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¿CÓMO MANTENER LA CALIDAD DE LA ATENCIÓN MÉDICA ANTE PACIENTES EXIGENTES
Y FRENTE A UNA SOCIEDAD EXPECTANTE?1
Juan Gérvas2
Introducción
Son cortantes las aristas del dolor, del sufrimiento, de la enfermedad y de la muerte. Por ello
duele ser médico, pues es imposible manejar lágrimas y pus, angustia y miedo, sangre y heces,
fragilidad y desolación, sudor y bilis sin resultar afectado, sin "dañarse".
La formación de pre y de postgrado logra una cierta y necesaria “distancia terapéutica”, pero es
inevitable ser herido por los casos clínicos, especialmente cuando no logramos el curso deseado
(si no la curación al menos el alivio y el consuelo). En lograr estos resultados (curación, alivio,
consuelo) empeña el médico su mejor hacer, saber, técnica y corazón. El conseguirlo conlleva
aumento de la autoestima y del reconocimiento por los pares; el fracasar, sensación de
impotencia y, a veces, descrédito profesional y social.
Nuestros servicios son personales, de personas a personas, y las distancias son muchas veces
inexistentes. Frecuentemente los médicos cruzamos las más profundas fronteras de la piel y del
alma de los pacientes, y no lo hacemos sin dejarnos en el empeño jirones de nuestro propio ser.
Es cegadora la visión de la desnudez física y psíquica de los pacientes y es abrumadora la
confianza que depositan en nosotros, los médicos. No es extraño que los médicos nos suicidemos
más que la población. De la misma forma, es esperable que consumamos más alcohol,
psicofármacos y drogas en general.
Decidir ante situaciones de gran incertidumbre tiene un enorme coste. No se es médico
impunemente.
Enfrentarse a diario y en cada situación y paciente a la incertidumbre desborda los límites de una
Medicina que algunos quieren ver como biología y estadística, pues la Medicina es ciencia social
que considera siempre al paciente en su contexto y cultura y tan importante es, por ejemplo, la
hipertensión como la pertenencia del paciente a la clase baja (multiplica casi por tres la
probabilidad de ictus cerebral).
¿Cómo combinar ciencia y técnica sin perder humanidad? ¿Por qué el resultado final de la buena
salud es la insatisfacción con la misma? ¿Cómo responder a pacientes exigentes en una
sociedad expectante?
El impacto de la actividad de los médicos
La salud y el bienestar no dependen de los médicos, salvo en situaciones muy específicas. Para
la salud de la población, lo fundamental es la educación que imparten los maestros, y el
suministro y depuración de agua, además del desarrollo económico, la justa distribución de la
riqueza y el acceso a una vivienda y un trabajo digno.
Los médicos contribuimos puntualmente a resolver situaciones y problemas concretos. Algunos
amenazan la vida, como la apendicitis y la embolia pulmonar, otros la dificultan, como la artrosis
coxo-femoral y las cataratas, y otros problemas amargan el diario vivir, como la cistitis y el
insomnio.
El médico es un profesional altamente cualificado que precisa de formación continuada constante,
capaz de enfrentarse a situaciones de gran incertidumbre en el campo de salud y de resolverlas
con rapidez y acierto, en general. A veces comete errores, y son fruto de su preocupación por
evitarlos las frecuentes “fantasías de errores”, a veces en forma de bruscos despertares a altas
horas de la madrugada: “¡Díos mío! ¡Cómo no lo vi! ¡Es un caso típico de neumonía! (o de infarto
de miocardio, o de enfermedad de Adisson, o de esquizofrenia, o de probable suicidio)”. En los
1 Resumen de la conferencia del autor, en el hospital de UNIMED-Belo Horizonte (Brasil), el 14 de junio de 2012
2 Juan Gérvas es médico general, Equipo CESCA, Madrid (España), Doctor en Medicina y Profesor Honorario de Salud Pública
en la Universidad Autónoma de Madrid, Profesor Visitante en Salud Internacional de la Escuela Nacional de Sanidad (Madrid) y
Profesor de Gestión y Administración Sanitaria en la Fundación Gaspar Casal (Madrid) y la Universidad Pompeu Fabra
(Barcelona). [email protected] www.equipocesca.org
más de los casos son eso, fantasías, re-interpretaciones de signos y síntomas, de las situaciones
y pacientes del día, que “flotan” en la mente del médico y llevan a imaginar desenlaces fatales no
evitados, o errores mayúsculos increíbles.
