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Liceo Miguel de Cervantes y Saavedra
Departamento de Filosofía 2011
Documento de apoyo unidad Nº 3 Individuo y sexualidad
1. Perspectivas teóricas acerca de la sexualidad.
Fuente: Facultad de Ciencias sociales, Escuela de Psicología Universidad de Chile
¿De qué hablamos cuando decimos “sexualidad”?
¿De qué hablamos cuando decimos “sexualidad”? Existen diversas formas de definir y comprender
la sexualidad. Una de ellas se expresa en la afirmación frecuentemente escuchada de que los seres
humanos nacemos sexuados y somos sexuados. En ella se expresa una manera de sintetizar una
concepción histórica específica, un modo particular de definir y comprender la sexualidad, ya sea
como fruto de una programación biológica del individuo, como producto de una evolución
filogenética de la especie que supone un específico y particular modelo de sexualidad (cúspide
evolutiva), o como una evolución de la sociedad humana desde una sexualidad primitiva variada,
hasta una heterosexualidad monogámica como su máximo desarrollo. A esta perspectiva de
comprensión de la sexualidad se le llama esencialista debido a que considera que la sexualidad es
un atributo, una esencia o verdad interna a los sujetos que opera cómo un esquema básico y
uniforme, decretado por la naturaleza humana misma (Weeks, 1998). Si bien esta idea de nacer y
ser sexuado tiene el valor de introducir una legitimidad a la sexualidad, reconocida como parte de
la naturaleza humana y sometida a ser desarrollada como otros aspectos de la vida personal, es
problemática por cuanto determina y reduce las posibilidades de comprender las relaciones entre
sexualidad y sociedad en las complejas tramas de su organización social y cultural, así como del
carácter productor de la última respecto de la primera.
Algunas de las críticas más importantes a la visión esencialista son las que detallamos a
continuación. En primer lugar, bajo el supuesto de que la condición sexual sería previa al orden
social, la tarea que le corresponde a la sociedad es de canalizar o reprimir la expresión del impulso
sexual (Parker y Gagnon, 1994). En términos del individuo, la sexualidad sería un atributo biológico
y/o psicológico, expresado como cuerpo y como identidad, y la sociedad sería sólo un contexto, un
medio para el aprendizaje de formas civilizadas de vivir y convivir en la sexualidad. En segundo
lugar, la sexualidad estaría configurada dicotómicamente, como sexualidad femenina y como
sexualidad masculina, las cuales se piensan como complementarias entre si, además de universales
y comunes; negando, por una parte, la diversidad histórica y cultural de la experiencia sexual, así
como reforzando estereotipos de género. En tercer lugar, se otorga a la función reproductiva un
lugar fundacional sobre el sentido y las prácticas de la sexualidad, lo cual restringe a la
heterosexualidad como única manera legítima y posible de vivir la sexualidad y reduce los modelos
identitarios disponibles para construir la feminidad y la masculinidad. Por último, al sostener que
seríamos sexuados en todas las dimensiones de la vida, el sexo aparece como un hilo organizador
de todas las relaciones humanas, lo cual otorga un carácter natural a relaciones que son de carácter
social y cultural, como son las relaciones de género.
En contraste con la perspectiva esencialista, a continuación nos introduciremos en la revisión de
una perspectiva construccionista de la sexualidad.
Construcción social de la sexualidad.
En general, la sexualidad se ubica muy centralmente en un debate que relaciona biología y cultura,
naturaleza y sociedad. Por ello, su observación y su conceptualización es también una construcción
histórica; a medida que la sociedad ha re-conceptualizado dicha relación, también ha sometido a
revisión y debate las teorías de la sexualidad, y consecuentemente, las elaboraciones sociales
prevalentes.
La sexualidad en los seres humanos es al mismo tiempo fruto de posibilidades biológicas, procesos
psicológicos y configuraciones sociales, culturales, históricas. Sobre esto sostiene Jeffrey Weeks: “es
una construcción histórica, que reúne una multitud de distintas posibilidades biológicas y mentales
(…) que no necesariamente deben estar vinculadas, y que en otras culturas no lo han estado. Todos
los elementos constitutivos de la sexualidad tienen su origen en el cuerpo o en la mente (…) Pero
las capacidades del cuerpo y la psique adquieren significado sólo en las relaciones sociales”. (1998,
p.20). En esta perspectiva, la biología actúa para fijar límites potenciales y referencias de respuestas
en cada individuo. Estos establecen los parámetros dentro de los cuales la cultura y el entorno
pueden ejercer su influencia. Jeffrey Weeks señala que “las posibilidades eróticas del animal
humano, su capacidad de ternura, intimidad y placer nunca pueden ser expresadas
‘espontáneamente’, sin transformaciones muy complejas…" (1985, p.21). En esta perspectiva, la
sexualidad es más bien un producto altamente específico de nuestras relaciones sociales, mucho
más que una consecuencia universal de nuestra biología común. Si desde una perspectiva
esencialista, la sexualidad es concebida como un principio represivo que canaliza, inhibe o
constriñe deseos, pulsiones o instintos para alcanzar formas sexuales socialmente aceptables, aquí
funciona más bien como un principio de producción de las prácticas, significaciones y relaciones
asociadas a ella.
