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Volvió el teatro a Melchor Romero
Un día de locos
Tras la muerte de Leopoldo “Polo” Lofeudo, el Teatro de Rehabilitación del hospital de
Melchor Romero cerró sus puertas y los “locos” se quedaron sin su maestro y sin el arte de
las tablas. Un grupo de artistas encabezados por el titiritero Raúl “Beppo” Andrioli dio el
primer paso para ponerlo en funcionamiento otra vez. Y en el Día de la Memoria se reabrió
ese espacio tan necesario para los pacientes del neuropsiquiátrico.
Por Ulises Rodríguez
Fotos: Luis Ferraris
“Sin locura no hay grandeza”
Carlos Páez Vilaró
El 24 de marzo fue Memoria. El 24 de marzo salió el sol. El 24 de marzo fue un día de
locos. Para los internos del hospital neuropsiquiátrico Dr. Alejandro Korn, de Melchor
Romero, no existen los feriados. Todos los días son parecidos. A veces llueve. Pero el 24
de marzo de 2010 fue distinto y van a pasar muchos días para que lo olviden. No van a
saber que fue un 24, pero va a estar en la Memoria. Esa que se escribe con mayúsculas. Esa
que no se borra quemando un diario ni con pastillas. El 24 de marzo se reabrieron las
puertas del teatro del hospital. El teatro de los locos. El teatro que amó “Polo” Lofeudo. El
teatro que bajó el telón cuando, aquel domingo 22 de febrero de 2009, Polo partió con su
sabiduría y sus locuras.
La puerta tenía un candado con cadena. Los pastizales del patio asomaban por el tapial. Las
ratas se paseaban por las tablas que alguna vez habían sido las venas de Polo y sus
“queridos locos”. El titiripoeta Raúl “Beppo” Andrioli y un grupo de artistas
independientes tuvieron mucho que ver con esta reapertura. Insistieron a las autoridades mil
veces hasta que un día los escucharon. Sumaron solidaridades, le pusieron el pecho y el
lomo al asunto. Desde las 10 de la mañana el viejo salón se llenó de escobas y de manos a
la obra. El patio se limpió a machetazos. Por las ventanas volvió a entrar luz y las risas
fueron un eco constante. Las risas se oían como en los tiempos de Polo. Cuando el viejo
pegaba un grito con su voz de tango, quedaba picando en el aire. Cuando Polo se reía sus
“locos queridos” se contagiaban de esa risa. Hacía más de un año que nadie se reía en el
viejo teatro, pero las risas volvieron a escucharse, con eco. Y con locura.
Loco vos, loco yo
Si las callecitas de Buenos Aires tienen ese qué sé yo, ¿viste?… Las del Romero tienen
locos que vienen y van. Locos de ésos que se acercan de a uno, de a dos y piden un pucho o
una moneda que sirve para comprar puchos. En los ’80, un tal Leopoldo Lofeudo iba y
venía por esas callecitas. Se paseaba de una punta a la otra del hospital con una carpeta
amarilla. Nadie sabía bien qué hacía ese tipo flaco, de gorrita, que siempre andaba silbando
un tango. Es un administrativo, decían sus compañeros. Cada tanto les daba a las teclas de
una vieja Olivetti y volvía a salir con esa carpeta amarilla hacia quién sabe dónde.
Una tarde, el químico Oscar Bianconi, también empleado del Romero, fue a dar una vuelta
para tomar aire. En eso escuchó, a lo lejos, una guitarra y gente que cantaba. Se acercó
siguiendo la música y fue a parar a un arroyito que está al fondo del hospital. Sentadas en
ronda, unas seis o siete personas escuchaban, maravilladas, a un tipo que tocaba un tango.
Era el mismo flaco que se paseaba con las carpetas de una punta a la otra. Él cantaba y los
locos le hacían el estribillo. Bianconi se arrimó tímido y el flaco de gorra dejó de tocar y le
dijo: “Venga, hombre, no tenga miedo”. Y le tiró un atado de puchos para que se sirviera
uno. Desde ese día, el químico se unió a Polo y fue uno más del grupo que seguía a ese
flautista de Hamelin del Romero.
“Lo de él era pasión. Estaba convencido de lo que hacía y nos convencía a todos. Su causa
era el arte. Rehabilitar a los pacientes con arte, con teatro”, dice Bianconi al recordar a su
amigo.
Criado en 23 y 65, a una cuadra de plaza Castelli, su casa era la casilla de María y
Cayetano, que trabajaban en el frigorífico Swift de Berisso. “Si se enfermaba la vieja y no
podía prepararle la comida a mi viejo, de inmediato nos ayudaban cuatro o cinco
matronas con una bandeja de ñoquis. Había una solidaridad terrible”, refería siempre
Polo de su infancia en ese barrio de italianos laburantes.
Sus primeros pasos como actor los dio en la década de los ’50, en la compañía HispanoArgentina, dirigida por Luis Ángel Hanglone, y en la Escuela de Arte Dramático. Por esas
épocas también integró un trío de tangos con su guitarra, de la que quedó alguna grabación
en el archivo de radio Provincia. Pero su realización actoral la cumplió con sus “locos
queridos”.
“Vivimos en una sociedad caníbal, donde imperan los duros. No hay lugar para los
soñadores. Sin embargo, imaginate un mundo sin ellos. Sería atroz, no existirían la belleza,
la poesía, la música”, decía Polo sobre sus actores.
