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Transcript
El Destino Manifiesto y la construcción de una nación
continental, 1820-1865.
M. Graciela Abarca
¡Pobre México! Tan lejos de Dios,
tan cerca de los Estados Unidos.
Atribuido al General Porfirio Díaz,
presidente de México, 1877-1911
En las décadas de 1830 y 1840, los estadounidenses que impulsaban fervientemente la
expansión territorial hacia el oeste y la conquista del continente se habrían sentido
sumamente ofendidos con la afirmación del general mexicano. Los expansionistas estaban
convencidos de que los Estados Unidos habían sido elegidos por Dios para elevar la
condición de la humanidad. En otras palabras “expandirse y poseer todo el continente que
la Providencia les había otorgado para el desarrollo del gran experimento de libertad y
autogobierno federado” era el “destino manifiesto” de la nación.1 Esta frase, que se volvería
famosa, fue articulada por John O’Sullivan – publicista y político del Partido Demócrata—
para describir el proceso de expansión de los Estados Unidos en el contexto de la anexión
de Texas en 1845. Uno de los principios subyacentes al llamado Destino Manifiesto era la
superioridad innata de los estadounidenses de origen anglosajón. Irónicamente, como lo
afirma el historiador Anders Stephanson, O’Sullivan descendía de un linaje de aventureros
y mercenarios de origen irlandés, y su participación política a favor de la expansión
territorial no lo haría merecedor de ningún reconocimiento en vida.
En realidad, O’ Sullivan no fue consciente de la trascendencia de las palabras que había
unido –“destino” y “manifiesto”– hasta que sus opositores políticos las convirtieron en un
tema central de debate, en un símbolo. De esta manera, en una frase, O’Sullivan resumió el
derecho providencialmente o históricamente atribuido a Estados Unidos de expandirse en

Este artículo fue publicado por primera vez en De Sur a Norte. Perspectivas Sudamericanas sobre Estados
Unidos, número 15 (2007).
1
Anders Stephanson, Manifest Destiny. American Expansion and the Empire of Right (New York: Hill and
Wang, 1995), pág. xii.
América del Norte desde el Atlántico hasta el Pacífico. Cabe destacar que dos siglos antes,
en 1616, apenas diez años después de la fundación de Jamestown (la primera colonia
inglesa en América del Norte), un agente de la colonización resaltaba las virtudes de estas
tierras fértiles y alentaba a sus conciudadanos a emprender la aventura: “No debemos temer
partir inmediatamente ya que somos un pueblo peculiar marcado y elegido por el dedo de
Dios para poseerlas”.2 O’Sullivan, el hombre que reformularía este “mandato divino” murió
en 1895 en el anonimato. Coincidentemente, para esa época el Destino Manifiesto entraría
en el debate político nuevamente ante la posibilidad de un conflicto armado con España. En
1898, después de una “guerra espléndida y pequeña”, como la definiera Teodoro Roosevelt,
Estados Unidos anexaría sus primeras posesiones coloniales y reprimiría el movimiento
independentista en las Filipinas.
Si bien el Destino Manifiesto no fue la causa de la Guerra con México o el único motor que
llevaría a la construcción de un imperio a fines del siglo XIX, esta ideología se vuelve
fundamental para comprender la manera en que los Estados Unidos se percibía – y se
percibe – a sí mismo dentro del orden mundial. A través de la historia del país, el Destino
Manifiesto, como sistema de valores, funcionó de manera práctica y estuvo arraigado en las
instituciones. Además, actuó en combinación con otras fuerzas de maneras múltiples. Tal
como lo define Stephanson, el Destino Manifiesto es “una tradición que creó un sentido
nacional de lugar y dirección en una variedad de escenarios históricos (...), un concepto de
anticipación y movimiento”.3
Es posible afirmar que el nacionalismo estadounidense surgió con fuerza a partir de 1820 y
tomó la forma de una “comunidad imaginada”, más que de una ideología explícita. Los
estadounidenses compartían entonces la sensación de un país caracterizado por la
movilidad social, las oportunidades económicas y la disponibilidad de amplias extensiones
de tierra. Estados Unidos no era una nación más, era un proyecto, una misión de significado
histórico. Por esta razón, el dinamismo capitalista se centró en la expansión territorial, ya
que de esta forma, la comunidad que se había consolidado podría expandirse a voluntad. De
cierta manera, la nación se construía como una serie de redes temporarias en torno a la
expansión del espacio territorial y su consecuente desarrollo económico. Se podría argüir
2
3
Ibídem, pág. 42.
