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Transcript
Ser terapeuta hoy : la conexión emocional.
La neurociencia contemporánea ha demostrado que nuestro cerebro es
enormemente plástico, es decir, que su anatomía es modificable a partir
de múltiples experiencias relacionales.
Nuestra capacidad de utilizar nuestras relaciones con los demás nos
permite aprender a regular nuestras reacciones emocionales. Por lo
tanto, en la especie humana, las relaciones son la fuente principal de
donde aprendemos nuevas formas de afrontar emocionalmente la vida.
Podemos definir la conexión emocional como la experiencia de “ yo
siento que tú sientes lo que yo siento”. Desde nuestro nacimiento, y
especialmente durante nuestros primeros años de vida, aprendemos a
tener emociones a través de las relaciones. Esto es lo que desarrolló
John Bowlby en sus trabajos sobre la teoría del apego.
Tendemos a creer que el pensamiento reflexivo es la manera más eficaz
de que disponemos para evaluar situaciones y tomar decisiones. Sin
embargo, el desarrollo de las neurociencias ha colocado en un lugar
privilegiado el poder de las emociones como herramientas más sutiles y
rápidas que el propio pensamiento reflexivo a la hora de tomar
decisiones en nuestras vidas. Nuestras emociones son un factor presente
en cada momento trascendente: nuestra elección de pareja, de
profesión, del lugar donde vivir, los amigos de los cuales nos rodeamos,
etc. Que nuestra vida sea plena o vacía también dependerá de nuestras
reacciones emocionales.
En cada familia rigen unas convicciones emocionales no conscientes y
nunca habladas que determinan qué se puede sentir y qué no se puede
sentir. P.ej.: en ciertas familias sus miembros pueden llorar juntos, en
otras cada uno se esconde para llorar a solas, y en otras, nadie ha tenido
nunca la experiencia de llorar. El pensamiento y la reflexión suelen tener
una eficacia limitada a la hora de modificar estas reacciones emocionales
automáticas. Los argumentos racionales tienen poca capacidad de
generar estados emocionales distintos.
1
En cambio, nuevas relaciones y nuevas formas de relacionarnos pueden
suministrar nuevas formas de conectarnos y reaccionar emocionalmente
Y de ahí deriva nuestra posibilidad de trabajar para ayudar a nuestros
pacientes a cambiar su forma de sentir. La idea es poder crear una
atmósfera donde ellos puedan llegar a sentir lo que no hubieran podido
sentir en sus otras relaciones.
La conexión emocional, es decir, la actitud empática del entorno, es lo
que determina qué podemos llegar a sentir y qué quedará fuera de
nuestra experiencia emocional. Consecuentemente, el cómo cambiar
psíquicamente, el cómo sentir menos ansiedad, menos inhibición, más
ilusión, más esperanza etc., es un punto central en cualquier tratamiento
psicológico.
Desde que somos niños aprendemos qué podemos sentir y qué
sentimientos no serán bien recibidos por parte de nuestro entorno, y por
tanto, deberemos negarnos a nosotros mismos. Por otro lado, en
función de nuestra programación genética y de cómo la experiencia ha
ido organizando la anatomía de nuestro cerebro, podemos tener cierta
predisposición a sentir determinadas emociones. La forma en que
hemos aprendido a sentir no será fácil de cambiar. En terapia, uno de
nuestros principales objetivos, es conseguir crear un tipo de encuentro
donde el paciente pueda expresar lo que siente con la máxima libertad.
Cuando una persona pide ayuda es porque la está pasando muy mal. El
sufrimiento emocional puede tomar infinitas formas; desde el miedo a ir
a trabajar, a relacionarse con ciertas personas, a que suceda alguna
desgracia inminente, a la falta de fuerza y ganas para vivir ,etc. Tanto el
sentimiento de miedo como el de estar desvitalizado, pueden ser
atribuidos a dificultades en la regulación de las emociones.
La autorregulación de las emociones va ligada en gran medida a las
convicciones que tenemos, con frecuencia no totalmente conscientes,
sobre cómo funciona el mundo y sobre qué podemos esperar o anticipar
de ese funcionamiento del mundo. A su vez, lo que podemos esperar del
mundo va muy ligado a la imagen que nos hemos ido formando de
nosotros mismos y a la imagen que nos hemos formado de los otros y lo
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que podemos esperar de ellos. El sentimiento que uno tiene de sí mismo
depende en gran medida de cómo los otros nos valorarán. Podríamos
decir que nuestra autoestima depende en gran medida de cómo nos
sentimos queridos por otros.
Por lo tanto, reflexionando sobre qué busca un paciente cuando acude a
la consulta, podríamos arriesgar que viene para que lo ayudemos a
cambiar el sentimiento que tiene de sí mismo, de cómo son los otros, y
de cómo mejorar las relaciones con los demás y con el mundo en
general.
