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La Psicología Biológica
Dr. José Ingegnieros
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La Psicología Biológica
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La Psicología Biológica
Dr. José Ingegnieros
La psicología contemporánea es una ciencia natural. Siendo el
objeto de su estudio los fenómenos psíquicos y produciéndose éstos en
seres vivos, es también una ciencia biológica. Las funciones psíquicas no
son patrimonio exclusivo de la especie humana; ellas se constituyen
desde las más elementales manifestaciones de la vida y se elaboran
progresivamente a través de la evolución de las especies. Por eso la
psicología no estudia solamente las funciones psíquicas del hombre;
aunque las de nuestra especie animal nos interesan más que las de otras,
sólo podemos considerarlas como una expresión compleja de las demás,
derivando tal complejidad de las necesidades progresivas de la materia
viviente en su evolución adaptativa a las condiciones del medio en que
existe.
En este sentido puede admitirse con James que la psicología es una
“ciencia natural”, pero no sabríamos aceptar la interpretación que da a
sus objetos de conocimiento; la concibe como un cuerpo provisorio de
verdades relativas a los “estados de conciencia y a los conocimientos
que ellos tienen el privilegio de darnos”.
No podemos admitir que las “funciones psíquicas” son siempre
“estados de conciencia”, y creemos que los conocimientos dados por
éstos sólo son una mínima parte de las funciones que la psiquis
desempeña en la evolución biológica de las especies.
La existencia real de las funciones psíquicas es un dato primitivo
de la experiencia; el hombre observa en sí mismo y en los demás
hombres, como también en todas las especies vivientes,
proporcionalmente a la gerarquía evolutiva de ellas. Y el hombre
observa también los resultados de estas funciones; su intervención es
decisiva en la conducta, es decir, en la adaptación de todos los actos de
los seres vivientes a las condiciones del medio en que ellos se realizan.
Estos breves postulados cuyo examen particular excedería a los
límites de una introducción a los estudios que la Sociedad de Psicología
ha emprendido, permiten señalar el criterio que, en mi concepto, puede
servirle de guía, y también nos dejarán entrever cuál es la orientación
general de los estudios encaminados al conocimiento de las funciones
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psíquicas. Sería estéril o peligroso arriesgarse a cruzar tan obscuros
dominios sin llevar una clara noción de los caminos posibles, aunque
osaríamos demasiado pretendiendo determinar en líneas precisas su vía
maestra definitiva.
La tarea no es fácil, a punto de no haberla resuelto los más
preclaros ingenios humanos que en larga serie de siglos han pretendido
fijar las condiciones de los fenómenos del espíritu y establecer sus leyes
generales.
Pero tampoco podríamos negar que sus dificultades han
disminuido en los últimos lustros, gracias al prodigioso
desenvolvimiento de los métodos que refuerzan y precisan las
observaciones humanas y al auxilio poderoso de las ciencias afines,
reconstituidas vigorosamente al calor del positivismo filosófico. Los
psicólogos contemporáneos pueden afirmar que una ciencia comienza a
organizarse sobre los escombros de las antiguas especulaciones
metafísicas, más preocupadas de adaptar la realidad a las construcciones
aprioristas del espíritu que de construir sistemas fundados en la
intelección de la realidad, tal como nos la revela la experiencia. Los
clásicos de la filosofía se consideraron obligados a penetrar en el
dominio de los fenómenos psicológicos trayendo alguna idea filosófica,
moral o física: el alma, la sensación, el átomo, la voluntad, el bien, el
instinto, las imágenes, las facultades, etc.; hoy comenzamos a salir de esa
corriente y a concebir la actividad psíquica como un proceso biológico
en formación continua y no como una simple suma o combinación de
elementos que preexisten por separado; en este sentido, los postulados
más ruidosos de Bergson y James (“impulso vital”, “corriente de la
conciencia”), pueden ser afirmaciones elementales de la psicología
biológica evolucionista, sin que esto implique opinar sobre la validez o
invalidez de sus inferencias metafísicas.
Encaradas las funciones psíquicas como simples fenómenos
naturales, como datos particulares de la realidad universal sometida a
nuestra experiencia, su estudio es menos difícil y el “cuerpo provisorio
de verdades” que a ellos se refiere, la psicología, puede constituirse en
condiciones cada vez más favorables. Con toda razón podemos repetir
que ya no estorba nuestro camino el espiritualismo clásico, enmarañado
por las distintas facultades preconstituidas en el alma, ni las teorías
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escolásticas encarriladas a cimentar el sentido común en la sofistica,
desviándose del buen sentido, ni las psicologías analíticas que llevaban a
concebir la actividad mental como un agregado de elementos primitivos
dotados de existencia autónoma, ni el asociasionismo empírico que
hacía del alma humana un conglomerado estático.
La moderna renovación filosófica, que ha puesto en las diversas
ciencias el eje de toda interpretación hipotética de la realidad, señala
otros horizontes a la psicología. El pensamiento filosófico ya no es
subjetivo; su contenido ya no es la inteligencia abstracta sino la realidad
que se nos revela por la experiencia, tal como se nos revela. El genio de
los filósofos griegos nos admira por su potencia imaginativa, pero no
arrastra nuestro consentimiento; Sócrates, Platón y Protágoras son simples
casos para el estudio de la imaginación creadora. Ellos fueron
relámpagos en épocas de forzosa penumbra, forzosa porque el
conocimiento es una obra colectiva que el genio sintetiza o previene,
pero no crea de la nada. Y así también Bacon, Leibnitz, Spinoza, Descartes,
Locke, Hume, Condillac, Mill, Kant, Schopenhauer, Nietzsche, cumbres
preclaras del pensamiento filosófico, son puntos de orientación en la
historia del conocimiento humano, pero poco representan ya en el
capital positivo de la ciencia moderna: grandes imaginativos, creadores
geniales, ellos son magníficos artistas de la metafísica, pero no pueden
orientar al estudioso que se ensaya con criterio científico en la
comprensión de las funciones psíquicas.