Ibídem, pág. xiv.
que el espacio mismo y el constante desplazamiento hacia el Oeste definieron la proyección
del ser nacional.
Esa migración y la consecuente incorporación de nuevos estados pusieron de relieve las
diferencias regionales. En particular, el debate en torno a limitar la expansión de la
esclavitud amenazaba seriamente con desestabilizar el balance entre los estados esclavistas
y los no esclavistas. El “Compromiso de Missouri” de 1820 logró posponer el conflicto
abierto por un período de aproximadamente tres décadas. El acuerdo establecía el paralelo
36º 30’ como la línea divisoria entre los estados “libres” y los esclavistas que surgieran en
los territorios situados al oeste del río Mississippi. De esta manera, Missouri sería el único
estado esclavista al norte de esta línea divisoria; simultáneamente, Maine era admitido a la
Unión como estado “libre” y así se mantenía el equilibrio de 12 estados esclavistas y 12
“libres”. Tener el control del Congreso significaba tener potencialmente el poder de
establecer la prohibición de la esclavitud como una condición de admisión, o de decidir que
el Congreso no tenía ninguna autoridad sobre el tema. Además, detrás de esta cuestión,
también subyacía el problema de la esclavitud ya existente en el Sur. Estos temas
irrumpirían nuevamente en la escena política con la anexión de territorios y la consecuente
admisión de nuevos estados.
Es importante señalar que oponerse a la expansión de la esclavitud no significaba
que se estuviese a favor de una sociedad multirracial de individuos que vivirían
armónicamente en la república, aunque algunos abolicionistas radicales efectivamente
esgrimían esta postura. La mayoría se oponía tanto al trabajo esclavo como a las “mezclas”
de razas. Muchos de aquellos que clamaban por la admisión de estados “libres”, no
pensaban en la incorporación social de los negros. En el mejor de los casos proponían
planes de colonización que les permitieran regresar al continente africano. Cabe destacar
que la producción algodonera no era solamente el motor económico del Sur, sino que
también proveía a los Estados Unidos del nivel de exportaciones necesario para permanecer
integrado a la economía mundial.
El nacionalismo tenía entonces fuertes raigambres en los estados del norte y del
oeste. En Nueva Inglaterra, los protestantes comenzaron a proponer que ellos eran los
dueños de la verdad, especialmente cuando se veían obligados a lidiar con la inmigración
masiva de irlandeses y alemanes católicos que comenzaron a llegar al país en la década de
1830. Para 1840, ya había en el país unos 40.000 predicadores, uno por cada quinientos
habitantes. El Sur, por su lado, había comenzado a definirse claramente como un grupo
para el cual el verdadero significado de la Unión era que los estados individuales pudieran
actuar con total libertad, como siempre lo habían hecho. En 1828, el entonces
vicepresidente John C. Calhoun y distinguido político de Carolina del Sur, desarrollaba su
doctrina de la “anulación”, de manera anónima, en el documento “Exposición y Protesta”.
De acuerdo con esta teoría, los estados tenían el derecho de invalidar las medidas que
juzgaran opresivas por parte del gobierno nacional, y hasta podían separarse de la Unión si
lo consideraban necesario. A pesar de las marcadas diferencias políticas, sociales y
económicas entre el Norte y el Sur, el conflicto armado en torno al rumbo de la nación no
estallaría hasta 1860.
El tema que dominaría el debate político en las décadas de 1830 y 1840 fue la visión
introducida por el presidente Andrew Jackson, la llamada “Edad del Hombre Común”, que
enfatizaba la oportunidad y expansión para todos, con una intervención del gobierno
mínima o nula, en un discurso de igualdad republicana que en realidad enmascaraba una
sociedad marcadamente desigual. Allí se expresaba que lo más importante era la libertad
del individuo para hacer lo que quisiera y para establecerse donde quisiera. Para que esto
fuera posible era necesario que hubiera un incremento cuantitativo en el espacio físico, en
la extensión de lo que Jackson llamaría el “área de libertad”. Durante su presidencia se
facilitó y aceleró la venta de tierras públicas, por lo cual las comunidades indígenas, con la
excepción de los seminole en Florida, fueron eliminadas del Sur con el apoyo del Gobierno
Federal, a fin de facilitar la expansión de las tierras disponibles para el cultivo de algodón.
En la década de 1840, James Polk, el sucesor de Jackson, aplicaría esta lógica en una escala
mucho mayor e incorporaría áreas gigantescas al “imperio de la libertad”: Texas, Oregón y
gran parte de México.
