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ES EN LA INSEGURIDAD DEL CORAZÓN, EN LA INESTABILIDAD DE LOS
SENTIMIENTOS HUMANOS, DONDE ENCONTRAREMOS A DIOS (HN - 27)
Hemos visto, en el resumen anterior, la opinión del papa Juan Pablo II sobre cómo le fueron
reveladas a Jesús las grandes decisiones: “...se comprometió tan tiernamente con la realidad humana –
dice el Papa– que, si bien su inteligencia iba evolucionando y la historia le iba diciendo (a través de la
Encarnación) lo que debía hacer o decir, las grandes decisiones nunca le fueron reveladas por la razón
sino por el sentimiento: por el amor”. También sabemos que el sentimiento proviene de la vibración de la
parte femenina de cada uno, y que suele identificarse como: “lo que nos dice el corazón”.
Ahora, recordemos el problema al que se enfrenta Jesús-Cristo: pues tiene que decirle al pueblo de
Israel que su Dios (que es el mismo Dios de los padres de Jesús) es un Dios universal; es un Dios que
supera toda vocación parcial o particular. Es decir, Cristo (Dios en Jesús) tenía que decirles a los israelitas
–que esperaban al Salvador– que esta salvación es para todo el mundo y no solamente para los que ellos
entendían como elegidos. ¿Y cómo saber el momento justo para anunciarlo? ¡pues será justo el corazón
el que te lo dirá! Y ahora aparece la samaritana (una mujer que no es judía, una gentil que pertenece a la
gente marginada) justo cuando Jesús estaba sentado en el brocal del pozo más antiguo del mundo (en
Siquem); al mediodía y cuando los discípulos habían ido a comprar comida. Es ahora cuando llega la
samaritana, con “sed” y en busca de agua, cuando Jesús comienza a dialogar con ella. Es entonces cuando
se le abrieron “los ojos” a la mujer –a lo femenino de la mujer–, y ella dijo: “Tú que eres profeta, dime:
¿dónde hay que adorar a Dios, en el Templo de Jerusalén (el único lugar donde creían se encontraba Dios
para ser adorado) o en la montaña del Garizim?” Esta pregunta le ilumina el corazón a Jesús, le interpela
en su parte femenina y siente que este es el momento de la revelación: “Mira mujer, a Dios no se le adora
ni en el templo ni en la montaña –que son dos seguridades– sino en el corazón. Los verdaderos
adoradores, adoran a Dios en su corazón” (Jn. 4, 1 y ss.). Es en la inseguridad del corazón, en la
inestabilidad de los sentimientos humanos, donde encontraremos a Dios. Pero, ¿quién le ha hecho
decir esto a Jesús?: la mujer, lo femenino. Y, ¿cuándo lo dijo Jesús-Cristo?: cuando lo femenino le
interpeló, y sintió –a su vez por su parte femenina– que era la hora de declararlo… y Cristo lo reveló.
Recordemos otro caso más serio todavía, pues extiende la curación-salvación más allá de los
suyos. En efecto Jesús, que predicaba en Israel y nunca había salido de sus fronteras, un buen día y sin
darse cuenta pasó al territorio de al lado; a Tiro y Sidón. Entonces, y apenas cruzada la frontera, se
encuentra con una mujer sirofenicia que le dice: “Señor, tengo una hija que está muy mal, ¿me la quieres
curar?” Y Jesús –muy seguro todavía de las ideas existentes, porque ella no era judía sino siria–
responde: “Me han enviado sólo a las ovejas descarriadas de Israel, y no es bueno quitar el pan a los hijos
para dárselo a los perros” (Mt. 15, 21ss.) ¡Vaya piropo para la pobre mujer!, de un Jesús que todavía es
muy masculino. Entonces la mujer –femenina y humilde– responde: “Sí, es verdad Señor, pero también
los cachorrillos... (dado que la había llamado perra)... también los cachorrillos comen migajas; las que
caen de la mesa de los señores”. Aquí aparece otra vez el momento, aparece la hora oportuna. Y curó a la
hija: sucedió la primera curación de una pagana. Aquel día y por la mujer, Cristo entendió que había
llegado la hora de hacer llegar la salvación también a los paganos. Y quién se lo dijo fue su sentimiento.
Cristo, que está disponible en el hombre como un niño, le preguntaría a su Padre: -¿Cómo sabré hacer y
decir los signos del Reino? Y la respuesta la percibe con el corazón abierto y disponible; o sea, por la
parte más inválida de lo humano: por la sensibilidad, la intuición, el amor... por lo femenino.
Bastaría subrayar que cuando Dios vino a lo humano, vino por María Santísima que es una mujer; pero
vamos a seguir poniendo ejemplos. Recordemos el caso de Magdalena, la pecadora. ¿En qué momento
debía Jesús anunciar su muerte, decir que había llegado su hora? “Te lo dirán cualquier día”: y un buen
día en casa del fariseo, una mujer de mala vida (Lc. 7, 37) –ésta es la mujer de la que había expulsado siete
demonios (y siete significa todos, como en el caso de los maridos de la samaritana)– se puso a lavarle los
pies con sus lágrimas; y se los ungió con perfume. El Señor la deja hacer al notar el cariño (el de la mujer
pecadora que le lavaba y perfumaba los pies) y así le llega la revelación; le invade Dios por el afecto, y
dice: “Dejadla, no la maldigáis; se adelantó a perfumar mi cuerpo, para la sepultura” (Mc. 14, 6-8).