La psicología moderna es más modesta, pero quiere ser menos
insegura. Si su objeto de estudio son fenómenos propios de los seres
vivos, justo es que tome los criterios y métodos de las ciencias
biológicas; si la experiencia revela que las funciones que observa están
especialmente condicionadas por la estructura y las funciones del
sistema nervioso, justo es que haya buscado en éste la clave de su
mecanismo. Por eso es la palabra de los biólogos, naturalistas, fisiólogos
y alienistas la que ha aportado los materiales constitutivos de su nuevo
edificio. El método especulativo está destronado; la experiencia se
integra por otras vías más contiguas a la realidad: la observación
introspectiva y extrospectiva, directa o indirecta, sensorial o
instrumental. El pensamiento se enfoca sobre sí mismo, en vez de buscar
fuera de sí su propia explicación; los psicólogos abandonan las cimas
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culminantes, y con frecuencia inaccesibles, de la metafísica, buscando en
la experiencia de las disciplinas naturales los auxiliares para sus
indagaciones. El pensamiento se busca a sí mismo en el cerebro, como en
su propia casa, recorre todos sus meandros, examina sus
comunicaciones, consigna sus hábitos, tantea los resortes, todo lo escruta
obstinadamente. El fenómeno natural es estudiado como tal; la
naturaleza desciende de las antiguas individualizaciones construidas
por el misticismo de los filósofos geniales y reintegra a la psiquis en sus
funciones biológicas, limitadas pero esenciales.
Ya no es para nosotros el pensamiento un misterioso atributo que
la imaginación ignorante atribuía a seres o entidades ajenas a nuestra
experiencia. Hoy todo nos lleva a creer que pensar es una de las
funciones de esa otra función mas vasta, que es vivir; la energía psíquica
es un modo de la energía vital, como ésta parece serlo de la energía
química, y ésta de la energía mecánica. Al concepto de un mundo creado
para que el hombre lo piense, o de un pensamiento creado para dar
existencia real al mundo, tiende a substituirse el monismo energético.
Las funciones psíquicas no son más que una función especializada
de la energía biológica; la conciencia es una de sus maneras de
manifestarse. Pensamos con todo el organismo, pero el cerebro es el
sistema orgánico destinado a representar la naturaleza que percibimos, a
reunir las imágenes de la realidad que impresiona nuestra sensibilidad,
a conservarlas, reproducirlas, asociarlas, abstraerlas, sintetizarlas, en el
continuo flujo y reflujo de todos los procesos biológicos. Es así como las
funciones psíquicas reflejan y resumen el medio ambiente en que el
organismo vivo se desarrolla; así registran su historia. Consideradas
como una de tantas manifestaciones de la energía, ellas tienen que
obedecer a leyes similares de las que también rigen a las demás;
consideradas como función, ellas emanan de órganos, y es en ellos
donde podemos investigar las visibles condiciones anátomofisiológicas
que condicionan su producción y las íntimas combinaciones
fisicoquímicas que las acompañan.
Esta tendencia a reducir los fenómenos psicológicos a una
modalidad ulterior y más diferenciada de los fenómenos biológicos,
parece ser la conclusión más general y consolidada de toda la psicología
contemporánea. Tal criterio y tales métodos son ya corrientes en todos
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los tratadistas, sin distinción de escuelas, desde Spencer y Sergi hasta
James y Bergson; los mismos partidarios del neoidealismo los aceptan y
aplican, no obstante sus reservas puramente verbales o sentimentales
respecto de los problemas metafísicos que parecen estar involucrados en
ellos.
Al variar la posición de esta disciplina científica, cambióse
también su metodología; el estudio de funciones biológicas fue accesible
a métodos de investigación cada vez más complejos. Fácil parecía a los
dialécticos e idealistas el estudio del alma humana; bastaba reflexionar
al respecto. Descartes aró el surco falso, diciendo que “el alma es más
fácil de conocer que el cuerpo”; su opinión sigue siendo cómoda para los
que desean ejercitarse en deportes psicológicos sin adquirir los
conocimientos biológicos que son su base. Así fue como los Víctor
Cousin, los Jouffroy y los Royer Collard pudieron creerse psicólogos
teniendo de la psicología una idea bastante informe, a punto de definirla
como “la ciencia del principio inteligente, del hombre o del yo”, o como
“la parte de la filosofía que tiene por objeto el conocimiento del alma y
de sus facultades, estudiadas por intermedio de la conciencia”. Sus
métodos tenían que ser sencillos y fáciles, como que se resumían en esta
fórmula: “el alma se conoce, se comprende a sí misma inmediatamente”.
Más modestos, los psicólogos de hoy consideran que las funciones
psíquicas pueden estudiarse con todos los métodos de las ciencias
biológicas y sociales, sin excluir por eso la introspección, que después
del exclusivismo instrumentalista de los fisiólogos y de los excesos de la
psicología analítica, ha recuperado buena parte de su primitiva
importancia, volviendo a prestar atención, como hace James, a los datos
inmediatos de la conciencia.