Por ello, el comportamiento sexual constituye un comportamiento social (Bozon, 2002; Gagnon y
Simon, 1973). Las ciencias sociales operan con el postulado que los comportamientos humanos no
pueden ser analizados como hechos instintivos, programados por la naturaleza (Gagnon y Simon,
1973), lo cual se aplica también a los comportamientos sexuales. Sin embargo, esto no es obvio. En
otro tipo de comportamiento humano sucede parecido. La violencia contra las mujeres puede ser
concebida como fruto de unos atributos biológicos masculinos –impulsos agresivos- que se activan
en determinadas interacciones que implican a las mujeres, o como expresión o efecto de un
dominio masculino que encuentra en el ejercicio de la violencia un mecanismo de control sobre
éstas. Ambas afirmaciones expresan elaboraciones sociales existentes sobre la violencia. Al mismo
tiempo, expresan concepciones teóricas distintas y divergentes. Más focalizadamenté, lo mismo
puede decirse de la violencia sexual. Históricamente los violadores han justificado su
comportamiento basándose en una elaboración social sobre la sexualidad de los hombres que
afirma la existencia de impulsos sexuales débilmente controlables, los que expuestos a ciertas
situaciones resultan incontrolables.
Como tal, el término sexualidad no designa una esfera constituida propiamente tal, sino una
construcción sociocultural e histórica, que estructura una relación entre prácticas físicas,
significados y relaciones específicas entre las personas que tienen base en el cuerpo y el sexo.
Refiere a una configuración de deseo, sexo y género. Organiza las formas del erotismo y de la
reproducción, así como las relaciones y los contextos en que éstos se manifiestan. Se sitúa tanto en
el nivel de los individuos como de las relaciones y vínculos entre éstos, y de las relaciones de éstos
con las instituciones. Constituye a la vez una experiencia personal e histórica, y su construcción y su
transformación se realizan en el proceso mismo en que se construye y se transforma la realidad
social. Se ubica en relaciones sociales específicas de poder, entre las cuales las más importantes son
las de género, las económicas, las étnicas y las generacionales.
A esta aproximación se le denomina “construcción social de la sexualidad” y refiere al hecho de que
si bien es cierto el sexo tiene un fundamento biológico, la forma en que se realizan las prácticas,
cómo se significa, cómo se elabora y representa socialmente la sexualidad es un hecho cultural y
social. La noción de construcción social de la sexualidad alude también a su carácter histórico, es
decir, que se transforma junto con las transformaciones que ocurren en la sociedad.
2. La sexualidad en el marco de las relaciones sociales: género,
estratificación social y generación.
Las prácticas, las relaciones y las significaciones sexuales de las personas constituyen una síntesis
de las experiencias en las cuales se construyen como seres sociales. Las formas específicas que
asume la experiencia de la sexualidad son el resultado de condiciones y modelamientos
diferenciales según el lugar en que se esté situado en la estructura social. Las desigualdades y las
asimetrías en las relaciones de poder y la dominación son actuadas en las relaciones sexuales
(Bozon, 2002). La sexualidad no constituye una esfera de la vida personal y social que pueda por sí
sola producir desigualdades o su anverso, equivalencias entre los sujetos, sino que esta expresa lo
que ocurre en general en las relaciones sociales. La sexualidad, como otros aspectos de la vida
personal y social, se encuentra configurada socialmente en el marco de relaciones sociales de
poder. Del mismo modo, su configuración se encuentra ligada a otras relaciones sociales,
conformando un entramado de relaciones de poder en el que se inscribe la sexualidad. De estas
relaciones sociales destacamos el género, la clase social y la intergeneracionalidad como ejes
estructuradores y organizadores de la experiencia de la sexualidad.