Los humanos estamos genéticamente diseñados para regular nuestras
emociones mediante las relaciones. Por eso es tan importante en terapia
generar un contexto donde el paciente pueda sentir y concientizar
aquellos sentimientos a los que no ha tenido acceso anteriormente. En
otras palabras, el paciente necesita encontrar un espacio (una relación)
donde pueda preguntarse lo que jamás se había preguntado, en
compañía de alguien consistente en quién poder confiar. Tomar
conciencia de nuestros sentimientos es un primer paso para intentar
modificarlos.
Las personas construimos nuestra propia imagen a partir de la sumatoria
de imágenes que los demás nos devuelven de nosotros mismos. Si de
pequeños tenemos la sensación que los adultos que nos rodean no
conectan emocionalmente con lo que sentimos, acabamos desarrollando
la convicción de que nuestra manera de sentir es inadecuada. Un adulto
demasiado desbordado por sus propias preocupaciones y sentimientos
tendrá poco espacio mental para prestar atención a las emociones de un
niño.
La percepción o experiencia que tenemos de nosotros mismos es
determinante para el transcurso de nuestras vidas. Nos es útil hacer uso
del término autoestima, que refiere al grado de valoración que uno tiene
de sí mismo, y podría arriesgar que tener un bajo concepto de sí mismo
es probablemente una de las fuentes de sufrimiento mental más
importante para todos nosotros. La angustia, una de nuestras causas de
sufrimiento mental más frecuentes, suele aparecer cuando uno no se
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siente con fuerzas para afrontar una situación, cualquiera ella sea. Para
alcanzar un estado de bienestar psicológico, es imprescindible gozar de
un sentimiento positivo de nosotros mismos. Y esa vivencia es
enormemente dependiente de las circunstancias que nos rodean. Los
demás tienen una enorme importancia en la construcción de nuestra
identidad : nos hacen de espejo y nos devuelven una imagen que
acabamos haciendo nuestra, nos señalan lo que podemos sentir, o
pensar y lo que no podemos sentir o pensar si queremos ser aceptados
en su grupo.
En la mayoría de los escritos de Freud sobre la comprensión del
sufrimiento emocional y de la psicopatología, el énfasis recae sobre el
conflicto pulsional, es decir, el conflicto entre nuestra naturaleza
instintiva y los límites que nuestra cultura social nos impone: los
famosos conflictos entre el Ello (pulsiones) y el Superyó (la ley) que el Yo
debe tramitar. En cambio, desde una perspectiva más sistémica,
pondremos el énfasis en cómo las relaciones que vivimos desde nuestro
nacimiento marcan nuestra forma de vivir, y por lo tanto, nuestra
manera de sufrir emocionalmente y de enfermar o no psicológicamente.
Resumiendo: los pacientes vienen a aliviar su sufrimiento emocional, y
para ello, es esencial que puedan cambiar el sentimiento que tienen de
sí mismos. Y también necesitan que la psicoterapia les ayude a cambiar
sus expectativas de lo que pueden esperar de los demás.
Cuando sienten que el terapeuta es empático, se arriesgan a mostrar lo
que habitualmente esconden o bloquean. Todo esto suele suceder a
menudo fuera de la conciencia. La empatía es una herramienta
fundamental para captar correctamente las emociones del paciente y
poder suministrarle la experiencia de conexión emocional imprescindible
para el desarrollo de un sentimiento de sí mismo seguro y cohesionado.
Podemos afirmar que es responsabilidad del terapeuta crear la
atmósfera adecuada para que el paciente se sienta con ganas y tenga
posibilidades de expresar sentimientos que tal vez nunca había
compartido con nadie, quizás ni siquiera consigo mismo.
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Emociones y memoria. A través de nuestras relaciones vamos
acumulando información sobre qué podemos esperar de los demás y
qué podemos esperar de nosotros mismos. Se trata de una información
implícita: la podemos sentir en forma de emociones, pero no siempre la
podemos pensar o poner en palabras. Cuando reaccionamos
emocionalmente estamos activando, a menudo sin participación del
pensamiento reflexivo, el archivo de nuestra memoria implícita. A
través de la conexión emocional con otros podemos ejercitar, cambiar o
ampliar nuestro “conocimiento relacional implícito”. A través de una
integración coherente entre lo implícito y lo explícito podemos tener un
cierto control de las reacciones emocionales automáticas.
Los seres humanos tenemos dos sistemas de memoria distintos. Uno de
ellos, que se denomina memoria explícita, almacena información del
tipo: “esta persona es mi médico”, “este rostro se corresponde con el de
mi médico”, “mi médico se llama Juan”, o “la última vez que lo vi estaba
de mal humor”.
El otro, que se llama memoria implícita, nos permite recordar, p.ej., que
el proceso de encontrarnos con cierta persona o en cierta situación va
ligado con alguna sensación desagradable que debemos evitar.
