad.
3.4. Renacimiento de la teología medieval:
En muchas historias de la teología queda vacío el capítulo que comprende el período entre los siglos séptimo y undécimo,
subrayando así la pobreza de la cultura cristiana. Los estudiosos de la tradición espiritual y teológica han observado que un
fiel de los siglos cuarto o quinto se hubiera encontrado menos desorientado con las fórmulas devotas y piadosas del siglo
once que un fiel del siglo once en el siglo doce. En el capítulo anterior se ha puesto de relieve que en estos siglos se
introdujeron en Occidente muchas doctrinas que lo alejaron definitivamente de Oriente. Con ello se pone de relieve la
aceleración producida en este siglo en el ámbito de la espiritualidad y de la cultura cristiana.
En efecto, en ese período Occidente conoce una profunda transformación. Valgan estos ejemplos: En efecto, en ese período
Occidente conoce una profunda transformación. Valgan estos ejemplos: la teología de las indulgencias después del concilio
Clermont en 1095; la teología de la transubstanciación de la eucaristía, a partir de 1130; la insistencia en el aspecto de
satisfacción penal de la redención con la consecuencia sobre el modo de entender el purgatorio; el desarrollo de la teología
papal y de la “plenitudo potestatis”; la atribución en exclusiva de las canonizaciones al papa. Una serie de ejemplos que dan
idea de la transformación de la mentalidad cristiana en este tiempo.
El siglo XII presenta en el ámbito de la organización de los estudios un auténtico renacimiento de las instituciones y de las
letras. Varios factores a la vez simultáneos y autónomos permitieron un auge cultural. Los centros de la antigüedad se
renuevan ahora al abrigo de los grandes monasterios o de las cátedras episcopales. Hasta entonces se había mantenido vivo
este espíritu en los monasterios, pero a partir de este siglo toman auge las ciudades con la emancipación de muchos
municipios y también las escuelas urbanas. Al amparo de las catedrales se liberan de las rutinas y uniformidades de los
antiguos centros monacales y pronto forman grupos emancipados. Esta organización escolar abrió aquella sociedad al
patrimonio antiguo y al mismo tiempo dinamizó una nueva visión del mundo.
Las escuelas episcopales tienen una expansión decisiva como consecuencia de las disposiciones emanadas de los concilios
sobre la formación de los clérigos y de las nuevas condiciones sociales y culturales. Los decretos del Lateranense III de 1179
advierten que cada diócesis debía tener su escuela, mantenida por la catedral, y cada provincia eclesiástica sus cursos de
teología. Las iglesias ya organizadas se esforzaron por poner en pie una institución académica. La Iglesia es la gran
animadora de esta organización, pero también ejercerá sobre ella su control.
La preocupación común de estos centros era la lectura de la Biblia, que es en aquella cultura el libro más sagrado. El texto
tenía para entonces una tradición asentada. La traducción latina de los Setenta era la más aceptada. El primer estadio del
estudio lo constituía la lectura (lectio). La lectura del texto fue añadiendo comentarios patrísticos versículo a versículo, lo
cual da lugar a la glosa. Con el fin de explicar algún término obscuro se acudía a los Padres de la Iglesia, recogidos en esas
antologías. Este sistema de recoger los comentarios de diversos Padres a las palabras bíblicas da lugar a los florilegios o
cadenas. Así se transmite el gran patrimonio de la tradición cristiana. Los textos están espigados de los autores más
influyentes, sobre todo Agustín y Gregorio Magno. De este modo junto a las "cadenas" surgen colecciones de textos para el
estudio de la teología, que se conocen con el nombre de sentencias. Este tipo de obras arranca ya de finales de la era
patrística, pero serán más características del trabajo teológico de esta época. Las sentencias originariamente son estas
colecciones de textos agrupados según criterios diversos y hoy se consideran como obras propias del siglo XII.