Hoy puede resultar sorprendente contemplar un mapa de México y de los Estados Unidos
en 1824 y observar que estas dos naciones no eran tan diferentes en términos de territorio y
población. La ex colonia española contaba con 4,4 millones de kilómetros cuadrados y
aproximadamente 6 millones de habitantes, mientras que Estados Unidos tenía una
superficie de 4,6 millones de kilómetros cuadrados y una población de 9,6 millones. En
sólo tres décadas, más de la mitad de México, 2,6 millones de kilómetros cuadrados, un
territorio mayor al adquirido con la compra de Luisiana a Napoleón Bonaparte en 1803,
había sido transferido a los Estados Unidos. Algo similar había sucedido con la población:
el país del norte contaba con 23 millones de habitantes, mientras que México no superaba
los 8 millones.
En 1845, Texas se convirtió en la primera provincia mexicana en ser anexada a los Estados
Unidos. Después de nueve años de existencia como estado independiente, la “Estrella
Solitaria” finalmente fue incorporada a la Unión. Escasamente poblada y alejada del
corazón de México, Texas pronto se convirtió en un objetivo tentador para la expansión del
cultivo de algodón y la venta especulativa de tierras: dos tendencias que dominaban la
política estadounidense en las décadas de 1830 y 1840. El gobierno mexicano decidió
permitir la inmigración de los ciudadanos estadounidenses e hizo lo posible por regular el
proceso. En 1835, la mayoría de los 35.000 habitantes de Texas –colonos, invasores
aventureros y prófugos de la ley– eran de origen anglosajón, protestantes y propietarios de
esclavos que habían llegado atraídos por las excelentes tierras. Alarmado por la conducta de
estos inmigrantes que no sólo ignoraban las leyes sino que también menospreciaban a los
mexicanos del lugar, y alertado por las manifestaciones expansionistas de la prensa
estadounidense, el gobierno mexicano envió guarniciones militares para controlar la
provincia.
En 1836, cuando el gobierno mexicano declaró el centralismo, los texanos
encontraron la justificación política que necesitaban para declarar la independencia. A pesar
de que el inestable gobierno mexicano resistió militarmente, Texas finalmente lograría
independizarse. La región se abrió inmediatamente al cultivo del algodón y se reintrodujo la
esclavitud, que había sido abolida por México en 1827. El próximo paso, el de la anexión a
los EE.UU., tomaría varios años. Cuando este estado pidió ser admitido en la Unión, el
entonces presidente, Martín Van Buren, consideró que el momento no era oportuno. El país
estaba en medio de una crisis económica y la incorporación de un nuevo estado esclavista
podía alterar el precario equilibrio político y social. Sin embargo, tan pronto como James
K. Polk llegó a la presidencia del país, en 1845, la anexión de Texas se sometió a votación
en el Senado y fue aprobada por una mínima diferencia de votos.
Durante su campaña presidencial, Polk había prometido simultáneamente la “reanexión” de
Texas –como si alguna vez hubiera pertenecido a los Estados Unidos– y la “reocupación”
de todo el territorio de Oregón, una expresión bastante peculiar ya que muy pocos
estadounidenses habían vivido allí antes. Este territorio era ambicionado por los defensores
de la expansión, y se extendía desde la frontera mexicana hasta el paralelo 54º 30’;
previamente, había sido ocupado conjuntamente por Gran Bretaña y Estados Unidos desde
1818. Mientras los sureños pugnaban por la expansión hacia el Sudoeste, los habitantes del
Noreste y Medio Oeste se sentían atraídos por los recursos naturales y posibilidades
comerciales de Oregón.
A principios de la década de 1840, la fiebre de Oregón atacó a cientos de estadounidenses.
Para 1845, 5000 pioneros ya habían establecido un gobierno provisional en el valle de
Willamette, al sur del río Columbia. En consecuencia, el Congreso estaba cada vez más
convencido de que debía llegar a un acuerdo con los ingleses y dar a los nuevos
asentamientos autoridades, leyes y títulos de tierra. Contando con el apoyo popular
necesario, Polk demandaba para los Estados Unidos “el paralelo 54º 30’ o la guerra”. De
esta manera, el presidente obtuvo del Congreso el permiso para revocar el acuerdo de
ocupación conjunta y en abril de 1846 se lo comunicó a Inglaterra. A pesar de que Polk no
quería ceder un solo palmo, la inminente guerra con México lo obligó a reducir sus
demandas. El tratado firmado en junio de 1846 establecía que el límite noroeste del país
estaría en el paralelo 49º, por lo que EE.UU. adquiría los actuales estados de Oregón,
Washington, Idaho, y parte de los de Wyoming y Montana.
