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PROGRES, POSTMODERNOS, NOSOTROS, O TRANSICIÓN, MOVIDA Y
ESCAPISMO
Joaquín Álvarez Barrientos
¿Qué harías tú ante un ataque preventivo de la URSS?
Es momento de revisiones y recuerdos. Acabamos de iniciar un nuevo siglo y,
como no se puede romper claramente con el pasado porque nuestras épocas no cambian
con los guarismos, revisamos y celebramos para sentirnos distintos y percibir la
distancia. Para creernos otros distintos porque, cuando alguien recuerda, ya es alguien
diferente de aquel que fue. Quizá por eso, ahora, coincidiendo con el cambio de
centuria, las revisiones de aquellos años de transición y movida resultan un tanto
descorazonadoras, intentos a veces de desmitificar a costa de quitar valor a años que
indudablemente fueron relevantes. Tal vez en el plano político esa desmitificación no
implique de modo necesario restar importancia a lo sucedido (¿cómo podría hacerse sin
ser injusto o caer en falsedad?); sin embargo, en lo que tiene que ver con lo cultural, la
movida y los movimientos y actitudes que generó, mientras antes se encumbraba aquel
tiempo, sí parece ahora justificada la mirada descreída.
Fue quizá en la mitad de los setenta cuando cambió realmente nuestra sociedad y
empezó un nuevo siglo para España. Desde luego se iniciaron los procesos hacia un
sistema democrático, pero a lo que me refiero es a que se pasó de un estado rígido de
valores éticos, artísticos y personales a otro en el que el “todo vale”, por liberación y
contraste con lo anterior, parecía ser la enseña. Donde más y mejor se percibió este
cambio fue en el ámbito artístico y de manera más visible (audible) en el musical. Poca
de aquella música permanece hoy, desde luego, pero más que nunca aquellos ritmos y
sus letras desinhibidas, algunas convertidas en himnos, identificaron a una población y
pocas veces sirvieron de forma más clara para marcar los rumbos que seguir. Fue
además un momento que acabó con los cantantes que habían peleado por traer nuevos
aires a la sociedad española.
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Nuevos aires llegaron, pero no fueron los que aquéllos deseaban: la nova canço
desapareció salvo excepciones y lo mismo puede decirse de cuantos cantautores
comprometidos tuvieron su mejor momento en los sesenta y en los primeros setenta. Se
olvidaron el compromiso y la trascendencia en aras de ofrecer un producto entretenido y
desenvuelto, que liberara de las tensiones anteriores. Se descubrió entonces que, si se
estaba cansado de los gobernantes represores, también se estaba de los que, convertidos
en voz de la conciencia, encontraban su razón de ser en presentarse como sustitutos de
aquéllos.
En este cambio de valores se dio uno de suma importancia: ser joven se
convirtió en un valor en sí mismo. Pero ser joven de cierta manera, o ser determinado
tipo de joven. Ya no era necesario esperar. Lo que antes había valido se hizo viejo en
seguida: la acción comprometida, ciertas lecturas y actitudes, un modo de vestir, todo
aquello que se identificaba con lo “progre” dejó de ser moderno, actual, y pasó a
entenderse como formas anticuadas de conducta. No se estaba al día. Lo moderno ya no
era eso, y el compromiso, de existir, era con el presente y con uno mismo, no con el
futuro y los demás. El desenfado se convirtió en descuido: todo valía. Frente a las
normas anteriores, ahora no había normas ni reglas. Si no había poética, no se erraba en
el juicio.
De vivir en blanco y negro, con miedo, en orden y sin sonreír, esperando que
llegara la modernización del país, se pasó al color y al caos (o a simular una situación de
desorden frente a la ordenada y rígida realidad anterior), y la frivolidad y la alegría de
vivir ocuparon un lugar más al centro. Todo aquello que dio sentido a la vida de
muchos, que había significado algo positivo, estar comprometido con el logro de una
sociedad mejor, en definitiva, pasó a denominarse como “ser progre”, expresión
negativa, burlesca y desdeñosa que, en algunos casos, podía tener un ribete paternalista.