Así pues, cuando activamos nuestra memoria explícita (cuando
accedemos a sus contenidos de información) tenemos claramente la
sensación de estar recordando. En cambio, cuando activamos la
memoria implícita (p.ej., cuando revivimos y tenemos acceso a un
determinado estado emocional del pasado) no tenemos la sensación de
estar recordando. Mas que un recuerdo se torna una vivencia.
Veamos un ejemplo práctico. Si a un profesor de tenis le preguntamos
qué posición debemos adoptar para devolver una pelota que nos viene
“de revés”, el profesor nos explicará que hay que adelantar el pie
derecho al frente y hacia la izquierda, de modo que el brazo tenga más
ángulo para golpear la pelota. Mientras el profesor nos da esta
explicación tendrá la sensación de que está recordando lo que ya sabe
sobre el golpe de revés, es decir, estará accediendo a sus archivos de
memoria explícita sobre la posición de los pies en el golpe de revés. En
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cambio, si durante un partido la pelota le viene “de revés”, él colocará su
pie derecho correctamente de forma automática y sin tener la sensación
de que está recordando. Estará accediendo a la información que tiene
almacenada en sus archivos de memoria implícita. Si el profesor nos
quiere enseñar de manera práctica como se hace un revés, entonces
hará el gesto de golpear correctamente la pelota (utilizando su memoria
implícita) y simultáneamente nos explicará con palabras cómo posiciona
su cuerpo (utilizando su memoria explícita).
Resumiendo: cuando el profesor de tenis nos proporciona la explicación
teórica utiliza su memoria explícita, cuando juega un partido utiliza la
implícita y cuando nos ejemplifica en forma práctica un movimiento
utiliza las dos memorias simultáneamente.
Las acciones que tenemos archivadas en el sistema de memoria implícita
solo pueden ser “recordadas” cuando las actuamos. En lo que respecta a
las emociones sucede exactamente lo mismo: la única forma de recordar
una emoción es revivirla.
A veces podemos explicar con palabras una emoción que sentimos la
semana pasada a través de nuestra memoria explícita, pero si mientras
la explicamos no estamos reviviendo esta emoción, no habremos
accedido a la memoria implícita, donde se archivó la emoción. Y a veces
podemos revivir una emoción activando nuestra memoria implícita (sin
tener la sensación de estar recordando) sin acceder a la memoria
explícita de cuándo y en qué circunstancia hemos vivido dicha emoción.
Y esto es lo que pasa con muchos pacientes que vienen a la consulta:
tienen sentimientos dolorosos que interfieren gravemente en su vida,
pero no saben cómo se activan ni de dónde provienen. Por lo tanto, no
saben cómo deben intentar controlarlos.
Hay un grupo de psicoanalistas que se dedicó a estudiar qué es lo que
ayuda a cambiar emocionalmente a un paciente en el proceso
terapéutico.(The Boston Change Process Study Group; en la web:
www.changeprocess.org) Ellos sostienen que a menudo se atribuye la
mejora de los pacientes a causas equivocadas. El terapeuta puede
pensar que el paciente mejora por el contenido de lo que él le dice,
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mientras que posiblemente lo hace por el hecho de sentirse escuchado
continuadamente.
Conocimiento relacional implícito. Desde el nacimiento los bebés van
aprendiendo a prestar atención a la relación con los padres para regular
sus emociones. Aprenden en qué aspectos la madre o el padre son
receptivos y en cuáles no lo son. Al año de edad el niño ya ha adquirido
el conocimiento sobre si le conviene o no reclamar a la madre cuando
ésta se va. Desde esta temprana edad, y a partir de sus experiencias con
los adultos significativos, el niño va consolidando los llamados patrones
de apego.
El Grupo de Boston ha introducido y descripto el concepto de
conocimiento relacional implícito. Es un concepto muy útil para
entender muchos de los misterios que las emociones presentan en las
personas. Podemos definirlo como el conocimiento que una persona
tiene acerca de cómo utilizar las relaciones con los demás para regular
sus propias emociones. El bebé archiva esta información en su sistema
de memoria implícita a partir de su experiencia, sin ser capaz de
codificarla simbólicamente, es decir, en forma de pensamientos y
palabras. Es probable que los niños con patrones emocionales evitativos
se conviertan en adultos con un conocimiento relacional implícito que los
hará reaccionar evitando enfrentar los problemas que surjan. P.ej., ante
el sufrimiento emocional tenderán a aislarse y a no expresarlo.
Este conocimiento, que vamos acumulando y transformando durante
toda la vida, es enormemente variado y complejo. Un ej. es el lenguaje
paraverbal( o analógico) con que nos relacionamos, es decir, todas las
expresiones corporales que usamos cuando nos relacionamos a través
del habla. Más allá del contenido de las palabras, la forma en que
hablamos es una herramienta comunicativa de primera magnitud, como
el timbre de la voz, la entonación que damos a ciertas frases, la
velocidad del habla y el ritmo que imprimimos en el diálogo con los
demás. Utilizar nuestro cuerpo para hablar forma parte de nuestro
conocimiento implícito sobre cómo relacionarnos con los demás.