Es interesante señalar que en 1843 el Democratic Review –el periódico fundado por
O’Sullivan— había criticado duramente las prácticas monopolísticas de la Hudson Bay
Company, la empresa británica que controlaba el comercio en Oregón. Sin embargo,
cuando el tema de la anexión se complicó y creció la posibilidad de un conflicto armado
con Gran Bretaña, el Democratic Review se convirtió en la voz de la moderación,
sugiriendo como límite el paralelo 49º y evitando cualquier tipo de retórica belicosa. Una
guerra contra los británicos, aunque fueran unos “rufianes”, sería en última instancia una
gran calamidad. Aún antes de que la cuestión territorial fuera resuelta, el Review publicó
una nota celebrando la fusión de la manufactura inglesa con la agricultura estadounidense a
través del libre comercio. Fiel a la teoría del Destino Manifiesto, la raza anglosajona se
uniría –bajo el dominio estadounidense— y traería tiempos prósperos para todos. Estaba
claro que la poderosa Gran Bretaña, tierra de los anglosajones, no era México. Los dos no
podían ser concebidos de la misma manera.4
Polk no perdió tiempo e intensificó sus movimientos en contra de México. Obviamente sus
ojos, al igual que los de muchos otros estadounidenses, estaban puestos en el territorio entre
Texas y el Océano Pacífico, especialmente en Alta California, el actual estado de
California. El asunto inmediato, sin embargo, fue una disputa en la frontera sudoeste entre
Estados Unidos y México. Nada demasiado importante estaba en juego, pero el conflicto le
permitió a Polk agudizar la situación. En la convicción de que los mexicanos podrían
incluso recibir a los soldados estadounidenses como “libertadores”, Polk ordenó a sus
tropas que avanzaran hacia el Río Grande. Cuando la armada mexicana respondió, Polk
declaró que Estados Unidos había sido invadido y así comenzó la guerra. México perdió la
guerra de manera desastrosa, pero el esfuerzo bélico de Estados Unidos tuvo poco impacto
en la vida cotidiana de sus habitantes. No hubo reclutamiento, la guerra misma era
considerada distante y no se debatía sobre su desarrollo, aunque hacia el final de la
contienda el malestar de la población había comenzado a incrementarse.
Para desilusión de Polk, el conflicto se extendió más allá de lo previsto. Durante toda la
guerra, el presidente de EE.UU. había estado convencido de que la cuestión central para los
mexicanos era el dinero, por lo tanto no podía entender por qué se negaban a capitular.
Finalmente, la ciudad de México fue tomada y se logró llegar a un proceso de negociación
que fue largo y tedioso. De esta manera, EE.UU. adquiría, previo pago, las tierras situadas
al norte del Río Grande y el paralelo treinta y dos en dirección al Océano Pacífico. Esto
incluía vastas extensiones no controladas por México, sino por los apaches y otros
indígenas. Lo que era aún mucho más importante, incorporaba a la nación a un gran
número de mexicanos, todos católicos. Este grupo de “indolentes” no era precisamente
gente que calificara para ser bienvenida como ciudadanos.
En 1853, el país del norte logró comprar otra porción de territorio y así asegurar las rutas
para la futura construcción del ferrocarril transcontinental en el sudoeste del país. Cuatro
años más tarde, el presidente James Buchanan trató de adquirir muchas más tierras en Baja
California y en las provincias mexicanas del norte, pero su intento falló. La “expansión
contigua”, es decir, continental, había llegado a su fin.
4
Stephanson, págs. 42-43.
*****
El Destino Manifiesto se consolidó en la década de 1840, ante la necesidad de entender y
legitimar la agresiva anexión de territorios. Durante la guerra con México, Walt Whitman,
poeta y editor del periódico Brooklyn Eagle, afirmaba que el “miserable e ineficiente
México” era incompatible con “la gran misión de poblar el Nuevo Mundo con una raza
noble”. Estas palabras son solamente un ejemplo de las nociones de progreso esgrimidas
por los intelectuales a mediados del siglo XIX.
Para 1850, era ampliamente aceptado en los Estados Unidos que la raza anglosajona estaba
destinada a definir el destino de la mayor parte del mundo. En su avance expansionista, los
estadounidenses se encontraban con un número de “razas inferiores” que estaban
“condenadas a la subordinación o a la extinción”.5 Se escribieron muchos trabajos sobre
este tema, que dieron fundamento teórico al expansionismo estadounidense. Un crudo
racismo impregnaba los debates políticos de mediados del siglo XIX, un racismo que daba
forma a las relaciones de este país con los habitantes de los territorios anexados en la
década de 1840.