Esquemáticamente dicho, el poder refiere a la capacidad de una persona para hacer actuar a otra,
para movilizarla. En este sentido, para muchas personas su experiencia social conlleva la
participación simultánea en múltiples sistemas de relaciones de poder y, por tanto, en múltiples
esquemas de subordinación y coordinación, cada uno de los cuales presenta su propia especificidad
(Bourdieu, 1994). Las personas participan en sistemas diversificados de relaciones de poder, por lo
tanto, debemos considerar que hay un componente dinámico, que ubica a las personas en distintas
posiciones de poder según los contextos en los que se encuentre, y en consideración al entramado
de relaciones sociales en que se inscriba (Montecino y Rebolledo, 1996).1
Este es un concepto central para la comprensión de la sexualidad, y por lo tanto, constituye un eje
transversal de este curso. Cada vez que abordamos una temática particular nos interrogamos por
las relaciones sociales que atraviesan el campo de actuación de los sujetos involucrados.
Género
Hemos sostenido antes que no existen conexiones universales, necesarias, naturales, fijas ni
esenciales entre la naturaleza y los procesos de aculturación de los individuos. Según el sociólogo
británico Jeffrey Weeks “la cultura moderna ha supuesto que existe una conexión íntima entre el
hecho de ser biológicamente macho o hembra (es decir, tener los órganos sexuales y la capacidad
reproductiva correspondiente) y la forma correcta de comportamiento erótico (por lo general, el
coito genital entre hombres y mujeres).” (1998, p. 19). Se han desarrollado dos categorías para
comprender esta conexión: las de sexo y género. Originalmente, el último fue definido en
contraposición a sexo, en el marco de una lógica binaria. La noción de sexo designó una
caracterización biológica que distingue al macho y la hembra de la especie humana; el concepto de
género, en tanto, aspiraba a distinguir entre el hecho del dimorfismo sexual de la especie humana y
la caracterización de lo masculino y lo femenino que acompañan en las culturas a la presencia de
los dos sexos en la naturaleza.
Entendemos por género a la construcción social y cultural elaborada a partir de la diferencia
anatómica sexual, que define a través de símbolos, normas e instituciones los roles, las funciones y
las identidades asociadas a lo femenino y lo masculino, de manera tal, que parecen ser naturales e
inmutables. A modo de ejemplo, consideremos el rol de cuidadoras de las mujeres: dada la
capacidad biológica de las mujeres para concebir, dar a luz y amamantar, la maternidad se impone
como un mandato que se extiende a la crianza de los hijos, así como al cuidado de los enfermos y de
los dependientes, de la cual la sociedad como conjunto se hace muy poco cargo.
El concepto de género es además relacional, puesto que nos habla de las relaciones (de poder)
existentes entre lo masculino y lo femenino, las cuales estuvieron históricamente marcadas por la
desigualdad y la subordinación.
Las relaciones de género se encuentran actualmente en proceso de reconfiguración. Se tensiona una
situación en que las relaciones entre los hombres y las mujeres se organizaban sobre la base de una
separación de las esferas pública y privada, tanto en los planos de la política, la economía, la familia,
entre otros, sobre la legitimación de la desigualdad, la asimetría, la dependencia femenina y el
dominio masculino. Las relaciones de género se reconfiguran o recomponen a partir de la
instalación de una tensión que introduce un conjunto de transformaciones producidas en la
sociedad, entre éstas, las luchas reivindicatorias o emancipadoras de los movimientos de mujeres
en el marco de surgimiento de múltiples movimientos sociales, y que ponen en cuestión la
legitimidad de tal organización.
Decimos recomposición y reconfiguración para indicar la coexistencia de autonomías y
dependencias, de simetrías y asimetrías, de libertades y dominaciones. Por ejemplo, puede decirse
que los procesos de divorcio expresan, por una parte, un ejercicio de autonomía por parte de las
mujeres al tomar tal decisión; pero, por otra, una sujeción posterior a una división sexual del
trabajo post-marital en condiciones de precarización económica (quedan a su cuidado los hijos y
disponen de menos dinero en su economía familiar); tienen una creciente autonomía en decisiones
reproductivas en ciertas zonas del mundo, sin embargo, la opción más radical de prevención, la
esterilización, es realizada en la sociedad chilena fundamentalmente por las mujeres (27% contra
0,1%, en Chile); la violencia de género, uno de los aspectos más duros de la convivencia entre
mujeres y hombres, en su inmensa mayoría corresponde a una agresión de los últimos contra las
primeras.
Puede sugerirse a modo de ejemplo, el siguiente caso: “una mujer de algún país latinoamericano,
profesional de clase media, casada, atravesará por distintas posiciones en un mismo día: puede estar en una
relación de subordinación con sus esposo; pero de superioridad frente a su empleada doméstica; luego en el
1
trabajo está en una posición superior a la del estafeta y el secretario; en igualdad con sus pares y en
subordinación con su jefe, etc.” (Montecino y Rebolledo, 1996).