En el nuevo y vertiginoso mundo, que nacía sin referencias y, por tanto, las creaba al
paso, lo “progre” era algo de ayer; se hacía necesario por tanto reciclarse, reconvertirse,
reinventarse, había que abandonar la “militancia progre”, se fuera laico o “católico
progre”, que de todo había. Aquellos que habían luchado por la libertad, por la
modernización, por un nuevo país, y que, en consecuencia, habían pensado controlar ese
nuevo espacio y esa nueva libertad que ellos contribuían a instaurar, se encontraron
fuera de sitio y con que no siempre se valoraba de forma positiva su actuación, ni se les
daba las gracias. Aburrían. No estaban preparados, en general, para el cambio que se
avecinaba: ellos habían pensado la revolución desde los referentes del viejo régimen
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franquista, con lo que se convertían en su continuación; lo que vino, sin embargo,
instauraba una nueva edad. La movida, que, como se sabe, tenía mucho de
improvisación y explicación a posteriori, acababa así con el franquismo pero también
con lo que podían ser sus secuelas políticas y mentales. La vida se aceleró y la duración
de los movimientos y las modas fue cada vez menor. Progres, postprogres, modernos,
postmodernos, punkies, postpunkies, new wave, mods, new romantics, technos,
siniestros, retros, petardas, chochonas, rockers toreros, yuppies, jet set, beautiful people.
En la lengua española, castiza, aparecieron nuevos términos, a menudo calcos del
inglés, como se ve, que barbarizaban las expresiones y daban un superficial aire de
cosmopolitismo, de estar en el ajo.
La modernización, o algo que se llamó así, se llevó a cabo de repente, en muy
poco tiempo, y, sin sentirlo, llegó el desencanto, la postmodernidad. Casi se simultaneó
la transición hacia la experiencia democrática, esa misma experiencia que alcanzaba su
máximo emocional con el triunfo socialista, el desencanto de la política y la asunción,
por parte de muchos, de la vaguedad mental postmoderna. En muy poco tiempo se
“mató al padre”, a Franco, se olvidó aquello, y se cayó en el desencanto de la
democracia, arrastrados por el desencanto franquista. La izquierda se desencantó porque
consideraba que sus políticos habían cedido demasiado; y la derecha franquista también
porque su continuidad se hizo inviable, salvo para unos pocos de sus miembros que se
reciclaron. La película de Jaime Chávarri El desencanto, estrenada en 1976, que, desde
el ejemplo de la muerte del poeta Leopoldo Panero “a manos de” su familia, mostraba el
cansancio y desengaño del franquismo, pasó en seguida a entenderse como desencanto
de la democracia, para desesperación de su director. El film fue a la vez anuncio y
síntesis de un estado de ánimo.
Por los mismos años, y como consecuencia de esa nueva actitud frívola, sucedía
otro fenómeno impensable tiempo atrás. De tener a la Unión Soviética (la izquierda, el
comunismo) como modelo y referente (positivo y negativo, según la posición política),
de tenerlo presente siempre como algo serio, inmutable y amenazador (o esperanzador),
pasó a ser para muchos un mero objeto de burla, como lo era la progresía; no en vano
había sido elemento central para ordenar la cosmovisión del mundo en el franquismo y
las actitudes “progres”. Se convertía en algo desprovisto de importancia, o igualmente
serio que antes, pero sobre lo que se podía bromear: se había perdido el respeto a los
miedos del pasado, a sus iconos. Aquello significaba acabar verdaderamente con los
hábitos mentales del antiguo régimen, romper sus ídolos y sus demonios. Y así en 1982
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Polansky y el Ardor nos preguntaban “¿Qué harías tú ante un ataque preventivo de la
URSS?”. La canción fue un éxito y nos reconciliaba con la frivolidad. Pero sirvió
también como barómetro para saber cuál era el estado de ánimo de los que entonces
pasaban por ser la vanguardia del país. Juan Carlos de Laiglesia (2001, pp. 20- 21)
realizó una encuesta con esa pregunta recabando la opinión de, entre otros, Lola Flores,
Ceesepe, Antonio Vega, Alaska, Cecilia Roth, Imanol Arias, Pedro Almodóvar, Jorge
Vestrynge, Tierno Galván y Jesús Ordovás. De aquellas respuestas, más de unas que de
otras, se obtenía la conclusión de que se vivía sin miedo, sobre todo si se contrastaba
con los años del franquismo.