En el siglo XIX, la superioridad de la raza anglosajona y las actitudes hacia los indios, los
negros y los mexicanos, eran parte de un mismo sistema de pensamiento organizado en
términos raciales. Según el historiador Reginald Horsman, los orígenes intelectuales del
Destino Manifiesto propuesto por la población blanca de los Estados Unidos están
directamente vinculados con el racismo anglosajón teutónico y la supremacía aria que se
desarrolló en la Inglaterra del siglo XVI. Por su parte, el Romanticismo Europeo, que
buscaba destacar lo que era especial y único acerca de los individuos, las naciones y las
razas, tuvo su impacto en el proceso; de la misma manera, las nuevas investigaciones
seudo-científicas del siglo XIX, inherentemente racistas, intentaban probar la superioridad
del hombre blanco. Por ejemplo, las nuevas “ciencias” incorporaban la medición
frenológica de los cráneos y la convicción de que la sangre determinaba la raza,
5
John S. D. Esienhower, So Far From God. The U.S. War with Mexico, 1846-1848 (New York: Random
House, 1989), pág. vi.
convirtiendo la mezcla de blancos y negros en un peligro mortal que llevaría a la
contaminación de la raza superior. Todos estos factores, combinados con el prejuicio
popular y el apoyo gubernamental hacia una política expansionista, dieron forma al
pensamiento racial en los Estados Unidos.
Además, las nuevas teorías tuvieron otras consecuencias. En el Norte se acentuó el
movimiento para poner fin a la esclavitud, a la vez que se eliminaba a los negros de la
“república de la libertad” a través de planes de colonización, reducción de los derechos de
los negros libres y apoyo a la anexión de Texas, por considerarla un posible canal para el
“drenaje” de éstos hacia zonas climáticamente más apropiadas para ellos. En segundo lugar,
se consolidó un ranking “interno” de los caucásicos, en el cual los anglosajones eran
realmente los más avanzados y vigorosos dentro de la raza blanca en su totalidad. Se argüía
que los pueblos arios y godos habían marchado hacia la construcción de un imperio en el
oeste por más de un milenio y medio y, como lo indicaba la historia, la vanguardia de estos
grupos habían sido las tribus anglosajonas. Es más, eran anglosajones originales los que
habían recuperado las libertades durante la guerra por la independencia: los
estadounidenses eran los representantes más genuinos de esta raza, exentos de las manchas
de la decadencia normanda. En suma, “anglosajón” podía referirse a la pureza mítica prenormanda, como así también a la identidad de una “blancura americanizada”.6 En cualquier
caso, las “mezclas” no se tolerarían.
Para explicar la creencia en la inferioridad de los mestizos, el historiador David Weber
recurre a la llamada “leyenda negra”. Weber sostiene que el estereotipo que los
estadounidenses tenían de los mexicanos no se basaba tanto en la observación directa o la
interacción con los mexicanos, sino en gran parte en las actitudes negativas hacia los
españoles católicos. Las posiciones antihispánicas heredadas de Inglaterra incluían más que
un simple anticatolicismo. Los colonos ingleses veían al gobierno español como autoritario,
corrupto y decadente, y a los españoles como crueles, tiránicos y holgazanes. Son estas
acusaciones en contra de los españoles a las que se llegó a llamar la “leyenda negra”. Los
“anglos” despreciaban a los mestizos mexicanos de piel oscura ya que, según la creencia
popular, habían heredado las cualidades de los españoles y los indios. Los mexicanos, como
descendientes de los conquistadores españoles, eran herederos de sus ancestros.
6
Stephanson, págs. 55-56.
Phillip Wayne Powell, otro investigador que ha explorado los orígenes de los prejuicios
raciales en EE.UU., afirma que “los anglos transfirieron parte de la profunda antipatía hacia
la España católica a sus herederos americanos”. Powell estudió la llamada “leyenda negra”
de los vicios, defectos y actos condenables de los españoles que floreció en el mundo
occidental en el siglo XVI. En su visión revisionista con respecto a esta leyenda, Powell
arguye que la misma existía mayormente en las mentes de los extranjeros celosos que
nunca le perdonaron a España su éxito en América. En su libro, Powell analiza lo que
denomina una “continuidad hispanofóbica en los Estados Unidos”; un sentimiento basado
en el hecho de que España y Estados Unidos fueron enemigos en las fronteras durante
mucho tiempo. La expansión territorial de Estados Unidos entraría primero en conflicto con
los intereses españoles en La Florida y más tarde en torno al uso del puerto de Nueva
Orleans como salida para el comercio del oeste estadounidense. Powell señala que entre las
tendencias intelectuales que se cristalizaron en torno a la cuestión del Destino Manifiesto,
la popularización de los prejuicios en contra de lo hispano es claramente identificable.