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Toda esta información de cómo es el mundo ,de cómo somos nosotros y
de cómo nos podemos relacionar con los demás está almacenada en el
sistema de memoria implícita, es decir, no es una información sobre la
que podamos reflexionar o expresar con palabras: se trata de una
información no consciente. P.ej: se ha estudiado que todos tenemos una
determinada distancia física a la que nos colocamos cuando hablamos
con alguien (proxemia). Cuando nos colocamos frente a otro, siempre a
una misma distancia, no lo estamos haciendo de manera deliberada o
reflexiva, sino que lo hacemos automáticamente . Tampoco somos
conscientes de muchos gestos, de si establecemos o no contacto
corporal, si miramos o no a los ojos de nuestro interlocutor, si
sonreímos, etc. Un buen ejemplo estaría dado por un sofisticado estudio
sobre prejuicios raciales que arrojó muchos indicadores de prejuicios que
se contradecían con lo racionalmente explicitado por los participantes
del estudio. Los entrevistadores (negros) manifestaron pautas a partir de
la intuición del comportamiento de los entrevistados (blancos) que
fueron luego corroboradas por estudios más científicos y aparentemente
más objetivos planteados por diferentes test. Los entrevistadores, por
ser negros que vivían en EEUU, supuestamente estaban “entrenados”
para captar inconscientemente señales de discriminación a partir de
gestos, miradas y formas de hablar de sus interlocutores. En otras
palabras, entre entrevistador y entrevistado se produjo un traspaso de
información que iba más allá de las palabras. Los sistemas de
procesamiento implícito de los dos cerebros emitieron y captaron
señales que tenían un efecto mucho más potente que las palabras en la
relación.
Podríamos decir que la empatía es una poderosa herramienta de nuestro
funcionamiento cerebral que, por un lado, nos permite sentir lo que otro
siente, y de alguna manera, detectar sus intenciones.
En un artículo del año 2005, Lazar, Kerr y Wasserman (Neuroreport
16:1893-1897) se muestra, gracias a las técnicas de imagen cerebral,
cómo el entrenamiento de la percepción de las sensaciones corporales
produce una modificación en el cerebro, concretamente, un
engrosamiento del córtex del área prefrontal. El trabajo compara un
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grupo de personas con larga experiencia en técnicas de meditación con
otro grupo sin ninguna experiencia en este campo. El resultado es que el
córtex prefrontal del primer grupo es significativamente más grueso que
el del segundo. Esta investigación es una confirmación de lo que se
denomina plasticidad cerebral, es decir, de la capacidad que tiene el
cerebro de modificarse en función de cómo lo entrenamos. En otras
palabras, a medida que cambiamos la forma en que nos conectamos con
nuestras sensaciones, con los demás y con el mundo en general, también
se modifica la forma en que las neuronas se conectan entre sí.
En su obra “El error de Descartes”, Antonio Damasio muestra ,
trabajando con pacientes con lesiones prefrontales, que todos ellos
mantenían sus capacidades intelectuales intactas, pero presentaban
anomalías en su vida familiar, social y profesional.
El cerebro escanea nuestro cuerpo continuamente y va recibiendo y
procesando la información que le llega. La mayor parte de este proceso
de escaneo permanente nos pasa absolutamente desapercibido. Por
ejemplo, el cerebro actualiza constantemente la información del nivel
de azúcar en la sangre y en función de estos niveles regula la producción
de insulina. Podríamos decir que todo esto sucede en forma no
consciente, ni nos damos cuenta de cómo detectamos los niveles de
azúcar en la sangre, y menos aún tenemos la capacidad de intervenir en
este proceso voluntariamente.
Ahora bien, hay otro tipo de información que nos llega del cuerpo y de la
que sí somos conscientes. Damasio habla de un cerebro que
constantemente observa un paisaje corporal constituído por sensaciones
que nos llegan de las vísceras, de los músculos o de la posición de las
articulaciones. Nuestro estado de ánimo es un conjunto de emociones
desencadenadas por nuestras sensaciones corporales. Las emociones y
el estado de ánimo son la forma que tenemos de evaluar la situación en
que nos encontramos. Es una forma más rápida y eficiente que la
evaluación racional a través del pensamiento. Ese conjunto de señales
que nos llegan del pasado o de nuestra percepción del presente es lo que
determinará nuestro estado emocional. Por lo tanto, de forma rápida y
quizás sin ser demasiado conscientes de ello, se dispararán en nosotros
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una serie de sensaciones corporales, es decir, un estado emocional que
nos hará reaccionar de un modo específico.
La psicoterapia brinda una oportunidad de activar e integrar los distintos
tipos de memoria.