Daba la impresión de que se rompía un mundo antiguo pero en su lugar no se
proponía nada que lo sustituyera, puesto que también se desterraba la esperada respuesta
moderna, que habría sido la “progre”. Se acababa (quizá temporalmente) con lo
moderno, con los discursos unitarios y con aquella actitud que sólo entendía un punto de
vista para explicar la realidad, y su contrario. Sólo había vacío. En los ochenta, con la
postmodernidad como bandera filosófica, el mundo se abría a una realidad más
compleja y plural, con la caída en 1989 del muro de Berlín como principal consecuencia
visual, mientras los malos dejaban de serlo porque se convertían al dios capitalista.
Desencantados y sin futuro, sólo quedaba reinventarse
Lo postmoderno supone la ausencia de historia –no en vano Fukuyama, llevando
más allá a Vattimo y a Lyotard, habla del fin del hombre y del fin de la historia--,
implica descreer de la fe en el progreso que, de forma muy eficiente, ha sido uno de los
motores del mundo occidental al menos desde el siglo XVII. De modo que, si no había
historia, si no era posible el progreso, aunque hubiese desarrollo, entonces no había
futuro. No future decían los punkies; El desencanto, decían los antiguos “progres”,
ahora reconvertidos en profetas laicos (Reconvertirse, reinventarse cada noche, era el
objetivo unificador de tan dispares personajes como poblaron la transición y la movida;
y reconversión fue también una forma de acción política y económica que caracterizó a
los años ochenta: reconversión minera, de astilleros, etc.). La falta de valores claros, el
rechazo de aquéllos que habían servido durante el franquismo y la transición; que ya no
hubiera una única visión de la historia y su contraria; que valieran los diferentes puntos
de vista, llevaba a no arriesgarse, conducía al centro. Al centro político, pero también en
cualquier otro aspecto: huir de los extremos siempre da seguridad. En veinticinco años
hemos asistido al rápido descreimiento en la política, en los partidos y en las ideologías,
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y vemos cómo la derecha y la izquierda (términos en franca decadencia y desuso) se
manifiestan de centro y se lo disputan. Y el centro, el “justo medio”, la aurea
mediocritas, son sinónimos de burguesía, capitalismo y democracia. El abandono de las
ideologías, la importancia de la gestión, la asunción de discursos y reivindicaciones de
izquierda por los partidos de la derecha, la conformidad en que la democracia es el
único sistema válido, todo lleva al centro, a la moderación ideológica, no así económica,
pues el capitalismo, aliado de esa democracia que ha vencido a otras formas de
gobierno, galopa por la faz de la tierra como un nuevo jinete del Apocalipsis. Izquierda
y Derecha parecen desaparecer frente al surgimiento del ecologismo, el feminismo, lo
antinuclear y el pacifismo.
¿La movida? Tener flash
La movida creó nuevos espacios de reunión y relación, y puso sobre el tapete –es
decir, en el mercado—una serie de actividades hasta entonces poco o nada valoradas.
Por ejemplo, se dio nueva dimensión al mundo de la moda y a los diseñadores,
peluqueros, interioristas y modelos (muchos de ellos, gracias sobre todo a la TV y al
nuevo modelo de debate, acabarían convirtiéndose en los filósofos de nuestro tiempo,
desplazando al modelo académico antiguo); pero también a los pintores, dibujantes,
cineastas y fotógrafos. Fueron ámbitos de creación que explotaron y exploraron nuevas
posibilidades. Se configuró así un nuevo mercado de arte, de aplicación y discográfico
que captó numeroso público y sentó las bases de cierto desarrollo empresarial posterior.
Por otro lado, como si de nuevos cristianos se tratara, lo interesante de la movida, se
desarrolló en principio de noche, casi clandestinamente, y en locales que casi eran
catacumbas como El Sol, Rock- Ola, Marquee, Alcalá 20, o casi sótanos como La Vía
Láctea, El Penta, etc. Pero pronto, empujado por la demanda, se salió de ahí para ocupar
lugares de más representación e incluso castizos, como el Rastro o el desaparecido bar
La bobia, y dar a conocer sus productos. Es el caso de la Cascorro Factory, que se
dedicaba al cómic y en la que colaboraron Ceesepe y García- Alix.
Como muestra Juan Carlos de Laiglesia, el salto a los medios de comunicación,
dominados por “progres”, fue complicado porque no se tomaban en serio la actividad de
este sector, que se miraba con ojos condescendientes como algo anecdótico y pasajero.