Estos sentimientos se profundizarían durante el conflicto entre Texas y México y,
posteriormente, durante la Guerra con México.
En 1845, James Buchanan afirmaba: “La sangre anglosajona no podría ser nunca sometida
por nada que clamara tener origen mexicano”.7 Cuando los estadounidenses y los
mexicanos comenzaron a compartir territorio en la frontera sudoeste de Estados Unidos,
esta visión anglosajona marcó muchos de los aspectos de la confrontación. En cuanto se
volvía obvio que los intereses de los estadounidenses y los mexicanos eran incompatibles,
entonces empezaron a aparecer debilidades “innatas” en la población mexicana. Existen
numerosos relatos de “personalidades” de la época que confirman esta interpretación, entre
ellos, los escritos de expedicionarios como George Kendall y T.J. Farnham; de intelectuales
como Horace Bushnell y Lansford Hastings; de los senadores Benjamin Leigh, de Virginia,
y Robert J. Walker, de Mississippi, y el presidente de Texas, Sam Huston. Todos estos
individuos coincidían en que, dado que los mexicanos carecían de valor, “sacarles tierras a
los bárbaros no era un crimen; era simplemente seguir las órdenes de Dios y hacer que la
tierra diera frutos”.8
7
Reginald Horsman, Race and Manifest Destiny. The Origins of American Racial Anglo Saxonism
(Cambridge, MA, and London, England: Harvard University Press, 1981), pág. 208.
8
Ibídem.
La guerra entre los Estados Unidos y México no sólo provocó una ruptura de las relaciones
entre ambos países sino que tuvo fuertes implicancias en el sudoeste en la interacción entre
los “mexicano-estadounidenses” y los “anglo-estadounidenses”. El estereotipo del
mexicano “holgazán, ignorante, prejuicioso, supersticioso, embaucador, ladrón, jugador,
cruel y siniestro,” estaba fuertemente presente en el sistema de valores del Destino
Manifiesto. A medida que el contacto entre los dos grupos se intensificaba, las
posibilidades de conflicto se incrementaban. Con respecto a este tema, el historiador David
Weber realiza una observación interesante: los estereotipos negativos se aplicaban
mayormente a los hombres mexicanos y no a las mujeres, ya que éstas gozaban de una
imagen positiva, atrayendo a menudo a los visitantes por su “belleza, amabilidad y
coquetería”.
De cualquier manera, la vida para un pueblo en transición entre la cultura estadounidense y
la mexicana no era fácil. De León se refiere a este proceso como la “tragedia” en la que
cayeron los texanos a partir de 1836, ya que “pasaron a vivir en un mundo en el cual
prácticamente todo, desde el color de la piel hasta sus manifestaciones culturales, evocaban
respuestas racistas perversas”. Este historiador intenta rebatir la creencia de que la
comunidad texana estaba plagada de ignorancia, superstición y atraso, tal como
argumentaron los expansionistas. Si bien el analfabetismo era común entre los texanos del
siglo XIX, los padres de esa época llevaban a sus niños a la escuela siempre que las
circunstancias lo permitiesen. Otro de los aspectos destacados es que los texanos se
involucraban políticamente, recurriendo además a las asociaciones de beneficencia y a las
“mutualistas” para mejorar su situación en momentos de necesidad. También producían
periódicos cuando la comunidad requería noticias, opiniones y avisos. En suma, De León
señala que el catolicismo no necesariamente retrasaba el progreso, como la creencia
popular en los Estados Unidos indicaba, y el folclore popular estimulaba sus sueños y
aspiraciones.9
Si bien las observaciones de De León son acertadas, Weber correctamente señala que la
expansión territorial de los Estados Unidos bajo la bandera del Destino Manifiesto no fue la
única razón por la cual México perdió sus tierras. El país carecía de un plan sistemático
9
Arnoldo De León, They called them Greasers. Anglo Attitudes toward Mexicans in Texas, 1821-1900.