Para el estudio de las funciones psíquicas es indispensable tener
en cuenta todos los factores que contribuyen a determinarlas; la psiquis
actúa en función del medio. Nunca repetiremos bastante que cada
fenómeno psicológico depende, en primer término, de órganos que
encontramos en el encéfalo y en todo el sistema nervioso; y también
depende de las condiciones biológicas del ser vivo, es decir, de todos los
otros órganos y funciones de la vida, con los cuales está en intima
relación; y de las condiciones del ambiente social, área en que el
fenómeno se mueve y donde adquiere formas particulares o comunes;
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por fin, influyen sobre él una serie ignorada y obscura de antecedentes
de la vida individual, es decir, la herencia: residuos de la experiencia
psicológica de innumerables generaciones que escapan a nuestra
investigación y permanecen en la sombra. Por eso el estudio metódico y
completo de cualquier hecho psicológico debe abordarlo bajo sus tres
aspectos esenciales: 1°, en el organismo y en el cerebro, por ser éste el
órgano que principalmente resume la vida psíquica; 2°, en la herencia,
que es el lote de aprendizaje que nos transmiten nuestros antepasados;
3°, en el medio, de donde el individuo toma los datos experimentales
que sus órganos elaboran siguiendo las inclinaciones marcadas por la
herencia.
Es evidente que esta manera de plantear el estudio de las
funciones psíquicas aleja de toda hipótesis metafísica y lleva a constituir
una “psicología sin alma”, como dijeron Lange y Lewes. No obstante la
perpetua anastomosis de la psicología con las demás disciplinas
filosóficas -a punto de ser la ética, la lógica y la estética tres vastos
capítulos de aquella- los problemas puramente metafísicos quedan al
margen de nuestra ciencia, pues son insolubles por definición. La
hipótesis del alma, es absolutamente innecesaria en psicología, lo que no
impedirá que, durante un tiempo larguísimo siga formando parte de las
creencias usuales; el problema clásico de la conciencia parece, en
cambio, aproximarse a una solución; entendida hoy como una cualidad
contingente de las funciones psíquicas, sintética pero variable, episódica,
desagregable, de intensidad oscilatoria, dinámica (“corriente” o “flujo”),
subordinada a las modificaciones de la personalidad orgánica, ella ha
perdido su misteriosa sublimidad de antaño. Si antes lo esencial y
sorprendente eran los fenómenos psíquicos concientes, hoy tiende a ser
más esencial y sorprendente el estudio de los fenómenos psicológicos
que habitualmente no entran en el área reducida de la conciencia (Sergi,
Hoffding, Janet, Sollier).
Lo que sabemos de la vida psíquica individual, la parte conciente,
sólo es una muestra superficial de actividades que escapan a nuestro
análisis. Con frecuencia nos basta esa simple superficialidad, creyendo
que ella es todo y nos dice todo; sin embargo, la conciencia sólo nos
manifiesta el hecho elaborado, no el que se está elaborando. Por eso el
examen directo y subjetivo de la actividad conciente no podría iluminar
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más que una zona estrecha de la vida mental; la psiquis seguiría siendo
un vasto y profundo mar inexplorado sin el concurso de las ciencias
biológicas y sociales, especialmente de la patología, que nos revela
muchos fenómenos inadvertidos en el funcionamiento normal (Ribot).
Es así como la psicología contemporánea no se contenta con exigir a sus
cultores la aptitud para el razonamiento lógico o la imaginación rica en
especulaciones abstractas; ella reclama el concurso de las ciencias afines,
pues todas son sus colaboradoras, y el esfuerzo colectivo puede
ilustramos acerca de las condiciones que determinan el funcionamiento
de la materia viva en sus manifestaciones más evolucionadas.
Por fin, ahondando más el examen de la formación progresiva de
las funciones psíquicas a través del mundo biológico, hasta llegar a sus
más altas manifestaciones humanas, veríamos que todo concurre a
pronosticar la futura orientación de estos estudios hacia una psicología
genética. Ella permitiría entrever las adquisiciones de la experiencia
psicológica a través de la evolución de las especies, desde sus formas
simples en los organismos unicelulares hasta los más luminosos
florecimientos del genio humano; ella nos mostraría las reacciones
adaptativas de los seres vivientes a su medio, las leyes biológicas de
adquisición de los hábitos en la experiencia individual, la transmisión
hereditaria de esas adquisiciones habituales bajo forma de instintos de la
especie, la modificación de los instintos hereditarios por la acción del
ambiente, las formaciones de la experiencia individual sobre los
instintos constituidos por la experiencia de la especie, en una palabra,
todo el devenir progresivo de la vida mental en la evolución de la serie
biológica, en la evolución de la especie humana y en la evolución de los
individuos. Tal psicología genética, que hoy apenas osamos entrever,
estudiaría la formación de las funciones psíquicas a través de la
evolución biológica, considerándolas como una adquisición progresiva
de la experiencia; ese nuevo criterio parece llamado a subvertir los
programas y métodos que rigen hoy la materia, abriendo horizontes
inesperados y permitiendo generalizaciones aún no previstas.
Señalada así, en sus líneas generales, la orientación que ha
tomado el estudio de las funciones psíquicas, cabe ver cuál es la posición
actual de la psicología biológica en el concierto de las ciencias y cuál es
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su valor dentro de las disciplinas filosóficas. Pero, si hemos de
entendernos respecto de tan arduo problema, conviene fijar de
antemano lo que debemos designar como “ciencia” y como “filosofía”, a
la vez que medir el justo alcance que podemos dar a conceptos tan
elásticos como “ciencias filosóficas” y “filosofía científica”.