Importancia decisiva tuvo, sin embargo, el programa de Paloma Chamorro La edad de
oro, que se desarrolló entre 1983 y 1985, con diferentes secuelas, en el que, en directo y
por la noche, se daba noticia de las novedades artísticas (Miquel Barceló, por ejemplo),
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y se entrevistaba y actuaban cantantes y personalidades de la cultura españoles y
extranjeros del momento que representaban lo nuevo. Había que hacerse un hueco, y
para ello se recurría al escándalo cuando era necesario, como ocurrió con Las vulpes en
el programa de Chamorro. Seguramente sin prever las dimensiones posteriores del
fenómeno, Fabio McNamara, una figura central de la movida, al ser entrevistado por
José Luis Gallero (1991, p. 317), lo indicaba así, cuando definía la movida como “gente
rara, ¿no? Tener flash y tener escándalo.” Y quizá el flash y el escándalo empezaron por
los lugares de “ambiente” y por la repentina visibilidad, desinhibida y sin complejos,
que alcanzaron los homosexuales que, según algunos, eran los que mejor se lo pasaban
por aquel entonces.
La movida madrileña se ha visto a veces como un invento, como un experimento
de marketin y propaganda para poner a Madrid en órbita y en el mercado. Es cierto que,
como consecuencia de la movida, la capital tuvo un atractivo renovado, que la convirtió
en objeto y destino turístico nuevo, con nuevas atracciones y que hizo, por extensión,
que se creara y difundiera la idea de que aquí se duerme poco o nada. Desde luego, el
marketin y la publicidad contribuyeron a dar una imagen de Madrid y de su movida,
pero esto fue después de que un grupo de personas con inquietudes se inventaran
aquellos nuevos espacios y nuevas maneras de sociabilidad desde donde hacer arte,
valiera éste lo que valiera, y desde donde ofrecer una mirada distinta del mundo.
Después de que alcanzara ciertas cotas de popularidad, después de que entrara en los
circuitos oficiales de la cultura y algunos de sus representantes colaboraran en los
medios de comunicación, fueron muchos los que se sumaron a su carro, y entre ellos los
políticos que la apoyaron institucionalmente desde el Ayuntamiento, la Comunidad y el
Ministerio de Cultura. Fue, desde luego, un uso mutuo y, en este sentido, la movida ya
no se diferenciaba de ningún otro movimiento anterior: los artistas y los intelectuales, o
algunos de ellos, siempre han colaborado con el poder. Tierno Galván dio espacio a los
jóvenes (ser joven era un valor); la UIMP en Santander, mientras la dirigió Santiago
Roldán, prestó sus aulas para happenings, performances y seminarios que llevaban a
cabo representantes de la movida y de revistas como Night y La luna de Madrid. A
finales de los ochenta, con la movida convertida ya en un exponente cultural y de la
renovación del PSOE, se hicieron excursiones a Vigo, a Roma y a otros lugares, alguna
patrocinada por Joaquín Legina, para publicitar Madrid y al partido que financiaba los
viajes (Más detalles, en Laiglesia, 2003).
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Otro aspecto del debate es el que relaciona la movida con Barcelona. Durante el
franquismo Barcelona había sido la capital cultural y moderna de España. Contaba con
poetas, editores, pintores, músicos y cantantes que daban fe de ello. Contaba también
con una gauche divine proveniente de la burguesía, que se vio disminuida cuando desde
el centro (otra vez el centro) se comenzaron a lanzar mensajes nuevos que nada tenían
que ver con las actitudes “modernas” (desde la nueva perspectiva, ya antiguas)
barcelonesas. Lo que pasaba en Madrid era más divertido y estaba en consonancia con
la tendencia a hacer más entretenida y menos seria la sociedad que nacía tras la muerte
de Franco. La gauche divine tenía algo de salón dieciochesco, mientras la movida era,
como ya se indicó, improvisación y recreación, levedad. Milan Kundera había visto bien
el signo de los tiempos cuando publicó su insoportable pero atinada La insoportable
levedad del ser (1986).