Los médicos contamos con el máximo reconocimiento social, muy por encima de otros
profesionales, como jueces y profesores, y a enorme distancia de los políticos, por ejemplo. No es
extraño, dado el impacto en la vida de las actividades de los médicos, desde antes de la cuna (por
ejemplo, ayudando a mejorar la salud de la que quiere ser madre) hasta después de la tumba
(desde la certificación del óbito, al consuelo a la familia, la comunicación a las autoridades, y en
su caso la autopsia y el informe del forense al colega responsable de la atención clínica).
Son aparentemente “milagrosas” algunas de nuestras actuaciones. Por ejemplo, la efectividad de
las vacunaciones sistemáticas (difteria, parotiditis, poliomielitis, rubeola, sarampión, tétanos y
tosferina) y de otras como la vacuna contra la rabia, y el éxito de la vacuna contra la viruela, que
llevó a la eliminación de tal enfermedad. Impacto casi milagroso han logrado otras muchas
intervenciones; por ejemplo, la anestesia, la asepsia, la síntesis y empleo del ácido acetilsalicílico,
el uso diagnóstico de los rayos X (y de los ultrasonidos), la cobertura sanitaria universal de las
poblaciones con un sistema sanitario público, los antibióticos, la fertilización in vitro, y el
tratamiento de la insuficiencia cardíaca (diuréticos, IECA y beta-bloqueantes).
La efectividad médica genera expectativas sociales excesivas
La efectividad de los cuidados médicos y sanitarios puede llevar al médico a creerse un semidios
pues ha sido capaz de eliminar la viruela, y por ende podrá eliminar en el futuro otras
enfermedades. Por ello pasa a sentirse responsable de las enfermedades de sus pacientes, de
sus gripes, Alzheimer, Parkinson, colitis ulcerosa y depresión, por ejemplo. En "justa"
correspondencia los pacientes y la sociedad hacen responsables a los médicos de todos las
enfermedades y de todas las muertes. Ciertamente, podemos evitar y curar algunas
enfermedades, pero no podemos evitarlas todas, ni impedir todas las muertes.
Los médicos no “salvamos vidas”, si hablamos con propiedad. Nuestros pacientes morirán, como
moriremos nosotros mismos. Es la Ley de Hierro de la Epidemiología (muere quien nace). Los
médicos no tenemos poderes para evitar todas las enfermedades, ni para salvar vidas, ni para
resucitar muertos. Los médicos simplemente podemos “prolongar vidas”, lo que no es poco; y lo
que obliga a preguntarse por la calidad conque se vive esa vida añadida. Por ejemplo, en África
sería más coste-efectivo el desarrollo de la cirugía que la aplicación universal de la vacunación
contra el sarampión, pues la primera “prolonga vidas” con más calidad (muchos de los niños
vacunados contra el sarampión pasan a morir por hambre, mientras por ejemplo, la mujer a la que
hace una cesárea una enfermera en Camerún vive para poder cuidar de su prole).
Todos moriremos, pues, y el evitar una causa de muerte nos lleva a otra (“los cuerpos encuentran
la forma de morir”).
A los médicos nos debería interesar especialmente el evitar la morbilidad y mortalidad
innecesariamente prematura y sanitariamente evitable (MIPSE, avoidable death), sin olvidar el
riguroso cumplimiento de la Ley de Hierro de la Epidemiología. No es nuestro objetivo el evitar la
muerte en sí, sino las MIPSE (y, siempre, el aliviar y consolar para que la muerte no se acompañe
de sufrimiento innecesario, como dolor, vómitos, diarrea, estreñimiento, anasarca, úlceras,
angustia y demás). Aceptar la muerte como final no es fracasar, si no es una MIPSE y si
ayudamos a una buena muerte, a una muerte digna. La existencia de la enfermedad y la
presencia del sufrimiento tampoco demuestran el fracaso de la Medicina. Los médicos somos
simples mortales, no semidioses.