Convienen los autores en establecer que las características del
pensamiento filosófico pueden precisarse, con más o menos
aproximación, así: generalizar, profundizar, reflexionar y explicar. Estos
caracteres corresponden a la realidad, pero su valor diferencial es
impreciso si se comparan con los del pensamiento científico; diríase que
la ciencia, en sus manifestaciones más generales, tiende exactamente a
los mismos fines. La cuestión se simplificaría estudiando la formación
de ambos procesos en la evolución de la humanidad, lo que dejaría
entrever cierto asincronismo entre los conocimientos científicos y los
sistemas filosóficos, y sobre todo revelaría una disparidad de métodos
entre los científicos y los filósofos. La “sabiduría” de los antiguos era
toda la ciencia de la época conformada en los moldes filosóficos de un
hombre determinado; es decir, era la suma de los datos de la experiencia
en un grupo social dado, amoldadas a una construcción metafísica
elaborada por un filósofo. Desde Platón hasta Bacon, ciencia y filosofía
eran una misma cosa; después del Renacimiento, y más aún después de
Descartes, la filosofía no es más que la ciencia moderna en vías de
formación; el filósofo trabajaba con el objeto, el espíritu y los métodos de
la ciencia de su época. Sin embargo, observando más detenidamente la
labor de los pensadores de todo tiempo, se advierten dos grandes
orientaciones desde los orígenes mismos de la sabiduría; la una se aplica
a resolver con exactitud determinados problemas particulares, y la otra
tiende a interpretar de una manera general todos los fenómenos del
universo o una gran parte de ellos. Algunos espíritus se inclinan al
trabajo de abstraer y analizar, mientras otros se proponen generalizar y
sintetizar; aquellos permanecen fieles a los datos de la experiencia, éstos
quieren explicar esos mismos datos mediante la especulación. Como si
un misterioso equilibrio presidiera a la división del trabajo humano, aun
en sus labores intelectuales, dos grandes grupos se forman en todo el
campo del conocimiento: los espíritus analistas y los espíritus
sintetizadores. A primera vista, para el trabajo paciente y seguro de los
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primeros conviene reservar el nombre de labor científica, mientras que
al arriesgado aleteo de los segundos corresponde el trabajo filosófico. Si
así fuera, podría definirse la filosofía con relación a la ciencia, diciendo
que es la investigación de las generalizaciones más distantes de la
experiencia inmediata. La filosofía sería a la ciencia lo que ésta es al
conocimiento vulgar, pudiendo, en suma, aceptarse provisoriamente la
definición diferencial de Rey: es filosófico todo estudio que en vez de
acantonarse en un grupo de hechos particulares bien determinados y
rigurosamente aislados de los otros, se presenta como una explicación
integral del universo o de una de sus grandes manifestaciones
fenoménicas, teniéndola como fin explicito.
Por otra parte, es opinión corriente que las ciencias y las filosofías
tienen métodos distintos. Suele atribuirse a las primeras el método
matemático o el experimental, aplicados al conocimiento objetivo de los
fenómenos con que la realidad se manifiesta a nuestros sentidos; a las
segundas se atribuye un método puramente racional, dejando amplio
campo a la imaginación subjetiva, correspondiendo a los genios
filosóficos un modo de crear semejante al del genio artístico. Las ciencias
observan y comparan, partiendo de los hechos; las filosofías construyen
y generalizan, partiendo de hipótesis indemostradas. Así se afirma por
lo común, pero las cosas paran de otra manera.
Observando mejor, encontramos que las ciencias y las filosofías
parecen confundirse, pues las primeras no podrían desarrollarse sin
hipótesis o conjeturas, mientras que las segundas necesitan colocar como
jalones fundamentales ciertas nociones observadas o experimentadas
con exactitud. Baste mencionar las recientes afirmaciones sobre el valor
instrumental o práctico de las hipótesis en el desenvolvimiento científico
de la química, reveladas en el hermoso libro de Ostwald, o pensar en los
fundamentos biológicos puestos por Mechnikoff a sus estudios filosóficos
sobre la vida humana, allí la hipótesis dirige el curso de la experiencia, y
aquí el dato experimental sirve de premisa a la especulación.
En suma, no es posible concebir el progreso de la ciencia sin
hipótesis útiles y transitorias, como tampoco se concibe la constitución
de la filosofía sin una base de hechos adquiridos por la experiencia.
Luego su método no es necesariamente diverso, como no lo es su objeto;
la diferencia sería solamente de amplitud y profundidad. La filosofía
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tiende siempre a ser una ciencia de las ciencias, una generalización de
generalizaciones, y el método filosófico, no pudiendo ser una
experimentación de las experiencias, procura ser una crítica de las
críticas y una hipótesis de las hipótesis.
El método común a las ciencias es -o debiera ser- el método
propio de la filosofía. Esta, considerada como ciencia universal, está
llamada a emplear todos los modos de observación y todos los modos
de deducción. Lo que la distingue es la naturaleza de su hipótesis
fundamental: mientras en la ciencia ella tiene un valor práctico,
provisoriamente determinado por las investigaciones objetivas que está
llamada a encauzar, en la filosofía se propone explicar integralmente un
vasto orden de conocimientos o la totalidad de ellos.
Si fueran menester más definiciones podríamos decir que el
método de las ciencias consiste en observar los hechos y en buscar las
hipótesis que desarrolladas por el razonamiento conducen a un sistema
limitado, conforme a la experiencia. Y diríamos que el método de las
filosofías consiste en observar los hechos de todos los órdenes y en
buscar una hipótesis de carácter universal que desarrollada por el
razonamiento explique los datos generales reunidos por las diversas
experiencias particulares.