Estratificación Social
La estratificación social refiere a la posición que un individuo o un conjunto de personas ocupan en
la sociedad en virtud de las condiciones estructurales que determinan su acceso a los recursos
sociales, económicos y culturales, aquello que usualmente se denomina la clase social.
Tradicionalmente la relación entre estratificación social y prácticas, significados y relaciones
asociadas a la sexualidad ha sido tratada como una diferencia cultural. Más precisamente, como la
existencia de “culturas sexuales” asociadas a las clases sociales. Un cierto sentido común clasista
elabora la existencia de las clases sociales como ordenamientos evolutivos de los grupos sociales;
en este marco de interpretación, tales grupos reproducirían una evolución cultural de las
sociedades, portadores de unas sexualidades más primitivas o más evolucionadas. También se ha
elaborado la relación entre la sexualidad y la estratificación social al mismo tiempo como causas o
consecuencias la una respecto de la otra, o como influencias recíprocas. Por ejemplo, desde cierto
sentido común, se tiende a considerar que la pobreza se reproduce a sí misma debido a las mayores
tasas de fecundidad de las mujeres de menores recursos. Sin embargo, la evidencia nos señala que
en el curso de los últimos cuarenta años, en el país ha habido una reducción diferenciada de la
natalidad, mayor en las mujeres de menor nivel socioeconómico -correspondientes a los dos
primeros cuartiles- y menor en las mujeres de mayor nivel socioeconómico-correspondientes a los
dos últimos cuartiles- (Valenzuela, Tironi y Scully, 2006). Es decir, que se ha reducido la brecha
entre unas y otras mujeres en el número de hijos, produciéndose crecientemente una relativa
convergencia en el comportamiento reproductivo. Ambos grupos tienen menos hijos en la
actualidad, pero las primeras redujeron su fecundidad de forma más intensa, y al hacerlo, devienen
más parecidas en sus procesos reproductivos.
Del mismo modo, existen comportamientos que son atribuidos a la clase que, sin embargo,
corresponden más bien a otras condiciones, que pueden o no coincidir con ésta. Esto puede ser
observado en la siguiente situación. Se dice que las mujeres pobres por el hecho de pertenecer a
una cierta cultura de la pobreza tendrían un patrón reproductivo específico. Sin embargo, es el
proceso de incorporación al mercado del trabajo por parte de las mujeres que se produce en las
últimas décadas introduce una brecha en su comportamiento reproductivo. El INE (2006) informa
que las mujeres activas tenían un promedio de 1,6 hijos por mujer en 1982 y en 1992; en tanto que
en 2002 éste alcanzó a 1,5. A su vez, las mujeres inactivas tuvieron un nivel de fecundidad de 3,3
hijos por mujer en 1982; de 3,1 en 1992 y de 2,5 en el año 2002. Es decir, que el patrón de
fecundidad de las mujeres de escasos recursos está más asociado a sus posibilidades de integrarse
al mercado laboral que a un rasgo cultural de la pobreza.
Como consecuencia de lo anterior, sugerimos la disponibilidad de condiciones sociales, económicas
y culturales para la construcción de trayectorias biográficas dotadas de autonomía aparece
entonces como una condición para la elaboración reflexiva de la sexualidad. Del mismo modo, la
ausencia de dichas condiciones reduce drásticamente las posibilidades y oportunidades para la
interpretación y reinterpretación reflexiva de las experiencias sexuales.
Edad e Intergeneracionalidad
La edad representa una dimensión de tiempo, la cual puede ser observada desde una perspectiva
individual, por ejemplo, a través del momento del ciclo vital en que se encuentra un sujeto, como
desde una perspectiva grupal, ubicándola en la generación a la cual pertenece, y que lo sitúa en
diálogo con otras generaciones, lo que llamamos intergeneracionalidad.
La organización contemporánea de las edades ha definido como etapas de la vida la infancia, la
adolescencia, la juventud, la adultez (dentro de la adultez se distingue también entre adulto joven),
tercera edad o adultez mayor, incluso dado el aumento de la esperanza de vida se habla ya de
cuarta edad, para designar a aquellas personas que ya son octogenarias y más. Los significados
sociales y políticos atribuidos a cada etapa varían según determinados contextos históricos, los
cuales son constantemente desafiados y reestructurados tanto a nivel individual como social. Cada
vez se ofrecen distinciones más sutiles, para discernir entre una etapa de la vida y otra, con
definiciones, atributos y valoraciones que le son propios (Bozon, 2002). Como señala San Román
(citado por Feixa, 1996) “todos los individuos experimentan a lo largo de su vida un desarrollo
fisiológico y mental determinado por su naturaleza, y todas las culturas compartimentan el curso de
la biografía en períodos a los que atribuyen propiedades, lo que sirve para categorizar a los
individuos y pautar su comportamiento en cada etapa. Pero las formas en que estos períodos,
categorías y pautas se especifican culturalmente son muy variados”.