Tras años de rechazar determinados iconos y manifestaciones de nuestra cultura,
como los toros, el flamenco, la copla y las sevillanas, identificados con las supuestas
“esencias nacionales” y que habían sido asumidos como propios por el poder y por
determinada ideología, una interesante reacción contra lo moderno, comprometido y
trascendente, que las rechazaba, en general, como postura política, fue que se los volvió
a interpretar. Tras haber huido hacia delante y al exterior, lo castizo, lo cañí, se vuelve
moderno, o postmoderno, da igual. Se pone de moda. Todavía se mantiene el bar
España cañí, aunque ya casi sólo como reclamo para turistas. Los representantes
mejores de esta tendencia de “reivindicación española”, no por irónica menos real,
serían Gabinete Caligari, en música, ejemplos del rock torero con su Sangre española y
otros discos, pero también la recuperación de representantes de la copla, del cine
español de los años treinta y cuarenta, y el uso, siempre con una distancia que
objetivaba, de argumentos literarios y cinematográficos castizos que contaban con los
elementos propios de aquellos melodramas y que se disolvían en las formas modernas
de las historias de cómic o se presentaban con una estética de cómic: Laiglesia recuerda
El día que muera Bombita, de Ceesepe y García- Alix, inspirado en la novela Las
águilas de José López Pinillos, Parmeno. La tradición se pasaba por el cedazo de lo
actual, las peinetas de Martirio eran el emblema de la copla y Camarón se convertía en
patrimonio de todos.
Lo de las sevillanas vino cargado de algo más, a finales de los ochenta, y fue,
como en parte (solo en parte) el renacer de la afición a los toros, fruto de un grupo
apellidado unas veces jet set, otras beautiful people; especie de arribistas, según el libro
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de Carmen Posadas, que en principio poco o nada habían tenido que ver con la movida,
pero que se beneficiaron de los espacios de libertad que aquella originó y del “todo
vale”. Es posible encontrar cierto revanchismo en este nuevo posesionarse o apropiarse
de algo que había “pertenecido” al antiguo régimen. Su jefe de filas y modelo de
yuppies era ejemplo de los modos vertiginosos y las maneras audaces, del culto a la
juventud, del descaro, de la falta de respeto por las convenciones antiguas. En las
sevillanas encontraron él y sus seguidores la forma de convertir en espectáculo
autocomplaciente y exhibicionista sus éxitos financieros. Eran una nueva clase social,
en consonancia con los nuevos aires que suponían la entrada en la Unión Europea y la
apertura o perestroika de Gorbachov. Los extremos se acercaban. Entretanto surgía la
ruta del bakalao, se tomaba conciencia mayor de los problemas que ocasionaban las
drogas y poco a poco España horadaba, taladraba y tatuaba sus cuerpos, a la busca de
una imagen propia, única, personal e intransferible, creando signos que diferenciaban
del resto. La invasión del piercing y el tatoo se extendía, al tiempo que la sombra del
sida, una sombra muy real, iniciaba cambios vertiginosos en las maneras y costumbres
sexuales que, empujadas por la libertad de los años ochenta, habían conocido tiempos
mejores.
Flash y escándalo. Todo vale
El todo vale del principio tuvo un desarrollo portentoso y, en algunos casos,
sorprendente. Los nuevos canales televisivos, las revistas, dieron espacio y cancha a un
tipo de héroe que nada tenía que ver con lo anterior. La frivolidad, que supone
inteligencia, dio paso a lo insustancial y a la vulgaridad, al tiempo que cambiaban los
creadores de opinión y el cotilleo se convertía en sinónimo de información y periodismo
de investigación. Se había iniciado una carrera por captar al público en la que no se
renunciaría a nada y, de ese modo, nació la era de lo cutre, de lo que ahora se llama
telebasura porque es en ella, en la TV, donde alcanzan sus mejores cotas la vulgaridad,
la grosería y la ordinariez. Todo se ha convertido en un espectáculo, hasta los telediarios
en los que se asiste en nombre del derecho a la información a la visión pornográfica de
la muerte y el sufrimiento como si se tratara de un show o una película, a la conversión
de la política en escándalo “del corazón”, a la guerra retransmitida en directo y como un
telefilm, etc., incorporando imágenes que no informan. Flashes y escándalo, pero sólo
eso. La vida es un espectáculo y lo real está en la TV. En la Feria del Libro de Madrid
de este año 2003 firmaba Boris Izaguirre en una de las casetas. Una mujer, emocionada
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al verle, dijo: “¡Es como en la realidad!”. La realidad era lo que veía en la pantalla. Tal
vez fue un desliz lingüístico, la emoción no le permitió encontrar las palabras precisas,
pero no lo creo. Es desde luego un síntoma. Menos dramático que el que manifiesta el
asesinato de una persona a manos de jóvenes trastornados por la realidad violenta de los
juegos de rol.