La paradoja de la salud
Hasta cierto punto, es esperable que la panoplia de “milagros” médicos haya conllevado la
provocación en los pacientes y en la sociedad de un aspirar, pedir y, después, exigir
intervenciones que eviten todo dolor, sufrimiento, enfermedad y muerte. Esta aspiración, la
búsqueda de la fuente de la juventud eterna, es un mito universal como bien demuestra su
presencia central en el poema sumerio de Gilgamesh, de casi cinco mil años de antigüedad. El
héroe fue trasunto de un rey del mismo nombre del que consta su actividad como señor de un
imperio creado al abrigo del establecimiento de las ciudades, la ganadería y la agricultura. Siduri,
la tabernera del Mar de la Muerte, aconsejó al héroe abandonar la búsqueda estéril de la
inmortalidad, de la fuente de juventud eterna, y el disfrute de la vida y de la salud presentes.
Finalmente Gilgamesh retornó a su función real terrenal, con lo que logró vivir largamente
asegurando un período de paz y prosperidad para su pueblo.
Nos toca a los médicos del siglo XXI ejercer el papel de Siduri (taberneros en la orilla del Mar de
la Muerte) y aconsejar a los pacientes y a la sociedad el disfrute de la salud y del bienestar que
hoy poseen, casi sin saberlo, grandes masas de población en los países desarrollados.
La suma del desarrollo económico, médico y social da por resultado niveles de salud
poblacionales nunca vistos en la historia de la Humanidad. Sorprendentemente, a más salud
objetiva corresponde una peor sensación de salud. Se sienten más sanos los individuos de
poblaciones con menor perspectiva de vida al nacer y más enfermos los de poblaciones con
mejores perspectivas, lo que conocemos por “la paradoja de la salud”.
El aumento de salud se asocia a la disminución del “umbral de normalidad” y es el origen de la
"paradoja de la salud". Es decir, el incremento de la salud genera un círculo vicioso en que se
piden y consiguen más y más intervenciones, una actividad que se retroalimenta, un deseo
irrefrenable de mayor salud, y un miedo cerval a perderla. Cualquier síntoma y signo se interpreta
como anormal y lleva a la búsqueda del médico. La sociedad y los pacientes "exigen" la continua
intervención médica y juzgan un fracaso la existencia del enfermar y de la muerte.
Tener salud no satisface ni añade calidad de vida pues conlleva consumo compulsivo de
actividades sanitarias, en las que siempre cabe la “sombra de una duda”. Tener salud, pues,
produce frecuentemente insatisfacción e infelicidad, y genera expectativas y exigencias que se
calman sólo temporalmente con un mayor consumo sanitario. Dicho consumo sanitario produce
"taquifilaxia", de forma que se precisan continuamente mayores dosis para conseguir el mismo
efecto tranquilizador que se conseguía con dosis previas menores. Por ejemplo, cualquier
propuesta de prevención se acepta y se suma a otras pautas previas, por más que sean
irracionales y que carezcan de fundamento científico. "Más vale prevenir que curar", dicen los
pacientes sin pensar que a veces "es peor prevenir que curar", pues la prevención conlleva más
daños que la curación, como bien demuestra el caso del cribado (screening) del neuroblastoma.
La medicalización de la vida
Hay médicos que renuncian a su sagrado papel de sanadores y se convierten en magos. Aliados
con industrias diversas (farmacéuticas, de alimentación, tecnológicas y otras), con los medios de
comunicación y con políticos insensatos disminuyen el “umbral de intervención”. Por ejemplo, se
considera “catarata” la más mínima opacidad del cristalino y por consecuencia se promueve la
intervención precoz, hasta el punto de no justificar las complicaciones (el daño) el beneficio
logrado. O se amplia la definición de la enfermedad de Peyrone (chronic inflammation of the
tunica albuginea, del pene), o de la sarcopenia en los ancianos, y con ello se justifican
intervenciones con efectos adversos graves. El “mercado” de la medicalización crece sin límites,
genera mucho dinero y no es extraño que, por ejemplo, General Electrics y Philips, estén
desarrollando estratégicamente el área de salud.