Debemos observar con atención aquellas transformaciones operadas en las relaciones entre las
generaciones. Las claras y rígidas jerarquías establecidas en las familias de antaño, por ejemplo,
cada día se desvanecen y relajan más, dando paso a relaciones de mayor igualdad entre los
miembros de generaciones distintas. Actualmente, la dependencia de los individuos jóvenes
respecto de los adultos se tensiona ya que deben negociarse los espacios para el ejercicio de la
autonomía de los primeros, incluyendo la autonomía sexual, en un contexto en que la dependencia
económica con la familia de origen se dilata cada vez más, si consideramos la extensión de la vida
escolar y universitaria, así como las dificultades de inserción laboral, que hacen que los y las
jóvenes dejen sus hogares paternos cada vez a edades más tardías.
Por último, los significativos cambios en las prácticas y significados atribuidas a la sexualidad así
como de las orientaciones normativas que las sostienen, cuyo detalle exploramos en el capítulo
siguiente, suponen marcadas diferencias entre las generaciones actuales y las de sus padres, y más
aún la de sus abuelos.
3. La sexualidad en contextos de transformación
Una característica inherente a las sociedades modernas en la actualidad es que éstas se encuentran
sujetas constantemente a procesos de cambio y transformación, y que ello forma parte integral de
nuestra experiencia social e individual. En términos muy generales, podemos decir que nuestra
sociedad transita desde una visión homogénea de la misma – es decir, en que las estructuras y las
instituciones cómo las prácticas y la cultura tendían a ser iguales para todas las personas – a una
visión heterogénea – en que la sociedad muestra más una tendencia a la diferenciación y la
diversificación de las estructuras y las instituciones sociales, de las prácticas y de las orientaciones
culturales.
La heterogeneidad creciente de la sociedad abre paso al surgimiento de la diferenciación individual
o individualización (que no es lo mismo que individualismo), lo que supone que cada individuo
tiene la responsabilidad y la oportunidad de hacerse cargo de sí mismo, de auto-construirse en el
curso de sus propias trayectorias biográficas. Ello supone que los sujetos han de desarrollar
mayores capacidades para interrogar y reflexionar sobre las condiciones de su existencia, de tomar
decisiones cotidianamente, evaluar opciones y cursos de acción posibles, en un contexto marcado
por la multiplicidad de oportunidades, riesgos y ambigüedades, donde las normas y las reglas de
acción son cada vez más inciertas.
La individualización pone en el seno de las relaciones familiares, de género y de generaciones la
cuestión de la autonomía de los sujetos. Sin embargo, las posibilidades de construcción autónoma
de proyectos biográficos, estará supeditada a las posibilidades y oportunidades, a los recursos
disponibles, que le confiera su particular posición en el desigual orden social. El ejercicio reflexivo y
autónomo de la sexualidad como parte de la experiencia personal, estará sujeto entonces, al lugar
que ocupe una persona en el entramado de relaciones sociales, así como a las condiciones
subjetivas, económicas y culturales que disponga para elaborar su proyecto de vida.
A continuación destacamos tres ámbitos de las transformaciones socioculturales asociadas a la
sexualidad: la automatización de la sexualidad respecto de la reproducción, la diversificación de las
trayectorias biográficas y sexuales de las personas, y los cambios surgidos en las orientaciones
normativas de la sociedad con respecto a la sexualidad.
1. Autonomización de la sexualidad respecto de la reproducción
Uno de los elementos constitutivos de la concepción contemporánea de la sexualidad es su
emergencia como una esfera autonomizada respecto de la reproducción una vez desarrollada e
introducida la tecnología anticonceptiva médica a mitad del siglo XX. En la actualidad, la concepción
puede ser artificialmente inhibida o producida. Las tecnologías reproductivas han logrado producir
una ruptura más o menos radical entre sexualidad y reproducción. Primero surgen las tecnologías
anticonceptivas, mediante las cuales los actos sexuales se separan de la reproducción. Luego, el
surgimiento de las tecnologías reproductivas conceptivas, separa la reproducción respecto de los
actos sexuales.