Y así hay once o doce casos de mujeres que aparecen siempre en los grandes momentos de la vida
de Jesús. La mayoría de ellas, si se quita a María Santísima, son mujeres poco recomendables; es decir
que además de mujeres son pecadoras: lo que equivale a doblemente necesitadas, a doblemente débiles.
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¿Vemos el niño otra vez? Si nos hubieran presentado mujeres santas y fuertes, las veríamos como
seguridades a las que aferrarnos los humanos; por ejemplo Santa Teresa de Jesús –aunque también
conoció la noche oscura del alma y el desierto–, o Agustina de Aragón, otra mujer fuerte. Estas mujeres
no representan lo débil y, por tanto, no valdrían como sujeto interpelador: sería como apoyarse en la
grandeza, en la valentía, en lo masculino de todo ser humano; y eso no vale, porque eso son seguridades.
El Evangelio de Jesús nos advierte que lo que nos quiera decir Dios nos lo revelará desde el
amor, desde el temblor de nuestro corazón; porque cuando uno ama está indefenso, y por tanto está
disponible (en su pesebre) para que se lo coman los demás. En los momentos grandes de tu vida, será el
amor –el amor de verdad, ese amor que no puede engancharse en ninguna parte que no sea el infinito–
quien te lo dirá.
Otro caso típico es el de la mujer adúltera, pillada en adulterio flagrante; según lo dice así San
Mateo para que no haya duda: ni de la debilidad y fallo de esta mujer, ni de su condición de pecadora.
[Aquí Jesús tira a dar aún más y en profundidad porque, además de la debilidad propia (como suma de
nuestra tendencia personal y de la debilidad añadida que nos induzca el ambiente), está la inmoralidad
propia del hecho (está el fruto resultante de nuestra permisividad: tanto por ser permisivos con la
debilidad propia como con los factores externos que nos hayan forzado a la corrupción)]
He aquí un fallo humano –un agujero, un hueco humano–, de los que San Agustín definió como
agujeros de la historia. El pecado es un fallo humano, un agujero humano. Y San Pablo lo tiene tan claro
que dirá: “Jesús, que no tenía pecado, se hizo por nosotros pecado”. Bien entendido que, Jesús se hizo
pecado y no pecador. [Conviene recordar que cuando se habla de pecado se está haciendo referencia a: las
consecuencias de un efecto combinado de la ignorancia y la malicia humana. Por tanto Cristo, que “se
hizo por nosotros pecado” –que se metió hasta el fondo de las consecuencias de los fallos humanos,
introduciéndose hasta el fondo de los agujeros de lo humano– resulta que es así como nos redimió]
Volvamos al caso de la mujer adúltera (donde hay debilidad y fallo pecador), a la que van a
arrastrar hasta un lugar adecuado para apedrearla; ya que es lo que humanamente correspondía según las
leyes al uso. Pero, se van a topar con la sensibilidad de Jesús. Es otra ocasión, en la que Jesús aprovecha
un momento maduro de su vida para decir una gran verdad. Y son los fariseos –que no son niños sino
teóricamente hombres maduros en religión– los que vieron que allí tenían la ocasión de matar dos pájaros
de un tiro: a ella apedreándola y a él comprometiéndole. Ya que según la Ley, el Deuteronomio, “Moisés
dice que a la mujer adúltera hay que apedrearla”. Y si Cristo afirmase que hay que apedrearla, ¿dónde
quedaría su misericordia? Y si dijese que no, le podrían denunciar por violar la Ley e incitar a la rebelión.
Pero a Jesús se le abrieron los ojos, sintió interpelada su sensibilidad desde la indefensión de la mujer y
pensó: ¡ésta es la hora! Pero quién se lo dijo fue la indefensión de la pecadora ante el pecado. ¿Y de qué
era la hora? Sencillamente la hora de la revelación. Y Mateo es claro cuando lo narra: Jesús, que se hace
el tonto, se agacha y escribe en la arena; después levanta la cabeza, mira y dice: “El que de vosotros esté
sin pecado, arrójele la piedra el primero... y fueron marchándose uno a uno, empezando por los más
viejos...” (Jn. 8, 3 y ss.) ¿Dónde están los niños? Como allí solo había personas endurecidas por la vida, y
no había niños... se alejaron todos; no quedó nadie para tirar una piedra, porque ninguno estaba libre de
fallo.
Primera conclusión: Nadie puede tirar una piedra contra otro pecador, porque todos somos
pecadores y cometemos fallos. En este caso el adulterio no empieza en la mujer, sino en los que hacen que
la mujer sea objeto de adulterio. Y, segunda conclusión: La sensibilidad se quedó sola en un frente a
frente, porque todos los duros se fueron. O sea, hay un verdadero careo directo de lo femenino en el que
Jesús dice: “Mujer, ¿dónde están? ¿Ninguno te ha condenado?” Y la pobre, temblorosa todavía por el
miedo al apedreamiento, dice: “Ninguno Señor”, y Jesús declara: "Yo tampoco te condeno, vete y...”
Hay que provechar este momento, para decirle a lo humano que el pecado de una persona suele
nacer en la colectividad: es lo que hoy se llama el pecado estructural. Hay pecadores porque hay quienes,
directa o indirectamente, hacen pecar. Por tanto, ¿quién puede realmente tirar piedras? Jesús aprovechó la
ocasión para revelarnos: ¡cuidado con condenar a gente concreta!, pues los pecados empiezan mucho más
lejos de lo que parece. Se cometen en un lugar determinado, pero ese responsable final no es más que la
terminación de un pecado que viene de lejos: la ignorancia y la maldad humana vienen de lejos.
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