Planteadas así las cosas, parece evidente que la ciencia y la
filosofía debieran marchar al unísono en la evolución del pensamiento
social. Sin embargo, la historia general de las ideas y doctrinas nos
muestra que en cierto momento la especialización creciente de las
investigaciones científicas alejó a los científicos de toda generalización, a
la vez que los filósofos se vieron cada vez menos habilitados para
conocer toda la expansión de la ciencia. Los positivistas científicos,
estrechando su horizonte para no perderse en lo infinito, llegaron a creer
que la teoría comtiana de la relatividad del conocimiento permitía
relegar a la metafísica todo problema de origen y toda tentativa de
explicación verdadera, provocando la ilusión de que esas soluciones
debían buscarse fuera de la ciencia; por otra parte, muchos espíritus
superficiales o puramente literarios encontraron que era muy cómodo
seguír “filosofando” sobre los más transcendentales problemas sin
tomarse la molestia de conocer las investigaciones científicas.
Así llegó un momento en que los primeros desdeñaron todo
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pensamiento filosófico y en que los segundos ignoraban
sistemáticamente tos trabajos de aquéllos; los cultores de las ciencias
cerraron las ventanas de sus laboratorios para no mirar fuera, mientras
los filósofos de profesión se libraron de escuchar un idioma que no
comprendían.
Toda la filosofía universitaria francesa, de Víctor Cousin hasta Jules
Simón, es la hueca retórica que ha resultado de creer que era posible
filosofar a puro espíritu y en plena ignorancia. Pero esa posición
transitoria no podía perdurar; algunos entre los sabios advirtieron que
era posible y necesario filosofar sin dejar de ser científicos, y algunos de
los filósofos han acudido a la ciencia en busca de los principios
fundamentales para remontar el vuelo de sus hipótesis. Por eso la
filosofía y la ciencia tienden hoy a un nuevo acercamiento, preparando
el devenir de nuevas interpretaciones científicas del universo que
constituyen en conjunto la “filosofía científica”, cuyo objeto son las
generalidades de las diversas ciencias y su síntesis sistemática.
Entendido el pensamiento científico y filosófico como una función
social, puede afirmarse que cada época tiene una capacidad científica
dada, que no puede exceder y que le sirve de base para la elaboración de
sus sistemas filosóficos. El pensamiento científico es un reflejo de la vida
social en un momento dado, y la filosofía de una época es la metafísica
de ese pensamiento científico.
Por eso Rageot, al preguntarse si aún existe una filosofía, comienza
por establecer que con ese nombre sólo se refiere a la metafísica; toda
metafísica ha sido, en las diversas etapas de la especulación humana, un
esfuerzo racional para generalizar una observación particular fuera del
dominio que la había sugerido, para aplicarla a hechos que no se le
referían, de igual manera que a los hechos de que había nacido. Lo que
ha variado en los sistemas filosóficos es la elección de ese conocimiento
primordial. Los primeros físicos de la Grecia se atuvieron a impresiones
sensibles; los socráticos se elevaron a conceptos lógicos; todos los
modernos se aferran a leyes científicas. Las matemáticas, por ser las
ciencias de más antigua formación -a punto de que la era grecolatina no
tiene dos nombres científicos equivalentes a Euclides y Pitágoras- fueron
la base de las primitivas generalizaciones para explicar el universo,
como se observa ya en Platón; en épocas menos lejanas los mismos
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progresos de las matemáticas siguen sirviendo de núcleo a las
especulaciones de los filósofos. Así Descartes deduce su metafísica de la
geometría analítica, invención que le permite expresar todas las
relaciones geométricas por operaciones algébricas; Leibnitz elabora la
propia universalizando los datos esenciales del cálculo integral e
infinitesimal; Spinoza llega a concebir el mundo como un vasto sistema
de relaciones geométricas e intenta formularlas en un código de
teoremas y corolarios; Kant mismo llega a su metafísica psicológica
partiendo de un hecho matemático: el descubrimiento de la gravitación
universal por Newton. Pero al acercarse el momento contemporáneo la
situación varía; el incremento de varias ciencias fundamentales acosa a
los filósofos, que no saben cuál elegir como eje de sus generalizaciones.
Fue entonces que se planteó la posibilidad de ensayar una filosofía de la
ciencia en sí, encarada como una entidad real, sin entrar en el detalle de
las ciencias particulares ni considerar la naturaleza de las verdades
científicas. La filosofía de la ciencia tornóse así en una filosofía del
espíritu: la psicología vino a ser el eje de un completo sistema del
universo.
Kant no construyó su sistema metafísico generalizando una
verdad científica particular. Estaba presente en su espíritu la ley
descubierta por Newton, pero no llamó su atención la ley misma sino el
proceso mediante el cual los hechos de la naturaleza se representan en el
espíritu humano: la formación de la ciencia, el conocimiento. Y para que
ese puente entre el sujeto y el objeto fuese más estable, Kant le atribuyó
cualidades puramente lógicas, haciéndolo obra exclusiva del espíritu.
Las leyes del pensamiento fueron el hecho más constante que él
descubrió en la naturaleza; trató de investigarlas considerándolas como
la realidad esencial del universo. Sin embargo, a medida que las ciencias
especiales se desarrollaron, la insuficiencia de kantismo fue progresiva y
la realidad fue cada vez menos explicable lógicamente. Por una reacción
natural se pasó al extremo opuesto: en la imposibilidad de explicar todo
lógicamente, lo mejor pareció renunciar a la explicación y limitarse a la
constatación y coordinación de nuestros conocimientos; así sobrevino la
filosofía positiva, encaminada a fijar los datos objetivos del
conocimiento cuyo más ilustre portavoz fue Augusto Comte.