El surgimiento de la tecnología reproductiva conlleva una autonomización de un dominio
propiamente sexual (Bozon, 2002). Los actos sexuales destinados a la procreación constituyen
progresivamente situaciones específicas que interrumpen una sexualidad no reproductiva y una
práctica contraceptiva. La fecundidad devino un proyecto personal, cuyo peso en la organización de
una vida es mucho más leve, de menor efecto biográfico y su ejecución demanda preparación y
reflexión (Leridon, 1995, citado en Bozon, 2002). Se introducen sobre la fecundidad las nociones de
derecho, elección y decisión; decisiones que suelen orientarse por elecciones habitualmente
realizadas en otros dominios de la vida. Por otra parte, liberada por los métodos anticonceptivos y
culturalmente separados sexualidad y reproducción, las mujeres pudieron participar activamente
en la reinvención del mundo a partir de su actoría social en el espacio de lo público (Stelling, 2000).
En la sociedad chilena, el Estado inicia una política promocional del uso de la recientemente
desarrollada tecnología anticonceptiva médica desde mediados de la década de 1960. Su
introducción hizo factible un notable y progresivo descenso del nivel de fecundidad de las mujeres
en la sociedad chilena. Sucesivamente, generación a generación, se ha transitado desde un nivel
superior a cinco hijos en la década de 1950 a un nivel de 1,9 hijos por mujer al término del periodo
reproductivo en 2003. También se han reconfigurado los contextos en los cuales se realiza la
maternidad –y paternidad- de las nuevas generaciones de niños/as: se reducen los nacimientos
bajo la forma del matrimonio y se incrementan los nacimientos de hijos/as nacidos de mujeres
solteras y co-habitantes. Los calendarios reproductivos de las mujeres se han modificado en el
curso de las generaciones: se desplazan y concentran en ciertas edades. En el curso de los últimos
cuarenta años, en la sociedad chilena se ha reducido la brecha entre los estratos sociales en el
número de hijos, produciéndose crecientemente una relativa convergencia de las mujeres en
niveles de fecundidad según estatus socioeconómico.
De este modo, la tecnología ha contribuido al surgimiento de condiciones en que la sexualidad
puede ubicarse en el dominio de decisiones, elecciones y acciones de cada individuo. Del mismo
modo, generan las condiciones que posibilitaron el surgimiento de lo que Giddens (1995) ha
denominado “sexualidad plástica”. Expresa una ruptura de su relación ancestral con la
reproducción, por la cual una vez autonomizada, la sexualidad adquiere un carácter abierto,
susceptible de configuraciones diversas
2. Diversificación de las trayectorias biográficas y sexuales
Sugerimos que la sexualidad en una persona puede ser comprendida mejor si se la observa como
una trayectoria, como un recorrido, vivida en un contexto social en que otros muchos aspectos de la
vida personal y social se transforman constantemente.
En un contexto social y cultural de heterogeneidad y diferenciación, las personas cursan cada vez
menos etapas, en relación al pasado, que califican como “comunes” a su generación. Los individuos
parecen más actores, constructores, malabaristas, directores tanto de sus propias biografías e
identidades, como también de sus vínculos y redes sociales (Beck, 2001). Los actores recorren a lo
largo de sus vidas un continuo de experiencias que van trazando itinerarios –a veces más
previsibles, a veces más aleatorios- que se construyen simultánea y pluralmente en múltiples
dimensiones: familiar, social, laboral, política, religiosa, cultural.
La trayectoria no supone ninguna secuencia en particular ni determinada velocidad en el proceso
del propio tránsito (Blanco, 2001, citado por Tuirán, 1990). Cada sujeto hace la suya, pero ésta se
encuentra inscrita en la transformación de las trayectorias de grupos de sujetos en un momento y
en una sociedad determinada.
Las trayectorias sexuales de las generaciones nacidas en las últimas décadas son cada vez más
diferentes a las de las generaciones más adultas. Cursan con largos periodos de sexualidad activa,
no conyugal ni reproductiva. Se ha constituido un periodo específico de sexualidad juvenil,
producto de la prolongación del periodo educacional –que puede alcanzar hasta el fin de la tercera
década de la vida en los programas de doctorado-, la reducción del número de hijos –que llega a
sólo dos en el curso de la vida- y el desplazamiento a edades más adultas de la fecundidad –entre 25
y 35 años-, y del retardo de las edades de uniones –el matrimonio se realiza hacia 26 años entre las
mujeres y 29 años entre los hombres.
Las trayectorias sexuales de las mujeres se hacen más prolongadas. Hoy se observa un retardo en la
finalización del periodo de la sexualidad activa, y ello implica un alargamiento de la sexualidad en
etapa post-reproductiva. Los procesos de cesación de la sexualidad activa no se organizan en la
actualidad en una simple vinculación con los fenómenos corporales de climaterio y envejecimiento,
ni tampoco de manera lineal con los cambios en la situación de pareja de las personas. Del mismo
modo que los umbrales de entrada a la vida sexual activa se adelantan, los umbrales de salida
retroceden.