Las investigaciones en primera infancia han constatado que a partir de
los primeros meses el bebé busca en el rostro del cuidador la evaluación
de qué le está pasando. El ejemplo típico es cuando un niño se cae y mira
inmediatamente el rostro del adulto que está a cargo de su cuidado. Si
éste se asusta, el niño se asustará aún más; si el cuidador reacciona con
buen humor, es probable que el niño sienta que su caída ha sido menos
grave. La capacidad de los humanos de “leer” en el rostro del otro la
evaluación de lo que está pasando aparece tan temprano como a los
nueve meses y se irá desarrollando a lo largo de toda la vida.
Podríamos decir que cuando en un proceso terapéutico paciente y
terapeuta tienen la ocasión de sentir algo conjuntamente, los dos abren
circuitos cerebrales, y a partir de ahí, cada cerebro queda modificado, ya
que ha integrado una nueva posibilidad de mapa neuronal hasta
entonces inexistente. Dos mentes juntas pueden sentir lo que no pueden
sentir por separado.
Cuando dos subjetividades conectan (conexión intersubjetiva o
emocional) se experimenta la vivencia del “ yo siento que tú sientes que
yo siento…”
Un hecho enormemente importante para los seres humanos es que sólo
podemos tomar conciencia de aquellas experiencias con las que nuestro
entorno sintoniza emocionalmente. Los hechos traumáticos dejan
secuelas cuando no ha habido un entorno empático que haya generado
una buena toma de conciencia de dichos hechos.
Los seres humanos somos sumamente subjetivos. La forma que tenemos
de percibir la realidad es muy personal y muy diferente en cada uno de
nosotros. Dos personas pueden percibir la misma realidad emocional de
un modo absolutamente opuesto.
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Cuando un paciente no evoluciona del modo que según nuestra teoría
personal cabría esperar, no deberemos pensar que el paciente se está
resistiendo a cambiar, sino que nuestra teoría o nuestra actitud no es la
adecuada para entender a ese paciente. Actualmente los terapeutas
tenemos claro que nuestra subjetividad desempeña un papel muy
influyente en nuestra forma de entender a los pacientes. Podríamos
decir que no solo nuestras teorías son construcciones subjetivas, sino
también la forma que tenemos de entender el mundo y a los demás.
El psicoanálisis clásico pretendía que el analista fuera neutral. Hoy
entendemos que la neutralidad es imposible y que nuestros inevitables
prejuicios influyen en nuestra interacción con nuestros pacientes.
La subjetividad es la forma particular que cada uno tiene de vivir las
cosas. Desde muy pequeños los adultos que nos cuidan responden a
nuestras emociones, y, en función de su respuesta, nuestra forma de
sentir quedará o no validada. Si nuestra forma de sentir no es
suficientemente validada, posiblemente quedará una huella en forma de
baja autoestima. Esto generará una cierta inseguridad, sin que tengamos
consciencia de la procedencia de la misma.
En otras palabras : la forma subjetiva con que los niños empiezan a vivir
sus experiencias dependerá de la respuesta de sus adultos significativos,
la que a su vez dependerá de cómo sean las subjetividades de dichos
adultos, es decir, de si viven las emociones de los hijos como peligrosas y
amenazadoras, o no. Las emociones del niño que no reciben la validación
empática por parte de los adultos serán vividas como una minusvalía de
la que deben avergonzarse.
La toma de conciencia es un fenómeno muy selectivo. Son tantos los
estímulos que nos bombardean (tanto los que provienen de afuera como
los que emanan de nuestro interior) que no podemos prestar atención a
todo. Es por eso que los seres humanos hemos desarrollado una
estrategia que se ha revelado de gran utilidad a lo largo de miles de años
de evolución: la estrategia de fijarnos únicamente, ya desde pequeños,
en lo que identificamos como importante para los adultos que nos
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rodean. El darnos cuenta de qué sentimos es un fenómeno
intersubjetivo.
La conexión emocional con otro tiene un potente efecto regulador y
creador de bienestar o malestar. A veces lo traumático para un niño no
es el trauma en sí mismo sino la forma que tienen los adultos del
entorno en considerar dicho suceso traumático. Las investigaciones
sobre el apego destacan que la capacidad del adulto de establecer una
relación saludable con su hijo dependerá en gran medida del grado de
coherencia que este adulto tenga a la hora de entender su propia
historia. Es decir, cuanto más coherente es la narrativa que uno hace
sobre su propia vida, más probable será que pueda establecer un apego
saludable con sus hijos. La narrativa de la propia historia es la forma que
cada uno tiene de contarse la propia vida, es decir, el relato de cómo fue
la infancia, la relación con los padres, qué hechos significativos se han
vivido, que cosas nos marcaron y de qué forma, etc. Una narrativa
coherente es aquella que no entra en contradicciones.
Entendemos por trauma cualquier situación extrema que genera en el
sujeto emociones negativas tan intensas que no pueden ser asimiladas y
que dejan secuelas psicológicas.