Ignacio Ramonet explica así los cambios operados en la TV:
El diario televisado, principalmente gracias a su ideología de lo directo y
del tiempo real, ha ido imponiendo poco a poco un concepto radicalmente
distinto de la información. Informar es, desde entonces, mostrar la historia en
marcha o, más concretamente, hacernos asistir en directo al acontecimiento.
Se trata, en materia de información, de una revolución copernicana,
cuyas consecuencias no se han terminado de medir. Pues supone que la imagen
del acontecimiento (o su descripción) basta para darle toda su significación. En
última instancia, el periodista mismo está de más en este cara a cara del
telespectador y la historia. El objetivo prioritario para el ciudadano, su
satisfacción, ya no es comprender el alcance de un acontecimiento, sino
simplemente verlo, mirar cómo se produce bajo sus ojos. Esta coincidencia es
considerada como feliz. De este modo se establece, poco a poco, la engañosa
ilusión de que ver es comprender (1999, p. 86- 87. La cursiva es suya).
Los nuevos valores del directo, del tiempo real, de la inmediatez han cambiado
el significado del concepto información, y también su misma credibilidad. Ahora estar
informado es ver, no comprender. El prurito del periodista es “informar” en directo, la
razón de ser de la noticia es su imagen, lo cual contribuye a “ficcionalizar” o dramatizar
la realidad; si no hay imagen, difícilmente algo será noticia, como indica Ramonet.
Ahora estamos informados si asistimos a los bombardeos de Irak, si vemos cómo un
periodista avispado pregunta cómo se encuentra a alguien que acaba de perder a un ser
querido, si ese u otro periodista inquiere o molesta a algún “famoso”, o si
contemplamos en directo, y con sensación de adictos, los ¿interrogatorios? de la
Comisión de Investigación de la Asamblea de Madrid (agosto 2003). Da la impresión de
que la verdad no importa; verdad es aquello que confirman los medios de comunicación,
y los mismos políticos, en esa Comisión por ejemplo, han empleado sistemáticamente
las noticias de los medios para validar sus posturas, interpretaciones y acusaciones. El
escándalo como reclamo televisivo ha llegado a la política. Los programas “del
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corazón” dan cancha a la “política” porque ven en ella la posibilidad del escándalo; no
buscan informar, sino secuestrar ese invento manipulado que es “la audiencia”. Jesús
Gil, fundador del GIL (Grupo Independiente Liberal), y el entonces alcalde de Marbella,
Julián Muñoz, miembros del mismo partido, se insultan y gritan durante el verano de
2003, pero no explican sus diferencias políticas, si es que las tienen, y varios programas
que se ocupan habitualmente “del corazón” de los famosos les dedican su tiempo,
porque su misión es informar y porque son “profesionales”. Son tiempos de simulacro,
de espectáculo. La moción de censura del Ayuntamiento marbellí concita a más de
trescientos periodistas, la mayoría representantes del “amarillismo”. Así no es de
extrañar que los políticos, llevados de esta corriente y conscientes de que pierden peso,
respeto, imagen e influencia entre los elementos de la sociedad, se conviertan en actores
delante de las cámaras que retransmiten los debates, y en pornógrafos con su actitud,
mientras, anunciando lo que quizá pueda suceder aquí, los actores y pornógrafos de
otros países se hacen políticos (Ronald Reagan, Cicciolina, Arnold Schwarzenegger,
Larry Flint, Angioline, etc.). Lo cual no importaría si tuvieran una idea y un proyecto
político, no sólo un discurso populista y simplista, difundido con los mismos medios
publicitarios que emplean para dar a conocer al actor y su último estreno. Se produce así
una banalización de la acción política que lleva a limitar la participación del ciudadano.
De hecho, el grado de abstención de los votantes en Estados Unidos anda por el
cincuenta por ciento.