Polo conocía al Romero mejor que a su barrio. Los años de “administrativo” y de paseos a
la nada cambiaron cuando en la floreciente democracia se hizo cargo del “Teatro de
Rehabilitación”. Su espacio fue un teatro típico de los pueblos del interior, de ésos que
edificaban las sociedades italianas y francesas. Mandado a construir en 1884 por el doctor
Alejandro Korn con el fin de proyectar películas y pequeñas obras para los pacientes, el
destino quiso que 101 años después Polo tomara las riendas.
Sobre tablas
Con esa Olivetti que todavía da vueltas por el viejo teatro, Polo abría su corazón. Todo lo
que había vivido e imaginado aparecía en sus obras: El sueño inolvidable; Viejo hospital, el
siglo te saluda; Aroma a cielo; Chicago Night Club. Salía con sus actores de gira y llegaron
a Chascomús y Magdalena. La última función fue en 2003, en el Coliseo Podestá, cuando
se representó Estación de campaña. “Trabajo con los que puedo rescatar intelectualmente.
El público puede ver el grado de rehabilitación que alcanzan los pacientes”, decía, y sabía
de qué hablaba. Porque mientras Polo daba clases y dirigía obras, 77 pacientes-actores
fueron externados gracias al teatro.
A Lofeudo le gustaba definir a sus actores como “un equipo integrado por quijotes”. Como
un Timoteo Griguol de las tablas, los alentaba diciendo: “En este medio caníbal,
despiadado y cruel, ellos ofrecen una fantasía que algún día primará definitivamente en el
mundo mezquino de hoy como la única verdad de nuestra efímera vida”.
En sus obras siempre se cruzaban el drama y el humor satírico. Nunca faltaban los pueblos,
el ferrocarril, el tango, los inmigrantes y la crítica al sistema. “En Estación de campaña, por
ejemplo, donde se cuentan las anécdotas de un poblado hambriento que nace con el trazado
de las vías de tren, aparecen Hitler invadiendo Francia, la captura del bandolero Mate
Cosido y un extravagante gobernador de Buenos Aires que llega para cambiarle el nombre
a la estación y reparte caramelos Sugus entre los hambrientos, que terminan devorándoselo
a él” (ver La Pulseada 41).
“Era un loco de los trenes; de chico le gustaba subirse a un tren sin saber adónde iba a
llegar y después pegaba la vuelta feliz y con historias para contar”, dice Jorge, un primo
de Polo que supo hacer de cura en una de sus obras. En uno de esos viajes terminó en
Comodoro Rivadavia. Corría 1961, el peronismo estaba proscripto y allá en el sur, donde la
situación política estaba un poco más tranquila, encontró un espacio como actor de
radioteatros en la radio Nacional.
Por ahí anda dando vueltas Juan Chávez, un ciego que mira con los ojos del alma. Era el
actor preferido de Polo. Sin Juancito no había obra. “Es hermoso que se vuelva a abrir el
teatro”, es todo lo que le sale decir a Chávez en ese momento de emoción.
-¿Qué es lo que más recordás de Polo?
-Que si no teníamos cigarrillos, él siempre de algún lado nos conseguía —dice el que supo
ser guarda de la estación imaginaria de Lofeudo. Con 35 años en el Melchor Romero,
Chávez tenía un papel asignado en la obra que Polo no alcanzó a estrenar: El Loco ataca.
Un drama que canaliza “el grito osado del transgresor” y marca “una pincelada sobre la
historia de nuestro país y cada uno de nosotros”.
En el nombre de Polo
De los parlantes montados en la puerta del teatro se escucha a la Bersuit cantar que “nunca
la vida es tan precisa, nadie tiene esa fija que te saque del montón y te muestre algo
mejor”. El titiritero pide que bajen la música y hace hablar al Beppo, su álter ego: “Este es
un día de locos. Estamos todos locos. Locos de alegría. Locos de felicidad. El teatro se
vuelve a abrir y es una cosa de locos”. Susana, en silla de ruedas y con migas de pan en la
falda, aplaude a Beppo y festeja. El titiritero se acerca con su muñeco, le da un beso y le
pide que cante el tango que le enseñó Polo: “Yo de mi barrio era la piba más bonita, en un
colegio de monjas me eduqué y aunque mis viejos no tenían mucha guita con familias
bacanas me traté”. Aplausos para Susana y otro beso del Beppo.
El actor platense Manuel Vignau será uno de los continuadores de la parte actoral: un grupo
de gente que trabaja para poner en marcha el teatro lo convocó y decidió sumarse. Tiene
pensada una obra y mil ideas le dan vueltas por la cabeza. Tiene empuje y ganas de sacar
esto adelante.
La charla transcurre a la sombra del árbol de Polo. El árbol testigo de choriceadas y
mateadas. El árbol donde Polo escribía en su cuaderno espiralado. El mismo árbol que
abraza con sus raíces las cenizas de Polo.
“Porque él lo pidió así -dice Bianconi; por eso sus cenizas están esparcidas alrededor de
este árbol centenario. Mirá, fijate bien que todavía hay cenizas de Polo por ahí”.
Y es cierto. Hay cenizas de ese hombre que nunca quiso irse del Romero. De un lugar del
que todos quieren estar lejos, él eligió estar cerca. Estar ahí. Para siempre. Con sus locos
del teatro. En la Memoria, para que ellos no lo olviden.