Entre la tendencia de Kant y la de Comte osciló por algún tiempo
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el pensamiento metafísico; mientras tanto el método positivo daba
incremento a la consolidación de varias ciencias, creando un material
vasto y complejo para servir de base a una nueva metafísica, cuyos
principios fueron leyes generales de varias ciencias a la vez. Con este
criterio surgió la concepción de Spencer, que fue una amplia filosofía de
la naturaleza a la vez que un vasto sistema del mundo, solamente
comparable con las geniales creaciones de Aristóteles y de Bacon. Sus
primeras leyes, tomadas a la biología, cimentaron la concepción del
evolucionismo determinista, y se intentó demostrarlas en los órdenes
fundamentales del fenomenismo universal: cósmico, geológico,
biológico, social y psicológico.
No es arriesgado afirmar que el de Spencer ha sido hasta ahora el
más completo ensayo de metafísica fundado en las ciencias; pero su
propia magnitud contenía ya, en germen, la causa de su fragilidad. La
filosofía de Spencer tomó principios generales de las matemáticas, de la
física y de la biología, los argamasó en un sistema aparentemente
perfecto y ofreció la explicación del universo; la heterogeneidad de sus
principios científicos fue la condición primera de su éxito. Pero bien
pronto, con el incremento desigual de las ciencias parciales a las que
tomó esos principios, se produjo una rotura de equilibrio entre las
diversas partes del sistema, dejando grandes lagunas por llenar y
quedando sin base las conclusiones asentadas en teorías particulares
cuya inexactitud vino a probarse.
Esas mismas causas que invalidaron el sistema de Spencer -el
incremento de numerosas ciencias parciales y complementaria- las
sucesivas correcciones sufridas continuamente por las diversas leyes
generales afirmadas por cada ciencia, hacen cada vez más difícil la
generalización universal de los principios científicos particulares,
poniendo limitaciones serias a la especulación metafísica. Ahora es
posible la filosofía de una ciencia o de un grupo de ciencias, antes que la
filosofía del saber total. Por eso los ensayos contemporáneos posteriores
a Spencer suelen ser parciales y restringidos, aunque todos ellos
relativamente conciliables dentro de la naciente filosofía energética
Tres grupos de ciencias les han servido de bases. En primer lugar
las matemáticas, encarando el problema metafísico del número y de la
extensión, siendo su más acabado exponente el relativismo matemático
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de Poincaré, que viene a subvertir los fundamentos de las ciencias
consideradas hasta hoy más exactas. En segundo lugar las ciencias
físicas, encarando el problema de la constitución de la materia, llegando
con Mach y Ostwald, a constituir la energética científica; y por fin, las
ciencias biológicas, encarando el problema de la vida, cuya solución
creemos alcanzar definitivamente día por día y hora por hora, aunque
siempre alguna circunstancia viene a atravesarse y a separamos de ella,
oponiéndose a los mecanistas biológicos como Le Dantec el neovitalismo
de Lodge, Bergson o Reinke.
Es aquí donde se plantea concretamente el valor metafísico de la
psicología científica, es decir, su valor como base para una
generalización filosófica. Y decimos “psicología científica” para precisar
los términos del problema; pues la psicología debe considerarse aquí
como ciencia, es decir, como el estudio de una determinada categoría de
fenómenos naturales: porque carece de finalidad y no se propone buscar
ninguna causa primera de esos fenómenos, de su esencia o substancia;
porque usa el método positivo, para consignar los datos de la
experiencia, valiéndose de la observación introspectiva y extrospectiva,
y de la experimentación que es una observación previamente
condicionada.
Pero la psicología, no obstante la importancia que con razón le
han atribuido los hombres en todo tiempo, no es una ciencia general,
refiriéndose sus datos y sus leyes a una parte insignificante de los
fenómenos del universo y a una parte mínima de los fenómenos que se
producen en la materia viva. Es, pues muy estrecho su radio, muy breve
su horizonte, muy limitada su experiencia. ¿Cómo podrían sus datos y
sus leyes servir de base a una explicación metafísica del universo, siendo
los fenómenos psicológicos la última y más complicada etapa en la serie
de manifestaciones de la energía, y siendo las funciones psíquicas una
revelación pura y simple de la vida orgánica? ¿No es evidente que la
psicología es simplemente un capítulo -el más interesante para los
hombres, si se quiere, pero un simple capítulo- de las ciencias
biológicas?
En esas condiciones no se concibe que la parte permita
generalizaciones más vastas que el todo: la psicología no puede ofrecer a
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la metafísica una base de substentación mayor que la biología.
Sin entrar en el problema tantas veces tratado de la clasificación
de las ciencias, diremos simplemente que ellas tienen diversa jerarquía
filosófica, cuya medida está en la amplitud de sus posibles
generalizaciones. Toda ciencia general ocupa una jerarquía filosófica
más alta que las ciencias particulares subordinadas a ella; los postulados
de la biología tienen una jerarquía filosófica superior a los de la
botánica, la antropología o la sociología. En este sentido el rango de la
psicología es inferior al de la biología como “ciencia filosófica”, por ser
menos vasta la experiencia de la parte que la del todo. Las recientes
tentativas de Tarde y James parecen denunciar esa relativa
inexpansibilidad filosófica de las doctrinas psicológicas.