Robert Stolorow (autor de “Faces in a cloud”, conjuntamente con
G.Atwood, 1979) propone la idea de que las secuelas negativas de un
trauma, como puede ser una mala relación con los hijos, no dependen
del trauma en sí, sino de la falta de apoyo por parte del entorno para
elaborar una narrativa del trauma y de sus efectos, y así poder asimilar
lo sucedido. Nuestra capacidad para enfrentar y resolver muchas de
nuestras dificultades depende en gran parte de contar con un entorno
relacional (familia, amigos, tal vez un terapeuta) con quienes poder
compartir nuestro sufrimiento emocional y percibir de esa manera que
lo que nos pasa o pasó no es tan catastrófico como para no poder hablar
de ello.
Cuando un niño siente que su entorno no sintoniza con lo que él siente,
termina por convencerse de que siente de forma inadecuada, y se ve
obligado a esconder lo que siente incluso ante sí mismo. Ése es el precio
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que ha de pagar para no correr el riesgo de perder el apoyo de los
adultos que lo rodean.
Los humanos somos la única especie animal que aprendemos mucho
más de los demás que de nuestra propia experiencia. Nuestro cerebro ha
evolucionado para poder leer los estados emocionales de los demás y
compartirlos.
A nivel explícito aprendemos las cosas que nos cuentan los adultos,
tanto los de nuestra familia como los que forman parte de la comunidad
educativa. Pero a nivel implícito (fuera del ámbito del pensamiento y la
reflexión) los adultos nos han enseñado un montón de cosas sobre cómo
sentir o evaluar emocionalmente las situaciones en las que nos
encontramos a lo largo de la vida. Probablemente la forma que tenemos
de reaccionar emocionalmente ante las cosas que nos suceden y que
hemos aprendido automáticamente de nuestros adultos, es el factor que
más repercusión tendrá en nuestra vida cotidiana. Aceptamos como una
obviedad que lo que sabemos sobre geografía, p.ej., lo aprendimos de
nuestros profesores en el colegio. En cambio, es mucho menos obvio,
que nuestra manera de reaccionar ante una determinada situación,
también la aprendimos de los adultos significativos de nuestra infancia.
Hoy en día, los avances en neurociencia confirman que en situaciones
traumáticas, las sensaciones extremas de malestar corporal (temblores,
sensaciones de irrealidad y deformación corporal, ahogo, palpitaciones,
etc.) se almacenan en sistemas de memoria implícita. Sin embargo, a
menudo no es posible recuperar los recuerdos explícitos de los hechos
que desencadenaron esas sensaciones. Ello significa que cuando una
persona recuerda la situación traumática, revive sensaciones corporales
de malestar extremo, pero en cambio, no es capaz de asociarlas al
recuerdo explícito del hecho traumático. De esa forma, muchas veces los
síntomas corporales parecen no responder a ninguna razón, como si
hubieran caído del cielo.
La perspectiva intersubjetiva pone el énfasis en que las convicciones
sobre cómo es la realidad se construyen siempre a partir de las
relaciones. Todas las familias se rigen a partir de un conjunto de reglas
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no escritas sobre cómo funciona la realidad de la familia. Los contextos
relacionales son los que validan o no las experiencias emocionales de los
humanos, y en función de si lo que sentimos es validado o no por el
entorno, nos sentiremos consistentes y vitales o raros, vacios y
desvitalizados. En otras palabras, nuestro ser se forma a partir de los
contextos relacionales en que nos hemos criado. Cuando la necesidad
de sentirnos tratados con empatía no está mínimamente cubierta, se
produce un efecto devastador en nuestra psique.
En definitiva, nuestro cerebro ha evolucionado de manera que los
humanos somos, con diferencia, la especie animal más dotada para la
conexión intersubjetiva, es decir, para detectar cuándo se da y cuándo
no se da la situación del “yo siento que tú sientes lo que yo siento”. Los
bebes necesitan sentirse conectados emocionalmente a la madre y al
padre a través del intercambio de señales faciales y vocales. Si un bebé
nace en una familia que por las razones que sea no le puede suministrar
la vivencia de conexión emocional, el cerebro de ese niño tendrá
dificultades para madurar, es decir, para crear las conexiones sinápticas
que forman parte del desarrollo normal. Nuestro cerebro se ha ido
desarrollando para poder compartir estados psicológicos. Las primeras
“conversaciones” entre el bebé y la madre conforman una de las
características más específicas de nuestra especie y constituyen una
pieza esencial para la maduración de nuestro cerebro. Si esa
potencialidad no se entrena a partir de nuestros primeros días de vida
mediante el intercambio de señales emocionales con los adultos que nos
rodean, el cerebro no madura correctamente. Las consecuencias de esta
falta de maduración de las capacidades para la conexión intersubjetiva
serán que el pequeño no tendrá la capacidad de recurrir a los demás
para regular sus propias emociones.