El marco de la lectura era demasiado estrecho, primero, porque terminaba por no abarcar el cúmulo ingente de materiales
y, segundo, porque no daba cabida a legítimas exigencias racionales. Ejemplo de un nuevo filón de la teología es Anselmo
de Canterbury (+ 1109) con su fórmula de la fe que busca la inteligencia. Frase de indudable éxito histórico, que expresa el
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espacio concedido por él a la dialéctica. Pero en esta teología todavía la preocupación racional es un ingrediente del aspecto
contemplativo, aunque acentúa los argumentos racionales como pruebas apodícticas con fuerza demostrativa por sí mismos
para favorecer la inteligencia. La existencia de Dios y la necesidad de la Encarnación, por ejemplo, quedan sometidas a este
tipo de argumentación. Con Anselmo la palabra página, que hacía referencia al texto de la Biblia comienza a ir acompañada
de cuestiones, que va a ser la expresión con la que se designe la enseñanza teológica en el futuro.
Pero en el curso del siglo XII los nuevos cuerpos de profesores y estudiantes no eran ya unos monjes aislados, sino
profesores seculares y luego religiosos asociados en los Estudios generales, germen de las futuras universidades. En este
ambiente universitario la cuestión cultural del cristianismo aflora en primer término. El sistema universitario no permitía que
la lectura de la Biblia quedara al abrigo de los influjos de otras facultades. Por eso, no debe sorprender que durante el siglo
XII se dé también esa tensión entre tradición e innovación. La visión del universo es cristiana para todos, aunque sean bien
conocidas las protestas ante el gusto desmedido de algunos por la dialéctica y las ciencias profanas.
Juan de Salisbury (1110-1180), de la escuela de Chartres, mantiene sus reservas frente a quienes se empeñaban en la
vana tarea de conciliar a Platón y Aristóteles, pues no se puede poner de acuerdo a los muertos que se hostigaron en vida.
Pedro de Celles (1115-1183), obispo de Chartres, en una carta le había puesto en guardia sobre los peligros de las nuevas
escuelas. En cambio, Ricardo de San Víctor (+1173) escribe al comienzo del comentario a Ezequiel, hasta entonces bajo la
autoridad de Gregorio Magno: "No escondo que algunos, so pretexto de una pretendida reverencia no quieren reconocer las
insuficiencias de los Padres, por miedo a parecer presuntuosos frente a los antiguos" (In visionem Ezechielis, prol: PL 196,
527). Para una apropiada imagen del tiempo sirve la conocida expresión de Pedro de Blois: "Somos como enanos subidos a
las espaldas de gigantes; vemos más lejos que ellos; las formas de su pensamiento, que la vetustez había desvitalizado,
nosotros la revivimos por una cierta novedad de su contenido" (Epístola, 92: PL 207, 290), que ya circulaba en el primer
tercio del siglo XII.
La exposición de la Biblia presenta al concluir el siglo XII una gran ebullición. El papel de la dialéctica, forma frecuentemente
artificial, es suplantado por la lógica de tipo aristotélico gracias a la empresa de Abelardo (+ 1142). Este reconocido autor
capta la novedad del tiempo e introduce de modo definitivo este nuevo espíritu inquisitivo y riguroso en la enseñanza. Para
favorecer la comprensión y la explicación de textos de los Padres, que acompañaban la glosa medieval y denominados
auctoritates, era preciso poner orden en un sistema dispar e incluso contradictorio. Esta preocupación la plantea Abelardo
con clarividencia y rigor. Con él la dialéctica, cada vez más impregnada de lógica, va a tener una aplicación intensa en la
teología. Pero la experiencia conflictiva de Abelardo con Bernardo de Claraval (+ 1153) y con la misma Iglesia es el reflejo
del choque que se daba entonces entre las diversas formas de entender la tarea teológica. En otros ambientes, como en la
escuela de Chartres y de San Víctor, se cultivaban los problemas humanísticos y naturales.
