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Transcript
Periódico Reforma, Revista R, 16 de Noviembre de 2014.
La llama de la indignación
A raíz de la matanza de los 43 estudiantes de Ayotzinapa por criminales
públicos y privados, México ha pasado de la indiferencia a la indignación
sobre la violencia organizada. El reto ahora es convertir la solidaridad
ciudadana en una fuerza transformadora de instituciones.
Andreas Schedler
Hasta finales de septiembre, México estaba bailando alegremente sobre
una catacumba de unos 95 mil muertos y 25 mil desaparecidos a manos
del crimen organizado. Ahora, con el secuestro y asesinato de los 43
estudiantes de Ayotzinapa, se interrumpió la música, se paró el baile.
Hemos visto algo enteramente nuevo: una ola de solidaridad que sacude
el país, con discusiones públicas y conversaciones privadas sin
precedentes, con marchas y huelgas estudiantiles en todo el país.
El país llevaba bailando un buen rato. Desde la inauguración oficial de la
democracia en el año 2000, México se encuentra inmerso en una guerra
civil sin querer reconocerlo. Las guerras civiles, como las define la ciencia
política contemporánea, son enfrentamientos entre grupos armados
dentro de un Estado que causan más de mil muertes al año. México lleva
superando este umbral desde el primer año de la democracia.
Emocionalmente, la política, los medios y los ciudadanos mexicanos han
logrado mantener la violencia a distancia al pensarla como
“narcoviolencia” o “narcoguerra”, en la que carteles luchan contra
carteles, narcos contra narcos, malos contra malos. Concebir la violencia
de esta forma inhibe la solidaridad ciudadana de muchas maneras. Hace
invisible dos tipos de violencia: la violencia predatoria que los grupos
criminales cometen contra la población civil y la violencia ilegal que el
Estado comete contra cualquiera. Además, crea una división tajante
entre ciudadanos y víctimas. Como la “guerra de las drogas” es una
guerra entre criminales, se infiere que sus perpetradores son criminales,
pero sus víctimas también. Son víctimas culpables, víctimas voluntarias.
El lenguaje cotidiano lo expresa de muchas formas: se lo buscaron, se
metieron en malos pasos, anduvieron con los malandros, algo debían,
algo habrán hecho.
No hay tierra más fértil para la indiferencia que la idea de las víctimas
culpables. La indiferencia hacia las víctimas ha tenido una expresión
institucional muy clara: la impunidad. Los homicidios atribuidos al
crimen organizado se contabilizan, pero no se persiguen. El porcentaje
de “narcoejecuciones” que lleva a condenas judiciales firmes es cercano
a cero. En los hechos, el Estado mexicano ha consentido la privatización
de la pena de muerte.
La indiferencia estructural hacia las víctimas cotidianas de la
“narcoviolencia” también se ha visto en la opinión pública. A finales del
año pasado, la Encuesta Nacional de Violencia Organizada elaboró un
mapa amplio de actitudes ciudadanas hacia la narcoviolencia. Encontró
una ciudadanía que vivía la guerra como lejana y deseaba mantenerla
así. Ante una guerra anónima, cuyas víctimas no tenían cara ni historia,
únicamente el 10 por ciento de los ciudadanos se acordaba del nombre
de “alguna persona asesinada o desaparecida por el crimen organizado”.
Sólo el 17 por ciento podía evocar algún caso de asesinato o
desaparición que le hubiera “conmovido en particular”. La gran mayoría
compartía la apuesta por el silencio del gobierno de Peña Nieto. El 60
por ciento decía que hablaba “nada” o “poco” de la narcoviolencia en su
vida privada. El 62 por ciento estaba de acuerdo con la idea de que “hay
muchas cosas buenas en México”, por lo que “deberíamos dejar de
hablar tanto de la violencia” (los datos y reportes de la encuesta están
disponibles en http://biiacs.cide.edu).
Los hechos atroces de Iguala han permitido que la opinión pública
mexicana diera el salto, largamente esperado, de la negación a la
indignación. Por fin, se prendió la llama de la solidaridad ciudadana. Esto
fue posible gracias a la capacidad de movilización de los estudiantes de
Ayotzinapa. Pero aún más importante, fue posible porque se descarriló
la narrativa cómoda de una guerra entre criminales. Dos hallazgos
irritantes, la inocencia transparente de las víctimas y la responsabilidad
transparente del Estado, rompieron la indiferencia pública hacia víctimas
y victimarios.
¿Ahora qué sigue? La llama de la indignación es débil. Lo más probable
es que las preocupaciones de la vida cotidiana la terminen sofocando en
muy poco tiempo. En estos días, muchas voces hablan de un momento
de crisis y ruptura. ¿Pero cómo lograr que la solidaridad ciudadana no se
disipe rápidamente? ¿Cómo lograr que esta nueva matanza estudiantil
no sea un episodio más en la guerra civil mexicana? ¿Cómo lograr que la
movilización estudiantil se siga ampliando y lleve a una dinámica
transformadora? ¿Cómo convertirla en el inicio de una verdadera
construcción de un Estado de derecho en México?