Hoy en día, los recientes descubrimientos sobre las llamadas neuronas
espejo parecen confirmar que los humanos tenemos unas neuronas que
se disparan tanto al observar una acción como al llevarla a cabo. Los
bebés no se limitan a repetir automáticamente lo que observan, sino
que también pueden recordar ese gesto y reproducirlo más tarde. Desde
muy pequeños los niños saben que también pueden hacer lo que los
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demás hacen, tienen la motivación para compartir las experiencias de los
demás. Las personas podemos saber cómo se siente el otro (empatía) y
disfrutamos al expresar lo que sentimos y al compartirlo con el otro
sintiendo algo similar. Podríamos decir que cada cerebro dispone de un
sistema de conexiones que regulan la bioquímica de la angustia.
Cuando, a través de las señales que intercambiamos tales como gestos,
palabras, tonos de voz, etc., yo siento que el otro siente lo que yo siento,
podríamos decir que los dos cerebros se han conectado y han formado
un sistema más complejo. Utilizando una metáfora informática,
diríamos que los dos cerebros trabajan en red. La capacidad de
compartir estados emocionales es la diferencia nuclear que nos distingue
del resto de los primates y a partir de la cual los humanos podemos
acceder al lenguaje y la cultura.
John Bowlby ( “Una base segura”, Paidos,1988) escribió que el “apego”
es una motivación básica en los seres humanos. Una buena relación con
los padres es la base segura a partir de la cual los pequeños podrán
llevar a cabo las incursiones exploratorias en el mundo que los rodea.
Desde tan temprano como el primer año de vida los niños se hacen una
idea de lo que cabe esperar de sus cuidadores, aunque no lo pueden
expresar en palabras ya que no tienen la capacidad de construir ideas.
Un bebé no puede construir pensamientos del tipo “cuando estoy
asustado mi madre me calma” (patrón seguro), o “cuando estoy
asustado mi madre no me hace caso” (patrón evitativo) o “cuando estoy
asustado mi madre no me sabe calmar” (patrón resistente). Hacia el
segundo año los niños pueden empezar a utilizar símbolos o palabras
para pensar y expresarse. Sin embargo, desde que nacen, los bebes
tienen una forma eficaz de aprender de la propia experiencia sin utilizar
el pensamiento reflexivo. A esa edad el cerebro humano todavía no es
capaz de crear memoria explícita, mientras que el sistema de la memoria
implícita ya es activo desde la vida fetal. Eso quiere decir que durante las
primeras etapas de la vida los niños son expertos en recoger información
sutil, psicológicamente muy compleja, de forma vivencial, sin la
intervención del pensamiento reflexivo.
15
El sistema de procesamiento implícito y las sutilezas de la comunicación
no verbal no funcionan únicamente en el período de la infancia (que
antes se denominaba “preverbal”) sino que está vigente durante toda la
vida. Por lo tanto, actualmente ya no se habla de un sistema preverbal
que madura hacia uno verbal, sino de dos sistemas de procesamiento de
información, el implícito y el explícito, que funcionan simultáneamente y
por separado.
Dado que los sustratos neuronales del procesamiento explícito no
empiezan a funcionar hasta el segundo año de vida, se había creado el
equívoco de que el pensamiento reflexivo era más “maduro”. Hasta hace
poco se consideraba que las emociones interferían en las capacidades de
nuestra inteligencia. Hoy sabemos que la emoción ( inteligencia
emocional) es la herramienta más poderosa y rápida que tenemos para
evaluar situaciones antes de la toma de decisiones.
Somos memoria.
En un sentido amplio, el aprendizaje y la memoria son primordiales para
la identidad: somos quienes somos gracias a ellos. La memoria es lo que
nos permite recordar quiénes somos, cómo somos, qué podemos
esperar de nosotros mismos, qué está fuera de nuestro alcance, etc. Es
decir, nuestra identidad, el sentimiento que tenemos de nosotros
mismos, es algo que llevamos grabado en nuestra memoria. Y este
sentimiento de nosotros mismos lo hemos ido aprendiendo a través de
múltiples experiencias. Así pues, cómo aprendemos y cómo
memorizamos lo que aprendemos son dos procesos cruciales. Eric
Kandel, premio Nobel de Medicina del año 2000, reflexiona que la
genética determina cómo se situarán ciertas neuronas y qué conexiones
formarán, pero la experiencia determina la calidad o eficacia de estas
conexiones. Probablemente en los seres humanos la evolución de las
neuronas espejo es lo que ha permitido la clase de conexión emocional
que ha resultado fundamental para dar el salto evolutivo que nos
diferencia de los otros grandes simios.