Mediante “ligas”, “alianzas”, “consensos” y otras asociaciones se inventan definiciones de muy
cuidada apariencia científica que justifican la intervención médica más precoz, potente y variada.
Se definen como patológicas situaciones de la vida diaria, variaciones de la normalidad y hasta el
mismo proceso vital, desde el desarrollo fetal al envejecer normal. Se conoce todo ello como
disease mongering, o medicalización. En prevención se hacen promesas imposibles, de
diagnóstico precoz de todo cáncer y de evitación de todo riesgo (“riesgo cero” o
“pornoprevención”).
La manipulación del “umbral de intervención” es cada vez más fácil, pues los médicos “invaden”
progresivamente la definición de salud a través de la invención de factores de riesgo
(morfológicos, metabólicos, fisiológicos, genéticos y otros). La población resulta “expropiada” de la
definición de salud, y tiene que recurrir a la biometría (análisis, percentiles, índices, imágenes) y al
médico para “sentirse sana”. Por ejemplo, ya no es la abuela, o la madre experimentada, la que
"certifica" la salud del lactante, sino el pediatra tras un examen pormenorizado y de dudoso
fundamento científico, "la consulta del niño sano" (que medicaliza la salud del niño, obviamente).
En la consulta los médicos dejan de dar malas noticias (sobre la enfermedad) para darlas buenas
(sobre la salud). Los médicos pasan de un contrato curativo (atender al paciente que sufre) a un
contrato preventivo (ofrecer servicios para no enfermar), sin darse cuenta de que el primero es
milenario, se limita a unas pocas situaciones y tolera daños en la búsqueda de la mejoría, y el
contrato preventivo abarca situaciones que se expanden sin límites y no tolera daños. Los
pacientes aspiran a la juventud eterna y los médicos magos se la ofrecen en vano y a costa de la
salud individual y del despilfarro de recursos sociales, incluyendo la creación de expectativas de
imposible cumplimiento.
Los pacientes ya no son personas sino "portadores" de signos y síntomas que se juzgan como
factores de riesgo para enfermar (y morir), o como enfermedades ("inventadas"). Los protocolos,
guías y algoritmos centran la atención en tales factores y enfermedades, y la búsqueda del
diagnóstico heroico es tarea médica diaria. El encuentro con el paciente pierde gran parte de su
poder de "herir" al médico pues la prevención y las "buenas noticias" tienen las aristas menos
cortantes que las situaciones que conllevan el contrato curativo.
Al ocupar el contrato preventivo progresivos espacios en la consulta, el médico se vuelve menos
humano, más robot (cumplidor de normas estrictas protocolizadas sobre indicadores biométricos),
más frío y neutral, y ante el paciente llega a sentirse incómodo si la consulta se "desvía" del curso
previsto; por ejemplo, si el paciente llora. La calidad deja de ser cálida y deviene en rutinaria. Los
pacientes acuden por "naderías" y el médico-robot no comprende porqué. El trabajo rutinario y la
falta de calidad con calidez se pagan con pérdida de la autoestima y con sensación de fracaso
profesional. No hay "heridas" pero el daño es más profundo, hasta "quemar" al médico y
convertirlo en cínico.
El daño afecta también a la calidad técnica. Los médicos perdemos habilidades al no enfrentarnos
con frecuencia a situaciones complejas. Perdemos "pureza de raza" y finalmente terminamos
siendo parte de un sistema sanitario "simple", desbordados ante los pacientes complejos,
aquellos enfermos que cada vez son más frecuentes, afectados simultáneamente por más de un
problema; por ejemplo, por esquizofrenia, diabetes y pobreza; o por autismo, asma y familia
desestructurada; o por Alzheimer, insuficiencia renal y aislamiento social.
Además, la atención se fragmenta, pues son muchos más los profesionales que intervienen en la
prestación de cuidados. La coordinación se resiente, y la salud disminuye.