Pero si no puede cimentar una filosofía general, es decir, una
explicación del universo, la psicología puede ser objeto de una filosofía
parcial, extensiva a cierto grupo de fenómenos, especialmente a los que
se producen en los seres capaces de vida psíquica. En este sentido
relativo puede ella buscar la determinación de sus propias leyes
generales, complementando la observación y la experiencia mediante la
hipótesis, pero sin olvidar que toda filosofía psicológica cabe dentro de
una filosofía biológica y ésta debe harmonizarse dentro de una
concepción sintética del universo. “La ciencia psicológica consistirá,
pues, esencialmente, en fijar las relaciones necesarias no solamente entre
las diversas manifestaciones de la vida psicológica, sino también entre
éstas y ciertas manifestaciones biológicas o ciertas acciones del medio.
Ella continuará, en suma, el cuadro de la naturaleza comenzado por las
ciencias que la preceden lógicamente y cronológicamente, y explicara
los hechos psicológicos en continuidad con los hechos biológicos, como
éstos son explicados en continuidad con los hechos físicoquímicos, y
éstos a su vez en continuidad con los hechos mecánicos. Nada nos
impide considerar realizable esta presunción”. Esta conclusión de Rey
parece la más verosímil.
Siguiendo, pues, las inclinaciones de su temperamento, los
psicólogos tratarán su materia como hombres de ciencia o como
filósofos, sin que su objeto y su método varíen. Como hombres de
ciencia aumentarán y corregirán los datos de la experiencia, escrutando
las funciones psíquicas con el auxilio de todos los métodos positivos;
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como filósofos construirán las hipótesis necesarias para el adelanto de
las investigaciones, fundándose en la experiencia, pero excediéndola; y
al mismo tiempo, remontando el vuelo en regiones menos seguras y sólo
accesibles a los espíritus más superiores, establecerán las leyes más
generales que rigen a los fenómenos psicológicos, procurando crear una
filosofía científica particular que encuadre en el marco suntuoso de otras
amplias concepciones del universo.
Huelga agregar que ese punto de vista nos aproxima al monismo
filosófico, reintegrando la psicología en el orden de las ciencias naturales
y los hechos psicológicos en el orden común de los datos de la
experiencia.
A pesar de los fecundos esfuerzos realizados para aproximar la
actividad biológica y la actividad psicológica, y no obstante el éxito feliz
con que se han aplicado a los fenómenos psicológicos las nociones de
evolución, selección y adaptación existen pretendidos filósofos y
risueños psicólogos que ignoran esa transformación de nuestros
estudios y siguen creyendo que el espíritu humano es un mundo aparte,
cuyos fenómenos escapan al resto de los hechos naturales.
Es necesario que distingamos perfectamente nuestra psicología de
esos ya inútiles pasatiempos especulativos. Ella ignora la existencia del
“alma”, tal como la entendían los racionalistas metafísicos: la fuerza
inmaterial cuyos cambios misteriosos se traducían por hechos de
conciencia. Ya no podemos creer que el “alma racional” es el patrimonio
exclusivo del hombre blanco, adulto y civilizado, según el antiguo
filósofo que pretendía asimilar los bárbaros, la mujer y los niños “a los
otros animales”. Por otra parte, la explicación ofrecida por el
espiritualismo para resolver la diferencia entre los fenómenos de la
materia y los del espíritu, es inútil para la investigación científica. En
primer lugar es hipotética y no da pruebas de que existe esa entidad
espiritual; es, en segundo término, metafísica, excediendo los límites de
los conocimientos naturales; y, por fin, es anticientífica, dejando sin
solución el problema mismo que pretende solucionar. Esta hipótesis del
alma espiritual y razonante se nos revela como un desarrollo dialéctico
del antropomorfismo primitivo, es decir, del animismo primordial
constituido por creencias extralógicas y contrarias a la experiencia,
aunque reforzado por tendencias emotivas o sentimentales que
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perduran y lo transforman continuamente.
Los empiristas de todas las escuelas (sensualistas, materialistas,
asociacionistas y fenomenistas) se han opuesto siempre a las
afirmaciones del racionalismo, viendo en el espíritu un reflejo de la
realidad y no una fuerza capaz de penetrar la realidad misma; pero en
cuanto a la teoría del conocimiento, una de las ramas del empirismo
cayó en el mismo error que combatía, engendrando el llamado
“paralelismo psicofísico”. Para éste el espíritu sería paralelo a la materia
y ambos expresarían en lenguaje diferente un mismo hecho; espíritu y
materia serían “dos traducciones recíprocas del mismo texto. Para los
idealistas, el texto primitivo es el espíritu, para los materialistas, sería la
materia; para los espiritualistas dualistas, ambos serían primitivos; para
los monistas, serian las manifestaciones simultáneas de la energía, cuya
esencia escapa actualmente a nuestra observación”. Estas frases,
repetidas por muchos psicólogos, muestran la utilidad práctica del
paralelismo como hipótesis de trabajo durante los comienzos de la
psicología científica; el ha permitido el acercamiento de muchos
espiritualistas, racionalistas y neomísticos de toda especie, que no
habrían podido aceptar los rumbos y métodos de la ciencia mientras
ellos implicaban una deserción de sus prejuicios religiosos o filosóficos.
Hoy hemos sobrepasado definitivamente el período paralelista,
compromiso ya innecesario entre los viejos hábitos mentales y los
nuevos datos de la ciencia. Como el racionalismo, como el
asociocianismo, pertenece a la historia de las doctrinas psicológicas,
aunque su lenguaje pueda servirnos todavía para expresar
cómodamente algunas correlaciones biopsíquicas cuya sinergia
orgánico-funcional solicita nuestra observación, sin que podamos
traducirla en términos del lenguaje monista, aún incompleto.