En esta época de apariencias, de simulacros y simulación, resulta difícil
compaginar a una sociedad (una audiencia) que al parecer reclama ese tipo de cosas --la
inmediatez de la telebasura, y además en nombre de la democracia y de su derecho a
elegir; sin embargo, la audiencia no demanda, reacciona ante lo que se le ofrece--, con
esa misma sociedad que, según las encuestas, es solidaria, descree de los partidos
políticos y de las iglesias, es religiosa por cultura o tradición pero no por fe, y se siente
implicada en “causas solidarias”. Quizá nos encontramos ante uno de los momentos más
claros de pérdida de lugar e importancia de lo político frente a lo social, como señaló
Baudrillard, y ante la hegemonía de lo que se ha llamado la “mayoría silenciosa”, que
ya no es una, no es “la masa”, sino varia y, por lo tanto, sin posibilidad de recibir una
única representación; que, desde luego, es cada vez menos silenciosa, y no sólo por la
visibilidad que pueda conseguir al responder a las distintas encuestas. Por otro lado, “lo
social”, encastillado en ONGs, discursos alternativos, galas y conciertos solidarios,
tiene su versión institucional en aquellos ministerios y consejerías que se ocupan de
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“asuntos sociales”, que resultan ser casi siempre intentos de minimizar el alcance de la
iniciativa individual aunque se presenten como respuesta política a las demandas de la
sociedad.
“Lo social”, además de pretender la sustitución de la política, es hoy en día
manifestación de distintas actitudes de esa “mayoría silenciosa”. Es una forma de
consuelo, de escape, al disimular su inercia; es la búsqueda de un medio para no sentirse
culpable por los desmanes que, en nombre de la democracia y la libertad, cometen
aquellos que han recibido el voto; es el modo de hacer llevadero el conformismo al que
se ha llegado tras la rebeldía de los primeros días, de aquellos lejanos días de
franquismo y transición, sin desdeñar el objetivo real (seguramente ingenuo) de querer
ejercer alguna influencia sobre el entorno para cambiarlo.
Son muchas las ofertas, se crean muchas necesidades pero son pocos los
intereses; grandes el desconcierto y la apatía. Para sobrevivir en esta jungla de
indiferencia y de inducción se ofrecen, y son una salida lucrativa, libros de autoayuda,
videntes, sectas y cartománticos (televisivos o no), citas a ciegas, sexo virtual, números
de teléfono 906. Todo digital, pues sólo existimos si tenemos móvil y dedo pulgar para
enviar mensajes. Y las cosas sólo existen para nosotros si no hay que hacer un esfuerzo
para alcanzarlas o entenderlas. La información en los medios de comunicación se
presenta simplificada y fragmentada, se quiere que nada suponga estudio, todo debe ser
divertido, entretenido: hasta un nuevo número de información telefónica es “divertido”.
Se requiere del individuo su pasividad.
El pasado y el presente entre lo global y lo “glocal”
Pero en medio de este desconcierto, de esa falta de valores que introdujo la
postmodernidad, se tiene la impresión de que el pasado vuelve, de que se mira otra vez
hacia atrás con aparente perspectiva para recuperar, entre otras cosas, lo que se ha
llamado “la memoria histórica”.
Por otro lado, sin embargo, como de repente pero en realidad en consonancia
con las actitudes milenaristas, el pasado se pone de moda, si bien de una forma
superficial y leve, estética, utilizando una mirada desprovista de sentido crítico. Parece
que el punto de vista nostálgico justifica por sí mismo esa “reconciliación”, lo cual
desde luego es una falsificación de la historia. Vuelven las viejas canciones,
comprometidas o no; programas de TV “recuperan” cierta imagen complaciente, apenas
crítica, del pasado; vuelven apariencias y looks de los setenta y los ochenta. Y es cierto
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que regresan pero sólo de forma superficial, por el valor estético de la imagen, en
sintonía seguramente con la vigencia del “pensamiento único” que es, también, un
pensamiento débil, leve, una herencia postmoderna, y en consonancia con los avances
de una globalización que nos dicta a todos los modos y maneras, los valores, los
tiempos, las opiniones y los gustos. Esta recuperación es una forma de olvido porque
apenas cuestiona o modifica, y porque la historia, desde esta perspectiva, se ve como
mera anécdota.