Antes que nada, la solidaridad ciudadana tendrá que ampliarse a todas
las víctimas, incluyendo las sospechosas. La movilización actual se ha
nutrido de la imagen de víctimas inocentes, de estudiantes pobres que
no querían hacer otra cosa que aprender y enseñar y que fueron
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víctimas de una represión política atroz e irracional. De manera implícita,
han quedado de lado las víctimas sospechosas de todos los días. Durante
todas las semanas de movilización, ha seguido el goteo cotidiano de
“narcoejecuciones”, como los registra, por ejemplo, el Blog Menos Días
Aquí (http://menosdiasaqui.blogspot.mx). Naturalmente, salvo algunas
excepciones, no han sido objetos de preocupación pública. Si el
movimiento de Ayotzinapa quiere convertirse en motor de cambios
institucionales, debe extender su solidaridad a todas las víctimas del
crimen organizado, aunque sean sospechosas de pertenecer ellas
mismas al crimen organizado.
Luego, la construcción del Estado de derecho no es un problema
administrativo, sino un proyecto político. En un Estado democrático de
derecho, el derecho no es un instrumento de dominación de los
poderosos, sino un instrumento de protección de los débiles. Cualquier
cambio, sea constitucional, legal o burocrático, es ilusorio mientras no
conlleve transformaciones estructurales de poder. ¿A quiénes habría que
“empoderar” de manera radical y sistemática? ¿Quiénes son los más
débiles y los más interesados en transformar el sistema? Las víctimas.
¿Cómo se podría aumentar su capacidad de defensa de manera
significativa? Dos iniciativas concretas podrían detonar la movilización de
recursos hacia los movimientos civiles de víctimas: un fondo para la
canalización de recursos financieros y una red para la canalización de la
participación ciudadana.
Primero, una infraestructura de financiamiento. Propongo la creación de
un fondo fiduciario que canalice recursos públicos y privados hacia las
asociaciones cívicas de víctimas (no hacia víctimas individuales). Este
Fondo Mexicano para la Justica podría estar administrado por un
organismo internacional, como el Programa de las Naciones Unidas de
Desarrollo (PNUD). Recibiría donaciones privadas nacionales e
internacionales. Sin embargo, siguiendo ejemplos internacionales,
debería financiarse primeramente con el dinero, todo el dinero, que el
Estado recaude con la subasta de bienes incautados a las organizaciones
criminales. De esta manera, las victorias de la justicia alimentarían la
lucha por la justicia.
Segundo, una infraestructura de participación. Propongo el desarrollo de
una plataforma virtual de participación, una mezcla de página web y red
social, que vincule a los ciudadanos con los movimientos de víctimas. La
solidaridad ciudadana necesita canales de expresión. Si los ciudadanos
no encuentran vías concretas de acción, su simpatía hacia las víctimas y
su indignación hacia los victimarios se disipan. Páginas de Internet como
meetup.com permiten que vecinos con propósitos comunes se
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encuentren. La Red Mexicana para la Justica facilitaría la formación de
movimientos locales de víctimas, la coordinación entre las asociaciones
existentes y también su comunicación con la ciudadanía. De manera
crucial, permitiría que todos los ciudadanos solidarios pudieran
ofrecerles a las asociaciones de víctimas sus talentos personales, sea
como abogados, panaderos, psicoterapeutas, taxistas, programadores,
músicos, diseñadores gráficos … o simplemente como gente común que
quiere prestar su voz e inteligencia a la causa de las víctimas.
Tanto en lo político como en lo técnico, ambas iniciativas demandan un
diseño cuidadoso. Tienen que ser incluyentes, profesionales y
transparentes. Requieren de ciertos consensos políticos, sobre todo
entre actores de la sociedad civil. Ninguna de las dos es fácil, aunque
ambas son eminentemente viables. Ambas pueden ser iniciadas desde el
centro, pero tienen el potencial de crear efectos multiplicadores en
todos los rincones del país. Su potencial transformador no depende de
una burocracia racional que sabemos que no existe en México. No
depende tampoco de la voluntad política de las élites que dudamos que
exista. Depende enteramente de la indignación moral, del coraje y de la
inteligencia colectiva de víctimas y ciudadanos solidarios. Hasta ahora,
las élites políticas mexicanas han fracasado en sus (débiles) intentos de
construir el Estado de derecho desde arriba. Si no ampliamos la
infraestructura financiera y participativa para que una sociedad civil
fuerte y contestataria vigile y desafíe el Estado desde abajo, seguirán
fracasando.
Andreas Schedler es profesor-investigador del Centro de Investigación y
Docencia Económicas (CIDE) en la Ciudad de México.
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