Durante los últimos años hemos asistido a la aparición de nuevas
corrientes filosóficas que reclaman ser mencionadas en estas páginas. La
idea central de la filosofía en el último medio siglo fue un acercamiento
a las ciencias, casi una subordinación a éstas. Comte, Taine y Renan
hicieron de la ciencia un nuevo ídolo, llegando ésta a tener en el ilustre
químico Berthelot el más entusiasta de los apóstoles. En vano Lachelier,
Fouillée, Boutroux -y más que todos Renouvier- intentaban resistir a la
José Ingegnieros
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ciencia en nombre del idealismo, procurando salvar las nociones de
libertad y de espíritu.
Más eficaces que la de esos idealistas fueron, sin embargo, las
críticas de los mismos hombres de ciencia, aunque todos se concretaron
a contestar los resultados de las doctrinas científicas más bien que a
invalidar sus métodos. Se advirtió que no había una ciencia general sino
ciencias especiales distintas por su objeto y por su método, siendo
transitorios y contingentes los sistemas de filosofía científica que
pretendían unificar sus conclusiones más generales, por ser estas
inestables y constituidas por aproximaciones sucesivas. Fueron sabios, y
no idealistas especulativos, los que hicieron mas sólidas esas
conclusiones: Poincaré, Mach, Ostwald. Después de ellos se tiende a
pensar que la ciencia es “la manera cómo el espíritu piensa las cosas”,
manera inquieta e incesantemente renovada; esta concepción ha abierto
las puertas a una reacción filosófica extracientífica, fundada en el
método empírico e intuitivo.
James y Bergson, en vez de considerar a la inteligencia como el
único medio de conocer y al conjunto de la realidad como un objeto
sometido al razonamiento científico, han apelado a la intuición y a la
experiencia empírica, alcanzando un conocimiento de la realidad
distinto del de los científicos. Tal modo de ver no nos parece
contradictorio con los postulados principales de la filosofía científica,
aunque a diario vemos complicar con el “pragmatismo” intenciones
espiritualistas, morales, religiosas y aún políticas que no le son
esenciales, aunque pueden atribuírsele accidentalmente- Este
resurgimiento de la observación directa y de la experiencia psicológica
intuitiva ha parecido una tabla de salvación para todos los
espiritualistas y neoidealistas, los que se han apresurado a reivindicarlos
para la psicología, creyendo con ello rehabilitar la antigua especulación
acerca del alma y de la conciencia, independientemente de las
disciplinas biológicas en que la psicología se asienta.
Nada más ilusorio que tal suposición. James y Bergson coinciden
en concebir la vida psíquica y la conciencia como un proceso continuo,
en constante transformación, como una realidad que se va
constituyendo constantemente a sí misma. Esta concepción dinámica de
la vida mental -que llama James “corriente de la conciencia” y que
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Bergson hace derivar de la “impulsión vital”- no es contradictoria con
ningún dato de la psicología científica a que se pretende oponerla; al
contrario, se encuadra perfectamente, y James lo reconoce, dentro del
concepto spenceriano que concibe la vida como un continuo trabajo de
adaptación a las condiciones del medio, siendo precisamente su
característica la variabilidad constante; en otros términos, la concepción
pragmatista de la vida y de la psiquis es un simple corolario de la
aplicación del evolucionismo spenceriano a la biología y la psicología.
James y Bergson han expresado en fórmulas concretas y novedosas un
concepto común a la ciencia de la vida y de la psiquis, admitido por
todos los evolucionistas.
Las aplicaciones morales y sociales del pragmatismo son, sin
duda, lo más interesante de la nueva doctrina, pero escapan a los
dominios de la ciencia y no se relacionan directamente con la psicología.
Son hipótesis filosóficas, entre las cuales la más importante sería que la
ciencia debe seguir las necesidades de la actividad práctica: “la acción
engendra la ciencia”.
Para nuestro objeto, basta dejar establecido que el pragmatismo
de James y de Bergson no implica, en manera alguna, el resurgimiento del
racionalismo especulativo o del animismo en psicología, limitándose a
evidenciar la utilidad de un buen método: constituir una ciencia natural
fundándose en los datos inmediatos de la conciencia, llámesele
“empirismo radical” o “experiencia pura”. Parte de premisas distintas,
mira desde un punto de vista diferente, pero en lo fundamental se
mantiene dentro de la orientación que hemos señalado, pues considera a
los hechos psicológicos como manifestaciones de la materia viva en
continua evolución, encuadrándose dentro de la psicología biológica
evolucionista.
Fuera de la ciencia, en el campo de la metafísica pura, es donde el
pragmatismo difiere del monismo. Allí, cuando entra a ser una teoría
del conocimiento y un principio de moral práctica, cuando excede los
límites de la ciencia para remontar su vuelo en las regiones de la
filosofía.
Sea cual fuere, pues, la posición filosófica adoptada
individualmente por los psicólogos, la psicología se va constituyendo
como ciencia con criterios y métodos bien definidos. El conocimiento
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científico no es la obra exclusiva de tal o cual sistema filosófico, ni
depende de las hipótesis transitorias que colaboran a su
desenvolvimiento, pues dura más que ellas. Conocemos la realidad para
adaptamos a ella y todos colaboramos en una obra común que se va
formando en el tiempo, independientemente de las escuelas y de las
sectas más adversas, fuera de todos los dogmatismos.
Fuente:
José Ingegnieros, “La psicología biológica”, Anales de la Sociedad de
Psicología, 1910, vol. 1, pp. 9-34.
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