La propaganda y la publicidad, por su parte, al generar consenso en la opinión,
lo que es una forma de administrar el pensamiento, tienden a evitar que el ciudadano
participe en la gestión política. De este modo, cada vez más, y aunque salga a
manifestarse y vote, el ciudadano se convierte en un espectador, en alguien que, en
teoría, tiene todas las claves y los medios para hacer y deshacer, pero que en la práctica
está atado de pies y manos, o simplemente dormido o indiferente.
Quizá por esto esa sociedad solidaria de las encuestas, que desde la perspectiva
tradicional de partidos se siente atrapada e inútil, busca formas alternativas que frenen el
efecto devastador de los políticos y las empresas, y genera organizaciones al margen de
la política, discursos como los de la ecología, el antimilitarismo y el pacifismo que,
mostrando el descrédito del poder y el escepticismo de muchos, responden a procesos
que asumen criterios claramente civilizadores, es decir, modernos (no postmodernos),
porque implican la conservación de valores naturales y suponen, en consonancia con la
idea de progreso, que implica futuro y dejar un mundo mejor, poner de nuevo al hombre
en el centro, olvidando o procurando evitar ese “fin del hombre” al que parece que
estamos abocados, según Fukuyama y otros. La Guerra del Golfo, de 1991, y la de Irak,
de 2003, así como las reacciones a las cumbres del G-8 y al desastre del Prestige, han
sido algunos de los momentos que han aglutinado y alimentado este discurso alternativo
que cada vez tiene mayor presencia social, y también en algunos partidos políticos, que
intentan asumir sus reivindicaciones como forma, unas veces, de neutralizarlas y, otras,
de salvarse ellos mismos. Lo social y la “función social” hacen daño a lo político, ya se
dijo.
La misma tendencia globalizadora ha creado ese movimiento, global, de
antiglobalización y ha promovido, como forma de defensa, la creación de expresiones
que, desde lo local, quieren alcanzar, al emplear los mismos medios de difusión
(internet, etc.), una dimensión universal. Es lo que se conoce como “lo glocal”. A
menudo esta tendencia se identifica con otras que reivindican lo natural, lo autóctono y
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lo auténtico (o eso que por tal se tiene) frente a lo que llega de no se sabe dónde y sirve
e iguala a todos. Es evidente que la publicidad tiene en este sentido una importancia
capital, igual que la tenía a la hora de consensuar la opinión, pues condiciona y acuerda
desde muy temprana edad los valores éticos y estéticos por los que se regirá la
normalidad social. Pero la presentación de esos valores y formas supone un ideal que no
se ajusta a la realidad, ni a la verdad del objeto publicitado, pues consumirlo no siempre
provoca los estados escapistas de felicidad y las transformaciones físicas que se ven en
los anuncios. Lo que sí está produciendo el mercado publicitario, como se observa cada
día, es que el referente no sea la realidad cotidiana y “natural”, sino los modelos que
aparecen en los anuncios, con lo que las personas anhelan, y ya consiguen gracias a
operaciones, siliconas y gimnasio, parecerse a lo que ven en ellos, ser “como en la
realidad”.
Como se sabe, estas técnicas de publicidad comercial han pasado desde hace
años a las campañas de propaganda política. La de las últimas elecciones regionales y
locales (2003) ha sido hasta ahora el mejor ejemplo de este empleo de los recursos
publicitarios comerciales en las campañas políticas. El político se hace actor, enamora a
la cámara para seducir o comprar al potencial votante: más que ninguna otra, ésta última
campaña unas veces parecía una subasta, mientras otras se asemejaba a una venta en
una lonja. Quién da más por menos. Todo parece demostrar que nos encontramos en
una época de simulaciones y escapismo, en la que lo importante no es lo que se dice (la
verdad no interesa, además ya no es una); por tanto, para persuadir, se emplean los
mismos métodos, acomodados a cada caso y circunstancia, porque lo importante es
vender --ya se trate de un mensaje, ya de un objeto--, no convencer, pues el individuo
no es considerado como ser político, sino como consumidor. Consumidor de cultura, de
TV, de grandes superficies, de parques temáticos, etc. La identificación a la que se ha
llegado entre ocio, cultura y entretenimiento pone de relieve el concepto banal y
secundario en que se tiene a la segunda e indica que su única validez es como
entretenimiento, es decir, como forma de escape de la realidad cotidiana.
Así que, en tanto que consumidor, me escapo, porque necesito un trago, como
decían los Tequila aquel año fundacional de 1978.
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