El objetivo principal de una psicoterapia, dicho de una forma simple, es
modificar el modo que tenemos de reaccionar emocionalmente. Lo que
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Kandel investigó(“En busca de la memoria”, 2006, Buenos Aires,Ed. Katz)
es que tras un proceso de aprendizaje por sensibilización (algo similar al
condicionamiento) que crea memoria a largo plazo, se produce un
cambio anatómico (el número de terminaciones nerviosas de una
neurona sensorial se duplica) y también un cambio funcional (las sinapsis
activas aumentan un 50 %). Produce un gran impacto pensar que cada
vez que aprendemos algo que perdurará en nuestra memoria, la
anatomía de nuestro cerebro se modifica.
En la memoria a largo plazo vemos que los genes son los responsables de
la creación de nuevas sinapsis, pero se trata de genes que, en
condiciones basales, están desactivados y es la experiencia la que tiene
la capacidad de activarlos. La repetición de las experiencias suele ser una
condición para la creación de la memoria implícita. De alguna manera, lo
mismo sucede en la psicoterapia, entendida como un entrenamiento
repetitivo de distintas formas de reaccionar emocionalmente. La
repetición de situaciones relacionales nuevas para el paciente permite la
creación de una nueva memoria a largo plazo.
En una conferencia dictada en 2004 en la Universidad de Columbia, N.Y.,
Kandel explico el fenómeno de la plasticidad cerebral de la siguiente
manera:” Si usted acaba de recordar algo de estas conferencias será
porque se ha alterado la expresión de los genes, lo que genera una serie
de cambios anatómicos en su cerebro, por lo tanto saldrá de este
simposio con una cabeza diferente de la que tenía al entrar. Gemelos
idénticos con idénticos genes tendrán cerebros distintos porque habrán
sido expuestos a experiencias de aprendizaje distintas”.
En 1996 un grupo de investigadores de la Universidad de Parma dirigidos
por Giacomo Rizzolatti observó, estudiando las neuronas motoras de los
macacos, las llamadas neuronas espejo, y posteriormente confirmaron
que los humanos también tenemos ese tipo de neuronas, que se activan
automáticamente tanto cuando realizamos una acción como cuando
observamos que alguien lleva a cabo esa misma acción. Parece que
estas “neuronas espejo” desempeñan un papel muy importante en la
capacidad humana de poder sentir lo que otro está sintiendo.
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Las neuronas espejo se activan cada vez que observamos una acción
intencionada: p.ej., la acción de tomar un alimento con la mano para
llevarlo a la boca. Es muy posible que las neuronas espejo desempeñen
un papel fundamental en los procesos de conexión intersubjetiva. El “yo
siento que tú sientes que yo siento” probablemente no sería posible sin
las neuronas espejo. Así, al observar una emoción en otra persona, es
decir, al observar las señales corporales que otro emite,
automáticamente se activan en nosotros las mismas modificaciones
corporales. Nuestro cuerpo mimetiza el cuerpo del otro, o dicho en otras
palabras, nuestro cuerpo tiende a sentir lo mismo que el otro cuerpo
siente. (de ahí proviene la expresión de “ponerse en la piel del otro”).Los
estudios de neuroimagenes muestran que al oír la palabra “mano” se
activa la misma zona cerebral que se activa cada vez que movemos la
mano. Las neuronas espejo son probablemente las responsables de que,
al relacionarnos, nuestro cerebro trabaje en red con los cerebros de
nuestros interlocutores.
Rizzolatti y Sinigaglia (Las neuronas espejo, Barcelona, Paidós, 2006)
ofrecen numerosos ejemplos de cómo nuestro cerebro tiene la
capacidad de “copiar” el cerebro de la persona que tenemos enfrente .Es
decir, al observar a alguien que siente por ejemplo asco,
automáticamente se activa en nuestro cerebro la zona que nos hace
sentir una sensación de asco similar a la que siente la persona
observada.
En contra de lo que normalmente se piensa, los estados de ánimo, los
humores y las emociones suelen preceder los discursos o reflexiones
verbales.
Podríamos decir que la psicoterapia es uno de los ejercicios al alcance de
los humanos para aprender nuevas formas de reaccionar
emocionalmente y para ejercitar y consolidar los complejos
componentes corporales de nuestras formas de reaccionar.
Paradójicamente, la ejercitación de los componentes corporales de la
emoción no la hacemos a través de ejercicios corporales sino a través de
nuestras relaciones con los otros. Aunque aparentemente la relación
terapéutica se basa en el diálogo verbal y en el pensamiento reflexivo,
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son sobre todo los componentes paraverbales ( gestos, tono de voz,
ritmo del diálogo, mirada, etc.) los que crean la atmósfera emocional de
una sesión y los que ayudan al paciente a ir modificando y ejercitando
sus nuevos comportamientos y vivencias.
Hector D. Klurfan. Mayo de 2013
[email protected]
Este es un resúmen basado en el libro “La conexión emocional”, de
Ramon Riera y Alibés, Ed. Octaedro, Barcelona, Mayo de 2011
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