El balance entre beneficios y daños
Es imprudente la medicalización, pues las intervenciones médicas tienen siempre anverso y
reverso; es decir, beneficios y daños, Son más peligrosos los métodos cuanto más potentes. Así,
la tomografía computarizada (CT scanner, TAC) mejora hasta niveles increíbles la capacidad
diagnóstica, pero al tiempo supone tal irradiación que su abuso lleva en los niños, por ejemplo, a
multiplicar por tres la incidencia de leucemia y de cáncer de cerebro (cinco TAC equivalen a la
radiación de la bomba atómica en Hiroshima).
Los médicos seleccionamos la mejor alternativa para la situación y el problema del paciente, en la
búsqueda de un balance personal y socialmente justificado de beneficios y perjuicios. Los
médicos magos hipnotizan a una sociedad y a unos pacientes que esperan más de lo que puede
dar la Medicina, que quieren más salud “cueste lo que cueste”. El coste es, irónicamente, menor
salud. Las intervenciones propuestas por los médicos magos tienen un beneficio marginal, si
alguno. En algunos casos producen irónicamente los daños que pretendían evitar; por ejemplo, la
medicación para la osteoporosis, que provoca fracturas y osteonecrosis como efectos adversos.
A más intervenciones, más coste y menor salud. Buen ejemplo es EEUU, con el mayor gasto
sanitario del mundo, y la peor salud entre los países desarrollados (de hecho, allí la actividad
médica es la tercera causa de muerte).
Lo que aumenta el gasto sanitario no es el envejecimiento de las poblaciones, ni siquiera el
aumento de las enfermedades crónicas. El gasto aumenta por el incremento de la “intensidad de
atención”, por el mayor número de intervenciones médicas, para cada problema y para más
problemas. Por ejemplo, frente al cáncer de cuello de útero hace medio siglo se intervenía sólo al
final, ante la metrorragia y el dolor de la mujer añosa. En el siglo XXI, contra el cáncer de cuello
de útero se comienza a intervenir en 1/ las niñas (con una vacuna de dudosa efectividad, la
vacuna contra el virus del papiloma humano), 2/ en las jóvenes y adultas (con la citología o
Papanicolau, prueba que consumen en exceso las mujeres que menos lo necesitan y en defecto
las que más se beneficiarían) y 3/ en la mujer añosa que padece la enfermedad. Ello implica un
mejor resultado, a costa de efectos adversos varios, incluyendo las correspondientes “cascadas
diagnósticas y terapéuticas” (para aclarar los casos dudosos de la citología, que a veces acaban
incluso en histerectomías innecesarias).
En la búsqueda de la eterna juventud no sólo se pierde el disfrute de la salud (y de la juventud)
sino que se emplean inapropiadamente recursos que serían útiles paras otros problemas y
situaciones (coste-oportunidad). La búsqueda de la eterna juventud es, pues, un problema
individual y social. Por ejemplo, en el abuso de la prevención el principio ético más lesionado es el
de justicia, pues se transfieren recursos de pobres a ricos, de enfermos a sanos y de ancianos a
jóvenes (para los ricos, sanos y enfermos la prevención es más importante y “secuestran”
recursos que serían más efectivos aplicados a pobres, enfermos y ancianos). Por supuesto,
además se lesiona en los individuos el principio de maleficencia, pues en muchos casos el daño
que provoca la prevención sobrepasa al beneficio. Así, se puede decir, por ejemplo, que todos los
cribados (screening) provocan daños, y sólo algunos más beneficios que daños.
La sana respuesta médica a los pacientes exigentes y a la sociedad expectante
Los médicos no somos “inocentes” ni en la medicalización de la sociedad, ni en el disease
mongering, ni en el consumismo sanitario. Los pacientes son nuestros alumnos (ciertamente
aventajados). No podemos quejarnos del uso y abuso de las urgencias, por ejemplo, pues hemos
creado esa "adicción" con nuestras formas de trabajo. La asistencia en urgencias es exponente
de la "intensidad de atención" con la que se responde a simples catarros, por ejemplo, o a dolores
abdominales que en la mitad de los casos se resolverían sin diagnóstico ni tratamiento específico.
Allí se suele emplear una Medicina Defensiva, que en general es más bien una Medicina Ofensiva
(pues rompe la "relación de agencia" por la que el médico actúa en el mejor interés de cada
paciente, como si fuera el propio paciente con su conocimiento aplicado a su caso y situación, lex
artis ad hoc).