En la actualidad, el divorcio ha implicado una reorganización de la vida pos marital en términos de
las relaciones de pareja y de la sexualidad. Ha surgido una sexualidad pos marital entre los hombres
y las mujeres, especialmente importante respecto de las últimas, ya que hasta hace algunas décadas
un ordenamiento normativo tradicional prescribía la abstinencia de las mujeres separadas,
divorciadas o viudas. Entre las mujeres divorciadas que viven solas o con niños, tener una vida
sexual no inscrita en el marco de una pareja se vuelve crecientemente frecuente y aceptado.
Retomando la idea de una sociedad que transita de la homogeneidad hacia la heterogeneidad, cobra
sentido que los individuos realicen unas trayectorias socio-sexuales y socio-afectivas diversificadas.
En este sentido, las trayectorias vividas por las últimas generaciones se diferencian cada vez más de
las trayectorias de generaciones anteriores. Comparten una edad, pero no sus etapas ni sus cursos
biográficos. Algunos han realizado tareas de unas etapas en otros momentos que los previstos,
otros no han logrado cumplir con las metas de ciertas etapas. Por ejemplo, a la luz de lo esperado
para la generación de sus abuelos y sus padres, un joven que hoy no se ha casado y no ha terminado
sus estudios, o no ha encontrado un oficio a los 29 años sería clasificado de inmaduro.
3. Transformaciones normativas de la sexualidad
Es manifiesta la existencia de un proceso en curso de transformaciones en las orientaciones
normativas respecto de la sexualidad. Dichas transformaciones no se limitan a la sociedad chilena
sino que son parte de cambios más globales, que involucran a la política, a la cultura, a la
escolaridad, a las comunicaciones, a la generalización del uso cotidiano de tecnologías de punta y,
no menos influyente, a la generalización del mercado en los intercambios entre individuos. Por
cierto, se trata de cambios que no son homogéneos, ni generalizados como tampoco presentan
orientaciones únicas (el sentido mismo del cambio es debatible).
A propósito de esto, examinamos a continuación el estudio sobre educación sexual (“Estudio
Educación en Sexualidad”), realizado por el MINEDUC en 2004, que pregunta a padres, profesores y
estudiantes por las edades más adecuadas para iniciar las relaciones sexuales, para casarse y para
tener un primer hijo. Respecto de la edad de iniciación sexual de las mujeres y hombres, profesores
y padres la sitúan en torno a los 19 años y las edades del matrimonio y del inicio de la paternidad y
maternidad se sitúan con algunas diferencias en torno a 25-27 y 26-28 años, respectivamente. El
desfase entre lo que padres y profesores consideran la edad más adecuada para la edad de
iniciación sexual y la edad del matrimonio es notable, pues supone que no se espera que las mujeres
experimenten la primera en el marco del último, y además que esperan que exista un periodo de
sexualidad juvenil previo al matrimonio. La generación de profesores y padres ha cambiado su
orientación normativa respecto de la virginidad femenina; ha perdido su valor del pasado.
Transformación del sistema de soporte de la norma.
El sistema mismo de la institucionalidad que propone o que sostiene la norma se ha modificado;
esto es, la presencia simultánea de múltiples instituciones dotadas de legitimidades particulares
(religiosas, médicas, legales, demográficas, políticas, culturales, nacionales e internacionales), pone
en cuestión el reconocimiento de alguna de ellas como institución exclusiva con capacidad
normativa, es decir, con capacidad para proponer la norma y demandar su realización. En general,
la homogeneidad estructural, institucional y normativa da paso a la heterogeneidad. Existe una
proliferación de normas y de instituciones y agentes con capacidad para operar en el ámbito de los
discursos públicos, sin embargo, con más dificultad para legitimar y mantener sistemas de
controles públicos y privados.
Las instituciones y agencias clásicas de la socialización, familias, escuelas e iglesias constituyen más
bien fuentes productoras de discursos normativos que de sistemas de control. Las familias en la
medida que transforman las relaciones de género en su interior, ejercen con menos fuerza que en el
pasado la vigilancia de la reputación de las hijas y hermanas; las escuelas encuentran límites a sus
sanciones institucionales respecto de los estudiantes homosexuales en virtud de su derecho a la no
discriminación; incluso uno de los sistemas más clásicos de la institucionalidad católica, la
confesión, ha reducido su capacidad de control sobre sus fieles.