Este clima tiene una repercusión muy concreta en la presentación y en el orden de los contenidos teológicos, porque no
pueden escapar a estas exigencias. Abelardo había ensayado una ordenación tripartita según el esquema de la fe, la caridad
y los sacramentos. Otros intentos de sistematización tratan de mantenerse fieles al desarrollo histórico de la Biblia. Aportan
una visión interesante, porque introducen una especie de teología de la historia centrada en las cuestiones de la creación y
la redención. Un modelo de esta ordenación la ofrece la escuela de San Víctor. Pero la más influyente de las síntesis de la
teología se debe a Pedro Lombardo (+ 1160), que se inspiró en la distinción agustiniana de realidad (res) y símbolo (signa).
En sus Cuatro libros de las Sentencias desarrolla todos los temas teológicos en torno a "los signos y las cosas". Así los tres
primeros tratan de las realidades. El primero, de las cosas fruibles: Dios en su naturaleza y en sus atributos. El segundo, de
las cosas útiles: la creación, las criaturas y la caída del hombre. El tercero, de las cosas útiles y fruibles al mismo tiempo:
Jesucristo, las virtudes, la vida de la gracia y las leyes. El cuarto trata de los signos, que son condición indispensable para
conseguir el fin último después de la redención, es decir, los sacramentos. Su obra se convertirá en texto de enseñanza de
la teología medieval.
3.5. El nacimiento de nuevas órdenes
El antiguo monacato había conocido con la fundación de Cluny en 910 un nuevo esplendor, del que fueron exponentes los
reformadores gregorianos. Pero Cluny era reflejo del centralismo y de las ideas sociales de la época, pues incorpora los
monasterios al sistema de economía y gobierno feudales. El monacato era fastuoso, pues estaba marcado por las formas de
vida de la primera Edad Media del derecho germánico. El sistema de economía favorecía el ingreso en estos centros de
muchos conversos, que conocían el sistema del vasallaje. Esta forma de vida jerárquica y feudal propia de la sociedad y de
la misma tradición monástica, queda superada ante las nuevas exigencias de evangelización.
La reforma gregoriana significaba una vuelta a la "libertas ecclesiae", hipotecada en el régimen feudal, pero se inspiraba en
los principios de renovación espiritual del retorno a las Escrituras y a los tiempos apostólicos. El ideal de una iglesia
apostólica y evangélica, animada por el ideal de la pobreza es una poderosa fuerza de renovación para el mismo monacato.
En el curso del siglo XI se advierte una actitud crítica frente a los ricos cabildos y a los monasterios, que se habían
acomodado al sistema feudal. En ese cuerpo arraigan diversas congregaciones, de las que saldrán las futuras reformas. Al
propagarse este ideal entre los laicos el movimiento tomará nuevo auge en el siglo XII.
El movimiento más importante surge en la ciudad francesa de Citeaux o Císter. En esta abadía se forma un grupo de
candidatos al monacato que no encontraban puesto en los monasterios tradicionales de los cluniacenses y que se inspiran
en la tradición benedictina. En 1098 se consolida este movimiento, que se denomina cisterciense y que tiene en este
monasterio su cabeza. Durante los primeros decenios del siglo XII se extendieron por varios lugares, y obtienen la bula de
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confirmación del papa Calixto II en 1119. Insistían en su retorno a lo antiguo, pero se recortaba la autoridad del abad y se
establecía la moderación en un capítulo general anual. Prevalecía el aspecto congregacional. Su dependencia del papa y la
predicación de la cruzada encontraron en Bernardo (1091-1153), abad de Claraval, el modelo.
El concilio Lateranense I (1123) fue el epílogo de la reforma gregoriana. Inspirándose en la preocupación del postulado de la
función pastoral aplica la reforma del monacato al episcopado. Para llevar adelante esta tarea el derecho eclesiástico
describía las instituciones episcopales como corporaciones clericales, tomando por tanto en consideración la idea de la
libertad de la Iglesia y del carácter eclesial del ministerio espiritual. Esta institución corporativa compartía, en calidad de pars
corporis episcopi, la dirección de la diócesis y se convierte en centro de animación cultural mediante las escuelas
catedralicias. En estos grupos clericales, llamados canónigos regulares, se dan también movimientos de reforma, donde el
ideal de la vida comunitaria de los cabildos catedralicios lleva consigo la renuncia a la propiedad privada.