El deseo de eterna juventud de los pacientes, su insatisfacción y su consumo obedecen a
mecanismos complejos que nunca se iniciarían ni mantendrían sin la participación médica.
Conviene, pues, la humildad y evitar tanto el “orgullo preventivo” (proponer insensateces al
respecto) como el rechazo frontal a solicitudes individuales y sociales que responden a nuestras
propias ofertas.
Los médicos deberíamos identificar, para revertir, los mecanismos que han generado la demanda
en cada caso particular; por ejemplo, desde el abuso de la cirugía plástica al abuso de las
vacunas, pasando por las tablas “de riesgo” cardiovasculares (que son tablas de riesgo en la
población, no tablas “de decisión” en el paciente). Tales mecanismos pueden modificarse con
paciencia y serenidad, tanto desde consulta (en el encuentro con el paciente) como a través de
los medios de comunicación, las redes sociales, las asociaciones científicas y otras
organizaciones.
Lo importante es transmitir mensajes cortos y lógicos; por ejemplo, insistir en la “normalidad” de la
fiebre, que no precisa tratamiento pues es una reacción biológica que ayuda a superar la
infección. Los pacientes, y la sociedad, son tanto víctimas como culpables, y conviene la piedad
ante la taquifilaxia que provoca el consumo sanitario.
Es clave compartir con los pacientes y con la sociedad las limitaciones de la Medicina.
Ciertamente no hacemos “milagros” ni somos semidioses, por mucho que lo parezca. En realidad
somos grandes ignorantes que desconocemos incluso, por ejemplo, el porqué la gripe se
presenta en invierno y porqué hay cánceres que desaparecen solos (melanomas, cáncer de
mama, neuroblastomas y otros). Conviene atemperar las expectativas excesivas compartiendo la
ignorancia y las limitaciones de la Medicina. Ejercer tal ética de la ignorancia debería ser práctica
permanente de los médicos, en solitario y en grupo.
Desde luego, conocer las limitaciones de la Medicina exige dominar lo que se sabe en Medicina;
es decir, saber mucho. Hay que estudiar, pues, sin cansancio para abandonar prácticas obsoletas
y para incorporar lo mejor de la innovación. Sólo podemos ser convincentes al compartir la
ignorancia si demostramos sabiduría. De sabios es compartir las limitaciones del conocimiento
para no levantar expectativas excesivas.
Naturalmente, la ética de la ignorancia no consiste en “despachar” a los pacientes con un “no
puedo hacer nada por usted” (o, peor, “usted no tiene nada, según las pruebas realizadas”).
Compartir la ignorancia exige empatía, piedad, dignidad y cortesía.
Una cosa es desconocer la mejor opción, la que resolvería el problema concreto, y otra cosa es
desconocer el sufrimiento que tal situación conlleva y los muchos métodos alternativos que
siempre existen para aliviar y consolar. Por ejemplo, el paciente puede vivir la amenaza del cáncer
de próstata como una maldición, y es comprensible que le cueste entender el balance negativo
del “diagnóstico precoz” con el PSA (“después de todo lo que dice la televisión y el Gobierno”). En
otro ejemplo, el paciente no puede entender que “habiendo llegado a la Luna” no sepamos
resolver su vértigo, que le dificulta vivir. Es increíble para muchos pacientes que su dolor de
artrosis sólo se pueda combatir con parches de morfina, en otro ejemplo. Siempre se puede
ofrecer con nuestra ignorancia la alternativa que menos daño haga, la explicación más coherente
y apropiada a cada paciente y el apoyo empático necesario para aliviar la situación.
La ética de la ignorancia se complementa con la ética de la negativa, ese negar con amabilidad y
simpatía lo que no procede. Es una ética de “dos colas”, a ejercer tanto ante el paciente como
ante las autoridades y gestores. Por ejemplo, la negativa razonada al cumplimiento de una guía
nacional de la osteoporosis por su falta de fundamento científico (que habría que señalar en una
respuesta escrita fundamentada con la mejor bibliografía).