(Austin: University of Texas Press, 1983), págs. 187/194.
para poblar la región, volviéndose más cierto que nunca el precepto del político argentino
Juan Bautista Alberdi que, a mediados del siglo XIX, afirmara: “Gobernar es poblar.” Un
crecimiento de la población era esencial para el desarrollo de México y para la
conservación de su frontera norte. Si “gobernar es poblar”, concluye Weber, en el caso de
Texas resultó ser “poblar es gobernar”. La fuerte migración de estadounidenses a Texas en
las décadas de 1830 y 1840 condujo finalmente a su anexión en 1845.10
El Destino Manifiesto había convencido a los estadounidenses de su superioridad cultural y
racial y de lo correcto de la conquista, ya que “las supremas instituciones y raza
anglosajonas contribuirían a redimir a los mexicanos degenerados”.11 Para algunos
académicos, el pensamiento racial anglosajón en los Estados Unidos de mediados de siglo
XIX se origina en la necesidad de aliviar un sentimiento de “culpa” por la explotación y la
destrucción de poblaciones que no eran blancas. Sin embargo, esto pareciera ser una gran
simplificación. Objetivos netamente económicos y comerciales subyacían en la relación
entre un sentido especial de destino y la ideología racial imperante en la primera mitad del
siglo XIX.
El historiador David Montejano, por ejemplo, ofrece un enfoque un tanto distinto, ya que
no considera al tema racial como un factor tan dinámico e importante como la explotación
de clase en la determinación del status de las minorías raciales. Para Montejano, el
principio más importante que subyace en el Destino Manifiesto no es la superioridad de la
raza anglosajona, sino la búsqueda de un “imperio mercantil”. En su análisis, los años
1836-1900 constituyen un período en el cual el nuevo orden político de Texas trató de
establecer una estructura pacífica y de alguna manera llegar a un acuerdo entre los líderes
victoriosos y los derrotados. Lo más importante era en realidad lograr los objetivos
comerciales del Destino Manifiesto creando un exitoso mercado de tierras.
La independencia de Texas y su subsiguiente anexión a EE.UU. son esencialmente un claro
reflejo del Destino Manifiesto. Con una expansión territorial hacia el Océano Pacífico y
hacia el Istmo de Panamá, el país se movía hacia la adquisición de puertos que
garantizarían el futuro de la nación como un imperio mercantil. En su descripción de la
estructura social de Texas en tiempos que el sentimiento expansionista era muy marcado,
10
David Weber, The Mexican Frontier 1821-1846. The American Southwest under Mexico (Alburquerque:
University of New Mexico Press, 1982), pág. 250.
11
Weber, págs. 158-178.
Montejano le asigna un papel fundamental a la elite mercantil. Aunque admite que los
comerciantes no estaban solos en sus proyectos, los considera las “figuras centrales en el
moldeado del Destino Manifiesto en demandas y propuestas concretas”.12 En suma,
mientras las elites intelectuales de mediados del siglo XIX sentaban las bases teóricas del
llamado Destino Manifiesto, las elites comerciales las llevaban a la práctica.
Al concluir la Guerra con México, el etnocentrismo de la cultura anglo, la teoría de una
raza superior y las convicciones de un Destino Manifiesto exacerbaron los prejuicios
raciales en las regiones incorporadas. Miles de mexicanos pasaron por la triste experiencia
de convertirse en extranjeros en su propia tierra en el marco de un intenso traslado de
anglos hacia el sur y mexicanos hacia el norte. El choque profundizó las diferencias
religiosas, filosóficas y económicas existentes entre los “anglo-estadounidenses” y los
ahora “mexicano-estadounidenses” en los territorios anexados por Estados Unidos. El
período de “incorporación”, como lo llama Montejano, no fue fácil, dada la compleja
interacción entre los vencedores y la vencida sociedad mexicana, que a su vez estaba
profundamente estratificada.
En el momento de su anexión, la estructura social de Texas estaba constituida por una elite
terrateniente mexicana, un grupo de ambiciosos comerciantes, además de rancheros
empobrecidos y peones endeudados. En este período de “incorporación”, el casamiento de
las elites anglo con familias terratenientes mexicanas era bastante común. De esta manera,
afirma Montejano, los rancheros anglos establecían “una especie de feudalismo económico,
social y político que no era necesariamente resentido por aquellos que se sometían a él”.13
Los comerciantes y los abogados dedicados a la compra y venta de tierras también jugaron
un papel fundamental en este período, ya que “la construcción” de Texas fue una historia de
penetración de mercado y desarrollo con importante participación de grupos capitalistas
orientados a la exportación. Los comerciantes aseguraron su preponderancia económica y
sentaron las bases para la generación de una clase alta poderosa centrada en la exportación,
mientras que los abogados, miembros clave de la elite capitalista, organizaban el mercado
de tierras y actuaban como intermediarios entre la elite terrateniente mexicana y los
comerciantes anglos que controlaban el capital.
12
David Montejano, Anglos and Americans in the Making of Texas, 1836-1936 (Austin: University of Texas
Press, 1987), pág. 48.