El crecimiento de la reforma gregoriana impulsaba a los obispos reformadores a llevar al pueblo y a su clero este espíritu.
Nuevos modelos de vida religiosa superan el molde de la vida monástica tradicional. Las discusiones con los monjes sobre el
derecho de exención lleva a los obispos a orientar sus esfuerzos para potenciar a estos nuevos movimientos. La cura de
almas era algo importante para ellos y los monasterios no cultivaban esa orientación. Los clérigos reformadores llevaron a
cabo sus ideas, cuando crearon la forma de vida religiosa de los capítulos de canónigos regulares. Aspiraban a imitar la vida
de oración y ministerio de los apóstoles, dentro de una estructura monástica. La importancia de los canónigos regulares fue
muy pronto reconocida por el papado. A partir de Honorio II (1124-1130) y hasta Adriano IV (1154-1159) obtienen
privilegios en número creciente y se convierten en vivero de futuros papas.
El movimiento se va extendiendo, a pesar de las dificultades, instituyendo prácticas de vida en común, hermandad en la
oración y hasta dependencia jurídica. La más conocida es la fundada por Norberto (1082-1134). De origen alemán, familia
noble y canónigo llegó a ser capellán de Enrique V. Después de superar un peligro extremo de vida, recibe el sacerdocio
(1115) y comienza a trabajar como predicador ambulante. A pesar de las oposiciones consigue fundar un centro en
Prémontré, que mantuvo el carácter de monasterio ascético y contemplativo, pero también enseguida hace valer el
elemento pastoral. La fundación de Norberto se va a desarrollar luego en una orden propiamente dicha llamada
premostratense, que había surgido del Císter. La importancia dada a la cura de almas significó una elevación social del
ministerio de la baja Iglesia, de modo que esta renovación de la vida religiosa da un nuevo impulso a la evangelización.
Estos capítulos regulares se multiplicaron dando lugar a varias órdenes como los canónigos de san Víctor y los gilbertinos.
También se inspira en el Císter el movimiento de los cartujos.
Dentro de la Iglesia surgen diversos movimientos. Unos, inspirados en la necesidad de la sociedad occidental de ayudar a
los peregrinos y cruzados, que dan lugar a las órdenes de caballería. Mención especial merecen los Templarios a partir de
1119. Otros, promovidos por laicos y clérigos, se empeñaban en mejorar la situación de los fieles, volviendo a la sencillez
de la Iglesia primitiva en su predicación y estilo de vida. Los laicos comprometidos con la reforma dieron origen a
Hermandades de penitencia y se dedicaron a una vida de pobreza, sacrificio y predicación. Con ardiente celo, algunas
proponían la pobreza apostólica de forma extrema y radical, afirmando que, para predicar y administrar válidamente los
sacramentos, era condición indispensable semejante forma de vida. Las futuras hermandades laicales y también las órdenes
mendicantes se inspiran y surgen de este movimiento.
Bibliografía:
G. M. COLOMBÁS, El monacato primitivo I-II, BAC, Madrid 1974/5.
I. W. FRANK, Historia de la Iglesia medieval, Herder, Barcelona 1988.
W. ULLMANN, Historia del pensamiento político en la Edad Media, Ariel, Barcelona 1983.
E. VILANOVA, Historia de la teología cristiana I, Herder, Barcelona 1987.
Sugerencias para la reflexión y estudio personal del
capítulo:
1. Los males del feudalismo en la vida de la Iglesia.
2. La libertad de la Iglesia en la concepción de Gregorio VII.
3. Argumentos de la batalla legal entre papales e imperiales.
4. La relación del papado con la iglesia y la sociedad.
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5. Los nuevos fermentos de la vida religiosa.
Prof. Gregorio Celada Luengo
Nota:
© Orden de Predicadores – PP. Dominicos
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