Ante el paciente, la ética de la negativa es tolerante con la excepción. Por ejemplo, puede
justificarse el uso irracional de antibiótico en un niño de tres años, con sospecha de otitis media
de menos de 24 horas, si es viernes y se prevé la visita a urgencias en el fin de semana, y la
prescripción allí de un antibiótico de mayor potencia y efectos adversos, o si los padres hacen
“cuestión de honor” dicho tratamiento antibiótico. La resistencia correosa y amable de la ética de
la negativa logra su objetivo más fácilmente si la relación médico-paciente es de años y si se
conoce a la población y su cultura (que muchas veces no es cultura “popular”, sino expresión de
la ignorancia de los médicos, que han enseñado a los pacientes pautas equivocadas, como
rutinas "automáticas" del tipo de la radiografía en el dolor lumbar, prescripción de antibióticos en
la cistitis, uso de corticoides en las picaduras de avispa o empleo de somniferos en el insomnio).
La ética de la negativa exige, como la ética de la ignorancia, de un trato exquisito, del respeto y
comprensión del paciente, de ejercer la Medicina con empatía, piedad, cortesía y amabilidad. El
objetivo es que el paciente comparta nuestra decisión a través de una sana pedagogía. Conviene
hacer honor de la palabra con la que somos nombrados (“doctor”), que alude a enseñar y también
a sabio ("docto").
Corolario
De todo lo anterior se deduce la necesidad de trabajar con prevención cuaternaria, moderna
versión del viejo primum non nocere. Llamamos prevención cuaternaria a las actividades que
pretenden evitar, disminuir y paliar el daño que provocan las intervenciones médicas.
Naturalmente, es prevención cuaternaria evitar las actividades médicas innecesarias pues en ellas
nunca hay ningún beneficio que compense los daños.
En las actividades necesarias, es prevención cuaternaria cuidar del proceso para asegurar un
balance positivo entre el beneficio y el daño.
Como norma, less is better (o less is more, "menos es mejor", el lema de la serie sobre
overdiagnosis y overtreatment de la revista Archives of Internal Medicine); es decir, se trata de
ofrecer “máxima calidad, mínima cantidad, con la tecnología apropiada, por el profesional idóneo,
en el momento adecuado y tan cerca del domicilio del paciente como sea posible”.
No basta la queja irracional ante las exigencias y expectativas excesivas de los pacientes y la
sociedad. Conviene identificar los mecanismos que han llevado a tal actitud en cada caso
concreto, analizar la participación médica en el mismo, considerar la mejor metodología para
revertir el fenómeno, y ejercer con ética de la ignorancia, ética de la negativa y prevención
cuaternaria.
Los pacientes son alumnos aventajados, y pueden aprender con rapidez sobre el peligro de los
excesos médicos. Los pacientes quieren, como nosotros los médicos, una vida larga y plena y
una muerte digna y corta.
La búsqueda de la juventud eterna podemos tolerarla como una más de las fantasías que habitan
en nuestra mente. No hará daño si sigue siendo sólo una fantasía.
Podemos ayudar a los pacientes si sabemos que la calidad humana es condición necesaria que
complementa la calidad técnica, y logra la calidad con calidez. Se trata de responder a las
situaciones complejas, no sólo a las simples, y de conservar la "necesaria pureza de raza" en la
capacidad técnica y humana.
Vale la pena poner en su punto justo el valor del contrato preventivo frente al mérito del contrato
curativo. Con ello el trabajo del médico será de nuevo "hiriente", pero satisfactorio. Lo
necesitamos los médicos y lo necesitan los pacientes y la sociedad.
PARA SABER MÁS
http://www.equipocesca.org/organizacion-de-servicios/etica-clinica-en-tiempos-de-exigenciaexpectante/
http://www.equipocesca.org/organizacion-de-servicios/los-territorios-ignotos-de-nuestra-mente/
http://www.equipocesca.org/organizacion-de-servicios/desarrollo-profesional-del-medico-generaluna-cuestion-personal-y-mas/
http://www.equipocesca.org/uso-apropiado-de-recursos/%C2%BFpor-que-ser-medico-si-ya-hayinternet-carta-abierta-a-una-estudiante-de-primero-de-medicina/