13
Ibídem, pág. 72.
Según registros estadísticos, las transacciones que se realizaron en el período 1848-1900
ocurrieron entre individuos de apellidos hispánicos y no-hispánicos; en todos los casos las
tierras pasaban de las manos de los primeros a las de los segundos. Además, mientras que
las innovaciones tecnológicas desplazaban por igual a los rancheros anglos y a los
mexicanos con poco capital y tierras, a largo plazo, el efecto en estas comunidades fue
bastante diferente. Un comerciante de origen anglo era desplazado para ser remplazado por
otro comerciante anglo. Sin embargo, cuando un terrateniente mexicano o ranchero era
desplazado, no era remplazado por sus ancestros u otros mexicanos. En resumen, el
desarrollo del mercado para los anglos era una “circulación de elites” mientras que para los
mexicanos significaba el colapso de la estructura interna de clase.14
Montejano también le da un matiz diferente al análisis del racismo existente entre los
estadounidenses de origen anglo en Texas. Este historiador afirma que la posesión de tierras
de cierta manera definía si un mexicano era o no tratado como un individuo racialmente
inferior. En otras palabras, que un mexicano fuera o no tratado como “blanco” dependía
enteramente de su posición dentro de la sociedad texana. La discriminación de los
mexicanos por raza y clase según Montejano se consolida con la incorporación de Texas en
la economía capitalista regional y nacional. En pocas palabras, el prejuicio racial se
consolida como una “explicación” o “justificación” para la explotación primero de los
terratenientes mexicanos y posteriormente de los trabajadores.
En el período que siguió a la Guerra con México, un nuevo elemento parecía emerger como
parte integral del nacionalismo estadounidense, el tema cuasi-imperial de la velocidad, la
actividad y el comercio. Una figura pionera en esta reformulación del Destino Manifiesto
fue William H. Seward, el gobernador de Nueva York, miembro del Partido Whig. Seward
sería el encargado de darle nueva forma a la noción de imperio “territorial” para
transformarlo en uno “comercial”. Al igual que muchos liberales del siglo XIX, Seward
afirmaba que “el comercio en gran medida había ocupado el lugar de la guerra”; el
comercio produciría “influencia” mientras se intercambiaban productos, y esto resultaría en
el beneficio inmediato de los pueblos más avanzados y el beneficio a largo plazo de los más
retrógrados.15
14
15
Montejano, págs. 73-74.
Stephanson, págs. 61-62.
Si bien esta visión podría parecer sumamente benévola, Seward no era para nada
complaciente acerca de los imperativos estratégicos del sistema geo-económico que
proponía. Estados Unidos necesitaba el desarrollo de su infraestructura, mayor cohesión
social interna y movimientos vigorosos para asegurar puertos y corredores de comercio en
todo el mundo. Veía a Nueva York como el centro financiero supremo de un sistema de
comercio global y al dólar como la moneda central. Como estaba convencido de que un
área crucial de competencia comercial se hallaba en Asia, apoyaba la adquisición de Hawai,
al igual que el proyecto de un canal ístmico y, además, la compra de Alaska. Seward
enmarcaba su plan geo-económico en una visión universal de la cristiandad y el progreso de
la historia del mundo. La aspiración de Estados Unidos debería ser entonces más que la
construcción de un vulgar imperio del comercio. “Una nación deficiente en inteligencia y
virtud –afirmaba– es innoble, y una raza innoble no puede ampliar o aún retener un
imperio.” Aunque la esclavitud era indudablemente una gran deficiencia, Estados Unidos
demostraba tener esta virtud y potencial para “promover el bienestar de la humanidad”.16
Sin embargo, el Destino tomaría un desvío, y Estados Unidos pasaría por la contienda
armada más terrible que tuviera lugar en un siglo entre las Guerras Napoleónicas y la
Primera Guerra Mundial. Ideas tales como el derecho a la rebelión, la independencia y la
libertad fueron tomadas por la Confederación y todos los aspectos de la ideología
estadounidense fueron desafiados. Pero al final de la guerra, el Norte victorioso se
encargaría de que el país retomara su Destino Manifiesto. Según afirmaba un pastor en
Filadelfia, el país renacería y se convertiría en “una montaña sagrada para la diseminación
de luz y pureza a otras naciones”.17 Con un saldo de 640.000 muertos y 400.000 heridos, el
triunfo del Norte indudablemente revitalizó la confianza en la misión, ahora sí,
debidamente nacional.
16
17
Stephanson, pág. 62.
Ibídem, pág. 65.