En otras palabras, el sistema institucional y normativo de la sexualidad se ha diversificado y se ha
vuelto heterogéneo y en muchos sentidos contradictorio. La formulación normativa de una
institución enfrenta una alta probabilidad de colisionar con las formulaciones normativas
propuestas por otras instituciones. Con frecuencia, las propuestas normativas de una institución
son contestadas por las propuestas de otras instituciones, construidas en referencia a otras fuentes
de legitimación y autoridad: la religión, la ética, las ciencias biomédicas, las ciencias sociales, los
movimientos y colectivos sociales. Puede recordarse aquí el debate sobre la introducción de la
anticoncepción de emergencia en el país. La medicina y la Iglesia católica ofrecieron ambas
argumentaciones al mismo tiempo científicas y éticas.
Relaciones entre instituciones normativas.
Si la norma está confrontada a persuadir a los individuos, las instituciones normativas están
confrontadas a incrementar su eficacia en la sociedad, de modo de poder efectivamente influir
sobre ella; en la sociedad contemporánea, ninguna de ellas, de manera aislada, aparece provista de
la capacidad para hacerlo, salvo de manera limitada. Se reconfiguran, entonces, las relaciones entre
instituciones; éstas buscan influirse mutuamente, de modo de lograr que sus propuestas
normativas sean adoptadas o representadas por las otras.
El campo en que ello se realiza es el de la relación con el Estado, es decir, el poder para transformar
la norma en ley (la norma puede transgredirse sin que necesariamente tenga costos, la ley no). Por
ello, tanto las instituciones religiosas como las instituciones médicas, científicas, culturales o
sociales se dirigen activamente al Estado, procurando que sus orientaciones normativas sean
reconocidas en la legislación, operando prescriptiva o proscriptivamente (por ejemplo, la disputa
legal por la “píldora del día después”).
Reconfiguración de la relación entre las personas y las instituciones normativas.
Finalmente, se han reconfigurado las relaciones entre el sujeto y las instituciones normativas; más
que con un carácter prescriptivo o proscriptivo, la institución tiende a reducir su capacidad de
control y tiende a un carácter más bien indicativo, es decir, la norma tiene que explicarse o
justificarse a sí misma frente a los individuos, tiene que convencerlos, seducirlos, parecer racional,
ser biográficamente productiva. Su valor radica en que sea inteligible, viable y útil para el individuo;
éste requiere hacer sentido de la norma, interpretarla, adaptarla a sus requerimientos biográficos,
vivirla socialmente en la relación con el mundo. En este sentido, en general, el individuo cobra
autonomía respecto de las instituciones normativas, está confrontado a discernir reflexivamente la
norma en la diversidad de situaciones que le toca vivir cotidianamente, hacerse cargo de sus
decisiones.
Incluso los sentidos que tiene un mismo concepto normativo, el de la responsabilidad sexual, usado
extendidamente por las instituciones, puede ser (y lo es) reinterpretado y significado
constantemente por los individuos, y en direcciones divergentes respecto de las instituciones. En
tal sentido, puede sugerirse que cuando una mujer usa una tecnología preventiva (por ejemplo la
píldora), al hacerlo puede contravenir una norma religiosa de la iglesia a la que pertenece (que
indicaría el uso de un método natural), y sigue la norma médica (que indica el uso de formas
eficientes y que reduzcan riesgos para la salud), sin embargo, ella construye una coherencia interna
sobre la base de una alta responsabilidad personal respecto de la maternidad o la salud, etc., que le
permite continuar sintiéndose miembro de su iglesia.
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CUESTIONARIO A RESOLVER
1. ¿En qué mediada la autonomización de la sexualidad entra en contradicción con la mirada
esencialista?
2. ¿Cómo afecta la sexualidad de los jóvenes de hoy en día, la Intergeneracionalidad?
3. ¿Por qué se dice que de la homogeneidad estructural institucional se da hoy paso a la
heterogeneidad respecto de la norma? Refuerce lo anterior con un ejemplo
4. ¿Cuáles son los fundamentos de la construcción social de la sexualidad?
5. Establezca la relación entre estratificación social y sexualidad
6. Establecer la diferencia entre sexo y género
7. ¿Cuáles son las principales críticas que se le hacen a la mirada esencialista de la
sexualidad?
8. ¿Cómo se construye la identidad sexual?
9. Mediante un par de ejemplos, ponga en evidencia las Transformaciones normativas de
la sexualidad
10. ¿Porque debemos afirmar que la sexualidad se presenta en contextos de transformación?
11. Establezca la relación entre estratificación social y sexualidad
12. ¿Cómo funciona la reconfiguración de la relación entre las personas y las instituciones
normativas en el caso de la sexualidad?